lunes, 20 de febrero de 2012

Libro: Thomas Kuhn (La Estructura de las Revoluciones Científicas) Parte 4/4 [Filosofía]

XIII. PROGRESO A TRAVÉS DE LAS REVOLUCIONES
en las páginas precedentes he incluido mi des­cripción esquemática del desarrollo científico hasta donde es posible llegar en este ensayo; no pueden, sin embargo, proporcionar una con­clusión completa. Si esta descripción ha captado la estructura esencial de la evolución continua de una ciencia, al mismo tiempo habrá planteado un problema: ¿por qué debe progresar continua­mente la empresa bosquejada antes, cuando, por ejemplo, el arte, la teoría política y la filosofía no lo hagan? ¿Por qué es el progreso una condi­ción reservada casi exclusivamente a las activi­dades que llamamos ciencia? Las respuestas más usuales a este problema, han sido negadas en el conjunto de este ensayo. Debemos concluirlo, por consiguiente, preguntando si pueden hallarse substitutos.
Puede notarse, inmediatamente, que parte de la pregunta es absolutamente semántica. En me­dida muy grande, el término 'ciencia' está reser­vado a campos que progresan de manera eviden­te. En ninguna parte se muestra esto de manera más clara que en los debates repetidos sobre si una u otra de las ciencias sociales contemporá­neas es en realidad una ciencia. Esos debates tie­nen paralelos en los periodos anteriores a los paradigmas de los campos que, en la actualidad, son sin vacilaciones llamados ciencias. Su resul­tado ostensible es una definición completa de ese término turbador. Por ejemplo, hay hombres que pretenden que la psicología es una ciencia, debi­do a que posee tales y cuales características. Otros, al contrario, arguyen que esas caracterís-
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ticas son innecesarias o que no son suficientes para convertir a ese campo en una ciencia. Con frecuencia se gastan grandes energías, se des­piertan grandes pasiones y los observadores ex­teriores tienen grandes dificultades para saber por qué. ¿Hay mucho que pueda depender de una definición de 'ciencia'? ¿Puede una defini­ción indicarle a un hombre si es o no un científi­co? En ese caso, ¿por qué no se preocupan los artistas o los científicos naturales por la defini­ción del término? De manera inevitable, llegamos a sospechar que lo que se encuentra en juego es algo más fundamental. Es probable que, en rea­lidad, se hagan preguntas como las siguientes: ¿por qué no progresa mi campo del mismo modo que lo hace, por ejemplo, la física? ¿Qué cam­bios de técnicas, de métodos o de ideología lo harían capaz de progresar en esa forma? Éstas sin embargo, no son preguntas que pudieran res­ponder a un acuerdo con respecto a la defini­ción. Además, si sirve el precedente de las ciencias naturales, no cesarán de ser una causa de preo­cupación cuando se halle una definición, sino cuando los grupos que actualmente ponen en duda su propio status lleguen a un consenso so­bre sus realizaciones pasadas y presentes. Por ejemplo, puede ser significativo que los econo­mistas arguyan menos sobre si su campo es o no una ciencia que el que lo hagan los profesionales de varios otros campos de las ciencias sociales. ¿Se debe esto a que los economistas saben qué es la ciencia? ¿O es más bien la economía la que los hace estar de acuerdo?
Este punto tiene una recíproca que, aunque ya no sea simplemente semántica, puede ayudar a mostrar las conexiones inextricables entre nues­tras nociones de ciencia y de progreso. Durante muchos siglos, tanto en la Antigüedad como en

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los comienzos de la Europa moderna, la pintura fue considerada la disciplina acumulativa. Du­rante esos años, se suponía que la meta del artista era la representación. Los críticos y los histo­riadores, como Plinio y Vasari, registraron con veneración la serie de inventos que, desde el es­corzo hasta el claroscuro, habían hecho posible, sucesivamente, representaciones más perfectas de la naturaleza.1 Pero ésos son también los años, particularmente durante el Renacimiento, cuan­do no se consideraba que hubiera una gran sepa­ración entre las ciencias y las artes. Leonardo era sólo uno de entre muchos hombres que pa­saba libremente de uno a otro campo, los que sólo más tarde se hicieron categóricamente dis­tintos.2 Además, incluso después de que cesó ese intercambio continuo, el término 'arte' continuó aplicándose tanto a la tecnología y a las artesa­nías, las que también se consideraban como pro­gresivas, como a la pintura y a la escultura. Sólo cuando estas últimas renunciaron de manera ine­quívoca a la representación como finalidad y comenzaron a aprender nuevamente de los mo­delos antiguos, obtuvo su profundidad actual la separación que, hoy en día, damos por sentada. E incluso en la actualidad, cambiando de campos una vez más, parte de nuestra dificultad para ver las diferencias profundas entre la ciencia y la tecnología debe relacionarse con el hecho de que el progreso es un atributo evidente de ambos campos. Sin embargo, puede sólo aclarar, no resolver,
1 E. H. Gombrich, Art and Illusion: A Study in the Psychology of Pictorial Representation (Nueva York, 1960), pp. 11-12.
2 Idem., p. 97; y Giorgio de Santillana, "The Role of Art in the Scientific Renaissance", en Critical Problems in the History of Science, ed. M. Clagett (Madison, Wis., 1959), pp. 33-65.

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nuestras dificultades presentes el reconocer que tenemos tendencia a ver como ciencia a cualquier campo en donde el progreso sea notable. Queda el problema de comprender por qué el progreso debe ser una característica tan valiosa de una actividad llevada a cabo con las técnicas y las finalidades que hemos descrito en este ensayo. Esta pregunta resulta ser múltiple y tendremos que examinar cada una de sus ramificaciones por separado. Sin embargo, en todos los casos, con excepción del último, su resolución dependerá en parte de una inversión de nuestra visión nor­mal de la relación entre la actividad científica y la comunidad que la practica. Debemos apren­der a reconocer como causas lo que ordinaria­mente hemos considerado efectos. Si logramos hacer esto, las frases 'progreso científico' e in­cluso 'objetividad científica' pueden llegar a pa­recer en parte redundantes En realidad, aca­bamos de ilustrar uno de los aspectos de la redundancia. ¿Progresa un campo debido a que es una ciencia, o es una ciencia debido a que pro­gresa?
Preguntémonos ahora por qué debe progresar una empresa como la ciencia normal y comence­mos recordando algunas de sus características más notables. Normalmente, los miembros de una comunidad científica madura trabajan a partir de un paradigma simple o de un conjunto de paradigmas estrechamente relacionados. Es muy raro que comunidades científicas diferentes in­vestiguen los mismos problemas. En esos casos excepcionales, los grupos comparten varios de los principales paradigmas. Sin embargo, viéndolo desde el punto de vista de cualquier comunidad simple, sea o no de científicos, el resultado del trabajo creador exitoso es el progreso. ¿Cómo podría ser de otra forma? Por ejemplo, acaba-

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mos de hacer notar que mientras los artistas aceptaron como meta la representación, tanto los críticos como los historiadores registraron el progreso del grupo aparentemente unido. Otros campos creadores muestran progresos del mismo tipo. El teólogo que articula el dogma o el filó­sofo que refina los imperativos de Kant contri­buye al progreso, aunque sólo sea al del gru­po que comparte sus premisas. Ninguna escuela creadora reconoce una categoría de trabajo que, por una parte, sea un éxito de creación, pero que, por otra parte, no sea una adición a la reali­zación colectiva del grupo. Si ponemos en duda, como lo hacen muchos, que progresen los cam­pos no científicos, ello no se deberá a que las escuelas individuales no progresen. Más bien, debe ser porque hay siempre escuelas competi­doras, cada una de las cuales pone constante­mente en tela de juicio los fundamentos mismos de las otras. £1 hombre que pretende que la filo­sofía, por ejemplo, no ha progresado, subraya el hecho de que haya todavía aristotélicos, no que el aristotelismo no haya progresado.
Sin embargo, esas dudas sobre el progreso se presentan también en las ciencias. Durante todo el periodo anterior al paradigma, cuando hay gran número de escuelas en competencia, las pruebas de progreso, excepto en el interior de las escue­las, son muy difíciles de encontrar. Éste es el periodo descrito en la sección II como aquel durante el cual los individuos practican la cien­cia, pero donde los resultados de su empresa no se suman a la ciencia, tal y como la conocemos. Y nuevamente, durante periodos revolucionarios, cuando se encuentren en juego una vez más los principios fundamentales de un campo, se expre­sarán repetidamente dudas sobre la posibilidad misma de un progreso continuo si se adopta uno

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u otro de los paradigmas opuestos. Los que re­chazaban el newtonismo proclamaban que su de­pendencia de las fuer/as innatas haría regresar a la ciencia a las Edades Oscuras. Los que se oponían a la química de Lavoisier sostenían que el rechazo de los "principios" químicos en favor de los elementos de laboratorio era el rechazo de una explicación química lograda, rechazo reali­zado por quienes iban a refugiarse en un simple nombre. Un sentimiento similar, aunque expre­sado de manera más moderada, parece encon­trarse en la base de la oposición de Einstein, Bohm y otros a la interpretación probabilista do­minante en la mecánica cuántica. En resumen, sólo durante los periodos de ciencia normal el progreso parece ser evidente y estar asegura­do. Durante esos periodos, sin embargo, la co­munidad científica no puede ver los frutos de su trabajo en ninguna otra forma.
Así pues, con respecto a la ciencia normal, par­te de la respuesta al problema del progreso se encuentra simplemente en el ojo del espectador. El progreso científico no es de un tipo diferente al progreso en otros campos; pero la ausencia, durante ciertos periodos, de escuelas competido­ras que se cuestionen recíprocamente propósitos y normas, hace que el progreso de una comuni­dad científica normal, se perciba en mayor faci­lidad. Esto sin embargo, es sólo parte de la res­puesta y de ninguna manera la más importante. Por ejemplo, ya hemos notado que una vez que la aceptación de un paradigma común ha libe­rado a la comunidad científica de la necesidad de reexaminar constantemente sus primeros prin­cipios, los miembros de esa comunidad pueden concentrarse exclusivamente en los más sutiles y esotéricos de los fenómenos que le interesan. Inevitablemente, esto hace aumentar tanto el vi-

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gor como la eficiencia con que el grupo, como un todo, resuelve los problemas nuevos que se presentan. Otros aspectos de la vida profesional en las ciencias realzan todavía más esa tan espe­cial eficiencia.
Algunos de ellos son consecuencias del aisla­miento sin paralelo de las comunidades cientí­ficas maduras, respecto de las exigencias de los profanos y de la vida cotidiana. Ese aislamiento no ha sido nunca completo, estamos discutiendo ahora cuestiones de grado. Sin embargo, no hay otras comunidades profesionales en las que el trabajo creador individual esté tan exclusivamen­te dirigido a otros miembros de la profesión y sea evaluado por éstos. El más esotérico de los poetas o el más abstracto de los teólogos se preo­cupa mucho más que el científico respecto a la aprobación de su trabajo creador por los profa­nos, aun cuando puede estar todavía menos inte­resado en la aprobación en general. Esta diferen­cia resulta importante. Debido a que trabaja sólo para una audiencia de colegas que compar­ten sus propios valores y sus creencias, el cien­tífico puede dar por sentado un conjunto único de normas. No necesita preocuparse de lo que pueda pensar otro grupo o escuela y puede, por consiguiente, resolver un problema y pasar al si­guiente con mayor rapidez que la de los que tra­bajan para un grupo más heterodoxo. Lo que es todavía más importante, el aislamiento de la co­munidad científica con respecto a la sociedad, permite que el científico individual concentre su atención en problemas sobre los que tiene bue­nas razones para creer que es capaz de resolver. A diferencia de los ingenieros y de muchos doc­tores y la mayor parte de los teólogos, el cientí­fico no necesita escoger problemas en razón de que sea urgente resolverlos y sin tomar en consi-

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deración los instrumentos disponibles para su resolución. También a ese respecto, el contraste entre los científicos naturalistas y muchos cien­tíficos sociales resulta aleccionador. Los últimos tienden a menudo, lo que los primeros casi nun­ca hacen, a defender su elección de un problema para investigación —p. ej. los efectos de la discri­minación racial o las causas del ciclo de nego­cios—, principalmente en términos de la impor­tancia social de lograr una solución. ¿De qué grupo puede esperarse entonces que resuelva sus problemas a un ritmo más rápido?
Los efectos del aislamiento respecto de la so­ciedad mayor se intensifican mucho por otra ca­racterística de la comunidad científica profesio­nal, la naturaleza de su iniciación educativa. En la música, en las artes gráficas y en la literatura, el profesional obtiene su instrucción mediante la observación de los trabajos de otros artistas, principalmente artistas anteriores. Los libros de texto, excepto los compendios o los manuales de creaciones originales, sólo tienen un papel se­cundario. En la historia, la filosofía y las ciencias sociales, los libros de texto tienen una impor­tancia mucho mayor. Pero incluso en esos cam­pos, los cursos elementales de los colegios emplean lecturas paralelas en fuentes originales, algunas de ellas de los "clásicos" del campo, otras de los informes de la investigación contemporánea que los profesionales escriben unos para otros. Como resultado de ello, el estudiante de cualquiera de esas disciplinas está constantemente al tanto de la inmensa variedad de problemas que los miem­bros de su futuro grupo han tratado de resolver, en el transcurso del tiempo. Algo todavía más importante, es que tiene siempre ante él numero­sas soluciones, inconmensurables y en competen­cia, para los mencionados problemas, soluciones

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que en última instancia tendrá que evaluar por sí mismo.
Compárese esta situación con la de las cien­cias naturales contemporáneas. En estos campos, el estudiante depende principalmente de los li­bros de texto hasta que, en su tercero o cuarto año de trabajo como graduado, inicia sus propias investigaciones. Muchos planes de estudio de las ciencias ni siquiera exigen a los graduados que lean obras no escritas especialmente para los estudiantes. Los pocos que asignan lecturas su­plementarias en escritos de investigación y mo­nografías, restringen tales asignaciones a los cur­sos más avanzados y a los materiales que, más o menos, se inician donde quedaron los libros de texto. Hasta las últimas etapas de la instrucción de un científico, los libros de texto substituyen sistemáticamente a la literatura científica crea­dora que los hace posibles. Teniendo en cuenta la confianza en sus paradigmas, que hace que esa técnica de enseñanza sea posible, pocos cientí­ficos desearían cambiarla. Después de todo, ¿por qué debe el estudiante de física leer, por ejemplo, las obras de Newton, Faraday, Einstein o Schröd-inger, cuando todo lo que necesita saber sobre esos trabajos se encuentra recapitulado en forma mucho más breve, más precisa y más sistemática en una serie de libros de texto que se encuen­tran al día?
Sin desear defender los extremos excesivos a que se ha llevado a veces este tipo de educación, no podemos dejar de notar que, en general, ha sido inmensamente efectivo. Por supuesto, se tra­ta de una educación estrecha y rígida, probable­mente más que ninguna otra, exceptuando quizá la teología ortodoxa. Pero para los trabajos de ciencia normal, para la resolución de enigmas den­tro de la tradición que definen, los libros de

