lunes, 20 de febrero de 2012

Libro: Thomas Kuhn (La Estructura de las Revoluciones Científicas) Parte 1/4 [Filosofía]




T.S. Kuhn
LA    ESTRUCTURA
DE    LAS   REVOLUCIONES
CIENTÍFICAS
Para que el cultivo de la historia de la ciencia ad­quiera cabal sentido y rinda todos los frutos que promete, se impone el examen de ciertas coyun­turas, propias del desenvolvimiento científico. La "revolución científica" es quizá la circunstancia en que el desarrollo de la ciencia exhibe su plena peculiaridad, sin que importe gran cosa de qué materia se trate o la época considerada.
El presente trabajo es un estudio, casi único en su género, de las "revoluciones científicas". Basa­do en abundante material —principalmente en los campos de la física y la química—, procura esclarecer conceptos, corregir malentendidos y, en suma, demostrar la extraordinaria compleji­dad del mecanismo del progreso científico, cuan­do es examinado sin ideas preconcebidas: más de una sorpresa nos reserva este camino, más de un recoveco del análisis incita a protestar con vehe­mencia antes de quedar convencidos. A fin de cuentas, el itinerario que parecía simple y ra­cional resulta ser complejo y proteico.


La   estructura   de   las revoluciones científicas
por THOMAS S. KUHN 
FONDO DE CULTURA ECONÓMICA
MÉXICO


Traducción de
agustín contin


Primera edición en inglés, 1962
Primera edición en español (FCE, México), 1971
Octava reimpresión (FCE, Argentina), 2004
Título original: The structure of scientifíc revolutions © 1962, University of Chicago Press


ÍNDICE
Prefacio............................................         9
I.                    Introducción:  un papel para la his­
toria.................................................       20
II.           El camino hacia la ciencia normal...  33
III.               Naturaleza de la ciencia normal...       51
IV.                La ciencia normal como resolución de
enigmas............................................       68
V.                  Prioridad de los paradigmas.........       80
VI.                La anomalía y la emergencia de los descubrimientos científicos                    92
VII.             Las crisis y la emergencia de las teo­
rías científicas   ...........................      112
VIII.           La respuesta a la crisis ..................... 128
IX.                Naturaleza y necesidad de las revolu­
ciones científicas  ............................. 149
X.                  Las  revoluciones  como  cambios  del concepto del mundo                    176
XI.                La  invisibilidad   de   las  revoluciones científicas                       212
XII.             La resolución de las revoluciones.....224
XIII.                        Progreso a través de las revoluciones 247
Posdata:  1969  ................................................. 268



A
james  b. conant, que puso esto en marcha


PREFACIO
el ensayo que sigue es el primer informe publi­cado de modo íntegro de un proyecto concebido, originalmente, hace casi quince años. En esa época, yo era un estudiante graduado en física teórica, que estaba a punto de presentar mi tesis. Un compromiso afortunado con un curso de co­legio experimental que presentaba las ciencias físicas para los no científicos, me puso en con­tacto, por primera vez, con la historia de la cien­cia. Resultó para mí una sorpresa total el que ese contacto con teorías y prácticas científicas anti­cuadas socavara radicalmente algunos de mis con­ceptos básicos sobre la naturaleza de la ciencia y las razones que existían para su éxito específico. Estas concepciones las había formado previa­mente, obteniéndolos en parte de la preparación científica misma y, en parte, de un antiguo inte­rés recreativo por la filosofía de las ciencias. En cierto modo, fuera cual fuera su utilidad peda­gógica y su plausibilidad abstracta, esas nociones no encajaban en absoluto en la empresa exhibida por el estudio histórico. Sin embargo, eran y son fundamentales para muchas discusiones científi­cas y, por consiguiente, parecía valer la pena ahon­dar más en sus fallas de verosimilitud. El re­sultado fue un cambio drástico en mis planes profesionales, un paso de la física a la historia de la ciencia y, luego, gradualmente, de los pro­blemas históricos relativamente íntegros a las in­quietudes más filosóficas, que me habían condu­cido, inicialmente, hacia la historia. Con excepción de unos cuantos artículos, este ensayo es el pri­mero de mis libros publicados en que predominan esas preocupaciones iniciales. En cierto modo,
9


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es, principalmente, un esfuerzo para explicarme y explicar a mis amigos cómo fue que pasé de la ciencia a su historia.
Mi primera oportunidad para ahondar en algu­nas de las ideas que expreso más adelante, me fue proporcionada a través de tres años como Junior Fellow de la Society of Fellows de la Universidad de Harvard. Sin ese periodo de liber­tad, la transición a un nuevo campo de estudio hubiera sido mucho más difícil y, probablemente, no hubiera tenido lugar. Parte de mi tiempo, durante esos años, fue dedicada a la historia de la ciencia propiamente dicha. Principalmente, continué el estudio de los escritos de Alexandre Koyré y descubrí los de Émile Meyerson, Héléne Metzger y Anneliese Maier.1 De manera más clara que la mayoría de los demás eruditos recientes, ese grupo muestra lo que significaba pensar cien­tíficamente en una época en la que los cánones del pensamiento científico eran muy diferentes de los actuales. Aun cuando pongo en tela de juicio, cada vez más, algunas de sus interpreta­ciones históricas particulares, sus obras, junto con Great Chain of Being, de A. O. Lovejoy, sólo han cedido el lugar preponderante a los materia­les originales primarios, en la formación de mis conceptos sobre lo que puede ser la historia de las ideas científicas.
Gran parte de mi tiempo, durante esos años, lo pasé explorando campos que, aparentemente,
1 Ejercieron una influencia primordial: Etudes Gali-léennes, de Alexandre Koyré (3 vols.; París, 1939); Identity and Reality, de Émile Meyerson, trans. Kate Loewenberg (Nueva York, 1930); Les doctrines chimiques en France du debut du XVIIe á la fin du XVIIIe siécle (París, 1923), y Newton, Stahl, Boerhaave et la doctrine chimique (París, 1930) de Héléne Metzger; y Die Vorlaufer Galileis im 14. Jahrhundert, de Anneliese Maier ("Studien zur Naturphilo-sophie der Spätscholastik"; Roma, 1949).


PREFACIO                                     11
carecían de relación con la historia de las cien­cias, pero en los que sin embargo, en la actuali­dad, la investigación descubre problemas simila­res a los que la historia presentaba ante mi atención. Una nota encontrada, por casualidad, al pie de una página, me condujo a los experi­mentos por medio de los cuales, Jean Piaget, ha iluminado tanto los mundos diversos del niño en crecimiento como los procesos de transición de un mundo al siguiente.2 Uno de mis colegas me animó a que leyera escritos sobre la psicología de la percepción, sobre todo de los psicólogos de la Gestalt; otro me presentó las especulaciones de B. L. Whorf acerca del efecto del lenguaje sobre la visión del mundo y W. V. O Quine me presentó los problemas filosóficos relativos a la distinción analiticosintética.3 Éste es el tipo de exploración fortuita que permite la Society of Fellows y sólo por medio de ella pude descu­brir la monografía casi desconocida de Ludwik Fleck, Entstehung und Entwicklung einer wissen-schaftlichen Tatsache (Basilea, 1935), un ensayo que anticipaba muchas de mis propias ideas. Junto con una observación de otro Junior Fellow, Francis X. Sutton, la obra de Fleck me hizo com­prender que esas ideas podían necesitar ser es­tablecidas en la sociología de la comunidad cien-
2 Debido a que desarrollaron conceptos y procesos que surgen también directamente de la historia de la ciencia, dos conjuntos de investigaciones de Piaget resultaron par­ticularmente importantes: The Child's Conception of Cau-sality, traducción de Marjorie Gabain (Londres, 1930), y Les notions de mouvement et de vitesse chez l'enfant (París, 1946).
3 Los escritos de Whorf han sido reunidos posterior­mente por John B. Carroll en Language, Thought, and Reality—Selected Writings of Benjamin Lee Whorf (Nueva York., 1956). Quine ha presentado sus opiniones en "Two dogmas of Empiricism", reimpreso en su obra From a Logical Point of View (Cambridge, Mass., 1953), pp. 2046.


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tífica. Aunque los lectores descubrieran pocas referencias en el texto a esas obras o conversa­ciones, estoy en deuda con ellas en muchos más aspectos de los que puedo recordar o evaluar hoy. Durante mi último año como Junior Fellow, una invitación del Instituto Lowell de Boston para dar conferencias me proporcionó la primera oportunidad de poner a prueba mi noción de la ciencia, la que todavía se encontraba en desarro­llo. El resultado fue una serie de ocho conferen­cias públicas, pronunciadas durante el mes de marzo de 1951, sobre "La búsqueda de la teoría física". Al año siguiente comencé propiamente a enseñar historia de la ciencia y, durante casi una década, los problemas de la enseñanza de una rama que nunca había estudiado sistemáticamente me dejaron poco tiempo para articular de modo explícito las ideas que me condujeron a ese campo. Afortunadamente, sin embargo, esas ideas resultaron una fuente de orientación implícita y, hasta cierto punto, de parte de la estructura problemática, para gran sector de mi enseñan­za más avanzada. Tengo, por consiguiente, que agradecer a mis alumnos varias lecciones impa­gables, tanto sobre la viabilidad de mis opinio­nes como sobre las técnicas apropiadas para comunicarlas de manera eficaz. Los mismos pro­blemas y esa misma orientación proporcionaron unidad a la mayoría de los estudios, predominan­temente históricos y aparentemente diversos, que he publicado desde el final de mi época de be­cado. Varios de ellos tratan del papel integral desempeñado por una u otra metafísica en la investigación científica creadora. Otros examinan el modo como las bases experimentales de una nueva teoría se acumulan y son asimiladas por hombres fieles a una teoría incompatible y más antigua. En el proceso, describen el tipo de des-


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arrollo que llamo, más adeante, "emergencia" de un descubrimiento o una teoría nuevos. Hay, ade­más de eso, muchos otros vínculos de unión.
La etapa final del desarrollo de esta monogra­fía comenzó con una invitación para pasar el año 1958-59 en el Centro de Estudios Avanzados sobre las Ciencias de la Conducta (Center for Advanced Studies in the Behavioral Sciences). Una vez más, estuve en condiciones de prestar una indi­visa atención a los problemas presentados más adelante. Lo más importante es que, el pasar un año en una comunidad compuesta, principalmen­te, de científicos sociales, hizo que me enfrentara a problemas imprevistos sobre las diferencias en­tre tales comunidades y las de los científicos naturales entre quienes había recibido mi pre­paración. Principalmente, me asombré ante el número y el alcance de los desacuerdos patentes entre los científicos sociales, sobre la naturaleza de problemas y métodos científicos aceptados. Tanto la historia como mis conocimientos me hicieron dudar de que quienes practicaban las ciencias naturales poseyeran respuestas más fir­mes o permanentes para esas preguntas que sus colegas en las ciencias sociales. Sin embargo, has­ta cierto punto, la práctica de la astronomía, de la física, de la química o de la biología, no evoca, normalmente, las controversias sobre fundamen­tos que, en la actualidad, parecen a menudo en­démicas, por ejemplo, entre los psicólogos o los sociólogos. Al tratar de descubrir el origen de esta diferencia, llegué a reconocer el papel desem­peñado en la investigación científica por lo que, desde entonces, llamo "paradigmas". Considero a éstos como realizaciones científicas universalmen­te reconocidas que, durante cierto tiempo, propor­cionan modelos de problemas y soluciones a una comunidad científica. En cuanto ocupó su lugar


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esta pieza de mi rompecabezas, surgió rápida­mente un bosquejo de este ensayo.
No es necesario explicar aquí la historia sub­siguiente de ese bosquejo; pero es preciso decir algo sobre la forma en que se ha preservado des­pués de todas las revisiones. Hasta que terminé la primera versión, que en gran parte fue revi­sada, pensé que el manuscrito aparecería, exclu­sivamente, como un volumen de la Enciclopedia de Ciencia Unificada. Los redactores de esta obra precursora me habían solicitado primera­mente este ensayo; luego, me respaldaron fir­memente y, al final, esperaron el resultado con tacto y paciencia extraordinarios. Les estoy muy agradecido, principalmente a Charles Morris, por darme el estímulo que necesitaba y por sus con­sejos sobre el manuscrito resultante. No obstan­te, los límites de espacio de la Enciclopedia hi­cieron necesario que presentara mis opiniones en forma esquemática y extremadamente condensa-da. Aunque sucesos posteriores amortiguaron esas restricciones e hicieron posible una publicación independiente simultánea, esta obra continúa sien­do un ensayo, más que el libro de escala plena que exigirá finalmente el tema que trato.
Puesto que mi objetivo fundamental es deman­dar con urgencia un cambio en la percepción y la evaluación de los datos conocidos, no ha de ser un inconveniente el carácter esquemático de esta pri­mera presentación. Por el contrario, los lectores a los que sus propias investigaciones hayan pre­parado para el tipo de reorientación por el que abogamos en esta obra pueden hallar la forma de ensayo más sugestiva y fácil de asimilar. No obstante, tiene también desventajas y ellas pue­den justificar el que ilustre, desde el comienzo mismo, los tipos de ampliaciones, tanto en el al­cance como en la profundidad, que, eventualmen-


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te, deseo incluir en una versión más larga. Exis­ten muchas más pruebas históricas que las que he tenido espacio para desarrollar en este libro. Además, esas pruebas proceden tanto de la his­toria de las ciencias biológicas como de la de las físicas. Mi decisión de ocuparme aquí exclusiva­mente de la última fue tomada, en parte, para aumentar la coherencia de este ensayo y tam­bién, en parte, sobre bases de la competencia ac­tual. Además, la visión de la ciencia que vamos a desarrollar sugiere la fecundidad potencial de cantidad de tipos nuevos de investigación, tanto histórica como sociológica. Por ejemplo, la forma en que las anomalías o las violaciones a aquello que es esperado atraen cada vez más la atención de una comunidad científica, exige una estudio detallado del mismo modo que el surgimiento de las crisis que pueden crearse debido al fracaso repetido en el intento de hacer que una anomalía pueda ser explicada. O también, si estoy en lo cierto respecto a que cada revolución científica modifica la perspectiva histórica de la comuni­dad que la experimenta, entonces ese cambio de perspectiva deberá afectar la estructura de los libros de texto y las publicaciones de investiga­ción posteriores a dicha revolución. Es preciso estudiar un efecto semejante —un cambio de dis­tribución de la literatura técnica citada en las notas al calce de los informes de investigación— como indicio posible sobre el acaecimiento de las revoluciones.
La necesidad de llevar a cabo una condensa­ción drástica me ha obligado también a renunciar a la discusión de numerosos problemas impor­tantes. Por ejemplo, la distinción que hago entre los periodos anteriores y posteriores a un para­digma en el desarrollo de una ciencia, es dema­siado esquemática. Cada una de las escuelas cuya


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competencia caracteriza el primer periodo es guia­da por algo muy similar a un paradigma; hay también circunstancias, aunque las considero ra­ras, en las que pueden coexistir pacíficamente dos paradigmas en el último periodo. La posesión simple de un paradigma no constituye un criterio suficiente para la transición de desarrollo que ve­remos en la Sección II. Lo que es más impor­tante, no he dicho nada, excepto en breves co­mentarios colaterales, sobre el papel desempeñado por el progreso tecnológico o por las condiciones externas, sociales, económicas e intelectuales, en el desarrollo de las ciencias. Sin embargo, no hay que pasar de Copérnico y del calendario para des­cubrir que las condiciones externas pueden contri­buir a transformar una simple anomalía en origen de una crisis aguda. El mismo ejemplo puede ilustrar el modo en que las condiciones ajenas a las ciencias pueden afectar el cuadro disponible de posibilidades para el hombre que trata de poner fin a una crisis, proponiendo alguna refor­ma revolucionaria.4 La consideración explícita de efectos como éstos no modificará, creo yo, las principales tesis desarrolladas en este ensayo; pero, seguramente, añadiría una dimensión ana-
4 Estos factores se estudian en The Copernican Revolu-tion: Planetary Astronomy in the Development of Western Thought, de T. S. Kuhn (Cambridge, Mass., 1957), pp. 122-132, 270-271. Otros efectos de las condiciones intelectuales y económicas externas sobre el desarrollo científico subs­tantivo se ilustran en mis escritos: "Conservation of Energy as an Example of Simultaneous Discovery", Cri­tical Problems in the History of Science, ed. Marshall Clagett (Madison, Wisconsin, 1959), pp. 321-356; "Engineer-ing Precedent for the Work of Sadi Carnot", Archives intemationales d'histoire des sciences, XIII (1960), 247-251; y "Sadi Carnot and the Cagnard Engine", Isis, LII (1961), 567-74. Por consiguiente, considero que el papel desempe­ñado por los factores externos es menor, sólo con respecto a los problemas estudiados en este ensayo.


