Pedro Barceló
Aníbal de Cartago
Un proyecto alternativo
a la formación del Imperio Romano
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Prólogo
Escribir una biografía sobre Aníbal de las
características que rigen la que aquí presentamos constituye un riesgo y un
trabajo ameno al mismo tiempo. La principal dificultad consiste en compaginar
los postulados que el rigor científico exige con el enfoque divulgativo que
damos al estudio, que pretende tanto ofrecer al especialista alguna perspectiva
novedosa como facilitar al lector no especializado el acercamiento a nuestro
personaje.
La parte agradable de la tarea reside en la
naturaleza de una figura que, a pesar de los siglos pasados, sigue ejerciendo
una extraordinaria fascinación en todo aquel que se acerca a ella. Algo
parecido les ha debido pasar a mis entrañables amigos Sebastián Albiol Vidal y Javier
Hernández Ruano, quienes, contagiados, como me sucede a mí por el virus
«Aníbal», han leído pacientemente el manuscrito, estimulándome con sus
sugerencias. A ellos les quiero expresar mi agradecimiento por su valiosa y
desinteresada colaboración.
También es justo mencionar aquí a mi buen
amigo José Gómez Mata que me ha inspirado, en mayor medida de lo que él supone,
respecto a la elaboración de algunos capítulos de la presente biografía.
Sobre todo quiero recordar en estos momentos a
mi padre, Pedro Barceló Codorníu, asiduo lector de temas históricos, de quien
he heredado una insaciable curiosidad por la historia de la Antigüedad y a cuya
memoria dedico este libro, concebido en Potsdam y terminado de redactar en
Vinaròs, nuestra ciudad natal.
Finalmente, siento la ineludible necesidad de
sugerir como lema del siguiente estudio una célebre frase que siempre he
asociado a la personalidad de Aníbal: «Wie von unsichtbaren Geistern
gepeitscht, gehen die Sonnenpferde der Zeit mit unsers Schicksals leichtem Wagen
durch; und uns bleibt nichts, als mutig gefasst die Zügel festzuhalten, und
bald rechts, bald links, vom Steine hier, vom Sturze da, die Rader wegzulenken.
Wohin es geht, wer
weiss es? Erinnert er sich doch kaum, woher er kam».
El texto citado proviene de la obra Egmont,
excepcional drama de Johann Wolfgang Goethe. Adaptado a la lengua de Cervantes,
podría traducirse de la siguiente manera: «Como si los espolearan espíritus
invisibles, se precipitan los caballos solares de Crono en una alocada carrera tirando
del carro del destino. A nosotros, sólo nos resta intentar mantener con temple
la ruta, controlando las riendas y procurando no desfallecer en el empeño.
¿Dónde van? Quién sabe, pues casi no se recuerda ya de dónde vienen».
Introducción
Si realizáramos una encuesta preguntando por
los individuos más populares de la Antigüedad, sería de esperar que el nombre
de Aníbal apareciese en la mayoría de contestaciones. Si profundizáramos en el
interrogatorio indagando los hechos memorables que se le atribuyen, el episodio
del paso por los Alpes con los famosos elefantes no faltaría en múltiples
respuestas. Sin embargo, pese a una indudable notoriedad, los conocimientos en
torno a Aníbal y su época son más bien escasos. Son básicamente detalles
anecdóticos los que se apoderan de la dimensión histórica de los eventos
protagonizados por él, con lo que ésta queda relegada a un segundo plano,
cuando no oscurecida. Por ello el objetivo de esta investigación consiste en
intentar reconstruirla para aclarar la compleja trama de hechos, causas y
consecuencias en cuyo centro de gravitación se inserta nuestro emblemático
personaje. La realización de este proyecto está guiada por tres propósitos.
El primero es de carácter historiográfico. Se
trata de dilucidar las distintas fases de su paso por la historia siguiendo el
hilo de las fuentes: su contexto familiar, la situación de Cartago, el
asentamiento púnico en Hispania, las peripecias de la guerra con Roma, las
campañas militares, los motivos de su derrota, las consecuencias del
debilitamiento de Cartago para el futuro del mundo antiguo, etcétera.
El segundo propósito se plantea la reflexión
sobre los hechos. Se pretende indagar el porqué de una infinidad de situaciones
y analizar sus motivos y repercusiones. ¿Cuál era la meta política de su marcha
hacia Roma? ¿Existían planes concretos para un nuevo reparto territorial del
Mediterráneo occidental? ¿Nos ofrecen las fuentes una versión fidedigna de los
acontecimientos? ¿Fue Aníbal, además de un indiscutible estratega, un estadista
con visión de futuro? ¿De qué manera hay que considerar su actuación: como
hecho singular y efímero o como modelo alternativo a la formación del Imperio
Romano? Esta clase de planteamientos nos puede ayudar a redondear el retrato de
Aníbal, aun cuando no siempre sea posible llegar a conclusiones determinantes.
El tercer propósito, que complementa a los ya
expuestos, parte de la imagen actual, es decir, de la consideración que goza
nuestro polifacético personaje en la percepción contemporánea. ¿Cómo se ha
visto a Aníbal a través de las distintas épocas? ¿Qué bagaje se le ha ido
atribuyendo en el transcurso del tiempo? ¿Qué motivos marcan las
desproporciones entre el personaje real y la ficción literaria?
El deseo de dar respuesta a los múltiples
interrogantes que la biografía de Aníbal suscita es el punto de partida de las
siguientes reflexiones. Su realización queda, sin embargo, condicionada por la
información disponible, no siempre fiable y muy lejos de ser imparcial. No
olvidemos tampoco el poder sugestivo del tema y del personaje a tratar. Aníbal
es sin lugar a dudas una de las figuras más carismáticas, pero también más
controvertidas de la Antigüedad. Para describir, analizar y valorar su papel
histórico se impone mantener la equidistancia entre el efecto apologético que
su actuación pudiera provocar y la maledicencia que rodea a todo lo cartaginés.
Lo idóneo es enfilar un camino intermedio, lejos tanto del apasionamiento como
de la excesiva frialdad de juicio, una senda que evite la apología y la condena,
que transcurra fuera de partidismos o tomas de posición dadas ya de antemano.
Concebir y realizar una biografía de Aníbal es
sin duda una tarea seductora, es un reto que la investigación histórica debe
acometer. Con mayor razón cuando, como en este caso, los considerables
progresos en muchas disciplinas de la Antigüedad clásica (arqueología,
numismática, epigrafía, etcétera) posibilitan cada día más una mejor
comprensión de las fuentes literarias. Dado el auge que los estudios púnicos
han alcanzado en las últimas décadas, no extraña la profusión de evidencias y
percepciones novedosas que se han logrado. Con estos instrumentos en la mano
podemos rectificar creencias equivocadas, aumentar los conocimientos en
múltiples áreas y ampliar así las miras de la perspectiva histórica. A la
consecución de estos postulados se adscribe este estudio, en el que se
intentará, además, enfocar el mundo en el que se desenvuelve Aníbal y dentro
del cual la Península Ibérica desempeña un importante papel. Es precisamente la
perspectiva de profundizar en este crucial aspecto lo que me ha impulsado a
aceptar la invitación de Alianza Editorial para escribir el presente libro, el
segundo que publico sobre el tema. Poco tiene que ver esta versión española, si
exceptuamos la narración de una serie de hechos inalterables, con la biografía
editada en 1998 en lengua alemana, pues perseguía un objetivo distinto del
actual. A través de ella quise dar una visión de conjunto. En el centro de
ésta, sin embargo, se acentuará la frecuentemente subvalorada dimensión hispana
de la actuación de Aníbal. También se pretende poner de relieve la perspectiva
cartaginesa, casi siempre ahogada por la visión romana del tema, que no deja de
ser la de los vencedores y que por ello ha perdurado mayoritariamente hasta
hoy.
1. En el santuario gaditano de Melqart
Desde comienzos del año 218 a.C. las tropas
cartaginesas en Hispania se recuperan del agotador asedio de Sagunto. El botín
obtenido compensa con creces los esfuerzos realizados. La mayoría de los
combatientes hispanos han regresado a sus lugares de origen para pasar con sus
respectivas familias lo que queda del corto invierno. El resto de la tropa,
concentrada alrededor del cuartel general de Cartagena, permanece a la espera
de nuevas órdenes. Su comandante en jefe, Aníbal Barca, cuya audacia parece no
tener límites, pues al atacar a Sagunto desafía a la todopoderosa Roma, no se
otorga descanso a pesar de la arriesgada campaña que acaba de concluir con
éxito, como ya es costumbre en él. En medio de la agitada situación reinante,
en la que la declaración de guerra por parte de Roma puede producirse en
cualquier momento, Aníbal toma una determinación irreversible. La iniciativa de
retar al temible adversario partirá de él y sólo él. Inmediatamente hace fletar
una embarcación con la que, a pesar del obstáculo que supone la estación, pues
estamos en pleno invierno, se traslada a la ciudad de Cádiz. El viaje sólo dura
unos pocos días, los indispensables para reponer provisiones y hacer escala en
algún puerto del trayecto. Urgía llegar cuanto antes a la meta prevista.
Será allí, semanas antes de ponerse al frente
de su ejército en Cartagena para emprender el camino hacia Italia, donde se
iniciará el conflicto bélico de mayor envergadura visto hasta entonces. El
escenario escogido es el santuario de Melqart. A este famosísimo templo de
indiscutible prestigio acude Aníbal para obtener la aprobación divina a sus
ambiciosos planes. Pero su visita al santuario gaditano encierra un significado
mucho más complejo. El dios fenicio-cartaginés Melqart estaba desde hacía mucho
tiempo equiparado a la deidad griega Herakles (Hércules). Al rendir homenaje a
Melqart/Herakles, que gozaba de amplia aceptación y popularidad en el mundo
fenicio-griego, Aníbal se aseguraba las simpatías de sus devotos. Sabemos que
el recinto sacro del Melqart gaditano estaba adornado con una estatua dedicada
a Alejandro Magno, emblemático símbolo de la unidad cultural del mundo griego,
y personalización de la venturosa conclusión de empresas audaces. Lo que a
primera vista parece un mero acto de devoción religiosa se revela como un
llamamiento a la solidaridad que apela a medio mundo mediterráneo. Esta hábil
maniobra, con seguridad premeditada y luego divulgada por doquier, está
revestida de una connotación política considerable. Poco antes de estallar las
hostilidades, Aníbal se erige en campeón de la civilización fenicio-griega y
aliado natural de los múltiples pueblos pertenecientes a ella, fortaleciendo
con la exaltación de la deidad común los lazos existentes. Al mismo tiempo, la
visita al santuario gaditano encierra un mensaje y una propuesta de adhesión
dirigida a todos aquellos que estaban enemistados con Roma. En este sentido, la
llamada segunda guerra púnica comienza en Cádiz.
La ofensiva ideológica precede a la militar.
Al utilizar motivos religiosos e insertarlos en su dispositivo propagandístico,
Aníbal obra como ya antaño lo hicieran una serie de célebres predecesores. Del
mismo modo había actuado Alejandro Magno al desafiar al imperio persa. A una
edad comparable a la de Aníbal, Alejandro, siguiendo los pasos de Herakles e
imitando al mítico Aquiles, después de ofrendar un sacrificio en Áulide, se
lanzó a la aventura de la conquista del oriente. Al igual que Alejandro, quien
había redimido a los griegos del Asia Menor de la dominación persa, Aníbal,
provisto del bagaje ideológico de su legendario antecesor, incita a los griegos
de occidente a liberarse del yugo romano. Aprovechándose de la leyenda de
Gerión, Aníbal transmite un mensaje inequívoco a sus contemporáneos. Según ese
popular mito, el enérgico Hércules, después de perseguir al gigantesco Gerión
hasta los confines del mundo, le vence, se apodera del ganado robado y lo
traslada, recorriendo Hispania y Galia, hasta Italia, donde ajusticiará al
ladrón Caco.
Otro ejemplo que de manera plástica nos
ilustra los inseparables vínculos que enlazan la esfera política y el mundo
religioso en la Antigüedad se observa durante la primera guerra púnica. El
cónsul Publio Claudio Pulcro, comandante de la flota romana que operaba en
aguas sicilianas, está ultimando los preparativos para enfrentarse a la armada
cartaginesa (249 a.C.). Quiere cumplir con sus obligaciones religiosas, tal
como exige la tradición, antes de entrar en combate. Manda suministrar el
pienso ritual a las gallinas sagradas que forman parte de su séquito como
magistrado romano. Al negarse éstas a comer, lo que de por sí ya era un hecho
de mal augurio, que hubiera debido inducir al comandante romano a desistir de
presentar batalla, Publio Claudio Pulcro, que no quiere desaprovechar la
ocasión de batirse ese día, ordena, según palabras que nos transmite Valerio
Máximo (14,3): «Si no quieren comer, que beban al menos», y arroja a
continuación y sin contemplaciones a los animales al agua, donde no tardan en
ahogarse. Poco después inicia el ataque a la flota cartaginesa y sufre una
estrepitosa derrota. Sin duda alguna, el anecdótico episodio nos hace sonreír
al leerlo miles de años después, ya que parece reflejar una situación más bien
grotesca. Sin embargo, los contemporáneos, que estaban muy lejos de ver en ella
una broma de dudoso gusto, se tomaron muy en serio lo que sucedió antes de
presentar la batalla, en su opinión perdida de antemano debido al
comportamiento del almirante romano. Una vez llegado a Roma, Publio Claudio
Pulcro será acusado ante los tribunales y condenado, más que por su fracaso
militar, por el sacrilegio cometido al desoír intencionadamente el mensaje que
los dioses le habían mandado a través de las gallinas sagradas. Este curioso
hecho nos demuestra cómo la Antigüedad valoraba el escrupuloso seguimiento de
los preceptos sacros que consideraba como indispensable garantía de éxito en el
momento de acometer empresas militares. En este sentido la invocación de
Melqart por parte de Aníbal en el santuario gaditano se inserta en una
corriente político-religiosa común a todos los pueblos mediterráneos.
En la mente de este joven estratega
cartaginés, de apenas veintiocho años, se fragua un proyecto temerario. Se
trata nada menos que de convocar una movilización global contra Roma, y es
justamente en la lejana y antigua ciudad de Cádiz donde se pone por primera vez
de manifiesto. Allí se diseñan las líneas maestras de un conflicto armado cuyo
desenlace marcará la pauta de la nueva orientación política del mundo
mediterráneo. ¿Quién es el personaje capaz de poner en marcha semejante empresa
que, por su magnitud y peso específico, estaba llamada a acelerar o incluso a
cambiar el rumbo de la historia?
En el momento de enjuiciar a tan excepcional y
dinámica figura, no valen medias tintas. Aníbal provoca adhesiones entusiastas
o rechazos contundentes. Pero el hecho determinante para valorar sus acciones
es la casi total ausencia de testimonios favorables a su actuación frente a una
proliferación de fuentes hostiles. Los romanos, futuros vencedores en la lucha
sin cuartel contra Cartago, no sólo llegarán a arrasar la ciudad, sino que también
conseguirán destruir su memoria llegando a crear su particular versión de los
hechos. De las obras de los historiadores griegos Sósilo de Esparta, Filipo de
Acragante y Sileno de Cale Acte, quienes confeccionaron una crónica de la
guerra de Aníbal dejando entrever simpatía por la causa cartaginesa, no se ha
conservado prácticamente nada. Si algo sabemos de su existencia es por las
alusiones del historiador filorromano Polibio de Megalópolis, que si cita a
estos autores es para criticarlos acerbamente y rectificar así sus puntos de
vista. La abrumadora mayoría de voces que nos hablan sobre este asunto lo hacen
en el idioma de los vencedores, adoptando sus puntos de vista, defendiendo sus
justificaciones y repitiendo sus prejuicios. En consecuencia, el retrato que
trazan de Cartago y, de manera especial, el enfoque que dan a Aníbal son
tendenciosos, negativos o simplemente adulterados. Éste es el enfoque que
predomina en las fuentes antiguas disponibles: Polibio de Megalópolis, Tito Livio,
Pompeyo Trogo, Cornelio Nepote, Diodoro Sículo, Silio Itálico, Plutarco de
Queronea, Apiano de Alejandría, Dión Casio, Zonaras, etcétera Es en las obras
de Polibio y Livio en las que se ha conservado la mayor cantidad de capítulos
dedicados a Aníbal y a sus epopeyas. Por este último nos enteramos, por
ejemplo, de la famosa visita de Aníbal al santuario gaditano de Melqart. Si
bien los autores antiguos no quieren dar excesiva importancia a la repercusión
a esta simbólica visita que preludió la guerra, lo cierto es que una gran parte
de sus juicios de valor están enturbiados por una acentuada postura
filorromana. Por citar un solo ejemplo que da buena cuenta de ello, veamos el
retrato del carácter de Aníbal que nos proporciona Tito Livio (XXI, 4):
«Tenía una enorme osadía para arrostrar los
peligros y una enorme sangre fría ya dentro de ellos. Ninguna acción podía
cansar su cuerpo o doblegar su espíritu. Soportaba igualmente el calor y el
frío; comía y bebía por necesidad física, no por placer; no distinguía las
horas de sueño y de vigilia entre el día o la noche, sino que sólo dedicaba al
descanso el tiempo que le sobraba de sus actividades; y para descansar no tenía
necesidad de una buena cama ni del silencio: muchos lo vieron a menudo tendido
en el suelo y cubierto con el capote militar entre los centinelas y garitas de
los soldados. Su vestimenta no se diferenciaba de sus compañeros, pero sí
llamaban la atención sus armas y sus caballos. Era con gran diferencia el
primero tanto de jinetes como de infantes; iba en cabeza al combate, pero era
el último en retirarse una vez iniciado el mismo. Estas cualidades admirables
de este hombre quedaban igualadas por enormes defectos: crueldad inhumana,
perfidia más que púnica, ningún respeto por la verdad, ninguno por lo sagrado,
ningún temor de Dios, ninguna consideración por los juramentos, ningún
escrúpulo religioso».
El método al que se adscribe el historiador
romano es altamente revelador, pues nos demuestra de manera paradigmática su
forma de proceder. Por una parte atestigua las innegables calidades castrenses
de Aníbal. Dado que en aquella época (siglo I a.C.) sus hechos eran conocidos
por cualquier escolar romano y no podían ser silenciados a la hora de evaluar
su comportamiento Tito Livio abre la caja de Pandora de los prejuicios romanos
y se ceba en ellos. Si observamos los adjetivos utilizados (cruel, pérfido,
amoral) nos podemos percatar de la desproporción existente entre la magnitud de
las epopeyas y la catadura moral del individuo que las protagoniza. ¿Cuál podía
ser el motivo de este ataque frontal a un enemigo ya vencido? Posiblemente algo
semejante a una mezcla de sensaciones contrapuestas que oscilan entre la
impotencia y la prepotencia, la culpabilidad y la terquedad. Sentimientos
dispares que asaltaban a los romanos cada vez que recordaban las humillaciones
a las que Aníbal les había sometido. El lema lanzado por la historiografía
romana para caracterizar la presencia cartaginesa en Italia, Hannibal ante portas, no tardará en
convertirse en la fórmula que expresa una situación de máximo peligro, en
sinónimo de alarma.
Todo esto nos indica que la ofensiva
ideológica que Aníbal orquesta en Cádiz poco antes de estallar la gran guerra
pone el dedo en la llaga y provoca la reacción propagandística de Roma. Los
romanos la contrarrestan a su manera. Se apresuran a presentar su propia
actuación como respuesta jurídicamente correcta a las irregularidades cometidas
por Aníbal. Obviamente tienen que desprestigiar a su enemigo para justificar su
manera de proceder. A partir de aquí la propaganda romana empezará a
desarrollar la idea de la guerra justa (bellum
iustum) que, naturalmente, los romanos sólo emprenden en defensa de sus
aliados o para hacer prevalecer la justicia. Si nos liberamos del poder
sugestivo de una serie de frases biensonantes, podemos detectar un trasfondo
altamente explícito. Fueron tantas las dificultades que Aníbal creó a Roma a
través de la campaña con la que intentó atraer a los cultos pueblos
greco-fenicios de la cuenca del Mediterráneo occidental hacia su causa que los
romanos se verán abrumados y aislados por primera vez en su historia. Tratan
por eso de convencer a la opinión pública de que no han sido ellos los
malhechores, sino sus rivales cartagineses. Es muy explícita en este contexto
una breve noticia conservada en la obra de Plutarco que nos ilustra sobre la
apreciación de la que gozaban los romanos en la época de Aníbal ante los ojos
de sus vecinos. El texto en cuestión, que por cierto es poco sospechoso de ser
favorable a los cartagineses, dice así:
«Hasta entonces los romanos tenían fama de ser
unos expertos en el arte de la guerra y ser unos temibles adversarios, sin
embargo, fuera de eso no habían dado ninguna prueba de clemencia, filantropía u
otras virtudes cívicas» (Plutarco, Vida de Marcelo 20).
Será un senador romano, miembro de una de las
más prestigiosas familias patricias de la ciudad, el que acometerá la tarea de
contrarrestar la ofensiva ideológica cartaginesa. Quinto Fabio Píctor esboza el
primer tratado de historia contemporánea escrito por un autor romano, pues esta
materia hasta entonces era privativa de la erudición griega. En él relata el
conflicto de Aníbal con Roma utilizando el idioma griego para publicar su obra,
que impregna de argumentos justificatorios de la actuación romana. No escribe
en latín porque a sus compatriotas no hace falta convencerles, es a las elites
dirigentes del mundo griego occidental (hay ciudades helenas en Hispania,
Galia, Sicilia, Italia y África) a las que apela Quinto Fabio Píctor, pues
parece ser que muchas de ellas acogieron con buenos ojos el mensaje de Aníbal.
La reacción romana demuestra que Aníbal fue un hábil experto en el arte de la
diplomacia y captación de voluntades. Los dardos que lanzó por primera vez en
la milenaria ciudad fenicia de Cádiz dieron en el centro de la diana.
Si la pugna ideológica es el preludio de la
entrada de Aníbal en el gran escenario internacional, el centro de gravitación
de la historia mediterránea a finales del siglo III a.C. lo constituye la
guerra entre Roma y Cartago. Antes de analizar la anatomía de este gran
conflicto y de abordar sus motivos así como sus consecuencias, hay que
remontarse a sus antecedentes, estudiar el protagonismo político de la familia
Bárquida y el advenimiento de Aníbal, nuevo astro cartaginés en el firmamento
hispano. El desarrollo de la guerra nos conducirá a una vertiginosa aceleración
de hechos que culminarán con la consagración de Aníbal como estratega, tan
invencible como su tantas veces vapuleada enemiga. Por último, al decaer la
estrella de Aníbal y elevarse paralelamente la de Roma, observaremos el trágico
desenlace en el que parece que los romanos, eliminando a su rival, se
sacudieran el trauma de su propia vulnerabilidad, cuyas llagas seguirían
produciéndoles dolores mientras viviera tan excepcional adversario.
Pocos personajes han dejado tan marcadas
huellas como Aníbal en un campo de acción tan extenso como lo era el mundo
mediterráneo antiguo. Nacido en su punto más central (Cartago), pasa la
juventud en su extremo occidental (Hispania), recorre en la época de madurez la
Galia, Italia y el norte de África, viaja por Grecia, Creta y Anatolia llega a
alcanzar Armenia, para finalizar sus días en Asia Menor. Lo espectacular de
este impresionante periplo no es el itinerario en sí, sino el hecho de que
Aníbal, allá donde se encuentre, consiga desempeñar un claro protagonismo
político e imprimir a las situaciones que afronta el sello de su inconfundible
personalidad. Siempre al frente de su ciudad natal o de sus aliados, Aníbal
aparece durante toda su existencia política combatiendo en múltiples terrenos y
en diferentes circunstancias al mismo adversario: Roma, centro, meta y obsesión
de su vida. La ciudad itálica ya incide en los inicios de su quehacer político,
está presente en el cenit de su carrera y desempeñará un papel decisivo en su
trágico final. Es la historia de esta relación la que vamos a narrar siguiendo
los pasos de la biografía del personaje que con mayor intensidad la llegó a
vivir, protagonizar y por supuesto también sufrir.
2. Cartago y Roma: crónica de una relación deteriorada
Desde mediados del siglo IV a.C. Cartago y
Roma se van configurando como las dos potencias de mayor irradiación
geopolítica en sus respectivas áreas de influencia. Aunque los caminos
recorridos por ambas ciudades para adquirir un alto grado de preeminencia
siguen cauces bien distintos, también es cierto que los puntos comunes entre
ellas son considerables. Ubicada en el centro de la península apenina a orillas
del Tíber, río que riega la región de Lacio, Roma tiene una marcada orientación
agraria. Extiende paulatinamente sus tentáculos creando círculos concéntricos
de expansión. La clase social dirigente, el senado, mantiene su reconocida
autoridad gracias a sus grandes propiedades rurales, así como a una intensa red
de contactos personales (clientelae)
que la enlaza con un notable número de adeptos dentro y fuera de la urbe. Su
prestigio reside ante todo en el ejercicio de funciones de mando a través de
las distintas magistraturas (pretura, consulado). Un sólido aparato estatal
estructurado en torno a los intereses de la elite senatorial dominante y un
numeroso y adiestrado ejército (legiones) altamente organizado constituyen las
bases del poderío político romano. Éste aumenta rápidamente durante el siglo
III a. C. al conseguir imponer su supremacía en la casi totalidad de la
península itálica. Insertada en el centro de un tupido tejido de tratados
bilaterales estipulados con sus aliados itálicos (foederati), Roma se convierte, al lado de Marsella, Siracusa y
Cartago, en uno de los motores políticos y económicos más dinámicos en la
cuenca del Mediterráneo occidental. El sistema hegemónico romano abarca las
comunidades itálicas (etruscos, umbrios, samnitas, campanos, etcétera), así
como las ciudades de la Magna Grecia (Nápoles, Posidonia, Síbaris, Crotona,
etcétera). Los llamados amici et socii
populi Romani potencian la efectividad del dispositivo militar romano al
tiempo que contribuyen a garantizar su estabilidad económica, política y
social. Roma se abstiene de intervenir en los asuntos internos de sus aliados
itálicos. Sí exige, sin embargo, su colaboración en política exterior
llamándoles a filas. Es Roma quien dictamina exclusivamente la necesidad de
declarar o no la guerra, y sus socios están obligados a prestarle obediencia y
a acatar las decisiones adoptadas por ella.
Mientras Roma estaba consolidando su dominio
en Italia, los intereses geopolíticos de Cartago se condensaban en el norte de
África y en las islas del Mediterráneo central. Los cartagineses, antiguos
colonos fenicios de Tiro asentados desde el siglo VIII a.C. en medio del golfo
de Túnez en su Nueva Ciudad, pues éste es el significado del nombre Cartago
(Qarthadascht), se congratulaban de pertenecer a una civilización milenaria,
abierta a las principales corrientes comerciales, políticas y culturales de la
época. Con el transcurso del tiempo su ciudadanía, a la que ya las fuentes
antiguas se referían con los sinónimos cartaginesa o púnica, había ido
asimilando elementos norteafricanos, debido a su vecindad, y griegos,
mayoritariamente procedentes de Sicilia, logrando integrarlos en su seno. Su
envidiable ubicación geográfica en uno de los mejores puertos del Mediterráneo
central convierte a la ciudad en un foco de atracción. Allí confluyen, entrecruzándose,
importantes vías marítimas y terrestres. A ellas acuden negociantes, artistas,
intelectuales, aventureros y mercenarios. Estos últimos están llamados a
desempeñar un papel esencial, pues el restringido potencial demográfico de
Cartago le obliga a servirse de mercenarios extranjeros para solventar sus
operaciones bélicas en el momento en que Cartago decide expandirse hacia
ultramar creando parcelas de dominio fuera del continente africano.
Pero a pesar de su apertura hacia el exterior,
el genuino carácter púnico de Cartago nunca logra desvirtuarse, cosa que salta
a la vista al observar el sistema político-económico o el panteón religioso
(Melqart, Tanit, Bal Hammón, etcétera). Ambas esferas estarán muy presentes en
la biografía de Aníbal, arraigada a sus raíces púnicas, pues siempre demostrará
un escrupuloso cumplimiento de sus preceptos.
Al igual que hiciera Roma en Lacio o en
Campania, también Cartago desarrolla importantes actividades agrícolas en las
fértiles llanuras norteafricanas introduciendo nuevas plantas, ampliando el
espacio cultivable o mejorando los métodos de producción. Estos logros llegarán
a transformar la península del cabo Bon en una explotación modelo. Es de
resaltar en este contexto que el primer tratado científico sobre agricultura lo
escribe el cartaginés Magón en lengua púnica y no un autor romano, como se
podría pensar dado el acentuado carácter agrario de la ciudad latina. Los
romanos pronto se percatan de su importancia y se apresuran, cuando se apoderan
de él, a traducirlo al latín y divulgarlo por toda Italia.
Sin embargo la orientación marítima y
comercial de Cartago cobra un auge cada vez mayor. En las Baleares (Ibiza),
Cerdeña (Tarro, Olbia) o Sicilia (Lilibeo, Panormo, Motia), así como a lo largo
del litoral norteafricano, proliferan los emporios cartagineses. Entre ellos y
los países adyacentes se articula un denso tráfico naval de personas,
mercancías e ideas. La ciudad de Cartago monopoliza una gran parte de este
complejo sistema de comunicaciones obteniendo suculentos beneficios de las
transacciones e intercambios. Como ya hiciera su metrópoli Tiro en la lejana
tierra fenicia, Cartago se proyecta hacia el mar. Su puerto cobra una
importancia vital. Allí confluyen materias primas procedentes de todas partes
(metales, grano, madera, lana, etcétera) para ser manufacturadas en los
talleres cartagineses y posteriormente exportadas a los principales mercados de
consumo. Con el tiempo se perfila una gama de productos púnicos (joyas,
cerámica, armas, muebles, ornamentos, figuras votivas, etcétera) cuya presencia
en los diversos puntos del territorio mediterráneo da cuenta del alcance y la
envergadura del comercio cartaginés.
Los primeros colonos tirios se habían
establecido en un territorio hostil rodeado de aguerridas tribus libias y
númidas. A partir del siglo V a.C. los moradores de Cartago traspasan su
primitivo y reducido recinto y amplían su hábitat conquistando las zonas de
alrededor. Estos logros son obra de una aristocracia terrateniente, ansiosa de
multiplicar sus parcelas de cultivo y sus rentas. Con ello conseguía además
garantizar el aprovisionamiento necesario para alimentar a la creciente
población. A diferencia de gran parte de los establecimientos fenicios en
occidente, que no pasan de ser meras factorías comerciales dependientes de la
respectiva metrópoli, Cartago se estructura desde el principio como una
comunidad política autónoma comparable a una gran polis griega del talante de
Siracusa, Tarento o Marsella, por citar algunos de los ejemplos más
significativos.
Al igual que sucedió en Roma después del
debilitamiento de la monarquía, en Cartago emerge una serie de familias nobles
que la sustituyen y que con el tiempo consiguen hacerse con el control de las
instituciones estatales (sufetado, consejo, etcétera). El sistema
político-social cartaginés aparece tan sólidamente afianzado que los
intelectuales griegos, cuando hablan de las ciudades-estado modélicas, no
vacilan en citar a Cartago como una muestra de ello. Así opera Aristóteles, que
alaba la constitución cartaginesa equiparándola a la de Esparta, a su parecer
tan ejemplar la una como la otra, o, por citar otro significativo ejemplo,
Eratóstenes, admirador del sistema político de Roma y Cartago al mismo tiempo
(Estrabón 14, 9).
La base económica del poder político y social
de la aristocracia cartaginesa la constituyen las propiedades agrarias
norteafricanas y cada vez en mayor medida la participación en el comercio de
ultramar. Con la formación de núcleos de dominio cartaginés en Ibiza, Cerdeña y
Sicilia aumentan las posibilidades de enriquecimiento. Especialmente el
abastecimiento de los mercados itálicos y galos a través de Córcega y Cerdeña,
así como la explotación de los vastos recursos de Sicilia, abre un campo de
acción inagotable. El control de las ubérrimas regiones agropecuarias del
interior de la isla (Henna, Segesta) y de sus ciudades portuarias es el
incentivo que impulsa a los cartagineses a establecerse allí de modo
permanente. Al cabo de una pugna secular con Siracusa, la gran potencia griega
de Sicilia, Cartago logra consolidar definitivamente sus posesiones en la mitad
occidental de la isla. Su zona de dominio (epikratia)
engloba el triángulo que une Himera con Acragante y Selinunte con Panormo, en
el extremo de cuyo ángulo se ubica el puertofortaleza de Lilibeo.
Fruto de la política cartaginesa de ultramar
es una serie de periplos que llevarán a los audaces marinos púnicos en busca de
metales (estaño, cinc) hasta las aún entonces desconocidas costas británicas
(travesía de Himilcón) y hacia las no menos remotas tierras del litoral
centroafricano (viaje de Hannón). Llegadas allí, las expediciones cartaginesas
detectarán yacimientos auríferos y organizarán una red de transporte que, a
través del Sahara y siguiendo la ruta de las caravanas que conectaba el
interior africano con el Mediterráneo, proveerá a Cartago del preciado metal,
creando así una importante fuente adicional de riqueza.
Hasta el primer tercio del siglo III a.C. Roma
y Cartago aparecen como dos entidades pujantes, en pleno ritmo de desarrollo
interno y de expansión al exterior. Dado que actuaban en zonas distintas y
perseguían objetivos diferentes, no habían llegado a tener ninguna
interferencia. Sus intereses contrapuestos evitaban roces que pudieran derivar
en conflictos. Antes al contrario, desde tiempos inmemoriales las dos
comunidades mantenían relaciones comerciales amistosas. El historiador Heródoto
de Halicarnaso, al referirse a la expansión griega (focea) en occidente, ya nos
confirma para el siglo VI a. C. una estrecha cooperación entre etruscos y
cartagineses que, al verse afectada por la piratería focea, no titubeará en
movilizar sus respectivas flotas para restablecer el libre comercio en el mar
Sardo (batalla de Alalia: 520 a.C.).
Aristóteles dice al respecto, refiriéndose a
la realidad del siglo IV a. C.:
«Existen entre ellos convenios relativos a las
importaciones y estipulaciones por las que se comprometen a no faltar a la
justicia y documentos escritos sobre su alianza» (Política, 1119,1280 a).
Sin duda alguna los romanos, como sucesores de
los etruscos, continuaban esta línea de proceder para llegar a concluir una entente cordiale. Sobre la naturaleza de
los tratados romano-cartagineses disponemos de una copiosa información que nos
proporciona el historiador griego Polibio de Megalópolis. De ella se desprende
que cartagineses y romanos habían concertado respetarse mutuamente sus
respectivas zonas de influencia. En el caso de Roma ésta abarcaba toda la
península itálica, y en el de Cartago, el norte de África, Sicilia, Cerdeña y
el sur de Hispania.