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texto, el científico se encuentra casi perfecta­mente preparado. Además, está igualmente bien equipado para otra tarea —la generación de cri­sis significantes a través de la ciencia normal. Por supuesto, cuando éstas se presentan, el cien­tífico no se encontrará tan bien preparado. Aun cuando las crisis prolongadas probablemente se reflejan en prácticas menos rígidas de educación, la preparación científica no está bien diseñada para producir al hombre que pueda con facilidad descubrir un enfoque original. Pero en tanto haya alguien que se presente con un nuevo can­didato a paradigma —habitualmente un hombre joven o algún novato en el campo— la pérdida debida a la rigidez corresponderá sólo al indivi­duo. Dada una generación en la que efectuar el cambio, la rigidez individual es compatible con una comunidad que pueda pasar de un paradig­ma a otro cuando la ocasión lo exija. Es par­ticularmente compatible cuando esa misma rigidez proporciona a la comunidad un indicador sensi­ble de que hay algo que va mal.
Así pues, en su estado normal, una comunidad científica es un instrumento inmensamente efi­ciente para resolver los problemas o los enigmas que define su paradigma. Además, el resultado de la resolución de esos problemas debe ser ine­vitablemente el progreso. En este caso no existe ningún problema. Sin embargo, el ver todo eso sólo realza la segunda parte del problema del progreso de las ciencias, la más importante. Por consiguiente, volvámonos hacia ella y hagamos la pregunta relativa al progreso por medio de la ciencia no-ordinaria. ¿Por qué es también el pro­greso, aparentemente, un acompañante universal de las revoluciones científicas? Una vez más, po­demos aprender mucho al preguntar qué otro podría ser el resultado de una revolución. Las

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revoluciones concluyen con una victoria total de uno de los dos campos rivales. ¿Dirá alguna vez ese grupo que el resultado de su victoria ha sido algo inferior al progreso? Eso sería tanto como admitir que estaban equivocados y que sus opo­nentes estaban en lo cierto. Para ello, al menos, el resultado de la revolución debe ser el progreso y se encuentran en una magnífica posición para asegurarse de que los miembros futuros de su comunidad verán la historia pasada de la misma forma. En la Sección XI describimos detalla­damente las técnicas por medio de las que se logra esto y hemos presentado nuevamente un aspecto estrechamente vinculado con la vida cien­tífica profesional. Cuando una comunidad cientí­fica repudia un paradigma anterior, renuncia, al mismo tiempo, como tema propio para el escrutinio profesional, a la mayoría de los libros y artículos en que se incluye dicho paradigma. La educación científica no utiliza ningún equiva­lente al museo de arte o a la biblioteca de libros clásicos y el resultado es una distorsión, a veces muy drástica, de la percepción que tiene el cien­tífico del pasado de su disciplina. Más que quie­nes practican en otros campos creadores, llega a ver ese pasado como una línea recta que conduce a la situación actual de la disciplina. En resu­rten, llega a verlo como progreso. En tanto per­manece dentro del campo, no le queda ninguna alternativa.
Inevitablemente, estas observaciones sugerirán que el miembro de una comunidad científica ma­dura es, como el personaje típico de 1984 de Orwell, la víctima de una historia reescrita por quienes están en el poder. Esa sugestión, además, no es completamente inapropiada. En las revo­luciones científicas hay tanto pérdidas como ga­nancias y los científicos tienen una tendencia

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peculiar a no ver las primeras.3 Por otra parte, ninguna explicación del progreso por medio de la revolución puede detenerse en este punto. El hacerlo implicaría que, en las ciencias, el poder hace el derecho, una formulación que, nuevamen­te, no sería completamente errónea si no supri­miera la naturaleza del proceso y de la autoridad mediante la que se hace la elección entre los paradigmas. Si la autoridad aislada, sobre todo si se trata de una autoridad no profesional, fue­ra el arbitró de los debates paradigmáticos, el resultado de esos debates podría ser todavía una revolución, pero no sería una revolución cientí­fica. La existencia misma de la ciencia depende de que el poder de escoger entre paradigmas se delegue en los miembros de una comunidad de tipo especial. Lo especial que esta comunidad deba ser para que la ciencia sobreviva y se desa­rrolle, puede estar indicado en la fragilidad mis­ma del dominio de la humanidad sobre la em­presa científica. Todas las civilizaciones de las que tenemos registros han poseído una tecnolo­gía, un arte, una religión, un sistema político, leyes, etc. En muchos casos, estas facetas de la civilización han sido tan desarrolladas como las nuestras. Pero sólo las civilizaciones que des­cienden de la Grecia helénica poseyeron algo más que una ciencia rudimentaria. El caudal de co­nocimientos científicos es un producto de Europa en los últimos cuatro siglos. Ningún otro lugar
3 Los historiadores de la ciencia encuentran frecuen­temente esa ceguera en una forma particularmente llama­tiva. El grupo de estudiantes que llega a ellos procedente de las ciencias es, muy a menudo, el mejor grupo al que enseñan. Pero es también el que más frustraciones pro­porciona al comienzo. Debido a que los estudiantes de ciencias "conocen las respuestas correctas", es particu­larmente difícil hacerles analizar una ciencia más antigua en sus propios términos.

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o época ha contado con las comunidades tan es­peciales de las que procede la productividad cien­tífica.
¿Cuáles son las características esenciales de esas comunidades? Evidentemente, ello requiere un estudio mucho mayor. En esta área, sólo son posibles generalizaciones de tanteo. Sin embargo, cierto número de requisitos para pertenecer como miembro a un grupo científico profesional debe ser ya netamente claro. Por ejemplo, el cientí­fico deberá interesarse por resolver problemas sobre el comportamiento de la naturaleza. Ade­más, aunque esta preocupación por la naturaleza pueda tener una amplitud global, los problemas sobre los que el científico trabaje deberán ser de detalle. Lo que es más importante todavía, las soluciones que le satisfagan podrán no ser sólo personales, sino que deberán ser aceptadas por muchos como soluciones. Sin embargo, el grupo que las comparta no puede ser tomado fortuitamente de la sociedad como un todo, sino más bien de la bien definida comunidad de los colegas profesionales del científico. Una de las le­yes más firmes, aun cuando no escritas, de la vida científica es la prohibición de hacer llama­mientos, en asuntos científicos, a los jefes de Estado o a las poblaciones en conjunto. El reco­nocimiento de la existencia de un grupo profesio­nal que sea competente de manera única en la materia y la aceptación de su papel como arbitro exclusivo en los logros profesionales tienen otras implicaciones. Los miembros del grupo, como in­dividuos y en virtud de su preparación y la ex­periencia que comparten, deberán ser considera­dos como los únicos poseedores de las reglas del juego o de alguna base equivalente para emitir juicios inequívocos. El poner en duda que com­parten esa base para las evacuaciones seria tanto

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como admitir la existencia de normas para la investigación científica, incompatibles. Esta ad­misión inevitablemente plantearía la pregunta de si la verdad en las ciencias puede ser una.
Esta pequeña lista de características comunes a las comunidades científicas ha sido sacada ínte­gramente de la práctica de la ciencia normal y es preciso que haya sido así. Es ésa la actividad para la que el científico es ordinariamente pre­parado. Nótese, sin embargó, que a pesar de su tamaño pequeño, la lista es ya suficiente para separar a esas comunidades de todos los demás grupos profesionales. Nótese también que, a pe­sar de que tiene su fuente en la ciencia normal, la lista explica muchas de las características espe­ciales de la respuesta del grupo durante las revo­luciones y, sobre todo, durante los debates para­digmáticos. Ya hemos observado que un grupo de ese tipo debe ver como progreso el cambio de paradigma. Ahora debemos reconocer que la per­cepción es autosatisfactoria en muchos aspectos. La comunidad científica es un instrumento su­premamente eficiente para llevar al máximo la limitación y el número de los problemas resuel­tos a través del cambio de paradigma.
Ya que el problema resuelto es la unidad de la investigación científica y debido a que el grupo conoce ya qué problemas han sido resueltos, a pocos científicos se podrá convencer con facilidad para que adopten un punto de vista que nueva­mente ponga en tela de juicio muchos problemas previamente resueltos. La naturaleza misma de­berá primeramente socavar la seguridad profe­sional, haciendo que las investigaciones anteriores parezcan problemáticas. Además, incluso cuando haya ocurrido esto y se haya presentado un nue­vo candidato a paradigma, los científicos se mos­trarán renuentes a adoptarlo a menos que estén

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convencidos de que se satisfacen dos condiciones importantes. Primeramente, el nuevo candidato deberá parecer capaz de resolver algún problema extraordinario y generalmente reconocido, que de ninguna otra forma pueda solucionarse. En segun­do lugar, el nuevo paradigma deberá prometer preservar una parte relativamente grande de la ha­bilidad concreta para la solución de problemas que la ciencia ha adquirido a través de sus para­digmas anteriores. La novedad por sí misma no es tan deseable en las ciencias como en muchos otros campos creativos. Como resultado de ello, aunque los nuevos paradigmas raramente o nun­ca poseen todas las capacidades de sus predece­sores, habitualmente preservan una multitud de las partes más concretas de las realizaciones pa­sadas y permiten siempre, además, soluciones con­cretas y adicionales de problemas.
Todo esto no quiere decir que la capacidad para resolver problemas constituya una base única o inequívoca para la selección de un paradigma. Ya hemos hecho notar muchas razones por las que no es posible que exista un criterio de este tipo. Pero sí quiere decir que una comunidad de especialistas científicos hará todo lo que pueda para asegurar el desarrollo continuado de los datos reunidos, que ella puede tratar con pre­cisión y de manera detallada. En el proceso, la comunidad sufrirá pérdidas. Con frecuencia, de­ben eliminarse ciertos problemas antiguos. Ade­más, frecuentemente, la revolución disminuye el alcance de los intereses profesionales de la co­munidad, aumenta su grado de especialización y reduce sus comunicaciones con otros grupos, tan­to de científicos como de profanos. Aunque es seguro que la ciencia aumenta en profundidad, no puede crecer en el mismo grado en anchura y, si lo hace, esa amplitud se manifestará princi-

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pálmente en la proliferación de especialidades científicas y no en el alcance de alguna singular especialidad aislada. Sin embargo, a pesar de esas y otras pérdidas para las comunidades indi­viduales, la naturaleza de tales comunidades pro­porciona una garantía virtual de que tanto la lista de problemas resueltos por la ciencia como la limitación de las soluciones individuales de los problemas irán aumentando cada vez más. Por lo menos, si es que es posible proporcionar tal garantía, la naturaleza de la comunidad la pro­porciona. ¿Qué mejor criterio puede existir que la decisión del grupo científico?
Estos últimos párrafos indican las direcciones en que creo que debe buscarse una solución más refinada para el problema del progreso de las ciencias. Quizá indiquen que el progreso cientí­fico no es completamente lo que creíamos. Pero al mismo tiempo muestran que, de manera ine­vitable, algún tipo de progreso debe caracterizar a las actividades científicas, en tanto dichas acti­vidades sobrevivan. En las ciencias no es necesa­rio que haya progreso de otra índole. Para ser más precisos, es posible que tengamos que renun­ciar a la noción, explícita o implícita, de que los cambios de paradigma llevan a los científicos, y a aquellos que de tales aprenden, cada vez más cerca de la verdad.
Ya es tiempo de hacer notar que hasta las páginas finales de este ensayo, no se ha incluido el término 'verdad' sino en una cita de Francis Bacon. E incluso en esas páginas, sólo fue in­cluido como una fuente de la convicción de los científicos de que para la práctica de las ciencias no pueden coexistir reglas incompatibles, excepto durante las revoluciones, cuando la tarea princi­pal de la profesión es eliminar todos los conjuntos de reglas excepto uno. El proceso de desarrollo

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descrito en este ensayo ha sido un proceso de evolución desde los comienzos primitivos, un pro­ceso cuyas etapas sucesivas se caracterizan por una comprensión cada vez más detallada y refi­nada de la naturaleza. Pero nada de lo que hemos dicho o de lo que digamos hará que sea un pro­ceso de evolución hacia algo. Inevitablemente, esa laguna habrá molestado a muchos lectores. Todos estamos profundamente acostumbrados a considerar a la ciencia como la empresa que se acerca cada vez más a alguna meta establecida de antemano por la naturaleza.
Pero, ¿es preciso que exista esa meta? ¿No podemos explicar tanto la existencia de la ciencia como su éxito en términos de evolución a partir del estado de conocimientos de una comunidad en un momento dado? ¿Ayuda realmente el ima­ginar que existe alguna explicación plena, objeti­va y verdadera de la naturaleza y que la medida apropiada de la investigación científica es la elongación con que nos acerca cada vez más a esa meta final? Si podemos aprender a sustituir la-evolución-hacia-lo-que-deseamos-conocer por la-evolución-a-partir-de-lo-que-conceemos, muchos problemas difíciles desaparecerán en el proceso. Por ejemplo, en algún lugar de ese laberinto debe encontrarse el problema de la inducción.
No puedo especificar todavía, en forma deta­llada, las consecuencias de esta visión alternativa del avance científico; pero ayuda a reconocer que la trasposición conceptual que recomenda­mos aquí, es muy cercana a la que emprendió el Occidente hace un siglo. Es particularmente útil debido a que, en ambos casos, el obstáculo prin­cipal para la transposición es el mismo. Cuando Darwin en 1859 publicó por primera vez su teo­ría de la evolución por selección natural, lo que más molestó a muchos profesionales no fue la

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noción del cambio de las especies ni la posible descendencia del hombre a partir del mono. Las pruebas indicadoras de la evolución, incluyendo la del hombre, se habían estado acumulando du­rante varias décadas y la idea de la evolución había sido sugerida y se había diseminado am­pliamente, antes. Aunque la evolución, como tal, encontró resistencia, particularmente por parte de ciertos grupos religiosos, no era, de ninguna manera, la mayor de las dificultades a que se enfrentaron los darwinianos. Esta dificultad sur­gió de una idea que era más cercana a la de Darwin. Todas las teorías conocidas sobre la evolución antes de Darwin —las de Lamarck, Chambers, Spencer y los Naturphilosophen ale­manes— habían considerado a la evolución como un proceso dirigido hacia un fin. Se creía que la "idea" del hombre y de la flora y la fauna contemporánea había estado presente, desde la primera creación de la vida, quizá en la mente de Dios. Esta idea o plan había proporcionado la dirección y el impulso conductor, para todo el pro­ceso de evolución. Cada nueva etapa del desarro­llo evolucionario era una realización más perfec­cionada de un plan que desde el principio había existido.4
Para muchos hombres, la abolición de ese tipo teleológico de evolución era la más importante y desagradable sugerencia de Darwin.5 El Origin of Species no reconoció ninguna meta establecida por Dios o por la naturaleza. En lugar de ello, la selección natural, operando en un medio ambien-
4    Loren Eiseley, Darwin's Century: Evolution and the
Men Who Discovered It (Nueva York, 1958), caps. II, IV-V.
5   Con respecto a  un  informe  particularmente  agudo
de la lucha de un darwinista prominente con este proble­
ma, véase Asa Gray, 1810-1888, de A. Hunter Dupree (Cam­
bridge, Mass., 1959), pp. 295-306, 355-83.