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lítica de importancia primordial para la com­prensión del progreso científico.
Finalmente, quizá lo más importante de todo, las limitaciones de espacio han afectado drástica­mente el tratamiento que hago de las implicacio­nes filosóficas de la visión de la ciencia, histó­ricamente orientada, de este ensayo. Desde luego, existen esas implicaciones y he tratado tanto de indicar las principales como de documentarlas. No obstante, al hacerlo así, usualmente he evi­tado discutir, de manera detallada, las diversas posiciones tomadas por filósofos contemporáneos sobre los temas correspondientes. Donde he in­dicado escepticismo, con mayor frecuencia, lo he enfocado a la actitud filosófica y no a cualquiera de sus expresiones plenamente articuladas. Como resultado de ello, algunos de los que conocen y trabajan dentro de una de esas posiciones articu­ladas puede tener la sensación de que no he lo­grado comprender su punto de vista. Considero que sería una equivocación, pero este ensayo no tiene el fin de convencerlos de lo contrario. Para ello hubiera sido preciso un libro mucho más am­plio y de tipo muy diferente.
Los fragmentos autobiográficos con que inicio este prefacio servirán para dar testimonio de lo que reconozco como mi deuda principal tanto hacia los libros de eruditos como a las institu­ciones que contribuyeron a dar forma a mis pen­samientos. Trataré de descargar el resto de esa deuda, mediante citas en las páginas que siguen. Sin embargo, nada de lo que digo antes o de lo que expresaré más adelante puede dar algo más que una ligera idea sobre el número y la natura­leza de mis obligaciones personales hacia los nu­merosos individuos cuyas sugestiones y críticas, en uno u otro momento, han respaldado o diri­gido mi desarrollo intelectual. Ha pasado dema-


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siado tiempo desde que comenzaron a tomar forma las ideas expresadas en este ensayo; una lista de todos aquellos que pudieran encontrar muestras de su influencia en estas páginas casi correspondería a una lista de mis amigos y co­nocidos. En esas circunstancias, debo limitarme al corto número de influencias principales que ni siquiera una memoria que falla suprimirá com­pletamente.
Fue James B. Conant, entonces presidente de la Universidad de Harvard, quien me introdujo por vez primera en la historia de la ciencia y, así, inició la transformación en el concepto que tenía de la naturaleza del progreso científico. Desde que se inició ese proceso, se ha mostrado generoso con sus ideas, sus críticas y su tiempo, incluyendo el necesario para leer y sugerir cam­bios importantes al bosquejo de mi manuscrito. Leonard K. Nash, con quien, durante cinco años, di el curso orientado históricamente que había iniciado el doctor Conant, fue un colaborador toda­vía más activo durante los años en que mis ideas comenzaron a tomar forma y mucho lo he echa­do de menos durante las últimas etapas del des­arrollo de éstas. Sin embargo, afortunadamente, después de mi partida de Cambridge, su lugar como creadora caja de resonancia, y más que ello, fue ocupado por mi colega de Berkeley, Stanley Cavell. El que Cavell, un filósofo interesado prin­cipalmente en la ética y la estética, haya lle­gado a conclusiones tan en consonancia con las mías, ha sido una fuente continua de estímulo y aliento para mí. Además, es la única persona con la que he podido explorar mis ideas por medio de frases incompletas. Este modo de comunica­ción pone de manifiesto una comprensión que le permitió indicarme el modo en que debía salvar o rodear algunos obstáculos importantes que en-


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contré, durante la preparación de mi primer ma­nuscrito.
Desde que escribí esta versión, muchos otros amigos me han ayudado con sus críticas. Creo que me excusarán si sólo nombro a los cuatro cuyas contribuciones resultaron más decisivas y profundas: Paul K. Feyerabend de Berkeley, Er-nest Nagel de Columbia, H. Pierre Noyes del Laboratorio de Radiación Lawrence y mi discí­pulo John L. Heilbron, que ha colaborado, a me­nudo, estrechamente conmigo al preparar una versión final para la imprenta. Todas sus reser­vas y sugestiones me han sido muy útiles; pero no tengo razones para creer (y sí ciertas razones para dudar) que cualquiera de ellos, o de los que mencioné antes, apruebe completamente el ma­nuscrito resultante.
Mi agradecimiento final a mis padres, esposa e hijos, debe ser de un tipo diferente. De ma­neras que, probablemente, seré el último en re­conocer, cada uno de ellos ha contribuido con ingredientes intelectuales a mi trabajo. Pero, en grados diferentes, han hecho también algo mu­cho más importante. Han permitido que siguiera adelante e, incluso, han fomentado la devoción que tenía hacia mi trabajo. Cualquiera que se haya esforzado en un proyecto como el mío sa­brá reconocer lo que, a veces, les habrá costado hacerlo. No sé cómo darles las gracias.
T. S. K. Berkeley, California.


I.   INTRODUCCIÓN: UN PAPEL PARA LA HISTORIA
Si se considera a la historia como algo más que un depósito de anécdotas o cronología, puede pro­ducir una transformación decisiva de la imagen que tenemos actualmente de la ciencia. Esa ima­gen fue trazada previamente, incluso por los mis­mos científicos, sobre todo a partir del estudio de los logros científicos llevados a cabo, que se encuentran en las lecturas clásicas y, más recien­temente, en los libros de texto con los que cada una de las nuevas generaciones de científicos aprende a practicar su profesión. Sin embargo, es inevitable que la finalidad de esos libros sea persuasiva y pedagógica; un concepto de la cien­cia que se obtenga de ellos no tendrá más proba­bilidades de ajustarse al ideal que los produjo, que la imagen que pueda obtenerse de una cul­tura nacional mediante un folleto turístico o un texto para el aprendizaje del idioma. En este ensayo tratamos de mostrar que hemos sido mal conducidos por ellos en aspectos fundamentales. Su finalidad es trazar un bosquejo del concepto absolutamente diferente de la ciencia que puede surgir de los registros históricos de la actividad de investigación misma.
Sin embargo, incluso a partir de la historia, ese nuevo concepto no surgiría si continuáramos buscando y estudiando los datos históricos con el único fin de responder a las preguntas plan­teadas por el estereotipo no histórico que proce­de de los libros de texto científicos. Por ejemplo, esos libros de texto dan con frecuencia la sen­sación de implicar que el contenido de la ciencia está ejemplificado solamente mediante las obser-
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UN PAPEL PARA LA HISTORIA                   21
vaciones, leyes y teorías que se describen en sus páginas. De manera casi igual de regular, los mismos libros se interpretan como si dijeran que los métodos científicos son simplemente los ilus­trados por las técnicas de manipulación utiliza­das en la reunión de datos para el texto, junto con las operaciones lógicas empleadas para rela­cionar esos datos con las generalizaciones teó­ricas del libro de texto en cuestión. El resultado ha sido un concepto de la ciencia con profundas implicaciones sobre su naturaleza y su desarrollo.
Si la ciencia es la constelación de hechos, teo­rías y métodos reunidos en los libros de texto actuales, entonces los científicos son hombres que, obteniendo o no buenos resultados, se han esforzado en contribuir con alguno que otro ele­mento a esa constelación particular. El desarro­llo científico se convierte en el proceso gradual mediante el que esos conceptos han sido añadi­dos, solos y en combinación, al caudal creciente de la técnica y de los conocimientos científicos, y la historia de la ciencia se convierte en una disciplina que relata y registra esos incrementos sucesivos y los obstáculos que han inhibido su acumulación. Al interesarse por el desarrollo científico, el historiador parece entonces tener dos tareas principales. Por una parte, debe de­terminar por qué hombre y en qué momento fue descubierto o inventado cada hecho, ley o teoría científica contemporánea. Por otra, debe descri­bir y explicar él conjunto de errores, mitos y supersticiones que impidieron una acumulación más rápida de los componentes del caudal cien­tífico moderno. Muchas investigaciones han sido encaminadas hacia estos fines y todavía hay al­gunas que lo son.
Sin embargo, durante los últimos años, unos cuantos historiadores de la ciencia han descubier-


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to que les es cada vez más difícil desempeñar las funciones que el concepto del desarrollo por acu­mulación les asigna. Como narradores de un proceso en incremento, descubren que las inves­tigaciones adicionales hacen que resulte más di­fícil, no más sencillo, el responder a preguntas tales como: ¿Cuándo se descubrió el oxígeno? ¿Quién concibió primeramente la conservación de la energía? Cada vez más, unos cuantos de ellos comienzan a sospechar que constituye un error el plantear ese tipo de preguntas. Quizá la cien­cia no se desarrolla por medio de la acumulación de descubrimientos e inventos individuales. Si­multáneamente, esos mismos historiadores se en­frentan a dificultades cada vez mayores para distinguir el componente "científico" de las ob­servaciones pasadas, y las creencias de lo que sus predecesores se apresuraron a tachar de "error" o "superstición". Cuanto más cuidadosamente estudian, por ejemplo, la dinámica aristotélica, la química flogística o la termodinámica calórica, tanto más seguros se sienten de que esas anti­guas visiones corrientes de la naturaleza, en con­junto, no son ni menos científicos, ni más el producto de la idiosincrasia humana, que las ac­tuales. Si esas creencias anticuadas deben deno­minarse mitos, entonces éstos se pueden producir por medio de los mismos tipos de métodos y ser respaldados por los mismos tipos de razones que conducen, en la actualidad, al conocimiento cien­tífico. Por otra parte, si debemos considerarlos como ciencia, entonces ésta habrá incluido con­juntos de creencias absolutamente incompatibles con las que tenemos en la actualidad. Entre esas posibilidades, el historiador debe escoger la últi­ma de ellas. En principio, las teorías anticuadas no dejan de ser científicas por el hecho de que hayan sido descartadas. Sin embargo, dicha op-


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ción hace difícil poder considerar el desarrollo científico como un proceso de acumulación. La investigación histórica misma que muestra las dificultades para aislar inventos y descubrimien­tos individuales proporciona bases para abrigar dudas profundas sobre el proceso de acumula­ción, por medio del que se creía que habían surgido esas contribuciones individuales a la ciencia.
El resultado de todas estas dudas y dificultades es una revolución historiográfica en el estudio de la ciencia, aunque una revolución que se encuen­tra todavía en sus primeras etapas. Gradualmen­te, y a menudo sin darse cuenta cabal de que lo están haciendo así, algunos historiadores de las ciencias han comenzado a plantear nuevos tipos de preguntas y a trazar líneas diferentes de desarrollo para las ciencias que, frecuentemen­te, nada tienen de acumulativas. En lugar de buscar las contribuciones permanentes de una ciencia más antigua a nuestro caudal de conoci­mientos, tratan de poner de manifiesto la inte­gridad histórica de esa ciencia en su propia época. Por ejemplo, no se hacen preguntas respecto a la relación de las opiniones de Galileo con las de la ciencia moderna, sino, más bien, sobre la rela­ción existente entre sus opiniones y las de su grupo, o sea: sus maestros, contemporáneos y sucesores inmediatos en las ciencias. Además, insisten en estudiar las opiniones de ese grupo y de otros similares, desde el punto de vista —a menudo muy diferente del de la ciencia mo­derna— que concede a esas opiniones la máxima coherencia interna y el ajuste más estrecho posi­ble con la naturaleza. Vista a través de las obras resultantes, que, quizá, estén mejor representa­das en los escritos de Alexandre Koyré, la ciencia no parece en absoluto la misma empresa discu-


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tida por los escritores pertenecientes a la antigua tradición historiográfica. Por implicación al me­nos, esos estudios históricos sugieren la posibili­dad de una imagen nueva de la ciencia. En este ensayo vamos a tratar de trazar esa imagen, es­tableciendo explícitamente algunas de las nuevas implicaciones historiográficas.
¿Qué aspecto de la ciencia será el más desta­cado durante ese esfuerzo? El primero, al menos en orden de presentación, es el de la insuficien­cia de las directrices metodológicas, para dictar, por sí mismas, una conclusión substantiva única a muchos tipos de preguntas científicas. Si se le dan instrucciones para que examine fenómenos eléctricos o químicos, el hombre que no tiene co­nocimientos en esos campos, pero que sabe qué es ser científico, puede llegar, de manera legíti­ma, a cualquiera de una serie de conclusiones incompatibles. Entre esas posibilidades acepta­bles, las conclusiones particulares a que llegue estarán determinadas, probablemente, por su ex­periencia anterior en otros campos, por los acci­dentes de su investigación y por su propia pre­paración individual. ¿Qué creencias sobre las estrellas, por ejemplo, trae al estudio de la quí­mica o la electricidad? ¿Cuál de los muchos experimentos concebibles apropiados al nuevo campo elige para llevarlo a cabo antes que los demás? ¿Y qué aspectos del fenómeno comple­jo que resulta le parecen particularmente im­portantes para elucidar la naturaleza del cambio químico o de la afinidad eléctrica? Para el indi­viduo al menos, y a veces también para la comu­nidad científica, las respuestas a preguntas tales como ésos son, frecuentemente, determinantes esenciales del desarrollo científico. Debemos no­tar, por ejemplo, en la Sección II, que las prime­ras etapas de desarrollo de la mayoría de las


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ciencias se han caracterizado por una competen­cia continua entre una serie de concepciones dis­tintas de la naturaleza, cada una de las cuales se derivaba parcialmente de la observación y del método científicos y, hasta cierto punto, todas eran compatibles con ellos. Lo que diferenciaba a esas escuelas no era uno u otro error de méto­do —todos eran "científicos"— sino lo que llega­remos a denominar sus modos inconmensurables de ver el mundo y de practicar en él las ciencias. La observación y la experiencia pueden y deben limitar drásticamente la gama de las creencias científicas admisibles o, de lo contrario, no ha­bría ciencia. Pero, por sí solas, no pueden deter­minar un cuerpo particular de tales creencias. Un elemento aparentemente arbitrario, compues­to de incidentes personales e históricos, es siem­pre uno de los ingredientes de formación de las creencias sostenidas por una comunidad cientí­fica dada en un momento determinado.
Sin embargo, este elemento arbitrario no indi­ca que cualquier grupo científico podría practi­car su profesión sin un conjunto dado de creen­cias recibidas. Ni hace que sea menos importante la constelación particular que profese efectiva­mente el grupo, en un momento dado. La inves­tigación efectiva apenas comienza antes de que una comunidad científica crea haber encontrado respuestas firmes a preguntas tales como las si­guientes: ¿Cuáles son las entidades fundamenta­les de que se compone el Universo? ¿Cómo ínter-actúan esas entidades, unas con otras y con los sentidos? ¿Qué preguntas pueden plantearse legí­timamente sobre esas entidades y qué técnicas pueden emplearse para buscar las soluciones? Al menos en las ciencias maduras, las respuestas (o substitutos completos de ellas) a preguntas como ésas se encuentran enclavadas firmemente en la


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iniciación educativa que prepara y da licencia a los estudiantes para la práctica profesional. De­bido a que esta educación es tanto rigurosa como rígida, esas respuestas llegan a ejercer una in­fluencia profunda sobre la mentalidad científica. El que puedan hacerlo, justifica en gran parte tanto la eficiencia peculiar de la actividad inves­tigadora normal como la de la dirección que siga ésta en cualquier momento dado. Finalmente, cuando examinemos la ciencia normal en las Sec­ciones III, IV y V, nos gustaría describir esta investigación como una tentativa tenaz y fer­viente de obligar a la naturaleza a entrar en los cuadros conceptuales proporcionados por la edu­cación profesional. Al mismo tiempo, podemos preguntarnos si la investigación podría llevarse a cabo sin esos cuadros, sea cual fuere el ele­mento de arbitrariedad que forme parte de sus orígenes históricos y, a veces, de su desarrollo subsiguiente.
Sin embargo, ese elemento de arbitrariedad se encuentra presente y tiene también un efecto im­portante en el desarrollo científico, que exami­naremos detalladamente en las Secciones VI, VII y VIII. La ciencia normal, la actividad en que, inevitablemente, la mayoría de los científicos con­sumen casi todo su tiempo, se predica supo­niendo que la comunidad científica sabe cómo es el mundo. Gran parte del éxito de la empresa se debe a que la comunidad se encuentra dis­puesta a defender esa suposición, si es necesario a un costo elevado. Por ejemplo, la ciencia nor­mal suprime frecuentemente innovaciones funda­mentales, debido a que resultan necesariamente subversivas para sus compromisos básicos. Sin embargo, en tanto esos compromisos conservan un elemento de arbitrariedad, la naturaleza mis­ma de la investigación normal asegura que la


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innovación no será suprimida durante mucho tiempo. A veces, un problema normal, que debe­ría resolverse por medio de reglas y procedimien­tos conocidos, opone resistencia a los esfuerzos reiterados de los miembros más capaces del gru­po dentro de cuya competencia entra. Otras ve­ces, una pieza de equipo, diseñada y construida para fines de investigación normal, no da los resultados esperados, revelando una anomalía que, a pesar de los esfuerzos repetidos, no responde a las esperanzas profesionales. En esas y en otras formas, la ciencia normal se extravía repetida­mente. Y cuando lo hace —o sea, cuando la pro­fesión no puede pasar por alto ya las anomalías que subvierten la tradición existente de prácticas científicas— se inician las investigaciones extra­ordinarias que conducen por fin a la profesión a un nuevo conjunto de compromisos, una base nueva para la práctica de la ciencia. Los episo­dios extraordinarios en que tienen lugar esos cambios de compromisos profesionales son los que se denominan en este ensayo revoluciones científicas. Son los complementos que rompen la tradición a la que está ligada la actividad de la ciencia normal.
Los ejemplos más evidentes de revoluciones científicas son los episodios famosos del desarro­llo científico que, con frecuencia, han sido llama­dos anteriormente revoluciones. Por consiguiente, en las Secciones IX y X, donde examinaremos directamente, por primera vez, la naturaleza de las revoluciones científicas, nos ocuparemos re­petidas veces de los principales puntos de viraje del desarrollo científico, asociados a los nombres de Copérnico, Newton, Lavoisier y Einstein. De manera más clara que la mayoría de los demás episodios de la historia de, al menos, las cien­cias físicas, éstos muestran lo que significan todas