Las buenas relaciones entre Roma y Cartago se
estrechan e incluso se trasforman en una alianza militar en el momento en que
los intereses de ambas son amenazados por un enemigo común. Esto ocurre en el
año 280 a.C., cuando el rey Pirro de Epiro cruza el Adriático al frente de un
ejército, rumbo a Italia primero y a Sicilia después, con la intención de
conquistar tierras controladas, respectivamente, por romanos y cartagineses. En
el transcurso del conflicto, y para evitar que Pirro invadiese Sicilia, los
cartagineses ponen su flota a disposición de los romanos y les suministran
grano y material bélico. Si durante la guerra contra Pirro perdura la
solidaridad romano-cartaginesa, ésta se irá deteriorando a medida que Roma,
tras conquistar Tarento y expulsar a Pirro, consigue implantar su señorío en
toda Italia. El control de sus puertos meridionales facilita a los romanos el
acceso a Sicilia. Precisamente aquí se generará la próxima crisis que, además
de romper definitivamente los tradicionales moldes de cooperación
romano-cartaginesa, provocará el estallido de uno de los mayores conflictos
bélicos del mundo antiguo: la primera guerra púnica (264-241 a.C.).
Los motivos del conflicto derivan en buena
parte de la explosiva situación política y social reinante en Sicilia. Al lado
de Cartago y Siracusa irrumpe un nuevo foco de poder. Éste lo constituyen los
mamertinos, unas bandas de soldados campanos que acababan de asentarse en
Mesina por la fuerza, aniquilando a gran parte de la población. La rivalidad entre
los nuevos señores de Mesina e Hierón de Siracusa, quien pretende controlar la
mitad oriental de la isla, se desata en una serie de sangrientas luchas. En la
batalla de Longano (269 a.C.) Hierón se impone a los mamertinos, que, desde ese
momento, buscan un aliado capaz de protegerles de los apetitos territoriales de
Siracusa. En Mesina impera la división de opiniones. Unos invocan la asistencia
de los cartagineses, los seculares competidores de Siracusa, mientras que el
otro partido se inclina por reclamar ayuda de Roma.
Esta convulsión local acontecida en la zona
estratégicamente neurálgica del estrecho que une Sicilia con la península itálica
preludiará el inicio de las hostilidades. ¿Por qué intervienen los romanos en
Sicilia, tradicional zona de influencia cartaginesa? La respuesta no puede ser
otra que por pura ambición, porque no quería dejarse imponer ninguna clase de
limitaciones como consecuencia de un proceso de expansión netamente venturoso
hasta aquel momento. Aquí hay que subrayar que, una generación antes de
estallar el conflicto romano-cartaginés, Roma había logrado extender su
preponderancia a toda Italia al derrotar definitivamente a las comunidades
samnitas del Apenino que habían opuesto una enconada resistencia al dominio
romano (batalla de Sentino: 295 a. C.).
También hay que tener en cuenta que es
precisamente a partir del siglo ni a.C. cuando un gran número de acomodadas
familias terratenientes pertenecientes a la nobleza de Campania ingresan en el
senado romano. Llegan a crear un nuevo grupo de presión que pronto entrará en
competencia con la aristocracia comercial púnica, disputándose zonas de
influencia y parcelas de poderío económico fuera de Italia.
Sobre los antecedentes de la primera guerra
púnica poseemos un relato de Polibio (110), autor que goza de amplia
credibilidad, quien narra la situación de la siguiente manera:
«Los romanos dudaban sobre la postura a
adoptar. Pues dado que poco antes sus propios ciudadanos habían sido castigados
por traicionar a los de Regio, el querer ayudar ahora a los mamertinos que
habían hecho lo mismo, no sólo contra Mesina sino contra Regio, constituía una
inconsecuencia inexcusable. No ignoraban ciertamente nada de esto; pero viendo
que los cartagineses tenían bajo su mando al África y a muchas partes de
Hispania y que además eran los dueños de todas las islas del mar Sardo y
Tirreno, recelaban de que si también se adueñaban de Sicilia, iban a tener unos
vecinos muy poderosos que les cercarían y amenazarían Italia por todas partes
[...] Tampoco el senado se atrevió a otorgar la ayuda solicitada (por los
mamertinos), [...] fue la asamblea del pueblo a propuesta de los cónsules la
que ante la expectativa del botín que la guerra pudiera proporcionar, que
decidió prestar la ayuda solicitada».
Del texto del autor filorromano Polibio se
desprende que es la desmesurada ansia de botín exteriorizada en la asamblea del
pueblo a instancias del cónsul Apio Claudio Caudex la que incita a Roma a
entrometerse en Sicilia. El supuesto cerco al que parece estar sometida Italia,
como insinúa Polibio al mencionar los progresos de la expansión cartaginesa en
África, Hispania e islas del Mediterráneo central, es un argumento anacrónico,
fuera de lugar. Polibio opera aquí con el fantasma de Aníbal. Los hechos
narrados se insertan en los años anteriores a 264 a.C., fecha en la que
comenzará la guerra y en la cual Aníbal aún no había nacido. Observamos aquí
una prematura instrumentalización de la figura de Aníbal, una de las muchas de
las que será objeto en el futuro. La realidad histórica tiene poco que ver con
el escenario construido por la propaganda romana, al parecer bastante
consciente de su culpabilidad. Todo esto evidencia que la intervención romana
en Sicilia precisaba una justificación. En su defecto se inventa una sugestiva
trama: Cartago cerca a Roma y ésta se defiende atacando.
En la primavera del año 264 a.C. vemos al
ejército romano actuar por primera vez fuera del suelo itálico. El futuro de la
guerra radica en la incógnita de si los romanos serán capaces de mantener a la
larga un frente en ultramar alejado de sus bases de aprovisionamiento, dada la
potencia de la flota cartaginesa, la más temible de todas las que por aquellos
tiempos surcaban aguas tirrenas. A pesar de los contratiempos sufridos, los
romanos, sin embargo, se adaptarán rápidamente al nuevo elemento. Sus
improvisadas embarcaciones de guerra causan serios problemas a la confiada
marina cartaginesa. Los cuantiosos recursos de Roma, mayores que los de
Cartago, especialmente en cuanto a su potencial demográfico, acaban marcando el
ritmo de la contienda conforme ésta se prolonga en el tiempo. Agotados tras más
de veinte años de lucha y superados en su propio elemento, en el mar, los
cartagineses pierden la guerra. Como consecuencia de ello, el destino de
Sicilia cambia de signo. Roma obliga a los cartagineses a desalojar la isla,
cuya zona occidental pasa ahora a engrosar las nada despreciables posesiones
romanas.
En cierto modo la guerra que tantos esfuerzos
había costado a ambas partes parece terminar de modo inesperado, casi podríamos
decir casual, si contemplamos la poca resistencia que opone Cartago en la
última fase de la contienda.
Casi una generación (264-241 a.C.) habían
pasado los romanos y los cartagineses con las armas en las manos, ocupados en
debilitarse mutuamente. En el transcurso de la encarnizada lucha la antigua
cooperación romano-cartaginesa se torna en enemistad. El abandono de Sicilia
constituye para Cartago un descalabro inesperado. Es una amarga experiencia
difícil de digerir. Las pérdidas cartaginesas y las ganancias romanas quedan
plasmadas en el tratado de Lutacio, denominado así por el cónsul romano Quinto
Lutacio Cátulo, que fue quien estuvo a cargo de las negociaciones que
desembocaron en la conclusión del pacto. Leamos la versión que nos da Polibio
(111 27) al trasmitirnos su texto:
«Los cartagineses deben evacuar toda Sicilia y
las islas que hay entre Italia y Sicilia. Ambos bandos se comprometen a
respetar la seguridad de sus respectivos aliados. Nadie puede ordenar nada que
afecte a los dominios del otro, que no se levanten edificios públicos en ellos
ni se recluten mercenarios, y que no se atraigan a su amistad a los aliados del
otro bando. Los cartagineses pagarán en diez años dos mil doscientos talentos y
abonarán al momento mil. Los cartagineses devolverán sin rescate todos sus
prisioneros a los romanos».
Especialmente las cláusulas referentes al
trato que hay que dispensar a los aliados de ambos bandos darán lugar, al
surgir años después las crisis de Cerdeña (238-237 a.C.) y de Sagunto (219
a.C.), a una serie de interpretaciones diferentes y abrirán una acerba y
controvertida polémica que terminará envenenando las relaciones entre
cartagineses y romanos, que ya eran de por sí tensas.
La derrota de Cartago es un duro golpe que
conmociona a la sociedad púnica, poco acostumbrada a sufrir reveses de tal
magnitud. No tardan en proliferar peleas ciudadanas, exigencias de
responsabilidades, así como la creación de nuevas alternativas políticas. Pero
el necesario proceso de renovación interior se ve bruscamente interrumpido por
nuevos e inesperados problemas. A pesar de las graves pérdidas sufridas, las
verdaderas dificultades de Cartago apenas habían empezado. La retirada de las
tropas de Sicilia, que acuden a la metrópoli para ser desmovilizadas, se
convierte en una pesadilla. Una gran parte del ejército cartaginés estaba
integrado por mercenarios procedentes de Hispania, Galia, Italia, Grecia y
Libia. Después de haber prestado durante años abnegados servicios a la causa
púnica y haber pasado un sinfín de penalidades en el transcurso de la guerra,
exigen la recompensa estipulada. Al regatear los embajadores cartagineses las
entregas convenidas a cada uno de los mercenarios, se produce un altercado que
deriva en motín. La escalada de violencia, de la que a partir de ahora harán
gala ambas partes, ya llevó a los historiadores de la Antigüedad a considerar
este conflicto —la llamada guerra de los mercenarios, si miramos a sus protagonistas,
o la guerra líbica, si nos atenemos a su campo de acción— uno de los más
crueles y despiadados vistos hasta entonces (Polibio 180-83). La situación en
la indefensa metrópoli es dramática. Ante el asedio al que los mercenarios
someten a Cartago, la vida en la ciudad gravita entre la esperanza y la
desesperación. Las hordas de mercenarios infligen derrotas a las tropas
regulares cartaginesas que intentan aplacarlas. Mucho más de lo que lo hiciera
la primera guerra púnica, pese a su dilatada duración, la insurrección africana
traumatiza a la sociedad civil cartaginesa. La experiencia del terror desatado
ante las puertas de la ciudad, visible desde cualquier punto de sus murallas,
condiciona la vida de la población, agobiada ya por los altibajos del acecho.
¿Hasta cuándo podrá Cartago aguantar esta ola de odio y violencia que parece
ser incontenible? Es precisamente en este momento de máximo peligro cuando
Amílcar Barca, el padre de Aníbal, asume la responsabilidad de liberar a la
ciudad de Cartago del nuevo azote de la guerra que amenaza con borrarla del
mapa político de la Antigüedad.
3. Una niñez traumática: bajo la amenaza de los mercenarios
Amílcar, hijo de Aníbal (como podemos observar
será el abuelo paterno quien dará el nombre al famoso nieto), pertenecía a una
noble familia cartaginesa, que la posteridad denominará Bárquida, aludiendo así
a su apodo Barca (El Rayo), cuyas huellas en el pasado no son fáciles de
rastrear. Parece que es él, Amílcar, el primer miembro de la dinastía bárquida que
cobra notoriedad. Las noticias más tempranas que obtenemos de su vida están
relacionadas con el curso de la primera guerra púnica. En el año 247 a.C. nace
en Cartago su hijo primogénito Aníbal (cuyo nombre significa «amado de Bal»).
Después vendrán dos varones más (Asdrúbal y Magón), así como tres hijas cuyos
nombres y edades desconocemos, al igual que los datos referentes a la madre.
Poco tiempo pudo invertir Amílcar en prestar atención a su heredero recién
nacido, si es que estaba en Cartago cuando se produjo el parto, pues en estas
fechas recibe órdenes de incorporarse al frente.
La guerra que Cartago sostiene desde hace ya
17 años contra Roma se está haciendo interminable. Todos los intentos de
acelerarla fracasan estrepitosamente. Así le sucedió en el año 255 a.C. al
cónsul romano Marco Atilio Régulo, que, después de desembarcar en África con un
cuerpo expedicionario para atacar directamente a Cartago en su feudo, sufre una
sonada derrota. Durante las décadas de los años cuarenta su desenlace parece
más incierto que nunca. El desgaste que sufren ambas partes es enorme.
En estas circunstancias Amílcar es requerido
para capitanear una flota con la misión de proteger las posesiones cartaginesas
en Sicilia y fomentar incursiones en el litoral itálico. Inicialmente tuvo que
encajar un revés al no poder impedir que los romanos se apoderaran de la isla
de Pelias, situada a pocas millas de Drépano. Luego opera con más fortuna
consiguiendo devastar los alrededores de Cime. En las postrimerías del
conflicto, Amílcar aparece en el teatro de batalla siciliano. Ejerce el mando
de las tropas que ocupaban la fortaleza del monte Erice, donde acumulará
experiencia en la lucha de trincheras. Después de la batalla naval librada
cerca de las islas Egates la suerte de la guerra queda decidida. La resistencia
de Cartago ha llegado a su límite después de esta nueva derrota. Gracias a su
tenacidad y a sus recursos, los romanos se proclaman vencedores.
El final de la primera guerra púnica
sorprenderá a Amílcar en Sicilia, donde, aunque invicto, tiene que deponer las
armas y organizar la retirada de sus tropas, que serán trasladadas al norte de
África. Será también él el encargado de negociar con el cónsul Quinto Lutacio
Cátulo las condiciones de paz que pondrán fin a la primera guerra púnica.
Ignoramos si Amílcar aún permanecía en su
puesto de mando en Sicilia o si ya se hallaba en Cartago cuando se produce la
insurrección de los mercenarios. Lo que sí sabemos es que, durante la fase
crítica de la revuelta, permanece relegado a un segundo plano sin tener mando
activo sobre la tropa. Es a principios del año 239 a.C. cuando reaparece en el
escenario bélico del norte de África, y a partir de este momento asumirá
funciones político-militares de primer orden que ya nunca dejará de desempeñar.
Antes de entrar directamente en acción,
Amílcar entrena a un nuevo ejército compuesto por ciudadanos y mercenarios
fieles a la causa cartaginesa, en total unos 10.000 hombres. Sus experiencias
en la guerra de trincheras librada en las regiones montañosas de la Sicilia
occidental le han enseñado a valorar la eficacia de tropas adiestradas y
preparadas para el combate. Al frente de ellas se dirige a la desembocadura del
río Bágrada para disolver una fuerte concentración de mercenarios al mando de
Mato y Espendio. Allí obtiene su primera victoria en la guerra africana, y
contribuye con ello a dar un oportuno respiro de esperanza a Cartago.
El apoyo que presta una gran parte de la
población africana a la causa de los mercenarios se debe a la presión fiscal
que habían ejercido los cartagineses durante la guerra, al aumentar de manera
drástica los tributos exigidos a sus súbditos libios. En este sentido la
rebelión mercenaria se ve amparada por una fuerte corriente de protesta social
(Serge Lancel).
A pesar del contratiempo sufrido, los
mercenarios no desisten en su empeño. Se reagrupan otra vez, consiguen incluso
reclutar tropas libias y númidas y se dedican a partir de ahora, guiados por
Espendio y Autárito, a hostigar al ejército de Amílcar. Éste avanza hacia las
agrestes regiones del interior para desviar la atención de las zonas
neurálgicas del poderío cartaginés: Cartago y las ciudades costeras de Útica e
Hipona, sitiadas por grupos de mercenarios a las órdenes de Mato. La situación
de Amílcar se complica enormemente al verse obligado a presentar batalla en
terreno desfavorable, donde los mercenarios le cercan en un valle rodeado de
montañas, sin posible salida (Khanguet-el-Hadjhadj, situado al sudeste de
Túnez). De repente, todo cambia, cuando el príncipe númida Naravas, al frente
de 2.000 experimentados jinetes, se pasa al bando cartaginés. Este decisivo
golpe psicológico no sólo llega a salvar la situación, pues Amílcar vence en el
combate dispersando a sus enemigos, sino que constituye el principio de una
importante cooperación. Naravas se casará con una hija de Amílcar y será en el
futuro un fuerte sostén del partido bárquida. Al igual que muchas familias
nobles púnicas, que estaban emparentadas con las aristocracias de Sicilia,
Libia y Numidia —hecho que contribuía a estabilizar el dominio cartaginés en
estas regiones—, al concertar esta alianza matrimonial, Amílcar fortalecía su
posición en Cartago.
Después de esta segunda victoria, Amílcar
practica una política de captación que se pone de manifiesto al finalizar el
encarnizado combate: ofrece a los mercenarios prisioneros la incorporación a su
ejército y deja en libertad al resto, que desde luego se compromete formalmente
a no levantar jamás las armas contra Cartago. Esta premeditada línea de
actuación de la cúpula de mando cartaginesa siembra el nerviosismo entre la
facción dura de los mercenarios, ya que empezaba a causar estragos y
deserciones entre los indecisos. Alarmados por la incipiente descomposición de
sus filas, los cabecillas de la insurrección (Mato, Espendio, Autárito)
convocan una asamblea del ejército. En el transcurso de la misma se radicalizan
las posturas, llegándose a romper definitivamente todos los puentes de
entendimiento que aún pudieran persistir con Cartago. Se adopta la decisión de
librar a partir de ahora una lucha sin cuartel contra Cartago y, para
corroborarla, son lapidados todos aquellos que se muestran tibios o que
exteriorizan protestas. El punto final de la escalada del terror lo constituye
una matanza de todos los prisioneros cartagineses, que primero reciben torturas
y luego son exterminados ante el enardecido griterío de las hordas exaltadas.
Esta nueva ola de violencia produce reacciones por parte del bando cartaginés,
que a partir de ahora corresponderá con la misma moneda. Amílcar rectifica su
política de captación y endurece su forma de proceder permitiendo primero la
tortura y luego la posterior ejecución de los prisioneros.
El estratega púnico Hannón el Grande, quien
hasta el momento había actuado por separado, une sus tropas a las de Amílcar
para formar una fuerza de choque de mayor potencia. Sin embargo, la rivalidad
entre Amílcar y Hannón prevalece. La desunión frustra cualquier resultado
positivo, con lo que la guerra se prolonga innecesariamente. En el curso de la
contienda las adversidades van en aumento. La posición cartaginesa empeora
sensiblemente después de que los mercenarios, tras dos años de ininterrumpido
cerco, logran tomar las ciudades de Útica e Hipona. Estos éxitos refuerzan su
moral y los incitan a propinar el golpe decisivo a la odiada ciudad. Otra vez
comienza el asedio a Cartago (finales de 239 a.C.). Sin otra salida posible,
Cartago pide auxilio a Roma y a Siracusa, y al final le será otorgado. Con este
apoyo la ciudad sitiada puede resistir y recuperar fuerzas poco a poco.
Mientras el ataque a Cartago se estanca, las tropas de Amílcar logran aislar a
los sitiadores de sus bases de aprovisionamiento. Los mercenarios se ven
obligados a levantar el cerco, pero la guerra prosigue, desplazando ahora su
campo de acción a las zonas del interior. Gracias a su experiencia y al
concurso de sus aliados númidas, el ejército de Amílcar consigue llevar a una
gran parte de las huestes mercenarias a una encerrona y cortarles el suministro.
Conscientes de su desesperada situación, Espendio y Autárito inician
negociaciones con Amílcar. Pero éstas pronto fracasan y derivan en una
sangrienta pelea en la que perecerán gran parte de los sitiados. La derrota de
los mercenarios, destinada a cambiar el destino de la contienda, pues su
debilitamiento produce defecciones entre los libios, que abandonan su causa y
se pasan a Amílcar, será pronto contrarrestada por un revés cartaginés ante las
murallas de Túnez. Amílcar desiste en el proyecto de reconquistar la ciudad y
ocupa otra vez la desembocadura del río Bágrada. Después de casi tres años de
agobiantes penalidades, todo parece empezar de nuevo. La guerra continúa.
En Cartago se realiza un último esfuerzo. Las
autoridades de la ciudad fomentan la anteriormente fracasada cooperación entre
Amílcar y Hannón el Grande. Ante el inminente peligro, la reunificación de las
fuerzas cartaginesas surte los efectos deseados. El destino de la guerra
depende ahora de una batalla decisiva cuya ubicación desconocemos y que tiene
lugar en el año 238 a.C. Esta vez, y de manera decisiva, la suerte sonríe a
Cartago. El caudillo mercenario Mato es hecho prisionero y condenado a muerte.
Útica e Hipona son recuperadas. Las tribus libias, que todavía apoyaban la revuelta
de los mercenarios, capitulan incondicionalmente. Después de más de tres años
de duración, termina por fin la fatídica contienda. Sin embargo, y a pesar de
la victoria, el balance es desolador para Cartago: una gran cantidad de tierras
y campos ha sido devastada, miles de pérdidas humanas se suman al destrozo de
la naturaleza y la hacienda pública está totalmente arruinada. Pero todos estos
descalabros se agravan sensiblemente al intervenir Roma imperativamente en los
asuntos cartagineses.
Mientras la insurrección se cebaba en las
regiones africanas, un cuerpo de mercenarios estacionado en Cerdeña al servicio
de Cartago se había sumado a la rebelión. Impotentes para poner coto al
inesperado contratiempo, los cartagineses pretenden aplacar los ánimos, mas no
obtienen ningún éxito. Enardecidos por sus rápidos progresos, los mercenarios,
después de deshacerse de las guarniciones púnicas, intentan apoderarse de toda
la isla. La resistencia de la población sarda no tarda en organizarse. Los
mercenarios fracasan en su propósito y tienen que abandonar la isla para
refugiarse en tierras itálicas.
Una vez finalizada la guerra en África y
concluida la pacificación de las tribus libias, Cartago se apresura a acometer
la tarea de recuperar Cerdeña, isla clave para su navegación y comercio, ahora
más que nunca, tras la pérdida de Sicilia. Y aquí entra Roma en acción. Los
romanos mandan fuerzas a Cerdeña para impedir el restablecimiento del dominio
cartaginés y amenazan con la inmediata apertura de hostilidades si Cartago no
desiste de su empeño (Polibio I 88, III 10). La actitud romana sólo es
comprensible si la interpretamos como intento de compensación. Evidentemente
Roma se cobraba un precio por la victoria cartaginesa en África, precio que
sólo puede ser considerado como un atraco a mano armada, realizado de
improvisto y desde luego contra el espíritu del tratado de Lutacio, que
exhortaba a ambos firmantes a respetar las zonas de influencia ajena. Este mal
disimulado rapto de Cerdeña es el primer acto de abierta hostilidad con el que
Roma humillaba a Cartago y se aprovechaba de su manifiesta debilidad. Pero la
voracidad romana prosigue, pues exige de los cartagineses un pago adicional de
1.200 talentos en concepto de reparaciones por una guerra que no llegó a
estallar.
Otra consecuencia de la ocupación romana de
Cerdeña es la pronta invasión de Córcega, isla que hasta entonces había
permanecido integrada en la órbita de influencia cartaginesa. La posesión de
ambas islas, aparte de los beneficios económicos que el hecho en sí comportaba,
incrementa las ventajas estratégicas para Roma, teniendo en cuenta que se
lograba erigir una barrera defensiva que protegía adicionalmente el suelo
itálico de posibles ataques cartagineses.
Toda esta serie de chantajes y atropellos hace
crecer en Cartago la animadversión hacia Roma, ciudad que, si bien hasta la
fecha se había distinguido por su extraordinaria tenacidad, daba ahora muestras
de insaciables apetitos territoriales. El hecho es tan evidente que ni siquiera
sus más acérrimos apologistas lo pueden negar. La desmesurada ambición romana
fue una de las causas determinantes de que la frágil relación
romano-cartaginesa, que durante el sitio que los mercenarios impusieron a
Cartago vivió momentos de distensión, se convierta ahora en una enemistad
irreconciliable. Estaba claro que Roma quería impedir un resurgimiento de
Cartago a toda costa. Por eso relegaba a la metrópoli africana a ser en el
futuro una potencia de segundo orden, sometida a la vigilancia romana.
¿Cómo reaccionan las clases dirigentes de
Cartago ante este giro de la política romana? Observamos la formación de dos
grupos de opinión, que al definirse políticamente formularán propuestas
alternativas. En un aspecto clave existía, sin embargo, convergencia de
pareceres: todos estaban de acuerdo en que urgía adaptar las necesidades de
Cartago a la nueva situación, caracterizada por el desmembramiento del poder
marítimo y territorial, así como por la disminución de los recursos monetarios;
punto especialmente delicado ante la apremiante obligación de cumplir los pagos
impuestos por Roma. Para compaginar las nuevas metas políticas con las
exigencias del momento y fomentar la recuperación económica, se perfilan dos
posturas. La primera propugnaba dejar de lado cualquier tipo de política
ultramarina y en su lugar concentrarse en ampliar el dominio cartaginés en el
norte de África. Hannón el Grande, adversario de Amílcar y promotor de esta
opción, contaba con el apoyo de la oligarquía terrateniente. Posiblemente el
modelo que se quería imitar era el Egipto de los Tolomeos, país del que sus
clases dominantes extraían unos beneficios exorbitantes explotando
sistemáticamente a la población indígena. No era ésta la primera vez que en
Cartago se debatía el tema de edificar un imperio africano. Precisamente Hannón
el Grande lo había abordado en plena guerra contra Roma cuando una expedición
patrocinada por él (247 a.C.) había ampliado la zona de influencia púnica hasta
Theveste. Lo que en otro tiempo y en diferentes circunstancias habría podido
ser un proyecto discutible e incluso viable era ahora, ante la resaca producida
por la guerra líbica, simplemente impensable. Además, existían otros
impedimentos contra la puesta en práctica de semejante idea. Por una parte,
nuevas conquistas en África implicaban el riesgo de levantamientos de la
población sometida. También incidía en el rechazo del plan la disminución del
prestigio de Hannón el Grande a raíz de los descalabros que el estratega púnico
había sufrido contra las tropas mercenarias. Tampoco hay que olvidar la
oposición de Amílcar a estos planes. Dada su gran popularidad entre la
ciudadanía cartaginesa, que le consideraba el artífice del éxito contra los
mercenarios, su voto era decisivo, y éste fue negativo.
Los proyectos de Amílcar se encarrilaban en
dirección contraria a la política africana de Hannón el Grande. Como será él
quien tomará la iniciativa, pronto orientará las miras de Cartago hacia nuevos
horizontes ultramarinos. El objetivo escogido es la Península Ibérica. De esta
lejana y prometedora región se esperaba extraer los recursos necesarios para
asegurar el porvenir de Cartago. Son básicamente tres los motivos que propician
este nuevo enfoque de la política cartaginesa. Sobre el extremo occidental del
mundo mediterráneo circulaban una serie de leyendas en las que se mencionaban
países y ciudades ricas en metales que configuraban la imagen de una especie de
El Dorado de la Antigüedad. Su mítico símbolo era el rey Argantonio de Tarteso,
enigmático personaje dotado según la leyenda de una extrema longevidad, de
quien ya Heródoto nos cuenta que abrió a los griegos de Focea las puertas de su
país. Las apreciaciones referentes a las riquezas de Iberia son confirmadas por
fuentes posteriores. Por ejemplo, el geógrafo Estrabón alaba la antigüedad de
la civilización ibérica, consignando sus realizaciones culturales y sus
recursos materiales. Al igual que los griegos, también los cartagineses
mantenían desde tiempos lejanos contactos comerciales con el mundo ibérico,
cuya riqueza natural, especialmente en cuanto a minerales y materias primas, no
había pasado inadvertida. Hay que resaltar aquí la existencia de una serie de
factorías y ciudades fenicias ubicadas en la costa meridional de Hispania
(Villaricos, Adra, Almuñécar, Toscanos, Málaga, Huelva, etcétera), entre las
que sobresalía Cádiz. Éstas podían facilitar la penetración púnica en las zonas
interiores del país, como muy bien han podido demostrar los trabajos de José
Luis López Castro.
Finalmente, no hay que olvidar la gran
distancia que mediaba entre las regiones meridionales hispanas e Italia, hecho
que hacía improbable una intromisión romana en la zona, ya que Roma estaba
entonces plenamente ocupada en sofocar la rebelión de las tribus celtas y tenía
además puestas sus miras en la costa adriática.
A finales de la primavera o principio del
verano del año 237 a.C. Amílcar pone en marcha su recién reorganizado ejército,
compuesto por tropas mercenarias y dispositivos de caballería númida, así como
por unidades púnicas de elite, cuyos efectivos es imposible cuantificar. A
través del litoral norteafricano toma rumbo hacia el sur de Hispania. En la
zona del Estrecho una flotilla posibilita la travesía hacia el continente
europeo. Desembarca en Cádiz llevando consigo a su primogénito Aníbal, niño de
diez años, que acaba de pasar una turbulenta infancia en Cartago, su ciudad
natal, a la que no regresará hasta transcurridos más de treinta años. A partir
de ahora la suerte de Cartago queda ligada a la fortuna de la familia Bárquida.
Al frente de la expedición está el acreditado general Amílcar, garantía de
efectividad, pero su hijo Aníbal, presente desde el primer momento, simboliza
la continuidad y un futuro mejor que el reciente pasado, pleno de reveses y
catástrofes. Entre los seguidores que le acompañaban se encontraba Asdrúbal, su
aliado y esposo de su hija, que una vez llegado a Hispania ejercerá las
funciones de lugarteniente. De lo concerniente al destino de las mujeres del
clan bárquida no tenemos noticias. Ignoramos si la madre y las otras hermanas
de Aníbal formaban parte del séquito. Los hermanos menores de Aníbal, llamados
Asdrúbal y Magón, sí que se desplazaron al continente europeo.
Es de suponer que el traslado de Cartago a
Hispania le causara a Aníbal añoranza o nostalgia al tener que abandonar de
repente el espacio vital donde se había desarrollado su niñez. Por otra parte,
la posibilidad de desenvolverse ahora en un nuevo ambiente, distendido y
alejado de las traumáticas experiencias pasadas en Cartago, probablemente
suponía para él un acto de liberación y esperanza.
Si evocamos de manera retrospectiva los
eventos de la última década tal como el adolescente Aníbal los llegó a vivir,
resulta fácil imaginar cómo las grandes convulsiones de las que fue testigo
presencial incidieron en su formación humana y política. Apenas tenía siete
años cuando, al finalizar la primera guerra púnica, y al cabo de una dilatada
ausencia regresó su padre, Amílcar, a casa. En una edad prematura, abierta a
toda clase de susceptibilidades, Aníbal percibió los altibajos de la guerra
mercenaria. Sin duda escucha comentarios en el seno de su familia sobre la
crueldad desplegada, comentarios que tienden a aumentar su preocupación por la
suerte de su ciudad y de su padre, que se batía en primera fila. Es de suponer
que las penalidades de esta amenaza de más de tres años de duración,
especialmente la vivencia de una guerra que se desarrolla en suelo propio,
frente a las puertas de casa, le produjeran una impresión imborrable. Fuera de
las calamidades de la guerra, la gran tensión política reinante ante la amenaza
de la reanudación de las hostilidades por parte de Roma atormenta a la opinión
pública. Al enterarse de la rapacidad romana en el caso de Cerdeña, Aníbal,
como la gran mayoría de sus conciudadanos, debió de experimentar una sensación
de impotencia y frustración. Indignación, ansias de venganza y desconfianza
frente a Roma son los sentimientos que asaltaban a los cartagineses, y Aníbal
no debió de ser ninguna excepción. Todas estas vivencias configuran un estado de
ánimo que en el futuro se traduciría en acciones concretas cuya comprensión
sólo es posible si tenemos en cuenta las fuertes sensaciones experimentadas en
la adolescencia.
4. En busca de Argantonio: los Bárquidas en Hispania
¿Cómo juzgó el joven Aníbal el nuevo mundo en
el que a partir de entonces le tocará desenvolverse y cómo se adaptó a él? Al
hacernos esta pregunta llegamos a las fronteras de nuestra documentación, que
si bien mana de forma copiosa cuando nos habla de Aníbal como homo politicus, casi nada nos dice sobre
su vida privada. De manera que una considerable parte del diseño de su entorno
familiar es producto de una reconstrucción histórica preocupada por atar cabos
sueltos, así como de recomponer las piezas de un mosaico siempre fragmentario.
Una vez llegado a Hispania, el clan bárquida
instaló su residencia en Cádiz. La ciudad fenicia, dotada de un magnífico
puerto, adornada por renombrados templos y de un atractivo recinto urbano,
estaba emplazada, al igual que Cartago, al borde del mar. Dominaba una rica
zona de cultivos y de pesca, era el lugar de destino de las codiciadas materias
primas de la región (especialmente metales preciosos), punto de entrada y
salida y acogía en su seno una variada gama de talleres y factorías; era, en
fin, el núcleo urbano más antiguo e importante de la Península Ibérica. El
carácter de su población, en la que predominaba el elemento fenicio, debía de
recordarle a Aníbal su ciudad natal.
En este apacible lugar Aníbal, como cualquier
otro joven de buena cuna, recibió una esmerada educación. De sus maestros
púnicos, cuyos nombres desconocemos, aprendió sus primeras letras. El
historiador Sósilo de Esparta, uno de sus preceptores, fue quien le introdujo
en el mundo de la erudición griega. Por mediación de Sósilo, Aníbal entró en
contacto con dos temas que le fascinaron de manera especial: la mitología y la
historia militar. Como tantos jóvenes aristócratas ávidos de saber, Aníbal leyó
atentamente las obras que ensalzaban las epopeyas bélicas de Alejandro Magno.
También devoró los tratados militares referentes a las reformas de Xantipo, el
legendario condottiere espartano al
servicio de Cartago durante la primera guerra púnica. Con no menos interés
acogió la narración del mito de Gerión, que poseía una fuerte connotación local
en el sur de Hispania. Prestemos atención a una de las más antiguas versiones
del tema procedente del poema compuesto por Esteríoro, recogido en la Biblioteca de Apolodoro (II 5, 10):
«Como décimo trabajo se ordenó a Herakles el ir a buscar el ganado de Gerión a
Eriteia. Es ésta una isla, situada en las proximidades del Océano, que ahora se
llama Cádiz, habitada por Gerión, hijo de Crisaor y de Calírroe, la hija de
Océano. Gerión tenía los cuerpos de tres hombres, creó dos juntos, unidos, uno
por el vientre, y divididos en tres desde los costados y los muslos. Era
propietario de un rojo rebaño. Euritión era su pastor y su perro guardián,
Orto, de dos cabezas, hijo de Equidna y de Tifón. Viajando a través de Europa
para buscar el rebaño de Gerión, Herakles mató muchas bestias salvajes. Se fue
al África, y al pasar por Tarteso levantó las dos columnas, una a cada lado, en
los límites de Europa y África, como monumento de su viaje. El Sol, admirado de
su atrevimiento, le dio una copa de oro, con la que atravesaría el Océano.
Llegó a Eriteia y se hospedó en el monte Abas. El perro lo divisó y se
precipitó sobre él, pero le golpeó con su maza. Cuando el pastor vino a salvar
al perro, Herakles lo mató también. Gerión sorprendió a Herakles, al lado del
río Antemo, en el preciso momento de llevarse el rebaño. Luchó con él y le
mató. Herakles embarcó el rebaño en la copa, atravesó el mar hacia Tarteso, y
devolvió la copa al Sol».
