lunes, 20 de febrero de 2012

Libro: Thomas Kuhn (La Estructura de las Revoluciones Científicas) Parte 3/4 [Filosofia]



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un cinco de corazones negro. En esos dos casos, como en todos los experimentos psicológicos si­milares, la efectividad de la demostración depen­de de si se analiza de ese modo o no. A menos que exista un patrón externo con respecto al que pueda demostrarse un cambio de visión, no po­drá sacarse ninguna conclusión sobre posibili­dades alternativas de percepción.
Sin embargo, sin observación científica la si­tuación es exactamente la inversa. El científico no puede tener ningún recurso por encima o más allá de lo que ve con sus ojos y sus instrumen­tos. Si hubiera alguna autoridad más elevada, recurriendo a la cual pudiera demostrarse que su visión había cambiado, esa autoridad se con­vertiría ella misma en la fuente de ese dato y el comportamiento de su visión podría convertirse en fuente de problemas (como lo es para el psi­cólogo la del sujeto experimental). Se presenta­rían los mismos tipos de problemas si el cientí­fico avanzara y retrocediera como el sujeto de los experimentos de forma (Gestalt). El periodo durante el que la luz era "a veces una onda y a veces una partícula" fue un periodo de crisis —un periodo en que algo iba mal— y concluyó sólo con el desarrollo de la mecánica ondulatoria y la comprensión de que la luz era una entidad consistente en sí misma y diferente tanto de las ondas como de las partículas. Por consiguiente, en las ciencias, si los cambios perceptuales acom­pañan a los de paradigma, no podremos esperar que los científicos atestigüen directamente sobre esos cambios. Al mirar a la Luna, el convertido a la teoría de Copérnico no dice: "Antes veía un planeta; pero ahora veo un satélite". Esta frase implicaría un sentido en el que el sistema de Tolomeo hubiera sido correcto alguna vez. En cambio, alguien que se haya convertido a la nue-

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va astronomía dice: "Antes creía que la Luna era un planeta (o la veía como tal); pero estaba equivocado". Este tipo de enunciado vuelve a presentarse en el periodo inmediatamente poste­rior a las revoluciones científicas. Si oculta ordi­nariamente un cambio de visión científica o al­guna otra transformación mental que tenga el mismo efecto, no podremos esperar un testimo­nio directo sobre ese cambio. Más bien, debere­mos buscar evidencia indirecta y de comporta­miento de que el científico que dispone de un nuevo paradigma ve de manera diferente a como lo hacía antes.
Regresemos ahora a los datos y pregúntemenos qué tipos de transformaciones del mundo cien­tífico puede descubrir el historiador que crea en esos cambios. El descubrimiento de Urano por Sir William Herschel proporciona un primer ejemplo que es muy similar al experimento de las cartas anómalas. Al menos en diecisiete oca­siones diferentes, entre 1690 y 1781, una serie de astrónomos, incluyendo a varios de los observa­dores más eminentes de Europa, vieron una estre­lla en posiciones que suponemos actualmente que debía ocupar entonces Urano. Uno de los mejo­res observadores de dicho grupo vio realmente la estrella durante cuatro noches sucesivas, en 1769, sin notar el movimiento que podía haber suge­rido otra identificación. Herschel, cuando obser­vó por primera vez el mismo objeto, doce años más tarde, lo hizo con un telescopio perfeccio­nado, de su propia fabricación. Como resultado de ello, pudo notar un tamaño aparente del disco que era, cuando menos, muy poco usual para las estrellas. Había en ello algo raro y, por consi­guiente, aplazó la identificación hasta llevar a cabo un examen más detenido. Ese examen mos­tró el movimiento de Urano entre las estrellas y,

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como consecuencia, Herschel anunció que había visto un nuevo corneta. Sólo al cabo de varios meses, después de varias tentativas infructuosas para ajustar el movimiento observado a una ór­bita de cometa, Lexell sugirió que la órbita era probablemente planetaria.4 Cuando se aceptó esa sugestión, hubo varias estrellas menos y un pla­neta más en el mundo de los astrónomos profe­sionales. Un cuerpo celeste que había sido obser-vado varias veces, durante casi un siglo, era visto diferentemente a partir de 1781 debido a que, como una de las cartas anómalas, no podía ajus­tarse ya a las categorías perceptuales (estrella o cometa) proporcionadas por el paradigma que había prevalecido antes.
El cambio de visión que permitió a los astró­nomos ver a Urano como planeta no parece, no obstante, haber afectado sólo la percepción de ese objeto previamente observado. Sus conse­cuencias fueron mucho más lejos. Probablemente, aunque las pruebas son engañosas, el cambio menor de paradigma que produjo Herschel con­tribuyó a preparar a los astrónomos para el des cubrimiento rápido, después de 1801, de nume­rosos planetas menores o asteroides. A causa de su tamaño pequeño, los asteroides no mostraban el aumento anómalo que había alertado a Her­schel. Sin embargo, los astrónomos preparados para ver planetas adicionales fueron capaces, con instrumentos ordinarios, de identificar veinte de ellos durante los primeros cincuenta años del si­glo XIX.5 La historia de la astronomía propor-
4    Peter Doig, A  Concise History of Astronomy (Lon­
dres, 1950), pp. 115-16.
5    Rudolph Wolf, Geschichte der Astronomic (Munich.
1877), pp. 513-15. 683-93.  Nótese, principalmente, lo difícil
que hace el informe de Wolf el explicar esos descubri­
mientos como consecuencias de la ley de Bode.

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ciona muchos otros ejemplos de cambios induci­dos por los paradigmas en la percepción científica, algunos de ellos incluso menos equívocos. Por ejemplo, ¿es concebible que fuera un accidente el que los astrónomos occidentales vieran por primera vez cambios en el firmamento, que antes había sido considerado como inmutable, durante el medio siglo que siguió a la primera proposi­ción del paradigma de Copérnico? Los chinos, cuyas creencias cosmológicas no excluían el cam­bio celeste, habían registrado en fecha muy ante­rior la aparición de muchas estrellas nuevas en el firmamento. Asimismo, incluso sin ayuda de telescopios, los chinos habían registrado sistemá­ticamente la aparición de manchas solares, siglos antes de que fueran observadas por Galileo y sus contemporáneos.6 Tampoco fueron las man­chas solares y una nueva estrella los únicos ejem­plos de cambios celestes que surgieron en el firmamento de los astrónomos occidentales, in­mediatamente después de Copérnico. Utilizando instrumentos tradicionales, algunos tan simples como un pedazo de hilo, los astrónomos de fines del siglo XVI descubrieron repetidamente que los cometas se desplazan libremente por el espacio reservado previamente a los planetas y a las estrellas fijas.7 La facilidad y la rapidez mismas con que los astrónomos vieron cosas nuevas al observar objetos antiguos con instrumentos an­tiguos puede hacernos desear decir que, después de Copérnico, los astrónomos vivieron en un mundo diferente. En todo caso, sus investigacio­nes dieron resultados como si ése fuera el caso. Seleccionamos los ejemplos anteriores de la as-
6 Joseph Needham, Science and Civilization in China, III (Cambridge, 1959), 423-29, 434-36.
7 T. S. Kuhn, The Copernican Revolution (Cambridge, Mass., 1957), pp. 206-9.

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tronomía, debido a que los informes sobre las observaciones celestes se hacen, frecuentemente, en un vocabulario que consiste relativamente en términos puramente observacionales. Sólo en esos informes podemos esperar hallar algo semejante a un paralelismo pleno entre las observaciones de los científicos y las de los sujetos experimen­tales de los psicólogos. Pero no es necesario in­sistir en un paralelismo tan completo y podremos obtener mucho si flexibilizamos nuestro patrón. Si nos contentamos con el uso cotidiano del ver­bo 'ver', podremos rápidamente reconocer que ya hemos encontrado muchos otros ejemplos de los cambios en la percepción científica que acom­pañan al cambio de paradigma. El uso extendido de 'percepción' y de 'ver' requerirá pronto una defensa explícita; pero, primeramente, ilustraré su aplicación en la práctica.
Volvamos a ver, durante un momento, dos de nuestros ejemplos anteriores, sacados de la his­toria de la electricidad. Durante el siglo XVII, cuando sus investigaciones eran guiadas por al­guna de las teorías de los efluvios, los electricistas vieron repetidamente limaduras o granzas que re­botaban o caían de los cuerpos eléctricos que las habían atraído. Al menos, eso es lo que los obser­vadores del siglo XVII decían que veían y no tene­mos más motivos para poner en duda sus infor­mes de percepción que los nuestros. Colocados ante los mismos aparatos, los observadores mo­dernos verían una repulsión electrostática (más que un rebote mecánico o gravitacional), pero históricamente, con una excepción pasada por alto universalmente, la repulsión electrostática no fue vista como tal hasta que el aparato en gran escala de Hauksbee aumentó mucho sus efectos. Sin embargo, la repulsión, después de la electri­ficación de contacto, fue sólo uno de los muchos

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efectos de repulsión que vio Hauksbee. A través de sus investigaciones, ]a repulsión repentina­mente se convirtió, más bien, como en un cambio de forma (Gestalt), en la manifestación fundamen­tal de la electrificación y, entonces, fue preciso explicar la atracción.8 Los fenómenos eléctricos visibles a comienzos del siglo XVIII fueron más sutiles y variados que los vistos por los observa­dores del siglo XVII. O también, después de la asimilación del paradigma de Franklin, el electri­cista que miraba una botella de Leyden vio algo diferente de lo que había visto antes. El instru­mento se había convertido en un condensador, que no necesitaba ni la forma de botella ni ser de cristal. En lugar de ello, los dos recubrimien­tos conductores —uno de los cuales no había for­mado parte del instrumento original— se hicieron prominentes. Como atestiguan tanto las exposi­ciones escritas como las representaciones pictó­ricas, de manera gradual dos placas metálicas, con un cuerpo no conductor entre ellas, se había convertido en el prototipo de la clase.9 Simultá­neamente, otros efectos de inducción recibieron nuevas descripciones y otros más fueron notados por primera vez.
Los cambios de este tipo no son exclusivos de la astronomía y la electricidad. Ya hemos hecho notar algunas de las transformaciones similares de la visión que pueden sacarse de la historia de la química. Como dijimos, Lavoisier vio oxígeno donde Priestley había visto aire deflogistizado y donde otros no habían visto nada en absoluto. Sin embargo, al aprender a ver oxígeno, Lavoisier
8 Duane Roller y Duane H. D. Roller, The Develop­ment of the Concept of Electric Charge (Cambridge, Mass., 1954), pp. 21-29.
9 Véase la discusión, en la Sección VII, y la literatura indicada en esa sección en la nota número 9.

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tuvo que modificar también su visión de otras muchas substancias más conocidas. Por ejemplo, vio un mineral compuesto donde Priestley y sus contemporáneos habían visto una tierra elemen­tal y había, además, otros varios cambios. Cuando menos, como resultado de su descubrimiento del oxígeno, Lavoisier vio a la naturaleza de manera diferente. Y a falta de algún recurso a esa natu­raleza fija e hipotética que "veía diferentemente", el principio de economía nos exigirá decir que, después de descubrir el oxígeno, Lavoisier tra­bajó en un mundo diferente.
Me preguntaré en breve si existe la posibilidad de evitar esa extraña frase; pero, antes, necesita­mos un ejemplo más de su uso, derivado de una de las partes mejor conocidas del trabajo de Ga­lileo. Desde la Antigüedad más remota, la mayo­ría de las personas han visto algún objeto pesado balanceándose al extremo de una cuerda o cade­na, hasta que finalmente queda en reposo. Para los aristotélicos, que creían que un cuerpo pesado se desplazaba por su propia naturaleza de una posición superior a una más baja hasta llegar a un estado de reposo natural, el cuerpo que se balanceaba simplemente estaba cayendo con di­ficultad. Sujeto a la cadena, sólo podía quedar en reposo en su posición más baja, después de un movimiento tortuoso y de un tiempo considerable. Galileo, por otra parte, al observar el cuerpo que se balanceaba, vio un péndulo, un cuerpo que casi lograba repetir el mismo movimiento, una y otra vez, hasta el infinito. Y después de ver esto, Galileo observó también otras propiedades del péndulo y construyó muchas de las partes más importantes y originales de su nueva dinámica, de acuerdo con esas propiedades. Por ejemplo, de las propiedades del péndulo, Galileo dedujo sus únicos argumentos completos y exactos para la

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independencia del peso y del índice de caída, así como también para la relación entre el peso ver­tical y la velocidad final de los movimientos des­cendentes sobre un plano inclinado.10 Todos esos fenómenos naturales los vio diferentemente de como habían sido vistos antes.
¿Por qué tuvo lugar ese cambio de visión? Por supuesto, gracias al genio individual de Galileo. Pero nótese que el genio no se manifiesta en este caso como observación más exacta u objetiva del cuerpo oscilante. De manera descriptiva, la per­cepción aristotélica tiene la misma exactitud. Cuando Galileo informó que el periodo del pén­dulo era independiente de la amplitud, para am­plitudes de hasta 90°, su imagen del péndulo lo llevó a ver en él una regularidad mucho mayor que la que podemos descubrir en la actualidad en dicho péndulo.11 Más bien, lo que parece haber estado involucrado es la explotación por el ge­nio de las posibilidades perceptuales disponibles, debido a un cambio del paradigma medieval. Galileo no había recibido una instrucción total­mente aristotélica. Por el contrario, había sido pre­parado para analizar los movimientos, de acuerdo con la teoría del ímpetu, un paradigma del final de la Edad Media, que sostenía que el movimien­to continuo de un cuerpo pesado se debía a un poder interno, implantado en él por el impulsor que inició su movimiento. Jean Buridan y Nicole Oresme, los escolásticos del siglo XIV que lleva­ron la teoría del ímpetu a sus formulaciones más perfectas, son los primeros hombres de quienes se sabe que vieron en los movimientos de oscila­ción una parte de lo que vio en ellos Galileo.
10      Galileo   Galilei,   Dialogues   Concerning   Two   New
Sciences, trad. H. Crew y A. de Salvio (Evanston, III,
1946), pp. 80-81, 162-66.
11    Ibid., pp. 91-94, 244.