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te dado y con los organismos que tenía entonces a su disposición, era responsable del surgimiento, gradual pero continuo, de organismos más com­plejos y articulados y mucho más especializados. Incluso órganos tan maravillosamente adaptados como el ojo y la mano del hombre —órganos cuyo diseño antes había proporcionado poderosos argumentos en pro de la existencia de un supre­mo artífice y de un plan previo— eran produc­tos de un proceso que a partir de los comienzos primitivos progresaba continuamente pero no hacía una meta. La creencia de que la selección natural, resultante de la mera competencia entre organismos por la supervivencia, pudiera haber producido, junto con los animales superiores y las plantas al hombre, era el aspecto más difícil y molesto de la teoría de Darwin. ¿Qué pueden significar 'evolución', 'desarrollo' y 'progreso' a falta de una meta específica? A muchas personas esos términos les parecieron repentinamente auto-contradictorios.
La analogía que relaciona la evolución de los organismos con la de las ideas científicas puede con facilidad llevarse demasiado lejos. Pero en lo que respecta a los problemas de esta última sección del ensayo es casi perfecta. El proceso descrito como la resolución de las revoluciones en la sección XII constituye, dentro de la comu­nidad científica, la selección, a través de la pug­na, del mejor camino para la práctica de la ciencia futura. El resultado neto de una secuen­cia de tales selecciones revolucionarias, separado por periodos de investigación normal, es el con­junto de documentos, maravillosamente adaptado, que denominamos conocimiento científico moder­no. Las etapas sucesivas en ese proceso de desa-rrollo se caracterizan por un aumento en la ar­ticulación y la especialización. Y todo el proceso

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pudo tener lugar, como suponemos actualmente que ocurrió la evolución biológica, sin el bene­ficio de una meta establecida, de una verdad científica fija y permanente, de la que cada etapa del desarrollo de los conocimientos científicos fuera un mejor ejemplo.
Todo aquel que haya seguido hasta aquí la ar­gumentación sentirá, no obstante, la necesidad de preguntar por qué debe funcionar el proceso evolucionado. ¿Qué debe ser la naturaleza, in­cluyendo al hombre, para que la ciencia sea posi­ble? ¿Por qué deben ser capaces las comunidades científicas de llegar a un consenso firme, inalcan­zable en otros campos? ¿Por qué después de los diferentes cambios de paradigmas debe durar ese consenso? ¿Y por qué el cambio de paradigma produce, invariablemente, un instrumento más perfecto en cualquier sentido que todos los antes conocidos? Desde un punto de vista estas pre­guntas, exceptuando la primera, han sido con­testadas ya. Pero, desde otra perspectiva, se encuentran todavía tan abiertas como cuando ini­ciamos este ensayo. No es sólo la comunidad científica la que debe ser especial. El mundo del que esa comunidad forma parte debe también poseer características muy especiales y no esta­mos más cerca al principio de saber qué deben ser. Ese problema —¿cómo debe ser el mundo para que el hombre pueda conocerlo?— no fue sin embargo, creado por este ensayo. Al contra­rio, es tan viejo como la ciencia misma y conti­núa sin respuesta. Pero no necesitamos resolverlo en este ensayo. Cualquier concepción de la natu­raleza que sea compatible con el crecimiento de la ciencia por medio de pruebas, es compatible con la visión evolutiva de la ciencia que hemos desarrollado. Puesto que esa visión es compati­ble también con la observación atenta de la

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vida científica, hay argumentos poderosos en fa­vor de su empleo, en los intentos hechos para resolver la multitud de problemas que todavía no tienen respuesta.

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han transcurrido casi siete años desde la prime­ra publicación de este libro.1 En el ínterin, tanto la respuesta de la crítica como mi propio trabajo nuevo han aumentado mi comprensión de un buen número de los asuntos en cuestión. En lo fundamental, mi punto de vista casi no ha cam­biado, pero hoy reconozco aspectos de su formu­lación inicial que crean dificultades y equívocos gratuitos. Como algunos de esos equívocos han sido de mi propia cosecha, su eliminación me per­mite ganar un terreno que, a la postre, podrá constituir la base de una nueva versión del libro.2 Mientras tanto, aprovecho la oportunidad para esbozar algunas revisiones necesarias, comentar algunas críticas reiteradas y esbozar las direccio­nes que hoy está siguiendo mi propio pensa­miento.3
1 Esta posdata fue preparada originalmente a sugeren­cia del que fue mi alumno y por mucho tiempo mi amigo, Dr. Shigeru Nakayama, de la Universidad de Tokio, para incluirla en la versión japonesa de este libro. Le estoy agradecido por su idea, por su paciencia al esperar sus resultados y por su permiso para incluir su resultado en la edición en idioma inglés.
2 Para esta edición he procurado limitar las alteracio­nes a unos cuantos errores tipográficos, dos pasajes que contienen errores aislados, y no dar una nueva versión. Uno de estos errores es la descripción del papel de los Principia de Newton en el desarrollo de la mecánica del siglo XVIII, de las pp. 62-65. Los otros se refieren a las respuestas a la crisis, en la pp. 138.
3 Otras indicaciones podrán encontrarse en dos de mis recientes ensayos: "Reflections on My Critics", editado por Irme Lakatos y Alan Musgrave, Criticism and the Growth of Knowledge (Cambridge, 1970); y "Second Thoughts on Paradigms", editado por Frederick Suppe, The Structure of Scientific Theories (Urbana, III, 1970 o 1971). Más adelante citaré el primero de estos ensayos como "Re-268

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Algunas de las principales dificultades de mi texto original se centran en el concepto de un paradigma, y mi análisis empieza con ellas.4 En la subsección que sigue, haré ver lo deseable de aislar tal concepto apartándolo de la noción de una comunidad científica, indico cómo puede hacerse esto y elucido algunas consecuencias con­siderables de la resultante separación analítica. Después considero lo que ocurre cuando se bus­can paradigmas examinando el comportamiento de los miembros de una comunidad científica pre­viamente determinada. Ese procedimiento revela, al punto, que en gran parte del libro me he va­lido del término "paradigma" en dos sentidos distintos. Por una parte, significa toda la cons­telación de creencias, valores, técnicas, etc., que comparten los miembros de una comunidad dada. Por otra parte, denota una especie de elemento de tal constelación, las concretas soluciones de problemas que, empleadas como modelos o ejem­plos, pueden remplazar reglas explícitas como base de la solución de los restantes problemas de la ciencia normal. El primer sentido del tér­mino, al que podremos llamar sociológico, es el tema de la Subsección 2, más adelante; la Sub­sección 3 está dedicada a los paradigmas como ejemplares logros del pasado.
Al menos en el aspecto filosófico este segundo sentido de "paradigma" es el más profundo de los dos, y las afirmaciones que he hecho en su
flections" y al volumen en que aparece como Growth of Knowledge; el segundo ensayo será mencionado como "Second Thoughts".
4 Para una crítica particularmente convincente de mi presentación inicial de los paradigmas véase: "The Na­ture of a Paradigm" en Growth of Knowledge, de Mar­garet Masterman; y "The Structure of Scientific Revolu­tions", de Dudley Shapere, en Philosophical Review, LXXIII (1964), 383-94.

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nombre son las principales causas de las contro­versias y equívocos que ha producido el libro, particularmente la acusación de que yo he hecho de la ciencia una empresa subjetiva e irracional. Estos temas se consideran en las Subsecciones 4 y 5. En la primera se sostiene que términos como "subjetivo" e "intuitivo" no pueden aplicarse con propiedad a los componentes del conocimiento que, según mi decisión, están tácitamente empo­trados en ejemplos compartidos. Aunque tal co­nocimiento no está sujeto a la paráfrasis —sin cambios esenciales— por lo que respecta a reglas y cánones, sin embargo resulta sistemático, ha resistido el paso del tiempo, y en cierto sentido es corregible. La Subsección 5 aplica tal argu­mento al problema de elección entre dos teorías incompatibles, y pide, en breve conclusión, que quienes sostienen puntos de vista inconmensura­bles sean considerados como miembros de dife­rentes comunidades lingüísticas, y que sus pro­blemas de comunicación sean analizados como problemas de traducción. Los asuntos restantes se analizan en las siguientes Subsecciones 6 y 7. La primera considera la acusación de que el con­cepto de ciencia desarrollado en este libro es in­tegralmente relativista. La segunda comienza pre­guntando si mi argumento realmente adolece, como se ha dicho, de una confusión entre los mo­dos descriptivo y normativo; concluye con unas breves observaciones sobre un tema que merece un ensayo aparte: el grado en que las principales tesis del libro pueden aplicarse legítimamente a otros campos, aparte de la ciencia.
1. Paradigmas y estructura comunitaria
El término "paradigma" aparece pronto en las páginas anteriores, y es, intrínsecamente, circular.

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Un paradigma es lo que comparten los miembros de una comunidad científica y, a la inversa una counidad científica consiste en unas personas que comparten un paradigma. No todas las circulari-dades son viciosas (defenderé más adelante, en este escrito, un argumento de estructura similar), pero ésta es causa de verdaderas dificultades. Las comunidades científicas pueden aislarse sin recu­rrir previamente a paradigmas; éstos pueden ser descubiertos, entonces, analizando el comporta­miento de los miembros de una comunidad dada. Si estuviera reescribiendo este libro, por lo tanto, empezaría con un análisis de la estructura comu­nitaria de la ciencia, tema que recientemente se ha convertido en importante objeto de la investi­gación sociológica, y que también empiezan a to­mar en serio los historiadores de la ciencia. Los resultados preliminares, muchos de ellos aún iné­ditos, indican que las técnicas empíricas necesa­rias para su exploración son no-triviales, pero al­gunas están en embrión y otros seguramente se desarrollarán.5 La mayoría de los científicos en funciones responden inmediatamente a las pre­guntas acerca de sus afiliaciones comunitarias, dando por sentado que la responsabilidad por las varias especialidades actuales está distribuida en­tre grupos de un número de miembros al menos generalmente determinado. Por tanto, supondré
5 The Scientific Community, de W. O. Hagstrom (Nueva York 1965), caps. IV y V; "Collaboration in an Invisible College", de D. J. Price y D. de B. Beaver, American Psychologist, XXI (1966), 1011-18; "Social Structure in a Group of Scientists: A Test of the 'Invisible' College Hypothesis" de Diana Crane. American Sociological Re­view, XXXIV (1969), 335-52; Social Networks among Bio­logical Scientists de N. C. Mullins (Ph. D. Diss Harvard University, 1966) y "The Micro-Structure of an Invisible College: The Phage Group" (artículo presentado en la reunión anual de la American Sociological Association, Boston, 1968).

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aquí que ya se encontrarán medios más sistemáti­cos para su identificación. En lugar de presentar los resultados de la investigación preliminar, per­mítaseme explicar brevemente la noción intuitiva de comunidad, subyacente en gran parte de los capítulos anteriores de este libro. Es una idea que comparten extensamente científicos, sociólo­gos y numerosos historiadores de la ciencia.
Según esta opinión, una comunidad científica consiste en quienes practican una especialidad científica. Hasta un grado no igualado en la ma­yoría de los otros ámbitos, han tenido una edu­cación y una iniciación profesional similares. En el proceso, han absorbido la misma bibliografía técnica y sacado muchas lecciones idénticas de ella. Habitualmente los límites de esa bibliografía general constituyen las fronteras de un tema cien­tífico, y cada unidad habitualmente tiene un tema propio. En las ciencias hay escuelas, es decir, comunidades que enfocan el mismo tema desde puntos de vista incompatibles. Pero aquí son mu­cho más escasas que en otros campos. Siempre están en competencia, y su competencia por lo general termina pronto; como resultado, los miembros de una comunidad científica se ven a sí mismos, y son considerados por otros como los hombres exclusivamente responsables de la investigación de todo un conjunto de objetivos comunes, que incluyen la preparación de sus pro­pios sucesores. Dentro de tales grupos, la comu­nicación es casi plena, y el juicio profesional es, relativamente, unánime. Como, por otra parte, la atención de diferentes comunidades científicas enfoca diferentes problemas, la comunicación pro­fesional entre los límites de los grupos a veces es ardua, a menudo resulta en equívocos, y de seguir adelante, puede conducir a un considera­ble y antes insospechado desacuerdo.

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En ese sentido, las comunidades, desde luego, existen en muchos niveles. La más global es la comunidad de todos los científicos naturalistas. A un nivel apenas inferior, los principales grupos de científicos profesionales son comunidades: mé­dicos, químicos, astrónomos, zoólogos y similares. Para estos grandes grupos, la pertenencia a una comunidad queda inmediatamente establecida, excepto en sus límites. Temas de la mayor difi­cultad, afiliación a las sociedades profesionales y publicaciones leídas son, por lo general, más que suficientes. Las técnicas similares también pue­den aislar a los principales subgrupos: químicos orgánicos, quizás los químicos de las proteínas entre ellos, físicos especializados en transistores, radio astrónomos, etc. Sólo es en el siguiente nivel inferior donde surgen problemas empíricos. Para tomar un ejemplo contemporáneo, ¿cómo se habría podido aislar el grupo "fago", antes de ser aclamado por el público? Con este fin se debe asistir a conferencias especiales, se debe recurrir a la distribución de manuscritos o galeras antes de su publicación y ante todo, a las redes oficia­les o extraoficiales de comunicación, incluso las que hayan sido descubiertas en la corresponden­cia y en los nexos establecidos entre las refe­rencias.6 Yo sostengo que esa labor puede y debe hacerse, al menos en el escenario contemporáneo, y en las partes más recientes del escenario histó­rico. Lo característico es que ofrezca comunida­des hasta, quizá, de cien miembros, ocasionalmen­te bastante menos. Por lo general los científicos
6 The Use of Citation Data in Writing the History of Science, de Eugene Garfield (Filadelfia: Institute of Scien­tific Information, 1964); "Comparison of the Results of Bibliographic Coupling and Analytic Subjetc Indexing", de M. M. Kessler, American Documentation, XVI (1965) 223-33; "Networks of Scientific Papers", de D. J. Price, Science, CIL (1965), 510-15.