Aníbal, que ya en Cartago hablaba púnico y
griego, pronto aprendería la lengua ibérica, indispensable vehículo para
relacionarse con su nuevo entorno.
Mientras en el distendido ambiente de Cádiz el
joven Aníbal, junto con sus hermanos menores Asdrúbal y Magón, se prepara para
sus futuras tareas, su padre Amílcar desarrolla una febril actividad
diplomática y militar encaminada a fomentar la influencia cartaginesa en el
país. Si bien la decisión de dirigirse a la Península Ibérica fue en principio
más producto de las circunstancias que un objetivo prioritario, éste pronto
cambiará de signo. La presencia de una fuerza de choque cartaginesa en Hispania
(es el primer ejército púnico que opera en el continente europeo) introduce un
elemento novedoso en una zona que, hasta el momento, no había llamado
excesivamente la atención de las grandes potencias mediterráneas.
Siguiendo los relatos de las fuentes escritas
y ateniéndonos a las pistas proporcionadas por la investigación arqueológica,
podemos observar que la actuación político-militar de Amílcar se desenvuelve
dentro del marco territorial del sur de la Península Ibérica, en las actuales
provincias andaluzas y en Albacete, básicamente. Cádiz, lugar de desembarco y
primera base de operaciones, constituye el punto de partida de las próximas
campañas. Después de concluir una serie de correrías y estipular tratados de
amistad con comunidades fenicias y autóctonas del valle del Guadalquivir,
Amílcar decide trasladarse a una nueva residencia, la cual pronto se perfilará
como centro del incipiente imperio bárquida. Los autores antiguos la denominan
Akra Leuke, reteniendo sólo la denominación griega del lugar (desconocemos su
genuino nombre púnico), y la investigación moderna la ubica generalmente en el
territorio urbano de la actual ciudad de Alicante. Esta ecuación es, sin
embargo, insostenible por varios motivos. En primer lugar, no poseemos ninguna
fuente que de manera directa o explícita lo confirme. A ella se ha llegado
mediante una dudosa interpretación toponímica que correlaciona Akra Leuke con
Lucentum, el nombre latino de Alicante. Si esto fuera así, ¿por qué Asdrúbal,
el sucesor de Amílcar, unos años más tarde, cuando ya se había consolidado el
asentamiento cartaginés en Hispania, funda Cartagena en el sur de Alicante
renunciando con eso a ejercer un control efectivo sobre los territorios colindantes?
Si nos fijamos en que la sistemática y penosa
tarea de ocupación territorial, como atestiguan todas las fuentes, de la región
meridional de la Península Ibérica sigue siempre la ruta de oeste a este, de
sur a norte la posterior fundación de Cartagena sería plenamente
incomprensible. Por consiguiente hay que postular otra ubicación de Akra Leuke que concuerde con los verdaderos
avatares de la penetración púnica en Hispania. Lo más probable es que la nueva
residencia de Amílcar se hallara cerca de la zona de máxima relevancia
económica para los intereses cartagineses, y ésta hay que buscarla en el
distrito minero de Sierra Morena (lugares con el adjetivo griego leukos no
tienen que estar emplazados forzosamente en la costa, como insistentemente se
viene afirmando, sino que, como también sucede en Grecia, pueden figurar en el
interior del país). Otro indicio adicional que resalta la enorme importancia de
la zona lo constituyen las alianzas matrimoniales del clan bárquida. Al igual
que Asdrúbal, el yerno de Amílcar, también Aníbal se casará con una dama de la
aristocracia de Cástulo, lugar situado en las proximidades de Linares (Jaén),
hecho que de manera indirecta viene a corroborar que la familia bárquida,
después de dejar Cádiz, debió de establecer allí su residencia. Desconocemos si
el matrimonio de Asdrúbal con la hermana de Aníbal persistía aún o si éste
contrajo nuevas nupcias después del posible fallecimiento de su mujer.
Los avances de Amílcar no podían pasar
inadvertidos. Especialmente el hecho de fundar una ciudad y de exteriorizar así
el deseo de apoderarse del país parece ser que alarmó a los romanos, quienes
enviaron una embajada a Amílcar para pedirle explicaciones. Por suerte
conservamos un fragmento en la obra de Dión Casio (XII Frag. 48) que nos
ilustra la situación. El texto en cuestión dice así:
«Durante el consulado de Marco Pomponio y de
Cayo Papirio (es decir en el año 231 a.C.) los romanos mandaron embajadores
para hacerse una idea de las operaciones de Amílcar, aunque ellos no tenían intereses
en Hispania. Amílcar les tributó los debidos honores y proporcionó convincentes
explicaciones, declarando, entre otras cosas, que realizaba la guerra contra
los hispanos sólo por razones de fuerza mayor, a fin de que los cartagineses
pudieran satisfacer las deudas aún pendientes con Roma [...] Así los enviados
romanos no pudieron formular ningún reproche».
Con toda probabilidad el joven Aníbal formaba
parte del séquito de su padre y pudo presenciar de manera directa cómo actuaban
los representantes de la potencia hegemónica del Mediterráneo occidental. Los
embajadores romanos que debieron de ser cumplimentados en Akra Leuke
intervenían por primera vez en los asuntos cartagineses en Hispania. Aunque
poco pudieran objetar los romanos a las actividades de Amílcar, es de suponer
que su presencia en Hispania debió de haber dejado un mal sabor de boca a los
cartagineses, que la consideraban como una mal disimulada intromisión.
Sobre la primera aparición de Aníbal en
público existe un relato (Polibio 111 11; Livio XXI 1) altamente seductor y
tergiversado. La escena, compuesta como un acto de teatro, rebosante de efectos
dramáticos, nos presenta al joven Aníbal jurando ante los dioses a instancias
de su padre odio eterno a Roma. Leamos cómo la proyecta Tito Livio: «Se cuenta
al respecto que, cuando Amílcar, tras su campaña de África, iba a ofrecer un
sacrificio a los dioses a punto de conducir a sus tropas a España, Aníbal,
todavía de casi nueve años de edad, le suplicó entre mimos que lo llevara a
España; entonces su padre lo acercó a los altares y le obligó a jurar con las
manos sobre las víctimas del sacrificio que sería enemigo del pueblo romano tan
pronto pudiera».
Sin lugar a duda relatos de este tipo no son
otra cosa que un montaje inventado por la historiografía romana para exculparse
de las responsabilidades de la segunda guerra púnica. El mensaje que propaga la
idea de que fue Aníbal quien desde el principio quiso la guerra pretende
fomentar la siguiente versión: fueron los cartagineses quienes promovieron el
conflicto, y, al afrontarlo, Roma no hace más que reaccionar ante el ímpetu
revanchista de los Bárquidas. Si nos atenemos a la realidad histórica de los
hechos, éstos discurren por cauces distintos de los diseñados por la propaganda
romana.
El joven Aníbal recibe una sólida formación
político-militar bajo la supervisión de su padre, experto hombre de armas y
dotado de una notable capacidad de persuasión. Acompañándole en sus múltiples
correrías, Aníbal adquiere intensos conocimientos sobre la topografía del país
y el carácter de sus gentes. Aprende de él el arte de la guerra, y es testigo
de las deliberaciones del alto mando cartaginés. Observa cómo Amílcar concierta
tratados de amistad, se percata de los métodos para instalar fuerzas de choque
en lugares conflictivos, le enseñan a negociar concesiones de explotación
minera, es introducido en el terreno de la diplomacia, tan necesaria para
captar voluntades y conseguir aliados. Fue sin duda su padre quien le explicó
cómo tratar con las instituciones y los representantes de la metrópoli Cartago.
De él aprendió la difícil tarea de operar con un ejército mayoritariamente
compuesto por mercenarios de distintas procedencias. Aparte de sus clases,
maestros y lecturas, fue en definitiva la vida cotidiana, así como las
enseñanzas recibidas de su padre, lo que proporcionó a Aníbal sus más
importantes lecciones.
Después de consolidar la influencia púnica en
el valle del Guadalquivir y consumar el control de las zonas mineras
penibéticas, Amílcar decide extender su dominio hasta el mar para procurarse un
puerto independiente del de Cádiz, más cercano a Cartago, objetivo que afronta
siguiendo el cauce del Segura. En el año 229 a.C. aparece sitiando la ciudad de
Helike, cuya ubicación exacta suscita los mismos debates que Akra Leuke. Las
opciones a favor de Elche (Alicante) y Elche de la Sierra (Albacete) poseen en
común que ambos lugares están situados en la misma región. La identificación de
Helike con Elche aparece relacionada con la equiparación de Akra Leuke y Alicante.
Mas como resulta bastante improbable apoyarse en tal filiación, tampoco es
válida esta atribución. Por otra parte, el emplazamiento de Elche de la Sierra,
cerca del curso del Segura, sí que encaja mucho mejor con las citas de las
fuentes que nos hablan de tribus oretanas que se oponían al avance cartaginés.
Después de nueve años de permanencia en suelo
hispano, Amílcar fallece durante el asedio de Helike (invierno 229-228 a.C.) al
ser atacado de forma repentina por el rey Orisón, quien acude en socorro de los
sitiados. Durante la retirada Amílcar perece al intentar vadear un caudaloso
río. Aparte de esta versión que procede de Diodoro (XXV 14), en mi opinión la
más fidedigna, existen otras noticias sobre la muerte de Amílcar. Livio (XXIV
41) la ubica en un lugar llamado Castrum Album, mientras que Apiano (I 5) sólo
alude al episodio de forma imprecisa relacionándolo con una lucha contra tribus
íberas.
Evidentemente el ataque a Helike formaba parte
del plan de conquista del valle del Segura. El objetivo prioritario de la
primera fase de la expansión cartaginesa en la región andaluza lo constituía el
sometimiento del hinterland de las
factorías fenicias de la costa mediterránea y atlántica de Andalucía (Adra,
Almuñécar, Málaga, Huelva, etcétera) siguiendo los cauces del Guadalquivir y
Genil para apoderarse luego de las ubérrimas zonas de la campiña de Sevilla y
Córdoba. Al concluir con éxito esta tarea, Amílcar emprende la segunda fase de
su plan con la meta de penetrar por la zona minera de Sierra Morena hasta el
Mediterráneo.
¿Cuáles eran los recursos de Amílcar para
llevar a cabo sus proyectos? La espina dorsal de su ejército la formaban las
tropas mercenarias reclutadas en Cartago antes de ponerse en marcha hacia
Hispania. Además contaba con un importante núcleo de caballería númida. Desde
el primer momento Amílcar no cesa de alistar tropas hispanas para incorporarlas
a su ejército, como testifica Diodoro (XXV 14) al narrarnos que al fin de un
combate sostenido contra Istolao, consiguió el concurso de 3.000 hombres,
pertenecientes a las tribus celtas enclavadas en las estribaciones de Sierra
Morena. Estas luchas parecen guardar relación con una de las metas prioritarias
de Amílcar: la conquista de las zonas mineras de la Beturia céltica, país que
se extiende entre las cuencas del Guadiana y del Guadalquivir.
También nos hablan las fuentes de otra campaña
que inició Amílcar contra Indortes, quien había logrado movilizar a un
formidable ejército compuesto de 50.000 guerreros que, a pesar de su aplastante
superioridad numérica, fue derrotado. La conclusión que se obtiene de ello es
bastante clara. Las comunidades hispanas que no querían ser sometidas por la
fuerza al dominio púnico se apresuraban a estipular las condiciones de una
entrega voluntaria que evitara males mayores.
Durante el transcurso de su mandato, Amílcar
puso especial énfasis en mantener buenas relaciones con la metrópoli. Prueba de
ello son los envíos regulares de tributos y botines a Cartago. Con ello
conseguía naturalmente revitalizar a sus partidarios al tiempo que aumentaba su
ya notable popularidad entre la ciudadanía. Como su campo de acción también
abarcaba Libia, no dudó en momentos de crisis en actuar enérgicamente para
evitar cualquier clase de revuelta que allí se fraguara. Así hay que entender
el desplazamiento al norte de África de Asdrúbal, a quien le encargó la misión
de sofocar una insurrección protagonizada por unas tribus númidas descontentas
con el gobierno cartaginés. Asdrúbal cumplió su cometido aniquilando a un gran
número de adversarios e imponiendo a la zona rebelde nuevos tributos.
Los últimos objetivos militares de Amílcar
señalan la nueva orientación de los avances cartagineses que apuntaban al
litoral mediterráneo. Esta tarea se abordó bajo la dirección del sucesor de Amílcar,
su íntimo colaborador Asdrúbal, pues, al fallecer repentinamente Amílcar, el
ejército cartaginés en Hispania proclama sin demora a su yerno Asdrúbal como
comandante en jefe. El pronunciamiento en favor de Asdrúbal sólo es
comprensible si se tiene en cuenta que, al lado de los contingentes de
mercenarios y de los aliados hispanos, en el ejército de Amílcar prestaba
servicio un importante núcleo de ciudadanos cartagineses compuesto por tropas
de elite y el cuerpo de oficiales, así como representantes del consejo de
Cartago. La elección del ejército será inmediatamente confirmada por Cartago,
que tenía un gran interés en que el proceso de expansión púnica en Hispania
fuera lo más venturoso posible y continuara sin interrupción.
Una simple comparación de los escenarios en
los que se movió Asdrúbal con los de Amílcar pone de relieve la parquedad de
las fuentes disponibles, que casi nada nos aportan al respecto. Únicamente se
resalta la fundación de Cartagena, sucesora de Akra Leuke, y a partir de ahora nuevo
centro del dominio bárquida en Hispania. Su perímetro de más de veinte estadios
de longitud nos da ya una idea de la magnitud del sitio. El nombre de la nueva
sede de Asdrúbal, idéntico al de Cartago (Ciudad Nueva), respondía a un
programa. No se pretendía con ello, como se ha sostenido a mi parecer sin
fundamento, manifestar un alejamiento respecto de la metrópoli. Lo contrario
está más cerca de la verdad. Al repetir el nombre de la metrópoli se subrayaban
los estrechos vínculos existentes. Al mismo tiempo se proclamaba que el radio
de acción de Cartago no quedaba limitado al norte de África, como habrían
deseado los romanos.
Especialmente a través del excelente puerto de
Cartagena, Asdrúbal abrió una puerta hacia el exterior para comunicar de forma
más eficiente las regiones de Andalucía oriental con el mundo mediterráneo.
Adicionalmente a la implantación en Cartagena del cuartel general cartaginés,
la fundación de la nueva residencia se encuadraba dentro de una concepción
estratégica global. El lugar había sido elegido también por la riqueza de
recursos de sus alrededores. Las minas de plata, los campos de esparto y las
pesquerías constituían un factor económico nada desdeñable. Poco tiempo después
de su fundación, Cartagena desarrollará un importante papel económico, militar
y político como símbolo del creciente poderío cartaginés en Hispania.
Sobre el urbanismo de Cartagena poseemos unos
valiosos apuntes que nos ha legado Polibio, autor que pudo cerciorarse
personalmente de los detalles que relata durante una visita que realizó a la ciudad.
Cuenta Polibio (X 10, 6): «El casco urbano de la ciudad es cóncavo; en su parte
meridional es bien accesible desde el mar. Unos montículos ocupan el espacio
restante [...] La colina más alta, situada al este, cerca del mar, está
coronada por un templo de Asclepio. El montículo de enfrente, de
características parecidas, alberga magníficos palacios reales, edificados,
según se dice, por Asdrúbal, quien aspiraba a un poder monárquico. De las
elevaciones de la parte norte, una, orientada hacia el este, se llama la de
Hefesto, la que sucede a continuación es la de Altes, personaje que, al
parecer, obtuvo honores divinos por haber descubierto unas minas de plata, la
tercera de las colinas lleva el nombre de Crono. Se ha abierto un canal
artificial entre el estanque y las aguas más próximas, para facilitar el
trabajo a la gente del mar. Por encima de este canal que divide la franja de
tierra que separa el lago del mar se ha tendido un puente para que carros y
acémilas puedan transportar por aquí, desde el interior de la región, los
suministros necesarios».
Si examinamos la topografía histórica y la
contrastamos con las informaciones deducibles de nuestras fuentes literarias,
es posible diseñar un cuadro de la nueva zona de dominio cartaginés edificada
por Amílcar y su sucesor Asdrúbal en poco más de un decenio. Su centro de
gravitación lo constituía el territorio delimitado por el Guadalquivir y el
Segura al norte y el océano Atlántico y el mar Mediterráneo al sur; allí se
ubicaban los campos más fértiles y las zonas de explotación minera más
prósperas de la Península Ibérica. Mientras que las parcelas áridas del
interior permitían métodos de cultivo extensivo, las grandes planicies situadas
en las cercanías de los ríos ofrecían magníficas condiciones para explotaciones
intensivas, semejantes a las que en el norte de África practicaba Cartago y que
rendían considerables cantidades de aceite, cereales y vino. Aquí se establecen
las mayores aglomeraciones urbanas. Era precisamente esta zona la que desde el
siglo VIII a.C. había sido objeto de un intenso proceso de aculturación
orquestado desde las factorías fenicias del litoral atlántico y mediterráneo.
Aunque éstas fueron fundadas para procurarse metales preciosos, en el curso del
tiempo se va desarrollando una infraestructura económica altamente
diferenciada. No sólo la explotación del subsuelo, sino también la
comercialización de productos agrícolas y las capturas pesqueras tienen que ser
tomadas en cuenta. A través de Cádiz y del recién abierto puerto de Cartagena
los Bárquidas, que ya ejercían un efectivo control sobre la economía de la
región, potenciaban su proyección al exterior.
La zona oriental del dominio púnico, es decir,
las áreas montañosas de las actuales provincias de Jaén, Granada, Albacete,
Almería y Murcia, presenta un sistema económico diferente del de la baja
Andalucía. El paisaje es agreste, los valles se estrechan y las condiciones
climáticas son más desfavorables. A pesar de esto la región que abarcaba el
curso superior del Guadalquivir hasta la desembocadura del Segura poseía
gracias a las riquezas del subsuelo una importancia vital. Al lado del distrito
minero de Río Tinto (Huelva), las inmensas reservas de cobre, mineral de hierro
y plata en la vecindad de Cástulo (Jaén), el sector minero de la Sierra
Almagrera, con salida al mar en Villaricos (Almería), así como las minas de
plata cerca de Cartagena, hicieron de esta vasta comarca uno de los territorios
más codiciados del Mediterráneo occidental.
Sobre las estructuras de la ordenación interna
del imperio bárquida es muy poco lo que sabemos. Probablemente hay que trazar
un paralelo entre su organización territorial, siguiendo la propuesta de Carlos
González Wagner, y el hinterland
africano dominado por Cartago, dividido en tres pagi (unidades administrativas). Un indicio que hasta ahora no se
ha correlacionado con esta idea bien podría ser, a mi parecer, la dislocación
del ejército púnico, visible a través de nuestras fuentes escritas, en el
momento en que Publio Cornelio Escipión aparece por primera vez (210 a.C.) en
Hispania, en tres comandos militares confiados a Asdrúbal, hijo de Giscón
(litoral atlántico), Magón Barca (zona de Huelva) y Asdrúbal Barca
(Carpetania).
A partir de los años veinte del siglo III a.C.
todo el sur de la Península Ibérica constituye una unidad territorial bajo
influencia púnica o en parte sometida al dominio directo de los Bárquidas. Pese
a sus considerables diferencias en lo referente a la topografía, la demografía,
las formas de organización política y el nivel de desarrollo económico, esta
extensa región llega a configurar un espacio relativamente homogéneo. Así
vienen a confirmarlo los hallazgos arqueológicos: por ejemplo la línea de
difusión de la cerámica de barniz rojo, tan característica para detectar
procesos de aculturación púnica, llega hasta las estribaciones de esta zona,
mientras que los territorios situados al norte de ella aparecen sujetos a otras
influencias culturales. No es de extrañar que en la zona de dominio bárquida
abunden campamentos militares (elocuentes indicios de una progresiva ocupación
militar de los puntos neurálgicos de la zona) y, relacionados con ellos,
tesoros de monedas púnicas destinados a retribuir la soldada a la tropa, todos
ellos situados al sur del Guadalquivir y del Segura, como las investigaciones
de Francisca Chaves Tristán han podido demostrar. La proliferación de datos de
este tipo evidencia la voluntad de Cartago de implantar profundas raíces en
esta región tan vital para su economía, sobre todo después de los reveses
sufridos al final de la primera guerra púnica. La pérdida de Sicilia y Cerdeña
quedaba compensada con creces por la posesión del imperio bárquida en Hispania.
5. Roma omnipresente: el tratado de Asdrúbal
La formación de una amplia zona de dominio
territorial púnico en una de las regiones más prósperas de occidente no tardó
en suscitar sospechas, inquietudes e irritación en Roma. La llegada de los
cartagineses a Hispania en el año 237 a.C. no sólo trastorna el panorama
económico v social, pues convierte a la Península Ibérica en un escenario
histórico de primer orden, sino que también impone un cambio de percepción.
Ante la evidencia de las suculentas ganancias que la explotación del suelo
hispano proporcionaba a Cartago, no tardan en despertarse los apetitos de todos
aquellos que de buena gana habrían querido participar en esta empresa.
A partir de ahora, todo lo que sucede en
tierras ibéricas será observado fuera de ellas atentamente y configurará una
serie de repercusiones que desembocarán en el estallido de la segunda guerra
púnica, convulsionando así el ordenamiento político y territorial en la cuenca
del Mediterráneo occidental. ¿Qué medidas adopta Roma para contrarrestar este
sensible aumento del poderío cartaginés?, y sobre todo ¿qué intereses defiende
Roma al intervenir en los asuntos hispanos?
La primera noticia que expresa un marcado
interés romano por la Península Ibérica aparece relacionada con la ya citada
embajada enviada por el senado romano para observar de cerca la evolución de la
actuación de Amílcar, datable alrededor del año 231 a.C. En el curso de unos
pocos años, Amílcar había conseguido controlar la Hispania meridional.
Especialmente la fundación de Akra Leuke, situada en las cercanías de las minas
de Cástulo, parece haber constituido el verdadero motivo del avance diplomático
romano. Puesto que Roma estaba preocupada por los exorbitantes progresos de la
expansión cartaginesa, cabe pensar que al despachar la embajada no sólo
emprendía un viaje informativo, sino que al mismo tiempo quería hacer valer sus
propias demandas. ¿Cuál pudo ser la naturaleza de las mismas? Dentro de este
planteamiento suele pasarse por alto que al lado de las relaciones
púnico-hispanas existen también unos importantes intercambios económicos
romano-itálicos con la Península Ibérica cuya trascendencia podemos
reconstruir, al menos a grandes rasgos, gracias a una serie de indicios que nos
proporciona la arqueología.
Hay sobre todo dos grupos de materiales que
debemos mencionar aquí. Por una parte, los objetos de bronce y las cerámicas
procedentes de Etruria, y, en segundo término, la cerámica de barniz negro, así
como unas series de estampillas fabricadas en Etruria-Lacio y en Campania, que
generalmente presentan la forma de platos con relieves. Lo más llamativo en la
distribución de todos estos hallazgos es que al sur de la zona delimitada por
los ríos Guadalquivir-Segura y fuera de la línea de costa mediterránea éstos
son más bien escasos. Sobre el origen de la cerámica de barniz negro, sabemos
que provenía de talleres ubicados en la Etruria meridional (y aquí desempeña
Caere una importante función), en Campania y en la misma Roma. Un especial
interés reviste el hecho de que las importaciones itálicas alcanzaron su apogeo
durante el siglo III a.C. Esto nos indica que los romanos se hallaban en
disposición de procurarse por sí mismos las materias primas que necesitaban de
Hispania para intercambiarlas por sus artículos de exportación. La existencia
de este circuito comercial presupone un significativo tráfico marítimo a través
del mar Tirreno.
Ya desde el primer tercio del siglo III a.C.
Roma era la primera potencia de Italia. Lacio, Etruria y Campania constituían
importantes sillares del sistema político romano. El hecho de que cada vez más
grupos de familias nobles procedentes de Etruria y de Campania ingresaran en el
senado romano sirve para documentar cuán trascendentes eran los lazos entre
Roma y aquellos territorios. La integración de las aristocracias itálicas en el
seno de la alta sociedad romana, que se manifestaba en la política matrimonial
de las familias nobles romanas, es en esta época una evidencia indiscutible.
Los Licinios, los Ogulnios y los Letorios de Etruria, los Fulvios y los
Mamilios de Túsculo, así como los Atilios y los Otacilios de Campania, todos
ellos ligados con los Fabios o con su entorno, contribuyeron decisivamente a
estabilizar ese bloque político que gravitaba en el centro de la aristocracia
senatorial romana. Muchos de estos nombres famosos, que aparecen constantemente
en las listas de los que desempeñaban las más altas magistraturas romanas (fasti consulares) a causa de sus
carreras senatoriales, representaban tan sólo la punta visible del iceberg.
Entre bastidores pululaban numerosas familias de la clase ecuestre, cuyos
nombres desconocemos por la sencilla razón de que no pertenecían al círculo
selecto de la aristocracia senatorial romana. Lo cierto es que estas elites
itálicas de comerciantes estaban estrechamente vinculadas a la nobleza
senatorial romana, la cual se comprometía en la defensa de los intereses
comunes. El mantenimiento de unas relaciones comerciales sin trabas con todos
los puertos del Mediterráneo era una condición imprescindible para la
prosperidad y desarrollo de la economía itálica.
La dinámica actuación político-militar de los
Bárquidas podía amenazar el libre acceso a los mercados del litoral hispano,
que eran de gran importancia para la navegación masaliota e itálica. Tras la
muerte de Amílcar, su sucesor Asdrúbal continuó conquistando territorios, pero,
eso sí, persiguiendo metas distintas y no siempre con la misma intensidad que
su predecesor. Bajo su dirección los cartagineses toman posesión del sureste
hispano y edifican en Cartagena el nuevo centro de poder político, económico y
militar.
El inesperado fallecimiento de su padre
sorprende a Aníbal a los 18 años. Ya era entonces un experimentado hombre de
armas a pesar de su prematura edad. Parece ser que, durante el gobierno de su
cuñado Asdrúbal, Aníbal obtiene un puesto de mando al frente de la caballería
númida, aunque ignoramos qué clase de misiones se le encomendaron. Persiste la
duda de si Aníbal residió permanentemente en tierras ibéricas o de si se
ausentó una temporada a Cartago hasta que Asdrúbal requirió su presencia en
Hispania (224 a.C.). Lo que sí parece ser cierto es que el joven Aníbal gozaba
de una gran estima y popularidad en el ejército, foco de profundas simpatías
hacia los miembros del clan bárquida.
Al igual que sucedió con Amílcar en el año 231
a.C. cuando éste se apoderó de la cuenca minera de Cástulo, los romanos se
intranquilizan en el momento en que Asdrúbal, al fundar Cartagena (226 a.C.),
se asoma al Mediterráneo. Redoblan la vigilancia en Cerdeña y Sicilia y mandan
como ya hicieran antaño una nueva embajada a Hispania para negociar con
Asdrúbal los límites de la futura expansión cartaginesa. El resultado de este
tira y afloja se plasma en un acuerdo concluido entre Asdrúbal y la delegación
romana del que, aunque desconocemos los pormenores, sí sabemos que fijó las fronteras
de las futuras intervenciones militares cartaginesas en tierras hispanas. No
poseemos el texto original del documento; disponemos sólo del resumen de las
negociaciones que Polibio (11 13, 7) relata de la siguiente manera: «[Los
romanos] mandaron legados a Asdrúbal y concluyeron con él un pacto en el que,
pasando por alto el resto del territorio hispano, se dispuso que los
cartagineses no atravesarían con fines bélicos el río denominado Iber».
La principal conclusión que se extrae de estos
apuntes es que Asdrúbal prometió contenerse militarmente más allá de un río que
nuestras fuentes literarias griegas denominan Iber y los autores latinos
Hiberus. Aunque la transcripción polibiana sólo contempla la obligación de los
cartagineses de no traspasar el Iber, en dirección norte se entiende, con el
ánimo de hacer la guerra, debemos presuponer que el texto original del
documento aludía sin duda alguna a la reciprocidad. Es decir, que esta cláusula
también era aplicable a Roma en el sentido inverso: los romanos renunciaban a
llevar las armas al sur del Iber.
Frente al criterio común, hay que adelantar
que el río del tratado de Asdrúbal no puede ser el Ebro. Sin duda, el río en
cuestión estaba situado en la Hispania meridional, y con toda probabilidad se
trata del Segura. Respecto a este punto, concentrémonos en los siguientes
argumentos. Ningún autor afirma textualmente que el río que delimitaba las
acciones militares púnicas fuera el Ebro. Sucede justo lo contrario: todas las
alusiones conservadas en las obras de Polibio, Livio y Apiano parten de un río
situado al sur de Sagunto. Polibio, el autor que está más cerca de los eventos,
lo confirma de modo tajante. Al reflexionar sobre la responsabilidad de la
segunda guerra púnica escribe (111 30, 3):
«Si consideramos la destrucción de Sagunto
como el motivo de la guerra, tenemos que reconocer que los cartagineses fueron
los culpables de que ésta estallara, por dos razones. Por una parte
incumplieron el tratado de Lutacio que daba seguridad a los aliados y prohibía inmiscuirse
en la esfera ajena, por otra parte violaron el tratado de Asdrúbal que prohibía
cruzar el río Iber al frente de un ejército».
De esta aseveración podemos deducir que al
ataque y a la destrucción de Sagunto antecede un traspaso del Iber, acción que
los romanos interpretan como una ruptura del tratado de Asdrúbal; lo cual
indica taxativamente que Sagunto estaba al norte del río mencionado en el
acuerdo. Pero existe aún otra prueba que nos proporciona Polibio y que viene a
certificar la misma localización. Cuando nos narra el episodio de la
declaración de guerra efectuada por mediación de una delegación romana
desplazada a Cartago y nos comenta la reacción de los cartagineses, Polibio
matiza (III 21,1):
«Los cartagineses omitieron el tratado de Asdrúbal
como si éste no hubiera sido concertado o, en, su caso, como si no tuviese
vigencia, ya que ellos no lo habían ratificado».
De estas líneas se desprende claramente que
los cartagineses reaccionan a la acusación de los romanos de que Aníbal, antes
de atacar Sagunto, había incumplido el tratado de Asdrúbal con el argumento de
que éste no había sido ratificado en Cartago, con lo que querían decir que no
estaba en vigor. Lo interesante de esta afirmación es sin embargo observar cómo
la violación del tratado de Asdrúbal es también contemplada aquí como un
antecedente del ataque a Sagunto. Cuando Aníbal parte de Cartagena para sitiar
Sagunto tiene que atravesar previamente el Iber, de lo que podemos deducir que
el río del tratado de Asdrúbal estaba situado al sur de Sagunto.
Mucho más tarde que Polibio, también Tito
Livio cita el tratado de Asdrúbal detallando la situación geográfica del río
Hiberus (XXI 2, 7):
«Precisamente con este Asdrúbal, a causa de la
extraordinaria habilidad que había mostrado en atraerse a estos pueblos y
unirlos a su imperio, el pueblo romano había renovado el tratado de alianza que
estipulaba que la frontera entre ambos imperios sería el río Hiberus y que
Sagunto, situado entre los imperios de ambos pueblos, conservaría su libertad».
Tampoco asegura Tito Livio que Sagunto se
situase dentro de la zona de dominio cartaginés, hecho indiscutible si
verdaderamente hubiera sido el Ebro el río al que se alude en el tratado. Más
bien se refiere a una zona intermedia entre ambos imperios, instructiva
observación que viene una vez más a corroborar que la línea divisoria discurría
al sur de Sagunto.
Analicemos por fin nuestra tercera fuente
disponible, Apiano de Alejandría, quien al tratar el tema confirma de una
manera que no deja lugar a dudas la versión polibiana al notificarnos: «En
efecto [Aníbal], después de atravesar el Iber, destruyó la ciudad de los
saguntinos con toda su juventud, y por este motivo los tratados que se habían
estipulado entre romanos y cartagineses tras la guerra de Sicilia quedaron sin
vigor». Luego, refiriéndose a la ubicación de la ciudad de Sagunto, Apiano
afirma: «los saguntinos colonos de Zacinto situados entre los Pirineos y el
Iber», con lo que queda demostrado que al igual que sus predecesores también
Apiano localiza el río Iber al sur de Sagunto.
Si resumimos las alusiones de las fuentes
escritas respecto del tratado de Asdrúbal, llama la atención el hecho de que en
ningún sitio se entabla una ecuación inequívoca entre el río que delimitaba las
acciones bélicas púnicas y el Ebro. Lo contrario está más cerca de la verdad.
Todos los textos que nos legan los autores antiguos permiten entrever que el
río Iber del tratado de Asdrúbal se ubica al sur de Sagunto.
A esto se añade que, teniendo en cuenta las
dimensiones y el radio de acción de la esfera de dominio púnico, resulta
difícil concebir una identificación del río del tratado de Asdrúbal con el
Ebro. El gran río de la Hispania septentrional queda demasiado alejado (se
trata de un tramo de más de veinte días de marcha) de las bases de operaciones
de Asdrúbal. Además, no poseemos ningún indicio arqueológico de que en esta
época los cartagineses se infiltraran tan hacia el norte.
Más sentido tiene un límite que se encuadre
geográficamente al alcance de las posibilidades concretas de dominio de
Asdrúbal. Éste podría ser el Júcar, como propuso Jerôme Carcopino, o, lo que
parece más probable, el Segura. Una conjetura de este tipo se sustenta en el
hecho de que, en el momento de cerrar el acuerdo, los cartagineses habían alcanzado
una aceptable saturación territorial, pues dominaban ya las zonas neurálgicas
de Andalucía y del sureste hispano. Los datos arqueológicos recalcan que los
cartagineses albergaban el deseo de ejercer un control directo y permanente en
estos territorios tan esenciales para sus intereses económicos y políticos tras
la pérdida de Sicilia y Cerdeña. Recordemos que los campamentos cartagineses,
cuya misión era la ocupación territorial, así como la defensa de los intereses
económicos púnicos de la zona, se ubican exclusivamente al sur de una línea que
discurre a lo largo del Guadalquivir y del Segura.
Pocas veces se ha intentado entender el
gobierno de Asdrúbal desde las premisas adecuadas. De ello se resienten la
valoración y el significado del tratado cerrado por él con Roma, para cuya
designación ha adquirido carta de naturaleza el equívoco título de «Tratado del
Ebro». A esta falsa deducción se ha llegado porque en posteriores épocas,
especialmente durante la conquista romana de Hispania, el nombre Iber-Hiberus
se apropia del principal río de la vertiente mediterránea hispana, el Ebro.
Será a partir de esta época y no antes cuando el Ebro se convertirá en un
indiscutible punto de referencia geopolítica. Pero todo esto sucede a raíz de
los eventos desencadenados a partir del año 218 a.C., fecha clave que
distorsionará la hasta entonces imperante dinámica geopolítica peninsular.