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Buridan describe el movimiento de una cuerda que vibra como aquel en el que el ímpetu es implantado primeramente cuando se golpea la cuerda; ese ímpetu se consume al desplazarse la cuerda en contra de la resistencia ofrecida por su tensión; a continuación, la tensión lleva a la cuerda hacia atrás, implantando un ímpetu cre­ciente hasta alcanzar el punto medio del movi­miento; después de ello, el ímpetu desplaza a la cuerda en sentido contrario, otra vez contra la tensión de la cuerda, y así sucesivamente en un proceso simétrico que puede continuar indefini­damente. Más avanzado el siglo, Oresme bosquejó un análisis similar de la piedra que se balancea, en lo que ahora, aparece como la primera discu­sión sobre un péndulo.12 De manera clara, su opinión se encuentra muy cerca de la que tuvo Galileo cuando abordó por primera vez el estudio del péndulo. Al menos, en el caso de Oresme y casi seguro que también en el de Galileo, fue una visión hecha posible por la transición del para­digma aristotélico original al paradigma escolás­tico del ímpetu para el movimiento. Hasta que se inventó ese paradigma escolástico no hubo péndulo, sino solamente piedras oscilantes, para que pudiera verlas el científico. Los péndulos co­menzaron a existir gracias a algo muy similar al cambio de forma (Gestalt) provocado por un pa­radigma.
Sin embargo, ¿necesitamos realmente describir lo que separa a Galileo de Aristóteles o a Lavoi­sier de Priestley como una transformación de la visión? ¿Vieron realmente esos hombres cosas di­ferentes al mirar los mismos tipos de objetos? ¿Hay algún sentido legítimo en el que podamos decir que realizaban sus investigaciones en mun-
12 M. Clagett, The Science of Mechanics in the Middle Ages (Madison, Wis., 1959), pp. 537-38, 570.

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dos diferentes? No es posible continuar apla­zando estas preguntas, ya que existe otro modo evidente y mucho más habitual de describir to­dos los ejemplos históricos delineados antes. Mu­chos lectores desearán decir, seguramente, que lo que cambia con un paradigma es sólo la interpre­tación que hacen los científicos de las observa­ciones, que son fijadas, una vez por todas, por la naturaleza del medio ambiente y del aparato per­ceptual. Según esta opinión, Lavoisier y Priestley vieron ambos el oxígeno, pero interpretaron sus observaciones de manera diferente; Aristóteles y Galileo vieron ambos el péndulo, pero difirieron en sus interpretaciones de lo que ambos habían visto. Ante todo diré que esta opinión muy habi­tual sobre lo que sucede cuando los científicos cambian de manera de pensar sobre cuestiones fundamentales, no puede ser ni completamente errónea ni una simple equivocación. Más bien es una parte esencial de un paradigma filosófico iniciado por Descartes y desarrollado al mismo tiempo que la dinámica de Newton. Ese paradig­ma ha rendido buenos servicios tanto a la ciencia como a la filosofía. Su explotación, como la de la dinámica misma, ha dado como fruto una com­prensión fundamental que quizá no hubiera po­dido lograrse en otra forma. Pero, como indica también el ejemplo de la dinámica de Newton, ni siquiera los éxitos pretéritos más sorprenden­tes pueden garantizar que sea posible aplazar indefinidamente una crisis. Las investigaciones actuales en partes de la filosofía, la psicología, la lingüística, e incluso la historia del arte, se unen para sugerir que el paradigma tradicional se encuentra en cierto modo, desviado. Este fracaso en el ajuste aparece también cada vez con mayor claridad en el curso del estudio his­tórico de la ciencia, hacia el cual habremos de

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orientar necesariamente la mayor parte de nues­tra atención.
Ninguno de esos temas productores de crisis ha creado todavía una alternativa viable para el paradigma epistemológico tradicional; pero co­mienzan a insinuar lo que serán algunas de las características de ese paradigma. Por ejemplo, me doy cuenta perfectamente de la dificultad creada al decir que, cuando Aristóteles y Galileo miraron a piedras oscilantes, el primero vio una caída forzada y el segundo un péndulo. Las mis­mas dificultades presentan, en forma todavía más fundamental, las frases iniciales de esta sección: aunque el mundo no cambia con un cambio de paradigma, el científico después trabaja en un mundo diferente. No obstante, estoy convencido de que debemos aprender a interpretar el sen­tido de enunciados que, por lo menos, se parez­can a ésos. Lo que sucede durante una revolución científica no puede reducirse completamente a una reinterpretación de datos individuales y es­tables. En primer lugar, los datos no son inequí­vocamente estables. Un péndulo no es una piedra que cae, ni el oxígeno es aire deflogistizado. Por consiguiente, los datos que reúnen los cien­tíficos de esos objetos diversos son, como vere­mos muy pronto, ellos mismos diferentes. Lo que es más importante, el proceso por medio del cual el individuo o la comunidad lleva a cabo la transición de la caída forzada al péndulo o del aire deflogistizado al oxígeno no se parece a una interpretación. ¿Cómo podría serlo, a falta de datos fijos que pudieran interpretar los cientí­ficos? En lugar de ser un intérprete, el científico que acepta un nuevo paradigma es como el hom­bre que lleva lentes inversores. Frente a la mis­ma constelación de objetos que antes, y sabiendo que se encuentra ante ellos, los encuentra, no

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obstante, transformados totalmente en muchos de sus detalles.
Ninguno de estos comentarios pretende indi­car que los científicos no interpretan caracterís­ticamente las observaciones y los datos. Por el contrario, Galileo interpretó las observaciones del péndulo y Aristóteles las de las piedras en caída, Musschenbroek las observaciones de una botella llena de carga eléctrica y Franklin las de un con­densador. Pero cada una de esas interpretacio­nes presuponía un paradigma. Eran partes de la ciencia normal, una empresa que, como ya hemos visto, tiene como fin el refinar, ampliar y articu­lar un paradigma que ya existe. En la sección III presentamos muchos ejemplos en los que la in­terpretación desempeñaba un papel esencial. Esos ejemplos eran típicos en la mayoría abrumadora de las investigaciones. En cada uno de ellos, en virtud de un paradigma aceptado, el científico sabía qué era un dato, qué instrumentos podían utilizarse para ubicarlo y qué conceptos eran im­portantes para su interpretación. Dado un para­digma, la interpretación de datos es crucial para la empresa de explorarlo.
Pero esta empresa de interpretación —y ese fue el tema del antepenúltimo párrafo— sólo puede articular un paradigma, no corregirlo. Los paradigmas no pueden ser corregidos por la cien­cia normal. En cambio, como ya hemos visto, la ciencia normal conduce sólo, en último aná­lisis, al reconocimiento de anomalías y a crisis. Y éstas se terminan, no mediante deliberación o interpretación, sino por un suceso relativamente repentino y no estructurado, como el cambio de forma (Gestalt). Entonces, los científicos hablan con frecuencia de las "vendas que se les caen de los ojos" o de la "iluminación repentina" que "inunda" un enigma previamente oscuro, permi-

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tiendo que sus componentes se vean de una manera nueva que permite por primera vez su resolución. En otras ocasiones, la iluminación pertinente se presenta durante el sueño.13 Ningún sentido ordinario del término "interpretación" se ajusta a esos chispazos de la Intuición por medio de los que nace un nuevo paradigma. Aunque esas intuiciones dependen de la experiencia, tan­to anómala como congruente, obtenida con el antiguo paradigma, no se encadenan lógica ni gradualmentes a conceptos particulares de esa ex­periencia como sucedería si se tratara de inter­pretaciones. En lugar de ello, reúnen grandes porciones de esa experiencia y las transforman para incluirlas en el caudal muy diferente de experiencia que será más tarde, de manera gra­dual, insertado al nuevo paradigma, y no al antiguo.
Para aprender algo más sobre cuáles pueden ser esas diferencias de experiencia, volvamos por un momento a Aristóteles, Galileo y el péndulo. ¿Qué datos pusieron a su alcance la interacción de sus diferentes paradigmas y su medio ambien­te común? Al ver la caída forzada, el aristotélico mediría (o al menos discutiría; el aristotélico ra­ramente medía) el peso de la piedra, la altura vertical a que había sido elevada y el tiempo requerido para que quedara en reposo. Junto con la resistencia del medio, ésas fueron las ca­tegorías conceptuales tomadas en consideración por la ciencia aristotélica para tratar la caída de
13 Jacques Hadamard, Subconscient intuition, et lo gique dans la recherche scientifique. Conférence faite au Palais de la Découverte le 8 Décembre 1945 (Alençon, s.f.), pp. 7-8. Un informe mucho más completo, aunque restringido a las innovaciones matemáticas, es la obra del mismo autor: The Psychology of Invention in the Mathematical Field (Princeton, 1949).

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un cuerpo.14 La investigación normal guiada por ellas no hubiera podido producir las leyes que descubrió Galileo. Sólo podía —y lo hizo por otro camino— conducir a la serie de crisis de la que surgió la visión de Galileo de la piedra oscilante. Como resultado de estas crisis y de otros cambios intelectuales, Galileo vio la piedra que se balan­ceaba de manera totalmente diferente. El traba­jo de Arquímedes sobre los cuerpos flotantes hizo que el medio no fuera esencial; la teoría del ímpetu hacía que el movimiento fuera simétrico y duradero; y el neoplatonismo dirigió la aten­ción de Galileo hacia la forma circular del movi­miento.15 Por consiguiente, midió sólo el peso, el radio, el desplazamiento angular y el tiempo por oscilación, que eran precisamente los datos que podían interpretarse de tal modo que produjeran las leyes de Galileo para el péndulo. En realidad, la interpretación resultó casi innecesaria. Con los paradigmas de Galileo, las regularidades similares a las del péndulo eran casi accesibles a la inspec­ción. De otro modo, ¿cómo podríamos explicar el descubrimiento hecho por Galileo de que el perio­do de oscilación es enteramente independiente de la amplitud, un descubrimiento que la ciencia normal sucesora de Galileo tuvo que erradicar y que nos vemos imposibilitados de probar teórica­mente en la actualidad? Las regularidades que para un aristotélico no hubieran podido existir (y que, en efecto, no se encuentran ejemplifica­das precisamente en ninguna parte de la natura­leza), fueron para el hombre que vio la piedra
14 T. S. Kuhn, "A Function for Thought Experiments", en Mélanges Alexandre Koyré, ed. R. Taton e I. B. Cohén, que deberá ser publicado por Hermann (París) en 1963.
15 A. Koyré, Études Galiléennes (París, 1939), I, 46-51; y "Galileo and Plato", Journal of the History of Ideas, IV (1943), 400-428.

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oscilante como la vio Galileo, consecuencias de la experiencia inmediata.
Quizá sea demasiado imaginario el ejemplo, ya que los aristotélicos no registran ninguna discu­sión sobre las piedras oscilantes. De acuerdo con su paradigma, éste era un fenómeno extraordina­riamente complejo.   Pero los aristotélicos discu­tieron el caso más simple, el de las piedras que caían  sin  impedimentos  no  comunes, y en ese caso pueden observarse  claramente las mismas diferencias  de visión.   Al  observar la caída  de una piedra, Aristóteles vio un cambio de estado más que un proceso.   Para él, por consiguiente, las medidas pertinentes de un movimiento eran la distancia total recorrida y el tiempo total trans­currido, parámetros que producen lo que actual­mente no llamaríamos velocidad sino velocidad media.16 De manera similar, debido a que la pie­dra era impulsada por su naturaleza para que alcanzara su punto final de reposo, Aristóteles vio como parámetro importante de la distancia en cualquier instante durante el movimiento, la dis­tancia al punto final, más que la del punto de origen.17    Esos  parámetros  conceptuales  sirven de base y dan un sentido a la mayoría de sus conocidas "leyes del movimiento".  Sin embargo, en parte debido al paradigma del ímpetu, y en parte a una doctrina conocida como la latitud de las formas, la crítica escolástica modificó esa ma­nera de ver el movimiento. Una piedra se despla­za por el ímpetu creciente logrado mientras se aleja de su punto inicial; por consiguiente, el pa­rámetro importante fue la distancia del punto de partida y no la distancia al punto final del tra-
16 Kuhn, "A Function for Thought Experiments", en Mélanges Alexandre Koyré (véase la cita completa en la nota 14).
17 Koyré, Études..., II, 7-11.

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yecto. Además, la noción que tenía Aristóteles de la velocidad fue dividida por los escolásticos en conceptos que poco después de Galileo se convirtieron en nuestra velocidad media y ve­locidad instantánea. Pero cuando se examinan a través del paradigma del cual esas concepciones formaban parte, tanto la caída de la piedra como la del péndulo casi desde su inspección exhibie­ron las leyes que las rigen. Galileo no fue uno de los primeros hombres que sugirió que las pie­dras caen con un movimiento uniformemente ace­lerado.18 Además, había desarrollado su teoría sobre ese tema junto con muchas de sus conse­cuencias antes de llevar a cabo sus experimentos sobre un plano inclinado. Este teorema fue otro del conjunto de nuevas regularidades accesibles al genio en el mundo conjuntamente determi­nado por la naturaleza y por los paradigmas de acuerdo con los cuales habían sido educados Ga­lileo y sus contemporáneos. Viviendo en ese mundo, Galileo podía todavía, cuando deseaba hacerlo, explicar por qué Aristóteles había visto lo que vio. Sin embargo, el contenido inmediato de la experiencia de Galileo con la caída de las piedras, no fue lo que había sido la de Aristóteles. Por supuesto, no es de ninguna manera eviden­te que debamos preocuparnos tanto por la "ex­periencia inmediata ", o sea por las características perceptuales que un paradigma destaca tan no­tablemente, que casi desde el momento de la inspección muestran sus regularidades. Obvia­mente esas características deben cambiar con los compromisos de los científicos con paradig­mas, pero están lejos de lo que tenemos ordi­nariamente en la imaginación cuando hablamos de los datos sin elaborar o de la experiencia bru-
18 Clagett, op. cit., capítulos IV, VI y IX.