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individuales, particularmente los más capaces, pertenecerán a varios de tales grupos, sea simul­táneamente, sea en sucesión.
Las comunidades de esta índole son las unida­des que este libro ha presentado como producto­ras y validadoras del conocimiento científico. A veces los paradigmas son compartidos por miem­bros de tales grupos. Si no se hace referencia a la naturaleza de estos elementos compartidos, muchos aspectos de la ciencia descritos en las páginas anteriores difícilmente se podrán enten­der. Pero otros aspectos sí, aunque no hayan sido presentados independientemente en mi texto ori­ginal. Por tanto, vale la pena notar, antes de vol­verse directamente a los paradigmas, una serie de asuntos que requieren su referencia a la es­tructura de la comunidad, exclusivamente.
Probablemente el más notable de éstos es lo que antes he llamado la transición del periodo pre-paradigma al post-paradigma en el desarrollo de un campo científico. Tal transición es la que fue esbozada antes, en la Sección II. Antes de que ocurra, un buen número de escuelas estarán com­pitiendo por el dominio de un ámbito dado. Des­pués, en la secuela de algún notable logro cien­tífico, el número de escuelas se reduce grande­mente, ordinariamente a una, y comienza enton­ces un modo más eficiente de práctica científica. Este último generalmente es esotérico, orientado hacia la solución de enigmas, como el trabajo de un grupo puede ser cuando sus miembros dan por sentadas las bases de su estudio.
La naturaleza de esa transición a la madurez merece un análisis más completo del que ha re­cibido en este libro, particularmente de aquellos interesados en el avance de las ciencias sociales contemporáneas. Con ese fin puede ser útil in­dicar que la transición no tiene que estar aso-

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ciada (ahora creo que no debe estarlo) con la primera adquisición de un paradigma. Los miem­bros de todas las comunidades científicas, incluso de las escuelas del periodo "preparadigma" com­parten las clases de elementos que, colectivamen­te, he llamado un "paradigma". Lo que cambia con la transición a la madurez no es la presencia de un paradigma, sino, antes bien, su naturaleza. Sólo después del cambio es posible una investiga­ción normal de la solución de enigmas. Muchos de los atributos de una ciencia desarrollada, que antes he asociado con la adquisición de un para­digma, serán considerados, por tanto, como con­secuencias de la adquisición de la clase de para­digmas que identifica los enigmas más intrigan­tes, que aporta claves para su solución y que garantiza el triunfo del practicante verdadera­mente capaz. Sólo quienes han cobrado ánimo observando que su propio campo (o escuela) tie­ne paradigmas sentirán, probablemente, que el cambio sacrifica algo importante.
Un segundo asunto, más importante al menos para los historiadores, implica la identificación hecha en este libro, de las comunidades científi­cas, una a una, con las materias científicas. Es decir, repetidamente he actuado como si, por ejemplo, la "óptica física", la "electricidad" y el "calor" debieran señalar comunidades científicas porque designan materias de investigación. La única alternativa que mi texto ha parecido dejar consiste en que todos estos temas han perteneci­do a la comunidad científica. Sin embargo, las identificaciones de tal índole no resisten un exa­men, como repetidas veces lo han señalado mis colegas en materia de historia. Por ejemplo, no hubo una comunidad de físicos antes de media­dos del siglo XIX, y entonces fue formada por una amalgamación de partes de dos comunidades an-

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tes separadas: las matemáticas y la filosofía natu­ral (physique experiméntale). Lo que hoy es ma­teria para una sola extensa comunidad ha estado distribuido de varios modos, en el pasado, entre diversas comunidades. Otros temas de estudio más reducidos, por ejemplo el calor y la teoría de la materia, han existido durante largos periodos sin llegar a convertirse en campo exclusivo de ninguna comunidad científica en especial. Sin em­bargo, tanto la ciencia normal como las revolu­ciones son actividades basadas en comunidades. Para descubrirlas y analizarlas es preciso desen­trañar la cambiante estructura de las ciencias con el paso del tiempo. En primer lugar, un paradig­ma no gobierna un tema de estudio, sino, antes bien, un grupo de practicantes. Todo estudio de una investigación dirigida a los paradigmas o a destruir paradigmas debe comenzar por localizar al grupo o los grupos responsables.
Cuando se enfoca de este modo el análisis del desarrollo científico, es probable que se desvanez­can algunas dificultades que habían sido focos de la atención de los críticos. Por ejemplo, un gran número de comentadores se han valido de la teo­ría de la materia para indicar que yo exageré radicalmente la unanimidad de los científicos en su fe en un paradigma. Hasta hace poco, señalan, esas teorías habían sido materia de continuo de­sacuerdo y debate. Yo convengo con la descrip­ción, pero no creo que sea un ejemplo de lo con­trario. Al menos hasta 1920, las teorías de la ma­teria no fueron dominio especial ni objeto de estudio de ninguna comunidad científica. En cambio, fueron útiles de un buen número de gru­pos de especialistas. Los miembros de diferentes comunidades científicas a veces escogen útiles dis­tintos y critican la elección hecha por otros. Algo aún más importante: una teoría de la materia no

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es la clase de tema en que los miembros siquiera de una sola comunidad necesariamente deben con­venir. La necesidad de un acuerdo depende de lo que hace la comunidad. La química de la prime­ra mitad del siglo XIX resulta un caso oportuno. Aunque varios de los útiles fundamentales de la comunidad —proporción constante, proporción múltiple y pesos combinados— se han vuelto del dominio público como resultado de la teoría ató­mica de Dalton, era absolutamente posible que los químicos, ante el hecho consumado, basaran su labor en aquellos útiles y expresaran su desa­cuerdo, a veces con vehemencia, con respecto a la existencia de los átomos.
Creo que de la misma manera podrán disiparse algunas otras dificultades y equívocos. En parte a causa de los ejemplos que he escogido y en par­te a causa de mi vaguedad con respecto a la na­turaleza y las proporciones de las comunidades en cuestión, unos cuantos lectores de este libro han concluido que mi interés se basa fundamen­tal y exclusivamente en las grandes revoluciones, como las que suelen asociarse a los nombres de Copérnico, Newton, Darwin o Einstein. Sin em­bargo, yo creo que una delineación más clara de la estructura comunitaria ayudaría a iluminar la impresión bastante distinta que yo he querido crear. Para mí, una revolución es una clase espe­cial de cambio, que abarca cierta índole de re­construcción de los compromisos de cada grupo. Pero no tiene que ser un gran cambio, ni siquiera parecer un cambio revolucionario a quienes se hallen fuera de una comunidad determinada, que acaso no consista más que en unas veinticinco personas. Y simplemente porque este tipo de cambio, poco reconocido o analizado en la biblio­grafía de la filosofía de la ciencia, ocurre tan regularmente en esta escala menor, es tan urgente

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comprender el cambio revolucionario, en contras­te con el acumulativo.
Una última alteración, íntimamente relacionada con la anterior, puede ayudarnos a hacer más fácil esa comprensión. Un buen número de críti­cos han dudado de que una crisis, la observación común de que algo anda mal, preceda tan invaria­blemente las revoluciones como yo lo he dicho, implícitamente, en mi texto original. Sin embar­go, nada de importancia en mi argumento depen­de de que las crisis sean un requisito absoluto para la revolución. Tan solo necesitan ser el pre­ludio habitual, que aporte, por decirlo así, un mecanismo de auto-corrección que asegure que la rigidez de la ciencia normal no siga indefinida­mente sin ser puesta en duda. También pueden inducirse de otras maneras las revoluciones, aun­que creo que ello ocurra raras veces. Además, deseo señalar ahora lo que ha quedado oscureci­do antes por falta de un adecuado análisis de la estructura comunitaria: las crisis no tienen que ser generadas por la labor de la comunidad que las experimenta y que a veces, como resul­tado, pasa por una revolución. Nuevos instru­mentos como el microscopio electrónico o leyes nuevas como la de Maxwell pueden desarrollarse en una especialidad, y su asimilación puede crear crisis en otras.
2. Los paradigmas como constelación de compromisos del grupo
Volvámonos ahora a los paradigmas y pregun­temos que pueden ser. Mi texto original no deja ninguna cuestión más oscura o más importante. Un lector partidario de mis ideas, quien compar­te mi convicción de que "paradigma" indica los elementos filosóficos centrales del libro, ha pre-

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parado un índice analítico parcial, y ha concluido que el término ha sido aplicado al menos de veintidós modos distintos.7 Creo ahora que la mayor parte de esas diferencias se deben a incon­gruencias de estilo (por ejemplo, las leyes de Newton a veces son un paradigma, a veces partes de un paradigma y a veces son paradigmáticas), y pueden ser eliminadas con relativa facilidad. Pero, una vez hecha tal labor de corrección, aún quedarían dos usos muy distintos del término, que requieren una completa separación. El uso más global es el tema de esta subsección; el otro será considerado en la siguiente.
Habiendo aislado una particular comunidad de especialistas mediante técnicas como las que aca­bamos de analizar, resultaría útil plantearse la siguiente pregunta: ¿qué comparten sus miem­bros que explique la relativa plenitud de su comu­nicación profesional y la relativa unanimidad de sus juicios profesionales? A esta pregunta mi texto original responde: un paradigma o conjunto de paradigmas. Pero para el caso, a diferencia del que hemos visto antes, el término resulta ina-propiado. Los propios científicos dirían que com­parten una teoría o conjunto de teorías, y yo que­daré satisfecho si el término, a fin de cuentas, puede volver a aplicarse para ese uso. Sin em­bargo, tal como se emplea en la filosofía de la ciencia el término "teoría", da a entender una estructura mucho más limitada en naturaleza y dimensiones de la que requerimos aquí. Mientras el término no quede libre de sus actuales impli­caciones, resultará útil adoptar otro, para evitar confusiones. Para nuestros propósitos presentes sugiero "matriz disciplinaria": "disciplinaria" por­que se refiere a la posesión común de quienes practican una disciplina particular; "matriz" por-
7 Masterman, op. cit.

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que está compuesta por elementos ordenados de varias índoles, cada uno de los cuales requiere una ulterior especificación. Todos o la mayor parte de los objetos de los compromisos de grupo que en mi texto original resultan paradigmas o partes de paradigmas, o paradigmáticos, son par­tes constituyentes de la matriz disciplinaria, y como tales forman un todo y funcionan en con­junto.
No obstante lo anterior, no se les debe anali­zar como si fueran todos de una sola pieza. No intentaré esbozar una lista completa, pero haré notar cuáles son las principales clases de com­ponentes de una matriz disciplinaria y aclararé así tanto la naturaleza de mi actual enfoque, lo que nos preparará, simultáneamente, para mi si­guiente argumento importante.
Una clase importante de componente al que lla­maré "generalizaciones simbólicas", teniendo en mente tales expresiones, desplegadas sin duda ni disensión por unos miembros del grupo, fácil­mente puede presentarse en una forma lógica como (x) (y) (z) (x, y, z). Tales son los com­ponentes formales, o fácilmente formalizables, de la matriz disciplinaria. En algunas ocasiones ya se les encuentra en una forma simbólica: f = ma o I = V/R. Otras habitualmente se expresan en palabras: "los elementos se combinan en propor­ción constante por el peso" o "acción igual reac­ción". De no ser por la aceptación general de ex­presiones como éstas, no habría puntos en que los miembros del grupo pudieran basar las podero­sas técnicas de la manipulación lógica y matemá­tica en su empresa de solución de problemas. Aunque el ejemplo de la taxonomía parece indi­car que la ciencia normal puede proceder con pocas expresiones semejantes, el poder de una ciencia, generalmente, parece aumentar con el

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número de generalizaciones simbólicas que tienen a su disposición quienes la practican.
Estas generalizaciones parecen leyes de la na­turaleza, pero para los miembros del grupo, su función, a menudo, no es tan sólo ésa. Es a ve­ces, por ejemplo, la Ley de Joule-Lenz, H = RI2. Cuando se descubrió esa ley, los miembros de la comunidad ya sabían lo que representaban H, R e I; estas generalizaciones simplemente les en­señaban algo acerca de cómo proceden el calor, la corriente y la resistencia, algo que no habían sa­bido antes. Pero más a menudo, como lo indica un análisis anterior de este mismo libro, las ge­neralizaciones simbólicas, simultáneamente, sirven a una segunda función, que habitualmente es cla­ramente separada en los análisis de los filósofos de la ciencia. Así, f = ma, o IV/R, funcionan en parte como leyes, pero también en parte como definiciones de algunos de los símbolos que mues­tran. A mayor abundamiento, el equilibrio entre su inseparable fuerza legislativa y definidora cam­bia con el tiempo. En otro contexto, estos argu­mentos valdrían la pena de hacer un análisis de­tallado, pues la naturaleza del compromiso con una ley es muy distinta de la del compromiso con una definición. A menudo las leyes pueden co­rregirse parte por parte, pero las definiciones, al ser tautologías, no se pueden corregir. Por ejem­plo, una parte de lo que exigía la aceptación de la Ley de Ohm era una redefinición tanto de "co­rriente" como de "resistencia"; si tales términos hubieran seguido significando lo que antes signi­ficaban, la Ley de Ohm no habría podido ser cier­ta; tal es la razón por la que encontró una oposi­ción tan enconada, a diferencia de la Ley de Joule-Lenz.8 Probablemente tal situación es caracte-
8 Para conocer partes  significativas  de este episodio véase "The Electric Current in Early Nineteenth-Century

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rística. Ahora yo sospecho que todas las revolu­ciones, entre otras cosas, implican el abandono de generalizaciones cuya fuerza, previamente, ha­bía sido la fuerza de las tautologías. ¿Demostró Einstein que la simultaneidad era relativa, o bien alteró la propia noción de simultaneidad? ¿Sim­plemente estaban equivocados quienes encontra­ron una paradoja en la frase "relatividad de la simultaneidad"?
Consideremos ahora un segundo tipo de com­ponente de la matriz disciplinaria, componente acerca del cual se ha dicho ya bastante en mi texto original, bajo títulos como el de "paradigma meta­físico" o "las partes metafísicas de los paradig­mas". Estoy pensando en compromisos compar­tidos con creencias tales como: el calor es la energía kinética de las partes constituyentes de los cuerpos; todos los fenómenos perceptibles se deben a la interacción de átomos cualitativamente neutrales en el vacío o bien, en cambio, a la ma­teria y la fuerza, o a los campos. Al reescribir el libro describiría yo ahora tales compromisos como creencias en modelos particulares, y exten­dería los modelos de categorías para que también incluyeran una variedad relativamente heurística: el circuito eléctrico puede ser considerado como un sistema hidrodinámico de estado estacionario; las moléculas de un gas actúan como minúsculas bolas de billar, elásticas, en un movimiento pro­ducido al azar. Aunque varía la fuerza de los com­promisos del grupo, con consecuencias no tri­viales, a lo largo del espectro de los modelos heurístico a ontológico, sin embargo todos los mo­delos tienen funciones similares. Entre otras co-


French Physics", de T. M. Brown, Historical Studies in the Physical Sciencies, I (1969), 61-103 y "Resistence to Ohm's Law", de Morton Schagrin, American Journal of Physics, XXI (1963), 536-47.