Tampoco hay que olvidar que, a causa de la
expedición de Amílcar y, acto seguido, de la diplomacia de Asdrúbal, el aumento
de las posesiones territoriales cartaginesas no tiene parangón dentro de la
historia púnica. El tramo de Hispania controlado por los Bárquidas, delimitado
por los cauces del Guadalquivir y Segura, era tan grande como Cerdeña y Sicilia
juntas, y en cualquier caso más productivo que la provincia norteafricana de
Cartago. Recordemos que Cartago había precisado de siglos para ganar posesiones
en ultramar y que tuvo que desplegar enormes esfuerzos para conservarlas.
Este prisma, imprescindible para comprender el
funcionamiento de la política cartaginesa, se manifiesta en el tratado de
Asdrúbal. El acuerdo firmado a instancias de los romanos confirió a los
cartagineses la sensación de haber conseguido un éxito diplomático capaz de
estimular futuros sueños de grandeza. Roma, la primera fuerza de Occidente,
reconocía, a pesar de limitarlas, las conquistas cartaginesas en Hispania,
hecho que conllevaba un reforzamiento jurídico de la nueva provincia
hispano-cartaginesa. Si el Ebro hubiera sido objeto del acuerdo, el problema territorial
que ello habría planteado habría violentado todos los modelos y escalas de la
política ultramarina cartaginesa, que nunca logró apropiarse de tan vastos
territorios en tan poco tiempo, y supondría además admitir en los romanos una
generosidad nunca mostrada en circunstancias anteriores. Por citar un solo
ejemplo basta recordar la postura mezquina de Roma en la crisis que condujo a
la anexión de Cerdeña.
En favor del Segura, en cambio, hay que aducir
las condiciones geopolíticas del ámbito del dominio cartaginés en época de
Asdrúbal, así como el hecho de que las fuentes antiguas no proporcionan ningún
comprobante positivo para la identificación del Ebro con el límite del tratado
de Asdrúbal. A ello se añade que, desde el punto de vista cartaginés, el
reconocimiento romano de sus posesiones territoriales al sur del Segura en el
momento del cierre del pacto representaba una ventaja. Apenas hacía una
generación que había finalizado la primera guerra púnica, y las tierras que los
cartagineses consolidaban ahora mediante el tratado abarcaban una superficie
considerable. El resultado de las negociaciones era también aceptable para
Roma: el comercio itálico y el de los masaliotas, aliados de Roma, con los
puertos del litoral hispano quedaba adicionalmente protegido.
Ninguna fuente atestigua que lo que se
estipuló en Hispania fuera ratificado en Cartago, lo que razonablemente podría
apuntar a la duración de la validez del tratado. El hecho de que Asdrúbal se
comprometiera frente a los romanos a no emplear las armas cartaginesas fuera
del área territorial sancionada por mutuo acuerdo le ligaba prioritariamente a
él. Ni la metrópoli ni sus sucesores al frente del ejército púnico en Hispania
tenían que sentirse forzosamente obligados a cumplir a rajatabla las metas del
pacto.
Ya las fuentes antiguas, filorromanas en su
abrumadora mayoría, interpretan el tratado de Asdrúbal como el preámbulo de la
segunda guerra púnica, y más exactamente como principal artífice del conflicto.
Esta posición dificulta la comprensión de la genuina función del acuerdo.
Cuando, en el año 226 a.C., Asdrúbal cerró el pacto, no podía imaginar que su
gobierno sería tan efímero y que su sucesor, Aníbal, habría de asumir el riesgo
de un conflicto armado con Roma. El principal propósito se dirigía, a la hora
de establecer el tratado, a consolidar las posesiones púnicas en Hispania,
fruto de una serie de logros y reveses cuya fragilidad no escapaba al
experimentado estratega cartaginés. Fue más bien la necesidad de estabilizar
políticamente la posición de dominio alcanzada lo que impulsó a Asdrúbal a
buscar el entendimiento con Roma.
Así pues, por mediación de un acuerdo que
había sido pactado ateniéndose al Segura como línea de demarcación, la
omnipresente Roma se aseguraba el libre tránsito comercial para sus naves y las
de sus aliados en las costas orientales hispanas. Existían aquí una serie de
lugares, sobre los cuales la tradición literaria nos ha trasmitido un nombre
heleno (Abdera, Alonis, Hemeroscopeion, Cipsela, Lebedontia, etcétera), que por
lo general deben de haber sido escalas marítimas o bien barrios griegos en el
seno de ciudades ibéricas. Al igual que existe constancia de la presencia de
agentes cartagineses en Siracusa, Caere, Marsella y en numerosas sedes
turdetanas o ibéricas, hubo también grupos de población griega e itálica en
Hispania. En el caso de Sagunto suponemos que precisamente ese grupo de gente
llegada del exterior temía una seria limitación de sus posibilidades de
actuación como consecuencia de un inesperado aumento de la influencia
cartaginesa en la región. Mientras Asdrúbal, que se hallaba atado por el
tratado cerrado por él, tuvo las riendas del poder, no hubo motivo alguno para
intranquilizarse. Con su muerte inesperada (Asdrúbal fue víctima de una
venganza personal al ser asesinado por un siervo) y la toma del poder por
Aníbal, cambia la situación (221 a.C.). El nuevo máximo representante de los
intereses cartagineses en Hispania no tenía por qué sentirse obligado a
respetar las cláusulas del tratado estipulado por su antecesor. Sus acciones
podían apuntar hacia todo el territorio hispano, como muestran, por ejemplo,
las expediciones emprendidas contra algunos pueblos de la meseta castellana
cuyo hábitat quedaba bastante apartado de la tradicional zona de influencia púnica.
Este cambio en la dirección de la política cartaginesa pudo haber provocado en
algunas comunidades ibéricas, como por ejemplo en el caso de Sagunto, una mayor
adhesión hacia Roma. Posiblemente la iniciativa partió de los círculos griegos
e itálicos afincados allí. La buena disposición de los romanos a aceptar ese
acercamiento es mucho más comprensible si tenemos en cuenta que, de haberse
producido un abandono del litoral oriental hispano en favor de Aníbal, habrían
sido afectados tangencialmente importantes intereses políticos y económicos
romano-itálicos. Por supuesto los romanos no estaban dispuestos a tolerar
ninguna clase de injerencia.
No obstante, por mucho hincapié que hagamos en
los intereses económicos en litigio, nunca debe olvidarse que las operaciones
romanas en Hispania obedecían a una estrategia eminentemente política, es
decir, a la voluntad de Roma de seguir controlando la situación. Impedir la
formación de un todopoderoso imperio colonial cartaginés que habría podido
enturbiar su privilegiada posición en el Mediterráneo occidental era el
objetivo primordial de la política exterior romana. En sus líneas esenciales la
actuación de Roma en el Mediterráneo oriental y la política hispana poseían
grandes coincidencias, según nos muestra el interesante estudio de Dankward
Vollmer.
En uno y en otro caso, Roma aplicaba métodos
similares. Su disposición a hacer la guerra quedaba subordinada a
eventualidades equiparables. Una visión panorámica de la diplomacia romana nos
muestra sus comunes parámetros de actuación. Observamos la forma sistemática de
plantear la escalada de conflictos mediante pactos calculados. Roma ofrecía
tratados de alianza a socios necesitados de ayuda situados como una púa en el
cuerpo de grandes potencias enemigas para contar, cuando fuera preciso, con una
excusa que posibilitara intervenir activamente en el previsible conflicto. En
Iliria fue la pequeña isla de Issa la que desempeñó inicialmente esta función.
Luego fueron utilizados progresivamente otros aliados, por ejemplo Demetrio de
Faros, para poner en jaque a la reina Teuta o a Macedonia. En el Mediterráneo
occidental las ciudades que sirven de cuña a la política exterior romana serán
Marsella y sobre todo Sagunto.
Desde que los cartagineses pisaron el suelo
hispano por primera vez, estuvieron atentamente sometidos a observación por
parte de Roma. Autoproclamada árbitro del mundo mediterráneo occidental, la
gran ciudad latina, al igual que ya hiciera durante la crisis de Cerdeña, no
pensaba en ningún momento otorgar a Cartago un amplio margen de confianza. Las
embajadas despachadas a Hispania debían poner coto a la expansión púnica y al
mismo tiempo hacer recordar a los Bárquidas que su actuación política y
territorial precisaba de la aprobación romana. Naturalmente los Bárquidas
consideraban este modo de proceder como una flagrante intromisión en sus
asuntos domésticos. La presión tutelar de la política romana se sentía con
mayor efecto en la medida en que los progresos cartagineses en Hispania iban
cobrando un auge cada vez mayor. La pregunta que por entonces se formulaba el
alto mando cartaginés ante la situación creada por el repentino vacío de poder
ocasionado por la defunción de Asdrúbal era: ¿qué nuevos impedimentos tramarán
los romanos para entorpecer el futuro avance cartaginés en Hispania y cómo
reaccionará Cartago? A partir de ahora la respuesta a este interrogante
dependerá en gran parte de un joven estratega de veintiséis años elevado por el
ejército a la cima del poder: Aníbal.
6. Estratega púnico en Cartagena
Respecto a las funciones que ejerció Aníbal
durante el gobierno de Asdrúbal, es muy poco lo que conocemos. Todo apunta a
que fue el lugarteniente de Asdrúbal. Es probable que el joven Bárquida se
hallase al frente de la caballería púnica al producirse el vacío de poder
ocasionado por la repentina muerte de su cuñado, circunstancia que le facilitó
enormemente la sucesión. Al igual que sus predecesores, el mandato de Aníbal
abarcaba Hispania y Libia. Pronto le veremos tomar decisiones que afectaban al
dispositivo militar de ambos continentes. Ante todo, Aníbal debía su ascensión
a su entorno familiar. Cuando asumió la dirección de la empresa hispana de
Cartago era prácticamente un desconocido. Sobre su presunto modo de actuar solo
podían hacerse conjeturas. A su favor operaba el afecto y la veneración que
profesaba el ejército hispano-cartaginés a sus difuntos parientes.
Si comparamos el proyecto familiar bárquida
con planes y actuaciones similares del pasado, la elección de Aníbal no debe
extrañar demasiado. No era la primera vez que una familia de la aristocracia
cartaginesa tomaba la iniciativa involucrándose en acciones ultramarinas. En la
conquista de Cerdeña y Sicilia la dinastía Magónida ya desempeñó un destacado
papel. Desde hacía algo más de una generación eran los Bárquidas quienes
protagonizaban la empresa hispana de Cartago.
Existía, pues, un amplio consenso dentro de la
sociedad púnica en lo referente al tema de la dirección de los asuntos
hispanos. La proclamación de Aníbal tampoco constituye una acción unilateral
por parte del ejército, sino que su posterior confirmación en Cartago, al
quedar aprobado su nombramiento en la asamblea del pueblo por abrumadora
mayoría, como recalca Polibio (111 13), confiere al acto una inequívoca
naturaleza jurídica. Por otra parte es también innegable la existencia de una
dualidad de poderes que en caso de entrar en rivalidad mutua podían causar
serios problemas a la estabilidad política, económica y social de la comunidad
púnica. Pese a eso, las funciones político-militares de Aníbal estaban
perfectamente definidas por los precedentes sentados por sus antecesores, así
como por la tradición: en el futuro siempre obrará como representante de los
intereses de Cartago.
En su calidad de comandante en jefe de la
mayor concentración de fuerzas de choque cartaginesas, su poder fáctico era
enorme, prácticamente ilimitado. Sin embargo, aunque las competencias de Aníbal
parecen equiparables a las de un soberano helenístico (los Bárquidas toman
iniciativas en política exterior, fundan ciudades, acuñan moneda, etcétera),
distan mucho de estar al margen de la constitución cartaginesa. Su función
aparece fuertemente condicionada por las tradiciones que ligaban a los
mandatarios púnicos a las costumbres y leyes de la milenaria metrópoli.
La actuación política de los Bárquidas queda
plasmada en una serie de monedas acuñadas en el sur de Hispania, especialmente
en las cecas de Cádiz y Cartagena, durante las décadas de los años treinta,
veinte y diez del siglo III a.C. Se trata del principal testimonio
contemporáneo del que disponemos. El análisis de su contenido nos permite
evaluar los mensajes que las monedas transmiten. Casi la totalidad del material
numismático muestra la efigie de una figura masculina,
y en sus reversos aparecen símbolos típicos de las emisiones púnicas, tales
como palmera, caballo parado, elefante o proas de barco. Respecto a la
valoración de la iconografía, se discutió largamente si los rostros nos
muestran retratos de los Bárquidas o más bien deidades, como sugieren los
atributos que les rodean: piel de león, bastón hercúleo, etcétera (Charles
Picard, José María Blázquez Martínez, Enrico Acquaro). A mi parecer, aunque
todo apunta a que las figuras de las monedas bárquidas eran representaciones de
dioses del panteón púnico-griego, entre los que sobresale Melgart/Herakles, la
distinción entre personajes divinos o humanos es secundaria. Fuera del hecho de
que la Antigüedad desconoce la distancia abismal que separa la esfera divina de
la humana, no es nada descabellado suponer que, al acuñar monedas siguiendo el
patrón helenístico, los Bárquidas invitaban a la ambigüedad. Ateniéndonos a
esta línea de interpretación es fácil descifrar la idea de gobierno que las
monedas proclaman. Los Bárquidas, al igual que Herakles, al frente del estado
hispano-cartaginés resaltan su capacidad resolutiva equiparándose con la deidad
que lo simbolizaba. La conquista de Hispania es definida por sus protagonistas
como epopeya hercúlea. La voluntad de conservar los logros alcanzados y defenderlos
contra cualquier impugnación con energía y tenacidad es el programa
iconográfico que las diferentes emisiones transmiten a sus usuarios. El culto
de Melqart/Hércules, canalizado por la propaganda púnica como símbolo de la
victoria, constituirá el arma ideológica más expresiva y eficaz del
imperialismo bárquida (José Luis López Castro).
La magnitud de la empresa y la apremiante
necesidad de no sufrir ningún descalabro pesaban sobre el joven y recién
nombrado comandante en jefe del ejército, al tiempo que condicionaban su
gestión de gobierno. A pesar de las ventajas obtenidas por Amílcar y Asdrúbal,
existía en Cartago una importante oposición antibárquida encabezada por Hannón
el Grande, quien ya durante la rebelión de los mercenarios fue un implacable rival
de Amílcar. Aníbal tenía que demostrar ante el ejército de Hispania y sobre
todo ante la opinión pública de su ciudad natal que su nombramiento no obedecía
exclusivamente a sus conexiones familiares, sino que se debía también a sus
propios méritos. Ningún hecho resultaba más apropiado para despejar estas dudas
que acometer gestas militares y concluirlas felizmente.
Para materializar este cometido, Aníbal se
apresuró a crear una fuerza de choque móvil al mando de una oficialidad
seleccionada rigurosamente por él. Experimentados guerreros, como Maharbal,
Himilcón, Magón el Samnita o Asdrúbal, hijo de Giscón, que en el transcurso del
tiempo protagonizarán innumerables hazañas, ya militaban a las órdenes de
Aníbal desde el inicio de su mando en Hispania. Al igual que hiciera su
antecesor, también Aníbal contrajo matrimonio con una dama ibérica procedente
de la aristocracia de Cástulo, cuyo nombre parece haber sido Imilce, si hacemos
caso a Silio Itálico (Púnica III
97-105), que también nos habla de un hijo de Aníbal del que no se tiene ninguna
noticia aparte de esta cita.
Actos de este tipo propiciaban el
reconocimiento del caudillaje bárquida por parte de su entorno, al tiempo que
le facilitaban el concurso de tropas hispanas.
Será a partir de ahora cuando Aníbal empezará
a acaparar la atención de los autores antiguos y se convertirá en un foco de
interés. Sin embargo, las informaciones que nos suministran las fuentes acerca
de su carácter o costumbres son escasas. De su vida privada casi nada sabemos.
El comportamiento al que aluden las fuentes, que resaltan una serie de
adjetivos netamente negativos tales como la rapacidad o la crueldad, afecta
siempre a su manera de actuar en público, como nos muestra el testimonio de
Polibio (IX 25):
«La noticia la he tomado de Massinisa, quien
aduce pruebas de la avaricia general que dominaba a todos los cartagineses,
pero principalmente a Aníbal y a Magón el Samnita. La fuente aludida explica
que estos dos generales cartagineses colaboraron noblemente contra el enemigo
ya desde su juventud: conquistaron muchas ciudades en Italia y en Hispania,
unas a la viva fuerza y otras mediante la traición. Sin embargo no participaron
nunca juntos en una misma empresa: más que contra los enemigos maniobraban
contra sí mismos, para no encontrarse nunca en la ciudad conquistada. Así
evitaban discutir entre ellos por los hechos y no tenían que repartirse el
botín».
Las primeras acciones que emprende Aníbal
amoldándose a la manera de proceder ensayada por sus antecesores ya aparecen
impregnadas de un notable dinamismo. Para mantener y potenciar la eficacia de
su ejército, compuesto mayoritariamente por soldados hispanos, proyecta una
serie de campañas en zonas colindantes con el área de dominio púnico en esos
momentos. No es arriesgado suponer que pretendía someter a la obediencia
bárquida a determinados sectores de la meseta castellana y del litoral
mediterráneo, engrosando así el lote de posesiones directas a la par que
reclutaba nuevos aliados. Sin duda la política interna cartaginesa incidía de
manera determinante en la concepción de estos planes. Recordemos que la
inesperada muerte de Asdrúbal cogió a los seguidores del partido bárquida
desprevenidos. Sus enemigos, capitaneados por Hannón el Grande, intentaban
imponerse, posiblemente a costa de un derrocamiento de Aníbal. Ante esta
situación el joven estratega precisaba éxitos militares sonados no sólo para
demostrar su aptitud, sino sobre todo para legitimar su derecho de continuar al
mando del ejército cartaginés. Para culminar este propósito nada podía ser más
apropiado que la captura de un suculento botín, que una vez fuera distribuido
en Cartago lograría fortalecer a los seguidores de Aníbal y debilitar a sus
adversarios políticos dentro de la ciudadanía cartaginesa.
En la primavera del año 221 a.C. Aníbal
convoca al ejército y se pone inmediatamente en marcha hacia las tierras de los
olcades, sitas en la cuenca del alto Guadalquivir. Penetra al frente de sus
tropas en el territorio enemigo y empieza a sitiar la ciudad de Althaia (según
Tito Livio su nombre sería Cartala), cuya ubicación desconocemos. La expedición
se desarrolla de manera satisfactoria. Poco tiempo después, la ciudad asediada
cae en su poder. Todo tipo de resistencia que se opone al avance cartaginés no
tarda en descomponerse. El resto de las ciudades de la zona, intimidadas por su
potencial ofensivo, se rinden a los cartagineses, que les imponen tributos.
Posiblemente se reclutan entonces contingentes de mercenarios olcades, ya que
éstos aparecen años más tarde formando parte del ejército púnico (Polibio III
33).
Aníbal se proclama vencedor en su primer reto
militar. La rapidez de sus operaciones y la tenacidad de sus acciones
constituyen la garantía del éxito. Después de conseguir sus objetivos, Aníbal
manda a sus tropas a los cuarteles de invierno, donde las sigue adiestrando
para afrontar las próximas tareas.
Esta eficaz operación militar librada al borde
del territorio bajo control cartaginés y coronada con éxito es la primera que
Aníbal planifica y realiza como máximo responsable. Sus resultados positivos le
animan a perseguir en un futuro próximo metas aún más ambiciosas. Una vez
llegada la primavera del año 220 a.C., se encamina con su ejército desde
Cartagena hacia el oeste para girar luego hacia el norte y penetrar en las
vastas llanuras castellanas. Siguiendo los cursos del Segura y Guadalquivir se
internará por la antigua vía de la plata hasta el norte de la meseta, llegando
hasta las tierras de los vacceos en la cuenca del Duero. Sus objetivos son las
ciudades de Helmántica (Salamanca) y Arbucale (Toro). A pesar de que intentan
defenderse, ambas plazas caen en manos de Aníbal: Helmántica, a la primera
embestida, y Arbucale, tras oponer cierta resistencia. Las riquezas confiscadas
después del asedio son enormes. Ignoramos los motivos exactos de esta
expedición, si bien, ateniéndonos a la rapidez del avance cartaginés y a los
resultados obtenidos, podeos suponer que se trataba de una típica correría de
pillaje efectuada para mostrar la capacidad operativa del ejército púnico,
reclutar nuevos mercenarios y apoderarse de un espléndido botín que bien pudo
haber consistido en grandes cantidades de cereales necesarios para alimentar al
creciente ejército cartaginés. Al regresar a sus puntos de partida, las tropas
cartaginesas fueron hostigadas por los carpetanos en los alrededores de Toledo,
a orillas del Tajo. Al parecer, esto sucede a instancias de los fugitivos de
Helmántica, quienes, apoyados por los exiliados olcades, vencidos por Aníbal el
año anterior, instigan a los carpetanos a impedir el regreso del ejército
cartaginés disputándole el botín que éste traía en su retaguardia.
Según las noticias de nuestras fuentes,
Aníbal, sirviéndose de sus elefantes de guerra (es la primera vez que le vemos
valerse de tan mortífera arma) y de su caballería númida, obtiene una
contundente victoria que desmoraliza a sus adversarios, los cuales se retiran
del teatro de operaciones franqueándole el paso. Una vez más, el joven general
cartaginés ofrece una demostración de sus extraordinarias facultades bélicas,
ganando la batalla ante un enemigo infinitamente superior en número gracias a
su destreza táctica y a la brillantez de sus planteamientos estratégicos.
Cuando en el año 221 a.C. Aníbal asume el
mando del ejército cartaginés en Hispania, no existía ningún contencioso con
Sagunto. Es muy probable que el tratado de Asdrúbal hubiera contribuido a
estabilizar las respectivas zonas de interés romano-cartaginesas. Además servía
de freno ante cualquier desmesurado intento de expansión por parte de alguno de
los signatarios. El cambio operado en el alto mando cartaginés, al suceder
Aníbal a Asdrúbal, no tenía en sí por qué intranquilizar a los pueblos ibéricos
al norte del Segura. Sin embargo, la nueva orientación político-militar de
Aníbal, puesta de manifiesto con sus espectaculares campañas contra los olcades
y vacceos, sí que pudo producir conatos de alarma. Aunque ambas expediciones no
pasaban de ser correrías (al parecer no se producen anexiones territoriales),
hay que reconocer que introdujeron una nueva dinámica en el panorama político
de la Península Ibérica.
Un factor novedoso que suscitan las
operaciones orientadas por primera vez hacia regiones situadas bastante al
norte de la línea Guadalquivir-Segura lo constituía la conclusión de tratados
de amistad con comunidades fuera del ámbito tradicional de las actividades
púnicas. Es muy posible que los turboletas, cuyo hábitat se situaba en la
actual provincia de Teruel, entraran entonces a formar parte de la
confederación cartaginesa. Desde luego el sistema no era nuevo ni espectacular.
En Sicilia, donde Cartago había ejercido un dominio secular sobre una gran
parte de la isla, hay evidencia respecto a relaciones y tratados de amistad
pactados con comunidades fuera de su zona de soberanía.
Si observamos el itinerario seguido por Aníbal
en las dos primeras campañas, salta a la vista que para lograr sus objetivos no
tuvo que infringir el tratado de Asdrúbal, ya que sus expediciones podían ser
llevadas a cabo sin tener que atravesar el Segura. Pese a eso, la demostración
de fuerza bien pudo haber inducido a los saguntinos a buscar entonces una ayuda
capaz de contrarrestar la alianza de los turboletas, sus más próximos enemigos,
con Aníbal. Y ante esta situación, vuelve Roma a convertirse en parte activa de
la política hispana de Cartago. Sin titubear, Roma se presta a asociarse con
Sagunto. La ciudad ibérica, por su parte, al asegurarse el concurso de la gran
potencia itálica, se siente segura ante los turboletas y Aníbal. Ateniéndonos a
esta sucesión de hechos, es poco probable que el acercamiento de Sagunto a Roma
datara de fechas anteriores al año 221 a.C. Dada la gran parquedad de nuestras
fuentes, que, además de ser crípticas en su contenido, aparecen distorsionadas
en lo que respecta a la transmisión de los motivos de la alianza
romano-saguntina, es muy poco lo que podemos deducir positivamente de su
análisis. Lo que sí parece estar fuera de duda es el hecho de que al quedar
establecido un vínculo contractual entre Sagunto y Roma (foedus), esta última se comprometía a socorrer a su nueva aliada
ibérica en caso de producirse un conflicto bélico.
En principio, la crisis desatada en torno a
Sagunto no deja de ser un típico asunto interno hispano. Todo apunta a
considerarla una más de las interminables querellas entre comunidades ibéricas
en la que se inmiscuirán de modo progresivo Cartago y Roma, respectivamente.
Remontémonos a sus comienzos. Los saguntinos acosan a sus vecinos, los
turboletas, aliados de Cartago. Éstos imploran el auxilio de su poderoso
protector, quien a su vez, al intervenir en el contencioso, pide cuentas a
Sagunto y le exhorta a deponer su actitud beligerante frente a los turboletas.
Al negarse los saguntinos a terciar, Aníbal se dirige contra ellos y los
amenaza con asediarlos. Los saguntinos, por su parte, convencidos de que Roma
acudirá en su apoyo si hace falta, endurecen su posición y desafían a Aníbal.
Una inicial rencilla bilateral entre dos pueblos ibéricos se extiende y llega a
implicar a cuatro protagonistas, dos de ellos grandes potencias mediterráneas.
A partir de aquí el conflicto regional se dispara, adquiere tintes de crisis
global y hace imprevisible su resolución. Mediante su actitud beligerante
respecto a Sagunto, Aníbal dejaba bien claro que no estaba dispuesto a aceptar
las reglas de juego de la política hispana que Roma pretendía imponer. Por otro
lado, el impulso detonante que desembocará en la guerra saguntina es también el
temor experimentado por Aníbal de que el proceder de Sagunto sentara
precedentes y animara a otras comunidades ibéricas, presumiblemente amenazadas
por Cartago, a sustraerse a su influencia buscando en el futuro el apoyo de
Roma.
En la primavera del año 219 a.C. Aníbal,
después de reunir a su ejército en Cartagena, lo pone en marcha hacia el norte.
Atraviesa el Segura y se dirige por la ruta de la costa hacia la plana que se
esparce entre la cordillera Ibérica y el Palancia, en cuyo centro se ubica la
ciudad de Sagunto, muy cerca del mar. Como el intento de tomar la plaza
frontalmente fracasa, las tropas cartaginesas ponen sitio a sus casi
inexpugnables murallas y se preparan para un largo asedio. En el transcurso de
la encarnizada pelea, Aníbal, que al parecer se batía en primera línea, es
alcanzado por una jabalina que le perfora el muslo y le hiere gravemente,
aunque logra reponerse de este percance.
La operación dura más de lo previsto. Aníbal
tiene que sofocar una sublevación de los oretanos y los carpetanos, lo que le
obliga a ausentarse una buena temporada del frente de Sagunto. Mientras tanto,
es Maharbal quien dirige el cerco.
Al cabo de más de ocho meses, la tenaz
resistencia de los saguntinos toca a su fin. Desilusionada por la falta de
ayuda por parte de Roma y llegada al límite de soportar penalidades, la
abnegada ciudad de Sagunto es tomada al asalto por las tropas púnicas. Aníbal
deja que sus soldados se dediquen al pillaje e impone a los supervivientes un
castigo ejemplar. La matanza que sigue al asalto final cumple el objetivo de
servir de advertencia a otros pueblos hispanos a quienes Aníbal exhorta de tan
despiadada manera a no distanciarse de Cartago en el futuro. Una parte
sustancial del enorme botín saguntino es enviada, a Cartago, acción destinada a
estrechar los lazos entre el ejército hispano y la metrópoli.
Con la ocupación de Sagunto a finales de
diciembre del año 219 a.C. Aníbal había saldado su tercera campaña en suelo
hispano con una nueva victoria. Mediante la incorporación de la recién
conquistada plaza a sus dominios, se lograba un importante avance estratégico en
un territorio rebosante de interesantes perspectivas económicas. Visto desde el
prisma global de la presencia cartaginesa en Hispania, podemos constatar que
Aníbal continuaba la labor empezada por su padre Amílcar y su cuñado Asdrúbal
ampliando paulatinamente el dominio púnico en ultramar.
Desde que Aníbal se encarga de la dirección de
la política cartaginesa en Hispania, la acumulación de recursos y posesiones
crece a un ritmo vertiginoso. También aumenta el número de nuevos aliados
hispanos de Cartago. El ejército, base del poder bárquida, adquiere una
extraordinaria combatividad. Las arcas de Cartago aparecen repletas merced a
los tributos impuestos a los pueblos sometidos y al superávit comercial. El
factor que más resalta son las ganancias procedentes de la explotación del
subsuelo, para la cual se precisa una masa de gente esclavizada procedente de
las correrías realizadas en territorios enemigos.
El ejemplo más gráfico lo suministra el relato
de Plinio (Historia natural 33, 96)
acerca de la considerable rentabilidad de la mina de Baebelo, en las
inmediaciones de Cástulo, que diariamente proporcionaba a Aníbal la fabulosa
cantidad de más de 300 libras de plata, equivalente a unos 100 kg del precioso
metal.
Cuando en el año 237 a.C. Amílcar acomete la
aventura hispana, su feliz conclusión estaba ligada al riesgo del fracaso.
Ahora, bajo los auspicios de su hijo Aníbal, Cartago podía empezar a cosechar
los frutos de los múltiples esfuerzos realizados en el pasado. Gracias a la
audaz, hábil y eficaz política ultramarina de los Bárquidas, Cartago consigue
poco a poco resarcirse de las pérdidas de su antiguo imperio colonial en el
Mediterráneo central. Las posesiones hispanas, la nueva y espléndida joya del
renaciente poderío cartaginés, debían ser conservadas a toda costa. Su defensa
tenía absoluta prioridad, fuera quien fuere el que las impugnara, aunque se
tratara de la misma Roma.
Sin duda alguna, Roma era un temible
adversario, el peor de todos los posibles. Especialmente su clase dirigente,
agrupada en el senado, era digna de ser tomada en cuenta. Como todas las
decisiones importantes se fraguaban allí, sus integrantes, encargados desde
generaciones de dirigir la política exterior, habían logrado acumular una
envidiable experiencia en el arte de la persuasión, de la diplomacia y de la
guerra. La notoria efectividad de la clase senatorial romana aparece
íntimamente ligada a una serie de personajes, artífices de múltiples éxitos,
cuya aportación es siempre crucial cuando son requeridos para superar situaciones
críticas.
Al describir los reveses encajados por Roma
durante las guerras pírricas, el biógrafo griego Plutarco de Queronea nos
transmite el ambiente de una sesión del senado romano protagonizada por el
legendario Apio Claudio el Ciego. Veamos el texto: «Apio Claudio, varón muy
distinguido, pero que por la vejez y la privación de la vista se había retirado
de la política activa, al correr la voz de las proposiciones hechas por el rey
Pirro y prevalecer la opinión en el senado de que era necesario aceptar la paz,
no lo pudo resistir y, ordenando a sus esclavos que le apoyaran y le pusieran
en una litera, acudió al senado. Cuando llegó a la puerta lo recibieron sus
hijos y yernos y le entraron adentro, quedando todos en silencio por veneración
y respeto a una persona de tanta autoridad. Después de ocupar su lugar, empezó
a hablar: "antes me era molesto, oh romanos, el infortunio de haber
perdido la vista, pero ahora siento aún más no estar sordo, para no oír
vuestras vergonzosas resoluciones con las que echáis por tierra la gloria de
Roma [...] No creáis que lo alejaréis haciéndole vuestro aliado, sino que antes
provocaréis a los que os miran con desprecio, como fácil conquista de
cualquiera, si permitís que Pirro se vaya de Italia sin pagar la pena de los insultos
que os ha hecho, y antes lleve premio de que se queden riendo de vosotros los
tarentinos y samnitas". Dicho esto por Apio Claudio, decídense todos por
la guerra y despiden a Cíneas (el embajador de Pirro), conminándole a que salga
Pirro de Italia, y entonces, si le apetece, podrá tratarse de amistad y
alianza, pero que mientras se mantenga con las armas en la mano, le harán los
romanos la guerra a todo trance [...] Dícese que Cíneas [...] de todo ello dio
cuenta a Pirro, añadiéndole que el senado romano le había parecido un consejo
de muchos reyes». (Plutarco, Vida de Pirro 18, 19).
El párrafo extraído de la biografía de Pirro
de Epiro constituye un ejemplo altamente elocuente de la más significativa
virtud de la aristocracia senatorial romana: su extraordinaria tenacidad. De
esta cantera de experimentados políticos y hombres de armas, nunca dispuestos a
doblegarse ante cualquier adversidad, procederán los futuros enemigos de
Aníbal: Quinto Fabio Máximo, Marco Claudio Marcelo, Marco Livio Salinátor, Cayo
Claudio Nerón y los Cornelios Escipiones, los más temibles de todos.
Lo que en un principio se inicia como litigio
entre dos colectivos político-económicos sometidos al anonimato va adquiriendo
los tintes de una rivalidad personal que transformará el conflicto en pelea
frontal entre sus más significativos representantes (Aníbal contra Quinto Fabio
Máximo, Asdrúbal contra Cayo Claudio Nerón, Aníbal contra Publio Cornelio
Escipión), quienes en el cenit de la contienda marcarán su ritmo y decidirán su
desenlace.
7. La crisis de Sagunto y el inicio de las hostilidades
Refiriéndose a los motivos que propiciarán el
inicio de la segunda guerra púnica, el historiador griego Polibio (111 10) se
pronuncia de la siguiente manera: «Amílcar sumó a su ira la cólera de sus
conciudadanos, y tan pronto como reforzó la seguridad de su patria, después de
la derrota de los mercenarios sublevados, puso luego todo su interés en
apoderarse de Hispania, pues quería aprovechar sus recursos para hacer la
guerra a Roma. Y hay que tener en cuenta todavía otra causa; me refiero al
éxito de los cartagineses en la empresa hispana. Porque, por confiar en estas
fuerzas acometieron llenos de ilusión y coraje la segunda guerra púnica. Es
innegable que Amílcar, aunque murió diez años antes del comienzo de esta
segunda guerra, contribuyó decisivamente a su estallido».
Si bien las reflexiones polibianas dejan
entrever el afán de elaborar una visión objetiva del litigio, también es cierto
que propagan sin disimulo la versión oficial romana al respecto. Según este
esquema interpretativo, el comienzo de las hostilidades sería el resultado de
la política hispana de los Bárquidas. Si se acepta este punto de vista, Roma
quedaría exculpada de ser la instigadora del conflicto, y por tanto este papel recaería
más o menos exclusivamente en el bando cartaginés. No hace falta señalar que el
problema de la responsabilidad de la guerra es mucho más complejo de lo que la
historiografía filorromana nos quiere dar a entender. Puestos a buscar
culpables, con el mismo derecho podríamos responsabilizar a los romanos, pues
mucho antes de que Aníbal se enfrentara a Sagunto su intromisión en la política
hispana de Cartago había contribuido a soliviantar los ánimos y provocar con
ello un notable aumento de la tensión, preludio de la guerra.