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las revoluciones científicas. Cada una de ellas ne­cesitaba el rechazo, por parte de la comunidad, de una teoría científica antes reconocida, para adoptar otra incompatible con ella. Cada una de ellas producía un cambio consiguiente en los pro­blemas disponibles para el análisis científico y en las normas por las que la profesión determi­naba qué debería considerarse como problema admisible o como solución legítima de un pro­blema. Y cada una de ellas transformaba la ima­ginación científica en modos que, eventualmente, deberemos describir como una transformación del mundo en que se llevaba a cabo el trabajo científico. Esos cambios, junto con las contro­versias que los acompañan casi siempre, son las características que definen las revoluciones cien­tíficas.
Esas características surgen, con una claridad particular, por ejemplo, de un estudio de la revo­lución de Newton o de la de la química. Sin em­bargo, es tesis fundamental de este ensayo que también podemos encontrarlas por medio del es­tudio de muchos otros episodios que no fueron tan evidentemente revolucionarios. Para el gru­po profesional, mucho más reducido, que fue afectado por ellas, las ecuaciones de Maxwell fueron tan revolucionarias como las de Einstein y encontraron una resistencia concordante. La in­vención de otras nuevas teorías provoca, de ma­nera regular y apropiada, la misma respuesta por parte de algunos de los especialistas cuyo espe­cial campo de competencia infringen. Para esos hombres, la nueva teoría implica un cambio en las reglas que regían la práctica anterior de la ciencia normal. Por consiguiente, se refleja inevita­blemente en gran parte del trabajo científico que ya han realizado con éxito. Es por esto por lo que una nueva teoría, por especial que sea su gama


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de aplicación, raramente, o nunca, constituye sólo un incremento de lo que ya se conoce. Su asimi­lación requiere la reconstrucción de teoría an­terior y la reevaluación de hechos anteriores; un proceso intrínsecamente revolucionario, que es raro que pueda llevar a cabo por completo un hombre solo y que nunca tiene lugar de la noche a la mañana. No es extraño que los historiadores hayan tenido dificultades para atribuir fechas precisas a este proceso amplio que su vocabula­rio les impele a considerar como un suceso ais­lado.
Las nuevas invenciones de teorías no son tam­poco los únicos sucesos científicos que tienen un efecto revolucionario sobre los especialistas en cuyo campo tienen lugar. Los principios que ri­gen la ciencia normal no sólo especifican qué tipos de entidades contiene el Universo, sino tam­bién, por implicación, los que no contiene. De ello se desprende, aunque este punto puede re­querir una exposición amplia, que un descubri­miento como el del oxígeno o el de los rayos X no se limita a añadir un concepto nuevo a la po­blación del mundo de los científicos. Tendrá ese efecto en última instancia, pero no antes de que la comunidad profesional haya reevaluado los pro­cedimientos experimentales tradicionales, altera­do su concepto de las entidades con las que ha estado familiarizada durante largo tiempo y, en el curso del proceso, modificado el sistema teó­rico por medio del que se ocupa del mundo. Los hechos y las teorías científicas no son cate­góricamente separables, excepto quizá dentro de una tradición única de una práctica científica normal. Por eso el descubrimiento inesperado no es simplemente real en su importancia y por es.o el mundo científico es transformado desde el punto de vista cualitativo y enriquecido cuanti-


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tativamente   por   las   novedades   fundamentales aportadas por hecho o teoría.
Esta concepción amplia de la naturaleza de las revoluciones científicas es la que delineamos en las páginas siguientes. Desde luego, la extensión deforma el uso habitual. Sin embargo, continua­ré hablando incluso de los descubrimientos como revolucionarios, porque es precisamente la posi­bilidad de relacionar su estructura con la de, por ejemplo, la revolución de Copérnico, lo que hace que la concepción amplia me parezca tan impor­tante. La exposición anterior indica cómo van a desarrollarse las nociones complementarias de la ciencia normal y de las revoluciones científicas, en las nueve secciones que siguen inmediatamen­te. El resto del ensayo trata de vérselas con tres cuestiones centrales que quedan. La Sección XI, al examinar la tradición del libro de texto, pon­dera por qué han sido tan difíciles de comprender anteriormente las revoluciones científicas. La Sec­ción XII describe la competencia revolucionaria entre los partidarios de la antigua tradición cien­tífica normal y los de la nueva. Así, examina el proceso que, en cierto modo, debe reemplazar, en una teoría de la investigación científica, a los procedimientos de confirmación o denegación que resultan familiares a causa de nuestra imagen usual de la ciencia. La competencia entre frac­ciones de la comunidad científica es el único proceso histórico que da como resultado, en rea­lidad, el rechazo de una teoría previamente acep­tada o la adopción de otra. Finalmente, en la Sección XIII, planteamos la pregunta de cómo el desarrollo por medio de las revoluciones pue­de ser compatible con el carácter aparentemente único del progreso científico. Sin embargo, para esta pregunta, el ensayo sólo proporcionará los trazos generales de una respuesta, que depende


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de las características de la comunidad científica y que requiere mucha exploración y estudio com­plementarios.
Indudablemente, algunos lectores se habrán preguntado ya si el estudio histórico puede efec­tuar el tipo de transformación conceptual hacia el que tendemos en esta obra. Se encuentra dis­ponible todo un arsenal de dicotomías, que su­gieren que ello no puede tener lugar de manera apropiada. Con demasiada frecuencia, decimos que la historia es una disciplina puramente descrip­tiva. Sin embargo, las tesis que hemos sugerido son, a menudo, interpretativas y, a veces, norma­tivas. Además, muchas de mis generalizaciones se refieren a la sociología o a la psicología social de los científicos; sin embargo, al menos unas cuantas de mis conclusiones, corresponden tradi-cionalmente a la lógica o a la epistemología. En el párrafo precedente puede parecer incluso que he violado la distinción contemporánea, muy in­fluyente, entre "el contexto del descubrimiento" y "el contexto de la justificación". ¿Puede indicar algo, sino una profunda confusión, esta mezcla de campos e intereses diversos?
Habiendo estado intelectualmente formado en esas distinciones y otras similares, difícilmente podría resultarme más evidente su importancia y su fuerza. Durante muchos años las consideré casi como la naturaleza del conocimiento y creo todavía que, reformuladas de manera apropiada, tienen algo importante que comunicarnos. Sin embargo, mis tentativas para aplicarlas, incluso grosso modo, a las situaciones reales en que se obtienen, se aceptan y se asimilan los conoci­mientos, han hecho que parezcan extraordinaria­mente problemáticas. En lugar de ser distincio­nes lógicas o metodológicas elementales que, por ello, serían anteriores al análisis del conocimien-


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to científico, parecen ser, actualmente, partes integrantes de un conjunto tradicional de res­puestas substantivas a las preguntas mismas so­bre las que han sido desplegadas. Esta circula-ridad no las invalida en absoluto, sino que las convierte en partes de una teoría y, al hacerlo, las sujeta al mismo escrutinio aplicado regular­mente a las teorías en otros campos. Para que su contenido sea algo más que pura abstracción, ese contenido deberá descubrirse, observándolas en su aplicación a los datos que se supone que deben elucidar. ¿Cómo podría dejar de ser la historia de la ciencia una fuente de fenómenos a los que puede pedirse legítimamente que se apli­quen las teorías sobre el conocimiento?


II. EL CAMINO HACIA LA CIENCIA NORMAL
en este ensayo, 'ciencia normal' significa inves­tigación basada firmemente en una o más reali­zaciones científicas pasadas, realizaciones que al­guna comunidad científica particular reconoce, durante cierto tiempo, como fundamento para su práctica posterior. En la actualidad, esas rea­lizaciones son relatadas, aunque raramente en su forma original, por los libros de texto científicos, tanto elementales como avanzados. Esos libros de texto exponen el cuerpo de la teoría aceptada, ilustran muchas o todas sus aplicaciones apropia­das y comparan éstas con experimentos y obser­vaciones de condición ejemplar. Antes de que esos libros se popularizaran, a comienzos del siglo XIX (e incluso en tiempos más recientes, en las cien­cias que han madurado últimamente), muchos de los libros clásicos famosos de ciencia desem­peñaban una función similar. La Física de Aristó­teles, el Almagesto de Tolomeo, los Principios y la óptica de Newton, la Electricidad de Franklin, la Química de Lavoisier y la Geología de Lyell —estas y muchas otras obras sirvieron implíci­tamente, durante cierto tiempo, para definir los problemas y métodos legítimos de un campo de la investigación para generaciones sucesivas de cien­tíficos. Estaban en condiciones de hacerlo así, debido a que compartían dos características esen­ciales. Su logro carecía suficientemente de pre­cedentes como para haber podido atraer a un grupo duradero de partidarios, alejándolos de los aspectos de competencia de la actividad científica. Simultáneamente, eran lo bastante incompletas para dejar muchos problemas para ser resueltos por el redelimitado grupo de científicos.
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Voy a llamar, de ahora en adelante, a las reali­zaciones que comparten esas dos características, 'paradigmas', término que se relaciona estrecha­mente con 'ciencia normal'. Al elegirlo, deseo su­gerir que algunos ejemplos aceptados de la prác­tica científica real —ejemplos que incluyen, al mismo tiempo, ley, teoría, aplicación e instru­mentación— proporcionan modelos de los que surgen tradiciones particularmente coherentes de investigación científica. Ésas son las tradiciones que describen los historiadores bajo rubros tales como: 'astronomía tolemaica' (o 'de Copérnico'), 'dinámica aristotélica' (o 'newtoniana'), 'óptica corpuscular' (u 'óptica de las ondas'), etc. El es­tudio de los paradigmas, incluyendo muchos de los enumerados antes como ilustración, es lo que prepara principalmente al estudiante para entrar a formar parte como miembro de la comunidad científica particular con la que trabajará más tarde. Debido a que se reúne con hombres que aprenden las bases de su campo científico a par­tir de los mismos modelos concretos, su práctica subsiguiente raramente despertará desacuerdos sobre los fundamentos claramente expresados. Los hombres cuya investigación se basa en para­digmas compartidos están sujetos a las mismas reglas y normas para la práctica científica. Este compromiso y el consentimiento aparente que provoca son requisitos previos para la ciencia normal, es decir, para la génesis y la continua­ción de una tradición particular de la investigación científica.
Debido a que en este ensayo el concepto de paradigma reemplazará frecuentemente a diversas nociones familiares, será preciso añadir algo más respecto a su introducción. ¿Por qué la realiza­ción científica concreta, como foco de entrega pro­fesional, es anterior a los diversos conceptos, le-


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yes, teorías y puntos de vista que pueden abs­traerse de ella? ¿En qué sentido es el paradigma compartido una unidad fundamental para el es­tudiante del desarrollo científico, una unidad que no puede reducirse plenamente a componentes atómicos lógicos que pudieran aplicarse en su ayuda? Cuando las encontremos en la Sección V, las respuestas a esas preguntas y a otras simila­res resultarán básicas para la comprensión tanto de la ciencia normal como del concepto aso­ciado de los paradigmas. Sin embargo, esa discu­sión más abstracta dependerá de una exposición previa de ejemplos de la ciencia normal o de los paradigmas en acción. En particular, aclarare­mos esos dos conceptos relacionados, haciendo notar que puede haber cierto tipo de investiga­ción científica sin paradigmas o, al menos, sin los del tipo tan inequívoco y estrecho como los citados con anterioridad. La adquisición de un paradigma y del tipo más esotérico de investiga­ción que dicho paradigma permite es un signo de madurez en el desarrollo de cualquier campo cien­tífico dado.
Si el historiador sigue la pista en el tiempo al conocimiento científico de cualquier grupo se­leccionado de fenómenos relacionados, tendrá probabilidades de encontrarse con alguna varian­te menor de un patrón que ilustramos aquí a partir de la historia de la óptica física. Los libros de texto de física, en la actualidad, indican al estudiante que la luz es fotones, es decir, entida­des mecánico-cuánticas que muestran ciertas ca­racterísticas de ondas y otras de partículas. La investigación se lleva a cabo de acuerdo con ello o, más bien, según la caracterización más elabo­rada y matemática de la que se deriva esa verba-lización usual. Sin embargo, esta caracterización de la luz tiene, apenas, medio siglo de antigüedad.


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Antes de que fuera desarrollada por Planck, Eins-tein y otros, a comienzos de este siglo, los textos de física indicaban que la luz era un movimiento ondulante transversal, concepción fundada en un paradigma, derivado, en última instancia, de los escritos sobre óptica de Young y Fresnel, a co­mienzos del siglo XIX. Tampoco fue la teoría de las ondas la primera adoptada por casi todos los profesionales de la ciencia óptica. Durante el siglo XVIII, el paradigma para ese campo fue pro­porcionado por la Óptica de Newton, que ense­ñaba que la luz era corpúsculos de materia. En aquella época, los físicos buscaron pruebas, lo cual no hicieron los primeros partidarios de la teo­ría de las ondas, de la presión ejercida por las partículas lumínicas al chocar con cuerpos só­lidos.1
Estas transformaciones de los paradigmas de la óptica física son revoluciones científicas y la tran­sición sucesiva de un paradigma a otro por me­dio de una revolución es el patrón usual de desa­rrollo de una ciencia madura. Sin embargo, no es el patrón característico del periodo anterior a la obra de Newton, y tal es el contraste, que nos interesa en este caso. No hubo ningún pe­riodo, desde la antigüedad más remota hasta fines del siglo XVII, en que existiera una opi­nión única generalmente aceptada sobre la na­turaleza de la luz. En lugar de ello, había nu­merosas escuelas y subescuelas competidoras, la mayoría de las cuales aceptaban una u otra va­riante de la teoría epicúrea, aristotélica o plató­nica. Uno de los grupos consideraba que la luz estaba compuesta de partículas que emanan de cuerpos materiales; para otro, era una modifi-
1 The History and Present State of Discoveries Relating to Vision, Light, and Cotours (Londres, 1772), pp. 385-90, de Joseph Priestley.


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cación del medio existente entre el objeto y el ojo; todavía otro explicaba la luz en términos de una interacción entre el medio y una emana­ción del ojo; además, había otras combinaciones y modificaciones. Cada una de las escuelas corres­pondientes tomaba fuerza de su relación con alguna metafísica particular y todas realzaban, como observaciones paradigmáticas, el conjunto particular de fenómenos ópticos que mejor podía explicar su propia teoría. Otras observaciones eran resueltas por medio de elaboraciones  ad hoc o permanecían como problemas al margen para una investigación posterior.2
En varias épocas, todas esas escuelas llevaron a cabo contribuciones importantes al cuerpo de conceptos, fenómenos y técnicas del que sacó Newton el primer paradigma casi uniformemente aceptado para la óptica física. Cualquier defini­ción del científico que excluya al menos a los miembros más creadores de esas diversas escue­las, excluirá asimismo a sus sucesores modernos. Esos hombres eran científicos. Sin embargo, cual­quiera que examine una investigación de la óptica física anterior a Newton, puede llegar fácilmen­te a la conclusión de que, aunque los profesio­nales de ese campo eran científicos, el resultado neto de su actividad era algo que no llegaba a ser ciencia. Al tener la posibilidad de no dar por sentado ningún caudal común de creencias, cada escritor de óptica física se sentía obligado a construir su propio campo completamente, des­de los cimientos. Al hacerlo así, su elección de observaciones y de experimentos que lo sostu­vieran era relativamente libre, debido a que no existía ningún conjunto ordinario de métodos o fenómenos que cada escritor sobre la óptica se
2 Histoire de la lumière, de Vasco Ronchi, traducción de Jean Taton (París, 1956), capítulos i-iv.


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sintiera obligado a emplear y explicar. En esas circunstancias, el diálogo de los libros resultantes frecuentemente iba dirigido tanto a los miem­bros de otras escuelas como a la naturaleza. Este patrón no es desconocido, en la actualidad, en numerosos campos creadores, ni es incompatible con descubrimientos e inventos importantes. Sin embargo, no es el patrón de desarrollo que ad­quirió la óptica física después de Newton y que, hoy en día, reconocen otras ciencias naturales. La historia de la investigación eléctrica duran­te la primera mitad del siglo XVIII proporcio­na un ejemplo más concreto y mejor conoci­do del modo como se desarrolla una ciencia, antes de que cuente con su primer paradigma universalmente aceptado. Durante ese periodo ha­bía casi tantas opiniones sobre la naturaleza de la electricidad como experimentadores importan­tes, hombres como Hauksbee, Gray, Desaguliers, Du Fay, Nollett, Watson, Franklin y otros. Todos sus numerosos conceptos sobre la electricidad tenían algo en común: se derivaban, parcialmen­te, de una u otra versión de la filosofía mecánico-corpuscular que guiaba todas las investigaciones científicas de aquellos tiempos. Además, todos eran componentes de teorías científicas reales, que en parte habían sido obtenidas, por medio de experimentos y observaciones, y que determi­naron parcialmente la elección y la interpretación de problemas adicionales a los que se enfrenta­ban las investigaciones. No obstante, aunque to­dos los experimentos eran eléctricos y la mayoría de los experimentadores leían las obras de los demás, sus teorías no tenían sino un mero aire de familia.3
3 The Development of the Concept of Electric Charge: Electricity from the Greeks to Coulomb, de Duane Roller y Duane H. D. Roller ("Harvard Case Histories in Expe-


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Un grupo temprano de teorías, seguidoras de la práctica del siglo XVII, consideraban la atracción y la generación friccional como el fenómeno eléc­trico fundamental. Este grupo tenía tendencia a considerar la repulsión como un efecto secunda­rio debido a alguna clase de rebote mecánico y, asimismo, a aplazar cuanto fuera posible tanto la discusión como la investigación sistemática del recién descubierto efecto de Gray, la conducción eléctrica. Otros "electricistas" (el término es de ellos mismos) consideraron la atracción y la re­pulsión como manifestaciones igualmente ele­mentales de la electricidad y modificaron en consecuencia sus teorías e investigaciones. (En realidad, este grupo es notablemente pequeño: ni siquiera la teoría de Franklin justificó nunca completamente la repulsión mutua de dos cuer­pos cargados negativamente). Pero tuvieron tan­ta dificultad como el primer grupo para explicar simultáneamente cualesquiera efectos que no fue­ran los más simples de la conducción. Sin em­bargo, esos efectos proporcionaron el punto de partida para un tercer grupo, que tenía tendencia a considerar a la electricidad como un "fluido" que podía circular a través de conductores, en
rimental Science", Caso 8; Cambridge, Mass., 1954); y Franklin and Newton: An Inquiry into Speculative New-tonian Experimental Science and Franklin's Work in Elec-tricity as an Example Thereof (Filadelfia, 1956), de I. B. Cohén, capítulos vii-xii. Algunos de los detalles analíti­cos del párrafo que sigue en el texto debo agradecérselos a mi alumno John L. Heilbron, puesto que los tomé de un trabajo suyo, todavía no publicado. Pendiente de publica­ción, un informe en cierto modo más extenso y preciso del surgimiento del paradigma de Franklin va incluido en la obra de T. S. Kuhn, "The Function of Dogma in Scientific Research', en A.C. Crombie (red.), "Symposium on the History of Science, University of Oxford, July 9-15, 1961", que será publicada por Heinemann Educational Books, Ltd.