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ta de donde se cree que procede la investigación científica. Quizá la experiencia inmediata deba dejarse a un lado y debamos, en cambio, discutir las operaciones y mediciones concretas que los científicos llevan a cabo en sus laboratorios. O quizá el análisis deba ser alejado más todavía de lo inmediatamente dado. Por ejemplo, podría lle­varse a cabo en términos de algún lenguaje neu­tral de observación, quizá un lenguaje preparado para conformarse a las impresiones de la retina que intervienen en lo que ven los científicos. Sólo de una de esas maneras podemos esperar encontrar un reino en donde la experiencia sea nuevamente estable, de una vez por todas, en don­de el péndulo y la caída forzada no sean percep­ciones diferentes sino más bien interpretaciones diferentes de los datos inequívocos proporciona­dos por la observación de una piedra que se ba­lancea.
Pero, ¿es fija y neutra la experiencia sensorial? ¿Son las teorías simplemente interpretaciones he­chas por el hombre de datos dados? El punto de vista epistemológico que con mucha frecuencia dirigió la filosofía occidental durante tres siglos, sugiere un sí inequívoco e inmediato. En ausen­cia de una alternativa desarrollada, creo impo­sible abandonar completamente ese punto de vis­ta. Sin embargo, ya no funciona efectivamente y los intentos para que lo haga, mediante la intro­ducción de un lenguaje neutro para las observa­ciones, me parecen por ahora carentes de pers­pectivas.
Las operaciones y mediciones que realiza un científico en el laboratorio no son "lo dado" por la experiencia, sino más bien "lo reunido con di­ficultad". No son lo que ve el científico, al menos no antes de que su investigación se encuentre muy avanzada y su atención enfocada. Más bien,

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son índices concretos del contenido de percep­ciones más elementales y, como tales, se seleccio­nan para el examen detenido de la investigación normal, sólo debido a que prometen una oportu­nidad para la elaboración fructífera de un para­digma aceptado. De manera mucho más clara que la experiencia inmediata de la que en parte se derivan, las operaciones y las mediciones es­tán determinadas por el paradigma. La ciencia no se ocupa de todas las manipulaciones posibles de laboratorio. En lugar de ello, selecciona las pertinentes para la yuxtaposición de un paradig­ma con la experiencia inmediata que parcialmente ha determinado el paradigma. Como resultado, los científicos con paradigmas diferentes se ocu­pan de diferentes manipulaciones concretas de laboratorio. Las mediciones que deben tomarse respecto a un péndulo no son las apropiadas re­feridas a un caso de caída forzada. Tampoco las operaciones pertinentes para la elucidación de las propiedades del oxígeno son uniformemen­te las mismas que las requeridas al investigar las características del aire deflogistizado.
En cuanto al lenguaje puro de observación, to­davía es posible que se llegue a elaborar uno; sin embargo, tres siglos después de Descartes nuestra esperanza de que se produzca esa even­tualidad depende aún exclusivamente de una teo­ría de la percepción y de la mente. Y la expe­rimentación psicológica moderna está haciendo proliferar rápidamente fenómenos a los que es raro que esa teoría pueda dar respuesta. El ex­perimento del pato y el conejo muestra que dos hombres con las mismas impresiones en la re­tina pueden ver cosas diferentes; los lentes in­versores muestran que dos hombres con impre­siones diferentes en sus retinas pueden ver la misma cosa.

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La psicología proporciona un gran caudal de otras pruebas similares y las dudas que se derivan de ellas son reforzadas fácilmente por medio de la historia de las tentativas hechas para lograr un len­guaje auténtico de !a observación. Ningún intento corriente para lograr ese fin se ha acercado toda­vía a un lenguaje aplicable de modo general a las percepciones puras. Y los intentos que más se acercan comparten una característica que refuer­za firmemente varias de las principales tesis de este ensayo. Desde el comienzo presuponen un paradigma, tomado ya sea de una teoría cientí­fica corriente o de alguna fracción de la conver sación cotidiana y, a continuación, tratan de eli­minar de él todos los términos no lógicos y no perceptuales. En unos cuantos campos de la con­versación, ese esfuerzo se ha llevado muy lejos, con resultados fascinantes. No puede ponerse en duda que merece la pena que se lleven a cabo esos esfuerzos. Pero su resultado es un lenguaje que —como los empleados en las ciencias— en­carna un conjunto de expectativas sobre la natu­raleza y deja de funcionar en el momento en que esas expectativas son violadas. Nelson Goodman establece precisamente ese punto al describir las metas de su Structure of Appearance: "Es afortu­nado que no se ponga en duda nada más [que los fenómenos que se sabe que existen]; ya que la noción de los casos 'posibles', de los casos que no existen pero podrían haber existido, está le­jos de ser clara".19 Ningún lenguaje restringido
19 N. Goodman, The Structure of Appearance (Cam­bridge, Mass., 1951). Merece la pena citar el pasaje de manera más extensa: "Si todos los residentes en Wilming­ton y sólo ellos, en 1947, que pesaran entre 175 y 180 libras, tuvieron el pelo rojo, entonces 'los residentes de Wilmington en 1947 que tuvieran el cabello rojo' y 'los residentes de Wilmington en 1947 que pesaran entre 175 y 180 libras' podrían reunirse en una definición construe-

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a informar sobre un mundo enteramente cono­cido de antemano puede producir simples infor­mes neutrales y objetivos sobre "lo dado". La investigación filosófica no ha producido todavía ni siquiera una muestra de lo que pudiera ser un lenguaje capaz de hacerlo.
En esas circunstancias, podemos al menos sos­pechar que los científicos tienen razón, tanto en los principios como en la práctica, cuando tratan al oxigeno y a los péndulos (y quizá también a los átomos y a los electrones) como ingredientes fundamentales de su experiencia inmediata. Como resultado de la experiencia encarnada en para­digmas de la raza, la cultura y, finalmente, la profesión, el mundo de los científicos ha llegado a estar poblado de planetas y péndulos, conden­sadores y minerales compuestos, así como de cuer­pos similares. En comparación con esos objetos de la percepción, tanto las indicaciones del metro como las impresiones de la retina son construc-tos elaborados a los cuales la experiencia sólo tiene acceso directo cuando el científico, para los fines específicos de su investigación, dispone que unas u otras puedan estar disponibles. Esto no quiere decir que los péndulos, por ejemplo, son las únicas cosas que un científico podría tener probabilidades de ver al mirar a una piedra que se balancea colgada de una cuerda. (Ya hemos hecho notar que los miembros de otra comunidad científica podían ver la caída forzada). Pero sí queremos sugerir que el científico que observa
cional... La pregunta de si 'hubiera podido haber' alguien a quien se aplicara uno pero no el otro de esos predica­dos no tendría razón de ser... una vez que hemos deter­minado que no había ninguna persona de ese tipo... Es afortunado que no haya ninguna otra cosa que se ponga en duda; ya que la noción de los casos 'posibles', que no existen pero pudieron haber existido, está lejos de ser clara".

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el balanceo de una piedra puede no tener nin­guna experiencia que, en principio, sea más ele­mental que la visión de un péndulo. La alterna­tiva no es una visión "fija" hipotética, sino la visión que a través de otro paradigma, convierta en otra cosa a la piedra que se balancea.
Todo esto puede parecer más razonable si re­cordamos nuevamente que ni los científicos ni los profanos aprenden a ver el mundo gradual­mente o concepto por concepto. Excepto cuando todas las categorías conceptuales y de manipula­ción se encuentran preparadas de antemano, p. ej. para el descubrimiento de un elemento trans-uránico adicional o para la visión de una casa nueva, tanto los científicos como los profanos separan campos enteros a partir de la experien­cia. El niño que transfiere la palabra 'mamá' de todos los humanos a todas las mujeres y, más tarde, a su madre, no está aprendiendo sólo qué significa 'mamá' o quién es su madre. Simultá­neamente, aprende algunas de las diferencias en­tre varones y hembras, así como también algo sobre el modo como todas las hembras, excepto una, se comportan o pueden comportarse con él. Sus reacciones, esperanzas y creencias —en reali­dad, gran parte del mundo que percibe— cambian consecuentemente. Por el mismo motivo, los se­guidores de Copérnico que le negaban al Sol su titulo tradicional de 'planeta', no meramente es­taban aprendiendo el significado del término 'pla­neta' o lo qué era el Sol, sino que en lugar de ello, estaban cambiando el significado de 'planeta' para poder continuar haciendo distinciones útiles en un mundo en el que todos los cuerpos celestes, no sólo el Sol, estaban siendo vistos de manera diferente a como se veían antes. Lo mismo pue­de decirse con respecto a cualquiera de nuestros primeros ejemplos. Ver oxígeno en lugar de aire

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deflogistizado, el condensador en lugar de la bo­tella de Leyden o el péndulo en lugar de la caída forzada, era sólo una parte de un cambio consti­tuido en la visión que tenían los científicos de muchos fenómenos relacionados, bien de la quí­mica, la electricidad o la dinámica. Los para­digmas determinan al mismo tiempo grandes cam­pos de la experiencia.
Sin embargo, es sólo después de que la expe­riencia haya sido determinada en esa forma, cuan­do puede comenzar la búsqueda de una definición operacional o un lenguaje de observación puro. El científico o filósofo que pregunta qué medi­ciones o impresiones de la retina hacen que el péndulo sea lo que es, debe ser capaz ya de reco­nocer un péndulo cuando lo vea. Si en lugar del péndulo ve la caída forzada, ni siquiera podrá hacer su pregunta. Y si ve un péndulo, pero lo ve del mismo modo en que ve un diapasón o una balanza oscilante, no será posible responder a su pregunta. Al menos, no podría contestarse en la misma forma, porque no sería la misma pregun­ta. Por consiguiente, aunque son siempre legíti­mas y a veces resultan extraordinariamente fruc­tíferas, las preguntas sobre las impresiones de la retina o sobre las consecuencias de manipulacio­nes particulares de laboratorio presuponen un mundo subdividido ya de cierta manera, tanto perceptual como conceptualmente. En cierto sen­tido, tales preguntas son partes de la ciencia nor­mal, ya que dependen de la existencia de un paradigma y reciben respuestas diferentes como resultado del cambio de paradigma.
Para concluir esta sección, pasaremos por alto, de ahora en adelante, las impresiones de la re­tina y limitaremos nuevamente nuestra atención a las operaciones de laboratorio que proporcio­nan al científico indicios concretos, aunque frag-

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mentarios, de lo que ya ha visto. Ya hemos observado repetidamente uno de los modos en que esas operaciones de laboratorio cambian al mismo tiempo que los paradigmas. Después de una revolución científica, muchas mediciones y manipulaciones antiguas pierden su importancia y son reemplazadas por otras. No se aplican las mismas pruebas al oxígeno que al aire deflogisti-zado. Pero los cambios de este tipo nunca son totales. Sea lo que fuere lo que pueda ver el científico después de una revolución, está miran­do aún al mismo mundo. Además, aun cuando haya podido emplearlos antes de manera dife­rente, gran parte de su vocabulario y de sus ins­trumentos de laboratorio serán todavía los mis­mos de antes. Como resultado de ello, la ciencia posrevolucionaria invariablemente incluye muchas de las mismas manipulaciones, llevadas a cabo con los mismos instrumentos y descritas en los mismos términos que empleaban sus preceso-res de la época anterior a la revolución. Si esas manipulaciones habituales han sido cambia­das, ese cambio se deberá ya sea a su relación con el paradigma o a sus resultados concretos. Sugiero ahora, mediante la presentación de un último ejemplo nuevo, cómo tienen lugar esos dos tipos de cambio. Examinando el trabajo de Dalton y de sus contemporáneos, descubriremos cómo una misma operación, cuando se liga a la naturaleza a través de un paradigma diferente, puede convertirse en indicio de un aspecto com­pletamente diferente de la regularidad de la na­turaleza. Además, veremos cómo, a veces, la anti­gua manipulación, en sus nuevas funciones, dará resultados concretos diferentes.
Durante gran parte del siglo XVIII y comienzos del XIX, los químicos europeos creían, de manera casi universal, que los átomos elementales de que

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se componían todos los elementos químicos se mantenían unidos mediante fuerzas de afinidad mutua. Así, una masa de plata permanecía unida debido a las fuerzas de afinidad entre los cor­púsculos de la plata (hasta que después de Lavoi­sier se consideró a esos corpúsculos como com­puestos, ellos mismos, de partículas todavía más elementales). De acuerdo con la misma teoría, la plata se disolvía en ácido (o la sal común en el agua) debido a que las partículas del ácido atraían a las de la plata (o las partículas del agua a las de la sal) de manera más fuerte que lo que las partículas de esos productos solubles se atraían unas a otras. O también, el cobre se disolvía en la solución de plata, precipitando la plata, debido a que la afinidad del cobre por el ácido era ma­yor que la del ácido por la plata. Muchos otros fenómenos eran explicados en la misma forma. Durante el siglo XVIII, la teoría de la afinidad electiva era un paradigma químico admirable, em­pleado amplia y, a veces, fructíferamente, en el diseño y los análisis de experimentación química.20 Sin embargo, la teoría de la afinidad trazó la línea que separaba a las mezclas físicas de los compuestos químicos de un modo que, desde la asimilación del trabajo de Dalton, dejó de ser familiar. Los químicos del siglo XVIII reconocían dos tipos de procesos. Cuando la mezcla produ­cía calor, luz, efervescencia o alguna otra cosa del mismo tipo, se consideraba que había tenido lugar una unión química. Por otra parte, si a simple vista podían verse las partículas de una mezcla o podían separarse mecánicamente, se tra­taba sólo de una mezcla física. Pero en el número, muy grande, de casos intermedios —la sai en el agua, las aleaciones, el vidrio, el oxígeno en la at-
20 H. Metzger, Newton, Stahl, Boerhaave et la doctrine chimique (París, 1930), pp. 34-68.