Durante casi veinte años, los Bárquidas
pudieron consumar su proyecto de recuperación político-económica. Mientras
Cartago iba acumulando una conquista tras otra, Roma participaba indirectamente
del éxito de su rival al recibir puntualmente las cantidades de metales
preciosos estipuladas en concepto de reparaciones de guerra.
Una vez consolidada la presencia cartaginesa
en Hispania, Roma se dedica a observar atentamente los movimientos de los
Bárquidas y les somete en todo momento a una estrecha vigilancia. El resultado
de este estado de alerta es una serie de viajes de inspección mediante los
cuales el senado romano intenta obtener información sobre la penetración púnica
al tiempo que trata de retardarla. Después de los reveses sufridos por Cartago
al final de la primera guerra púnica, Roma, convertida en la primera ciudad del
Mediterráneo occidental, actúa altaneramente, en concordancia con su nuevo
estatus de potencia hegemónica. La delegación del senado que visita a Amílcar
en Akra Leuke está imbuida de una profunda autosuficiencia. Su modo de
desenvolverse evidencia la prepotencia del vencedor al ejercer sobre el
debilitado socio un papel tutelar impregnado de condescendencia y al mismo
tiempo desconfianza. De manera parecida interviene otra embajada senatorial
durante el mandato de Asdrúbal. La política romana de prevención, otra vez más
alarmada por el aumento de los recursos púnicos en Hispania, obliga a los
cartagineses a concluir un tratado que frena al menos temporalmente su área de
expansión. Mientras Asdrúbal acata los deseos romanos v se compromete a
respetar el radio de acción que éstos dictaminan, su sucesor Aníbal, que no
estaba ligado a este compromiso, se niega a aceptar más intromisiones externas.
Pero los romanos, lejos de dejarse impresionar por las aspiraciones de
independencia del nuevo mandatario cartaginés, intentan, al igual que hicieran
con sus predecesores, ponerle toda clase de reparos. Roma pretende marcar su
radio de acción y le amenaza con iniciar las hostilidades en caso de no
atenerse a él. El vehículo utilizado para obtener un pretexto que posibilite
intervenir activamente en la política de Aníbal es el tratado de amistad
estipulado con Sagunto. Hay que reseñar que los romanos consideran su
implicación en los asuntos de Hispania como hecho lógico y natural. Parémonos
un momento a imaginar de qué manera habría reaccionado Roma si Cartago hubiese
contraído alianzas con ciudades itálicas que amenazasen así su ámbito natural
de dominio o incluso si hubiese pretendido condicionar las pautas de la
actuación romana en suelo itálico. Algo muy semejante a esto es lo que Roma, en
la visión de Aníbal, estaba orquestando en Hispania, una región alejada de su
espacio vital y además considerada por Cartago como zona de dominio propio.
Según el hilo que trazan nuestras fuentes al
aludir a la crisis que antecede al estallido de la segunda guerra púnica, ésta
aparece como una conjunción de litigios contractuales, de problemas de
competencias jurídicas, de mantenimiento de alianzas o de escrupuloso respeto a
tratados concluidos. Esta argumentación apunta al tema de la responsabilidad
del conflicto, que es achacada a Aníbal y a Cartago de manera unilateral. Sin
embargo, la polémica centrada en dilucidar cuestiones jurídicas no puede
ocultar los verdaderos motivos del antagonismo romano-cartaginés. Se trata
simplemente de una lucha de poderes. La escalada de la crisis se produce ante
todo porque Roma se niega a tolerar un crecimiento de las posesiones púnicas, y
Aníbal acepta el reto porque no quiere estar sujeto a la tutela que de modo tan
férreo ejerce su rival. Roma exigía un grado de obediencia a sus mandatos que
Aníbal, fortalecido por sus recientes éxitos, no estaba dispuesto a prestar.
Al margen de la dinámica de acción y reacción
desplegada por las partes implicadas en el conflicto, subyace una realidad más
elemental: las ansias de poder, expansión y conquista de las que ambas
potencias hacen gala en todo momento. Como ya sucediera durante la primera
guerra púnica, en la que fue Sicilia la manzana de la discordia, era ahora el
control de Hispania, es decir, de sus incalculables recursos económicos, la
meta codiciada. La pugna desencadenada por la consecución de este objetivo es
el verdadero trasfondo del antagonismo romano-cartaginés. Desde luego no era la
primera vez que Roma intervenía de forma activa y premeditada en contenciosos
explosivos asumiendo el riesgo de un posterior desencadenamiento de
hostilidades. Esta circunstancia ya se había producido al decidirse Roma a estacionar
fuerzas de choque en Sicilia, decisión que provocó la primera guerra púnica.
Algo bastante parecido estaba sucediendo ahora, al cuestionar Roma las
conquistas cartaginesas en Hispania. Pese al alto grado de similitud entre
ambas situaciones, hay un hecho que las diferencia netamente: el factor Aníbal.
Debido a la extraordinaria personalidad del general cartaginés, Roma se
enfrentaba a la incógnita de la reacción de Cartago ante la inevitable
confrontación. Con mucha más energía que en el pasado, esta vez Cartago
impondrá a Roma las condiciones de una pelea que llegará a ser, y en esto las
previsiones romanas no pudieron acertar, mucho más encarnizada y existencial de
lo que cualquier imparcial observador político de la época habría podido
vaticinar.
A pesar de la contrastada evidencia de un
sinfín de intereses contrapuestos, la historiografía favorable a los vencedores
presenta el antagonismo romano-púnico como un tira y afloja en torno a
cuestiones jurídicas (cumplimiento de tratados, etcétera), camuflando con este
planteamiento los motivos sustanciales del conflicto. Los apelativos más
apropiados para caracterizarlo pueden resumirse en las siguientes frases:
ambición desmesurada, extrema desconfianza, miedo instrumentalizado,
reivindicación de autonomía, ansias de poder, apropiación de tierras e
intereses económicos.
Vista desde la óptica del año 218 a.C., fecha
en la que se desatará la lucha armada, la cuestión de la responsabilidad de la
guerra desempeñaba un papel bastante secundario. Los aspectos jurídicos
enumerados posteriormente por nuestras fuentes hasta la saciedad poco
interesaban entonces. Desde la caída de Sagunto en manos de Aníbal, Roma estaba
dispuesta a ir a la guerra con o sin pretexto alguno. Si a estas alturas
detectamos titubeos, es debido en parte a las acciones de Aníbal, y sobre todo
a la tensión existente en otros escenarios de la política exterior romana. Cabe
suponer que el senado romano, al enterarse del asedio de Sagunto, quería poner
a prueba la capacidad resolutiva de Aníbal antes de arriesgarse a intervenir.
Recordemos que Amílcar falleció durante el asalto a Helike. ¿No es imaginable
que al trascender la noticia de la grave herida sufrida por Aníbal ante las
murallas de Sagunto Roma abrazara la esperanza de que el problema Aníbal se
solucionara por sí solo?
Al margen de estas suposiciones, Roma se ve
obligada a retrasar el inicio de las hostilidades por la apremiante necesidad
de resolver el problema celta antes de enfrentarse a Aníbal. De ambas
situaciones sacará provecho la propaganda romana, que presentará ante la
opinión pública su obligada demora como intento de querer llegar a un arreglo
por la vía de la negociación a última hora. No nos engañemos, pues las
embajadas romanas enviadas a Aníbal y a Cartago, más que negociar, pretendían
intimidar. Éste es el caso de la misión encomendada a Publio Valerio Flaco y a
Quinto Bebio Tánfilo a principios del año 219 a.C. Lo mismo sucede con otra
embajada, portadora de un ultimátum, despachada tras la caída de Sagunto.
¿En qué residía la clave del conflicto que
enfrentaba a las dos grandes potencias en territorio hispano? Cuando los
saguntinos arrecian contra los turboletas, Aníbal formula un non licet. Demuestra así su disposición
a socorrer a sus aliados y con ello adopta exactamente la misma postura que
esgrime Roma al proclamarse defensora de los intereses de Sagunto. Antes de
tomar cualquier iniciativa contra Sagunto Aníbal entabla un diálogo con las
autoridades de Cartago para estudiar conjuntamente los pros y contras de la cuestión.
A pesar de que existe allí un núcleo de enemigos del partido bárquida, el
gobierno cartaginés otorga carta blanca a Aníbal y le anima a operar según su
propio criterio, compartido totalmente por la metrópoli. Si estamos dispuestos
a conceder a los romanos un amplio margen de respeto a los tratados estipulados
por ellos, no menos benevolentes debemos mostrarnos también con los
cartagineses. Pues al estrechar Cartago filas en torno a Aníbal, se aprobaba
según las normas del derecho internacional su modo de proceder. ¿No sería
factible pensar que los estadistas púnicos no detectaban en el proyectado
ataque a Sagunto ninguna ruptura de pactos vigentes? Es de sumo interés en este
contexto cerciorarse de las palabras que Tito Livio (XXI 44, 5) pone en boca de
Aníbal al aludir a la conflictiva situación que derivará en lucha armada.
Mediante una alocución ficticia lanzada a su tropa antes de la batalla del
Ticino, Aníbal acusa a Roma del siguiente modo:
«Nación extremadamente cruel y soberbia, que
todo lo hace suyo y de su arbitrio, que considera justo imponernos un límite:
con quién podemos hacer la guerra, con quién la paz. Nos circunscribe y nos
encierra en fronteras marcadas por montes y ríos que no debemos sobrepasar,
cuando ellos, que las establecen, no las respetan».
Semejante crítica de la postura romana merece
una especial consideración al ser el acendrado historiador filorromano Tito
Livio quien la profiere.
Al igual que Roma, también Aníbal acelera sus
preparativos ante la perspectiva de la inevitable confrontación bélica. A
primera vista, las presuntas ventajas y desventajas aparecen equitativamente
repartidas entre ambos bandos. Roma poseía un mayor potencial bélico, y
superaba a Cartago en población y recursos. También dominaba el mar. Desde que Cartago
se vio obligada a deshacerse de gran parte de su flota al final de la primera
guerra púnica, aún no había logrado resarcirse completamente de esta pérdida. A
pesar de haber logrado, mientras tanto, armar un respetable número de
embarcaciones dedicadas a la protección del litoral hispano, la flota bárquida
no podía compararse con el potencial marítimo romano. Las naves romanas y las
de sus aliados controlaban el tráfico civil y militar en el Tirreno y en el
Adriático. Su mando efectivo sobre la confederación itálica podía convertirse
en un factor decisivo a favor de Roma. La gran ciudad latina era en caso de
crisis capaz de reclutar un enorme ejército compuesto por ciudadanos romanos y
tropas auxiliares y trasladarlo a cualquier punto del Mediterráneo.
Sin embargo, y a pesar del imponente cúmulo de
elementos positivos que sin duda alguna hacían de Roma la primera potencia
militar de su época, no hay que desdeñar una serie de manifiestos
inconvenientes que podían entorpecer su capacidad operativa. Primeramente hay
que consignar los múltiples campos de acción de la política exterior romana,
así como las enormes distancias que los separaban. La situación propiciaba la
distracción de fuerzas e impedía su pronta concentración con vistas a sacar el
máximo partido de su eficacia. Además, se perfilaban nuevos conatos de crisis
en algunas zonas neurálgicas. La penetración romana mas allá del Adriático
acarreó la enemistad de Macedonia. En Sicilia, ya casi en su totalidad
provincia romana, quedaba todavía como asignatura pendiente aclarar el futuro
papel de Siracusa. Las aguerridas tribus celtas del norte de Italia, en parte
sometidas, luchaban por su independencia, y no había que descartar la
posibilidad de que se produjese allí una nueva insurrección.
Todos estos potenciales focos de crisis podían
agudizarse en cualquier momento si Cartago conseguía encender la mecha de la
discordia para hacerlos estallar simultáneamente. Muy consciente del panorama
global, Aníbal se abstiene de concentrar todas sus energías en defender
Hispania. Se decide a poner en práctica un plan de ataque altamente imaginativo
e insólito con el que espera recuperar la iniciativa y obligar a Roma a
desempeñar un papel meramente reactivo. Si bien la estrategia ideada por Aníbal
se adapta a las circunstancias reinantes, también es cierto que en ella habían
podido incidir algunos factores más. Traigamos a colación aquí las ya aludidas
vivencias juveniles durante la guerra de los mercenarios que sin duda alguna
traumatizaron a Aníbal. Posiblemente motivado por ello, surge el ardiente deseo
de no permitir que el suelo africano vuelva a convertirse en campo de batalla.
En este sentido la marcha de Aníbal a Italia no se explica sólo por la carencia
de una flota sino también por la premeditada voluntad de trasladar la guerra a
las puertas de Roma.
La baza más fuerte en poder de Aníbal era su
ejército, perfectamente adiestrado y acostumbrado a operar bajo sus órdenes. El
joven general conocía a la mayoría de sus soldados, pues hacía mucho tiempo que
convivía con ellos, y había seleccionado personalmente a sus cuadros de mandos.
Las heterogéneas tropas compuestas por cartagineses, libios, númidas e hispanos
le eran totalmente fieles. Aníbal había utilizado hábilmente el tiempo pasado
en el seno del ejército para estrechar los lazos personales que le unían con
sus adictos soldados y crear así un clima de respeto y afecto mutuos. Muy
consciente del trascendental papel que le tocará desempeñar a su ejército en el
futuro, Aníbal procura aumentar sistemáticamente su operabilidad y mejorar su
rendimiento. Puestos a entablar comparaciones entre los dos bandos
antagonistas, el dispositivo militar púnico poco tenía que envidiar a cualquier
adversario. La infantería ibérica poseía tanta combatividad y pericia como las
legiones romanas. La caballería númida estaba dotada de una rapidez y
flexibilidad difíciles de igualar. No olvidemos los elefantes de guerra,
temible arma que bien manejada podía otorgar al atacante una considerable
ventaja psicológica, caso de que fuera posible trasladarlos sin merma a través
de un larguísimo y penoso recorrido.
Puede considerarse muy probable que, Aníbal
llevase algún tiempo observando el desarrollo del dispositivo bélico de su
presumible enemigo. De ello podemos deducir que sacó una serie de conclusiones
prácticas al analizar la actuación romana en las recién libradas guerras
célticas (225-222 a.C.). Como fruto de estos devaneos podemos interpretar el
sustancial refuerzo de la caballería cartaginesa para compensar el arrollador
potencial de las legiones romanas. Paralelamente, Aníbal instruyó a su ejército
para combatir con un máximo de flexibilidad, para contrarrestar el predecible
ataque en bloque de la numerosísima infantería romana, tremendamente efectiva
en sus avances frontales pero vulnerable en sus flancos.
Todas estas medidas Aníbal las empieza a poner
en marcha inmediatamente después de la toma de Sagunto. Luego se dirige con su
ejército al cuartel general de Cartagena, manda sus tropas a invernar y las
convoca para la primavera próxima. Mientras tanto, desarrolla una febril
actividad. Envía a un cuerpo especial de tropas hispanas procedentes de los
pueblos tersitas, mastienos, oretanos, olcades y baleares, en total 13.850
infantes y 1.200 jinetes, al norte de África con la misión de guarnecer el
litoral y traslada como contrapartida a tropas libias, 12.650 infantes y 1.800
jinetes númidas, a la península para reforzar su defensa. No se olvida de
redoblar la vigilancia en Cartago y estaciona allí una unidad de 4.000 soldados
mauritanos. La reestructuración del ejército es complementada por una serie de
reajustes y nuevos nombramientos en la cúpula de mando. El más importante le
lleva a encomendar a Asdrúbal Barca, su hermano, la jefatura del ejército
cartaginés de Hispania en caso de ausencia de su comandante en jefe.
El plan de campaña de Aníbal resulta ser
terriblemente simple y extremadamente complejo a la vez. Transportar por vía
terrestre un ejército desde Hispania hasta Italia para decidir la guerra allí
era un hecho inédito y constituía una temeridad plena de audacia y riesgo. La
magnitud del empeño hacía recordar la marcha de Alejandro Magno hacia oriente
realizada igualmente sobre una enorme masa territorial, girando en torno a un
aguerrido ejército guiado por un carismático general dispuesto a todo.
La pretensión de querer librar la guerra en
terreno enemigo era, ante todo, y debido a las peculiaridades geopolíticas, un
planteamiento brillante. Si a ello se sumaba el factor sorpresa, el
descabellado intento podía convertirse en una venturosa realidad. De una manera
similar debía pensar Aníbal al concebir su extraordinario proyecto. La victoria
cartaginesa dependía ante todo de la concienzuda puesta en práctica de las
previsiones estratégicas. Nada debía fallar, todo tenía que funcionar a la
perfección. El requisito imprescindible lo formaba una esmerada preparación que
no dejara nada a la improvisación y tuviera en cuenta de antemano posibles
reveses para subsanarlos rápidamente en cuanto se presentasen. Antes que nada
urgía poner en funcionamiento un complejo aparato logístico capaz de
transportar, alimentar y proporcionar vía libre al ejército en su marcha por
Hispania, Galia e Italia. Mensajeros cartagineses se apresuran a concertar
tratados de amistad con los pueblos que habitaban a lo largo de la ruta
prevista. Unidades especiales de ingeniería militar se encargan de facilitar el
acceso al ejército en regiones o parajes inhóspitos. Un cuerpo de intendencia
enviado con antelación se preocupa de establecer vías de suministro y construye
almacenes para hacer reservas de víveres, armas, forraje y pertrechos en los
puntos neurálgicos del trayecto. Embajadores púnicos se ocupan de atraerse a
los pueblos celtas de la cuenca norte del Po, tradicionales enemigos de Roma, a
la causa de Aníbal.
Iniciativas de este tipo adquieren carta de
naturaleza durante los primeros meses del año 218 a.C. Desde su cuartel general
de Cartagena, Aníbal las inspira y coordina imprimiéndoles su inconfundible
sello personal. A la movilización logística y diplomática se le va a añadir
ahora un fuerte despliegue propagandístico. Ha llegado el momento en que
Aníbal, en medio de los preparativos de la guerra, se dirige a Cádiz, al
santuario de Melqart, para hacerla estallar en medio mundo mediterráneo (Livio
XXI 21,9). Al implorar la ayuda del dios fenicio-griego Melqart-Herakles,
Aníbal formulaba una propuesta de alianza a todos los enemigos de Roma
sirviéndose del manto protector de esta deidad invocada como vínculo y punto de
referencia ideológico común. Emulando los trabajos de Hércules y compárandose
con Alejandro Magno, Aníbal ensalza su proyecto de guerra y lo eleva a la
altura de una gesta dotada de la aprobación divina y planteada como desquite
contra la altanera Roma. Durante toda su campaña, Aníbal siempre llevará una
estatuilla de Hércules que ya perteneció a Alejandro Magno, ganándose con ello
la simpatía del mundo griego, que no tardará en prestarle apoyo (Siracusa,
Tarento, Macedonia). Arropado por una elocuente orquestación ideológica, Aníbal
asume desafiar a Roma. Actúa en nombre propio, como representante de Cartago,
así como de valedor de todos aquellos que tenían cuentas pendientes con Roma.
Es de manera especial a estos últimos a quienes Aníbal exhorta a cerrar filas
para equilibrar conjuntamente la balanza geopolítica en el Mediterráneo
occidental, que en su opinión estaba excesivamente inclinada a favor de Roma.
En los pocos momentos de sosiego que le
quedaban a Aníbal, plenamente ocupado en ultimar los preparativos de su
campaña, es probable que se formulara preguntas sobre su propio futuro y el de
Cartago. ¿Valía la pena desplegar tantos esfuerzos y correr tantos riesgos para
obtener de Roma una serie de concesiones que permitieran restablecer el poderío
cartaginés? ¿Era realista la idea de poder derrotar a Roma? ¿Lograría el
protagonista de esta gesta, al igual que Alejandro Magno, pasar a la historia y
ganarse la inmortalidad? Este último interrogante, sin duda alguna presente en
la mente de Aníbal, debió de ser uno de los ingredientes que le indujeron a
materializar su ambicioso proyecto, no exento de una fuerte dosis de lo que los
griegos denominaban hybris.
Claro está que existían sobrados motivos
derivados de la imperiosa conducta romana frente a la formación de una zona de
dominio púnico en Hispania que justificaban plenamente la postura belicista de
Aníbal y Cartago. Al margen de ellos, sin embargo, subyace una cantidad de
factores internos, inherentes muchos de ellos a lo más íntimo de la
personalidad de Aníbal (tales como ansias de grandeza, poder y gloria), que
también deben contar a la hora de analizar su comportamiento. Al asumir su
parte de responsabilidad en la guerra, Aníbal actúa defendiendo los intereses
de Cartago, pero también obra en nombre propio con la esperanza de labrarse un
brillante porvenir y alcanzar una fama y un prestigio fuera de lo corriente.
A este estado de ánimo alude Tito Livio en un
pasaje de su obra que permite al lector atento recordar las vacilaciones del
rey persa Jerjes antes de disponerse a invadir Grecia tal como lo presenta
Heródoto de Halicarnaso. Livio formula las dudas de todo aquel que se enfrenta
al problema de tomar una decisión irreversible, como le sucedió a Aníbal antes
de iniciar su marcha hacia Roma (Livio XXI 22, 6-9).
Demos ahora otro enfoque a la misma situación
trasladando nuestras miras hacia lo que sucede en Roma en las agitadas semanas
que preceden a la declaración formal de la guerra. La estrategia de
confrontación respecto a Aníbal y a Cartago no gozaba de la aprobación de todos
los senadores romanos. Persistían las dudas sobre si ésta era la forma más
apropiada de solucionar el conflicto. No faltaban voces que criticaban la
actitud beligerante de aquellos representantes del senado que abogaban por una
política dura y sin ninguna clase de concesiones. Los que se oponían a ella
proponían fórmulas de distensión. El grupo en torno a Quinto Fabio Máximo era,
a pesar de que sus componentes distaban mucho de poder ser considerados como
pacifistas, el que más objeciones presentaba a los partidarios de una
confrontación. Algunos senadores no estaban de acuerdo con el cariz que iban
tomando los acontecimientos. Manifestaban reservas ante la base jurídica
esgrimida por los partidarios de una acción bélica contra Cartago, que a su
parecer se revelaba demasiado débil. Notaban la falta de una justificación más
contundente acerca de la necesidad de marchar a la guerra. Replicaban a los
Cornelios y a los Emilios y resaltaban los imprevisibles riesgos de cualquier
aventura armada. Una situación similar se daba también en Cartago, donde la
oposición antibárquida propugnaba un entendimiento con Roma. Para consumarlo,
el grupo de Hannón el Grande, según Livio (XXI 10,11-13), incluso se muestra
dispuesto a entregar a Aníbal al enemigo, propuesta ilusoria, fuera de toda
lógica e historicidad.
Como era de esperar, la aceleración de la
crisis no tardó en producirse. Las pretensiones romanas de querer dictar sus
normas de comportamiento a Cartago confluyen en un callejón sin otra posible
salida que la guerra. Ésta no se produce exclusivamente por la desmesurada
ambición de ambos contrincantes, sino que es, también, fruto del peso
específico adquirido por Hispania como nuevo caudal de recursos al servicio de
Cartago, capaz de desequilibrar la balanza de poder en una zona de vital
interés.
La voluntad de ir a la guerra por parte del
senado romano viene a mostrar hasta qué grado el recuerdo de la anterior
contienda con Cartago continuaba vigente en la memoria colectiva de Roma.
También manifiesta cuán sensible y exageradamente valoraban los romanos su
necesidad de seguridad y, en contrapartida, cuán bajo situaban el umbral de su
tolerancia frente a cualquier conato de formación de un imperio ajeno.
Este estado de ánimo se percibe a través de la
escenificación del último acto de la querella transmitido por Polibio (111 33),
quien nos narra el episodio de la declaración de guerra acontecido en Cartago
en la primavera del año 218 a.C. y protagonizado por un grupo de emisarios
romanos de rango consular: «el miembro más viejo de la delegación romana mostró
a los componentes del consejo de Cartago la borla de su toga y dijo que les
traía en ella la guerra y la paz; la vaciaría y soltaría allí cualquiera de las
dos cosas que pidieran. Pero el más alto magistrado de Cartago pidió que
soltara la que a ellos les pareciera bien. Cuando el romano dijo que soltaba la
guerra, entonces varios miembros del consejo de Cartago gritaron al mismo
tiempo que ellos la aceptaban».
8. Siguiendo la ruta de Hércules: de Cádiz a Italia
Desde el final de la primera guerra púnica los
romanos ejercían un dominio indiscutible sobre el mar. La carencia de una flota
equiparable a la de sus competidores obligó a Aníbal a escoger la vía terrestre
para enfrentarse a su rival. Pero Aníbal hace de esta penuria una virtud.
Compensa el déficit de la flota con un superávit en cuanto a operatividad de su
ejército. Sus aguerridas tropas, acostumbradas a su mando y fieles a sus
consignas, acuden sin demora a su llamada y le siguen como si las condujera
Alejandro Magno en su larga marcha hacia el este. Obviamente, la recién
acontecida conquista de Sagunto había elevado la moral de su ejército, y Aníbal
tuvo buen cuidado de procurar que la correspondiente parte del botín de guerra
fuera generosamente repartida entre sus soldados. Los que participaban en la
campaña que se estaba preparando estaban llenos de esperanza de conseguir en un
futuro próximo otros triunfos y acumular nuevas recompensas.
En mayo del año 218 a.C. Aníbal imparte en
Cartagena la orden de marcha a su ejército, que se encamina hacia el norte.
Seguirá la llamada ruta de Hércules (en memoria del recorrido de Hércules a
raíz del episodio de Gerión), que en grandes tramos viene a coincidir con la
calzada romana, posteriormente trazada, denominada vía Augusta, que unía Cádiz
con los Pirineos, pasando por Cartagena, Sagunto, Tarragona, etcétera.
Según las fuentes, que desde luego exageran
las cifras, el ejército movilizado por Aníbal se componía inicialmente de
90.000 infantes, de más de 10.000 jinetes, así como de un considerable número
de elefantes de guerra. Si calculamos un promedio de unos 20 kilómetros diarios
de recorrido, incluyendo siempre las jornadas de descanso, la imponente columna
debió de pasar a principios de junio por Sagunto. Unas semanas más tarde,
desplazándose por la línea de la costa, Aníbal pasa por Oinusa (¿Peñíscola?).
Cruza el Ebro, probablemente al oeste de Tortosa, para enfilar a continuación
la ruta del interior de Cataluña hacia los Pirineos. A partir de aquí, Aníbal
desiste de transitar por la vía de la costa, no sólo por su difícil acceso
(Garraf), sino también porque habitaban allí una serie de pueblos con los que
Roma había entablado lazos de cooperación y amistad. Después de someter a los
ilergetes (región de Lérida) y los bargusios (valle del Segre), a los ausetanos
(entre Vich y Gerona) y a los lacetanos (alrededor de Ripoll), que le opusieron
una firme y tenaz resistencia, alcanza en pleno verano los Pirineos (sobre la
ruta de Aníbal, véase Francisco Beltrán Lloris). Una vez llegado allí, y antes
de dejar atrás el territorio hispano, se decide a reestructurar el ejército
para reforzar su operatividad y flexibilidad. Deja a su lugarteniente Hannón al
mando de 10.000 infantes y 1.000 jinetes para proteger los pasos pirenaicos y le
encarga, además, el control de las regiones recién conquistadas. Licencia a una
considerable cantidad de soldados hispanos, de cuya fidelidad dudaba, y reanuda
su marcha para enfrentarse a Roma con el resto, unos 40.000 infantes y casi
unos 10.000 jinetes, así como una manada de elefantes de guerra.
Hasta el momento, se habría podido pensar que
la expedición de Aníbal perseguía la meta de someter toda Hispania al dominio
bárquida. Pero al cruzar los Pirineos y continuar la marcha a lo largo del
valle del Ródano quedaba bien claro que el objetivo de Aníbal sobrepasaba los
límites del territorio hispano. Lo que en principio habría podido parecer una
expedición de conquista o pillaje, delimitada por el marco geográfico
peninsular, se revela después de dejar atrás los Pirineos como lo que
verdaderamente era: una marcha hacia Roma. Así lo percibieron los romanos, que
observaban atentamente y cada vez con mayor preocupación los pasos del ejército
púnico.
Es interesante resaltar que Aníbal evita
entrar en conflicto con las ciudades griegas que están cerca de su paso. No
sólo se abstiene de atacar Rosas y Ampurias, sino que luego también pasará de
largo por Marsella sin la menor intención de entablar hostilidades con ella.
Probablemente esta conducta obedecía a las directivas de su propaganda
antirromana. Recordemos que Aníbal, desde el inicio de su enfrentamiento con
Roma, intenta movilizar a los fenicios y griegos de occidente para atraerlos a
su causa. Como podremos constatar, esta llamada a la solidaridad antirromana
tendrá bastante éxito en el curso de los próximos acontecimientos. Sin embargo,
las comunidades griegas en suelo galo e hispano se muestran reacias a la
adhesión y no sucumben a esta política de captación. Al contrario, Marsella
apoyará a la flota romana que pronto empezará a operar en las costas ibéricas,
y Ampurias se convertirá en la cabeza de puente de la futura penetración romana
en Hispania.
Al llegar las primeras noticias del avance
cartaginés en territorio galo, Roma decide hacerle frente. Su primitiva
estrategia había consistido en desplazar la mayor parte de las legiones vía
Sicilia al norte de África. Ahora, ante la evidencia de la marcha de Aníbal
hacia Italia, Roma vacila sobre la conveniencia de propinar un golpe frontal a
Cartago en su propio territorio y se prepara para defender las regiones
itálicas amenazadas por Aníbal. Un cuerpo de ejército al mando de Publio
Cornelio Escipión se dirige por vía marítima a la Galia meridional con la
intención de entorpecer el avance cartaginés. Otro importante dispositivo
militar queda estacionado en las inmediaciones del valle del Po para formar una
barrera impenetrable que impida a Aníbal el acceso a Italia.
En agosto, unas doce semanas después de haber
salido de Cartagena, Aníbal se dispone a atravesar el Ródano (sobre la ruta
gálica de Aníbal, véase Serge Lancel). Polibio (III 46) nos ofrece un relato
altamente plástico de las peripecias que le tocó pasar para sortear los
obstáculos de la naturaleza y poder continuar la marcha: «Algunos elefantes se
lanzaron aterrorizados al río a mitad de la travesía, y ocurrió que sus guías
murieron todos, pero los elefantes se salvaron. Pues, gracias a su fuerza y a
la longitud de sus trompas, que levantaban por encima del agua, inspirando y
exhalando a la vez, resistieron la corriente, haciendo erguidos la mayor parte
de la travesía».
Bien avanzado el mes de septiembre, las
legiones de Publio Cornelio Escipión llegan a las inmediaciones de Marsella.
Como no dispone de fuerzas suficientes para poder impedir el paso a Aníbal, se
ve obligado a consentir que éste siga su ruta sin ninguna clase de
interrupción. Escipión manda a Hispania a su hermano Gneo Cornelio Escipión al
frente de dos legiones y le encomienda la misión de deshacer las líneas de
comunicación y aprovisionamiento del ejército cartaginés.
A pesar de las medidas preventivas tomadas, la
irrupción de Aníbal en Galia conmociona profundamente a Roma. Estaba sucediendo
precisamente lo que más temían los romanos. Mientras el potencial bélico púnico
se asemejaba a una poderosa cuña dispuesta a abrirse paso sistemáticamente
hacia su objetivo, las fuerzas romanas, en su mayor parte integradas por
soldados rápidamente reclutados y por tanto carentes de experiencia y
diseminadas en distintos puntos del territorio itálico, no formaban un bloque
compacto y suficientemente móvil para poder ofrecer una contundente
resistencia. Un cuerpo de ejército aún permanecía en el sur de Italia
preparándose para su desembarco en el norte de África, y otras dos legiones se
dirigían por mar hacia Ampurias. Donde más fuerzas faltaban para frenar los
pasos de Aníbal era en el norte de Italia, si es que éste conseguía franquear
la imponente barrera natural que protegía el valle del Po: los Alpes.
Ningún episodio de la biografía de Aníbal ha despertado
tanto la imaginación de contemporáneos y observadores posteriores como su paso
por la cordillera alpina. La imagen de una impresionante columna internándose
en un paisaje montañoso, agreste y por supuesto majestuoso, acompañada por los
elefantes de guerra, ya es un mito en la Antigüedad. Las informaciones más
fidedignas las recoge Polibio (III 47-56), al parecer ciñéndose a los apuntes
de Sileno, quien formó parte de la expedición. Por ello merecen más
credibilidad que el relato de Livio (XXI 31-38), impregnado de reminiscencias
literarias.
No tardan en
gestarse leyendas que enaltecen el episodio y lo convierten en una epopeya de
carácter singular y heroico. La hazaña es interpretada como un trabajo hercúleo
más, ya que osa retar a la naturaleza de una manera sumamente intrépida. En
concordancia con estos paradigmas interpretativos, el relato del trayecto
alpino, tal como lo narran las fuentes, aparece repleto de efectos dramáticos.
Ningún autor logra sustraerse al poder sugestivo del insólito hecho. Pero, si
dejamos de lado la interpretación literaria, que envuelve los eventos como una
cortina de humo, y pasamos a contemplarlos históricamente, el resultado del
análisis es bastante menos espectacular.
Llama la
atención la extraordinaria rapidez, así como la minuciosa coordinación, de la
empresa. Aníbal, sencillamente, lo había previsto todo, la preparación fue
formidable. Se habían establecido previamente acuerdos y tratados de amistad
con las tribus celtas que habitaban a lo largo de la ruta. El dispositivo
logístico funcionó admirablemente bien. Pertrechos, armas y víveres habían sido
anteriormente almacenados y puestos a disposición de la tropa. Además, el
ejército fue dividido en tres secciones que por diferentes caminos llegaron al
punto de concentración previsto. La columna principal, con Aníbal al frente,
avanza a lo largo del valle del Ródano hasta las inmediaciones de Valence,
dobla hacia el este siguiendo el cauce del Isère hasta Grenoble y luego,
dirigiéndose al monte Cenis, comienza la subida para empezar a descender una
vez llegada allí, enfilando el valle del Po.
Sin embargo, a pesar de los esfuerzos
realizados y de la esmerada preparación, no se pudo evitar sufrir algún
contratiempo. No todas las tribus celtas cooperaron. Algunas opusieron una
inesperada y feroz resistencia que tuvo que ser doblegada por la fuerza. El
hecho más sonado fue la pérdida de un gran número de elefantes. Sólo serán
nombrados en las próximas campañas, por lo que hay que deducir que muchos de
ellos perecieron en los Alpes. Acostumbrados al clima cálido del sur de
Hispania, los sufridos animales sucumbieron a la rapidez de la marcha y a la
inclemencia del tiempo, cuyas bajas temperaturas no pudieron soportar. Mientras
tanto había llegado el otoño, y las nieblas, la nieve y el hielo se habían
apoderado de las zonas altas del paisaje. Todos estos trotes fueron,
simplemente, demasiado para ellos. Con la ausencia de un nutrido grupo de
elefantes, Aníbal echaba de menos una temible arma de choque que ya durante las
guerras pírricas había sembrado el pánico y la consternación en las líneas
romanas.