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lugar de un "efluvio" que emanaba de los no conductores. Este grupo, a su vez, tenía dificul­tades para reconciliar su teoría con numerosos efectos de atracción y repulsión. Sólo por medio de los trabajos de Franklin y de sus seguidores inmediatos surgió una teoría que podía explicar, casi con la misma facilidad, casi todos esos efec­tos y que, por consiguiente, podía proporcionar y proporcionó a una generación subsiguiente de "electricistas" un paradigma común para sus in­vestigaciones.
Excluyendo los campos, tales como las mate­máticas y la astronomía, en los que los primeros paradigmas firmes datan de la prehistoria, y tam­bién los que, como la bioquímica, surgieron por la división o la combinación de especialidades ya maduras, las situaciones mencionadas antes son típicas desde el punto de vista histórico. Aun­que ello significa que debo continuar empleando la simplificación desafortunada que marca un episodio histórico amplio con un nombre único y en cierto modo escogido arbitrariamente (v.gr., Newton o Franklin), sugiero que desacuerdos fundamentales similares caracterizaron, por ejem­plo, al estudio del movimiento antes de Aristóte­les, de la estática antes de Arquímedes, del calor antes de Black, de la química antes de Boyle y Boerhaave y de la geología histórica antes de Hutton. En ciertas partes de la biología —por ejemplo, el estudio de la herencia— los primeros paradigmas umversalmente aceptados son toda­vía más recientes; y queda todavía en pie la pregunta de qué partes de las ciencias sociales han adquirido ya tales paradigmas. La historia muestra que el camino hacia un consenso firme de investigación es muy arduo.
Sin embargo, la historia sugiere también cier­tas razones que explican el porqué de las dificul-


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tades encontradas. A falta de un paradigma o de algún candidato a paradigma, todos los hechos que pudieran ser pertinentes para el desarrollo de una ciencia dada tienen probabilidades de pa­recer igualmenfe importantes. Como resultado de ello, la primera reunión de hechos es una activi­dad mucho más fortuita que la que resulta fami­liar, después del desarrollo científico subsiguiente. Además, a falta de una razón para buscar algu­na forma particular de información más recón­dita, la primera reunión de hechos y datos queda limitada habitualmente al caudal de datos de que se dispone. El instrumental resultante de hechos contiene los accesibles a la observación y la experimentación casual, junto con algunos de los datos más esotéricos procedentes de artesanías establecidas, tales como la medicina, la confección de calendarios y la metalurgia. Debido a que las artesanías son una fuente accesible de hechos que fortuitamente no podrían descubrirse, la tec­nología ha desempeñado frecuentemente un papel vital en el surgimiento de nuevas ciencias.
Pero, aunque este tipo de reunión de datos ha sido esencial para el origen de muchas ciencias importantes, cualquiera que examine, por ejem­plo, los escritos enciclopédicos de Plinio o las historias naturales baconianas del siglo XVII, des­cubrirá que el producto es un marasmo. En cierto modo, uno duda en llamar científica a la literatura resultante. Las "historias" baconianas sobre el calor, el color, el viento, la minería, etc., están llenas de informes, algunos de ellos recón­ditos. Pero yuxtaponen hechos que más tarde resultarán reveladores (por ejemplo, el calenta­miento por mezcla), junto con otros (v.gr., el ca­lor de los montones de estiércol) que durante cierto tiempo continuarán siendo demasiado com­plejos como para poder integrarlos en una teoría


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bien definida.4 Además, puesto que cualquier des­cripción debe ser parcial, la historia natural típica con frecuencia omite, de sus informes sumamente circunstanciados, precisamente aquellos detalles que científicos posteriores considerarán como fuentes importantes de informes esclarecedores. Por ejemplo, casi ninguna de las primeras "histo­rias" de la electricidad, menciona que las gran­zas, atraídas a una varilla de vidrio frotada, son despedidas nuevamente. Ese efecto parecía me­cánico, no eléctrico.5 Además, puesto que quien reúne datos casuales raramente posee el tiempo o la preparación para ser crítico, las historias naturales yuxtaponen, a menudo, descripciones como las anteriores con otras como, por ejemplo, el calentamiento por antiperistasis (o por enfria­miento), que en la actualidad nos sentimos abso­lutamente incapaces de confirmar.6 Sólo de vez en cuando, como en los casos de la estática, la dinámica y la óptica geométrica antiguas, los hechos reunidos con tan poca guía de una teo­ría preestablecida hablan con suficiente claridad como para permitir el surgimiento de un primer paradigma.
Ésta es la situación que crea las escuelas ca­racterísticas de las primeras etapas del desarrollo
4 Compárese el bosquejo de una historia natural del calor en Novum Orgarutm, de Bacon, vol. VIII de The Works of Francis Bacon, ed. J. Spedding. R. L. Ellis y D. D. Heath (Nueva York, 1869), pp. 179-203.
5 Roller y Roller, op. cit., pp. 14, 22, 28, 43. Sólo des­pués del trabajo registrado en la última de esas citas obtuvieron los efectos repulsivos el reconocimiento gene­ral como inequívocamente eléctricos.
6 Bacon, op. cit., pp. 235, 337, dice: "El agua ligera­mente tibia es más fácil de congelar que la que se en­cuentra completamente fría." Para un informe parcial de la primera historia de esta extraña observación, véase Marshall Clagett, Giovanni Marliani and Late Medieval Physics (Nueva York, 1941), capítulo iv.


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de una ciencia. No puede interpretarse ninguna historia natural sin, al menos, cierto caudal im­plícito de creencias metodológicas y teóricas en­trelazadas, que permite la selección, la evaluación y la crítica. Si este caudal de creencias no se en­cuentra ya implícito en la colección de hechos —en cuyo caso tendremos a mano algo más que "hechos simples"— deberá ser proporcionado del exterior, quizá por una metafísica corriente, por otra ciencia o por incidentes personales o histó­ricos. Por consiguiente, no es extraño que, en las primeras etapas del desarrollo de cualquier cien­cia, diferentes hombres, ante la misma gama de fenómenos —pero, habitualmente, no los mismos fenómenos particulares— los describan y lo in­terpreten de modos diferentes. Lo que es sor­prendente, y quizá también único en este grado en los campos que llamamos ciencia, es que esas divergencias iniciales puedan llegar a desaparecer en gran parte alguna vez.
Pero desaparecen hasta un punto muy consi­derable y, aparentemente, de una vez por todas. Además, su desaparición es causada, habitual­mente, por el triunfo de una de las escuelas ante­riores al paradigma, que a causa de sus propias creencias y preconcepciones características, hace hincapié sólo en alguna parte especial del con­junto demasiado grande e incoado de informes. Los electricistas que creyeron que la electricidad era un fluido y que, por consiguiente, concedie­ron una importancia especial a la conducción, proporcionan un ejemplo excelente. Conducidos por esa creencia, que apenas podía explicar la conocida multiplicidad de los efectos de atrac­ción y repulsión, varios de ellos tuvieron la idea de embotellar el fluido eléctrico. El fruto inme­diato de sus esfuerzos fue la botella de Leyden, un artefacto que nunca hubiera podido ser descu-


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bierto por un hombre que explorara la naturaleza fortuitamente o al azar, pero que, en efecto, fue descubierto independientemente al menos por dos investigadores, en los primeros años de la dé­cada de 1740.7 Casi desde el comienzo de sus investigaciones sobre la electricidad, Franklin se interesó particularmente en explicar el extraño y, en aquellos tiempos, muy revelador aparato especial. El éxito que tuvo al hacerlo proporcionó el más efectivo de los argumentos para convertir su teoría en un paradigma, aunque éste todavía no podía explicar todos los casos conocidos de repulsión eléctrica.8 Para ser aceptada como paradigma, una teoría debe parecer mejor que sus competidoras; pero no necesita explicar y, en efecto, nunca lo hace, todos los hechos que se puedan confrontar con ella.
Lo que hizo la teoría del fluido eléctrico por el subgrupo que la sostenía, lo hizo después el paradigma de Franklin por todo el grupo de los electricistas. Sugirió qué experimentos valía la pena llevar a cabo y cuáles no, porque iban en­caminados hacia manifestaciones secundarias o demasiado complejas de la electricidad. Sólo que el paradigma hizo su trabajo de manera mucho más eficaz, en parte debido a que la conclusión del debate interescolar puso punto final a la reite­ración constante de fundamentos y, en parte, de­bido a que la confianza de que se encontraban en el buen camino animó a los científicos a em­prender trabajos más precisos, esotéricos y con­suntivos.9 Libre de la preocupación por cualquier
7 Roller y Roller, op. cit., pp. 51-54.
8 El caso más molesto era el de la repulsión mutua de cuerpos cargados negativamente. Véase Cohen, op. cit., pp. 491-94, 53-43.
9 Debe hacerse notar que la aceptación de la teoría de Franklin no concluye totalmente el debate. En 1759, Ro-bert Symmer propuso una versión de dos fluidos de la


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fenómeno eléctrico y por todos a la vez, el grupo unido de electricistas podía ocuparse de fenóme­nos seleccionados de una manera mucho más de­tallada, diseñando mucho equipo especial para la tarea y empleándolo de manera más tenaz y sis­temática de lo que lo habían hecho hasta enton­ces los electricistas. Tanto la reunión de datos y hechos como la formulación de teorías se con­virtieron en actividades dirigidas. La efectividad y la eficiencia de la investigación eléctrica au­mentaron consecuentemente, proporcionando evi­dencia al apoyo de una versión societaria del agudo aforismo metodológico de Francis Bacon: "La verdad surge más fácilmente del error que de la confusión".10
Examinaremos la naturaleza de esta investiga­ción dirigida o basada en paradigmas en la sec­ción siguiente; pero antes, debemos hacer notar brevemente cómo el surgimiento de un paradigma afecta a la estructura del grupo que practica en ese campo. En el desarrollo de una ciencia na­tural, cuando un individuo o grupo produce, por primera vez, una síntesis capaz de atraer a la mayoría de los profesionales de la generación siguiente, las escuelas más antiguas desaparecen gradualmente. Su desaparición se debe, en parte,
teoría y, durante muchos años, a continuación, los elec­tricistas estuvieron divididos en sus opiniones sobre si la electricidad era un fluido simple o doble. Pero los deba­tes sobre ese tema confirman sólo lo que se ha dicho an­tes sobre la manera en que una realización umversal­mente reconocida sirve para unificar a la profesión. Los electricistas, aun cuando a ese respecto continuaron divi­didos, llegaron rápidamente a la conclusión de que nin­guna prueba experimental podría distinguir las dos versio­nes de la teoría y que por consiguiente eran equivalentes. Después de eso, ambas escuelas podían explotar y explo­taron todos los beneficios proporcionados por la teoría de Franklin (ibid., pp. 543-46, 548-54). 10 Bacon, op. cit., p. 210.


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a la conversión de sus miembros al nuevo para­digma. Pero hay siempre hombres que se aferran a alguna de las viejas opiniones y, simplemente, se les excluye de la profesión que, a partir de entonces, pasa por alto sus trabajos. El nuevo paradigma implica una definición nueva y más rígida del campo. Quienes no deseen o no sean capaces de ajustar su trabajo a ella deberán conti­nuar en aislamiento o unirse a algún otro grupo.11 Históricamente, a menudo se han limitado a per­manecer en los departamentos de la filosofía de los que han surgido tantas ciencias especiales. Como sugieren esas indicaciones, es a veces sólo la recepción de un paradigma la que transforma a un grupo interesado previamente en el estudio de la naturaleza en una profesión o, al menos, en una disciplina. En las ciencias (aunque no en campos tales como la medicina, la tecnología y el derecho, cuya principal razón de ser es una ne­cesidad social externa), la formación de periódi-
11 La historia de la electricidad proporciona un ejem­plo excelente, que podría duplicarse a partir de las carre­ras de Priestley, Kelvin y otros. Franklin señala que Nollet, quien, a mitades del siglo, era el más influyente de los electricistas continentales, "vivió lo bástante como para verse como el último miembro de su secta, con excepción del Señor B.— su alumno y discípulo inmedia­to" (Max Farrand [ed.], Benjamin Franklin's Memoirs [Berkeley, Calif., 1949], pp. 384-86). Sin embargo, es más interesante la resistencia de escuelas enteras, cada vez más aisladas de la ciencia profesional. Tómese en consi­deración, por ejemplo, el caso de la astrología, que anti­guamente era parte integrante de la astronomía. O pién­sese en la continuación, a fines del siglo XVIII y princi­pios del XIX, de una tradición previamente respetada de química "romántica". Ésta es la tradición discutida por Charles C. Gillispie en "The Encyclopèdie and the Jacobin Philosophy of Science: A Study in Ideas and Consequen-ces", Critical Problems in the History of Science, ed. Marshall Clagett (Madison, Wis., 1959), pp. 255-89; y "The Formation of Lamarck's Evolutionary Theory", Archives internationales d'histoire des sciences, XXXVII (1956), 323-38.


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cos especializados, la fundación de sociedades de especialistas y la exigencia de un lugar especial en el conjunto, se han asociado, habitualmente, con la primera aceptación por un grupo de un paradigma simple. Al menos, ése era el caso entre el momento, hace siglo y medio, en que se desa­rrolló por primera vez el patrón institucional de la especialización científica y la época muy re­ciente en que la especialización adquirió un pres­tigio propio.
La definición más rígida del grupo científico tiene otras consecuencias. Cuando un científi­co individual puede dar por sentado un paradig­ma, no necesita ya, en sus trabajos principales, tra­tar de reconstruir completamente su campo, desde sus principios, y justificar el uso de cada con­cepto presentado. Esto puede quedar a cargo del escritor de libros de texto. Sin embargo, con un libro de texto, el investigador creador puede iniciar su investigación donde la abandona el libro y así concentrarse exclusivamente en los aspec­tos más sutiles y esotéricos de los fenómenos na­turales que interesan a su grupo. Y al hacerlo así, sus comunicados de investigación comenza­rán a cambiar en formas cuya evolución ha sido muy poco estudiada, pero cuyos productos finales modernos son evidentes para todos y abrumado­res para muchos. Sus investigaciones no tendrán que ser ya incluidas habitualmente en un libro dirigido, como Experimentos... sobre electrici­dad, de Franklin, o el Origen de las especies, de Darwin, a cualquiera que pudiera interesarse por el tema principal del campo. En lugar de ello se presentarán normalmente como artículos bre­ves dirigidos sólo a los colegas profesionales, a los hombres cuyo conocimiento del paradigma compartido puede presumirse y que son los únicos capaces de leer los escritos a ellos dirigidos.


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En la actualidad, en las ciencias, los libros son habitualmente textos o reflexiones retrospectivas sobre algún aspecto de la vida científica. El cien­tífico que escribe uno de esos libros tiene ma­yores probabilidades de que su reputación pro­fesional sea dañada que realzada. Sólo en las primeras etapas del desarrollo de las diversas ciencias, anteriores al paradigma, posee el libro ordinariamente la misma relación con la realiza­ción profesional que conserva todavía en otros campos creativos. Y sólo en los campos que to­davía conservan el libro, con o sin el artículo, como vehículo para la comunicación de las in­vestigaciones, se encuentran tan ligeramente tra­zadas las líneas de la profesionalización que pue­de esperar un profano seguir el progreso, leyendo los informes originales de los profesionales. Tan­to en la matemática como en la astronomía, ya desde la Antigüedad los informes de investiga­ciones habían dejado de ser inteligibles para un auditorio de cultura general. En la dinámica, la investigación se hizo similarmente esotérica a fines de la Edad Media y volvió a recuperar su inteligibilidad, de manera breve, a comienzos del siglo XVII, cuando un nuevo paradigma reemplazó al que había guiado las investigaciones medie­vales. Las investigaciones eléctricas comenzaron a requerir ser traducidas para los legos en la ma­teria a fines del siglo XVIII y la mayoría de los campos restantes de las ciencias físicas dejaron de ser generalmente accesibles durante el si­glo XIX. Durante esos mismos dos siglos, pueden señalarse transiciones similares en las diversas partes de las ciencias biológicas; en ciertas par­tes de las ciencias sociales pueden estarse regis­trando en la actualidad. Aunque se ha hecho ha­bitual y es seguramente apropiado deplorar el abismo cada vez mayor que separa al científico


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profesional de sus colegas en otros campos, se dedica demasiado poca atención a la relación esencial entre ese abismo y los mecanismos in­trínsecos del progreso científico.
Desde la Antigüedad prehistórica, un campo de estudio tras otro han ido cruzando la línea divi­soria entre lo que un historiador podría llamar su prehistoria como ciencia y su historia propia­mente dicha. Esas transiciones a la madurez ra­ramente han sido tan repentinas e inequívocas como mi exposición, necesariamente esquemática, pudiera implicar. Pero tampoco han sido histó­ricamente graduales, o sea, coextensivas con el desarrollo total de los campos en cuyo interior tuvieron lugar. Los escritores sobre la electrici­dad, durante las cuatro primeras décadas del siglo XVIII, poseían muchos más informes sobre los fenómenos eléctricos que sus predecesores del siglo XVI. Durante el medio siglo posterior a 1740, se añadieron a sus listas muy pocos tipos nuevos de fenómenos eléctricos. Sin embargo, en ciertos aspectos importantes, los escritos de Cavendish, Coulomb y Volta sobre la electrici­dad, en el último tercio del siglo XVIII parecen más separados de los de Gray, Du Fay e, incluso, Franklin, que los escritos de los primeros descu­bridores eléctricos del siglo XVIII de aquellos del siglo XVI.12 En algún momento, entre 1740 y 1780,
12 Los desarrollos posteriores a Franklin incluyen un aumento inmenso de la sensibilidad de los detectores de cargas, las primeras técnicas dignas de confianza y difun­didas generalmente para medir la carga, la evolución del concepto de capacidad y su relación con una noción nue­vamente refinada de la tensión eléctrica, y la cuantifica-ción de la fuerza electrostática. Con respecto a todos esos puntos, véase Roller y Roller, op. cit., pp. 66-81; W. C. Walker, "The Detection and Estimation of Electric Charges in the Eighteenth Contury", Annals of Science, I (1936), 66-100; y Edmund Hoppe, Geschichte der Elek-trizität (Leipzig, 1884), Primera Parte, capítulos III-IV.