CAMBIOS DEL CONCEPTO DEL MUNDO        205
mósfera, etc.—, esos criterios aproximados tenían pocas aplicaciones. Guiados por su paradigma, la mayoría de los químicos consideraban a todos esos casos intermedios como químicos, debido a que los procesos de que consistían estaban todos ellos gobernados por fuerzas del mismo tipo. La sal en el agua o el oxígeno en el nitrógeno era un ejemplo de combinación química tan apropia­do como la producida mediante la oxidación del cobre. Los argumentos en pro de la considera­ción de las soluciones como compuestos eran muy poderosos. La teoría misma de la afinidad estaba bien asentada. Además, la formación de un compuesto explicaba la homogeneidad obser­vada en una solución. Por ejemplo, si el oxígeno y el nitrógeno estuvieran sólo mezclados y no combinados en la atmósfera, entonces el gas más pesado, el oxígeno, se depositaría en el fondo. Dalton, que consideró que la atmósfera era una mezcla, no fue capaz nunca de explicar satisfac­toriamente por qué el oxígeno no se depositaba en el fondo. La asimilación de su teoría atómica creó, eventualmente, una anomalía en donde no había existido antes.21
Nos sentimos tentados a decir que los quími­cos que consideraban a las soluciones como com­puestos se diferenciaban de sus sucesores sólo en una cuestión de definición. En cierto sentido, es posible que ése haya sido el caso. Pero ese sentido no es el que hace que las definiciones sean simplemente convenciones convenientes. En el siglo XVIII no se distinguían completamente las mezclas de los compuestos por medio de pruebas operacionales y es posible que no hu-
21 Ibid., pp. 124-29, 139-48. Sobre Dalton, véase Leonard K. Nash, The Atomic Molecular Theory ("Harvard Case Histories in Experimental Science", Caso 4; Cambridge, Mass., 1950), pp. 14-21.

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biera sido posible hacerlo. Incluso en el caso de que los químicos hubieran tratado de descubrir esas pruebas, habrían buscado criterios que hi­cieran que las soluciones se convirtieran en com­puestos. La distinción entre mezclas y compues­tos era una parte de su paradigma —parte del modo como veían todo su campo de investiga­ción— y, como tal, tenía la prioridad sobre cual­quier prueba de laboratorio, aunque no sobre la experiencia acumulada por la química como un todo.
Pero mientras se veía la química de ese modo, los fenómenos químicos eran ejemplos de leyes que diferían de las que surgieron de la asimila­ción del nuevo paradigma de Dalton. Sobre todo, en tanto las soluciones continuaban siendo com­puestos, ninguna cantidad de experimentación química hubiera podido, por sí misma, producir la ley de las proporciones fijas. A fines del siglo XVIII se sabía generalmente que algunos compuestos contenían, ordinariamente, proporciones fijas, re­lativas a los pesos, de sus constituyentes. Para algunas categorías de reacciones, el químico ale­mán Richter incluso había anotado las regulari­dades actualmente abarcadas en la ley de los equi­valentes químicos.22 Pero ningún químico utilizó esas regularidades excepto en recetas, y ninguno de ellos, casi hasta fines del siglo, pensó en gene­ralizarlas. Teniendo en cuenta los obvios ejem­plos en contrario, como el vidrio o la sal en el agua, no era posible ninguna generalización sin el abandono de la teoría de la afinidad y la recon-ceptualización de los límites del dominio del quí­mico. Esta consecuencia se hizo explícita al final del siglo, en un famoso debate entre los químicos franceses Proust y Berthollet. El primero pre-


22 J. R. Partington, A Short History of Chemistry (2a ed.; Londres, 1951), pp. 161-63.

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tendía que todas las reacciones químicas tenían lugar en proporciones fijas y el último que no era así. Ambos reunieron pruebas experimentales impresionantes para apoyar en ellas sus opinio­nes. Sin embargo, los dos hombres necesaria­mente hablaron fuera de un lenguaje común y su debate no llegó a ninguna conclusión. Donde Berthollet veía un compuesto que podía variar en proporción, Proust veía sólo una mezcla física.23 En este caso, ningún experimento ni cambio de convención definicional hubiera podido tener im­portancia. Los dos hombres estaban tan funda­mentalmente en pugna involuntaria como lo ha­bían estado Galileo y Aristóteles.
Ésta era la situación que prevalecía durante los años en que John Dalton emprendió las in­vestigaciones que culminaron finalmente en su famosa teoría atómica química. Pero hasta las últimas etapas de esas investigaciones, Dalton no fue un químico ni se interesaba por la química. Era, en lugar de ello, un meteorólogo que inves­tigaba lo que creía que eran problemas físicos de la absorción de gases por el agua y de agua por la atmósfera. En parte debido a que su pre­paración correspondía a otra especialización di­ferente y en parte debido a su propio trabajo en esa especialidad, abordó esos problemas con un paradigma distinto al de los químicos contem­poráneos suyos. En particular, consideraba la mezcla de gases o la absorción de un gas por el agua como procesos físicos en los cuales las fuer­zas de la afinidad no desempeñaban ninguna fun­ción. Por consiguiente, para él, la homogeneidad observada en las soluciones constituía un pro­blema; pero pensó poder resolverlo, si lograba
23 A. N. Meldrum, "The Development of the Atomic Theory: (1) Berthollet's Doctrine of Variable Propor tions", Manchester Memoirs, LIV (1910), 1-16.

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determinar los tamaños y pesos relativos de las diversas partículas atómicas en sus mezclas ex­perimentales. Para determinar esos tamaños y pesos, Dalton se volvió finalmente hacia la quí­mica, suponiendo desde el comienzo que, en la gama restringida de reacciones que considera­ba como químicas, los átomos sólo podían com­binarse unívocamente o en alguna otra propor­ción simple de números enteros.24 Esta suposi­ción natural le permitió determinar los tamaños y los pesos de partículas elementales, pero también convirtió a la ley de las proporciones constantes en una tautología. Para Dalton, cualquier reac­ción en la que los ingredientes no entraran en proporciones fijas no era ipso facto un proceso puramente químico. Una ley que los experimen­tos no hubieran podido establecer antes de los trabajos de Dalton, se convirtió, una vez acep­tados esos trabajos, en un principio constitutivo que ningún conjunto simple de medidas químicas hubiera podido trastornar. Como resultado de lo que es quizá nuestro ejemplo más completo de revolución científica, las mismas manipulacio­nes químicas asumieron una relación con la gene­ralización química muy diferente de la que ha­bían tenido antes.
No es preciso decir que las conclusiones de Dalton fueron muy atacadas cuando las anunció por primera vez. Berthollet, sobre todo, no se convenció nunca. Tomando en consideración la naturaleza del problema, no necesitaba conven­cerse. Pero para la mayoría de los químicos el nuevo paradigma de Dalton resultó convincente allí donde el de Proust no lo había sido, pues tenía implicaciones más amplias e importantes que un mero nuevo criterio para distinguir una
24 L. K. Nash, "The Origin of Dalton's Chemical Atomic Theory", Isis, XLVII (1956), 101-16.

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mezcla de un compuesto. Por ejemplo, si los átomos sólo pudieran combinarse químicamente en proporciones simples de números enteros, en­tonces un nuevo examen de los datos químicos existentes debería mostrar ejemplos de propor­ciones múltiples así como de fijas. Por ejemplo, los químicos dejaron de escribir que los dos óxi­dos del carbono, contenían 56 y 72 por ciento de oxígeno, en peso; en lugar de ello, escribieron que un peso de carbón se combinaría ya fuera con 1.3 o con 2.6 pesos de oxígeno. Cuando se registraban de este modo los resultados de las antiguas manipulaciones, saltaba a la vista una proporción de 2 a 1; y esto ocurría en el análisis de muchas reacciones conocidas, así como tam­bién de varias otras nuevas. Además, el paradig­ma de Dalton hizo que fuera posible asimilar el trabajo de Richter y comprender toda su gene­ralidad. Sugirió asimismo nuevos experimentos, principalmente los de Gay-Lussac, sobre la com­binación de volúmenes y esos experimentos die­ron como resultado otras regularidades, con las que los químicos no habían soñado siquiera. Lo que los químicos tomaron de Dalton no fueron nuevas leyes experimentales sino un modo nuevo para practicar la química (Dalton mismo lo llamó "nuevo sistema de filosofía química") y ello re­sultó tan rápidamente fructífero que sólo unos cuantos de los químicos más viejos de Francia e Inglaterra fueron capaces de oponerse.25 Como resultado, los químicos pasaron a vivir en un mundo en el que las reacciones se comportaban en forma completamente diferente de como lo habían hecho antes. Mientras tenía lugar todo esto, ocurrió otro
25 A. N. Meldrum, "The Develpoment of the Atomic Theory: (6) The Reception Accorded to the Theory Advo­cated by Dalton". Manchester Memoirs, LV (1911), 1-10

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cambio típico y muy importante. En diversos lugares, comenzaron a cambiar los datos numé­ricos de la química. Cuando Dalton examinó pri­meramente la literatura química para buscar da­tos en apoyo de su teoría física, encontró varios registros de reacciones que concordaban, pero le hubiera sido casi imposible no descubrir otros que no lo hacían. Por ejemplo, las propias me­diciones que hizo Proust de los dos óxidos de cobre dieron como resultados una proporción en peso de oxígeno de 1.47:1, en lugar de 2:1, que era lo que exigía la teoría atómica; y Proust es justamente el hombre a quien pudiera consi­derarse como el más indicado para llegar a la proporción de Dalton.26 En realidad, era un ex­perimentador muy fino y su visión de la relación entre las mezclas y los compuestos era muy cer­cana a la de Dalton. Pero es difícil hacer que la naturaleza se ajuste a un paradigma. De ahí que los enigmas de la ciencia normal sean tan difíciles, y he aquí la razón por la cual las me­diciones tomadas sin un paradigma conducen tan raramente a alguna conclusión definida. Por con­siguiente, los químicos no podían simplemente aceptar la teoría de Dalton por las pruebas, de­bido a que gran parte de ellas eran todavía nega­tivas. En lugar de ello, incluso después de acep­tar la teoría, tuvieron que ajustar todavía a la naturaleza un proceso que, en realidad, hizo ne­cesario el trabajo de casi otra generación. Cuan­do se llevó a cabo, incluso el porcentaje de com-
26 Sobre Proust, véase "Berthollet's Doctrine of Va­riable Proportions", de Meldrum, Manchester Memoirs, LIV (1910), 8. La historia detallada de los cambios gra­duales en las mediciones de la composición química y de los pesos atómicos no ha sido escrita todavía; pero Partington, op. cit., proporciona muchas indicaciones útiles.

CAMBIOS DEL CONCEPTO DEL MUNDO   211
posición de los compuestos conocidos resultó di­ferente. Los datos mismos habían cambiado. Éste es el último de los sentidos en que podemos desear afirmar que, después de una revolución, los científicos trabajan en un mundo diferente.

XI. LA INVISIBILIDAD DE LAS REVOLU­CIONES
todavía debemos inquirir cómo se cierran las. re­voluciones científicas. Sin embargo, antes de ha­cerlo, parece indicado un último intento para reforzar la convicción sobre su existencia y su naturaleza. Hasta ahora he tratado de mostrar revoluciones por medio de ejemplos y éstos pue­den multiplicarse ad nauseam. Pero, evidente­mente, la mayor parte de esos ejemplos, que fueron deliberadamente seleccionados por su fa­miliaridad, habitualmente han sido considerados no como revoluciones sino como adiciones al co­nocimiento científico. Con la misma facilidad podría tenerse también esa opinión de cualquier ilustración complementaria y es probable que ésta resultara ineficaz. Creo que hay excelentes razones por las que las revoluciones han resul­tado casi invisibles. Tanto los científicos como los profanos toman gran parte de la imagen que tienen de las actividades científicas creadoras, de una fuente de autoridad que disimula siste­máticamente —en parte, debido a razones fun­cionales importantes— la existencia y la significa­ción de las revoluciones científicas. Sólo cuando se reconoce y se analiza la naturaleza de esta autoridad puede esperarse que los ejemplos his­tóricos resulten completamente efectivos. Ade­más, aunque este punto sólo podrá ser desarro­llado en la sección final de este ensayo, el análisis necesario en este caso comenzará indicando uno de los aspectos del trabajo científico que lo dis­tingue con mayor claridad de cualquier otra em­presa creadora, con excepción, quizá, de la teo­logía.
212

INVISIBILIDAD DE LAS REVOLUCIONES       213
Como fuente de autoridad, acuden a mi ima­ginación, sobre todo, los libros de texto científi­cos junto con las divulgaciones y las obras filosó­ficas moldeadas sobre ellos. Estas tres categorías —hasta hace poco tiempo no se disponía de otras fuentes importantes de información sobre la cien­cia, excepto la práctica de la investigación— tie­nen una cosa en común. Se dirigen a un cuerpo ya articulado de problemas, datos y teorías, con mayor frecuencia que al conjunto particular de paradigmas aceptado por la comunidad científica en el momento en que dichos libros, fueron escri­tos. Los libros de texto mismos tienen como meta el comunicar el vocabulario y la sintaxis de un lenguaje científico contemporáneo. Las obras de divulgación tratan de describir las mismas apli­caciones, en un lenguaje que se acerca más al de la vida cotidiana. Y la filosofía de la ciencia, sobre todo la del mundo de habla inglesa, ana­liza la estructura lógica del mismo cuerpo de conocimientos científicos, íntegro. Aunque un es­tudio más completo tendría necesariamente que ocuparse de las distinciones muy reales entre esos tres géneros, sus similitudes son las que más nos interesan por el momento. Las tres catego­rías registran los resultados estables de revolu­ciones pasadas y, en esa forma, muestran las bases de la tradición corriente de la ciencia normal. Para cumplir con su función, no necesitan pro­porcionar informes auténticos sobre el modo en que dichas bases fueron reconocidas por primera vez y más tarde adoptadas por la profesión. En el caso de los libros de texto, por lo menos, exis­ten incluso razones poderosas por las que, en esos temas, deban ser sistemáticamente enga­ñosos.
En la sección II señalamos que con el surgi­miento de un primer paradigma en cualquier