Totalmente agotado y debilitado por el
desgaste acusado durante el ascenso, y el no menos complicado descenso de la
alta montaña alpina, así como por los ataques de las tribus hostiles, Aníbal
alcanza a finales de septiembre la llanura. Se interna en el país de los
taurinos, pone sitio al principal núcleo urbano de la región y al cabo de unos
pocos días entra victorioso en Turín. Aquí pasa revista a su ejército. Acepta
gustosamente las propuestas de amistad de algunas tribus celtas. Con las tropas
que le permite reclutar su recientemente concluida alianza púnico-celta
consigue suplir con creces las pérdidas humanas y materiales que la escalada de
los Alpes había ocasionado.
La noticia de la llegada de Aníbal a Italia
sorprende al cónsul romano Tiberio Sempronio Longo en el puerto siciliano de
Lilibeo, donde ha reunido un cuerpo de ejército que con una flota quiere
trasladar a las inmediaciones de Cartago. El general romano se ve obligado a
tomar una decisión rápida: proseguir con la campaña africana o concentrar sus
fuerzas en la defensa de Italia. Se pronuncia por la segunda opción, que es
también lo que aconseja el senado romano. Al actuar de esta manera, se cumple
una previsión básica de la estrategia de Aníbal: evitar que la guerra se
desencadene en el norte de África. Ya bien entrado el mes de octubre, Tiberio
Sempronio Longo toma la ruta hacia el puerto adriático de Arímino, donde
convoca a sus tropas a presentarse en un breve plazo de tiempo. Desde allí se
inicia la marcha hacia el norte, con dirección a Placencia. Su intención es
reunirse cuanto antes con las legiones de su colega consular Publio Cornelio
Escipión y, merced al redoblado potencial de ambos ejércitos, expulsar al
intruso general cartaginés del suelo itálico. Al igual que los cónsules
romanos, también Aníbal tiene prisa. Éste es el motivo de que las actividades
bélicas no cesen en ningún bando a pesar de aproximarse la estación invernal.
Aníbal quiere consolidar su posición en el norte de Italia antes de que empiece
a imperar el mal tiempo. Sus adversarios quieren aprovechar precisamente esta
circunstancia para impedir al ejército púnico un cómodo acuartelamiento.
Mientras tanto, el otro cónsul, Publio
Cornelio Escipión, que fue incapaz de cortar el paso a Aníbal en la Galia meridional,
después de enviar a su hermano Gneo Cornelio Escipión con dos legiones a
Hispania, tiene que acudir lo más pronto posible a Italia. Desembarca en Pisa y
consigue aumentar el número de sus tropas incorporando a su ejército todas
aquellas unidades que estaban destacadas en la zona, hasta contabilizar en
total unos 20.000 hombres. Luego se encamina a marchas forzadas hacia el Po
para impedir una defección masiva de las tribus celtas. Los dos ejércitos
enemigos se encuentran en la región de Placencia a orillas del Ticino, un
afluente a la izquierda del Po. Sin esperar la llegada de las tropas de Tiberio
Sempronio Longo, Publio Cornelio Escipión se ve inmerso en un combate
protagonizado por la caballería púnica. Los jinetes númidas, apoyados por
unidades hispanas y celtas, cercan, arrollan y dispersan al estupefacto
ejército romano derrotándolo de manera contundente. Aníbal, que no tenía otra
alternativa que vencer, pues una derrota habría significado el fin de su
expedición, se impone porque arriesga más que su contrincante. Publio Cornelio
Escipión resulta herido en el combate, y será su hijo de apenas 18 años, el
famoso Escipión el Africano, quien, según afirman algunos autores, le salvará la
vida. Se ve obligado a retirarse hacia el sur dejando una parte del país celta
en manos de Aníbal y en plena rebelión contra Roma. Esta primera victoria que
se adjudica Aníbal le ayuda a fomentar su prestigio. A partir de ahora, irá
recibiendo de forma progresiva la adhesión de todas aquellas comunidades celtas
hostiles a Roma.
Sin embargo, y a pesar del revés sufrido, aún
no hay nada perdido para Roma. Las legiones de Escipión que han salido ilesas
de este primer choque forman una nueva línea de resistencia que en breve se
verá considerablemente reforzada por el concurso de las fuerzas que, al mando
de Tiberio Sempronio Longo, están a punto de llegar del sur. Escarmentado de su
primera confrontación con Aníbal, Escipión se resiste a entablar un nuevo combate.
Permanece parapetado dentro de su fortificado campamento esperando a las
legiones de su colega consular. A principios del mes de diciembre los dos
ejércitos consulares se reúnen a orillas del Trebia, un afluente que confluye a
la derecha del Po.
A pesar de la superioridad numérica de sus
enemigos, Aníbal no duda en hacerles frente. Traza un plan de batalla audaz,
que puede tener efectos positivos si consigue hacer pelear a los romanos en un
terreno favorable a su caballería. Para ponerlo en práctica, Aníbal tiene que
tomar la iniciativa y entablar la lucha. Manda un cuerpo de ejército a primera
línea para provocar la salida de las legiones de su campamento y simula una
retirada desordenada. Mientras los romanos avanzan, las tropas púnicas se van
replegando según el plan previsto. Aníbal envía a sus lanceros y honderos
baleares a entorpecer la embestida de las legiones. Ha llegado el momento de
activar el contraataque de la infantería púnica, compuesta por íberos, libios y
celtas. Una vez más, la irresistible potencia de la caballería púnica decidirá
el combate. Obliga a las legiones a romper filas y retirarse en desorden. El
ejército romano, en plena descomposición después de la funesta carga de los
jinetes númidas, huye cruzando el río Trebia. Los supervivientes se refugian en
la fortaleza de Placencia. El recuento de las bajas evidencia una terrible
sangría en las filas romanas. Miles de hombres muertos, heridos o
desaparecidos. El ejército de Aníbal apenas sufre merma. La mayoría de caídos
son celtas. Las unidades de elite compuestas por íberos, libios y númidas están
prácticamente intactas. Sin embargo, después del combate, y debido a las
inclemencias del tiempo, enferman muchos hombres, y bastantes de ellos perecen.
La misma suerte corren múltiples caballos y casi todos los elefantes que habían
logrado sobrevivir al paso de los Alpes.
Aunque desde la aparición de Aníbal en Italia
el valle del Po se convierte en el principal teatro de operaciones bélicas, la
guerra también deja su huella en otras latitudes. Una flotilla púnica parte de
Cartago para intentar poner pie en Sicilia, pero fracasa en su empeño al ser
repelida por la defensa romana y ser luego víctima de una tempestad.
Más trascendencia tiene la lucha que se está
desarrollando en el norte de Hispania. La llegada de Gneo Cornelio Escipión al
frente de dos legiones a Ampurias propicia el acercamiento a Roma de muchas
comunidades ibéricas, descontentas con la dominación púnica. Escipión consigue
derrotar a Hannón, a quien Aníbal había confiado la custodia de la región
pirenaica. Esta presencia romana en el norte de Hispania, consolidada por
éxitos militares y tratados de amistad con comunidades ibéricas de la zona,
constituye un serio golpe para la estrategia de Aníbal. Su intención inicial de
mantener todo el territorio hispano bajo control se ve frustrada a partir del
primer año de la guerra. Por otra parte, los contingentes romanos destacados en
Cataluña son en cuanto a número y calidad bastante inferiores al resto de las
tropas cartaginesas que bajo el mando de Asdrúbal guarnecen la cuenca minera
andaluza, tan vital para la financiación de la guerra. Sin duda alguna, la
cabeza de puente romana en el norte de Hispania es un contratiempo, pero no
constituye un foco de inminente peligro para el futuro de las próximas
operaciones de Aníbal.
Las consecutivas victorias de Aníbal en el
Ticino y el Trebia transforman sustancialmente el panorama político-militar en
Italia. Es la primera vez que Roma sufre ante Cartago una derrota de tal
magnitud en campo abierto. Con ello, Aníbal no sólo restablece el deteriorado
—desde la primera guerra púnica— prestigio militar cartaginés, sino que al
mismo tiempo demuestra al mundo la vulnerabilidad de las armas romanas. Como
consecuencia de ello la autoridad romana en el valle del Po se descompone. No
pocas tribus celtas de la zona se liberan de la tutela romana y conciertan
tratados de alianza con Cartago. Mucho mayor peligro para la integridad de la
hegemonía romana reviste la forma de proceder de Aníbal respecto a los socios
itálicos de Roma. Al pasar revista a los miles de prisioneros, Aníbal separa a
los ciudadanos romanos de los itálicos, dejando a estos últimos en libertad sin
condiciones, mientras que los primeros tienen que pagar un rescate para quedar
redimidos del cautiverio.
Con este gesto, Aníbal daba a entender que
sólo estaba enemistado con Roma, excluyendo del contencioso a los pueblos de
Italia dominados por la ciudad del Tíber. Observamos aquí un nuevo eslabón en
la concepción propagandística de su guerra contra Roma. Aníbal compara la
situación de los cartagineses con la de los itálicos recalcando una conjunción
de intereses comunes entre las «víctimas» de la ambición romana. Hasta el
momento, Aníbal se había esforzado por atraer hacia su causa a la opinión
pública de la periferia del Imperio Romano. A partir de ahora, al pretender
movilizar a los itálicos, incitándoles a desentenderse de Roma, dinamitaba los
fundamentos del poder romano.
Toda esta proliferación de acontecimientos
negativos repercute sensiblemente en la política interior romana. Conmocionada
por dos derrotas evitables y consciente del peligro de que pueda producirse una
defección de sus aliados, la clase dirigente romana toma medidas inmediatas. De
los dos cónsules cesantes, Escipión es despachado a Hispania para ayudar a su
hermano. Los dos cónsules electos del año 217 a.C. reciben órdenes de detener
la marcha de Aníbal. Uno de ellos, Cayo Flaminio, que había adquirido
experiencia militar durante las guerras célticas, obtiene un nuevo ejército con
el que se propone derrotar a Aníbal.
Después de la victoria del Trebia, Aníbal se
encamina a Bolonia con la intención de invernar allí. Concede a sus tropas, que
ya llevan casi diez largos meses de agotadora campaña, un merecido descanso.
Durante las semanas de inactividad bélica, Aníbal se preocupa del estado de
ánimo de su ejército. Hay que curar las heridas recibidas, recomponer los
pertrechos destrozados y procurarse nuevas armas. También se reparte el botín
conquistado. Aníbal dedica este tiempo a formar y adiestrar nuevas unidades de
choque provistas por los aliados celtas. Paralelamente, se establecen lazos de
amistad y cooperación con los pueblos itálicos colindantes. Aníbal no cesa de
ofrecer propuestas de alianza a todos aquellos que quieran abandonar a Roma.
Tampoco descuida el mantenimiento de un efectivo sistema de comunicaciones que
le mantenga al corriente de lo que sucede en Cartago e Hispania. Se procura
información de los diferentes campos de batalla, manda correos con
instrucciones, exhorta a sus aliados a permanecer fieles a su causa y ultima
los preparativos para las próximas operaciones.
En la primavera del año 217 a.C. el ejército
cartaginés se pone en camino hacia el sur. La marcha discurre por el recorrido
más corto pero más plagado de dificultades. Después de partir de Bolonia, la
columna cartaginesa cruza el agreste terreno de la cordillera apenina y se
dirige hacia el valle del Arno. Continúa siguiendo el cauce del río hasta que
se ve obligada a atravesar una zona pantanosa que causa enormes penalidades a
hombres y animales. También Aníbal tiene que pagar un alto tributo, pues
enferma gravemente y pierde un ojo a causa de una fuerte inflamación. No se
deja arredrar por eso, y, tan pronto como puede, reanuda la marcha. Por fin llega
a Fésulas y continúa avanzando por Etruria.
Cerca de Arrecio se reagrupan las legiones de
Cayo Flaminio. Sensibilizado por las adversidades del año anterior, el alto
mando romano vacila en tomar la iniciativa. Ésta corre a cargo de Aníbal. Cayo
Flaminio reacciona intentando contrarrestar la acometida del ejército púnico.
Este estado de indecisión lo aprovecha Aníbal para devastar la región situada
al sur de Cortona y al norte del lago Trasimeno. Los cartagineses encuentran
poca resistencia y consiguen acumular nuevos botines. Aníbal pretende provocar
a Flaminio y forzarle a presentar batalla antes de que éste pueda reunirse con
su colega consular Gneo Servilio Gémino, cuya columna aún deambula por Arímino.
Aníbal da a entender que quiere dirigirse a
Roma y Flaminio va en su busca para interceptarle el paso. Las orillas del lago
Trasimeno serán el escenario de otra gran victoria púnica. La batalla librada
el 21 de junio del año 217 a.C. se desarrolla según los planteamientos que
Aníbal consigue imponer al enemigo. Cayo Flaminio cae en la trampa que le
tiende el general cartaginés al dejar marchar a sus legiones por un estrecho
valle situado entre el lago y unas elevaciones llenas de tropas púnicas
emboscadas. Éstas se precipitan en avalancha en dirección a la dilatada columna
romana, que, llena de consternación ante el alud que se le viene encima, ofrece
poca resistencia y queda completamente aplastada por la contundencia del ataque
cartaginés. Más de 10.000 hombres, entre ellos su comandante en jefe Flaminio,
mueren durante la contienda. Unos 20.000 combatientes son hechos prisioneros.
Como ya sucedió el año anterior, después de la pugna a orillas del río Trebia,
Aníbal vuelve a dejar en libertad a los itálicos que militaban en el ejército
romano, renovando su propuesta de amistad. Les encarga difundir en sus
respectivos lugares de origen el mensaje de que él sólo hacía la guerra a los
romanos.
Cuando llega a Roma la noticia del desastre
ocurrido a orillas del lago Trasimeno, cunde el pánico en la ciudad. Hacía
muchísimo tiempo que Roma no había tenido que encajar una derrota de semejante
magnitud.
El senado delibera, en reunión permanente,
sobre la futura estrategia y las personas idóneas para ejecutarla. Fruto de
estos debates es la creación de una magistratura excepcional: la dictadura. En
contra de la opinión dominante, no hay que ver en ella una institución caída en
desuso y activada observando los preceptos de su primitiva función, sino que se
trata más bien de una innovación sin precedente constitucional, puesta en
práctica en momentos de crisis. El dictator
y su más cercano colaborador, el magister
equitum, ostentarán el máximo poder
militar, por encima de los cónsules u otros magistrados, y dispondrán de una
potestad ilimitada durante seis meses. Al cabo de este plazo se verán obligados
a dimitir si la asamblea del pueblo no prorroga su mandato. Para desempeñar una
función tan trascendental es elegido Quinto Fabio Máximo, experimentado
político y general, hombre metódico, sosegado y acreedor de la máxima
confianza. Su lugarteniente Marco Minucio Rufo es todo lo contrario, audaz
hasta la temeridad y lleno de energía y ansias de acción. De estos dos
personajes, que pertenecían a grupos políticos enfrentados entre sí, se
esperaba que no cometieran ninguno de los fallos que tan caro habían costado a
los hombres que militaban a las órdenes de Publio Cornelio Escipión, Tiberio
Sempronio Longo y Cayo Flaminio, quienes habían subestimado las facultades de
Aníbal y de su ejército y planteado combates de forma precipitada en terrenos
desfavorables y en condiciones adversas.
Ante la evidencia de los descalabros sufridos,
urgía un replanteamiento táctico serio. Hacía falta un cambio de estrategia,
así como una acción militar mejor coordinada que las anteriores, que se
adaptase a las peculiaridades de un rival altamente motivado y fortalecido por
sus recientes éxitos. Las primeras medidas que toma Quinto Fabio Máximo al
hacerse cargo del ejército es observar detenidamente los movimientos de Aníbal
y convertirse en su sombra sin arriesgar nada. Mientras tanto, ordena ejecutar
un complejo programa de entrenamiento. Acostumbra a sus legionarios novatos a
los vaivenes de una penosa y dilatada contienda.
Después de la victoria obtenida en el lago
Trasimeno el alto mando cartaginés formula sus próximas metas. Aníbal manda
emisarios a Cartago para comunicar su nuevo triunfo y exhortar a sus
conciudadanos a permanecer firmes en la lucha contra Roma; también les pide que
expidan flotas hacia Hispania e Italia para asegurar el suministro de los
ejércitos púnicos. Al analizar la situación en Italia, se decide a pasar de
largo por Roma y dirigirse hacia el este. Sin duda influye en Aníbal el deseo
de evitar una nueva confrontación cuyo desenlace, después de tantos trotes,
habría podido ser imprevisible. También debió de incidir en estos planes la
necesidad de otorgar al victorioso pero agotado ejército púnico, que en los
meses pasados se empleó al tope de sus posibilidades, un momento de respiro que
le ayudara a recuperar fuerzas. En el verano del año 217 a.C. Aníbal atraviesa
Umbría y Piceno. Alrededor de 16 meses después de haber partido de Cartagena,
las tropas púnicas llegan al litoral adriático, donde vuelven a ver el mar.
Reina la típica calma que precede a toda gran tormenta. Una nueva y violenta
fase de la guerra está a punto de comenzar.
9. En el cenit del conflicto: Cannas
A pesar de que dispone de un respetable
ejército, cada vez mejor equipado y adiestrado, con el que controlar los
movimientos de Aníbal, Quinto Fabio Máximo rehuye entablar combate. No acepta
ninguna de las ocasiones que le brinda Aníbal de presentar batalla. No quiere
repetir los errores de los generales romanos que a su parecer fracasaron por
una excesiva autoconfianza y precipitación en el momento de ejecutar sus planes
de batalla. Desea ser él, Quinto Fabio Máximo, el que elija, cuando considere
oportuno, el momento y el terreno adecuados para medirse con su enemigo. Esta
relativa pasividad del ejército romano la utiliza Aníbal para campar a sus
anchas por las ubérrimas regiones de Samnio y Campania. Prosigue devastando
tierras, conquistando ciudades y acumulando botines.
Su marcha a través del corazón de Italia, que
nadie se atreve a interceptar, produce el efecto propagandístico de demostrar a
los socios itálicos lo desprotegidos que les dejaba Roma en momentos de sumo
peligro. Por eso la estrategia de Quinto Fabio Máximo es profundamente
impopular y difícil de explicar a los aliados de Roma afectados por el
incesable pillaje de las tropas púnicas.
Aníbal conduce a su ejército a las fértiles
planicies del valle del Volturno, cerca de Falerno, donde piensa invernar. Allí
le sigue Quinto Fabio Máximo sin descender al llano, ocupando los montículos
adyacentes, preocupado por evitar un mortífero ataque de la caballería púnica,
superior a la romana, como había quedado demostrado en todas las anteriores
confrontaciones. La paciencia del dictador romano pronto se verá recompensada.
De repente, se presenta la oportunidad que durante tanto tiempo había estado
anhelando. Poco después de atravesar el Volturno, cerca de Teano, las legiones
de Quinto Fabio Máximo logran establecer un férreo cerco al ejército
cartaginés. Éste queda atrapado en un angosto valle rodeado de montañas.
Aníbal, gran maestro de la improvisación y de las astucias bélicas, cae en la
encerrona que le ha preparado su cauteloso rival. En esta adversa situación, en
la que un enérgico ataque habría podido pulverizar al ejército púnico, incapaz
de maniobrar en tan estrecho terreno e imposibilitado para poder jugar sus
principales bazas, Aníbal encuentra la solución del dilema. Emplea una treta
con la que consigue engañar a las fuerzas sitiadoras al tiempo que logra romper
el bloqueo que acechaba a sus hombres. Según Polibio (III 93-95), quien nos lo
notifica, los acontecimientos tomaron el siguiente cauce: cuando llegó la
noche, Aníbal hizo subir a un montículo que estaba entre el campamento y el
desfiladero a una manada de 2.000 bueyes en cuyos cuernos ardían antorchas. Los
apremió a andar en dirección contraria al desfiladero y ordenó a una unidad de
tropas ligeras que, mientras los animales ascendieran, ocuparan la altura. Al
mismo tiempo, puso a su ejército en marcha. Al ver los soldados romanos que
guarnecían el desfiladero que los bueyes se encaminaban hacia las alturas,
creyeron que los cartagineses querían escaparse por ese lugar. Abandonaron sus
puestos de guardia y subieron a las cimas, donde se encontraron con las tropas
púnicas que había destacado Aníbal. Después de una corta refriega que terminó
en empate, los combatientes esperan que acabe la noche. Quinto Fabio Máximo no
interviene y, extremando la precaución, permanece inactivo en el campamento con
la mayoría de sus legiones. Al amanecer, Aníbal y su ejército se han evadido
ordenadamente por el desfiladero.
¿Hay que tomar al pie de la letra la
historicidad de este episodio? ¿Sucedieron las cosas tal como las relata
Polibio? ¿No se tratará más bien de una alegoría urdida para contrastar la
imaginación de Aníbal con la inflexibilidad de su precavido contrincante? Sea
como fuera, lo cierto es que la estratagema ilustra de manera plástica dos
comportamientos contrapuestos. Por una parte, se destaca la energía
emprendedora de Aníbal por otra, las vacilaciones de Quinto Fabio Máximo, a
quien posteriormente se le denominará cunctator
(el indeciso, el dubitativo), apodo con el que pasará a la historia.
Después de salir bien librado del complicado
trance, Aníbal conduce a sus tropas a Gerunio, lugar situado en Apulia, cerca
de los límites de Samnio, en una zona que ofrece óptimas condiciones para
avituallar al ejército. Quiere pasar el invierno allí y preparar las
operaciones de la próxima campaña, que cree será decisiva.
Ante la oportunidad desperdiciada de derrotar
a Aníbal, en el campamento romano no cesan las discusiones. El magister equitum Marco Minucio Rufo
aprovecha la ausencia de su superior, que ha tenido que desplazarse a Roma,
para dejar de lado la extremada prudencia que había caracterizado la actuación
militar romana en los últimos meses y arriesgarse a atacar al ejército púnico.
Hostiga a las tropas que estaban recogiendo forraje y pone en apuros a diversas
unidades del ejército de Aníbal, dispersadas por los alrededores de Gerunio.
Estas acciones, saldadas con éxito sin duda alguna pero de escasa
trascendencia, ya que no consiguen debilitar sustancialmente a Aníbal, son
celebradas en Roma como grandes triunfos. Desde la aparición de Aníbal en
Italia es la primera vez que el cartaginés tiene que replegarse del campo de
batalla sin haber podido vencer.
Plena de euforia por el cambio que parece
vislumbrarse en el curso de la guerra, la asamblea del pueblo nombra dictador a
Marco Minucio Rufo. Se le otorgan los mismos plenos poderes de los que estaba
investido Quinto Fabio Máximo. El hecho revela una notable contradicción si
tenemos en cuenta que la principal característica de la dictadura era
precisamente la concentración personal de mando. Este inesperado giro de la
política interior romana repercute en la conducción de la guerra. La tensión
entre ambos comandantes supremos aumenta. Lejos de servir para sacar el máximo
partido al potencial militar romano, la evidencia de dos altos mandos con sus
respectivos cuarteles generales debilita la acción común. Como Quinto Fabio
Máximo y Marco Minucio Rufo no se ponen de acuerdo para ejercer un mando
alternativo, mutuamente consensuado, cada uno opera por su cuenta. Dividen las
tropas, ocupan campamentos diferentes y proyectan operaciones por separado.
Todo esto es observado atentamente por Aníbal,
que naturalmente procura sacar el máximo provecho de la fragmentación de las
fuerzas enemigas. Buen conocedor de la predisposición psicológica del flamante
dictador romano, le prepara un ardid para tentarle a emprender una acción
descabellada. Al abrigo de la oscuridad, Aníbal embosca miles de hombres en los
alrededores de una cumbre de considerable valor estratégico, situada entre
ambos campamentos. Al amanecer, tropas cartaginesas se disponen a tomar
posesión del montículo, con lo que atraen la atención de Marco Minucio Rufo.
Inmediatamente, manda unas unidades ligeramente armadas para que frustren la
ocupación de la colina y hace salir de su campamento a la caballería y las
legiones para darles apoyo. Aníbal aumenta el número de soldados en el campo de
batalla y provoca con ello el ataque romano. Entra en acción la temible
caballería púnica y, en el momento de mayor confusión que origina su carga,
salen los soldados cartagineses de sus escondites cerca del montículo y
amenazan con estrangular a las sorprendidas legiones de Marco Minucio Rufo. La
operación se habría saldado con un tremendo descalabro para las armas romanas
si Quinto Fabio Máximo, expectante ante lo que iba sucediendo, no hubiera
aparecido en el último momento y resuelto la situación. Logra proteger la
retirada de las tropas de su colega salvando con su providencial intervención
al ejército romano de ser completamente aniquilado.
Esta vez, la tan criticada táctica preventiva
del cunctator evita la catástrofe. Su
prestigio aumenta considerablemente. Marco Minucio Rufo pone sus restantes
fuerzas a su disposición y se abstiene en el futuro de tomar decisiones que no
estén previamente concertadas.
Al cabo de seis meses de ejercicio de sus
funciones, Quinto Fabio Máximo y Marco Minucio Rufo deponen la dictadura. La
todopoderosa magistratura no pudo cumplir las grandes esperanzas que su
activación había suscitado. En vista del fallido experimento, el senado romano,
siempre realista en sus planteamientos, propone retornar al sistema tradicional
de ejercicio del poder político-militar basado en el mando alternativamente
compartido. Éste recaerá en los cónsules electos del año 216 a.C., Lucio Emilio
Paulo y Cayo Terencio Varrón.
Mientras Aníbal se mueve sin limitaciones por
suelo itálico, en Hispania son los romanos quienes llevan la iniciativa de las
operaciones militares. En la desembocadura del Ebro, se entabla una batalla
terrestre y naval que la flota romana, reforzada por embarcaciones marsellesas,
decide a su favor (primavera 217 a.C.). Con el respaldo de su supremacía
marítima, Gneo Cornelio Escipión protagoniza incursiones en diversos puntos de
la costa mediterránea y de las Baleares. Pretende cortarlas líneas de
suministro del ejército cartaginés y al mismo tiempo aumentar la nómina de
aliados ibéricos exhortándoles a desentenderse de Cartago. En Tarragona recibe
la sumisión de múltiples comunidades ibéricas de la zona. Al llegar su hermano
Publio Cornelio Escipión con nuevas tropas, la dinámica de las acciones romanas
se incrementa considerablemente. Ambos Escipiones cruzan el Ebro y se dirigen
hacia el sur. Pero su proyectada campaña contra Sagunto fracasa. Asdrúbal, el
hermano de Aníbal, que desde su ausencia es el comandante en jefe de las
fuerzas púnicas en África e Hispania, consigue, a pesar de sufrir algunos
reveses, detener el avance romano.
En el verano del año 216 a.C. Aníbal planea la
definitiva eliminación del potencial bélico romano que opera en suelo itálico.
Concentra la totalidad de sus efectivos, compuestos por unos 40.000 infantes y
unos 10.000 jinetes, en el centro de Apulia. Ocupa la ciudad fortificada de
Cannas, situada a orillas del río Aufido, importante punto estratégico y gran
almacén de avituallamiento, cuya posesión posibilita el control de una región
neurálgica para los intereses romanos en el sur de Italia. El terreno de sus
alrededores, presunto escenario del combate que se avecina, es extenso y llano.
Se adapta perfectamente al despliegue de la principal arma táctica del ejército
púnico, la caballería.
Las previsiones de Aníbal se cumplen. Los
nuevos cónsules romanos Lucio Emilio Paulo y Cayo Terencio Varrón aceptan el
reto, pues vislumbran la posibilidad de acabar de una vez con la presencia
púnica en Italia. Se acercan al campamento cartaginés al frente de un
descomunal ejército compuesto de ocho legiones, reforzado adicionalmente por
los contingentes de los aliados itálicos, y llevan consigo un formidable
dispositivo de caballería. Esta extraordinaria concentración de fuerzas
contabiliza unos 80.000 infantes y algo más de 6.000 jinetes. Jamás hasta la
fecha Roma había llegado a movilizar tan impresionante y cuantiosa masa de
hombres en armas. Es de suponer que el alto mando romano, al disponer de tan
sensacional dispositivo militar (las fuerzas enemigas eran la mitad), sé sentía
bastante seguro de resolver definitivamente el problema Aníbal. En su opinión,
la aplastante superioridad numérica del ejército romano compensaba con creces
las adversidades del terreno, favorable a la acción de la caballería púnica.
Otro argumento qué explica por qué los romanos sé avienen a presentar batalla
en campo abierto, en medio dé una gran planicie, es precisamente la posibilidad
dé descartar de antemano cualquier ardid de los qué Aníbal había hecho gala en
sus anteriores peleas, aprovechando las ondulaciones del terreno.
Después de una serie de escaramuzas y
forcejeos preliminares, ambos ejércitos se encuentran desde finales de julio
acampados a orillas del Aufido, en las inmediaciones de Cannas, dispuestos a
librar combate.
El plan de batalla de Aníbal reviste una gran
complejidad. Su feliz conclusión depende sin embargo de muchos factores. Ante
todo, Aníbal tenía que contrarrestar la superioridad numérica del adversario y
sacar a relucir su más preciosa baza, la caballería. También era imprescindible
aguantar él enorme empuje de la infantería romana sin que se rompieran las
propias líneas o cundiera él desorden. Pero para ganar la batalla no sólo se
debía saber resistir, sino que también era necesario atacar al masivo bloque
romano en todos sus puntos débiles y causarle bajas. El éxito del plan de
Aníbal dependía de una excelente coordinación de sus unidades móviles y de una
total cooperación entré las diferentes armas (caballería, infantería, tropas
ligeras) de su heterogéneo ejército. Las múltiples etnias qué militaban en las
filas de Aníbal: libios, númidas, cartagineses, íberos, celtas, itálicos,
etcétera, habían conseguido alcanzar con él transcurso de los años un alto
grado de profesionalización. Acostumbrados a servir bajo las órdenes dé Aníbal,
capitaneados por un estable cuerpo de expertos oficiales y familiarizados con
sus directrices y concepciones tácticas, éstos hombres al servicio de Cartago
constituían un bloque bastante más homogéneo y compacto de lo que sus dispares
procedencias podrían sugerir. Aníbal disponía de un aguerrido ejército,
motivado y perfectamente compenetrado, que no se arredraba fácilmente ante el
exorbitante número de combatientes enemigos.
La táctica romana partía de la base de que el
impacto causado por la incontenible embestida de su infantería pesada sería
decisivo para perforar las líneas enemigas. La idea de los cónsules romanos era
arrasar frontalmente la infantería púnica, defender al mismo tiempo los flancos
de los ataques de la caballería ibérica, celta y númida y propiciar el golpe
mortal en el centro de la formación cartaginesa. Movilidad, energía y masa eran
los elementos básicos de dicha estrategia. Flexibilidad, rapidez y combatividad
eran por otra parte los factores con los que contaba Aníbal para decidir el
choque a su favor.
El día 2 de agosto del año 216 a.C. será
testigo de una de las más sangrientas batallas de la historia. El cónsul Cayo
Terencio Varrón, que ese día desempeña el mando supremo del ejército romano,
acepta librar la batalla que Aníbal le propone. Reparte sus fuerzas en tres
grandes bloques que coloca de forma lineal frente a las tropas púnicas. En la
banda derecha se ubica la caballería romana al mando de Lucio Emilio Paulo. El
inmenso bloque central lo forma la masa de la infantería pesada romana e
itálica a las órdenes de Gneo Servilio Gémino, el cónsul del año anterior. A la
izquierda se sitúa la caballería de los aliados comandada por Cayo Terencio
Varrón. Delante del anchísimo y larguísimo rectángulo formado por los
combatientes, se instala una fila de tropas ligeras que serán las que iniciarán
la lucha.
A la formación del ejército romano responde
Aníbal colocando a los honderos baleares v a los lanceros libios en la fila
delantera para entorpecer el avance de la primera línea romana. En el ala
izquierda, enfrente de la caballería romana, se apostan los jinetes íberos y
celtas al mando de Asdrúbal. Delante de la caballería itálica se coloca la
caballería númida, capitaneada por Hannón (hijo de una hermana de Aníbal) y
Maharbal. El bloque central del ejército cartaginés es el más delicado de
formar. Sus bordes los ocupan infantes libios armados a la romana. En el medio,
en su punto más neurálgico, se coloca la infantería ibérica y celta bajo el
mando directo de Aníbal, que, junto a su hermano Magón, quiere permanecer en el
lugar más problemático y frágil del frente.
Una vez concluida la formación lineal inicial,
Aníbal empieza a hacer maniobrar a su ejército. Hace mover a los infantes
íberos y celtas de su centro encomendándoles avanzar hacia delante hasta formar
un arco que parezca una media luna. Después de que las tropas ligeras de ambos
lados inicien las hostilidades, Aníbal ordena el ataque a los jinetes íberos y
celtas, quienes caen sobre la caballería romana fulminándola con su
combatividad. Paralelamente, la infantería pesada romana se lanza sobre los
infantes íberos y celtas. Éstos retroceden, como estaba previsto, sin permitir
que sus filas se rompan. Ahora entran en acción los contingentes de infantería
pesada libia apostados en el borde del centro. Giran hacia los flancos y van
deteniendo la avalancha y envolviendo al enemigo, que penetra en una bolsa
rodeada de soldados íberos (vestidos de lino blanco con una raya de púrpura y
provistos de sus famosas espadas cortas, falcata), celtas (con medio cuerpo
desnudo y armados con enormes espadas) y libios (cuya indumentaria y armamento
provenían de los legionarios romanos vencidos en batallas anteriores), los
cuales no sólo logran contener el ataque de las legiones sino que empiezan a
causarles sensibles bajas. Al mismo tiempo, los jinetes númidas de Maharbal
dispersan y persiguen a la caballería de los aliados de Roma. Mientras tanto,
los jinetes de Asdrúbal, que habían resuelto su misión con rapidez y precisión,
acuden en ayuda de Hannón y Maharbal, dan luego la vuelta y caen sobre las
espaldas de las legiones romanas. Todo parece desarrollarse tal como lo había
previsto Aníbal. Como no pueden avanzar hacia delante y tienen taponados los
laterales por la tenaza que se está cerrando poco a poco, los romanos quedan
inmovilizados. Al atacar la caballería ibérica, celta y númida en la
retaguardia y en los flancos, se produce una matanza. Casi 60.000 soldados
romanos perecen en el campo de batalla. Miles de los que se salvan caen
prisioneros. Entre los muertos están Lucio Emilio Paulo, Gneo Servilio Gémino y
Marco Minucio Rufo. Sólo Cayo Terencio Varrón y unos 10.000 hombres más
consiguen escapar.
El balance de las pérdidas evidencia que el
combate de Cannas representa la mayor catástrofe política, militar y
demográfica de la historia de Roma. Nunca se habían apagado tantas vidas
humanas en un solo día, a raíz de una sola batalla. Las consecuencias de la
derrota son fatales para la futura defensa de Italia, la pervivencia de la
federación ítalo-romana y el prestigio de Roma en el Mediterráneo occidental.