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sas, dan al grupo sus analogías y metáforas pre­feridas o permisibles. Y al hacer esto ayudan a determinar lo que será aceptado como explicación y como solución de problemas; a la inversa, ayu­dan en la determinación de la lista de enigmas no resueltos y en la evaluación de la importancia de cada uno. Sin embargo, obsérvese que los miem­bros de las comunidades científicas acaso no compartan ni siquiera los modelos heurísticos, aunque habitualmente sí lo hacen. Ya he indica­do que durante la primera parte del siglo XIX se podía pertenecer a la comunidad de los químicos sin creer por ello, necesariamente, en los átomos. Ahora describiré aquí como valores a una ter­cera clase de elementos de la matriz disciplinaria. Habitualmente se les comparte entre diferentes comunidades, más generalmente que las generali­zaciones simbólicas o los modelos, y hacen mu­cho para dar un sentido de comunidad a los cien­tíficos naturalistas en conjunto. Aunque funcio­nan en todo momento, su importancia particular surge cuando los miembros de una comunidad particular deben identificar una crisis o, después, escoger entre formas incompatibles de practicar su disciplina. Probablemente los valores más pro­fundamente sostenidos se refieren a las prediccio­nes: deben ser exactas; las predicciones cuanti­tativas son preferibles a las cualitativas; sea cual fuere el margen de error admisible, debe ser con­tinuamente respetado en un campo determinado, y así por el estilo. Sin embargo, también hay valores que deben aplicarse al juzgar teorías en­teras: antes que nada, deben permitir la formu­lación y solución de enigmas; cuando sea posible deben ser sencillas, coherentes y probables, es decir, compatibles con otras teorías habitualmen­te sostenidas. (Considero ahora como una fla­queza de mi texto original el haber prestado poca

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atención a valores tales como la coherencia in­terna y externa al considerar las causas de crisis y factores de elección de teorías). También exis­ten otras clases de valores, por ejemplo, la cien­cia debe ser (o no tiene que serlo necesariamente) útil para la sociedad, pero lo anterior indica aque­llo que tengo en mente.
Sin embargo, un aspecto de los valores com­partidos requiere en este punto una mención par­ticular. En un grado más considerable que otras clases de componentes de la matriz disciplinaria, los valores deben ser compartidos por personas que difieren en su aplicación. Los juicios de pre­cisión y exactitud son relativamente estables, aun­que no enteramente, de una vez a otra y de un miembro a otro en un grupo particular. Pero los juicios de sencillez, coherencia, probabilidad y similares a menudo varían grandemente de indi­viduo a individuo. Lo que para Einstein resulta­ba una incoherencia insoportable en la antigua teoría de los quanta, incoherencia tal que hacía imposible la investigación de una ciencia normal, fue para Bohr y para otros sólo una dificultad que, por los medios normales, podía resolverse. Algo más importante aún: en aquellas situaciones en que hay que aplicar valores, los diferentes valores, tomados por separado, a menudo obliga rán a hacer diferentes elecciones. Una teoría pue­de resultar más precisa pero menos coherente o probable que otra; asimismo, la antigua teoría de los quanta nos ofrece un ejemplo. En suma, aunque los valores sean generalmente comparti­dos por los hombres de ciencia y aunque el com­promiso con ellos sea a la vez profundo y cons­titutivo de la ciencia, la aplicación dé valores a menudo se ve considerablemente afectada por los rasgos de la personalidad individual que diferen­cia a los miembros del grupo.

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Para muchos lectores de los anteriores capítu­los, esta característica de la operación de los va­lores compartidos ha parecido una considerable flaqueza de la posición que he adoptado. Como insisto en que aquello que comparten los hom­bres de ciencia no es suficiente para imponer un acuerdo uniforme acerca de cuestiones tales como la opción entre teorías competitivas o la distin­ción entre una anomalía ordinaria y otra que pro­voca crisis, ocasionalmente se me ha acusado de glorificar la subjetividad y aun la irracionalidad9. Pero tal reacción ha pasado por alto dos caracte­rísticas que muestran los juicios de valor en cual­quier campo. En primer lugar, los valores com­partidos pueden ser importantes y determinan­tes del comportamiento del grupo, aun cuando los miembros del grupo no los apliquen todos de la misma manera. (Si tal no fuera el caso, no ha­bría especiales problemas filosóficos acerca de la teoría del valor o la estética). No todos los hom­bres pintaron de la misma manera durante los periodos en que la representación era un valor primario, pero la pauta de desarrollo de las artes plásticas cambió radicalmente al ser abandonado tal valor.10 Imagínese lo que ocurriría en las cien­cias si la coherencia dejase de ser un valor fun­damental. En segundo lugar, la variabilidad in­dividual en la aplicación de los valores comparti­dos puede servir a funciones esenciales para la ciencia. Los puntos en que deben aplicarse los valores son invariablemente aquellos en que de-
9 Véase particularmente: "Meaning and Scientific Chan­ge", de Dudley Shapere, en Mind and Cosmos: Essays in Contemporary Science and Philosophy, The University of Pittsburgh Series in the Philosophy of Science, III (Pittsburgh, 1966), 41-85; Science and Subjectivity, de Is­rael Scheffler Nueva York, 1967); y el ensayo de Sir Karl Popper de Imre Lakatos en Growth of Knowledge.
10 Véase la discusión al principio de la sección XIII.

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ben correrse riesgos. La mayor parte de las anomalías se resuelve por medios normales; la mayoría de las proposiciones de nuevas teorías resultan erróneas. Si todos los miembros de una comunidad respondiesen a cada anomalía como causa de crisis o abrazaran cada nueva teoría pro­puesta por un colega, la ciencia dejaría de exis­tir. En cambio, si nadie reaccionara a las anoma­lías o a las flamantes teorías de tal manera que se corrieran grandes riesgos, habría pocas o nin­guna revoluciones. En asuntos como estos el re­currir a los valores compartidos, antes que a las reglas compartidas que gobiernan la elección in­dividual, puede ser el medio del que se vale la co­munidad para distribuir los riesgos y asegurar, a la larga, el éxito de su empresa.
Volvámonos ahora a una cuarta especie de ele­mento de la matriz disciplinaria, no la única res­tante, pero sí la última que analizaré aquí. Para ella resultaría perfectamente apropiado el térmi­no "paradigma", tanto en lo filológico como en lo autobiográfico; se trata del componente de los compromisos compartidos por un grupo, que ini-cialmente me llevaron a elegir tal palabra. Sin embargo, como el término ha cobrado una vida propia, lo sustituiré aquí por "ejemplares". Con él quiero decir, inicialmente, las concretas solu­ciones de problemas que los estudiantes encuen­tran desde el principio de su educación científica, sea en los laboratorios, en los exámenes, o al final de los capítulos de los textos de ciencia. Sin em­bargo, a estos ejemplos compartidos deben aña­dirse al menos algunas de las soluciones de problemas técnicos que hay en la bibliografía pe­riódica que los hombres de ciencia encuentran durante su carrera de investigación post-estudian-til, y que también les enseñan, mediante el ejem­plo, cómo deben realizar su tarea. Más que

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otras clases de componentes de la matriz disci­plinaria, las diferencias entre conjuntos de ejem­plares dan a la comunidad una finísima estruc­tura de la ciencia. Por ejemplo, todos los físicos empiezan aprendiendo los mismos ejemplares: problemas tales como el plano inclinado, el pén­dulo cónico y las órbitas keplerianas, instrumen­tos como el vernier, el calorímetro y el puente de Wheatstone. Sin embargo, al avanzar su prepa­ración, las generalizaciones simbólicas que com­parten se ven ilustradas cada vez más a menudo por diferentes ejemplares. Aunque tanto los físi­cos especializados en transistores como los físicos teóricos de un campo comparten y aceptan la ecuación de Schrödinger, tan solo sus aplicacio­nes más elementales son comunes a ambos grupos.
3. Los paradigmas como ejemplos compartidos
El paradigma como ejemplo compartido es el elemento central de lo que hoy considera como el aspecto más novedoso y menos comprendido de este libro. Por lo tanto, sus ejemplares requieren más atención que las otras clases de componen­tes de la matriz disciplinaria. Los filósofos de la ciencia habitualmente no han elucidado los pro­blemas que encuentra el estudiante en los labo­ratorios o en los textos de ciencia, pues se supone que éstos tan solo aportan una práctica en la aplicación de aquello que ya sabe el estudiante. Se dice que no puede resolver problemas a me­nos que ya conozca la teoría y algunas reglas para su aplicación. El conocimiento científico se halla como empotrado en la teoría y la regla; se ofrecen problemas para darle facilidad a su apli­cación. Sin embargo, yo he tratado de sostener que esta localización del conocimiento cognos­citivo de la ciencia es un error. Después que

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el estudiante ha resuelto muchos problemas, tan solo podrá lograr más facilidad si resuelve más aún. Pero al principio y durante cierto tiempo, resolver problemas es aprender cosas consecuti­vas acerca de la naturaleza. A falta de tales ejemplares, las leyes y teorías que previamente haya aprendido tendrán muy escaso contenido empírico.
Para indicar lo que tengo en mente volveré por un momento a las generalizaciones simbólicas. Un ejemplo muy extensamente compartido es la Se­gunda Ley del Movimiento, de Newton, general­mente escrita como f = ma. Los sociólogos, por ejemplo, o los lingüistas que descubren que la ex­presión correspondiente ha sido proferida y reci­bida sin problemas por los miembros de una co­munidad dada, no habrán aprendido mucho, sin gran investigación adicional, acerca de lo que significa la expresión o los términos que la for­man, acerca de cómo los científicos de la comu­nidad relacionan la expresión con la naturaleza. En realidad, el hecho de que la acepten sin poner­la en tela de duda y que la utilicen en un punto en el cual introducen la manipulación lógica y matemática, no implica por sí mismo que todos convengan en cosas tales como significado y apli­cación. Desde luego, convienen hasta un grado considerable, o el hecho rápidamente saldría a la luz a partir de sus subsiguientes conversaciones. Pero bien podemos preguntar en qué punto y por qué medio han llegado a ello. ¿Cómo han apren­dido, ante una situación experimental dada, a es­coger las fuerzas, masas y aceleraciones perti­nentes?
En la práctica, aunque este aspecto de la si­tuación pocas veces o nunca se nota, lo que los estudiantes tienen que aprender es aún más com­plejo que todo eso. No es exactamente que la

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manipulación lógica y matemática se aplique di­rectamente a f = ma. Una vez, examinada, la ex­presión resulta un esbozo de ley o un esquema de ley. Cuando el estudiante o el científico prac­ticante pasa de una situación problemática a la siguiente, cambia la generalización simbólica a la que se aplican tales manipulaciones. Para el caso de la caída libre, f = ma se convierte en


para el péndulo simple se transforma en

para una pareja de osciladores armónicos que actúan uno sobre otro se convierte en dos ecuaciones, la primera de las cuales puede escribirse  así:

(s2 - s1 + d); y para situaciones más complejas, tales como las del giróscopo, toma otras formas, cuyo parecido familiar con  f = ma es todavía más difícil de descubrir. Sin embargo, mientras aprende a identificar fuerzas, masas y aceleracio­nes en toda una variedad de situaciones físicas nunca antes encontradas, el estudiante también ha aprendido a diseñar la versión adecuada de f = ma a través de la cual puede interrelacionar-las, y a menudo una versión para la cual nunca ha encontrado un equivalente literal. ¿Cómo ha aprendido a hacer todo esto?
Un fenómeno conocido tanto de los estudiantes de la ciencia como de sus historiadores nos ofrece una clave. Los primeros habitualmente informan que han seguido de punta a cabo un capítulo de su texto, que lo han comprendido a la perfección, pero que sin embargo tienen dificultades para resolver muchos de los problemas colocados al final del capítulo. Por lo general, asimismo, estas dificultades se disuelven de la misma manera.

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Con o sin ayuda de su instructor, el estudiante, descubre una manera de ver su problema, como un problema que ya había encontrado antes. Una vez captada la similitud, percibida la analogía en­tre dos o más problemas distintos, puede interre-lacionar símbolos y relacionarlos con la natura­leza de las maneras que ya han resultado efecti­vas antes. El esbozo de ley, como por ejemplo f = ma, ha funcionado como instrumento, infor­mando al estudiante de las similitudes que debe buscar, mostrándole la Gestalt en que puede ver­se la situación. La resultante capacidad para per­cibir toda una variedad de situaciones como si­milares, como sujeto para f = ma o para alguna otra generalización simbólica es, en mi opinión, lo principal "que adquiere un estudiante al resol­ver problemas ejemplares, sea con papel y lápiz o en un laboratorio bien provisto. Después de completar un cierto número, que puede variar extensamente de un individuo al siguiente, con­templa la situación a la que se enfrenta como un científico en la misma Gestalt que otros miem­bros de su grupo de especialistas. Para él ya no son las mismas situaciones que había encontrado al comenzar su preparación. En el ínterin ha asi­milado una manera de ver las cosas, comprobada por el tiempo y sancionada por su grupo.
El papel de las relaciones de similitud adquiri­das también se muestra claramente en la historia de las ciencias. Los científicos resuelven los enig­mas modelándolos sobre anteriores soluciones de enigmas, a menudo recurriendo apenas a las ge­neralizaciones simbólicas. Galileo descubrió que una vola que rueda por una pendiente adquiere la velocidad exactamente necesaria para volver a la misma altura vertical en una segunda pendien-te de cualquier cuesta, y aprendió a ver tal situa­ción experimental como el péndulo con una masa

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puntual como lenteja. Huyghens resolvió enton­ces el problema de la oscilación de un péndulo físico imaginando que el cuerpo extendido de este último se componía de unos péndulos puntuales galileicos, y que los nexos entre ambos podían soltarse instantáneamente en cualquier punto de su vaivén. Una vez sueltos los vínculos, podrían balancearse libremente los péndulos puntuales, pero su colectivo centro de gravedad cuando cada uno llegara a su punto más alto, como el del pén­dulo de Galileo, tan sólo subiría a la altura desde la cual había empezado a caer el centro de grave­dad del péndulo extendido. Finalmente, Daniel Bernoulli descubrió cómo hacer que el flujo de agua que pasa por un orificio se pareciera al pén­dulo de Huyghens. Determínese el descenso del centro de gravedad del agua que hay en el tan­que y del chorro durante un infinitesimal inter­valo de tiempo. Luego imagínese que cada par­tícula de agua después avanza separadamente, ha­cia arriba, hasta la máxima altura alcanzable con la velocidad adquirida durante el intervalo. El ascenso del centro de gravedad de las partículas individuales entonces debe equipararse con el des­censo del centro de gravedad del agua que hay en el tanque y el chorro. Desde tal punto, la tan lar­gamente buscada velocidad del efluvio apareció inmediatamente.11 Este ejemplo debe empezar a poner en claro lo que quiero decir con aprender
11 Véase un ejemplo en: A History of Mechanics, de René Dugas, traducción al inglés de J. R. Maddox (Neu-chatel, 1955) pp. 135-36, 186-93, e Hidrodynamica, sive de viribus et motibus fluidorum, commentarii opus academi-cum, de Daniel Bernoulli (Estrasburgo, 1738), Sec. 3. Para ver el grado de desarrollo alcanzado por la mecá­nica durante la primera mitad del siglo XVIII, modelando una solución sobre otra, véase: "Reactions of Late Baro­que Mechanics to Success, Conjecture, Error, and Failure in Newton's Principia", de Clifford Truesdell, Texas Quar­terly, X (1967), pp. 238-58.

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a partir de los problemas, a ver situaciones romo similares, como sujetas a la aplicación de la mis­ma ley o esbozo de ley científica. Simultáneamen­te, debe mostrar por qué me refiero al conoci­miento consecuencial de la naturaleza, adquirido mientras se aprendía la relación de similitud y, después, incorporado a una forma de ver las si­tuaciones físicas, que no en reglas o leyes. Los tres problemas del ejemplo, todos ellos ejempla­res para los mecánicos del siglo XVIII, muestran tan solo una ley de la naturaleza. Conocida como el Principio de vis viva, habitualmente se plantea­ba como "descenso real igual a ascenso potencial". La aplicación hecha por Bernoulli de tal ley debe mostrarnos cuán consecuencial era. Y sin embar­go, el planteamiento verbal de la ley, en sí mismo, es virtualmente impotente. Preséntesele a un ac­tual estudiante de física, que conozca las palabras y que puede resolver todos sus problemas, pero que hoy se vale de medios distintos. Luego ima­gínese lo que las palabras, aunque bien conocidas, pueden haber dicho a un hombre que no cono­ciera siquiera los problemas. Para él la generali­zación podía empezar a funcionar tan solo cuando aprendiera a reconocer los "descensos reales" y los "ascensos potenciales" como ingredientes de la naturaleza, y ello ya es aprender algo, anterior a la ley, acerca de las situaciones que la natura­leza presenta y no presenta. Tal suerte de apren­dizaje no se adquiere exclusivamente por medios verbales; antes bien, surge cuando se unen las palabras con los ejemplos concretos de cómo fun­cionan en su uso; naturaleza y palabra se apren­den al unísono. Utilizando una vez más una útil frase de Michael Polanyi, lo que resulta de este proceso es un "conocimiento tácito" que se ob­tiene practicando la ciencia, no adquiriendo re­glas para practicarla.