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pudieron los electricistas, por primera vez, dar por sentadas las bases de su campo. A partir de ese punto, continuaron hacia problemas más con­cretos y recónditos e informaron cada vez más de los resultados obtenidos en sus investigacio­nes en artículos dirigidos a otros electricistas, más que en libros dirigidos al mundo instruido en general. Como grupo, alcanzaron lo que ha­bían logrado los astrónomos en la Antigüedad y los estudiosos del movimiento en la Edad Me­dia, los de la óptica física a fines del siglo XVII y los de la geología histórica a principios del siglo XIX. O sea, habían obtenido un paradigma capaz de guiar las investigaciones de todo el grupo. Excepto con la ventaja de la visión retrospectiva, es difícil encontrar otro criterio que proclame con tanta claridad a un campo dado como ciencia,


III. NATURALEZA DE LA CIENCIA NORMAL
¿CUÁL es pues la naturaleza de la investigación más profesional y esotérica que permite la acep­tación por un grupo de un paradigma único? Si el paradigma representa un trabajo que ha sido realizado de una vez por todas, ¿qué otros pro­blemas deja para que sean resueltos por el grupo unido? Estas preguntas parecerán todavía más apremiantes, si hacemos notar ahora un aspecto en el que los términos utilizados hasta aquí pue­den conducir a errores. En su uso establecido, un paradigma es un modelo o patrón aceptado y este aspecto de su significado me ha permitido apropiarme la palabra 'paradigma', a falta de otro término mejor; pronto veremos claramente que el sentido de 'modelo' y 'patrón', que permiten la apropiación, no es enteramente el usual para defi­nir 'paradigma'. En la gramática, por ejemplo, 'amo, amas, amat' es un paradigma, debido a que muestra el patrón o modelo que debe utili­zarse para conjugar gran número de otros ver­bos latinos, v.gr.: para producir 'laudo, laudas, laudat'. En esta aplicación común, el paradigma funciona, permitiendo la renovación de ejemplos cada uno de los cuales podría servir para reem­plazarlo. Por otra parte, en una ciencia, un para­digma es raramente un objeto para renovación. En lugar de ello, tal y como una decisión judicial aceptada en el derecho común, es un objeto para una mayor articulación y especificación, en con­diciones nuevas o más rigurosas.
Para comprender cómo puede suceder esto, debemos reconocer lo muy limitado que puede ser un paradigma en alcance y precisión en el momento de su primera aparición. Los paradig-
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mas obtienen su status como tales, debido a que tienen más éxito que sus competidores para re­solver unos cuantos problemas que el grupo de profesionales ha llegado a reconocer como agu­dos. Sin embargo, el tener más éxito no quiere decir que tenga un éxito completo en la resolu­ción de un problema determinado o que dé resul­tados suficientemente satisfactorios con un nú­mero considerable de problemas. El éxito de un paradigma —ya sea el análisis del movimiento de Aristóteles, los cálculos hechos por Tolomeo de la posición planetaria, la aplicación hecha por Lavoisier de la balanza o la matematización del campo electromagnético por Maxwell— es al prin­cipio, en gran parte, una promesa de éxito discer-nible en ejemplos seleccionados y todavía incom­pletos. La ciencia normal consiste en la realización de esa promesa, una realización lograda median­te la ampliación del conocimiento de aquellos hechos que el paradigma muestra como particu­larmente reveladores, aumentando la extensión del acoplamiento entre esos hechos y las predic­ciones del paradigma y por medio de la articu­lación ulterior del paradigma mismo.
Pocas personas que no sean realmente prac­ticantes de una ciencia madura llegan a compren­der cuánto trabajo de limpieza de esta especie deja un paradigma para hacer, o cuán atrayente puede resultar la ejecución de dicho trabajo. Y es preciso comprender esos puntos. Las operacio­nes de limpieza son las que ocupan a la mayoría de los científicos durante todas sus carreras. Constituyen lo que llamo aquí ciencia normal. Examinada de cerca, tanto históricamente como en el laboratorio contemporáneo, esa empresa parece ser un intento de obligar a la naturaleza a que encaje dentro de los límites preestableci­dos y relativamente inflexible que proporciona


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el paradigma. Ninguna parte del objetivo de la ciencia normal está encaminada a provocar nue­vos tipos de fenómenos; en realidad, a los fenó­menos que no encajarían dentro de los límites mencionados frecuentemente ni siquiera se los ve. Tampoco tienden normalmente los científicos a descubrir nuevas teorías y a menudo se mues­tran intolerantes con las formuladas por otros.1 Es posible que sean defectos. Por supuesto, las zonas investigadas por la ciencia normal son minúsculas; la empresa que está siendo discu­tida ha restringido drásticamente la visión. Pero esas restricciones, nacidas de la confianza en un paradigma, resultan esenciales para el desarrollo de una ciencia. Al enfocar la atención sobre un cuadro pequeño de problemas relativamente eso­téricos, el paradigma obliga a los científicos a investigar alguna parte de la naturaleza de una manera tan detallada y profunda que sería inima­ginable en otras condiciones. Y la ciencia normal posee un mecanismo interno que siempre que el paradigma del que proceden deja de funcionar de manera efectiva, asegura el relajamiento de las restricciones que atan a la investigación. En ese punto, los científicos comienzan a compor­tarse de manera diferente, al mismo tiempo que cambia la naturaleza de sus problemas de inves­tigación. Sin embargo, mientras tanto, durante el periodo en que el paradigma se aplica con éxito, la profesión resolverá problemas que es raro que sus miembros hubieran podido imagi­narse y que nunca hubieran emprendido sin él. En lugar de ello, la investigación científica nor­mal va dirigida a la articulación de aquellos fe­nómenos y teorías que ya proporciona el pa­radigma.
1 Bernard Barber, "Resistance by Scientists to Scien-tific Discovery", Science, CXXXIV (1961), 596-602.


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Para mostrar de manera más clara lo que en­tendemos por investigación normal o basada en un paradigma, trataré ahora de clasificar e ilus­trar los problemas en los que consiste principal­mente la ciencia normal. Por conveniencia, pos­pongo la actividad teórica y comienzo con la reunión de datos o hechos, o sea, con los experi­mentos y las observaciones que se describen en los periódicos técnicos por medio de los que los científicos informan a sus colegas profesionales de los resultados del progreso de sus investiga­ciones. ¿Sobre qué aspectos de la naturaleza in­forman normalmente los científicos? ¿Qué deter­mina su elección? Y, puesto que la mayoría de las observaciones científicas toman tiempo, equi­po y dinero, ¿qué es lo que incita a los científicos a llevar esa elección hasta su conclusión?
Creo que hay sólo tres focos normales para la investigación científica fáctica y no son siempre ni permanentemente, distintos. Primeramente, en­contramos la clase de hechos que el paradigma ha mostrado que son particularmente reveladores de la naturaleza de las cosas. Al emplearlos para resolver problemas, el paradigma ha hecho que valga la pena determinarlos con mayor precisión y en una mayor variedad de situaciones. En un momento u otro, esas determinaciones fácticas importantes han incluido: en astronomía, la po­sición y magnitud de las estrellas, los periodos de eclipses binarios de los planetas; en física, las gravedades y compresibilidades específicas de los materiales, las longitudes de onda y las in­tensidades espectrales, las conductividades eléc­tricas y los potenciales de contacto; y en química, la composición y la combinación de pesos, los puntos de ebullición y la acidez de las solucio­nes, las fórmulas estructurales y actividades óp­ticas.


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Los esfuerzos por aumentar la exactitud y el alcance con que se conocen hechos como ésos, ocupan una fracción importante de la literatura de la ciencia de observación y experimentación. Repetidas veces se han diseñado aparatos espe­ciales y complejos para esos fines, y el invento, la construcción y el despliegue de esos aparatos han exigido un talento de primera categoría, mu­cho tiempo y un respaldo financiero considerable. Los sincrotrones y los radiotelescopios son tan sólo los ejemplos más recientes de hasta dónde están dispuestos a ir los investigadores, cuando un paradigma les asegura que los hechos que buscan son importantes. Desde Tycho Brahe has-ta E. O. Lawrence, algunos científicos han adqui­rido grandes reputaciones, no por la novedad de sus descubrimientos, sino por la precisión, la se­guridad y el alcance de los métodos que desarro­llaron para la redeterminación de algún tipo de hecho previamente conocido.
Una segunda clase habitual, aunque menor, de determinaciones fácticas se dirige hacia los he­chos que, aunque no tengan a menudo mucho interés intrínseco, pueden compararse directa­mente con predicciones de la teoría del para­digma. Como veremos un poco más adelante, cuando pasemos de los problemas experimenta­les a los problemas teóricos de la ciencia normal, es raro que haya muchos campos en los que una teoría científica, sobre todo si es formulada en una forma predominantemente matemática, pue­da compararse directamente con la naturaleza. No más de tres de tales campos son accesibles, hasta ahora, a la teoría general de la relatividad de Einstein.2 Además, incluso en los campos en que es posible la aplicación, exige a menudo,
2 El único punto duradero de comprobación que es reconocido todavía en la actualidad es el de la precesión


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aproximaciones teóricas e instrumentales que li­mitan severamente el acuerdo que pudiera espe­rarse. El mejoramiento de ese acuerdo o el des­cubrimiento de nuevos campos en los que el acuerdo pueda demostrarse, representan un desa­fío constante para la habilidad y la imaginación de los experimentadores y los observadores. Los telescopios especiales para demostrar la predic­ción de Copérnico sobre la paralaje anual; la máquina de Atwood, inventada casi un siglo des­pués de los Principia, para proporcionar la pri­mera demostración inequívoca de la segunda ley de Newton; el aparato de Foucault, para demos­trar que la velocidad de la luz es mayor en el aire que en el agua; o el gigantesco contador de centelleo, diseñado para demostrar la existencia del neutrino —esos aparatos especiales y muchos otros como ellos— ilustran el esfuerzo y el inge­nio inmensos que han sido necesarios para hacer que la naturaleza y la teoría lleguen a un acuerdo cada vez más estrecho.3 Este intento de demos­trar el acuerdo es un segundo tipo de trabajo
del perihelio de Mercurio. El corrimiento hacia el rojo del espectro de la luz de las estrellas distantes puede deducirse a partir de consideraciones más elementales que la relatividad general y lo mismo puede ser posible para la curvatura de la luz en torno al Sol, un punto que en la actualidad está a discusión. En cualquier caso, las mediciones de este último fenómeno continúan sien­do equivocas. Es posible que se haya establecido, hace muy poco tiempo, otro punto complementario de compro­bación: el corrimiento gravitacional de la radiación de Mossbauer. Quizás haya pronto otros en este campo ac­tualmente activo, pero que durante tanto tiempo perma­neció aletargado. Para obtener un informe breve y al día sobre ese problema, véase "A Report on the NASA Con-ference on Experimental Tests of Theories of Relativity", de L. I. Schiff, Physics Today, XIV (1961), 42-48.
3 Sobre dos de los telescopios de paralaje, véase A History of Science, Technology, and Philosophy in the Eighteenth Century (2a ed., Londres, 1952), pp. 103-5, de


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experimental normal y depende de un paradig­ma de manera todavía más evidente que el an­terior. La existencia del paradigma establece el problema que debe resolverse; con frecuencia, la teoría del paradigma se encuentra implicada di­rectamente en el diseño del aparato capaz de resolver el problema. Por ejemplo, sin los Prin­cipia, las mediciones realizadas con la máquina de Atwood no hubieran podido significar nada en absoluto.
Una tercera clase de experimentos y observa­ciones agota, creo yo, las tareas de reunión de hechos de la ciencia normal. Consiste en el tra­bajo empírico emprendido para articular la teo­ría del paradigma, resolviendo algunas de sus ambigüedades residuales y permitiendo resolver problemas hacia los que anteriormente sólo se había llamado la atención. Esta clase resulta la más importante de todas y su descripción exige una subdivisión. En las ciencias de carácter más matemático, algunos de los experimentos cuya finalidad es la articulación, van encaminados ha­cia la determinación de constantes físicas. Por ejemplo: el trabajo de Newton indicó que la fuer­za entre dos unidades de masa a la unidad de distancia sería la misma para todos los tipos de materia en todas las posiciones, en el Uni­verso. Pero sus propios problemas podían resol­verse sin calcular siquiera el tamaño de esa atracción, la constante gravitacional universal; y
Abraham Wolf. Sobre la máquina Atwood, véase Patterns of Discovery, de N. R. Hanson (Cambridge, 1958), pp. 100-102, 207-8. Para los últimos dos aparatos especiales, véase "Méthode génèrale pour mesurer la vitesse de la lumière dans l'air et les milieux transparents. Vitesses relatives de la lumière dans l'air et dans l'eau...", de M. L. Fou-cault, Comptes rendus... de l'Académie des sciences, xxx (1850), 551-60; y "Detection of the Free Neutrino: A Con-firmation", de C. L. Cowan, Science, CXXIV (1956), 103-4.


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nadie diseñó un aparato capaz de determinarla durante todo el siglo que siguió a la aparición de los Principia. La famosa determinación de Cavendish, en 1790, tampoco fue la última. A cau­sa de su posición central en la teoría física, los valores perfeccionados de la constante gravita-cional han sido desde entonces objeto de esfuer­zos repetidos por parte de experimentadores ex­traordinarios.4 Otros ejemplos del mismo tipo de trabajo continuo incluirían la determinación de la unidad astronómica, el número de Avogadro, el coeficiente de Joule, la carga electrónica, etc. Pocos de esos esfuerzos complejos hubieran sido concebidos y ninguno se habría llevado a cabo sin una teoría de paradigma que definiera el problema y garantizara la existencia de una solu­ción estable.
Los esfuerzos para articular un paradigma, sin embargo, no se limitan a la determinación de constantes universales. Por ejemplo, pueden te­ner también como meta leyes cuantitativas: la Ley de Boyle que relaciona la presión del gas con el volumen, la Ley de Coulomb sobre la atracción eléctrica y la fórmula de Joule que relaciona el calor generado con la resistencia eléctrica y con la corriente, se encuentran en esta categoría. Quizá no resulte evidente el hecho de que sea necesario un paradigma, como requisito previo para el descubrimiento de leyes como ésas. Con frecuencia se oye decir que son descubiertas exa­minando mediciones tomadas por su propia cuen­ta y sin compromiso teórico, pero la historia no ofrece ningún respaldo a un método tan excesi-
4 J. H. Poynting revisa unas dos docenas de medicio­nes de la constante gravitacional entre 1741 y 1901, en "Gravitation Constant and Mean Density of the Earth", Encyclopaedia Britannica (11a ed.; Cambridge, 1910-11), XII, 38549.


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vamente baconiano. Los experimentos de Boyle no eran concebibles (y si se hubieran concebido hubieran recibido otra interpretación o ninguna en absoluto) hasta que se reconoció que el aire era un fluido elástico al que podían aplicarse todos los conceptos complejos de la hidrostática.5 El éxito de Coulomb dependió de que constru­yera un aparato especial para medir la fuerza entre dos cargas extremas. (Quienes habían me­dido previamente las fuerzas eléctricas, utilizando balanzas de platillo, etc., no descubrieron nin­guna consistencia o regularidad simple.) Pero a su vez, ese diseño dependió del reconocimiento previo de que cada partícula del fluido eléctrico actúa sobre cada una de las otras a cierta dis­tancia. Era la fuerza entre esas partículas —la única fuerza que con seguridad podía suponerse una función simple de la distancia— la que bus­caba Coulomb.6 También los experimentos de Joule pueden utilizarse para ilustrar cómo de la articulación de un paradigma, surgen leyes cuan­titativas. En efecto, la relación existente entre el paradigma cualitativo y la ley cuantitativa es tan general y cercana que, desde Galileo, tales leyes han sido con frecuencia adivinadas correc­tamente, con ayuda de un paradigma, muchos
 5 Para la conversión plena de conceptos hidrostáticos a la neumática, véase The Physical Treatises of Pascal, trad, de I. H. B. Spiers y A. G. H. Spiers, con una intro­ducción y notas de F. Barry (Nueva York, 1937). La pre­sentación original que hizo Torricelli del paralelismo ("Vivimos sumergidos en el fondo de un océano del ele­mento aire") se presenta en la p. 164. Su rápido desarrollo se muestra en los dos tratados principales.
6 Duane Roller y Duane H. D. Roller, The Development of the Concept of Electric Charge: Electricity from the Greeks to Coulomb ("Harvard Case Histories in Experi­mental Science", Caso 8; Cambridge, Mass., 1954), pági­nas 66-80.