El mito de la invencibilidad de las legiones romanas se desvanece de golpe.
Merced a una admirable coordinación táctica, Aníbal demuestra a un estupefacto
mundo cómo es posible vencer a un enemigo infinitamente superior.
Al día siguiente de la pugna de Cannas, Italia
se había quedado desguarnecida. Ningún ejército romano velaba por su seguridad.
El futuro de la guerra dependía de la actitud que adoptase Aníbal. En sus manos
estaba, cual si fuera un dios, el destino de Italia. Posiblemente el
interrogante que sus contemporáneos se formulaban era: ¿qué clase de fuerzas
sobrenaturales, o, dicho de otra manera, qué dioses apoyaban la acción de este
favorito de la fortuna? Todo apuntaba a pensar así. Su victoria hercúlea,
conseguida como si fuera una reencarnación de Alejandro Magno, parecía
certificarlo de sobra.
Hemos podido constatar reiteradamente que, ya
antes de su marcha hacia Roma, Aníbal, al ofrendar un sacrificio en el templo
del Melqart gaditano y prestar allí sus votos, pone ostensiblemente su
expedición bajo el manto de una popular deidad. En el transcurso de su empresa,
y a medida que van sucediéndose sonadas victorias, este vínculo divino, es
decir, la convicción de servir a una causa justa, plenamente avalada por la
voluntad de los dioses, se irá acentuando. Un buen ejemplo de ello nos lo
proporciona la fórmula de juramento del tratado estipulado entre Aníbal y el
rey Filipo V de Macedonia recogida por Polibio (VII 9), donde podemos leer:
«Juramento de Aníbal, general, de Magón, de Mircano, de Barmócar y de todos los
miembros del consejo de Cartago presentes, de todos los soldados cartagineses,
prestado ante Jenófanes, hijo de Cleómaco, ateniense, enviado a nosotros como
embajador por el rey Filipo, hijo de Demetrio, en nombre suyo, de los
macedonios y de los aliados de éstos, juramento prestado en presencia de Zeus,
de Hera y de Apolo, en presencia del dios de los cartagineses, de Herakles y de
Yolao, en presencia de Ares, de Tritón y de Posidón, en presencia de los dioses
de los que han salido en campaña, del sol, de la luna, y de la tierra, en
presencia de los ríos, de los prados y de las fuentes, en presencia de todos
los dioses dueños de Cartago, en presencia de los dioses dueños de Macedonia y
de toda Grecia, en presencia de todos los dioses que gobiernan la guerra y de
los que ahora sancionan este juramento».
Este texto, procedente de un documento
oficial, es sumamente instructivo, pues nos revela la concepción ideológico-religiosa
de la empresa de Aníbal: dioses y hombres contraen una alianza, se asocian y se
apoyan mutuamente para vencer a Roma. Tenemos constancia de una fiesta sacra
celebrada en los alrededores del lago Averno, cerca de Bayas (214 a.C.),
durante la cual Aníbal, sabedor del efecto psicológico que puede producir en la
moral de sus tropas y de sus aliados una ceremonia religiosa escenificada de
manera impresionante, pone los destinos de su campaña bajo protección divina,
estilizando su imponente cadena de éxitos como resultado de su devoción.
Después de la batalla de Cannas, Aníbal
convoca al alto mando cartaginés para analizar la situación actual y deliberar
sobre los próximos pasos a dar. Sobre esta famosa reunión poseemos el
testimonio de una controversia entre Aníbal, partidario de atraerse
prioritariamente a los itálicos, y Maharbal, general de la caballería púnica,
portavoz de los que querían ir inmediatamente a Roma para propinar al vapuleado
enemigo el golpe definitivo. Al prosperar la opinión de Aníbal, Maharbal, según
Tito Livio (XXII 51), le replica de la siguiente manera: «Tú sabes vencer,
Aníbal, pero no sabes aprovechar la victoria».
Efectivamente, en los planes de Aníbal no
entraba la marcha a Roma. Desperdicia la oportunidad de atacar el centro del
poder enemigo en el momento psicológico más apropiado y comete, posiblemente
con ello, su primer y decisivo fallo en el planteamiento de la guerra, hasta
ahora plagado de aciertos.
Sobre los motivos que influyeron en Aníbal
para tomar tal decisión, sólo podemos establecer conjeturas. Por una parte,
cabe pensar que la victoria de Cannas le costó más cara de lo que a primera
vista pudiera parecer. Tal vez su ejército salió bastante malparado de la
encarnizada batalla. Sus bajas, aunque muy inferiores a las del enemigo, así
como el estado de la tropa, que necesitaba urgentemente descanso, pudieron
haberle frenado en su marcha hacia Roma. Esta consideración es avalada por los
próximos sucesos. Aníbal manda a su hermano Magón a Cartago para solicitar
ayuda inmediata. Por abrumante mayoría el consejo de Cartago decreta concederle
4.000 jinetes númidas, 40 elefantes de guerra y 1.000 talentos de plata.
También se acuerda enviar a Magón a Hispania, donde debía reclutar 20.000
infantes y otros 4.000 jinetes para reforzar las campañas de los ejércitos
púnicos de Italia e Hispania.
Tampoco olvidemos que las tropas de Aníbal,
brillantes en el campo de batalla, no estaban suficientemente preparadas para
acometer la guerra de trincheras que habría supuesto el bloqueo de una
ciudad-fortaleza de la magnitud de Roma. Seguramente, las penalidades pasadas
durante los ocho largos meses que duró el cerco de Sagunto, una plaza más fácil
de tomar que Roma, aún pesaban en su ánimo. Por otra parte, constatamos formas
de proceder venturosas contrarias a la de Aníbal que bien pueden servir como
punto de referencia y comparación. Por ejemplo la actitud de Marco Claudio
Marcelo, quien, al frente de un ejército ni un ápice mejor del que disponía
Aníbal después de Cannas, asediará Siracusa y se saldrá con la suya. Caso
semejante es también el de Quinto Fabio Máximo, el cunctator que no vacilará en
poner cerco a Tarento y no cesará en su empeño hasta que consiga entrar en la
ciudad.
Al observar estos sucesos de manera retrospectiva
surge de nuevo la pregunta: ¿por qué desiste Aníbal de enfrentarse directamente
a Roma? La respuesta es tan difícil de hallar como los motivos que le
impulsaron a no hacerlo. Lo que sí está claro es que calculó mal la actitud
romana después de la catástrofe de Cannas. En vista de las enormes pérdidas
sufridas, Aníbal espera ahora la avenencia de Roma a entablar conversaciones de
paz. Pero nada de eso sucede. Los romanos no negocian con el vencedor, e
incluso se niegan a pagar el rescate de los prisioneros que estaban en su
poder. Posiblemente esta extrema terquedad y obstinación irrita al general
cartaginés. Su desconcierto va en aumento al percatarse de la voluntad de su
humillado enemigo de seguir haciendo la guerra. Roma no se da por vencida. Desafía
a Aníbal resistiéndose a ofrecer la más mínima concesión.
¿Cuántas veces habría que derrotar a este
enemigo para hacerle entrar en razón? Es muy probable que Aníbal se hiciera
esta clase de preguntas e intentara contestarlas cambiando su estrategia a
partir de entonces.
La nueva táctica de Aníbal consiste en lanzar
sus dardos no en el centro del poder romano, sino en la periferia. Como ya
había hecho hasta ahora, Aníbal vuelve a dejar a los prisioneros itálicos en
libertad. Esta vez, y bajo la impresión de la aplastante victoria de Cannas, se
producen deserciones de la causa de Roma. Un respetable número de ciudades
samnitas, apulias y lucanas se pasan al bando de Cartago. El mayor y más sonado
éxito lo constituye la defección de Capua, gran ciudad campana, la más poblada
y rica de Italia después de Roma. Este giro tan espectacular nutre en el alto
mando cartaginés la esperanza de poder erosionar la hegemonía romana en Italia.
Capua, por su parte, abraza la esperanza de convertirse en el nuevo centro de
Italia, idea factible en vista del actual debilitamiento de Roma. Aníbal
concluye un tratado de alianza con la metrópoli campana en el que se le otorga
un alto grado de autonomía interior y exterior. Del análisis de las cláusulas
estipuladas (Livio XXIII 10) se desprende que Aníbal quería edificar una
federación ítalo-púnica basándose en la voluntariedad y mutua confianza y
tratando a sus nuevos socios con la máxima liberalidad.
El incipiente proceso de desintegración de la
federación romano-italiota se explica si además del factor Aníbal se tiene en
cuenta un cúmulo de motivos internos, sociales y económicos que impulsan a
algunas comunidades a emanciparse de Roma. Son los grupos sociales que hasta
entonces habían permanecido al margen del gobierno de sus respectivas ciudades
los que aprovechan el apoyo que les brinda Aníbal para derrocar a las
aristocracias dominantes, tradicionales aliadas de Roma.
Sin embargo, a pesar de las ventajas
obtenidas, Aníbal observa que el proceso de «liberación» de Roma llega pronto a
su límite. La mayoría de ciudades de Lacio, Etruria, Umbría, Piceno o Campania
no hacen caso a sus propuestas y permanecen fieles a Roma. Por citar un solo
ejemplo, Nápoles, después de Capua la más importante ciudad campana, cuya
posesión habría sido sumamente útil como puerto-escala de la marina
cartaginesa, resiste varias veces, sin ceder a los ataques púnicos. Aníbal se
percata de que el sistema de poderío romano está más consolidado de lo que él
había esperado. Al igual que Nápoles, las ciudades campanas de Sinuesa, Teano,
Cales, Casilino, Nola, Cumas y Literno siguen estando a favor de Roma. Sólo
Nuceria y Acerra, esta última sin habitantes, caen en manos de los
cartagineses.
La federación romano-itálica se mantiene
intacta a pesar de algunas significativas erosiones. A la larga la
consolidación de este hecho se revelará demoledora para la futura estrategia
cartaginesa. De momento, Aníbal se ve obligado a reconocer que victorias tan
sonadas como las logradas en el Ticino, el Trebia, en el lago Trasimeno y de
modo especial en Cannas no bastan para socavar los cimientos del poderío romano
en Italia.
Parémonos aquí, en el cenit de la guerra, para
analizar de forma retrospectiva los pasos de Aníbal tal como lo percibe su
entorno. Desde que sale de Cartagena en dirección a Italia, todo lo que acomete
acapara la atención de su alrededor. Su arrollador avance, que ni la naturaleza
ni la potencia militar más grande de la época pueden detener, aparece como una
prodigiosa hazaña, una gesta heroica de dimensiones sobrenaturales. ¿De qué
manera logra Aníbal asumir el peso de la gloria que sus acciones le reportan?
¿Cómo influyen sus sensacionales éxitos en el desarrollo de su carácter y
personalidad?
A este tipo de interrogantes, que ya sus
contemporáneos sin duda alguna se plantean, es, sin embargo, muy difícil
contestar dada la extraordinaria parquedad de nuestras fuentes. De la intimidad
del hombre que parece tener el destino del mundo mediterráneo en sus manos casi
nada sabemos. Los autores antiguos no proporcionan ninguna respuesta a temas
tales como: ¿Cómo reaccionó ante la pérdida de su ojo? ¿Qué clase de emociones
exteriorizó tras la victoria de Cannas? ¿De qué manera soporta la extrema
tensión a la que está constantemente sometido? ¿Cómo trascurre su vida privada?
Las miras de la historiografía pasan por alto
estas cuestiones. Se concentran en describir su actuación pública y, como
máximo, en analizar su quehacer político. Como ejemplo de ello veamos unas
líneas que nos transmite Polibio (IX 22) al referirse a su modo de plantear la
guerra a Roma: «Para ambos pueblos, me refiero a Roma y a Cartago, un hombre
era la causa y el alma de lo que les ocurría, quiero decir Aníbal. A todas
luces, él dirigía personalmente las operaciones de Italia, y las de Hispania a
través del mayor de sus hermanos, Asdrúbal, y, tras la muerte de éste, a través
de Magón. Entre los dos aniquilaron a los generales romanos destacados en tal
península. También dirigía las operaciones de Sicilia, primero a través de
Hipócrates y después a través del africano Mitón. Algo semejante cabe decir de
Grecia e Iliria: debido a su alianza con Filipo también había puesto en jaque y
atemorizado a los romanos de guarnición en estos países. La obra que realiza un
hombre dotado de una mente apta para ejecutar cualquier proyecto humano es
grande y admirable; tales cualidades son siempre ingénitas».
Como se desprende de la reflexión de Polibio,
la fascinación que suscita el extraordinario estratega y brillante general,
quien, a una edad comparable a la de Alejandro Magno y de modo semejante a éste
logra poner en jaque a la mayor potencia militar de su época, es enorme. A
partir de Cannas, sin embargo, los parámetros de acción de dos biografías hasta
el momento altamente paralelas discurrirán por sendas bien distintas, sin
llegar nunca más a converger. Pues a diferencia del monarca macedónico, que
entrará victorioso en Susa y Persépolis, apoderándose así de los centros
neurálgicos de su enemigo, Aníbal no pisará nunca Roma. Desde luego, Roma
distaba mucho de poder ser equiparada al imperio persa, y esto lo sabía Aníbal
perfectamente.
10. Mitos de la guerra: fidelidad romana, las vacilaciones de Cartago, el paso de los Alpes, Cannas
El impacto que causa la irrupción de Aníbal en
suelo itálico es enorme. Penetra como un torbellino en su nuevo campo de
acción. Roma, que lo percibe de distintas maneras, queda afectada hasta la
médula. Inseguridad y miedo, por una parte, y tenacidad y espíritu de
resistencia, por otra, son los dispares sentimientos que desata la inesperada e
irresistible presencia de Aníbal en el corazón de la península apenina. La
reflexión que se genera al ser contemplada su actuación retrospectivamente es
el ímpetu que guía la pluma de la historiografía romana. Como no se puede dar
siempre una visión favorable del propio modo de proceder, se recurre al
encubrimiento, al maquillaje o a la justificación. El resultado de esta
reconstrucción interesada de la historia no es otro que la creación de mitos y
leyendas. Sólo vamos a presentar a continuación algunos de los que salpican el
tema «Aníbal y Roma», resaltando especialmente aquellos episodios que han sido
insistentemente utilizados por la propaganda de ambos bandos para distorsionar
el trasfondo real de un cúmulo de evidencias poco favorables a la parte
interesada.
Empecemos nuestras observaciones con el
análisis de la crisis de Sagunto. El famoso episodio es presentado por las
fuentes filorromanas como un ejemplo sobresaliente de la lealtad romana
contrastable con la falta de formalidad de los cartagineses. Para designar este
reparto de papeles, los romanos inventan la metáfora de la fides punica, con la que ironizan y, con ello, ridiculizan a sus
contrincantes. Al repetirla deliberadamente con gran intensidad quieren
insinuar que la infidelidad constituye una norma integral del carácter
cartaginés. Dicha atribución adquiere tal notoriedad que, cuando se presenta a
los cartagineses como buenos cumplidores de su palabra, que es lo que la
expresión fides punica sugiere, nadie
lo llega a creer. Divulgando, pues, tan pérfida fórmula, los romanos no sólo
difaman a sus enemigos, sino que ante todo pretenden despejar las dudas que
sobre su propia fidelidad pudieran persistir, atribuyéndolas a otros. Como
veremos, tenían sobrados motivos para obrar así.
Ante el grito de ayuda de sus aliados, Roma no
duda un momento en prestarles auxilio. Se arriesga incluso a entrar en estado
de guerra con Cartago tan sólo por seguir firme en sus convicciones. Ésta es la
imagen que proyectan los romanos sobre su modo de proceder. Deja entrever una
firmeza desinteresada por parte de Roma que luego se difundirá a través de las
fuentes que bajo la influencia romana narran los avatares del conflicto. Su
versión es la siguiente: la política agresiva y codiciosa de Aníbal, hombre
vengativo y siempre dispuesto a utilizar métodos violentos, es contrarrestada
por los romanos siguiendo principios jurídicos intachables, respetando tratados
y actuando contra la avidez púnica. Si dejamos de lado esta visión casuística
labrada en torno a un paradigma jurídico-legalista y contemplamos de forma
imparcial el transcurso de los hechos, caben otras conclusiones bien distintas
de éstas. Recordemos que la tensión empieza cuando Sagunto ataca a los
turboletas, aliados de Cartago. Al reclamar éstos ayuda a Aníbal, se produce la
aceleración del conflicto.
Hasta aquí observamos uña colisión de
intereses contrapuestos protagonizada por entidades políticas asentadas en
suelo hispano: saguntinos, turboletas y cartagineses. Al entrometerse Roma en
este escenario hispano, se produce la crisis y la extensión de una pugna
genuinamente regional a un ámbito internacional. Con el fin de disimular la
intromisión romana, Livio (XXI 7) recalca un parentesco entre Sagunto y la
ciudad latina del Tíber («eran oriundos, se dice, de la isla de Zante y con
ellos estaban mezclados incluso algunos del linaje de los rútulos de Ardea»).
Mediante la trama de un mito fundacional paralelo al de Roma (también los
romanos provienen del este, Troya, y se asientan en Lacio), se pretende
justificar la intervención romana. Se sugiere al lector que Roma, al apoyar a
sus «paisanos» saguntinos, se mueve en su propia casa, dentro de un ámbito
cultural común cuya integridad amenazan los cartagineses y turboletas, que se
convierten así en los «bárbaros» de turno. Fuera de Livio, no existe ninguna
evidencia seria sobre un pretendido origen greco-latino de los saguntinos. Las
fuentes directas que poseemos, aparte de los materiales arqueológicos, como por
ejemplo la acuñaciones monetarias que bien podrían mencionar el hecho, sólo
propagan el nombre ibérico de la ciudad «Arse», con lo que contradicen las
afirmaciones livianas referentes al legendario pasado de Sagunto.
Sin duda alguna, Roma cumplía compromisos
contraídos al apoyar la política de Sagunto. Exactamente lo mismo había hecho
Aníbal antes al defender los intereses de sus aliados turboletas, lesionados
por Sagunto. Pero no es sólo eso. Al denunciar la conducta del adversario,
cuestionando su seriedad, se camufla la actitud romana frente a Sagunto, que no
fue precisamente un ejemplo modélico de rectitud. Cuando estalla la crisis, la
ciudad aliada es abandonada a su suerte. Los romanos permanecen con los brazos
cruzados sin tomar ninguna iniciativa durante el largo período de su atormentador
asedio. Roma prepara su guerra contra Cartago a su manera, guiándose
exclusivamente por su conveniencia. El destino de sus aliados saguntinos no es
más que un pretexto en el momento de iniciar las hostilidades contra Aníbal. Si
nos libramos del entramado hábilmente construido por la propaganda romana, la
actitud que se detecta es bien distinta del posterior maquillaje ideológico.
Roma aparece durante la crisis saguntina velando exclusivamente por sus propios
intereses, sin pensar un solo momento en prestar socorro a Sagunto, que era lo
estipulado en el compromiso contraído a través del cacareado tratado de alianza
(foedus). La inhibición de Roma en el
caso saguntino queda expresada de forma drástica en un pasaje de Tito Livio
(XXI 19, 9-11), en el cual los representantes de algunos pueblos del norte de
Hispania contestan a los mensajeros romanos que quieren atraerlos a su causa:
«¿Con qué vergüenza, romanos, nos rogáis que antepongamos vuestra amistad a la
de los cartagineses, cuando los que así actuaron fueron traicionados por
vosotros, sus aliados, con más crueldad que la empleada por el cartaginés, su
enemigo? Creo que podéis buscar aliados allí donde no se tenga noticia del
desastre de Sagunto. Para los pueblos de Hispania las ruinas de Sagunto representarán
un aviso, tan luctuoso como evidente, de que nadie podrá confiar en la lealtad
o alianza con los romanos».
Como el texto de Livio, paradójicamente, deja
entrever, los saguntinos fueron más bien las primeras víctimas de la
infidelidad romana. Aparecen como los peones sacrificados antes de dar comienzo
la sangrienta partida que van a disputar Roma y Cartago. En su transcurso, el
litigio entre Aníbal y sus adversarios romanos arrastrará a medio mundo
mediterráneo a una guerra sin precedentes.
La entrada en guerra de Cartago guarda una
estrecha relación con el tema saguntino. Es interesante resaltar en este
contexto que precisamente las vacilaciones de Cartago en el momento de apoyar
incondicionalmente a Aníbal constituyen una de las peculiaridades más reseñadas
por los autores antiguos que discuten las causas detonantes de la segunda
guerra púnica. A tenor de lo que las fuentes sugieren, esta indecisión tendría
su origen en un proceso de discordia ciudadana originado por la actuación de
los Bárquidas en Hispania. Polibio es el primero que diseña, aunque de modo
impreciso, esta imagen, cuando alude al antagonismo reinante entre el clan
bárquida y sus adversarios dentro de Cartago. La animadversión viene de lejos.
Ya se pone de manifiesto durante la guerra de los mercenarios, cuando Amílcar y
Hannón el Grande compiten por el mando y se querellan respecto al modo adecuado
de conducir la guerra. Después de la muerte de Amílcar la animosidad entre
ambos bandos persiste. Al asumir Aníbal la dirección de la política púnica en
Hispania, se convertirá en la nueva diana de las críticas de Hannón y sus
partidarios. El hecho en sí nada tiene de especial en el seno de una sociedad
como la cartaginesa, en la que los cabezas de las grandes familias entraban en
disputa permanente por aumentar su protagonismo político y militar.
Es ante todo el historiador romano Tito Livio
quien narra una serie de episodios en cuyo centro se inserta una enconada
enemistad entre Aníbal y Hannón el Grande, estilizada como lucha de principios
en la que se debate la conveniencia de la expansión púnica en Hispania. Al
poner de relieve esta situación, el tema de la rivalidad aristocrática,
elemento estructural del ejercicio de poder en comunidades republicanas,
adquiere una dimensión ideológica. Vemos en este contexto a un Aníbal
personalizando el papel de la ambición desmesurada y perniciosa, mientras que
Hannón el Grande, su contrapunto, aparece como portavoz de la prudencia
política y de la moderación. Si analizamos detenidamente este interesante reparto
de papeles salta a la vista que Livio pone en boca de Hannón todos los
argumentos esgrimidos por los romanos contra la política bárquida. El cenit de
esta acalorada pelea lo constituye el debate desatado en Cartago a raíz de la
crisis de Sagunto. En medio de una situación, plena de tensiones y dramatismo,
protagonizada por los embajadores romanos llegados a Cartago, quienes echan en
cara a los cartagineses ser los culpables del conflicto, interviene Hannón el
Grande, quien, según las palabras de Livio (XXI 10,11-13), dice:
«¿Entregaremos, pues, a Aníbal? preguntará alguien. Bien sé que mi autoridad
pesa poco en él por la enemistad que mantuve con su padre; pero entonces me
alegré de la muerte de Amílcar, porque, si él viviera, ya estaríamos en guerra
con los romanos, y ahora odio y detesto a este joven que es la personificación
del odio y del estallido de esta guerra. Y mi opinión es la siguiente: que no
sólo debe ser entregado como expiación por la ruptura del tratado, sino que,
aunque nadie lo exija, debe ser trasladado a los últimos confines de la tierra
y del mar, y dejarle desterrado allí desde donde ni su nombre ni su fama pueda
llegar hasta nosotros ni su persona pueda alterar la tranquilidad de esta
ciudad. Ésta es mi propuesta: que se envíen inmediatamente unos legados a Roma
para dar satisfacción al Senado, otros para comunicar a Aníbal que retire el
ejército de Sagunto y entreguen al mismo Aníbal a los romanos».
La diatriba contra Aníbal adquiere un tono
explosivo al pedirse la entrega al enemigo del máximo responsable de la
política cartaginesa de ultramar. Si comparamos la versión polibiana (III
29-33), más cercana a los hechos, en la que nada se dice sobre Hannón el
Grande, con lo que nos cuenta Livio al respecto, surgen dudas sobre la veracidad
del episodio.
¿Es creíble que un noble cartaginés demandara
la extradición de un compatriota, por muy enemistado que estuviera con él, para
ser entregado al enemigo común? La respuesta no puede ser otra que,
decididamente, no. Ningún argumento serio puede avalar semejante abismal
distanciamiento entre los diferentes grupos políticos como nota dominante del
estado de opinión de Cartago. Observamos aquí un trasplante de la controversia
romano-cartaginesa a un escenario ficticio. Al presentar Livio las críticas a
Aníbal como fruto de una discusión interna cartaginesa, no hace sino intentar
dar mayor peso a la postura romana. El lector de Livio debe deducir de ello que
no sólo los romanos sino también una buena parte de sus propios compatriotas
veían la actuación de Aníbal con malos ojos y por consiguiente daban la razón a
Roma al mantenerse firme e irreconciliable contra Aníbal. Livio pretende
transmitir una imagen ambivalente de la ciudad púnica, la cual, imbuida de un
sentido de su propia culpabilidad, habla con dos voces. O, dicho de otra
manera, la ciudadanía cartaginesa vacila en actuar conjuntamente contra Roma.
Exactamente en este punto se asienta la propaganda romana. Para sustraerse a su
considerable parte de responsabilidad en el estallido de la segunda guerra
púnica, los romanos la cargan unilateralmente sobre los hombros de Aníbal. La
trama de una profunda división ciudadana dentro de Cartago, cuyo partido de la
paz, representado por Hannón el Grande, no dice otra cosa que lo que los
romanos quieren oír, es un ingenioso ardid de la historiografía romana para
exculpar a los máximos responsables del litigio. La sugestiva imagen de las
vacilaciones de Cartago sirve para aumentar la culpa de Aníbal, declarado así
único responsable de la guerra.
Como podemos suponer, la realidad histórica
contrastable difiere bastante de la proyección ideológica filorromana. Cuando
Aníbal, antes de asediar Sagunto, coordina con Cartago su futuro modo de
proceder, no se producen disensiones. La metrópoli apoya incondicionalmente
todas las iniciativas de Aníbal en suelo hispano. Luego, una vez estallada la
guerra, permanecerá fiel a su lado hasta el final. Constatamos una plena unidad
de criterio entre Cartago y Aníbal que nunca se quebrantará y que especialmente
se pone de manifiesto en momentos de crisis.
Sin duda alguna, existían en Cartago
opositores al partido bárquida, pero su crítica nunca iba tan lejos como
pretende hacernos creer Livio. Al ser amenazada Cartago por Roma y dibujarse
otra vez el fantasma de la guerra, la ciudadanía cartaginesa cierra filas en
torno a una causa común.
No olvidemos que la declaración de guerra se
produce por mediación de una embajada romana llegada a Cartago a tal efecto.
Querer poner en duda esta unidad de acción constituye una proyección posterior
e interesada de la historiografía romana.
Los dos casos observados que recalcan el
comportamiento romano ante el asalto a Sagunto, así como la actitud de Cartago
ante el estallido de la segunda guerra púnica, evidencian la postura de las
fuentes filorromanas, dispuestas a retocar la narración de los hechos para
mejorar la imagen de Roma.
El siguiente ejemplo, a pesar de seguir por
los mismos derroteros, nos presenta la situación opuesta. Veremos hasta qué
punto la visión cartaginesa de un hecho concreto influye en su percepción y
posterior divulgación, contribuyendo a la creación de otro mito. En su centro
se inserta el episodio del paso de los Alpes. Por una parte, los estudios más
recientes (véanse las observaciones de Jakob Seibert al respecto) certifican
que, gracias a una excelente preparación logística, el pasaje pudo realizarse
sin mayores impedimentos. Sin embargo, nuestras fuentes hacen hincapié en las
penalidades del ejército púnico en el ascenso y el descenso de la alta montaña
y las sangrientas luchas libradas con tribus hostiles, y todo esto no lo hacen
sólo por motivos literario-dramáticos, sino para establecer una concordancia
con el resultado: las grandes pérdidas sufridas por Aníbal al final del
trayecto.
Según datos que nos proporciona Polibio (111
56), al llegar al valle del Po Aníbal sólo contaba con algo menos de la mitad
de los efectivos con los que había iniciado la escalada. ¿Cómo explicar esta
gran desproporción que existe entre la buena coordinación de la operación y el
exorbitante número de bajas sufridas? Sólo hay dos conclusiones posibles: o la
operación no estuvo bien preparada o las pérdidas fueron bastante menores de lo
que los autores antiguos certifican. Si consideramos esta segunda evidencia
como la más probable, cabe cuestionarse: ¿Qué intención se manifiesta al
consignar un alto número de pérdidas? ¿De dónde proviene esta información?
La única fuente documental que nos facilita
cifras concretas sobre el volumen del ejército púnico es la famosa inscripción
del templo de Juno Lacinia erigida por Aníbal a finales de su campaña itálica,
mediante la cual el general cartaginés celebra sus hazañas (res gestae)
y que Serge Lancel ha calificado acertadamente como «monumento de una gran
ambición». Según lo que el mismo Aníbal cuenta, al llegar a Italia después del
paso por los Alpes su ejército se componía de escasos 20.000 infantes y 6.000
jinetes (Polibio III 33, 56). Esta cifra, casi nunca cuestionada, pues al ser
Aníbal su fuente parece ganar credibilidad, es sin duda falsa. Pues habría que
preguntarse cómo Aníbal, con tan pocos efectivos, pudo, en tan poco tiempo,
lograr victorias tan sonadas contra ejércitos romanos tan superiores.
Observamos aquí una cuantificación interesada del dispositivo militar púnico.
Parece ser que Aníbal pretendió minimizar los efectivos de su ejército para
enaltecer con ello la magnitud de sus posteriores éxitos.
Al recoger los autores antiguos estos datos
sin ponerlos en duda se acentúa el suspense del paso de los Alpes. El resultado
de la inédita hazaña es la dramática disminución de los acompañantes del
carismático protagonista, quien, a pesar de eso, prosigue imperturbable sus
metas. La gesta del debilitado Aníbal, que pocas semanas después de atravesar
tantas peripecias es capaz de derrotar a varios ejércitos romanos,
restableciendo así el pisoteado honor —a raíz de la primera guerra púnica— de
las armas cartaginesas, adquiere más mérito aún.
Unos años después de Aníbal, su hermano
Asdrúbal realizará igualmente la travesía de los Alpes al frente de un
ejército, pero esta acción no tuvo una resonancia comparable en las fuentes.
¿Será esto debido tal vez a que los romanos lo derrotan al llegar a Italia, por
lo que no se precisaba ninguna justificación del hecho, elevándolo a una gesta?
Sin duda alguna, la imagen de un Aníbal preocupado frenéticamente por llegar a
Italia sin reparar en el desgaste que ello pudiera ocasionar, arriesgando la
pérdida de la mitad de sus hombres, también favorece a la propaganda romana.
Urgía dar una explicación de las tremendas catástrofes militares sufridas por
Roma en el primer año de la guerra. Al evocar el paso de los Alpes como
prodigio hercúleo, más obra de los dioses que de los mortales, y presentar al
mismo tiempo a Aníbal como un aventurero irresponsable, sin miramientos para su
propio ejército, que encaja las bajas propias sin parpadear, se atenúan las
derrotas romanas. Se esconden bajo esta cortina de humo los fracasos
estratégicos de la cúpula de mando romana totalmente sorprendida y desprevenida
en el momento de la llegada de Aníbal a Italia.
Semejantes percepciones, sugestivas desde
luego pero inverosímiles, poco tienen que ver con la realidad histórica, que
discurre por cauces bien distintos. Las primeras operaciones de Aníbal se
caracterizan por su premeditación, su buen planteamiento logístico y su
tremenda efectividad, como evidencia la iteración de triunfos acumulados en un
brevísimo espacio de tiempo.
Detengámonos, por fin, a examinar de cerca las
repercusiones de la tan real como legendaria batalla de Cannas. La visión
general que obtenemos al repasar las fuentes que nos la transmiten es la de un
ataque frontal de ambos ejércitos, por cierto bastante desiguales en cuanto a
número y a calidad. A los casi 90.000 soldados del bando romano se oponen unos 50.000
combatientes púnicos, entre los que destaca una imponente formación de
caballería.
Según los relatos más detallados que de ella
poseemos, la batalla toma el curso que Aníbal había diseñado de antemano. El
enorme rectángulo compuesto por la infantería romana avanza pesadamente,
hostigado por la caballería y la infantería púnica, hasta que va siendo frenado
por la resistencia que encuentra en la periferia de sus líneas, así como por su
desmesurada masificación, que lo inmoviliza al quedarse parado. Vemos actuar,
entrecruzándose, dos principios contradictorios. En una parte predomina la
concentración de todo el potencial disponible para deshacer rotundamente la
formación enemiga. En la otra parte observamos una mayor diversificación
táctica del contingente numéricamente inferior, que suple este déficit
aumentando su flexibilidad y rapidez.
Sin querer poner en duda estos parámetros
operativo sin embargo cabe cuestionarse: ¿se desarrolló la lucha siguiendo tan
al pie de la letra como recalcan nuestras fuentes estos criterios? Aparte de la
dificultad de maniobrar con masas humanas tan enormes, también hay que contar
con otros problemas, por ejemplo la sincronización de los procesos de
transmisión de órdenes y su pronta ejecución. Es de sobra sabido que ninguna
batalla suele ceñirse totalmente al plan trazado de antemano. Casi siempre hay
que admitir una alta dosis de improvisación. Muy a menudo acontecen situaciones
inesperadas a las que hay que dar una respuesta adecuada. En los momentos más
críticos, todo depende de que la cadena de mando funcione, que impere un máximo
de coordinación entre los distintos cuerpos de ejército implicados en la pugna
y que cuando se presenten situaciones adversas se reaccione con serenidad y
aplomo. Entrenamiento, experiencia, compenetración y profesionalidad suelen ser
los factores más importantes para poder imponerse al enemigo. En estos aspectos
el ejército de Aníbal superaba a la inmensa masa de legionarios romanos,
novatos en su gran mayoría y capitaneados por oficiales poco experimentados.
Son con seguridad estas ventajas las que
propician el éxito del ejército púnico. Especialmente si tenemos en cuenta que
la batalla no se desarrolló de un modo tan claro y esquemático como los autores
antiguos narran. ¿Hasta qué punto es fiable el relato de los altibajos del
combate y ante todo la consignación de sus resultados? Recordemos que todos los
textos registran unas altísimas bajas por parte romana en contra de los
infinitamente menores estragos causados en el bando cartaginés (Polibio III
117). Si comparamos estas cifras y las relacionamos con los eventos que a
continuación se suceden, podemos efectuar dos lecturas distintas sobre las
repercusiones de Cannas. La primera y más tradicional nos lleva a considerar
que Cannas se saldó con una aplastante victoria cartaginesa, desperdiciada
luego por la posterior indecisión de Aníbal al no marchar a Roma para recoger
los frutos de su éxito. Según esta interpretación obtenemos una imagen de
Aníbal que resalta su capacidad como comandante en el campo de batalla al
tiempo que lo desacredita como estratega y estadista.