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campo de la ciencia, existía una invariable con­comitancia respecto a una seguridad creciente en los libros de texto o en sus equivalentes. En la última sección de este ensayo sostendremos cómo el dominio por dichos libros de texto de una ciencia madura, diferencia de manera importante su patrón de desarrollo del de otros campos. Por el momento, demos por sentado que, hasta un punto sin precedente en otros campos, tanto los conocimientos científicos de los profesionales como los de los profanos se basan en libros de texto y en unos cuantos tipos más, de literatura derivada de ellos. Sin embargo, puesto que los libros de texto son vehículos pedagógicos para la perpetuación de la ciencia normal, siempre que cambien el lenguaje, la estructura de problemas o las normas de la ciencia normal, tienen, ínte­gramente o en parte, que volver a escribirse. En resumen, deben volverse a escribir inmediata­mente después de cada revolución científica y, una vez escritos de nuevo, inevitablemente disimu­lan no sólo el papel desempeñado sino también la existencia misma de las revoluciones que los produjeron. A menos que personalmente haya experimentado una revolución durante su propia vida, el sentido histórico del científico activo o el del lector profano de los libros de texto sólo se extenderá a los resultados más recientes de las revoluciones en el campo.
Así pues, los libros de texto comienzan trun­cando el sentido de los científicos sobre la histo­ria de su propia disciplina y, a continuación, proporcionan un substituto para lo que han eli­minado. Es característico que los libros de texto de ciencia contengan sólo un poco de historia, ya sea en un capítulo de introducción o, con mayor frecuencia, en dispersas referencias a los grandes héroes de una época anterior. Por me-

INVISIBILIDAD DE LAS REVOLUCIONES       215
dio de esas referencias, tanto los estudiantes como los profesionales llegan a sentirse participantes de una extensa tradición histórica. Sin embargo, la tradición derivada de los libros de texto, en la que los científicos llegan a sentirse participantes, nunca existió efectivamente. Por razones que son obvias y muy funcionales, los libros de texto cien­tíficos (y demasiadas historias antiguas de la ciencia) se refieren sólo a las partes del trabajo de científicos del pasado que pueden verse fácil­mente como contribuciones al enunciado y a la solución de los problemas paradigmáticos de los libros de texto. En parte por selección y en parte por distorsión, los científicos de épocas anterio­res son representados implícitamente como si hubieran trabajado sobre el mismo conjunto de problemas fijos y de acuerdo con el mismo con­junto de cánones fijos que la revolución más reciente en teoría y metodología científicos haya hecho presentar como científicos. No es extraño que tanto los libros de texto como la tradición histórica que implican, tengan que volver a escri­birse inmediatamente después de cada revolución científica. Y no es extraño que, al volver a escri­birse, la ciencia aparezca, una vez más, en gran parte como acumulativa.
Por supuesto, los científicos no son el único grupo que tiende a ver el pasado de su disciplina como un desarrollo lineal hacia su situación ac­tual. La tentación de escribir la historia hacia atrás es omnipresente y perenne. Pero los cien­tíficos se sienten más tentados a volver a escribir la historia, debido en parte a que los resultados de las investigaciones científicas no muestran una dependencia evidente sobre el contexto his­tórico de la investigación y, en parte, debido a que, excepto durante las crisis y las revolucio­nes, la posición contemporánea de los científicos

216       INVISIBILIDAD DE LAS REVOLUCIONES
parece ser muy segura. Un número mayor de detalles históricos, tanto sobre el presente de la ciencia como sobre su pasado o una mayor res­ponsabilidad sobre los detalles históricos presen­tados, sólo podría dar un status artificial a la idiosincrasia, los errores y las confusiones hu­manos. ¿Por qué honrar lo que los mejores y más persistentes esfuerzos de la ciencia han hecho posible descartar? La depreciación de los he­chos históricos se encuentra incluida, profunda y es probable que también funcionalmente, en la ideología de la profesión científica, la misma profesión que atribuye el más elevado de todos los valores a detalles fácticos de otros tipos. Whitehead captó el espíritu no histórico de la comunidad científica cuando escribió: "Una cien­cia que vacila en olvidar a sus fundadores está perdida". Sin embargo, no estaba completamen­te en lo cierto, ya que las ciencias, como otras empresas profesionales, necesitan a sus héroes y preservan sus nombres. Afortunadamente, en lu­gar de olvidar a esos héroes, los científicos han estado en condiciones de olvidar o revisar sus trabajos.
El resultado de ello es una tendencia persis­tente a hacer que la historia de la ciencia parezca lineal o acumulativa, tendencia que afecta inclu­so a los científicos que miran retrospectivamente a sus propias investigaciones. Por ejemplo, los tres informes incompatibles de Dalton sobre el desarrollo de su atomismo químico hacen resal­tar el hecho de que estaba interesado, desde una fecha temprana, precisamente en aquellos proble­mas químicos de proporciones de combinación cuya posterior resolución lo hizo famoso. En realidad, esos problemas parecen habérsele ocu­rrido sólo cuando descubrió la solución y, aun entonces, no antes de que su propio trabajo

INVISIBILIDAD DE LAS REVOLUCIONES       217
creador estuviera casi completamente terminado.1 Lo que todos los informes sobre Dalton omiten, son los efectos revolucionarios de la aplicación a la química de un conjunto de cuestiones y conceptos que, anteriormente, estaba restringido a la física y a la meteorología. Es eso lo que hizo Dalton y el resultado fue una reorientación hacia el campo, que enseñó a los químicos a hacerse nuevas preguntas y a sacar nuevas conclusiones de datos antiguos.
O también, Newton escribió que Galileo había
descubierto que la fuerza constante de gravedad
produce un movimiento proporcional al cuadrado
del tiempo.  En efecto, el teorema cinemático de
Galileo toma esa forma cuando se lo inserta en
la matriz de  los  conceptos  dinámicos  propios
de Newton.  Pero Galileo no dijo nada parecido.
Su exposición sobre los cuerpos en caída rara­
mente alude a fuerzas, y mucho menos a una
fuerza gravitacional uniforme que haga que los
cuerpos  caigan.2   Atribuyendo a Galileo la res­
puesta a una pregunta que los paradigmas de
Galileo no permitían plantear, el informe de New-
ton oculta el efecto de una reformulación peque­
ña, aunque revolucionaria, sobre las preguntas
que se hacían los científicos en torno al movi­
miento así como también sobre las respuestas
que estaban dispuestos a aceptar.  Pero es justa­
mente este cambio de formulación de las pregun­
tas y las respuestas el que explica, mucho más
1  L. K. Nash, "The Origins of Dalton's Chemical Ato­
mic Theory", Isis, XLVII (1956), 101-16.
2  Sobre la observación  de  Newton, véase Sir Isaac
Newton's Mathematical Principles of Natural Philosophy
and His System of the World, de Florian Cajori  (ed.)
(Berkeley, California, 1946), p. 21.   El pasaje debe com­
pararse con la propia discusión hecha por Galileo en su
obra Dialogues
concerning Two New Sciences, trad. H.
Crew y A. de Salvio (Evanston, III., 1946), pp. 154-76.

218       INVISIBILIDAD DE LAS REVOLUCIONES
que los descubrimientos empíricos nuevos, la tran­sición de la dinámica de Aristóteles a la de Galileo y de la de éste a la de Newton. Al disimular esos cambios, la tendencia que tienen los libros de texto a hacer lineal el desarrollo de la ciencia, oculta un proceso que se encuentra en la base de los episodios más importantes del desarrollo científico.
Los ejemplos anteriores muestran, cada uno de ellos en el contexto de una revolución única, los comienzos de una reconstrucción de la his­toria que es completada, regularmente, por los libros de texto científicos postrevolucionarios. Pero, en esa construcción, está involucrado algo más que la multiplicación de los datos históricos engañadores que ilustramos antes. Esos datos engañadores hacen que las revoluciones resulten invisibles; la disposición del material que per­manece visible en los libros de texto implica un proceso que, caso de haber existido, habría ne­gado a las revoluciones toda función. Puesto que su finalidad es la de enseñar rápidamente al es­tudiante lo que su comunidad científica contem­poránea cree conocer, los libros de texto tratan los diversos experimentos, conceptos, leyes y teo­rías de la ciencia normal corriente, hasta donde es posible, separadamente y uno por uno. Como pedagogía, esta técnica de presentación es in­cuestionable. Pero cuando se combina con el aire generalmente no histórico de los escritos cientí­ficos y con las construcciones engañadoras oca­sionales y sistemáticas que hemos mencionado antes, son grandes las probabilidades de que se produzca la impresión siguiente: la ciencia ha alcanzado su estado actual por medio de una se­rie de descubrimientos e inventos individuales que, al reunirse, constituyen el caudal moderno de conocimientos técnicos. La presentación de

INVISIBILIDAD DE LAS REVOLUCIONES       219
un libro de texto implica que, desde el comienzo de la empresa científica, los profesionales se han esforzado por las objetividades particulares que se encuentran incluidas en los paradigmas ac­tuales. En un proceso comparado frecuentemente a la adición de ladrillos a un edificio, los cien­tíficos han ido añadiendo uno por uno hechos, conceptos, leyes y teorías al caudal de informa­ción que proporciona el libro de texto científico contemporáneo.
Pero no es así como se desarrolla una ciencia. Muchos de los enigmas de la ciencia normal con­temporánea no existieron hasta después de la re­volución científica más reciente. Son pocos los que, pudiendo remontarse en el tiempo hasta los comienzos históricos de la ciencia, se presen­tan en la actualidad. Las generaciones anteriores se ocuparon de sus propios problemas, con sus propios instrumentos y sus propios cánones de resolución. Tampoco son sólo los problemas los que han cambiado; más bien, todo el conjunto de hechos y teorías, que el paradigma de los li­bros de texto ajusta a la naturaleza, ha cambiado. Por ejemplo, ¿es la constancia de la composición química un hecho simple de la experiencia que los químicos hubieran podido descubrir por me­dio de experimentos llevados a cabo en cualquie­ra de los mundos en que han practicado su cien­cia? ¿O es más bien un elemento —además, indudable— en una construcción nueva de he­chos y teorías asociadas que Dalton ajustó a la experiencia química anterior como un todo, cam­biando en el proceso dicha experiencia? O, por el mismo motivo, ¿es la aceleración constante producida por una fuerza constante un hecho simple que los estudiosos de la dinámica han bus­cado siempre o es más bien la respuesta a una pregunta que sólo se planteó por primera vez

220       INVISIBILIDAD DE LAS REVOLUCIONES
dentro de la teoría de Newton y que esta teoría podía responder a partir del caudal disponible de información antes de que se hiciera la pre­gunta?
Hacemos aquí esas preguntas con respecto a lo que, en su presentación en un libro de texto, parecen ser hechos gradualmente descubiertos. Pero, obviamente, tienen también implicaciones para lo que el libro de texto presenta como teo­rías. Por supuesto, esas teorías "se ajustan a los hechos", pero sólo mediante la transformación de la información previamente accesible en he­chos que, para el paradigma anterior, no existie­ron en absoluto. Y esto significa que las teorías tampoco evolucionaron gradualmente para ajus­tarse a hechos que se encontraban presentes en todo tiempo. En lugar de ello, surgen al mismo tiempo que los hechos a los que se ajustan, a partir de una reformulación revolucionaria de la tradición científica anterior, tradición en la que la relación que intervenía en los conocimientos entre el científico y la naturaleza no era exacta­mente la misma.
Un último ejemplo puede aclarar esta explica­ción del efecto de la presentación de los libros de texto sobre nuestra imagen del desarrollo cien­tífico. Todo texto elemental de química debe presentar el concepto de elemento químico. Casi siempre, cuando se presenta esta noción, su ori­gen se atribuye al químico Robert Boyle, del siglo XVII, en cuya obra Sceptical Chymist un lec­tor atento puede descubrir una definición de 'ele­mento' muy cercana a la que se emplea en la actualidad. La referencia a las contribuciones de Boyle sirve para hacer que el novato se dé cuen­ta de que la química no se inició con las sulfa-midas; además, le indica que una de las tareas tradicionales de los científicos es inventar con-

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ceptos de ese tipo. Como parte del arsenal peda­gógico que convierte a un hombre en científico, la atribución tiene un gran éxito. Sin embargo, ilustra una vez más, el patrón de errores histó­ricos que conduce, tanto a los estudiantes como a los profanos, a conclusiones erróneas sobre la naturaleza de la empresa científica.
Según Boyle, que estaba absolutamente en lo cierto, su "definición" de un elemento no era sino una paráfrasis de un concepto químico tra­dicional ; Boyle lo ofreció sólo con el fin de argu­mentar que lo que se llama un elemento químico no existe; desde el punto de vista histórico, la versión que hacen los libros de texto de la con­tribución de Boyle es absolutamente errónea.3 Por supuesto, ese error es trivial, aunque no más que cualquier otra representación errónea de da­tos. Sin embargo, lo que no es trivial es la im­presión de la ciencia, fomentada cuando este tipo de error es primeramente compuesto y luego in­cluido dentro de la estructura técnica del texto. Como 'tiempo', 'energía', 'fuerza' o 'partícula', el concepto de elemento es el tipo de ingrediente de un libro de texto que, a menudo, no es inven­tado ni descubierto en absoluto. La definición de Boyle puede hacerse remontar por lo menos has­ta Aristóteles y se proyecta hacia adelante a tra­vés de Lavoisier hasta los libros de texto moder­nos. Esto, sin embargo, no quiere decir que la ciencia haya poseído el concepto moderno de elemento desde la antigüedad. Las definiciones verbales, como la de Boyle, tienen poco contenido científico cuando se las considera en sí mismas. No son especificaciones lógicas y completas del significado (si existen), sino más bien ayudas pedagógicas. Los conceptos científicos que indi-
3 T. S. Kuhn, "Robert Boyle and Structural Chemis­try in the Seventeenth Century", Isis, XLIII (1952), 26-29.