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años antes de que pudiera diseñarse un aparato para su determinación experimental.7
Finalmente, existe un tercer tipo de experi­mento encaminado hacia la articulación de un paradigma. Estos experimentos, más que otros, pueden asemejarse a la exploración y sobre todo prevalecen en los periodos y en las ciencias que se ocupan más de los aspectos cualitativos que de los cuantitativos relativos a la regularidad de la naturaleza. Con frecuencia un paradigma, desa­rrollado para un conjunto de fenómenos, resulta ambiguo al aplicarse a otro estrechamente rela­cionado. Entonces son necesarios experimentos para escoger entre los métodos alternativos, a efecto de aplicar el paradigma al nuevo campo de interés. Por ejemplo, las aplicaciones del pa­radigma de la teoría calórica, fueron el calenta­miento y el enfriamiento por medio de mezclas y del cambio de estado. Pero el calor podía ser soltado o absorbido de muchas otras maneras —p. ej. por medio de combinaciones químicas, por fricción y por compresión o absorción de un gas— y la teoría podía aplicarse a cada uno de esos otros fenómenos de varias formas. Si por ejemplo, el vacío tuviera una capacidad tér­mica, el calentamiento por compresión podría ex­plicarse como el resultado de la mezcla de gas con vacío. O podría deberse a un cambio en el calor específico de los gases con una presión va­riable. Además, había varias otras explicaciones posibles. Se emprendieron muchos experimentos para elaborar esas diversas posibilidades y para hacer una distinción entre ellas; todos esos expe­rimentos procedían de la teoría calórica como paradigma y todos se aprovecharon de ella en el
7 Para obtener ejemplos, véase "The Function of Mea-surement in Modern Physical Science", de T. S. Kuhn, Isis, lii (1961), 161-93.


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diseño de experimentos y en la interpretación de los resultados.8 Una vez establecido el fenó­meno del calentamiento por compresión, todos los experimentos ulteriores en ese campo fueron, en esa forma, dependientes del paradigma. Dado el fenómeno, ¿de qué otra forma hubiera podido seleccionarse un experimento para elucidarlo?
Veamos ahora los problemas teóricos de la cien­cia normal, que caen muy aproximadamente den­tro de las mismas clases que los experimentales o de observación. Una parte del trabajo teórico normal, aunque sólo una parte pequeña, consiste simplemente en el uso de la teoría existente para predecir información fáctica de valor intrínseco. El establecimiento de efemérides astronómicas, el cálculo de las características de las lentes y la producción de curvas de propagación de radio son ejemplos de problemas de ese tipo. Sin em­bargo, los científicos los consideran generalmente como trabajos de poca monta que deben dejarse a los ingenieros y a los técnicos. Muchos de ellos en ningún momento aparecen en periódicos científicos importantes. Pero esos mismos perió­dicos contienen numerosas discusiones teóricas de problemas que, a los no científicos, deben pa-recerles casi idénticos. Son las manipulaciones de teoría emprendidas no debido a que las pre­dicciones que resultan sean intrínsecamente va­liosas, sino porque pueden confrontarse directa­mente con experimentos. Su fin es mostrar una nueva aplicación del paradigma o aumentar la precisión de una aplicación que ya se haya hecho.
La necesidad de este tipo de trabajo nace de las enormes dificultades que frecuentemente se encuentran para desarrollar puntos de contacto
8 T. S. Kuhn, "The Caloric Theory of Adiabatic Com-pression", Isis, XLIX (1958), 132-40.


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entre una teoría y la naturaleza. Estas dificul­tades pueden ilustrarse brevemente por medio de un examen de la historia de la dinámica des­pués de Newton. A principios del siglo XVIII, aquellos científicos que hallaron un paradigma en Principia dieron por sentada la generalidad de sus conclusiones y tenían todas las razones para hacerlo así. Ningún otro trabajo conocido en la historia de la ciencia ha permitido simultánea­mente un aumento tan grande tanto en el alcance como en la precisión de la investigación. En cuanto al cielo, Newton había derivado las Leyes de Kepler sobre el movimiento planetario y ha­bía explicado, asimismo, algunos de los aspectos observados en los que la Luna no se conformaba a ellas. En cuanto a la Tierra, había derivado los resultados de ciertas observaciones dispersas so­bre los péndulos, los planos inclinados y las ma­reas. Con la ayuda de suposiciones complemen­tarias, pero ad hoc, había sido capaz también de derivar la Ley de Boyle y una fórmula impor­tante para la velocidad del sonido en el aire. Dado el estado de las ciencias en esa época, el éxito de estas demostraciones fue extraordinaria­mente impresionante. Sin embargo, dada la ge­neralidad presuntiva de las Leyes de Newton, el número de esas aplicaciones no era grande y Newton casi no desarrolló otras. Además, en comparación con lo que cualquier graduado de física puede lograr hoy en día con esas mismas leyes, las pocas aplicaciones de Newton no fue­ron ni siquiera desarrolladas con precisión.
Limitemos la atención por el momento, al pro­blema de la precisión. Ya hemos ilustrado su aspecto empírico. Fue necesario un equipo espe­cial —el aparato de Cavendish, la máquina de Atwood o los telescopios perfeccionados— para proporcionar los datos especiales que exigían las


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aplicaciones concretas del paradigma de Newton. Del lado de la teoría existían dificultades simi­lares para obtener el acuerdo. Al aplicar sus leyes a los péndulos, por ejemplo, Newton se vio obli­gado a considerar el disco como un punto de masa, con el fin de proporcionar una definición única de la longitud del péndulo. La mayoría de sus teoremas, siendo las escasas excepciones hi­potéticas y preliminares, pasaban también por alto el efecto de la resistencia del aire. Eran aproximaciones físicas que tenían solidez. Sin embargo, como aproximaciones restringían el acuerdo que podía esperarse entre las prediccio­nes de Newton y los experimentos reales. Las mismas dificultades aparecieron, de manera to­davía más clara, en la aplicación de la teoría de Newton al firmamento. Las simples observacio­nes telescópicas cuantitativas indican que los pla­netas no obedecen completamente a las Leyes de Kepler, y la teoría de Newton indica que no deberían hacerlo. Para derivar esas leyes, New­ton se había visto obligado a desdeñar toda la atracción gravitacional, excepto la que existe en­tre los planetas individuales y el Sol. Puesto que los planetas se atraen también unos a otros, sólo podía esperarse un acuerdo aproximado entre la teoría aplicada y la observación telescópica.9
Como en el caso de los péndulos, la confirma­ción obtenida fue más que satisfactoria para quie­nes la obtuvieron. No existía ninguna otra teoría que se acercara tanto a la realidad. Ninguno de los que pusieron en tela de juicio la validez del trabajo de Newton, lo hizo a causa de su limitado acuerdo con el experimento y la observación. Sin embargo, esas limitaciones de concordancia de
9 Wolf, op. cit., pp. 75-81, 96-101; y William Whewell, History of the Inductive Sciences (ed. rev.; Londres, 1847), II, 213-71.


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jaron muchos problemas teóricos fascinantes a los sucesores de Newton. Fueron necesarias téc­nicas teóricas para determinar, por ejemplo, la "longitud equivalente" de un péndulo masivo. Fueron necesarias asimismo técnicas, para ocu­parse de los movimientos simultáneos de más de dos cuerpos que se atraen mutuamente. Esos pro­blemas y muchos otros similares ocuparon a mu­chos de los mejores matemáticos de Europa du­rante el siglo XVIII y los primeros años del XIX. Los Bernoulli, Euler, Lagrange, Laplace y Gauss, realizaron todos ellos parte de sus trabajos más brillantes en problemas destinados a mejorar la concordancia entre el paradigma de Newton y la naturaleza. Muchas de esas mismas figuras trabajaron simultáneamente en el desarrollo de las matemáticas necesarias para aplicaciones que Newton ni siquiera había intentado produciendo, por ejemplo, una inmensa literatura y varias téc­nicas matemáticas muy poderosas para la hidro­dinámica y para el problema de las cuerdas vibra­torias. Esos problemas de aplicación representan, probablemente, el trabajo científico más brillan­te y complejo del siglo XVIII. Podrían descubrirse otros ejemplos por medio de un examen del pe­riodo posterior al paradigma, en el desarrollo de la termodinámica, la teoría ondulatoria de la luz, la teoría electromagnética o cualquier otra rama científica cuyas leyes fundamentales sean totalmente cuantitativas. Al menos en las cien­cias de un mayor carácter matemático, la mayo­ría del trabajo teórico es de ese tipo.
Pero no todo es así. Incluso en las ciencias matemáticas hay también problemas teóricos de articulación de paradigmas y durante los perio­dos en que el desarrollo científico fue predominan­temente cualitativo, dominaron estos problemas. Algunos de los problemas, tanto en las ciencias


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más cuantitativas como en las más cualitativas, tienden simplemente a la aclaración por medio de la reformulación. Por ejemplo, los Principia no siempre resultaron un trabajo sencillo de apli­cación, en parte debido a que conservaban algo de la tosquedad inevitable en un primer intento y en parte debido a que una fracción considerable de su significado sólo se encontraba implícito en sus aplicaciones. Por consiguiente, de los Ber-noulli, d'Alembert y Lagrange, en el siglo XVIII. a los Hamilton, Jacobi y Hertz, en el XIX, muchos de los físicos matemáticos más brillantes de Euro­pa se dieron repetidamente a la tarea de reformu-lar la teoría de Newton en una forma equivalente, pero más satisfactoria lógica y estéticamente. O sea, deseaban mostrar las lecciones implícitas y explícitas de los Principia en una versión más coherente, desde el punto de vista de la lógica, y que fuera menos equívoca en sus aplicaciones a los problemas recién planteados por la mecánica.10 En todas las ciencias han tenido lugar, repeti­damente, reformulaciones similares de un para­digma; pero la mayoría de ellas han producido cambios más substanciales del paradigma que las reformulaciones de los Principia que hemos ci­tado. Tales cambios son el resultado del trabajo empírico previamente descrito como encaminado a la articulación de un paradigma. En realidad, la clasificación de ese tipo de trabajo como em­pírico fue arbitraria. Más que cualquier otro tipo de investigación normal, los problemas de la articulación de paradigmas son a la vez teóri­cos y experimentales; los ejemplos dados antes servirán igualmente bien en este caso. Antes de que pudiera construir su equipo y realizar medi-
10 René Dugas, Histoire de la Mecanique (Neuchâtel, 1950), Libros IV-V.


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ciones con él, Coulomb tuvo que emplear teoría eléctrica para determinar cómo debía construir dicho equipo. La consecuencia de sus medicio­nes fue un refinamiento de esa teoría. O también, los hombres que idearon los experimentos que debían establecer la distinción entre las diversas teorías del calentamiento por compresión fueron generalmente los mismos que habían formulado las versiones que iban a ser comparadas. Traba­jaban tanto con hechos como con teorías y su trabajo no produjo simplemente una nueva infor­mación sino un paradigma más preciso, obtenido mediante la eliminación de ambigüedades que había retenido el original a partir del que traba­jaban. En casi todas las ciencias, la mayor parte del trabajo normal es de este tipo.
Estas tres clases de problemas —la determina­ción del hecho significativo, el acoplamiento de los hechos con la teoría y la articulación de la teoría— agotan, creo yo, la literatura de la cien­cia normal, tanto empírica como teórica. Por supuesto, no agotan completamente toda la lite­ratura de la ciencia. Hay también problemas extraordinarios y su resolución puede ser la que hace que la empresa científica como un todo re­sulte tan particularmente valiosa. Pero los pro­blemas extraordinarios no pueden tenerse a petición; surgen sólo en ocasiones especiales, oca­sionados por el progreso de la investigación nor­mal. Por consiguiente, es inevitable que una ma­yoría abrumadora de los problemas de que se ocupan incluso los mejores científicos, caigan ha-bitualmente dentro de una de las tres categorías que hemos mencionado. El trabajo bajo el para­digma no puede llevarse a cabo en ninguna otra forma y la deserción del paradigma significa de­jar de practicar la ciencia que se define. Pronto descubriremos que esas deserciones tienen lugar.


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Son los puntos de apoyo sobre los que giran las revoluciones científicas. Pero antes de comenzar el estudio de esas revoluciones, necesitamos una visión más panorámica de las empresas científi­cas normales que preparan el camino.


IV. LA CIENCIA NORMAL COMO RESOLUCIÓN DE ENIGMAS
la característica más sorprendente de los pro­blemas de investigación normal que acabamos de ver es quizá la de cuán poco aspiran a producir novedades importantes, conceptuales o fenomena­les. A veces, como en la medición de una longitud de onda, se conoce de antemano todo excepto los detalles más esotéricos y la latitud típica de ex­pectativa es solamente un poco más amplia. Las mediciones de Coulomb no necesitaban, quizá, haberse ajustado a una ley inversa de los cuadra­dos. Los hombres que trabajaban en el calenta­miento por compresión estaban preparados, fre­cuentemente, para obtener cualquiera de varios resultados. Sin embargo, incluso en casos como ésos, la gama de resultados esperados y, por ello, asimilables, es siempre pequeño en comparación con la gama que puede concebir la imaginación. Y el proyecto cuyo resultado no cae dentro de esa gama estrecha es, habitualmente, un fracaso de la investigación, fracaso que no se refleja so­bre la naturaleza sino sobre el científico.
Por ejemplo, en el siglo XVIII se prestaba poca atención a los experimentos que medían la atrac­ción eléctrica con instrumentos tales como la balanza de platillos. Debido a que no producían resultados consistentes ni simples, no podían usarse para articular el paradigma del cual se derivaban. Por consiguiente, continuaban siendo meros hechos, no conexos e imposibles de rela­cionar con el progreso continuado de la investi­gación eléctrica. Sólo de manera retrospectiva, en posesión de un paradigma subsiguiente, pode­mos apreciar las características de los fenómenos
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RESOLUCIÓN  DE  ENIGMAS                         69
que muestran. Por supuesto, Coulomb y sus con­temporáneos poseían también este último para­digma u otro que, al aplicarse al problema de la atracción, producía las mismas expectativas. Es por eso por lo que Coulomb fue capaz de diseñar aparatos que dieron un resultado asimilable por medio de la articulación del paradigma. Pero es también por eso por lo que el resultado no sor­prendió a nadie y que varios de los contemporá­neos de Coulomb habían podido predecirlo de antemano. Ni siquiera los proyectos cuya finali­dad es la articulación de un paradigma tienden hacia Una novedad inesperada.
Pero si el objetivo de la ciencia normal no son las novedades sustantivas principales —si el fra­caso para acercarse al resultado esperado cons­tituye habitualmente un fracaso como científico— ¿por qué entonces se trabaja en esos problemas? Parte de la respuesta ya ha sido desarrollada. Para los científicos, al menos, los resultados ob­tenidos mediante la investigación normal son im­portantes, debido a que contribuyen a aumentar el alcance y la precisión con la que puede apli­carse un paradigma. Sin embargo, esta respuesta no puede explicar el entusiasmo y la devoción de que dan prueba los científicos con respecto a los problemas de la investigación normal. No hay nadie que dedique varios años, por ejemplo, al desarrollo de un espectrómetro perfeccionado o a la producción de una solución mejorada res­pecto al problema de las cuerdas vibratorias, sólo a causa de la importancia de la información que pueda obtenerse. Los datos que pueden obtener­se calculando efemérides o por medio de medi­ciones ulteriores con un instrumento que existe ya pueden tener a veces la misma importancia; pero esas actividades son menospreciadas regu­larmente por los científicos, debido a que en


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gran parte son repeticiones de procedimientos que se han llevado a cabo con anterioridad. Ese rechazo proporciona un indicio sobre la fascina­ción de los problemas de la investigación normal. Aunque pueda predecirse el resultado de manera tan detallada que lo que quede por conocer ca­rezca de importancia, lo que se encuentra en duda es el modo en que puede lograrse ese re­sultado. El llegar a la conclusión de un problema de investigación normal es lograr lo esperado de una manera nueva y eso requiere la resolución de toda clase de complejos enigmas instrumen­tales, conceptuales y matemáticos. El hombre que lo logra prueba que es un experto en la re­solución de enigmas y el desafío que representan estos últimos es una parte importante del acicate que hace trabajar al científico.
Los términos "enigma" y "solucionador de enig­mas" realzan varios de los temas que han ido sobresaliendo cada vez más en las páginas pre­cedentes. Los enigmas son, en el sentido absolu­tamente ordinario que empleamos aquí, aquella categoría especial de problemas que puede ser­vir para poner a prueba el ingenio o la habilidad para resolverlos. Las ilustraciones del diccionario son "enigmas de cuadros en pedazos" y "enig­mas de palabras cruzadas", y ésas son las carac­terísticas que comparten con los problemas de la ciencia normal que necesitamos aislar ahora. Acabamos de mencionar una de ellas. No es un criterio de calidad de un enigma el que su resulta­do sea intrínsecamente interesante o importante. Por el contrario, los problemas verdaderamente apremiantes, como un remedio para el cáncer o el logro de una paz duradera, con frecuencia no son ningún enigma, en gran parte debido a que pueden no tener solución alguna.
Consideremos un rompecabezas cuyas piezas se


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seleccionan al azar de dos cajas diferentes de rompecabezas. Puesto que ese problema tiene probabilidades de desafiar (aunque pudiera no hacerlo) incluso a los hombres más ingeniosos, no puede servir como prueba de habilidad para resolverlo. En el sentido normal de la palabra, no es ningún enigma. Aunque el valor intrín­seco no constituye un criterio para un enigma, sí lo es la existencia asegurada de una solución.
Sin embargo, hemos visto ya que una de las cosas que adquiere una comunidad científica con un paradigma, es un criterio para seleccionar problemas que, mientras se dé por sentado el pa­radigma, puede suponerse que tienen soluciones. Hasta un punto muy elevado, ésos son los únicos problemas que la comunidad admitirá como cien­tíficos o que animará a sus miembros a tratar de resolver. Otros problemas, incluyendo muchos que han sido corrientes con anterioridad, se re­chazan como metafísicos, como correspondien­tes a la competencia de otra disciplina o, a veces, como demasiado problemáticos para justificar el tiempo empleado en ellos. Así pues, un paradig­ma puede incluso aislar a la comunidad de pro­blemas importantes desde el punto de vista so­cial, pero que no pueden reducirse a la forma de enigma, debido a que no pueden enunciarse de acuerdo con las herramientas conceptuales e ins­trumentales que proporciona el paradigma. Tales problemas pueden constituir una distracción, lec­ción ilustrada brillantemente por varias facetas del baconismo del siglo XVIII y por algunas de las ciencias sociales contemporáneas. Una de las razones por las cuales la ciencia normal pare­ce progresar tan rápidamente es que quienes la practican se concentran en problemas que sólo su propia falta de ingenio podría impedirles re­solver.