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4. Conocimiento tácito e intuición
Tal referencia al conocimiento tácito y el con­secuente rechazo de las reglas ponen en relieve otro problema que ha interesado a muchos de mis críticos y que pareció aportar una base para acusarme de subjetividad e irracionalidad. Algu­nos lectores han considerado que yo estaba tra­tando de hacer que la ciencia se basara en in­tuiciones individuales inanalizables, antes que en la ley y en la lógica. Pero tal interpretación re­sulta desviada en dos aspectos esenciales. En pri­mer lugar, si estoy hablando siquiera acerca de intuiciones, no son individuales. Antes bien, son las posesiones, probadas y compartidas, de los miembros de un grupo que han logrado éxito, y el practicante bisoño las adquiere mediante su pre­paración, como parte de su aprendizaje para lle­gar a pertenecer a un grupo. En segundo lugar, en principio no son inanalizables. Por el contra­rio, actualmente estoy experimentando con un programa de computadoras destinado a investigar sus propiedades a un nivel elemental. Acerca de tal programa no tengo nada que decir aquí,12 pero hasta una mención de él debe probar mi punto más esencial. Cuando hablo de un conocimiento incorporado a unos ejemplos compartidos, no es­toy refiriéndome a un modo de conocimiento que sea menos sistemático o menos analizable que el conocimiento incorporado a las reglas, leyes o normas de la ejemplificación. En cambio, tengo en mente un modo de conocer deficientemente construido, aunque haya sido reconstruido de acuerdo con las reglas tomadas de ejemplares, y que después han funcionado en lugar de estos. O, para decir la misma cosa de otro modo, cuan-
12 Alguna información sobre este tema puede encontrar­se en "Second Thoughts".

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do hablo de adquirir de unos paradigmas la ca­pacidad de reconocer una situación dada como parecida o no parecida a otras antes vistas, no estoy indicando un progreso que no sea, poten-cialmente, del todo explicable en términos del mecanismo neuro-cerebral. En cambio, estoy afir­mando que la explicación, por su naturaleza, no responderá a la pregunta "¿similar con respecto a qué?" Tal pregunta es una petición de una re­gla, en este caso de unas normas por las cuales unas situaciones particulares se agrupen en con­juntos de similitud, y estoy afirmando que la ten­tación de buscar normas (o al menos un conjunto completo) debe resistirse en este caso. Sin em­bargo, no es al sistema al que me estoy oponien­do, sino a una clase particular de sistema.
Para dar más sustancia a mi argumento, tendrá que hacer una breve digresión. Lo que sigue me parece obvio en la actualidad, pero el constante recurrir en mi texto original a frases como "el mundo cambia" parece indicar que no siempre fue así. Si dos personas se encuentran en el mis­mo lugar y miran en la misma dirección, debe­mos, bajo pena de caer en un solipsismo, concluir, que reciben unos estímulos muy similares. (Si ambos pudieran fijar su mirada en el mismo lu­gar, los estímulos serían idénticos). Pero la gente no ve estímulos; nuestro conocimiento de éstos es sumamente teórico y abstracto. En cambio, tienen sensaciones, y nada nos obliga a suponer que las sensaciones de nuestras dos personas sean las mismas. (Los escépticos acaso recordarán que la ceguera al color nunca fue advertida hasta que John Dalton la describió en 1794). Por el contra­rio, muchos procesos neurales ocurren entre la recepción de un estímulo y la conciencia de una sensación. Entre las otras cosas que sabemos con seguridad acerca de ello están: que muy diferen-

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tes estímulos pueden producir las mismas sensa­ciones ; que el mismo estímulo puede producir muy distintas sensaciones, y, finalmente que el camino del estímulo a la sensación está condi­cionado, en parte, por la educación. Individuos educados en distintas sociedades se comportan en algunas ocasiones como si vieran diferentes cosas. Si no tuviéramos la tentación de identificar los estímulos, uno a uno, con las sensaciones, po­dríamos reconocer que en realidad hacen eso.
Nótese ahora que dos grupos, cuyos miembros tienen sensaciones sistemáticamente distintas al recibir los mismos estímulos, en cierto sentido viven en diferentes mundos. Suponemos la exis­tencia de los estímulos para explicar nuestras percepciones del mundo y suponemos su inmuta­bilidad para evitar el solipsismo, tanto individual como social. No tengo la menor reserva ante nin­guna de las dos suposiciones. Pero nuestro mun­do está poblado, en primer lugar, no por estímu­los, sino por los objetos de nuestras sensaciones, y éstos no tienen que ser los mismos, de un indi­viduo a otro, o de un grupo a otro. Por supuesto, hasta el grado en que los individuos pertenecen al mismo grupo y comparten así educación, idio­ma, experiencias y cultura, tenemos buenas razo­nes para suponer que sus sensaciones son las mis­mas. ¿De qué otro modo deberíamos comprender la plenitud de su comunicación y lo común de sus respuestas conductistas a su medio? Deben de ver cosas, estímulos de procesos, de manera muy parecida. Pero donde empiezan las diferenciacio­nes y la especialización de los grupos, ya no te­nemos una prueba similar de la inmutabilidad de las sensaciones. Sospecho que un mero provin­cianismo nos hace suponer que el camino de los estímulos a la sensación es el mismo para los miembros de todos los grupos.

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Si volvemos ahora a los ejemplares y reglas, lo que he estado tratando de decir, por muy pro­visional que haya sido mi manera de hacerlo, es esto: una de las técnicas fundamentales por las que los miembros de un grupo, ya sea toda una cultura o una subcomunidad de especialistas den­tro de ella, aprenden a ver las mismas cosas cuan­do se encuentran ante los mismos estímulos, es al verse ante ejemplos de situaciones que sus pre­decesores en el mismo grupo ya habían aprendido a ver como similares y como diferentes de otras especies de situaciones. Estas situaciones simila­res pueden ser sucesivas presentaciones sensorias del mismo individuo, digamos de una madre, bá­sicamente reconocida de vista como lo que es, y como diferente del padre o de la hermana. Pue­den ser presentaciones de los miembros de fami­lias naturales, digamos de cisnes por una parte y de gansos por la otra. O bien, para los miem­bros de grupos más especializados, pueden ser ejemplos de la situación newtoniana, o de sus situaciones; es decir, que todos son similares ya que están sujetos a una versión de la forma sim­bólica f = ma y que son distintos de las situa­ciones a las que, por ejemplo, se aplican los pro­yectos de ley de la óptica.
Admitamos por el momento que pueda ocurrir algo de esta índole. ¿Debemos decir que lo que se ha adquirido de unos ejemplares son las re­glas y la capacidad de aplicarlas? Esta descrip­ción es tentadora porque el hecho de que veamos una situación como parecida a las que hemos en­contrado antes tiene que ser el resultado de un procesamiento neural, gobernado absolutamente por leyes físicas y químicas. En este sentido, en cuanto hemos aprendido a hacerlo, el reconoci­miento de la similitud debe ser tan totalmente sistemático como el latir de nuestros corazones.

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Pero ese paralelo mismo nos sugiere que el reco­nocimiento también puede ser involuntario, un proceso sobre el cual no tenemos ningún domi­nio. Si es así, entonces no debemos concebirlo propiamente como algo que logramos mediante la aplicación de reglas y normas. Hablar de él en estos términos implica que tenemos acceso a op­ciones; por ejemplo, acaso hayamos desobede­cido una regla, o aplicado mal una norma, expe­rimentado con otra forma de ver.13 Esas, lo acep­to, son las clases de cosas que no podemos hacer. O, más precisamente, son cosas tales que no podemos hacer hasta que hayamos tenido una sen­sación, que hayamos percibido algo; entonces a menudo buscamos normas y las ponemos en uso. Entonces podemos embarcarnos en una interpre­tación, proceso deliberativo por el cual escogemos entre alternativas, como no lo hacemos en la per­cepción misma. Quizás, por ejemplo, haya algo raro en lo que hemos visto (recuérdense unas barajas anormales). Al dar vuelta a una esquina vemos a mamá entrando en una tienda del centro en un momento en que creíamos que se encontra­ba en casa. Al contemplar lo que hemos visto, de pronto exclamamos: ¡"Esa no era mamá, pues tenía el cabello rojo!" Al entrar en la tienda ve­mos de nuevo a esa señora y no podemos enten­der cómo pudimos confundirla con mamá. O, quizá vemos las plumas de la cola de un ave que está tomando sus alimentos del fondo de una pis­cina. ¿Se trata de un cisne o un ganso? Contem-
13 Nunca hubiera sido necesario establecer este punto si todas las leyes fueran como las de Newton y todas las reglas como los Diez Mandamientos. En tal caso, la frase "quebrantar una ley", no tendría sentido y un rechazo de las reglas no parecería implicar un proceso no gober­nado por leyes. Por desgracia las leyes de tránsito y pro­ductos similares de la legislación sí pueden quebrantarse, facilitando la confusión.

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piamos lo que hemos visto y mentalmente com­paramos las plumas de la cola con las de los cis­nes y gansos que antes hemos visto. O quizás, si nos inclinamos hacia la ciencia, tan sólo quere­mos saber algunas características generales (la blancura de los cisnes, por ejemplo) de los miem­bros de una familia zoológica que fácilmente po­damos reconocer. Una vez más, contemplamos lo que antes habíamos percibido, buscando lo que tengan en común los miembros de la familia dada.
Todos estos son procesos deliberativos, y en ellos buscamos y desplegamos normas y reglas. Es decir, tratamos de interpretar las sensaciones que ya tenemos, de analizar qué es lo dado para nosotros. Por mucho que hagamos eso, los proce­sos en cuestión finalmente deben ser neurales, y por tanto están gobernados por las mismas leyes físico-químicas que gobiernan la percepción, por una parte, y el latido de nuestros corazones, por la otra. Pero el hecho de que el sistema obe­dezca las mismas leyes en los tres casos no es una razón para suponer que nuestro aparato neu­ral está programado para operar de la misma ma­nera en la interpretación como en la percepción o en ambas como en el latir de nuestros corazo­nes. A lo que hemos estado oponiéndonos en este libro es, por tanto, al intento, tradicional desde Descartes, pero no antes, de analizar la percep­ción como un proceso interpretativo, como una versión inconsciente de lo que hacemos después de haber percibido.
Lo que hace que la integridad de la percepción valga la pena de subrayarse es, por supuesto, que tanta experiencia pasada se encuentre incorpora­da en el aparato neural que transforma los es­tímulos en sensaciones. Un mecanismo percep­tual apropiadamente programado tiene valor de supervivencia. Decir que los miembros de distin-

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tos grupos pueden tener distintas percepciones cuando se encuentran ante los mismos estímulos no es implicar que tengan percepciones en abso­luto. En muchos medios, el grupo que no podía diferenciar los perros de los lobos, no pudo sub­sistir. Tampoco podría un grupo de físicos nu­cleares de hoy sobrevivir como hombres de cien­cia si no pudieran reconocer las huellas de las partículas y los electrones alfa. Es precisamente porque hay tan pocas maneras de ver por lo que aquellas que han pasado por las pruebas de uso del grupo son dignas de ser transmitidas de ge­neración en generación. Asimismo, es porque han sido seleccionadas por su triunfo sobre el tiempo histórico por lo que tenemos que hablar de la experiencia y el conocimiento de la naturaleza in­corporados en el camino del estímulo a la sensa­ción.
Quizás "conocimiento" no sea la palabra ade­cuada, pero hay razones para valemos de ella. Lo que está incluido en el proceso neural que transforma los estímulos en sensaciones tiene las características siguientes: ha sido transmitido por medio de la educación; tentativamente, ha resul­tado más efectivo que sus competidores históri­cos en el medio actual de un grupo; y, finalmente, está sujeto a cambio, tanto por medio de una nueva educación como por medio del descubri­miento de incompatibilidad con el medio. Tales son características del conocimiento, y ello expli­ca por qué aplico yo ese término. Pero es un uso extraño, porque falta otra característica. No te­nemos acceso directo a lo que es aquello que sa­bemos, no tenemos reglas de generalización con que expresar este conocimiento. Las reglas que pudieran darnos tal acceso se referían a los es­tímulos, no a las sensaciones. Y solo podemos conocer los estímulos mediante una elaborada

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teoría. A falta de ella, el conocimiento incluido en el camino del estímulo de sensación sigue siendo tácito.
Lo que antes se ha dicho acerca de la sensación, aunque obviamente preliminar, y que por ello no tiene que ser exacto en todos sus detalles, ha sido considerado literalmente. Por lo menos, es una hipótesis acerca de la visión que debe someterse la investigación experimental, aunque, probable­mente, no a una verificación directa. Pero hablar así de ver y de sensaciones también sirve aquí a unas funciones metafóricas, como en todo el cuer­po de este libro. No vemos los electrones, sino antes bien su recorrido, o bien burbujas de va­por en una cámara anublada. No ventos para nada las corrientes eléctricas, sino, antes bien, la aguja de un amperímetro o de un galvanóme­tro. Sin embargo, en las páginas anteriores, par­ticularmente en la Sección X, repetidas veces he procedido como si en realidad percibiéramos en­tidades teóricas, como corrientes, electrones y campos, como si aprendiésemos a hacerlo exami­nando ejemplos, y como si en todos estos casos fuese erróneo dejar de hablar de "ver". La me­táfora que transfiere "ver" a contextos similares. apenas resulta base suficiente para tales afirma­ciones. A la larga, tendrá que ser eliminada en favor de un modo de discurso más literal.
El programa de computadoras antes referido empieza a indicar las maneras en que esto pueda hacerse, pero ni el espacio de que disponemos ni el grado de mi actual comprensión me permiten eliminar aquí la metáfora.14 En cambio, breve-
14 Para los lectores de "Second Thoughts", las siguien­tes observaciones crípticas pueden servir de guía. La po­sibilidad de un reconocimiento inmediato de los miem­bros de las familias naturales depende de la existencia, después del procesamiento neural, del espacio perceptual vacío entre las familias que deben ser discriminadas. Si

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mente trataré de sostenerla. Ver unas gotitas de agua o una aguja contra una escala numérica es una primitiva experiencia perceptual para el hom­bre que no está acostumbrado a cámaras anubla­das y amperímetros. Por ello, requiere contem­plación, análisis e interpretación (o bien la inter­vención de una autoridad exterior) antes de que pueda llegarse a conclusiones acerca de electro­nes o de corrientes. Pero la posición de quien ha aprendido acerca de tales instrumentos y ha tenido una gran experiencia con tales ejemplos es muy distinta, y hay una diferencia correspon­diente, en la forma en que procesa los estímulos que le llegan a partir de aquellos. Contemplando el vapor de su aliento en una fría noche de in­vierno, su sensación puede ser la misma del lego, pero al ver una cámara anublada ve (aquí sí li­teralmente) no gotitas sino el rastro de electro­nes, partículas alfa, etc. Tales pistas, si el lector desea, son las normas que él interpreta como ín­dices de la presencia de las partículas correspon­dientes, pero tal camino es a la vez más breve y distinto del que sigue aquél que interpreta las gotitas.
por ejemplo, hubiera un continuo percibido de las clases de aves acuáticas, desde los gansos hasta los cisnes, estaríamos obligados a introducir un criterio específico para distinguirlos. Algo similar puede decirse para enti­dades no observables. Si una teoría física sólo admite la existencia de una corriente eléctrica, entonces un peque­ño número de normas, que pueden variar considerable­mente de un caso a otro, sería suficiente para identificar la corriente, aun cuando no haya un conjunto de reglas que especifiquen las condiciones necesarias y suficientes para la identificación. El punto sugiere un corolario plau­sible, que puede ser más importante. Dado un conjunto de condiciones necesarias y suficientes para identificar una entidad teórica, esa entidad puede ser eliminada a partir de la ontología de una teoría por sustitución. Sin embargo, en ausencia de tales reglas, esas entidades no son eliminables; la teoría, entonces, exige su existencia.