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can sólo obtienen un significado pleno cuando se relacionan, dentro de un texto o de alguna otra presentación sistemática, con otros conceptos cien­tíficos, con procedimientos de manipulación y con aplicaciones de paradigmas. De ello se desprende que es casi imposible que conceptos tales como el de elemento puedan inventarse independiente­mente del contexto. Además, dado el contexto, raramente requieren ser inventados, puesto que se encuentran ya a mano. Tanto Boyle como Lavoisier cambiaron la significación química de 'elemento' en importantes aspectos; pero no in­ventaron la noción, ni siquiera cambiaron la fórmula verbal que le sirve de definición. Tam­poco, como ya hemos visto, tuvo Einstein que inventar o redefinir explícitamente 'espacio' y 'tiempo' para darles dentro del contexto de su trabajo, un nuevo significado.
¿Cuál fue entonces la función histórica de Boy­le en la parte de su trabajo que incluye la famosa "definición"? Fue el líder de una revolución cien­tífica que, mediante el cambio de la relación de 'elemento' en la manipulación y la teoría quími­cas, transformó a la noción en un instrumento muy diferente del que antes había sido y, en el proceso, modificó a la química y al mundo de los químicos.4 Otras revoluciones, incluyendo la que se centra sobre Lavoisier, tuvieron que darle al concepto su forma y su función modernas. Pero Boyle proporciona un ejemplo típico tanto del proceso involucrado en cada una de esas etapas como de lo que le sucede a ese proceso cuando el conocimiento existente es incluido en un libro de texto. Más que cualquier otro aspecto singu-
4 Marie Boas, en su obra Robert Boyle and Seventeenth-Century Chemistry (Cambridge, 1958) trata, en muchos puntos, de las contribuciones hechas por Boyle a la evo­lución del concepto de elemento químico.

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lar de la ciencia, esta forma pedagógica ha deter­minado nuestra imagen de la naturaleza de la ciencia y del papel desempeñado en su progreso por los inventos y los descubrimientos.

XII. LA RESOLUCIÓN DE LAS REVOLUCIONES
Los libros de texto que hemos estado examinan­do sólo se producen inmediatamente después de una revolución científica. Son las bases para una nueva tradición de ciencia normal. Al ocuparnos de la cuestión relativa a su estructura, está claro que hemos omitido una etapa. ¿Cuál es el proceso mediante el que un candidato a paradigma reem­plaza a su predecesor? Cualquier interpretación nueva de la naturaleza, tanto si es un descubri­miento como si se trata de una teoría, surge ini-cialmente, en la mente de uno o de varios indivi­duos. Son ellos los primeros que aprenden a ver a la ciencia y al mundo de una manera diferente y su habilidad para llevar a cabo la transición es facilitada por dos circunstancias que no son co­munes a la mayoría de los demás miembros de su profesión. De manera invariable, su atención se ha concentrado intensamente en los problemas provocadores de crisis; además, habitualmente, son hombres tan jóvenes o tan novatos en el cam­po en crisis, que la práctica los ha comprometido menos profundamente que a la mayor parte de sus contemporáneos en la opinión sobre el mundo y sobre las reglas determinadas por el antiguo paradigma. ¿Cómo pueden y qué deben hacer para convencer a toda la profesión, o al subgrupo profesional pertinente, de que su modo de ver a la ciencia y al mundo es el correcto? ¿Qué hace que el grupo abandone una tradición de investi­gación normal en favor de otra?
Para ver el apremio de estas preguntas, re­cuérdese que son las únicas reconstrucciones que puede suministrar el historiador para satisfacer a las inquisiciones de los filósofos sobre las prue-

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bas, la verificación o la falsación de teorías cien­tíficas establecidas. Hasta el grado en que se dedique a la ciencia normal, el investigador es un solucionador de enigmas, no alguien que ponga a prueba los paradigmas. Aunque durante la bús­queda de la solución de un enigma particular puede ensayar una serie de métodos alternativos para abordar el problema descartando los que no le dan los resultados deseados, al hacerlo no estará poniendo a prueba al paradigma. En lugar de ello, será como el jugador de ajedrez que, frente a un problema establecido y con el table­ro, física o mentalmente ante él, ensaya varios movimientos alternativos para buscar la solución. Esos intentos de prueba, tanto si son hechos por el jugador de ajedrez como si los lleva a cabo el científico, son sólo pruebas para ellos mismos, no para las reglas del juego. Sólo son posibles en tanto se dé por sentado el paradigma. Por con­siguiente, la prueba de un paradigma sólo tiene lugar cuando el fracaso persistente para obtener la solución de un problema importante haya producido una crisis. E incluso entonces, sola­mente se produce después de que el sentimiento de crisis haya producido un candidato alternativo a paradigma. En las ciencias, la consolidación de la prueba no consiste simplemente, como su­cede con la resolución de enigmas, en la compa­ración de un paradigma único con la naturaleza. En lugar de ello, la prueba tiene lugar como par­te de la competencia entre dos paradigmas riva­les, para obtener la aceptación por parte de la comunidad científica.
Al examinarla de cerca, esta formulación mues­tra paralelos inesperados, y probablemente im­portantes, con dos de las teorías filosóficas con­temporáneas más populares sobre la verificación. Pocos filósofos de la ciencia buscan todavía cri-

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terios absolutos para la verificación de las teorías científicas. Al notar que ninguna teoría puede exponerse siempre a todas las pruebas posibles y pertinentes, no preguntan si una teoría ha sido verificada sino, más bien, sobre sus probabilida­des, teniendo en cuenta las pruebas que ya exis­ten. Y para responder a esta pregunta, una es­cuela importante se siente impulsada a comparar la capacidad de diferentes teorías para explicar las pruebas que se encuentran a mano. Esta in­sistencia en comparar teorías es también carac­terística de la situación histórica en la que se acepta una nueva teoría; es muy probable que indique uno de los sentidos en que se dirigirán las futuras discusiones sobre la verificación.
Sin embargo, en sus formas más habituales, todas las teorías de verificación de probabilidades recurren a uno u otro de los lenguajes de obser­vación puros o neutros que estudiamos en la sección X. Una teoría de probabilidades exige que comparemos la teoría científica dada con to­das las demás que puedan imaginarse, para que se ajusten al mismo conjunto de datos observa­dos. Otra exige la construcción imaginaria de to­das las pruebas a que pueda someterse a la teoría científica dada.1 Aparentemente, parte de esa construcción es necesaria para el cálculo de las probabilidades específicas, absolutas o relativas, y es difícil ver cómo puede lograrse una cons­trucción semejante. Si, como ya hemos señalado, no puede haber ningún sistema de lenguaje o de conceptos que sea científica o empíricamente neu­tro, la construcción propuesta de pruebas y teo-
1 Para obtener un bosquejo breve de los principales caminos que conducen a las teorías de la verificación probabilistas, véase Principles of the Theory of Probability, Vol. I, núm. 6, de Ernest Nagel, International Encyclo­pedia of Unified Science, pp. 60-75.

RESOLUCIÓN DE LAS REVOLUCIONES         227
rías alternativas deberá proceder de alguna tradi­ción basada en un paradigma. Con esta limitación, no tendría acceso a todas las experiencias o teo­rías posibles. Como resultado de ello, las teorías probabilistas disimulan la situación de verifica­ción tanto como la iluminan. Aunque esta si­tuación, como insisten, depende de la comparación de teorías y de muchas pruebas presentadas, las teorías y observaciones en cuestión están siempre estrechamente relacionadas con otras ya existen­tes. La verificación es como la selección natural: toma las más viables de las alternativas reales, en una situación histórica particular. El hecho de si esta elección es la mejor que pudo hacerse si se hubiera dispuesto todavía de otras alternativas o si los datos hubieran sido de otro tipo, no es una pregunta que pueda plantearse de manera útil. No hay instrumentos que puedan emplearse para encontrar las respuestas pertinentes.
Un método muy distinto para abordar todo este conjunto de problemas ha sido desarrollado por Karl R. Popper, quien niega la existencia de todo procedimiento de verificación.2 En su lu­gar, hace hincapié en la importancia de la falsa-ción, o sea de la prueba que, debido a que su resultado es negativo, hace necesario rechazar una teoría establecida. Claramente, el papel atri­buido así a la falsación se parece mucho al que en este ensayo atribuimos a las experiencias anó­malas; o sea, a las experiencias que, al provocar crisis, preparan el camino hacia una nueva teo­ría. Sin embargo, las experiencias anómalas no pueden identificarse con las de falsación. En rea­lidad, dudo mucho que existan estas últimas.
2 K. R. Popper, The Logic of Scientific Discovery (Nueva York, 1959), sobre todo los caps. I-IV. Versión al español: La lógica del descubrimiento científico. Ed. Tecnos.

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Como repetidamente hemos subrayado con ante­rioridad, ninguna teoría resuelve nunca todos los problemas a que en un momento dado se enfren­ta, ni es frecuente que las soluciones ya alcanza­das sean perfectas. Al contrario, es justamente lo incompleto y lo imperfecto del ajuste entre la teoría y los datos existentes lo que, en cualquier momento, define muchos de los enigmas que ca­racterizan a la ciencia normal. Si todos y cada uno de los fracasos en el ajuste sirvieran de base para rechazar las teorías, todas las teorías debe­rían ser rechazadas en todo momento. Por otra parte, si sólo un fracaso contundente en el ajuste justifica el rechazo de la teoría, entonces los se­guidores de Popper necesitarán cierto criterio de "improbabilidad" o de "grado de demostración de falsación". Al desarrollar un criterio, es casi seguro que se enfrentarán al mismo tejido de dificultades que ha obsesionado a los partidarios de las diversas teorías de verificación proba-bilista.
Muchas de las dificultades precedentes pueden evitarse reconociendo que tanto las opiniones prevalecientes como las opuestas, con respecto a la lógica básica de la investigación científica, han tratado de comprimir en uno solo dos procesos muy separados. La experiencia anómala de Pop­per es importante para la ciencia, debido a que produce competidores para un paradigma exis­tente. Pero la demostración de falsación aunque seguramente tiene lugar, no aparece con el surgi­miento, o simplemente a causa del surgimiento de una anomalía o de un ejemplo que demuestre la falsación. En lugar de ello, es un proceso subsiguiente y separado que igualmente bien po­dría llamarse verificación, puesto que consiste en el triunfo de un nuevo paradigma sobre el ante­rior. Además, es en este proceso conjunto de

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verificación y demostración de falsación en donde desempeña un papel crucial la comparación pro-babilista de teorías. Creo que esa formulación en dos etapas tiene la virtud de una gran vero­similitud y puede capacitarnos también para co­menzar a explicar el papel del acuerdo (o del desacuerdo) entre el hecho y la teoría en el pro­ceso de verificación. Para el historiador al menos, tiene poco sentido el sugerir que la verificación es establecer el acuerdo del hecho con la teoría. Todas las teorías que tuvieron significado histó­rico estuvieron acordes con los hechos; pero sólo en forma relativa. No existe ninguna respuesta más precisa para la pregunta de si una teoría individual se ajusta a los hechos y hasta qué punto lo hace. Pero pueden plantearse pregun­tas muy similares a ésas, cuando se toman las teorías colectivamente o por parejas. Cabe pre­guntar cuál de dos teorías, reales y en competen­cia, se ajusta mejor a los hechos. Por ejemplo, aunque ni la teoría de Priestley ni la de Lavoisier concordaban precisamente con las observaciones existentes, pocos contemporáneos dudaron más de una década en llegar a la conclusión de que, de las dos, la teoría de Lavoisier era la que mejor se ajustaba.
Sin embargo, esta formulación hace que la ta­rea de escoger entre paradigmas parezca más fácil y familiar de lo que es en realidad. Si no hubiera más que un conjunto de problemas cien­tíficos, un mundo en el que poder ocuparse de ellos y un conjunto de normas para su resolu­ción, la competencia entre paradigmas podría re­solverse por medio de algún proceso más o menos rutinario, como contar el número de problemas resueltos por cada uno de ellos. Pero, en realidad, esas condiciones no son satisfechas completa­mente nunca. Quienes proponen los paradigmas

230        RESOLUCIÓN DE LAS REVOLUCIONES
en competencia se encuentran siempre, por lo menos ligeramente, en pugna involuntaria. Nin­guna de las partes dará por sentadas todas las suposiciones no empíricas que necesita la otra para poder desarrollar su argumento; como Proust y Berthollet, cuando discutieron sobre la compo­sición de los compuestos químicos, estarán, hasta cierto punto, obligadas a hablar sin entenderse; aunque cada una de ellas podrá esperar conven­cer a la otra de su modo de ver su ciencia y sus problemas, ninguna de ellas podrá esperar pro­bar su argumento. La competencia entre paradig­mas no es el tipo de batalla que pueda resolverse por medio de pruebas.
Ya hemos visto varias razones por las que los proponentes de paradigmas en competencia nece­sariamente fracasan al entrar en contacto com­pleto con los puntos de vista de los demás. Co­lectivamente, estas razones han sido descritas como la inconmensurabilidad de las tradiciones científicas normales anteriores y posteriores a las revoluciones, y sólo necesitaremos repetirlas brevemente. En primer lugar, los proponentes de paradigmas en competencia estarán a menudo en desacuerdo con respecto a la lista de problemas que cualquier candidato a paradigma deba resol­ver. Sus normas o sus definiciones de la ciencia serán diferentes. ¿Debe una teoría del movi­miento explicar la causa de la fuerza de atrac­ción entre partículas de materia o puede simple­mente notar la existencia de esas fuerzas? La dinámica de Newton fue ampliamente rechazada debido a que, a diferencia de las teorías de Aris­tóteles y de Descartes, implicaba la última res­puesta a la pregunta. Por consiguiente, cuando se aceptó la teoría de Newton, una pregunta fue eliminada de la ciencia. Sin embargo, la relati­vidad general podría públicamente enorgullecerse