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Sin embargo, si los problemas de la ciencia normal son enigmas en ese sentido, no necesita­mos continuar preguntándonos por qué los cien­tíficos se dedican a ellos con tanta pasión y de­voción. Un hombre puede ser atraído hacia la ciencia por toda clase de razones. Entre ellas se encuentra el deseo de ser útil, la emoción de ex­plorar un territorio nuevo, la esperanza de encon­trar orden y el impulso de poner a prueba los conocimientos establecidos. Esos motivos y otros muchos ayudan también a determinar a qué pro­blemas particulares dedicará más tarde su tiem­po el científico. Además, aunque el resultado es, a veces, una frustración, existe una buena razón para que motivos como ésos primero lo atraigan y luego lo guíen.1 La empresa científica como un todo resulta útil de vez en cuando, abre nue­vos territorios, despliega orden y pone a prueba creencias aceptadas desde hace mucho tiempo. Sin embargo, el individuo dedicado a la resolu­ción de un problema de investigación normal casi nunca hace alguna de esas cosas. Una vez comprometido, su aliciente es de tipo bastante diferente. Lo que lo incita a continuar entonces es la convicción de que, a condición de que tenga la habilidad suficiente para ello, logrará resolver un enigma que nadie ha logrado resolver hasta entonces o, por lo menos, no tan bien. Muchas de las mentalidades científicas más brillantes han dedicado toda su atención profesional a enigmas exigentes de ese tipo. La mayoría de las veces, cualquier campo particular de especialización no
1 Las frustraciones motivadas por el conflicto entre el papel del individuo y el patrón general del desarrollo científico pueden ser a veces, sin embargo, muy serias. Sobre este tema, véase "Some Unsolved Problems of the Scientific Career", de Lawrence S. Kubie, American Scien-tist, xli (1953), 596-613; y XLII (1954), 104-12.


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ofrece otra cosa que hacer, hecho que no lo hace menos atrayente para los adictos del tipo apro­piado.
Veamos ahora otro aspecto, más complejo y re­velador, del paralelismo entre los enigmas y los problemas de la ciencia normal. Para que pueda clasificarse como enigma, un problema debe ca­racterizarse por tener más de una solución asegu­rada. Asimismo, debe haber reglas que limiten tanto la naturaleza de las soluciones aceptables como los pasos que es preciso dar para obtener­las. Por ejemplo, el resolver un rompecabezas de piezas recortadas no es simplemente "montar un cuadro". Cualquier niño o artista contemporáneo podría hacerlo dispersando piezas seleccionadas, como formas abstractas, sobre algún fondo neu­tro. El cuadro así producido podría ser mucho mejor y, desde luego, más original, que aquel del que se hizo el rompecabezas. Sin embargo, ese cuadro no sería una solución. Para lograr que se utilicen todas las piezas, sus lados planos de­ben estar hacia abajo y deberán unirse, sin for­zarlas, de tal manera que no queden huecos entre ellas. Esas son algunas de las reglas que rigen la solución de los rompecabezas de piezas. Pue­den descubrirse fácilmente restricciones similares de las soluciones admisibles de crucigramas, adi­vinanzas o acertijos, problemas de ajedrez, etc.
Si podemos aceptar un uso muy extendido del término "regla" —un sentido que equivalga oca­sionalmente a "punto de vista establecido" o a "preconcepción"—, entonces los problemas acce­sibles dentro de una tradición dada de investiga­ción presentarán algo muy similar a este conjunto de características de los enigmas. El hombre que construye un instrumento para determinar las longitudes de onda ópticas no deberá estar sa­tisfecho con un equipo que se limite a atribuir


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números determinados a líneas espectrales par­ticulares. No es sólo un explorador o un medi­dor, sino que por el contrario, mediante el análisis de su aparato, deberá mostrar en términos del cuerpo establecido de teoría óptica, que los nú­meros que muestra su instrumento son los que corresponden en la teoría como los de las longi­tudes de onda. Si algún punto vago que quede en la teoría o algún componente no analizado de su aparato le impiden completar su demostra­ción, sus colegas pueden llegar a la conclusión de que no ha medido nada en absoluto. Por ejemplo, los máximos de dispersión de electrones que fueron considerados más tarde como índices de longitud de onda de los electrones no tenían ningún significado aparente cuando fueron ob­servados y registrados por primera vez. Antes de que se convirtieran en medidas de algo, tuvie­ron que ser relacionados con una teoría que pre­decía el comportamiento ondulatorio de la materia en movimiento. E incluso después de que se seña­lara esa relación, el aparato tuvo que volver a ser diseñado para que los resultados experimentales pudieran relacionarse con la teoría de manera inequívoca.2 No se resolvió ningún problema has­ta que fueron satisfechas esas condiciones.
Otros tipos similares de restricciones ligan las soluciones admisibles a los problemas teóricos. Durante todo el siglo XVIII, los científicos que trataron de derivar el movimiento observado de la Luna, de las leyes de Newton sobre el movi­miento y la gravitación, fracasaron repetidamente. Como resultado, algunos de ellos sugirieron reem­plazar la ley del Universo de los cuadrados por una ley que se desviara de ella a pequeñas dis-
2 Para obtener un breve informe de la evolución de esos experimentos, véase la p. 4 de la conferencia de C. J. Davisson, en Les prix Nobel en 1937 (Estocolmo, 1938).


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tancias. Sin embargo, el hacerlo así hubiera sido tanto como cambiar el paradigma, definir un nue­vo enigma y no resolver el antiguo. En esas con­diciones, los científicos preservaron las reglas hasta que, en 1750, uno de ellos descubrió cómo pueden aplicarse con buenos resultados.3 Sólo un cambio de las reglas del juego podía haber proporcionado una alternativa.
El estudio de las tradiciones científicas nor­males hace descubrir muchas otras reglas com­plementarias, que proporcionan mucha informa­ción sobre los compromisos que deducen los cien­tíficos de sus paradigmas. ¿Cuáles podemos decir qué son las categorías principales a que corres­ponden esas reglas?4 La más evidente y, pro­bablemente, la más inflexible, es ilustrada por los tipos de generalizaciones que acabamos de mencionar. Son enunciados explícitos de leyes científicas y sobre conceptos y teorías científicos. Mientras continúan siendo reconocidos, esos enun­ciados ayudan a fijar enigmas y a limitar las so­luciones aceptables. Por ejemplo, las Leyes de Newton desempeñaron esas funciones durante los siglos XVIII y XIX. En tanto lo hicieron, la canti­dad de materia fue categoría ontológica funda­mental para los científicos físicos y las fuerzas que actúan entre trozos de materia fueron un tópico predominante para las investigaciones.5 En química, el plantear él problema de los pesos atómicos, las leyes de proporciones fijas y defi-
3 W. Whewell, History of the Inductive Sciences (ed. rev.; Londres, 1847), II, 101-5, 220-22.
4 Debo esta pregunta a W. O. Hagstrom, cuyo trabajo en la sociología de la ciencia coincide a veces con el mío.
5 Sobre este aspecto del newtonianismo, véase Franklin and Newton: An Inquiry into Speculative Newtonian Ex­perimental Science and Franktin's Work in Electricity as an Example Thereof, de I. B. Cohen, (Filadelfia, 1956), capítulo VII, sobre todo las pp. 255-57, 275-77.


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nidas tuvieron, durante mucho tiempo, una fuerza idéntica, fijar los resultados admisibles de los análisis químicos e informar a los químicos de lo que eran los átomos, las moléculas, los com­puestos y las mezclas.6 Las ecuaciones de Max­well y las leyes de la termodinámica estática tie­nen hoy en día la misma vigencia y desempeñan esas mismas funciones.
Sin embargo, las reglas de ese tipo no son las únicas ni siquiera las más interesantes que pue­den encontrarse mediante el estudio histórico. A un nivel inferior o más concreto que el de las leyes y las teorías, hay, por ejemplo, una mul­titud de compromisos sobre tipos preferidos de instrumentación y los modos en que pueden utili­zarse legítimamente los instrumentos aceptados. El cambio de actitudes hacia el papel desempe­ñado por el fuego en el análisis químico consti­tuyó en el siglo XVII un progreso vital en el desarrollo de la química.7 Helmholtz, en el si­glo XIX, encontró una fuerte resistencia por parte de los fisiólogos para aceptar la noción de que la experimentación física podía iluminar su cam­po.8 Y en este siglo, la curiosa historia de la cromatografía química ilustra una vez más la re­sistencia de los compromisos instrumentales que, tanto como las leyes y las teorías, proporcionan a los científicos reglas del juego.9 Cuando ana­lizamos el descubrimiento de los rayos X, encon-
6 Este ejemplo es examinado detalladamente hacia el final de la Sección X.
7 H. Metzger, Les doctrines chimiques en France du début du XVIIe siècle à la fin du XVIIIe siècle (París, 1923), pp. 359-61; Marie Boas, Robert Boyle and Seventeenth Century Chemistry (Cambridge, 1958), pp. 112-15.
8  Leo Königsberger, Hermann van Helmholtz, trad, de
Francis A. Welby (Oxford, 1906), pp. 65-66.
9  James  E.  Meinhard, "Chromatography:   A Perspec-
tive", Science, CX (1949), 387-92.


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tramos, generalmente, razones para compromisos de ese tipo.
Menos locales y temporales, aunque todavía no características invariables de la ciencia, son los compromisos de nivel más elevado, casi me­tafísico, que muestran tan regularmente los estu­dios históricos. Desde aproximadamente 1630, por ejemplo, y sobre todo después de la aparición de los escritos científicos de Descartes que tuvie­ron una influencia inmensa, la mayoría de los científicos físicos suponían que el Universo es­taba compuesto de partículas microscópicas y que todos los fenómenos naturales podían ex­plicarse en términos de forma, tamaño, movi­miento e interacción corpusculares. Este conjun­to de compromisos resultó ser tanto metafísico como metodológico. En tanto que metafísico, in­dicaba a los científicos qué tipos de entidades contenía y no contenía el Universo: era sólo ma­teria formada en movimiento. En tanto que meto­dológico, les indicaba cómo debían ser las leyes finales y las explicaciones fundamentales: las le­yes deben especificar el movimiento y la interac­ción corpusculares y la explicación debe reducir cualquier fenómeno natural dado a la acción cor­puscular conforme a esas leyes. Lo que es todavía más importante, la concepción corpuscular del Universo indicó a los científicos cuántos de sus problemas de investigación tenían razón de ser. Por ejemplo, un químico que, como Boyle, adop­tara la nueva filosofía, prestaba atención especial a las reacciones que podían considerarse como trasmutaciones. De manera más clara que cuales­quiera otras, éstas exhibían el proceso de reaco­modo corpuscular que debe encontrarse en la base de todo cambio químico.10 Pueden obser-
10 Sobre el corpuscularismo en general, véase "The Establishement of the Mechanical Philosophy", de Mane


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varse efectos similares del corpuscularismo, en el estudio de la mecánica, de la óptica y del calor.
Finalmente, a un nivel aún más elevado, existe todavía otro conjunto de compromisos sin los cuales ningún hombre es un científico. Por ejem­plo, el científico debe interesarse por comprender el mundo y por extender la precisión y el alcance con que ha sido ordenado. A su vez, ese compro­miso debe llevarlo a analizar, ya sea por sí mismo o a través de sus colegas, algún aspecto de la naturaleza, con toda clase de detalles empíricos. Y si ese análisis pone de manifiesto bolsones de aparente desorden, entonces éstos deberán inci­tarlo a llevar a cabo un refinamiento nuevo de sus técnicas de observación o a una articulación ulte­rior de sus teorías. Indudablemente hay todavía otras reglas como estas, que los científicos de todas las épocas han mantenido.
La existencia de esta sólida red de compromi­sos —conceptuales, teóricos, instrumentales y me­todológicos— es una fuente principal de la metá­fora que relaciona a la ciencia normal con la resolución de enigmas. Debido a que proporciona reglas que dicen, a quien practica una especiali­dad madura, cómo son el mundo y su ciencia, el científico puede concentrarse con seguridad en los problemas esotéricos que le definen esas re­glas y los conocimientos existentes. Entonces, lo que constituye un reto para él es cómo llegar a resolver el enigma residual. En ese y otros as­pectos, una discusión de los enigmas y de las reglas, esclarece la naturaleza de la práctica cien­tífica normal. Sin embargo, en otro aspecto, ese
Boas, Osiris, x (1952), 412-541. Sobre sus efectos en la química de Boyle, véase "Robert Boyle and Structural Chemistry in the Seventeenth Century", de T. S. Kuhn, Isis, XLIII (1952), 12-36.


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esclarecimiento puede ser bastante engañoso. Aunque es evidente que hay reglas a las que se adhieren, en un momento dado, todos los profe­sionales que practican una especialidad científica, esas reglas pueden no especificar por sí mismas todo lo que tiene en común la práctica de esos especialistas. La ciencia normal es una actividad altamente determinada, pero no necesita estar determinada enteramente por reglas. Ésta es la razón por la cual, al comienzo de este ensayo, presenté paradigmas compartidos, más que re­glas, suposiciones y puntos de vista compartidos, como fuente de coherencia para las tradiciones de la investigación normal. Las reglas, según su­giero, se derivan de los paradigmas; pero éstos pueden dirigir la investigación, incluso sin reglas.


V. PRIORIDAD DE LOS PARADIGMAS
para descubrir la relación existente entre reglas, paradigmas y ciencia normal, tómese primera­mente en consideración cómo aisla el historiador los lugares particulares de compromiso que aca­bamos de describir como reglas aceptadas. Una investigación histórica profunda de una especia­lidad dada, en un momento dado, revela un con­junto de ilustraciones recurrentes y casi norma­lizadas de diversas teorías en sus aplicaciones conceptuales, instrumentales y de observación. Ésos son los paradigmas de la comunidad reve­lados en sus libros de texto, sus conferencias y sus ejercicios de laboratorio. Estudiándolos y ha­ciendo prácticas con ellos es como aprenden su profesión los miembros de la comunidad corres­pondiente. Por supuesto, el historiador descubri­rá, además, una zona de penumbra ocupada por realizaciones cuyo status aún está en duda; pero, habitualmente, el núcleo de técnicas y problemas resueltos estará claro. A pesar de las ambigüe­dades ocasionales, los paradigmas de una comu­nidad científica madura pueden determinarse con relativa facilidad.
La determinación de los paradigmas compar­tidos no es, sin embargo, la determinación de reglas compartidas. Esto exige una segunda eta­pa, de un tipo algo diferente. Al emprenderla, el historiador deberá comparar los paradigmas de la comunidad unos con otros y con sus informes corrientes de investigación. Al hacerlo así, su ob­jetivo es descubrir qué elementos aislables, ex­plícitos o implícitos, pueden haber abstraído los miembros de esa comunidad de sus paradigmas más globales, y empleado como reglas en sus in-
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vestigaciones. Cualquiera que haya tratado de describir o analizar la evolución de una tradición científica dada, habrá buscado, necesariamente, principios y reglas aceptados de ese tipo. Como lo indica la sección anterior, es casi seguro que haya tenido éxito, al menos de manera parcial. Pero, si su experiencia tiene alguna similitud con la mía, habrá descubierto que la búsqueda de reglas es más difícil y menos satisfactoria que la de para­digmas. Algunas de las generalizaciones que uti­lice para describir las creencias compartidas por la comunidad, no presentarán problemas. Sin em­bargo, otras, incluyendo algunas de las utilizadas anteriormente como ilustraciones, mostrarán un matiz demasiado fuerte. Expresadas de ese modo o de cualquier otra forma que pueda imaginarse, es casi seguro que hubieran sido rechazadas por algunos miembros del grupo que se esté estu­diando. Sin embargo, para comprender la coheren­cia de la tradición de investigación en términos de las reglas, se necesitarán ciertas especificacio­nes de base común en el campo correspondiente. Como resultado de ello, la búsqueda de un cuer­po de reglas pertinentes para constituir una tra­dición de investigación normal dada, se convierte en una fuente de frustración continua y profunda. Sin embargo, el reconocimiento de la frustra­ción hace posible diagnosticar su origen. Los científicos pueden estar de acuerdo en que New-ton, Lavoisier, Maxwell o Einstein produjeron una solución aparentemente permanente para un grupo de problemas extraordinarios y, no obs­tante, estar en desacuerdo, a veces sin darse cuen­ta plenamente de ello, en lo que respecta a las características abstractas particulares que hacen que esas soluciones sean permanentes. O sea, pueden estar de acuerdo en cuanto a su identifi­cación de un paradigma sin ponerse de acuerdo