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O bien, consideremos al científico que inspec­ciona un amperímetro para determinar el núme­ro ante el cual se ha detenido la aguja. Su sensa­ción probablemente sea la misma que la del profano, particularmente si este último ha leído antes otras clases de metros. Pero ha visto el metro (una vez más, a menudo literalmente) en el contexto de todo el circuito, y sabe algo acer­ca de su estructura interna. Para él, la posición de la aguja es una norma, pero tan solo del va­lor de la corriente. Para interpretarla sólo tiene que determinar en qué escala debe leerse el me­tro. En cambio, para el profano la posición de la aguja no es una norma de nada, excepto de sí misma. Para interpretarla, tendrá que examinar toda la posición de los alambres, internos y ex­ternos, experimentar con baterías e imanes, etc. En el uso metafórico tanto como en el literal de "ver", la interpretación empieza donde la percep­ción termina. Los dos procesos no son uno mis­mo, y lo que la percepción deja para que la in­terpretación lo complete depende radicalmente de la naturaleza y de la cantidad de la anterior experiencia y preparación.
5. Ejemplares, inconmensurabilidad y revoluciones
Lo que hemos dicho antes nos ofrece una base para aclarar un aspecto más del libro: mis obser­vaciones sobre la inconmensurabilidad y sus con­secuencias para los científicos que han debatido la opción entre teorías sucesivas.15 En las Seccio­nes X y XII yo he afirmado que en tales debates, uno y otro bando inevitablemente ven de manera diferente algunas de las situaciones experiménta­

15 Los puntos que siguen son tratados con mayor deta­lle en las secciones 5 y 6 de "Reflections".

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les u observacionales a las que tienen acceso. Sin embargo, como los vocabularios en que discuten de tales situaciones constan predominantemente de los mismos términos, tienen que estar remi­tiendo algunos de tales términos a la naturaleza de una manera distinta, y su comunicación, ine­vitablemente, resulta sólo parcial. Como resulta­do, la superioridad de una teoría sobre otra es algo que no puede demostrarse en el debate. En cambio, como he insistido, cada bando, mediante la persuasión, debe tratar de convertir al otro. Tan solo los filósofos han interpretado con gra­ves errores la intención de estas partes de mi argumento. Sin embargo, muchos de ellos han asegurado que yo creo lo siguiente:16 los defen­sores de teorías inconmensurables no pueden co­municarse entre sí, en absoluto; como resultado, en un debate sobre la elección de teorías no pue­de recurrirse a buenas razones: en cambio la teo­ría habrá de escogerse por razones que, a fin de cuentas, son personales y subjetivas; alguna es­pecie de percepción mística es la responsable de la decisión a que al final se llegue. Más que nin­guna otra parte de este libro, los pasajes en que se basan estas erróneas interpretaciones han sido responsables de las acusaciones de irracionalidad. Considérense primero mis observaciones sobre la prueba. Lo que he estado tratando de explicar es un argumento sencillo, con el que desde hace largo tiempo están familiarizados los filósofos de la ciencia. Los debates sobre la elección de teo­rías no pueden tener una forma que se parezca por completo a la prueba lógica o matemática. En esta última, desde el principio quedan estipu­ladas las premisas y reglas de inferencia. Si hay desacuerdo acerca de las conclusiones, los bandos
16 Ver los trabajos citados en la nota 9 y, también el ensayo  de Stephen Toulmin  en  Growth of Knowledge.

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que participen en el siguiente debate podrán vol­ver sobre sus pasos, uno por uno, revisando cada uno contra toda estipulación anterior. Al final de cada proceso, uno u otro tendrán que admitir que han cometido un error, que han violado una regla previamente aceptada. Después de tal admisión no tendrán a quien recurrir, y la prueba de su oponente resultará decisiva. En cambio, sólo si los dos descubren que difieren acerca del signi­ficado o de la aplicación de las reglas estipuladas, que el acuerdo anterior no ofrece una base sufi­ciente para la prueba, sólo entonces continúa el debate en la forma que inevitablemente toma du­rante las revoluciones científicas. Tal debate es acerca de las premisas, y recurre a la persuasión como preludio de la posibilidad de demostración. En esta tesis, relativamente familiar, no hay nada que implique que no hay buenas razones para quedar persuadido, o que tales razones a fin de cuentas no son decisivas para el grupo. Tam­poco implica siquiera que las razones para la elec­ción son distintas de aquellas que habitualmente catalogan los filósofos de la ciencia: precisión, sencillez, utilidad y similares. Sin embargo, lo que debe indicar es que tales razones funcionan como valores y que así pueden aplicarse de ma­nera diferente, individual y colectivamente, por los hombres que convienen en aceptarlas. Por ejemplo, si dos hombres no están de acuerdo acerca de la utilidad relativa de sus teorías, o si convienen en ellas pero no en la importancia re­lativa de la utilidad y, digamos, en el ámbito que ofrecen para llegar a una decisión, ninguno podrá quedar convencido de haberse equivocado. Tam­poco estará siendo anticientífico ninguno de los dos. No hay un algoritmo neutral para la elección de teorías, no hay ningún procedimiento sistemá­tico de decisión que, aplicado adecuadamente,

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deba conducir a cada individuo del grupo a la misma decisión. En este sentido es la comunidad de los especialistas, que no sus miembros indivi­duales, la que hace efectiva la decisión. Para comprender por qué se desarrolla la ciencia tal como lo hace, no es necesario desentrañar los de­talles de biografía y personalidad que llevan a cada individuo a una elección particular, aunque esto ejerza una notable fascinación. Lo que debe comprenderse, en cambio, es el modo en que un conjunto particular de valores compartidos inter-actúa con las experiencias particulares que com­parte toda una comunidad de especialistas para determinar que la mayoría de los miembros del grupo a fin de cuentas encuentren decisivo un conjunto de argumentos por encima de otro. Tal proceso es la persuasión, pero presenta un pro­blema más profundo aún. Dos hombres que per­ciben la misma situación de modo diferente pero que sin embargo no se valen del mismo vocabu­lario, al discutirlo tienen que estar valiéndose de las palabras de un modo distinto. Es decir, ha­blan de lo que yo he llamado puntos de vista in­conmensurables. ¿Cómo pueden tener esperanzas de entenderse y mucho menos de ser persuasivos? Hasta una respuesta preliminar a tal pregunta requiere una mayor especificación de la natura­leza de la dificultad. Supongo que, al menos en parte, tal especificación toma la forma siguiente. La práctica de la ciencia normal depende de la capacidad, adquirida a partir de ejemplares, de agrupar objetos y situaciones en conjuntos simi­lares que son primitivos en el sentido en que el agrupamiento se hace sin contestar a la pregunta: "¿Similar con respecto a qué?" Un aspecto cen­tral de toda evolución es, entonces, que cambien algunas de las relaciones de similitud. Objetos que fueron agrupados en el mismo conjunto con

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anterioridad se agrupan de diferentes maneras después, y viceversa. Piénsese en el Sol, la Luna, Marte y la Tierra antes y después de Copérnico; de la caída libre, del movimiento pendular y pla­netario antes y después de Galileo; o en sales, aleaciones y mezclas de hierros azufrados antes y después de Dalton. Como la mayor parte de los objetos, aun dentro de los conjuntos alterados, continúan agrupados, habitualmente se conservan los nombres de los conjuntos. No obstante, la transferencia de un subconjunto forma parte de un cambio crítico en la red de sus interrelaciones. Transferir los metales del conjunto de compues­tos al conjunto de elementos desempeñó un pa­pel esencial en el surgimiento de una nueva teo­ría de la combustión, de la acidez, y de la com­binación física y química. En poco tiempo tales cambios habíanse extendido por todo el campo de la química. Por tanto, no es de sorprender que cuando ocurren tales redistribuciones, dos hombres cuyo discurso previamente había proce­dido con una comprensión aparentemente com­pleta, de pronto puedan encontrarse respondien­do a un mismo estímulo con descripciones y ge­neralizaciones incompatibles. Esas dificultades no se harán sentir en todos los campos, ni si­quiera de su mismo discurso científico, pero sí se plantearán y se agruparán luego más densamente alrededor de los fenómenos de los cuales depen­de más la elección de una teoría.
Tales problemas, aun cuando por primera vez se hacen evidentes en la comunicación, no son meramente lingüísticos, y no pueden resolverse simplemente estipulando la definición de los tér­minos más difíciles. Como las palabras alrede­dor de las cuales se agrupan las dificultades han sido aprendidas, en parte por su directa aplica­ción a ejemplares, quienes participan en una in-

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terrupción de la comunicación no pueden decir: 'Yo uso la palabra 'elemento' (o 'mezcla' o 'planeta' o 'movimiento incontrolado') de ma­nera determinada por las siguientes normas". Es decir, no pueden recurrir a un lenguaje neutro que ambos apliquen de la misma manera y que sea adecuado al planteamiento de sus teorías o siquiera a las consecuencias empíricas de las teo­rías. Parte de la diferencia es anterior a la apli­cación de los idiomas en que, sin embargo, se refleja.
Los hombres que experimentan tales interrup­ciones a la comunicación, por lo tanto, deben con­servar algún recurso. Los estímulos que actúan sobre ellos son los mismos. Y también su aparato neural general, por muy distintamente programa­do que esté. A mayor abundamiento, excepto en una pequeña zona del conocimiento (aunque im­portantísima) aun su programación neural debe estar muy cerca de ser la misma, pues tienen en común una historia, excepto el pasado inmediato. Como resultado, tanto su mundo como su lengua­je científicos son comunes. Dado todo eso en común, debe poder descubrir mucho acerca de aquello en que difieren. Sin embargo, las técni­cas requeridas no son ni directas ni confortables, ni partes del arsenal normal del científico. Los científicos rara vez las reconocen por lo que son, y rara vez las utilizan durante más tiempo del requerido para tratar de inducir a una conversión o para convencerse a sí mismos de que no podrán obtenerla.
En resumen, lo que pueden hacer quienes par­ticipan en una interrupción de la comunicación es reconocerse unos a otros como miembros de diferentes comunidades lingüísticas, y entonces se convierten en traductores.17 Tomando como ob-

17 La ya clásica fuente para la mayor parte de los as-

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jeto de estudio las diferencias entre su propio discurso intragrupal e intergrupal, pueden, en pri­mer lugar, tratar de descubrir los términos y lo­cuciones que, usados sin problemas dentro de la comunidad son, no obstante, focos de disturbio para las discusiones intergrupales. (Las locucio­nes que no presentan tales dificultades pueden traducirse homofónicamente). Habiendo aislado de la comunidad científica tales ámbitos de difi­cultad, en un esfuerzo más por dilucidar sus per­turbaciones, pueden valerse del vocabulario que diariamente comparten. Es decir, cada uno pue­de hacer un intento de descubrir lo que el otro mundo ve y dice cuando se le presenta un estímu­lo que pudiera ser distinto de su propia respuesta verbal. Si pueden contenerse lo suficiente para no explicar un comportamiento anormal como consecuencia de un simple error o de locura, con el tiempo pueden volverse muy buenos pronosti-cadores del comportamiento del otro bando. Cada uno habrá aprendido a traducir la teoría del otro y sus consecuencias a su propio lenguaje y, si­multáneamente, a describir en su idioma el mun­do al cual se aplica tal teoría. Eso es lo que re­gularmente hacen (o debieran hacer) los histo­riadores de la ciencia cuando se enfrentan a teorías científicas anticuadas.
Como la traducción, si se continúa, permite a quienes participen en una interrupción de la co-

pectos pertinentes de la traducción es Word and Object, de W. V. O. Quine (Cambridge, Mass., y Nueva York, 1969). Caps., I y II. Pero Quine parece considerar que dos hombres que reciben el mismo estímulo deben tener la misma sensación, y por lo tanto tiene poco que decir sobre el grado que debe alcanzar un traductor para des­cribir el mundo al que se aplica el lenguaje interpretado. Para ese último punto véase "Linguistics and Ethnology in Translation Problems", de E. A. Nida en ed. Del Hymes, Language and Culture in Society (Nueva York, 1964), pp. 90-97.