RESOLUCIÓN DE LAS REVOLUCIONES         231
de haber resuelto esa pregunta. También la teo­ría química de Lavoisier, diseminada a lo largo del siglo XIX, impidió a los químicos plantear la pregunta de por qué se parecían tanto los meta­les, pregunta que la química del flogisto había planteado y respondido. La transición al paradig­ma de Lavoisier, como la que tuvo lugar al de Newton, significo no solo la pérdida de una pre­gunta permitida sino también la de una solución lograda; sin embargo, tampoco esa pérdida fue permanente. En el siglo xx, las preguntas res­pecto a las cualidades de las substancias químicas han sido nuevamente incluidas en la ciencia, jun­to con algunas respuestas.
Sin embargo, está implicado algo más que la inconmensurabilidad de las normas. Puesto que los nuevos paradigmas nacen de los antiguos, in­corporan ordinariamente gran parte del vocabu­lario y de los aparatos, tanto conceptuales como de manipulación, que previamente empleó el pa­radigma tradicional. Pero es raro que empleen exactamente del modo tradicional a esos elemen­tos que han tomado prestados. En el nuevo para­digma, los términos, los conceptos y los experi­mentos antiguos entran en relaciones diferentes unos con otros. El resultado inevitable es lo que debemos llamar, aunque el término no sea abso­lutamente correcto, un malentendido entre las dos escuelas en competencia. El profano que fruncía el ceño ante la teoría general de la rela­tividad de Einstein, debido a que el espacio no podía ser "curvo" —no era exactamente eso—, no estaba simplemente equivocado o engañado. Tampoco los matemáticos, los físicos y los filó­sofos que trataron de desarrollar una versión euclideana de la teoría de Einstein.3 Lo que an-

3 Sobre las reacciones de los profanos ante el concepto del espacio curvo, véase Einstein, His Life and Times,

232         RESOLUCIÓN DE LAS REVOLUCIONES
teriormente se entendía por espacio, era necesa­riamente plano, homogéneo, isotrópico y no afec­tado por la presencia de la materia. De no ser así, la física de Newton no hubiera dado resul­tado. Para llevar a cabo la transición al universo de Einstein, todo el conjunto conceptual cuyas ramificaciones son el espacio, el tiempo, la ma­teria, la fuerza, etc., tenía que cambiarse y esta­blecerse nuevamente sobre el conjunto de la na­turaleza. Sólo los hombres que habían sufrido juntos o no habían logrado sufrir esa transfor­mación serían capaces de descubrir precisamente en qué estaban o no de acuerdo. La comunica­ción a través de la línea de división revoluciona­ria es inevitablemente parcial. Por ejemplo, tó­mese en consideración a los hombres que llamaron loco a Copérnico porque proclamó que la Tierra se movía. No estaban tampoco simple o comple­tamente equivocados. Parte de lo que entendían por 'Tierra' era una posición fija. Por lo menos, su tierra no podía moverse. De la misma mane­ra, la innovación de Copérnico no fue sólo mover la Tierra; por el contrario, fue un modo comple­tamente nuevo de ver los problemas de la física y de la astronomía, que necesariamente cambiaba el significado de 'Tierra' y de 'movimiento'.4 Sin esos cambios, el concepto de que la Tierra se movía era una locura. Por otra parte, una vez
de Philipp Frank, trad. y ed. por G. Rosen y S. Kusaka (Nueva York, 1947), pp. 142-46. Sobre algunos de los in­tentos hechos para preservar los triunfos de la relatividad general dentro de un espacio euclideano, véase Einstein and the universe, de C. Nordmann, trad. J. McCabe (Nueva York, 1922), cap. IX.
4 T. S. Kuhn, The Copemican Revolution (Cambridge, Mass., 1957), caps, III, IV y VII. Uno de los temas princi­pales de todo el libro es el punto sobre hasta dónde el heliocentrismo fue algo más que una cuestión estricta­mente astronómica.

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llevados a cabo y comprendidos, tanto Descartes como Huyghens comprendieron que el movimien­to de la Tierra era una cuestión que carecía de contenido para la ciencia.5
Estos ejemplos señalan hacia el tercero y más fundamental de los aspectos de la inconmensu­rabilidad de los paradigmas en competencia. En un sentido que soy incapaz de explicar de manera más completa, quienes proponen los paradigmas en competencia practican sus profesiones en mun­dos diferentes. Unos contienen cuerpos forzados que caen lentamente y otro péndulos que repiten sus movimientos una y otra vez. En un caso, las soluciones son compuestos, en otro, mezclas. Uno se encuentra inserto en una matriz plana del es­pacio, el otro en una curva. Al practicar sus profesiones en mundos diferentes, los dos grupos de científicos ven cosas diferentes cuando miran en la misma dirección desde el mismo punto. Nuevamente, esto no quiere decir que pueden ver lo que deseen. Ambos miran al mundo y aquello a lo que miran no ha cambiado. Pero, en ciertos campos, ven cosas diferentes y las ven en relaciones distintas unas con otras. Es por eso por lo que una ley que ni siquiera puede ser esta­blecida por demostración a un grupo de científi­cos, a veces puede parecerle a otro intuitivamente evidente. Por eso, asimismo, antes de que pue­dan esperar comunicarse plenamente, un grupo o el otro deben experimentar la conversión que hemos estado llamando cambio de paradigma. Precisamente porque es una transición entre in­conmensurables, la transición entre paradigmas en competencia no puede llevarse a cabo paso a paso, forzada por la lógica y la experiencia neu-
5 Max Jammer, Concepts of Space (Cambridge, Mass., 1954), pp. 118-24.

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tral. Como el cambio de forma (Gestalt), debe tener lugar de una sola vez (aunque no necesaria­mente en un instante) o no ocurrir en absoluto. Entonces, ¿cómo llegan los científicos a hacer esta trasposición? Parte de la respuesta es que con mucha frecuencia no la hacen. El coperni-canismo obtuvo muy pocos adeptos durante casi un siglo después de la muerte de Copérnico. El trabajo de Newton no fue generalmente acepta­do, sobre todo en la Europa continental, durante más de medio siglo después de la aparición de los Principia.6 Priestley nunca aceptó la teoría del oxígeno, ni Lord Kelvin la teoría electromag­nética y así sucesivamente. Las dificultades de conversión han sido notadas con frecuencia por los científicos mismos. Darwin, en un pasaje particularmente perceptivo al final de su Origin of Species, escribió: "Aunque estoy plenamente convencido de la verdad de las opiniones expre­sadas en este volumen..., no espero convencer, de ninguna manera, a los naturalistas experimen­tados cuyas mentes están llenas de una multi­tud de hechos que, durante un transcurso muy grande de años, han visto desde un punto de vista directamente opuesto al mío... Pero miro con firmeza hacia el futuro, a los naturalistas nue­vos y que están surgiendo, porque serán capaces de ver ambos lados de la cuestión con imparcia­lidad".7 Y Max Planck, pasando revista a su pro­pia carrera en su Scientific Autobiography, escri­bió con tristeza que "una nueva verdad científica no triunfa por medio del convencimiento de sus

6 I. B. Cohen, Franklin and Newton: An Inquiry into Speculative Newtonian Experimental Science and Fran­klin's Work in Electricity as an Example Thereof (Fila-delfia, 1956), pp. 93-94.
7 Charles Darwin, On the Origin of Species... (edi­ción autorizada de la 6a ed. inglesa; Nueva York, 1889), II, 295-96.

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oponentes, haciéndoles ver la luz, sino más bien porque dichos oponentes llegan a morir y crece una nueva generación que se familiariza con ella".8 Estos hechos y otros similares son demasiado comúnmente conocidos como para necesitar in­sistir en ellos. Pero sí necesitan ser reevaluados. En el pasado a menudo han sido considerados como indicación de que los científicos, debido a que son sólo seres humanos, no siempre pueden admitir sus errores, ni siquiera cuando se en­frentan a pruebas concretas. Yo más bien afir­maría que en estos temas no son pruebas ni errores los que están cuestionados. La transfe­rencia de la aceptación de un paradigma a otro es una experiencia de conversión que no se puede forzar. La resistencia de toda una vida, sobre todo por parte de aquellos cuyas carreras fecun­das los han hecho comprometerse con una tra­dición más antigua de ciencia normal, no es una violación de las normas científicas, sino un ín­dice de la naturaleza de la investigación científi­ca misma. La fuente de la resistencia reside en la seguridad de que el paradigma de mayor anti­güedad finalmente resolverá todos sus proble­mas, y de que la naturaleza puede compelerse dentro de los marcos proporcionados por el pa­radigma. En épocas revolucionarias, inevitable­mente esa seguridad se muestra como terca y tenaz, lo que en ocasiones incluso llega a ser. Pero es también algo más que eso. Esta misma seguridad es la que hace posible a una ciencia, normal o solucionadora de enigmas. Y es sólo a través de la ciencia normal como la comunidad profesional primeramente logra explotar el al­cance potencial y la justeza del paradigma más
8 Max Planck, Scientific Autobiography and Other Pa­pers, trad. F. Gaynor (Nueva York, 1949), pp. 33-34.

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antiguo y más tarde, aislar la aporía de cuyo estudio pueda surgir un nuevo paradigma.
No obstante, el pretender que la resistencia es inevitable y legítima y que el cambio de paradig­ma no puede justificarse por medio de pruebas, no quiere decir que no haya argumentos perti­nentes o que no sea posible persuadir a los cien­tíficos de que cambien de manera de pensar. Aunque a veces se requiere de una generación para llevar a cabo el cambio, las comunidades científicas se han convertido una vez tras otra a los nuevos paradigmas. Además, esas conver­siones no ocurren a pesar del hecho de que los científicos sean humanos, sino debido a que lo son. Aunque algunos científicos, sobre todo los más viejos y experimentados, puedan resistirse indefinidamente, la mayoría de ellos, en una u otra forma, podrán ser logrados. Las conversio­nes se producirán poco a poco hasta cuando, des­pués de que los últimos en oponer resistencia mueran, toda la profesión se encuentre nueva­mente practicando de acuerdo con un solo para­digma, aunque diferente. Debemos por consi­guiente, inquirir cómo se induce a la conversión y cómo se encuentra resistencia.
¿Qué tipo de respuesta puede esperarse a esta pregunta? Tan sólo debido a que se refiere a téc­nicas de persuasión o a argumentos y contra-argumentos en una situación en la que no puede haber pruebas, nuestra pregunta es nueva y exi­ge un tipo de estudio que no ha sido emprendido antes. Debemos prepararnos para una inspección muy parcial e impresionante. Además, lo que ya se ha dicho se combina con el resultado de esta inspección para sugerir que, cuando se pre­gunta algo, más sobre la persuasión que sobre las pruebas, el problema de la naturaleza de la argumentación científica no tiene una respuesta

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única o uniforme. Los científicos individuales aceptan un nuevo paradigma por toda clase de razones y, habitualmente, por varias al mismo tiempo. Algunas de esas razones —por ejemplo, el culto al Sol que contribuyó a que Kepler se convirtiera en partidario de Copérnico— se en­cuentran enteramente fuera de la esfera aparente de la ciencia.9 Otras deben depender de idiosin­crasias de autobiografía y personalidad. Incluso la nacionalidad o la reputación anterior del inno­vador y de sus maestros pueden a veces desem­peñar un papel importante.10 Por tanto, en última instancia, debemos aprender a hacer esa pregun­ta de una manera diferente. No deberemos inte­resarnos por los argumentos que de hecho con­vierten a uno u otro individuo, sino más bien por el tipo de comunidad que siempre, tarde o temprano, se reforma como un grupo único. Voy, sin embargo, a aplazar este problema para la sec­ción final, examinando mientras tanto algunos de los tipos de argumentos que resultan particular­mente efectivos en las batallas sobre cambios de paradigmas. Probablemente la pretensión simple de mayor
9   Con respecto al papel del culto al Sol en el pensa­
miento de Kepler, véase The Metaphysical Foundations of
Modern Physical Science, de E. A. Burtt (ed. rev.; Nueva
York, 1932), pp. 44-49.
10  Sobre el papel de la reputación, tómese en conside­
ración lo siguiente: Lord Rayleigh, en una época en que
su reputación estaba ya bien establecida, sometió a la
Asociación Británica un  documento sobre  varias  para­
dojas de la electrodinámica.   Por inadvertencia, su nom­
bre fue omitido cuando se envió el documento por primera
vez y dicho  escrito fue primeramente rechazado como
obra de algún "hacedor  de paradojas".   Poco  después,
con el nombre del autor en su lugar, el documento fue
aceptado con toda clase de excusas (R. J. Strutt, 4° Barón
Rayleigh,  
John  William  Strutt,  Third   Baron   Rayleigh
[Nueva York, 1924], p. 228).

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relevancia que plantean quienes proponen un nuevo paradigma es la de que pueden resolver los problemas que condujeron al paradigma anti­guo a la crisis. Cuando de manera legítima puede hacerse esta pretensión con frecuencia es la más efectiva posible. En el campo en que se propone, se sabe que el paradigma se encuentra en dificul­tades. Estas dificultades han sido exploradas re­petidamente y las tentativas para vencerlas han resultado vanas una y otra vez. Se han recono­cido y atestiguado "experimentos cruciales" —los que son capaces de establecer una discrimina­ción particularmente clara entre los dos para­digmas—, antes de que se inventara siquiera el nuevo paradigma. Copérnico pretendía, en esa forma, que había resuelto el problema que se había resistido durante tanto tiempo sobre la lon­gitud del año del calendario, Newton que había reconciliado la mecánica terrestre con la celeste, Lavoisier que había resuelto los problemas de identidad de los gases y de las relaciones de peso y Einstein que había hecho que la electrodiná­mica fuera compatible con una ciencia del mo­vimiento revisada.
Las pretensiones de este tipo tienen muchas probabilidades de tener éxito si el nuevo para­digma muestra una precisión cuantitativa sor­prendentemente mayor que la de su competidor más antiguo. La superioridad cuantitativa de las tablas Rudolphine de Kepler sobre todas las que habían sido calculadas desde la aparición de la teoría de Tolomeo, fue un factor importante para la conversión de los astrónomos al copernicanis-mo. El éxito de Newton para predecir observa­ciones astronómicas cuantitativas fue probable­mente la razón singular más importante del triunfo de su teoría sobre sus competidoras más razonables, pero más uniformemente cualitativas.