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o, incluso, sin tratar siquiera de producir, una interpretación plena o racionalización de él. La falta de una interpretación ordinaria o de una reducción aceptada a reglas, no impedirá que un paradigma dirija las investigaciones. La ciencia normal puede determinarse en parte por medio de la inspección directa de los paradigmas, pro­ceso que frecuentemente resulta más sencillo con la ayuda de reglas y suposiciones, pero que no depende de la formulación de éstas. En realidad, La existencia de un paradigma ni siquiera debe implicar la existencia de algún conjunto completo de reglas.1
Inevitablemente, el primer efecto de esos enun­ciados es el de plantear problemas. A falta de un cuerpo pertinente de reglas, ¿qué es lo que liga al científico a una tradición particular de la ciencia normal? ¿Qué puede significar la frase 'inspección directa de paradigmas'? El finado Ludwig Wittgenstein dio respuestas parciales a esas preguntas, aunque en un contexto muy dife­rente. Debido a que este contexto es, a la vez, más elemental y más familiar, será conveniente que examinemos primeramente su forma del ar­gumento. ¿Qué debemos saber, preguntaba Witt­genstein, con el fin de aplicar términos como "silla', 'hoja' o 'juego' de manera inequívoca y sin provocar discusiones?2
Esta pregunta es muy antigua y generalmente
1  Michael Polanyi ha  desarrollado brillantemente  un
tema muy similar, arguyendo que gran parte del éxito
de los científicos  depende  del "conocimiento  tácito", o
sea, del conocimiento adquirido a través de la práctica
y que no puede expresarse de manera explícita. Véase su
obra Personal Knowledge (Chicago, 1958), sobre todo los
capítulos v y vi.
2  Ludwig   Wittgenstein,   Philosophical   Investigations,
trad. G. E. M. Anscombe.(Nueva York, 1953), pp. 31-36.
Sin embargo,  Wittgenstein  no dice  casi nada   sobre  el


PRIORIDAD DE LOS PARADIGMAS                          83
se ha respondido a ella diciendo que debemos saber, consciente o intuitivamente, qué es una silla, una hoja o un juego. O sea, debemos cono­cer un conjunto de atributos que todos los juegos tengan en común y sólo ellos. Sin embargo, Witt­genstein llegaba a la conclusión de que, dado el modo en que utilizamos el lenguaje y el tipo de mundo al cual se aplica, no es preciso que haya tal conjunto de características. Aunque un exa­men de algunos de los atributos compartidos por cierto número de juegos, sillas u hojas a menudo nos ayuda a aprender cómo emplear el término correspondiente, no existe un conjunto de carac­terísticas que sea aplicable simultáneamente a to­dos los miembros de la clase y sólo a ellos. En cambio, ante una actividad que no haya sido ob­servada previamente, aplicamos el término 'jue­go' debido a que lo que vemos tiene un gran "parecido de familia" con una serie de actividades que hemos aprendido a llamar previamente con ese nombre. En resumen, para Wittgenstein, los juegos, las sillas y las hojas son familias natura­les, cada una de las cuales está constituida por una red de semejanzas que se superponen y se entrecruzan. La existencia de esa red explica su­ficientemente el que logremos identificar al ob­jeto o a la actividad correspondientes. Sólo si las familias que nominamos se superponen y se mez­clan gradualmente unas con otras —o sea, sólo si no hubiera familias naturales— ello proporciona­ría nuestro éxito en la identificación y la nomi­nación, una prueba en pro de un conjunto de características comunes, correspondientes a cada uno de los nombres de clases que utilicemos. Algo muy similar puede ser válido para los
tipo de mundo que es necesario para sostener el proce­dimiento de denominación que subraya. Por consiguien­te, parte del punto que sigue no puede atribuírsele.


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diversos problemas y técnicas de investigación que surgen dentro de una única tradición de ciencia normal. Lo que tienen en común no es que satisfagan algún conjunto explícito, o incluso totalmente descubrible, de reglas y suposiciones que da a la tradición su carácter y su vigencia para el pensamiento científico. En lugar de ello pueden relacionarse, por semejanza o por emula­ción, con alguna parte del cuerpo científico que la comunidad en cuestión reconozca ya como una de sus realizaciones establecidas. Los cien­tíficos trabajan a partir de modelos adquiridos por medio de la educación y de la exposición sub­siguiente a la literatura, con frecuencia sin cono­cer del todo o necesitar conocer qué característi­cas les han dado a esos modelos su status de pa­radigmas de la comunidad. Por ello, no necesitan un conjunto completo de reglas. La coherencia mostrada por la tradición de la investigación de la que participan, puede no implicar siquiera la existencia de un cuerpo básico de reglas y supo­siciones que pudiera descubrir una investigación filosófica o histórica adicional. El hecho de que los científicos no pregunten o discutan habitual-mente lo que hace que un problema particular o una solución sean aceptables, nos inclina a su­poner que, al menos intuitivamente, conocen la respuesta. Pero puede indicar sólo que no le pa­recen importantes para su investigación ni la pre­gunta ni Ja respuesta. Los paradigmas pueden ser anteriores, más inflexibles y completos que cual­quier conjunto de reglas para la investigación que pudiera abstraerse inequívocamente de ellos. Hasta ahora, hemos desarrollado este tema des­de un punto de vista totalmente teórico: los para­digmas podrían determinar la ciencia normal sin intervención de reglas descubribles. Trataré aho­ra de aumentar tanto su claridad como su apre-


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mio, indicando algunas de las razones para creer que los paradigmas funcionan realmente en esa forma. La primera, que ya hemos examinado de manera bastante detallada, es la gran dificultad para descubrir las reglas que han guiado a las tradiciones particulares de la ciencia normal. Esta dificultad es casi la misma que la que encuentra el filósofo cuando trata de explicar qué es lo que tienen en común todos los juegos. La segunda, de la que la primera es realmente un corolario, tiene sus raíces en la naturaleza de la educación científica. Como debe ser obvio ya, los científicos nunca aprenden conceptos, leyes y teorías en abstracto y por sí mismos. En cambio, esas he­rramientas intelectuales las encuentran desde un principio en una unidad histórica y pedagógica­mente anterior que las presenta con sus aplica­ciones y a través de ellas. Una nueva teoría se anuncia siempre junto con aplicaciones a cierto rango concreto de fenómenos naturales; sin ellas, ni siquiera podría esperar ser aceptada. Después de su aceptación, esas mismas aplicaciones u otras acompañarán a la teoría en los libros de texto de donde aprenderán su profesión los futuros científicos. No se encuentran allí como mero adorno, ni siquiera como documentación. Por el contrario, el proceso de aprendizaje de una teo­ría depende del estudio de sus aplicaciones, in­cluyendo la práctica en la resolución de proble­mas, tanto con un lápiz y un papel como con instrumentos en el laboratorio. Por ejemplo, si el estudiante de la dinámica de Newton descubre alguna vez el significado de términos tales como 'fuerza', 'masa', 'espacio' y 'tiempo', lo hace me­nos a partir de las definiciones incompletas, aun­que a veces útiles, de su libro de texto, que por medio de la observación y la participación en la


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aplicación de esos conceptos a la resolución de problemas.
Ese proceso de aprendizaje por medio del es­tudio y de la práctica continúa durante todo el proceso de iniciación profesional. Cuando el es­tudiante progresa de su primer año de estudios hasta la tesis de doctorado y más allá, los pro­blemas que le son asignados van siendo cada vez, más complejos y con menos precedentes; pero continúan siguiendo de cerca al modelo de las realizaciones previas, como lo continuarán siguien­do los problemas que normalmente lo ocupen du­rante su subsiguiente carrera científica indepen­diente. Podemos con toda libertad suponer que en algún momento durante el proceso, el cientí­fico intuitivamente ha abstraído reglas del juego para él mismo, pero no hay muchas razones para creer eso. Aunque muchos científicos hablan con facilidad y brillantez sobre ciertas hipótesis indi­viduales que soportan alguna fracción concreta de investigación corriente, son poco mejores que los legos en la materia para caracterizar las bases establecidas de su campo, sus problemas y sus métodos aceptados. Si han aprendido alguna vez esas abstracciones, lo demuestran principalmente por medio de su habilidad para llevar a cabo in­vestigaciones brillantes. Sin embargo, esta habi­lidad puede comprenderse sin recurrir a hipotéti­cas reglas del juego.
Estas consecuencias de la educación científica tienen una recíproca que proporciona una ter­cera razón para suponer que los paradigmas guían la investigación tanto como modelos directos como por medio de reglas abstraídas. La ciencia normal puede seguir adelante sin reglas sólo en tanto la comunidad científica pertinente acepte sin discusión las soluciones de los problemas par­ticulares que ya se hayan llevado a cabo. Por


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consiguiente, las reglas deben hacerse importan­tes y desaparecer la despreocupación caracterís­tica hacia ellas, siempre que se sienta que los paradigmas o modelos son inseguros. Además, es eso lo que sucede exactamente. El periodo an­terior al paradigma sobre todo, está marcado re­gularmente por debates frecuentes y profundos sobre métodos, problemas y normas de soluciones aceptables, aun cuando esas discusiones sirven más para formar escuelas que para producir acuer­dos. Ya hemos presentado unos cuantos de esos debates en la óptica y la electricidad y desem­peñaron un papel todavía más importante en el desarrollo de la química en el siglo XVII y de la geología en el XIX.3 Por otra parte, esos debates no desaparecen de una vez por todas cuando sur­ge un paradigma. Aunque casi no existen durante los periodos de ciencia normal, se presentan regu­larmente poco antes de que se produzcan las revoluciones científicas y en el curso de éstas, los periodos en los que los paradigmas primero se ven atacados y más tarde sujetos a cambio. La transición de la mecánica de Newton a la me­cánica cuántica provocó muchos debates tanto sobre la naturaleza como sobre las normas de la física, algunos de los cuales continúan todavía en la actualidad.4 Todavía viven personas que pueden recordar las discusiones similares engen-
3 Sobre la química, véase: Les doctrines chimiques en
France du début du XVIIe á la fin du XVIIIe
siècle, de H. Metzger (París, 1923), pp. 24-27, 146-149; y Robert Boyle and Seventeenth-Century Chemistry, de Mane Boas (Cam­bridge, 1958), capítulo II. Sobre la geología, véase: "The Uniformitarian-Catastrophist Debate", de Walter F. Cannon, Isis, LI (1960), 38-55; y Génesis and Geology, de C. C.Gillispie (Cambridge, Mass., 1951), caps. IV-V.
4    Con respecto a las controversias sobre la mecánica
cuántica, véase: La crise de la physique quantique, de
Jean Ullmo (París, 1950), cap. II.


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dradas por la teoría electromagnética de Maxwell y por la mecánica estadística.5 Y antes aún, la asimilación de las mecánicas de Galileo y New-ton dio lugar a una serie de debates particular­mente famosa con los aristotélicos, los cartesia­nos y los leibnizianos sobre las normas legítimas de la ciencia.6 Cuando los científicos están en desacuerdo respecto a si los problemas funda­mentales de su campo han sido o no resueltos, la búsqueda de reglas adquiere una función que ordinariamente no tiene. Sin embargo, mientras continúan siendo seguros los paradigmas, pue­den funcionar sin acuerdo sobre la racionaliza­ción o sin ninguna tentativa en absoluto de ra­cionalización.
Podemos concluir esta sección con una cuarta razón para conceder a los paradigmas un status anterior al de las reglas y de los supuestos com­partidos. En la introducción a este ensayo se sugiere que puede haber revoluciones tanto gran­des como pequeñas, que algunas revoluciones afectan sólo a los miembros de una subespecia-lidad profesional y que, para esos grupos, incluso
5 Sobre la mecánica estadística, véase: La théorie physi-que au sens de Boltzmann et ses prolongements modernes, de René Rugas (Neuchâtel, 1959), pp. 158-84, 206-19. Sobre la recepción del trabajo de Maxwell, véase: "Maxwell's Influence in Germany", de Max Planck, en James Clerk Maxwell: A Commemoration Volume, 1831-1931 (Cam­bridge, 1931), pp. 45-65, sobre todo las pp. 58-63; y The Life of William Thompson Baron Kelvin of Largs, de Sil-vanus P. Thompson (Londres, 1910), II, 1021-27.
6 Como ejemplo de la lucha con los aristotélicos, véase: "A Documentary History of the Problem of Fall from Kepler to Newton", de A. Koyré, Transactions of the American Philosophical Society, xlv (1955), 329-95. Con respecto a los debates con los cartesianos y los leibnizia­nos, véase: L'iniroduction des théories de Newton en France au XVIIIe siècle, de Pierre Brunet (París, 1931); y From the Closed World to the Infinite Universe, de A. Koyré (Baltimore, 1957), cap. XI.


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el descubrimiento de un fenómeno nuevo e ines­perado puede ser revolucionario. En la sección siguiente presentaremos revoluciones selecciona­das de ese tipo y todavía no está muy claro cómo pueden existir. Si la ciencia normal es tan rígida y si las comunidades científicas están tan estrechamente unidas como implica la exposición anterior, ¿cómo es posible que un cambio de pa­radigma afecte sólo a un pequeño subgrupo? Lo que hasta ahora se ha dicho, puede haber pare­cido implicar que la ciencia normal es una em­presa única, monolítica y unificada, que debe sos­tenerse o derrumbarse tanto con cualquiera de sus paradigmas como con todos ellos juntos. Pero evidentemente, la ciencia raramente o nunca es de ese tipo. Con frecuencia, viendo todos los cam­pos al mismo tiempo, parece más bien una es­tructura desvencijada con muy poca coherencia entre sus diversas partes. Sin embargo, nada de lo dicho hasta este momento debería entrar en conflicto con esa observación tan familiar. Por el contrario, sustituyendo los paradigmas por re­glas podremos comprender con mayor facilidad la diversidad de los campos y las especialidades científicas. Las reglas explícitas, cuando existen, son generalmente comunes a un grupo científico muy amplio; pero no puede decirse lo mismo de los paradigmas. Quienes practican en campos muy separados, por ejemplo, la astronomía y la botánica taxonómica, se educan a través del es­tudio de logros muy distintos descritos en libros absolutamente diferentes. Incluso los hombres que se encuentran en el mismo campo o en otros campos estrechamente relacionados y que co­mienzan estudiando muchos de los mismos libros y de los mismos logros pueden, en el curso de su especialización profesional, adquirir paradigmas muy diferentes.


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Examinemos, para dar un solo ejemplo, la co­munidad amplia y diversa que constituyen todos los científicos físicos. A cada uno de los miem­bros de ese grupo se le enseñan en la actualidad las leyes de, por ejemplo, la mecánica cuántica, y la mayoría de ellos emplean esas leyes en algún momento de sus investigaciones o su enseñanza. Pero no todos ellos aprenden las mismas aplica­ciones de esas leyes y, por consiguiente, no son afectados de la misma forma por los cambios de la mecánica cuántica, en la práctica. En el curso de la especialización profesional, sólo unos cuan­tos científicos físicos se encuentran con los prin­cipios básicos de la mecánica cuántica. Otros estudian detalladamente las aplicaciones del pa­radigma de esos principios a la química, otros más a la física de los sólidos, etc. Lo que la mecánica cuántica signifique para cada uno de ellos dependerá de los cursos que haya seguido, los libros de texto que haya leído y los periódicos que estudie. De ello se desprende que, aun cuan­do un cambio de la ley de la mecánica cuántica sería revolucionario para todos esos grupos, un cambio que solo se refleja en alguna de las apli­caciones del paradigma de la mecánica cuántica sólo debe resultar revolucionario para los miem­bros de una subespecialidad profesional deter­minada. Para el resto de la profesión y para quie­nes practican otras ciencias físicas, ese cambio no necesitará ser revolucionario en absoluto. En resumen, aunque la mecánica cuántica (o la di­námica de Newton o la teoría electromagnética) es un paradigma para muchos grupos científicos, no es el mismo paradigma para todos ellos; pue­de, por consiguiente, determinar simultáneamente varias tradiciones de ciencia normal que, sin ser coextensivas, coinciden. Una revolución produ­cida en el interior de una de esas tradiciones no


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tendrá que extenderse necesariamente a todas las demás.
Una breve ilustración del efecto de la especia-lización podría dar a toda esta serie de puntos una fuerza adicional. Un investigador que espe­raba aprender algo sobre lo que creían los cien­tíficos qué era la teoría atómica, les preguntó a un físico distinguido y a un químico eminente si un átomo simple de helio era o no una molécu­la. Ambos respondieron sin vacilaciones, pero sus respuestas no fueron idénticas. Para el químico, el átomo de helio era una molécula, puesto que se comportaba como tal con respecto a la teoría cinética de los gases. Por la otra parte, para el físico, el átomo de helio no era una molécula, ya que no desplegaba un espectro molecular.7 Puede suponerse que ambos hombres estaban ha­blando de la misma partícula; pero se la repre­sentaban a través de la preparación y la práctica de investigación que les era propia. Su expe­riencia en la resolución de problemas les decía lo que debía ser una molécula. Indudablemente, sus experiencias habían tenido mucho en común; pero, en este caso, no les indicaban exactamente lo mismo a los dos especialistas. Conforme avan­cemos en el estudio de este tema, iremos descu­briendo cuántas consecuencias pueden ocasional­mente tener las diferencias de paradigma de este tipo.
7 El investigador era James K. Senior, con quien es­toy en deuda por un informe verbal. Algunos puntos relacionados son estudiados en su obra: "The Vernacular of the Laboratory", Philosophy of Science, XXV (1958), 163-68.

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