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municación experimentar vicariamente algunos de los méritos y defectos de los puntos de vis­ta de los otros, ésta es una potente herramienta tanto de transformación como de persuasión. Pero ni aun la persuasión tiene que tener buen éxito, y si lo tiene, no necesariamente irá acom­pañada o seguida por la conversión. Una impor­tante distinción que sólo recientemente he reco­nocido por completo es que las dos experiencias de ninguna manera son las mismas.
Persuadir a alguien es, convengo en ello, con­vencerlo de que nuestra opinión es mejor que la suya, y por lo tanto debe remplazaría. Esto se logra, ocasionalmente, sin recurrir a nada pare­cido a la traducción. En su ausencia, muchas de las explicaciones y enunciados de problemas sus­critos por los miembros de un grupo científico resultarán opacos para el otro. Pero cada comu­nidad lingüística habitualmente puede producir, desde el principio, unos resultados concretos de su investigación que, aunque sean descriptibles en frases comprendidas de la misma manera por los dos grupos, no pueden ser explicados por la otra comunidad en sus propios términos. Si el nuevo punto de vista se sostiene durante un tiem­po y sigue siendo útil, los resultados de la inves­tigación verbalizables de esta manera probable­mente crecerán en número. Para algunos hom­bres, tales resultados, por sí mismos, serán deci­sivos. Pueden decir: no se cómo lo lograron los partidarios de la nueva opinión, pero yo debo aprenderlo; sea lo que fuere lo que están hacien­do, claramente tienen razón. Tal reacción resulta particularmente fácil para los hombres que ape­nas están ingresando en la profesión, pues aún no han adquirido los vocabularios y compromisos especiales de uno u otro grupo.
Los argumentos que pueden presentarse en el

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vocabulario del que se valen ambos grupos, de la misma manera, sin embargo, generalmente no son decisivos, al menos no lo son hasta una etapa muy tardía de la evolución de las opiniones opuestas.
Entre aquellos ya admitidos en la profesión po­cos quedarán persuadidos sin recurrir un poco a las comparaciones más generales que permite la traducción. Aunque el precio que hay que pagar habitualmente consiste en frases de gran longitud y complejidad (recuérdese la controversia Proust-Berthollet, que se llevó a cabo sin recurrir al tér­mino "elemento"), muchos resultados adicionales de la investigación pueden ser traducidos del idio­ma de una comunidad al de la otra. Además, al avanzar la traducción, algunos miembros de cada comunidad también pueden empezar vicariamen­te a comprender cómo una afirmación antes con­fusa pudo parecer una explicación a los miem­bros del grupo opuesto. La disponibilidad de téc­nicas como éstas no garantiza, desde luego, la persuasión. Para la mayoría de la gente, la tra­ducción es un proceso amenazante, totalmente ajeno a la ciencia normal. En todo caso, siempre se dispone de contra argumentos y ninguna regla prescribe cómo debe llegarse a un equilibrio. No obstante, conforme un argumento se apila sobre otro argumento y cuando alguien ha recogido con éxito un reto tras otro, sólo la más ciega obstina-nación podría explicar finalmente una resistencia continuada.
Siendo tal el caso, llega a ser de una importan­cia decisiva un segundo aspecto de la traducción, muy familiar tanto a lingüistas como a historia­dores. Traducir una teoría o visión del mundo al propio lenguaje no es hacerla propia. Para ello hay que volverse "completamente indígena", des­cubrir que se está pensando y trabajando en un

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idioma que antes era extranjero, no simplemente traduciéndolo; sin embargo, tal transición no es una que un individuo pueda hacer o pueda dejar de hacer por deliberación y gusto, por buenas que sean sus razones para desear hacerla así. En cambio, en algún momento del proceso de aprender a traducir, el individuo encuentra que ya ha ocurrido la transición, que él se ha desli­zado al nuevo idioma sin haber tomado ninguna decisión. O bien, como muchos de quienes encon­traron por primera vez, digamos, la relatividad o la mecánica cuántica siendo ya de mediana, edad, se encuentra totalmente persuadido de la nueva opinión, pero, sin embargo, incapaz de in­ternalizarla y de sentirse a gusto en el mundo al que ayuda a dar forma. Intelectualmente, tal hombre ya ha hecho su elección, pero la conver­sión requerida, si ha de ser efectiva, aún lo elude. No obstante, puede valerse de la nueva teoría, pero lo hará así como un extranjero que se ha­llara en un medio ajeno, como una alternativa de la que dispone tan sólo porque se encuentran allí algunos "indígenas" La labor del hombre es pa­rasitaria de la de ellos, pues aquél carece de la constelación de conjuntos mentales que por medio de la educación adquirirán los futuros miembros de la comunidad. La experiencia de la conversión que yo he comparado a un cambio de Gestalt permanece, por lo tanto, en el núcleo mis­mo del proceso revolucionario. Buenas razones para la elección ofrecen motivos para la conver­sión y el clima en que más probablemente ocu­rrirá ésta. Además, la traducción puede aportar puntos de entrada para la reprogramación neu­ral, que por inescrutable que sea en este momen­to, debe hallarse subyacente en la conversión. Pero ni unas buenas razones ni la traducción constituyen la conversión y es este proceso el que

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tenemos que explicar para comprender una ín­dole esencial de cambio científico.
6. Las revoluciones y el relativismo
Una consecuencia de la posición antes delinea­da ha molestado particularmente a varios de mis críticos.18 Encuentran relativista mi perspectiva, particularmente como está desarrollada en la úl­tima sección de este libro. Mis observaciones so­bre la traducción ponen en relieve las razones de esta acusación. Los partidarios de distintas teo­rías son como los miembros de comunidades dis­tintas de cultura-lenguaje. El reconocer el para­lelismo sugiere que en algún sentido ambos gru­pos pueden estar en lo cierto. Aplicada a la cultura y a su desarrollo, tal posición es relati­vista.
Pero aplicada a la ciencia puede no serlo, y en todo caso está muy lejos del mero relativismo en un respecto que mis críticos no han visto. To mados como grupo o en grupos, los practicantes de las ciencias desarrolladas son, como yo he afir­mado, fundamentalmente, resolvedores de enig­mas. Aunque los valores que a veces despliegan, de elección de teorías se derivan también de otros aspectos de su trabajo, la demostrada capacidad para plantear y para resolver enigmas dados por la naturaleza es, en caso de conflicto de valores, la norma dominante para la mayoría de los miem­bros dé un grupo científico. Como cualquier otro valor, la capacidad de resolver enigmas resulta equívoca en su aplicación. Los hombres que la comparten pueden diferir, no obstante, en los juicios que hacen basados en su utilización. Pero el comportamiento de una comunidad que la hace
18 "Structure of Scientific Revolutions", de Shapere y Popper en Growth of Knowledge.

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preeminente será muy distinto del de aquella co­munidad que no lo haga. Creo yo que en las cien­cias el alto valor atribuido a la capacidad de re­solver enigmas tiene las consecuencias siguientes; imagínese un árbol evolutivo que represente el desarrollo de las modernas especialidades cientí­ficas a partir de sus orígenes comunes, digamos en la primitiva filosofía naturalista y en las téc­nicas. Una línea que suba por ese árbol, sin vol­ver nunca atrás, desde el tronco hasta la punta de alguna rama, podría seguir una sucesión de teorías de ascendencia común. Considerando cua­lesquiera dos de tales teorías elegidas a partir de puntos no demasiado cercanos a su origen, debe ser fácil establecer una lista de normas que pue­dan capacitar a un observador no comprometido a distinguir las anteriores de la teoría más recien­te, una y otra vez. Entre las más útiles se encon­trarán la precisión en la predicción, particular­mente en la predicción cuantitativa; el equilibrio entre temas esotéricos y cotidianos, y el número de diferentes problemas resueltos. Menos útiles para este propósito, aunque considerables deter­minantes de la vida científica, serían valores ta­les como simplicidad, dimensiones y compatibili­dad con otras especialidades. Tales listas aún no son las requeridas, pero no tengo duda de que se las puede completar. De ser esto posible, enton­ces el desarrollo científico, como el biológico, constituye un proceso unidireccional e irreversi­ble. Las teorías científicas posteriores son mejo­res que las anteriores para resolver enigmas en los medios a menudo totalmente distintos a los que se aplican. Tal no es una posición relativista, y muestra el sentido en el cual sí soy un conven­cido creyente en el progreso científico.
Sin embargo, comparada esta posición con la idea de progreso que hoy prevalece tanto entre

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los filósofos de la ciencia como entre los profa­nos, la posición carece de un elemento esencial. A menudo se considera que una teoría científica es mejor que sus predecesoras, no tan solo en el sentido en que es un instrumento mejor para des­cubrir y resolver enigmas, sino también porque, de alguna manera, constituye una representación mejor de lo que en realidad es la naturaleza. A menudo se oye decir que las teorías sucesivas crecen aproximándose cada vez más a la verdad. Generalizaciones aparentes como esa no sólo se refieren a la solución de enigmas y a las predic­ciones concretas derivadas de una teoría, sino, antes bien, a su ontología, es decir, a la unión de las entidades con que la teoría cubre la natu­raleza y lo que "realmente está allí".
Quizás haya alguna manera de salvar la idea de "verdad" para su aplicación a teorías comple­tas, pero ésta no funcionará. Creo yo que no hay un medio, independiente de teorías, para recons­truir frases como "realmente está allí"; la idea de una unión de la ontología de una teoría y su co­rrespondiente "verdadero" en la naturaleza me parece ahora, en principio, una ilusión; además, como historiador, estoy impresionado por lo im­probable de tal opinión. Por ejemplo, no dudo de que la mecánica de Newton es una mejora sobre la de Aristóteles, y que la de Einstein es una me­jora sobre la de Newton como instrumento para resolver enigmas. Pero en su sucesión no puedo ver una dirección coherente de desarrollo onto­lógico. Por el contrario, en algunos aspectos im­portantes, aunque, desde luego, no en todos, la teoría general de la relatividad, de Einstein, está más cerca de la de Aristóteles que ninguna de las dos de la de Newton. Aunque resulta compren­sible la tentación de tildar a tal posición de rela­tivista, a mí tal descripción me resulta errónea.

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Y, a la inversa, si tal posición es relativismo no puedo ver que el relativista pierda nada necesa­rio para explicar la naturaleza y el desarrollo de las ciencias.19
7. La naturaleza de la ciencia
Concluirá con un breve análisis de dos reaccio­nes recurrentes a mi texto original, la primera crítica, la segunda favorable y, creo yo, ninguna de las dos correcta. Aunque ninguna de las dos se relaciona con lo que se ha dicho, ni entre sí. ambas han prevalecido lo suficiente para exigir al menos alguna respuesta.
Unos pocos lectores de mi texto original han notado que yo repetidas veces he pasado del mo­do descriptivo al modo normativo, transición par­ticularmente marcada en pasajes ocasionales que empiezan con "pero eso no es lo que hacen los científicos", y que terminan afirmando que los científicos no deben hacerlo. Algunos críticos afirman que yo he estado confundiendo la des­cripción con la prescripción, violando así el anti­guo y honorable teorema filosófico según el cual "es" no puede implicar "debe ser".20
Sin embargo, tal teorema, en la práctica, ha pa­sado a no ser más que un marbete, y ya no se le respeta en ninguna parte. Un buen número de filósofos contemporáneos han descubierto impor­tantes contextos en que lo normativo y lo des­criptivo quedan inextricablemente entrelazados. "Es" y "debe ser" están lejos de hallarse siempre tan separados como parece. Pero no es necesa­rio recurrir a las sutilezas de la actual filosofía
19     Para uno de los muchos ejemplos véase el ensayo
de P. K. Feyerabend en Growth of Knowledge.
20  Must  We  Mean  What  We Say? de  Stanley  Cavell
(Nueva York, 1969), cap.
I.

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lingüística para desentrañar lo que ha parecido confuso en este aspecto de mi posición. Las pá­ginas anteriores presentan un punto de vista o una teoría acerca de la naturaleza de la ciencia y, como otras filosofías de la ciencia, la teoría tiene consecuencias para el modo en que deben proceder los científicos si quieren que su empre­sa triunfe. Aunque no tiene que ser correcta, como ninguna otra teoría, sí aporta una base le­gítima para reiterados "debe ser" y "tiene que ser". A la inversa, un conjunto de razones para tomar en serio la teoría es que los científicos, cuyos métodos han sido desarrollados y seleccio­nados de acuerdo con su éxito, en realidad sí se comportan como la teoría dice que deben hacerlo. Mis generalizaciones descriptivas son prueba de la teoría precisamente, porque también pueden haberse derivado de ella, en tanto que, según otras opiniones de la naturaleza de la ciencia, constituyen un comportamiento anómalo.
Creo yo que la circularidad de tal argumento no lo hace vicioso. Las consecuencias del punto de vista que estamos examinando no quedan ago­tadas por las observaciones en las que se basó al principio. Desde antes de que el libro fuera pu­blicado por primera vez, algunas partes de la teo­ría que presenta, habían sido para mí una herra­mienta de gran utilidad para la exploración del comportamiento y el desarrollo científico. La comparación de esta posdata con las páginas del texto original acaso indique que ha seguido de­sempeñando tal papel. Ningún punto de vista me­ramente singular puede ofrecer tal guía.
A una última reacción a este libro, mi respues­ta tiene que ser de índole distinta. Muchos de quienes han encontrado un placer en él lo han encontrado no tanto porque ilumine la ciencia cuanto porque han considerado sus principales

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tesis aplicables también a muchos otros campos. Veo lo que quieren decir, y no desearía desalen­tar sus esfuerzos de extender la posición; pero, no obstante, su reacción me ha intrigado. En el grado en que mi libro retrata el desarrollo cien­tífico como una sucesión de periodos estableci­dos por al tradición, puntuados por interrupcio­nes no acumulativas, sus tesis indudablemente son de extensa aplicabilidad. Pero así tenían que serlo, porque son tomadas de otros campos. Los historiadores de la literatura, de la música, de las artes, del desarrollo político y de muchas otras actividades humanas han descrito de la misma manera sus temas. La periodizacipn de acuerdo con interrupciones revolucionarias de estilo, gus­to y estructura institucional, ha estado siempre entre sus útiles normales. Si yo he sido original con respecto a conceptos como éstos, ello ha sido, principalmente, por aplicarlos a las ciencias, cam­po que por lo general, se había supuesto que se desarrollaba de manera distinta. Es concebible que la noción de un paradigma como una realiza­ción concreta, un ejemplar, sea una segunda con­tribución. Por ejemplo, yo sospechaba que algu­nas de las notorias dificultades que rodean a la noción de estilo en las artes plásticas podrán des­vanecerse si puede verse que las pinturas están modeladas unas a partir de otras, y no produci­das de conformidad con algunos abstractos cá­nones de estilo.21
Sin embargo, también pretende este libro esta­blecer otra clase de argumento, que ha resultado menos claramente visible para muchos de mis lectores. Aunque el desarrollo científico puede
21 Para este punto así como para un análisis más am­plio de lo que es especial en las ciencias, ver: "Comment [on the Relations of Science and Art]", de T. S. Kuhn, en Comparative Studies in Philosophy and History. XI (1969), pp. 403-12.

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parecerse al de otros campos más de lo que a menudo se ha supuesto, también es notablemente distinto. Por ejemplo, decir que la ciencia, al menos después de cierto punto de su desarrollo, progresa de una manera en que no lo hacen otros campos, puede ser completamente erróneo, cualquiera que sea tal progreso. Uno de los obje­tos del libro fue examinar tales diferencias y em­pezar a explicarlas. Considérese, por ejemplo, el reiterado hincapié anterior en la ausencia o, como diría yo ahora, en la relativa escasez de escuelas en competencia en la ciencia del desarrollo. O recuérdense mis observaciones acerca del grado en que los miembros de una comunidad científica dada constituyen el único público y son los úni­cos jueces del trabajo de la comunidad. O pién­sese, asimismo, en la naturaleza especial de la educación científica, en la solución de enigmas como objetivo y en el sistema de valores que el grupo de científicos muestra en los periodos de crisis y decisión. El libro aisla otros rasgos de la misma índole, no necesariamente exclusivos de la ciencia pero que, en conjunción, sí colocan aparte tal actividad.
Acerca de todos estos rasgos de la ciencia hay mucho más por aprender. Habiendo iniciado esta posdata subrayando la necesidad de estudiar la estructura comunitaria de la ciencia, la terminaré subrayando la necesidad de un estudio similar y, sobre todo, comparativo de las correspondientes comunidades en otros ámbitos. ¿Cómo se elige y cómo se es elegido para miembro de una comu­nidad particular, sea científica o no? ¿Cuál es el proceso y cuáles son las etapas de la socialización del grupo? ¿Qué ve el grupo, colectivamente, como sus metas? ¿Qué desviaciones, individuales o colectivas, tolerará, y cómo controla la aberra­ción impermisible? una mayor comprensión de

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la ciencia dependerá de las respuestas a otras cla­ses de preguntas, así como a éstas, pero no hay campo en que se necesite con más urgencia un trabajo ulterior. El conocimiento científico, como el idioma, es, intrínsecamente, la propiedad co­mún de un grupo, o no es nada en absoluto. Para comprender esto necesitaremos conocer las carac­terísticas especiales de los grupos que lo crean y que se valen de él.

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