RESOLUCIÓN DE LAS REVOLUCIONES         239
Y en este siglo, el sorprendente éxito cuantitativo tanto de la ley de la radiación de Planck como de la del átomo de Bohr, persuadieron rápidamente a los físicos de que debían adoptarlas, aun cuan­do, viendo la ciencia física como un todo, esas dos contribuciones creaban muchos más proble­mas de los que resolvían.11
La pretensión de haber resuelto los problemas provocadores de una crisis, sin embargo, rara­mente es suficiente por sí sola. Además, no siem­pre puede hacerse de manera legítima. En efecto, la teoría de Copérnico no era más exacta que la de Tolomeo y no condujo directamente a nin­gún mejoramiento en el calendario. O también, la teoría ondulatoria de la luz no tuvo, durante varios años después de haber sido proclamada, ni siquiera el mismo éxito que su rival corpuscular para resolver los efectos de polarización, que eran una de las causas principales de la crisis de la óptica. A veces, la práctica floja que carac­terice a la investigación no-ordinaria producirá un candidato a paradigma que, inicialmente, no contribuya en absoluto a resolver los problemas que provoquen la crisis. Cuando eso suceda, de­berán obtenerse pruebas de otros lugares del cam­po, como de todas formas sucede con frecuencia. En estas otras zonas pueden desarrollarse para­digmas particularmente persuasivos si el nuevo paradigma permite la predicción de fenómenos totalmente insospechados cuando prevalecía el pa­radigma anterior.
Por ejemplo, la teoría de Copérnico sugirió que los planetas debían ser similares a la Tierra,
11 Con respecto a los problemas creados por la teoría cuántica, véase The Quantum Theory, de F. Reiche (Lon­dres, 1922), caps, II, VI-IX. Con respecto a los demás ejemplos de este párrafo, véanse las referencias anteriores de esta sección.

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que Venus debía mostrar fases y que el Universo debía ser muchísimo más grande de lo que hasta entonces se había supuesto. Como resultado de ello, cuando, sesenta años después de su muerte, los telescopios descubrieron repentinamente mon­tañas en la Luna, las fases de Venus y un número inmenso de estrellas cuya existencia no se sospe­chaba siquiera, esas observaciones dieron a la nueva teoría muchísimos adeptos, principalmente entre los no astrónomos.12 En el caso de la teo­ría ondulatoria, una de las causas principales de la conversión de profesionales resultó más dra­mática. La resistencia opuesta por los franceses se derrumbó de repente y de una manera relati­vamente completa, cuando Fresnel logró demos­trar la existencia de un punto blanco en el centro de la sombra de un disco. Era un efecto que ni siquiera él había esperado, pero que Poisson, inicialmente uno de sus oponentes, había demos­trado que era una consecuencia necesaria aunque absurda de la teoría de Fresnel.13 A causa de la valía de su impacto y de que de manera evidente, desde un principio, no habían sido incluidos en la nueva teoría, argumentos como estos resultan especialmente persuasivos. A veces esa fuerza complementaria puede explotarse, incluso a tra­vés de fenómenos que han sido observados mucho antes de que se presentara la teoría que los ex­plica. Por ejemplo, Einstein no parece haber previsto que la relatividad general explicara con precisión la conocida anomalía en el movimiento del perihelio de Mercurio y experimentó el triun­fo consiguiente cuando lo logró.14
12 Kuhn, op. cit., pp. 219-25.
13 E. T. Whittaker, A History of the Theories of Aether and Electricity, I (2a ed.; Londres, 1951), 108.
14 Véase ibid., II (1953), 151-80, sobre el desarrollo de la relatividad general. Con respecto a la reacción de Eins­tein sobre el acuerdo preciso de la teoría con el movi-

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Todos los argumentos en pro de un nuevo pa­radigma que hemos presentado hasta ahora, han estado basados en la habilidad comparativa de un competidor para resolver problemas. Para los científicos, esos argumentos son ordinaria­mente los más importantes y persuasivos. Los ejemplos anteriores no deben dejar dudas sobre el origen de su inmensa atracción. Pero, por razones que veremos dentro de poco, no son ni individual ni colectivamente apremiantes. Afor­tunadamente, hay también otro tipo de considera­ción que puede conducir a los científicos a recha­zar un antiguo paradigma, en favor de otro nuevo. Éstos son los argumentos, raramente establecidos explícitamente, que hacen un llamamiento al sen­tido que tienen los individuos de lo apropiado y de lo estético: se dice que la nueva teoría es "más neta", "más apropiada" o "más sencilla" que la antigua. Es probable que esos argumen­tos sean menos efectivos en las ciencias que en la matemática. Las primeras versiones de la ma­yoría de los nuevos paradigmas son aproximadas. Para cuando puede desarrollarse toda su atrac­ción estética, la mayor parte de la comunidad ha sido persuadida por otros medios. Sin embargo, la importancia de las consideraciones de estética puede ser a veces decisiva. Aunque a menudo sólo atraen a unos cuantos científicos hacia una nueva teoría, es posible que su triunfo final dependa precisamente de esos pocos. Si por fuer­tes razones individuales no lo hubieran tomado a su cargo rápidamente, el nuevo candidato a pa­radigma pudiera no desarrollarse nunca lo sufi­ciente como para atraer a la comunidad científica como un todo.
miento observado del perihelio de Mercurio, véase In carta citada en Albert Einstein, Philosopher-Scientist, de P. A. Schilpp (ed.), Evanston, III., 1949), p. 101.

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Para ver las razones de la importancia de esas consideraciones más subjetivas y estéticas, re­cuérdese qué es un debate paradigmático. Cuan­do por primera vez se propone un candidato a paradigma, es raro que haya resuelto más que unos cuantos de los problemas a que se enfrenta y la mayoría de las soluciones distarán mucho todavía de ser perfectas. Hasta Kepler, la teo­ría de Copérnico apenas había logrado mejorar las predicciones de posición planetaria que ha­bía hecho Tolomeo. Cuando Lavoisier vio el oxígeno como "el aire mismo entero", su nueva teoría no podía enfrentarse en absoluto a los pro­blemas presentados por la proliferación de nue­vos gases, un argumento que utilizó con gran éxito Priestley en su contraataque. Los casos como el del punto blanco de Fresnel son extremada­mente raros. Ordinariamente, es sólo mucho más tarde, después de que el nuevo paradigma ha sido desarrollado, aceptado y explotado, cuando se desarrollan argumentos aparentemente decisi­vos, como el péndulo de Foucault para demos­trar la rotación de la Tierra o el experimento de Fizeau para demostrar que la luz se desplaza más rápidamente en el aire que en el agua. El pro­ducirlos es parte de la ciencia normal y su fun­ción no se desempeña en el debate paradigmá­tico sino en los libros de texto posteriores a la revolución.
Antes de que se escribieran esos libros de tex­to, mientras tiene lugar el debate, la situación es muy diferente. Habitualmente, los adversarios de un nuevo paradigma pueden legítimamente pretender que incluso en la zona de crisis éste es muy poco superior a su rival tradicional; por supuesto, resuelve mejor algunos problemas y descubre algunas regularidades nuevas. Pero es probable que el antiguo paradigma pueda articu-

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larse para satisfacer esas condiciones, como lo ha hecho antes con otras. Tanto el sistema astro­nómico geocéntrico de Tycho Brahe como las últimas versiones de la teoría del flogisto fueron respuestas a desafíos planteados por un nuevo candidato a paradigma, y ambas tuvieron un éxi­to completo.15 Además, los defensores de la teoría y los procedimientos tradicionales pueden casi siempre señalar problemas que su nuevo rival no ha resuelto pero que, desde el punto de vista de ellos, no son problemas en absoluto. Hasta el descubrimiento de la composición del agua, la combustión del hidrógeno era un fuerte argumen­to en pro de la teoría del flogisto y en contra de Lavoisier; y después del triunfo de la teo­ría del oxígeno, todavía no podía explicar la pre­paración de un gas combustible a partir del car­bono, fenómeno al que los partidarios del flogisto habían recurrido como apoyo firme para su teo­ría.16 Incluso en la zona en crisis, el balance del argumento y del contraargumento pueden ser muy similares y fuera de esa zona, la balanza, con fre­cuencia, favorecerá a la tradición. Copérnico des­truyó una explicación mucho tiempo reconocida del movimiento de la Tierra, sin reemplazarla; Newton hizo lo mismo con una explicación más antigua de la gravedad, Lavoisier con las propie-
15 Con respecto al sistema de Brahe que, desde el punto de vista geométrico, era absolutamente equivalente al de Copérnico, véase A History of Astronomy from Thales to Kepler, de J. L. E. Dreyer (2a ed.; Nueva York, 1953), pp. 359-71. Con respecto a las últimas versiones de la teoría del flogisto y sus éxitos, véase "Historical Stu­dies on the Phlogiston Theory", de J. R. Partington y D. McKie, Annals of Science, IV (1939), 11349.
16 Sobre el problema presentado por el hidrógeno, véase A Short History of Chemistry, de J. R. Partington (2a ed.; Londres, 1951), p. 134. Sobre el monóxido de car­bono, véase Geschichte der Chemie, III (Braunschweig, 1845), 294-96.

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dades comunes de los metales, y así sucesiva­mente. En resumen, si debe juzgarse un nuevo candidato a paradigma desde el principio por personas testarudas que sólo examinen la capa­cidad relativa de resolución de problemas, las ciencias experimentarían muy pocas revoluciones importantes. Añádanse los argumentos contra­rios, generados por lo que hemos denominado antes la inconmensurabilidad de los paradigmas, y es posible que las ciencias pudieran no sufrir revolución alguna.
Pero los debates paradigmáticos no son real­mente sobre la capacidad relativa de resolución de problemas aunque, por buenas razones, se ex­presen habitualmente en esos términos. En lugar de ello, lo que se encuentra en juego es qué para­digma deberá guiar en el futuro las investiga­ciones que se lleven a cabo sobre problemas que ninguno de los competidores puede todavía re­solver completamente. Es necesaria una decisión entre métodos diferentes de practicar la cien­cia y, en esas circunstancias, esa decisión deberá basarse menos en las realizaciones pasadas que en las promesas futuras. El hombre que adopta un nuevo paradigma en una de sus primeras eta­pas, con frecuencia deberá hacerlo, a pesar de las pruebas proporcionadas por la resolución de los problemas. O sea, deberá tener fe en que el nuevo paradigma tendrá éxito al enfrentarse a los muchos problemas que se presenten en su camino, sabiendo sólo que el paradigma antiguo ha fallado en algunos casos. Una decisión de esta índole sólo puede tomarse con base en la fe.
Ésa es una de las razones por las que resulta tan importante una crisis anterior. Los científi­cos que no la hayan experimentado, raramente renunciarán a las pruebas poderosas de la reso­lución de problemas para seguir lo que fácilmente

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pueda resultar y será considerado como un fuego fatuo. Pero la crisis sola no es suficiente. Debe haber también una base, aun cuando no necesite ser racional ni correcta en definitiva, para tener fe en el candidato particular que se escoja. Algo debe hacer sentir, al menos a unos cuantos cien­tíficos, que la nueva proposición va por buen camino y, a veces, sólo consideraciones estéticas personales e inarticuladas pueden lograrlo. Hay hombres que se han dejado convertir por ellas, en momentos en los que la mayoría de los argu­mentos técnicos articulables señalaban en direc­ción opuesta. Cuando fueron presentadas por primera vez, ni la teoría astronómica de Copér-nico ni la teoría de la materia de De Broglie tenían muchos otros puntos importantes de atrac­ción. Incluso hoy en día, la teoría general de Einstein atrae a los hombres principalmente so­bre bases estéticas, atractivo que pocas personas fuera de la matemática han podido sentir.
Esto no quiere decir que los nuevos paradigmas triunfan en definitiva mediante alguna estética mística. Contrariamente, son muy pocos los hom­bres que abandonan una tradición sólo por esas razones. Quienes lo hacen, con frecuencia se dan cuenta de haber sido llevados a conclusiones erróneas. Pero para que un paradigma pueda triunfar deberá ganar algunos primeros adeptos, hombres que lo desarrollen hasta el punto de que puedan producirse y multiplicarse argumentos tenaces. E incluso estos argumentos, cuando son producidos, no son individualmente decisivos. Debido a que los científicos son hombres razo­nables, uno u otro de los argumentos persuadirán en última instancia a muchos de ellos. Pero no existe ningún argumento único que pueda o deba persuadirlos a todos. Lo que ocurre, más que la conversión de un solo grupo, es un cambio cada

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vez mayor en la distribución de la fidelidad pro­fesional.
Al comienzo, un nuevo candidato a paradigma puede tener pocos partidarios, y a veces los mo­tivos de esos partidarios pueden resultar sospe­chosos. Sin embargo, si son competentes, lo me­jorarán, explorarán sus posibilidades y mostrarán lo que sería pertenecer a la comunidad guiada por él. Al continuar ese proceso, si el paradigma está destinado a ganar la batalla, el número y la fuerza de los argumentos de persuasión en su fa­vor aumentarán. Entonces más científicos se con­vertirán y continuará la exploración del nuevo paradigma. Gradualmente, el número de experi­mentos, instrumentos, artículos y libros basados en el paradigma se multiplicará. Otros hombres más, convencidos de la utilidad de la nueva vi­sión, adoptarán el nuevo método para practicar la ciencia normal, hasta que, finalmente, sólo existan unos cuantos que continúen oponiéndole resistencia. Y ni siquiera podemos decir que es­tén en un error. Aunque el historiador puede encontrar siempre a hombres que, como Pries­tley, se mostraron irrazonables al resistirse du­rante tanto tiempo como lo hicieron, no hallará un punto en el que la resistencia se haga ilógica o no científica. Cuando mucho, puede desear decir que el hombre que sigue oponiendo resis­tencia después de que se hayan convencido todos los demás miembros de su profesión, deja ipso facto de ser un científico.

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