Otra lectura podría contemplar, sin embargo,
el resultado de la batalla como bastante menos favorable a Aníbal de lo que las
fuentes sugieren. Sus pérdidas bien pudieron ser mucho más elevadas de lo que
creemos. El estado de su ejército, después de resistir la terrible embestida de
las legiones romanas, puede haber sido dramático al quedar malparado después
del descomunal choque y precisar tiempo y refuerzos para recuperarse. Las menores
pérdidas del ejército cartaginés, comparadas con las mucho mayores de los
romanos, merman significativamente su futura capacidad de acción. Gracias a su
gran potencial demográfico, Roma podía conseguir nuevas levas con sorprendente
rapidez. Éste no era el caso de Aníbal, quien no podía procurarse refuerzos tan
fácilmente. Su ejército, altamente profesional y por eso superior al del
enemigo, con cada baja sufría una sensible disminución de su combatividad.
La primera lectura encajaría bien con los deseos
de la aristocracia romana, cuyos representantes más preeminentes tenían interés
en presentar a su contrincante como un temible enemigo, circunstancia que
contribuiría a ennoblecer su posterior victoria. La segunda lectura, bastante
menos politizada que la primera, y por eso con más probabilidades de veracidad,
explicaría convincentemente por qué Aníbal después del triunfo de Cannas
desiste de emprender la marcha hacia Roma.
Al conocerse la magnitud de la catástrofe de
Cannas la población de Roma acoge al derrotado y desmoralizado cónsul Cayo
Terencio Varrón, según el testimonio de Tito Livio (XXII 61, 13-15), de la
siguiente manera: «Sin embargo, estas derrotas y deserciones de los aliados no
lograron que se hiciera mención alguna sobre la paz entre los romanos ni antes
de la llegada del cónsul a Roma ni después de su vuelta que renovó el recuerdo
de la derrota recibida. En aquel tiempo los ciudadanos mostraron tal grandeza
de ánimo que al cónsul, que regresaba de una derrota tan grande y de la que él
había sido el máximo responsable, acudieron en masa a recibirle todas las
clases sociales y se le dio las gracias por no haber desesperado de la
situación de la patria, aunque, si hubiera sido general de los cartagineses, no
habría podido evitar el castigo».
Este relato histórico procedente de la pluma
de Tito Livio es un texto clave para descifrar el engranaje y mensaje
ideológico de Roma en su guerra contra Cartago. Nos muestra, al margen del tono
patético que lo envuelve, una realidad indiscutible, fuera de toda duda: la
firmeza de Roma de no doblegarse ante el acoso de Aníbal por muy agobiante que
éste fuera. Desde luego el espíritu de combatividad, así como el firme deseo de
no claudicar ante las gravísimas adversidades encajadas, continúan estando
intactos después de Cannas. Livio tiene razón cuando ensalza la extraordinaria
voluntad de resistencia del pueblo romano.
Por lo demás, todo lo que el párrafo contiene
no podría estar más lejos de la verdad. El ambiente que rezuma de la situación
descrita resulta ser bastante anacrónico. Además el texto pretende evocar la
imagen de una comunidad imperturbable y generosa, capaz de movilizar altas
cuotas de concordia ciudadana en momentos de crisis y contrastarla con la
mezquindad púnica. Sin embargo, una comparación de la situación real, vigente
en Roma en los días siguientes a Cannas, con la ficción literaria del derrotado
cónsul felicitado y consolado por sus conciudadanos nos revela sin tapujos el
montaje propagandístico de la escena.
En contra de lo que el párrafo de Tito Livio
sugiere, en Roma no predomina una resignada y viril atmósfera de solidaridad
civil; lo que cunde en la ciudad es el pánico. Más que la serenidad y confianza
en el futuro, son el miedo y la desesperación los sentimientos que afectan a la
abrumadora mayoría de la población. Se debate sobre la conveniencia de
abandonar la ciudad, resistir o resignarse a lo inevitable. Ante la expectativa
de que el temible ejército púnico, con el invencible Aníbal a la cabeza, pueda
aparecer en cualquier instante ante las murallas de la ciudad, el pueblo romano
cae en una profunda depresión. Detectamos todos los síntomas de crisis que una
situación tan tensa produce. Fanatismo religioso, prácticas mágicas y toda
clase de supersticiones se desatan de forma más o menos controlada para
intentar afrontar el oscuro porvenir. El delirio reinante llega a su punto
culminante al ofrendarse sacrificios humanos para aplacar a los dioses, al
parecer descontentos con Roma. Significativamente las víctimas de estas
inmolaciones son extranjeros, chivos expiatorios de la locura colectiva que
invade al pueblo romano. Esta circunstancia, por sí sola, basta ya para
detectar el carácter ideológico del texto de Livio, fruto de una visión muy
posterior y filtrada que pretende dignificar la crisis que estalla en Roma
después de la derrota de Cannas atenuando y disfrazando sus más desagradables
efectos.
11. Roma no cede: la lucha continúa y se extiende
Poco a poco, y en la medida en que el esperado
asedio púnico de Roma no se produce, va retornando la calma y la normalidad a
la ciudad. Una vez superado el inmenso golpe que supone la catástrofe de
Cannas, la actividad política vuelve a sus cauces rutinarios. Profundamente
conmocionados por los efectos de una estrategia equivocada, los romanos forman
una piña en torno a la elite senatorial y se proponen actuar en el futuro con
mucha más cautela y energía. Aumenta el grado de cooperación entre los
diferentes estamentos sociales y también se entierran las múltiples rencillas
persistentes que tanto habían dificultado en el pasado la acción común. Los
candidatos a los distintos cargos político-militares que a partir de ahora
propone el senado son aprobados sin rechistar por la asamblea del pueblo. Para
su selección imperan criterios prácticos, ante todo su aptitud militar, y no
políticos, como había sucedido en alguna ocasión anterior con los consabidos
catastróficos resultados. Este nuevo planteamiento es fundamental para
profesionalizar la actuación del estado mayor romano y poner a las tropas, que
han sobrevivido a las pesadillas pasadas, bajo el mando de generales más
cautelosos y hábiles. Experimentados senadores con fama de prudentes y
reflexivos, como Quinto Fabio Máximo o Marco Livio Salinátor, vuelven a ser
reactivados. Otros de los que se esperaba actuasen comedidamente obtienen la
oportunidad de demostrar su valía. Marco Claudio Marcelo, Quinto Fulvio Flaco,
Cayo Claudio Nerón o los hermanos Escipiones, por citar sólo a algunos
ejemplos, serán los depositarios de las esperanzas romanas en la lucha contra
Aníbal y Cartago que Roma se obstina en proseguir a toda costa.
Paralelamente al reclutamiento de un nuevo
alto mando, se movilizan todos los recursos terrestres y marítimos disponibles
y se reclama la colaboración de los aliados itálicos fieles a la causa de Roma;
incluso se llega al extremo de reclutar un contingente de 8.000 esclavos para
paliar la falta de combatientes. En un tiempo récord se consigue rehabilitar a
más de una docena de legiones, de las que desde luego sólo algunas contaban con
su total potencial ofensivo. Después de una breve fase de entrenamiento, son
trasladadas rápidamente a los distintos comandos regionales que se están
creando (Roma, Apulia, Campania, Tarento). Mediante tal alarde de efectividad,
se pretende ante todo afianzar la presencia militar romana en Italia y evitar
así nuevas deserciones de los aliados itálicos.
Nadie quiere enfrentarse otra vez a Aníbal,
que sigue operando en Campania, donde su aliada Capua le sirve de cuartel
general. Su próximo objetivo es la conquista de Nola, cosa que no consigue.
Como se acerca el mal tiempo, se ve obligado de retirarse a Arpi para invernar.
La misión de las fuerzas romanas es intimidarle, cercarle sin combatir y, al
mismo tiempo, hostigar a los aliados itálicos de Cartago. Por estas fechas la
prioridad estratégica romana puede ser reducida a la fórmula de impedir que el
nuevo aparato militar, tan penosamente reclutado, vuelva a ser guiado por
oficiales inexpertos o ineptos. Se impone el criterio de retornar a la táctica que
en el pasado ya había puesto en vigor Quinto Fabio Máximo: minimizar el riesgo
propio y hacer una guerra de desgaste contra Aníbal.
La importancia numérica del nuevo potencial
bélico posibilita una presencia activa de legiones romanas en diferentes puntos
del escenario militar itálico, así como en ultramar. El mayor núcleo de tropas
se dedica a observar de cerca los pasos de Aníbal y de sus generales (Hannón,
Bomílcar, Amílcar, etcétera) en el sur de Italia. No pueden evitar que los
emisarios púnicos consigan el concurso de nuevos partidarios en tierras de los
brutios y locrios, a los que se suman algunas ciudades griegas de la zona.
En el otro bando, el victorioso ejército
cartaginés, sensiblemente debilitado después del desgaste sufrido en Cannas,
precisa urgentemente refuerzos para seguir manteniéndose invicto en suelo
itálico. Éstos sólo podían venir de Cartago o de Hispania. Roma, muy consciente
de la situación, activa su flota en el Mediterráneo central para impedir los
suministros que desde Cartago pudieran alcanzar Italia por vía marítima. Para
imposibilitar la llegada de tropas frescas procedentes de Hispania, los romanos
potencian allí sus actividades bélicas y someten a las unidades púnicas que
guarnecen la Bética a un constante acecho.
Desde el verano del año 218 a.C. un ejército
romano se desenvuelve a sus anchas al sur de los Pirineos. Después de concluir
felizmente una serie de combates, los romanos logran establecerse en suelo
hispano, ya que los cartagineses se ven impotentes para poder expulsarlos. Como
podemos constatar, los romanos responden a la ofensiva itálica de Aníbal con
los mismos métodos que emplea el general cartaginés. Al igual que Aníbal, cuya
presencia en Italia pretende socavar los cimientos de la federación
romano-itálica, las legiones de los hermanos Escipiones quieren incitar a los
pueblos hispanos a que abandonen la causa de Cartago.
Sus actividades se dirigen a las comunidades
ibéricas de Cataluña, las cuales llevan muy poco tiempo, concretamente desde el
verano del año 218 a.C., perteneciendo al dominio bárquida y por eso parecían
susceptibles de pasarse al bando romano. Debido a la política de captación y
también al estacionamiento permanente de importantes contingentes militares en
la zona, Roma consigue adhesiones y con ello consolida su presencia en el norte
de Hispania. Desde el inicio de la guerra, los hermanos Escipiones, Publio al
mando de la flota y Gneo en cabeza del ejército de tierra, operan con éxito al
sur de los Pirineos y logran, tras expulsar a las tropas púnicas estacionadas
allí por Aníbal, entorpecer las líneas de suministro que enlazan el ejército
cartaginés en Italia con sus bases de intendencia hispanas. La incursión que
llevará a la flota romana hasta Ibiza y la derrota que infligen las legiones
romanas a las tropas púnicas, superiores en número, cerca de Iliturgi, son las
gestas más destacadas.
Los dos primeros años de guerra presentan
características inversas en lo referente a los parámetros de actuación de ambos
contrincantes. Es decir-, lo que sucede en el teatro de guerra itálico está en
contradicción y es compensado por lo que pasa simultáneamente en Hispania.
Mientras que Aníbal derrota a los romanos una y otra vez en su propio terreno,
se ve impotente para impedir que los hermanos Escipiones exhiban triunfalmente
las armas romanas por la Península Ibérica.
Si contemplamos ambos escenarios, fuera de la
comparación del balance político-militar en los dos frentes, salta a la vista
un hecho digno de ser retenido. Análogamente a la actuación del clan bárquida,
responsable de la expansión ultramarina de Cartago, la familia romana de los
Escipiones está adquiriendo un protagonismo político-militar comparable al de
sus homólogos púnicos que le permitirá sobresalir del colectivo aristocrático
romano. El auge de los Escipiones aparece desde el principio estrechamente
ligado a Hispania. Será este país, cuna de sus primeros laureles, la plataforma
de su futura carrera. Si nos adelantamos aquí en el relato de los acontecimientos
y los enjuiciamos a través de la óptica romana, el gran mérito de los
Escipiones consistirá en neutralizar la base logística de Aníbal y luego, en el
transcurso de la guerra y después de sufrir enormes reveses, conseguir bajo los
auspicios del joven Publio Cornelio Escipión expulsar a los cartagineses de
Hispania. Durante largos años, los hilos de la política hispana de Roma serán
movidos por los Escipiones, quienes de manera decisiva influirán en el proceso
de conquista y romanización del país.
Con la inclusión de Hispania en la guerra de
Aníbal contra Roma se activa un nuevo escenario bélico de trascendental
importancia para el futuro curso de la contienda. La extensión del conflicto a
vastas zonas del litoral mediterráneo implica un sustancial aumento de los
recursos empleados y prolonga con ello su duración. Esta situación es
registrada atentamente por Aníbal, cuyo interés es garantizar el aprovisionamiento
de un ejército que al operar en territorio enemigo depende altamente de un
sistema de comunicaciones intacto. Mientras se pueda mover libremente por
Italia y recibir periódicamente suministros de Cartago e Hispania, Aníbal no ve
motivo para intranquilizarse. El precio de la guerra lo seguían pagando los
romanos, quienes todavía no habían conseguido resarcirse de las derrotas
encajadas. Además, se ven obligados a soportar que los cartagineses campen a su
antojo por Italia. Aníbal aprovecha la situación para emprender expediciones de
pillaje y devastación que le posibiliten obtener botines y desmoralizar a los
pueblos adeptos a Roma. Algunas regiones tardarán decenios en recuperarse de
los daños sufridos.
Más problemático que los estragos que padece
el medio ambiente es para Roma el asunto de la consistencia de la federación
romano-itálica, que corre el riesgo de desmembrarse de modo irreparable si Roma
vuelve a encajar otro revés comparable al de Cannas. Semejante amenaza se abate
como espada de Damocles sobre el alto mando romano. Perfectamente al corriente
de esta debilidad, Aníbal no cesa de ejercer una constante presión contra el
aparato militar romano sin desperdiciar ninguna oportunidad. Le vemos, por
ejemplo, en pleno invierno hostigando la ciudad campana de Casilino, que al
final conquistará.
Aníbal quiere agobiar a su enemigo en todos
los terrenos para impedir que éste pueda llevar la iniciativa de la guerra. En
el centro de esta estrategia se inserta la búsqueda de nuevos aliados fuera de
Italia para estrechar el cerco de Roma y obligarla a batirse en más frentes.
Uno de los potenciales enemigos de Roma,
posiblemente el más poderoso de todos, es Filipo V de Macedonia. Hacía tiempo
que estaba enojado con los romanos porque éstos no desperdiciaban ninguna
ocasión de intervenir en la región ilírica-dálmata. Filipo V valora
negativamente esta actitud, que considera como una intromisión en la
tradicional zona de influencia de la monarquía macedónica. Por eso, en el cenit
de los éxitos cartagineses en Italia, se llega a la conclusión de un tratado de
amistad y cooperación entre Aníbal y el rey de Macedonia, ratificado por los
miembros del consejo de Cartago presentes en la ceremonia de juramento en el
campamento cartaginés de Capua. La cláusula más importante del acuerdo es la
promesa de apoyo mutuo en la guerra contra Roma. Mediante esta nueva alianza, un
gran estado territorial griego del Mediterráneo oriental entra a formar parte
de la coalición antirromana que Aníbal siempre había anhelado confeccionar. Al
mismo tiempo se cumplen las aspiraciones cartaginesas de abrir un nuevo frente
contra Roma en la ribera adriática que sirva para fraccionar el potencial
militar romano. Aunque Filipo V no ejerce una beligerancia activa, la
hostilidad de Macedonia obligará a Roma a distraer fuerzas que de lo contrario
habrían podido ser empleadas directamente contra Aníbal o en Hispania o contra
Cartago.
A través de Polibio (VII 9) nos enteramos del
contenido del tratado, cuyos párrafos nos dan cuenta de la siguiente situación:
«Los cartagineses serán enemigos de los que hagan la guerra al rey Filipo, a
excepción de los reyes, las ciudades y los linajes con los cuales tengamos
juramento de amistad. Vosotros, los macedonios, seréis también aliados en esta
guerra contra los romanos, hasta que los dioses nos cedan a todos la victoria.
Nos ayudaréis como convenga, en la forma que acordemos. Y si los dioses hacen
que esta guerra que hacemos todos contra Roma y sus aliados la acabemos con
buen éxito y ellos buscan nuestra amistad, accederemos, pero de manera que esta
amistad valga también para vosotros, y así no les sea nunca lícito declararos
la guerra, ni dominar Corcira, ni Apolonia, ni Epidauro, ni Faros, ni Dimale,
ni Partino, ni Atintania. Restituirán a Demetrio de Faros sus amigos que ahora
se encuentran en poder de los romanos. Y si éstos os declaran la guerra, o nos
la declaran a nosotros, nos ayudaremos mutuamente, según precisemos unos y
otros. Y también si la declaran a terceros, a excepción de aquellos reyes,
ciudades o linajes con los cuales tengamos juramento de amistad. Y si nos
parece necesario añadir o suprimir algo de este juramento, lo suprimiremos o
añadiremos, según parezca bien a las dos partes».
El acuerdo estipulado entre Cartago y Filipo V
de Macedonia en el momento de máximo apogeo de las armas cartaginesas (215
a.C.) es el único documento contemporáneo del que tenemos constancia que nos
permite sacar conclusiones sobre las metas políticas de Aníbal. Como el texto
del tratado demuestra, Aníbal no pretende borrar a Roma del mapa político, ni
siquiera parece querer romper su hegemonía sobre una parte del territorio
itálico. Tampoco se opone a la evidente existencia de un poderoso estado
romano. Lo que Aníbal sí quiere evitar a toda costa es la preponderancia romana
sobre el Mediterráneo occidental, de la que tan mal sabor de boca tenían los
cartagineses, al recordar por ejemplo la incautación de Sicilia y el rapto de
Cerdeña. Los planteamientos de Aníbal no están encaminados a la construcción de
un todopoderoso imperio cartaginés que anulara la existencia política de sus
rivales. En la propuesta de Aníbal salta a relucir la idea de un sistema de
soberanía compartida entre estados más o menos comparables. Observamos un
intento de adaptación del sistema político helenístico que desde hace un siglo
impera en los países de la cuenca del Mediterráneo oriental. Las monarquías
recortadas de la extensa y por ello ingobernable masa del imperio de Alejandro
Magno (Macedonia, Siria, Egipto) se contrarrestan entre sí e impiden la
formación de un estado hegemónico que las pueda subyugar.
Tal y como apreciamos, las concepciones
políticas de Aníbal, impregnadas de pragmatismo, distan mucho de estar
enturbiadas por el embriagador efecto de sus recientes triunfos. Su nota
predominante la constituye una visión clara del futuro, así como un análisis
realista de los propios recursos y de los del enemigo.
Si bien la alianza entre Cartago y Macedonia
incrementa notablemente el prestigio de Aníbal en el mundo griego, mucho más
espectacular aún es el giro que se produce en Siracusa, la secular enemiga de
Cartago, al pasarse al bando de Aníbal. En verano del año 215 a.C. fallece
Hierón de Siracusa, quien desde comienzos de la primera guerra púnica (264
a.C.) había abrazado la causa de Roma, permaneciendo fiel a ella durante el
transcurso de su largo reinado. A raíz de las luchas internas que estallan para
llenar el vacío de poder ocasionado por la desaparición del longevo monarca,
Jerónimo logra ocupar el trono siracusano. El nuevo rey de Siracusa no esconde
su simpatía por Aníbal. Éste, siempre bien informado de lo que sucede en
Siracusa, manda a la metrópoli griega de Sicilia a dos próceres siracusanos que
sirven en su ejército y que poseen la ciudadanía cartaginesa para intensificar
las negociaciones en favor de una alianza antirromana y procurar atraerse a los
enemigos de Roma hacia la causa de Cartago. Al cabo de una serie de
convulsiones internas y peleas ciudadanas en el transcurso de las cuales cae el
joven rey (verano del año 214 a.C.), Hipócrates y Epicides, los agentes de
Aníbal, logran adquirir una influencia decisiva y merced a ella movilizar el
potencial militar siracusano contra Roma.
Sicilia, la plataforma natural del desembarco
romano en el litoral africano, queda seriamente amenazada por la defección de
Siracusa. Además, la ciudad puede brindar a la flota púnica el disfrute de un
excelente puerto-escala, valiosísimo baluarte de apoyo para las operaciones del
ejército de Aníbal concentrado por aquel entonces en la Italia meridional. Sin
demora alguna, Roma se apresura a estacionar nuevas legiones en Sicilia y
redobla los esfuerzos para limitar las consecuencias negativas que conlleva la
pérdida de una ciudad tan importante estratégicamente. Nace un nuevo frente y
Roma se ve obligada a recuperar Siracusa para conservar el control de la isla,
tan vital por la cantidad de cereales que suministra a Italia.
Las alianzas con Macedonia y Siracusa dan
prestigio al ataque cartaginés a Roma, que a partir de ahora se convierte en
una empresa global respaldada por potencias de gran renombre. Los vínculos
entre los nuevos aliados no se estrechan en primera línea para consumar un
proyecto claramente definido, sino más bien por los análogos sentimientos de
animadversión contra Roma.
A partir del año 215 a.C. los campos de
batalla proliferan por doquier y se extienden por medio mundo mediterráneo. En
su extremo más occidental, son los Escipiones quienes pugnan con Asdrúbal
Barca, disputándole la posesión de las zonas mineras de Hispania, fuente de
financiación de la guerra. En su centro, donde se ubica el principal teatro de
operaciones, el ejército de Aníbal controla el sur de Italia, y las legiones de
Quinto Fabio Máximo y Tiberio Sempronio Graco lo acosan con la pretensión de
cortar su radio de acción. Paralelamente, flotas romanas y púnicas surcan las
aguas del Mediterráneo occidental intentando neutralizarse. Cartago despacha un
cuerpo expedicionario a Cerdeña para recuperar la isla, donde sin embargo
encuentra una fuerte resistencia que frustrará la acción. En Sicilia las tropas
de Marco Claudio Marcelo y Apio Claudio Pulcro combaten contra mercenarios
cartagineses y se preparan a sitiar Siracusa. En el Adriático aparece una flota
romana al mando de Marco Valerio Levino con la misión de disuadir a Filipo V de
Macedonia de invadir Italia.
Un inmenso frente que abarca de oeste a este
la zona que va del valle del Guadalquivir al mar Jónico y, desde el norte al
sur, la región delimitada por los Alpes y el desierto del Sahara marca la pauta
de los acontecimientos interrelacionándolos y condicionando su mutua
dependencia. Pero la guerra no sólo cambia respecto a la extensión de su campo
de acción, sino que también adquiere otro ritmo muy diferente del que hasta
ahora había imperado. El factor sorpresa, la velocidad y los intrépidos
movimientos de tropas a través de grandes espacios geográficos, elementos todos
ellos que caracterizan la fase inicial de la contienda, dan paso a una
regionalización de los escenarios bélicos. Su nuevo curso lo determinan la
guerra de trincheras, los asedios de ciudades, la defensa de las líneas propias
y una encarnizada pelea por controlar las bases de aprovisionamiento del
adversario. Observamos una lucha de desgaste que cuanto más tiempo dura, más
estragos causa a quien tiene mayores dificultades para lograr recomponerse. Al
ir apagándose el dinamismo inicial, se reducen sensiblemente las posibilidades
de Aníbal de concluir con éxito sus objetivos. Aníbal tiene que emplear todas
sus energías y recursos para mantener el statu
quo. Sólo así podrá evitar que su ejército, acostumbrado a llevar la
iniciativa, pase a ser hostigado y obligado a reaccionar ante las acciones de
su rival. Cada año que transcurre sin que sus enemigos encajen una derrota es
perjudicial para Aníbal y favorable a los intereses de Roma.
Este cambio de situación, que a partir del año
214 a.C. empieza a percibirse con claridad, se ve contrastado por los vaivenes
de la guerra, los cuales deparan victorias), descalabros de forma alternativa a
ambos contrincantes. Al cabo de una racha de relativa inactividad, Aníbal
consigue en el año 213 a.C. anotarse un importante tanto a su favor. Tarento,
la ciudad griega más importante en suelo itálico, abandona la alianza contraída
con Roma y se pasa a Aníbal. Después de Capua y Siracusa, ya son tres grandes
ciudades las que abrazan la causa de Cartago. Sin embargo, la inicial alegría
de Aníbal pronto se verá empañada, pues la ciudadela de Tarento, sólidamente
fortificada y emplazada en un montículo desde donde se controla fácilmente la
actividad portuaria, permanece ocupada por una guarnición romana. Casi cuatro
años resistirá a toda clase de asedios sentando con ello un precedente de
tenacidad. Este gesto ilustra, como ya sucediera después de la derrota de
Cannas, la inquebrantable voluntad de victoria por parte de Roma. Esquivando a
Aníbal, haciendo de la defensa una virtud, un modelo de irreductibilidad, Roma
va recuperando paulatinamente su capacidad militar y la fe en su propia fuerza.
Sólo le faltaba ahora adjudicarse alguna victoria para procurar cambiar la
suerte de la guerra.
¿Cómo funciona la cooperación entre Aníbal y
Cartago después de estallar el conflicto armado? A pesar del impedimento que
representa la distancia que media entre ambos, desde el primer momento la
metrópoli púnica no deja de apoyar todas las actividades que Aníbal emprende.
El ataque frontal lanzado al corazón de Italia hace desistir a los romanos,
plenamente ocupados en defenderse, de llevar la guerra al norte de África.
Libre de la terrible presión que habría supuesto tener a las legiones romanas
ante sus murallas, Cartago se dedica a coordinar las operaciones de los
ejércitos púnicos que se baten en los diferentes frentes. Acapara en sus
almacenes víveres y armas. Recluta y entrena a contingentes de mercenarios.
Manda regularmente naves que transportan avituallamiento y soldados a Hispania
e Italia. Instiga golpes de mano a través de su armada para apoyar las
operaciones terrestres de Aníbal y las de sus lugartenientes. Cumplir estas
misiones supone un gran esfuerzo que sólo es posible realizar mientras
funcionen las redes comerciales, sigan sucediéndose las importaciones de
metales preciosos de Andalucía y África y entren en las arcas de Cartago los
tributos recaudados en Libia. Desde luego, cuanto más se prolonga el conflicto,
más difícil es mantener intactos todos los canales comerciales y económicos.
Nada nos dicen nuestras fuentes sobre las posibles actividades críticas de la
oposición antibárquida, seguramente preocupada por la duración de la guerra. Es
de esperar que ésta fuese acallada gracias a las sensacionales hazañas de
Aníbal. La consecución de una imponente serie de victorias sobre Roma debió de
halagar a los conciudadanos de Aníbal humillados en el pasado por la
prepotencia romana. Podemos imaginar que se genera un proceso de identificación
entre la ciudadanía y el prodigioso estratega, artífice de la gloria de las
armas púnicas y símbolo de la energía y del temple de Cartago.
En el año 213 a.C. sale a instancias de Aníbal
una flota de Cartago. Su comandante, Himilcón, traslada a una columna de 25.000
hombres al litoral siciliano. Logra conquistar Acragante. Sin embargo no
consigue cumplir el objetivo prioritario de la expedición: romper el cerco
romano de Siracusa. A continuación, otra armada compuesta de 50 embarcaciones
es derrotada por la marina romana, con lo que también fracasa un segundo
intento de liberar a Siracusa de la tenaza de las tropas de Marco Claudio
Marcelo.
A pesar de todos estos reveses, Siracusa sigue
firme en su propósito de independizarse de Roma y permanece por ello fiel a la
causa de Cartago. Su espíritu de resistencia está siendo avivado por un
ciudadano siracusano portentoso, extraordinario prodigio de la física, de las
matemáticas, de la hidráulica, de la mecánica, etcétera, ya considerado por sus
contemporáneos como uno de los más grandes talentos universales: Arquímedes.
Merced a los artefactos construidos según sus instrucciones, así como a un
ingenioso sistema de defensa diseñado por él, las tropas romanas se ven, una y
otra vez, repelidas en sus intentos de tomar la ciudad (Polibio VIII 5-9).
¿Puede considerarse mera casualidad que Aníbal, el inspirado estratega, se
encuentre alineado al lado del genial científico Arquímedes en la lucha contra
Roma? Posiblemente esta conjunción de energía y espíritu, de política y
erudición, de poder y sabiduría refleje de manera paradigmática la unidad de
acción de todos aquellos que se sienten profundamente escépticos ante los
proyectos hegemónicos de Roma.
En la primavera del año 211 a.C. las tropas de
Marco Claudio Marcelo logran por fin, gracias a la negligencia de los defensores
y a la traición, ocupar el perímetro amurallado (epipolae) de la ciudad, considerado como inexpugnable. Por última
vez, los cartagineses hacen todo lo posible para socorrer a sus aliados
siracusanos. Al volver a fracasar en este empeño, la caída de Siracusa en manos
del ejército romano es inevitable. Marco Claudio Marcelo rompe la abnegada
resistencia y penetra en el interior de la ciudad. El siguiente saqueo se cobra
una infinidad de víctimas. Arquímedes será una de ellas. Según los relatos que poseemos
sobre el fin del genial científico, éste aconteció en medio de una situación
paradigmática, fiel reflejo de su vida: enfrascado en la resolución de un
problema de geometría, Arquímedes no presta atención al soldado romano que le
quiere apresar y le ejecuta al desoír su requerimiento. Marco Claudio Marcelo,
profundamente afectado por el percance, hace castigar al instigador de la
muerte del insigne erudito, gloria de Siracusa (Plutarco, Vida de Marcelo 19).
El botín que los romanos obtienen de Siracusa
es de una variedad sensacional. Además de una multitud de prisioneros que
pasarán a la esclavitud, de metales preciosos y mercancías de toda clase, los
romanos se apoderan de innumerables obras de arte griego de una calidad suprema
y de incalculable valor. Una gran parte de ellas (esculturas, pinturas,
columnas, etcétera) servirá para adornar Roma y alentar el interés de sus
clases dirigentes por la cultura griega, sinónimo de refinamiento y prestigio
(Plutarco, Vida de Marcelo 21).
Sin embargo, mucha más importancia que las
riquezas incautadas tiene esta victoria para el estado de ánimo y la moral del
ejército romano. Después de tantas derrotas sufridas, parece perfilarse un
cambio en el curso de la contienda. La conquista de Siracusa es el primer y más
espectacular éxito de las armas romanas, conseguido al cabo de seis penosísimos
años de guerra. El ferviente deseo de vencer a Aníbal cobra nuevas esperanzas.
Éstas se ven alentadas de modo muy especial
por lo que está sucediendo en Italia. La defección de Capua como consecuencia
de la catástrofe de Cannas (216 a.C.) supuso un durísimo golpe para Roma, en
buena parte agravado por los grandes recursos de la ciudad, así como por el
precedente que el abandono de la causa romana pudiera sentar. Para enderezar tan
inoportuno percance, el senado romano toma medidas drásticas. Convoca a un
numerosísimo ejército compuesto por seis legiones al mando de los cónsules
Quinto Fulvio Flaco y Apio Claudio Pulcro y lo estaciona en los alrededores de
Capua. El férreo cerco al que será sometida la ciudad impide cualquier contacto
entre los sitiados y las regiones periféricas dominadas por el ejército de
Aníbal. El alto mando romano quiere sumar la reconquista de Capua a la
recientemente conseguida recuperación de Siracusa.
No menos que para Roma, Capua también está
revestida para Aníbal de un significado muy especial. Fue la primera gran
ciudad itálica que abrazó la causa de Cartago. Aníbal aún no había abandonado
la idea de jugar la carta de Capua como alternativa itálica a Roma. Formaba
parte de sus planes concebir una federación púnico-itálica en competencia con
la capitaneada por Roma, con Capua como potencia hegemónica.
Ávido de impedir la caída en manos del enemigo
de una ciudad tan crucial para sus planes, Aníbal debe actuar sin demora. Como
no dispone de fuerzas suficientes para quebrar el cerco de su aliada campana,
proyecta ejecutar una treta que haga desistir a los romanos en su empeño.
Ordena a su ejército marchar hacia Roma. Con ello pretende acaparar la atención
de las legiones de Quinto Fulvio Flaco y Apio Claudio Pulcro e incitarles a
perseguirle y de este modo lograr levantar el cerco de Capua. Pero los romanos
no se dejan engañar. Saben que Aníbal no puede causar serios daños a Roma y se
mantienen imperturbables, aumentando la presión sobre Capua. Es la primera vez
que el ejército púnico deambula por las inmediaciones de Roma. Fuera del factor
psicológico que supone la presencia de Aníbal ante las murallas romanas (Hannibal ante portas), los efectos
prácticos de este despliegue de fuerzas son más bien contraproducentes. La
maniobra fracasa al no poder evitar que Capua sea liberada del agobiante
asedio. Totalmente extenuada por el largo y severo bloqueo, Capua se rinde
incondicionalmente (211 a.C.). Los romanos sacan un gran provecho
propagandístico de su imperturbable tenacidad. A partir de ahora, pueden
justificar su estrategia de desgaste ante la opinión pública de Italia
aduciendo la recuperación de Capua como primer gran fruto de ella. Al mismo
tiempo, el éxito romano evidencia las deficiencias de la estrategia de Aníbal,
quien se muestra impotente para proteger a sus aliados.
La reconquista de Siracusa y ante todo la de
Capua son los mayores éxitos romanos y también las más amargas derrotas
encajadas por Aníbal en lo que va de la guerra. Sin embargo, estos sensibles
reveses pronto se verán compensados por las victorias de las armas púnicas en
Hispania.
Desde la aparición de las primeras legiones en
la Península Ibérica las tropas cartaginesas se retiran al sur del Ebro dejando
con ello un vasto campo de acción a los romanos. Entre los años 218 a.C. y 211
a.C. los contingentes al mando de los hermanos Escipiones consolidan, por
mediación de tratados de amistad concertados con comunidades ibéricas, la
presencia romana en el norte de Hispania. Intentan luego, de forma esporádica,
penetrar hacia el sur y controlar el litoral mediterráneo, de suma importancia
para las operaciones marítimas de ambos bandos. Dado el reducido núcleo de tropas
romanas del que disponen, que no supera dos legiones, demasiado exiguas para
operar en un marco territorial tan extenso, los Escipiones precisan
aportaciones militares de sus aliados. En el año 211 a.C., y posiblemente
estimulados por la buena marcha de la guerra en Sicilia e Italia, los
Escipiones deciden atacar al ejército púnico en el sur de Hispania. Cuentan con
la promesa de cooperación de una serie de tribus celtíberas. El ambicioso
proyecto, no exento de riesgo, pretende disputar a los cartagineses el control
de las zonas mineras de Andalucía. La campaña fracasa porque, a punto de
estallar el combate, se produce una defección de los celtíberos. Las fuerzas
cartaginesas cercan y vencen al fragmentado ejército romano, que sufre una
derrota total. Publio Cornelio Escipión y su hermano Gneo perecen en el curso
de sendas batallas que tienen que librar por separado. Los supervivientes del
contingente romano que escapan de la matanza se refugian en los confines más
septentrionales de la península. A finales del año 211 a.C. el cuerpo expedicionario
romano destacado en suelo hispano ha dejado de existir.
Semejante sucesión de victorias y derrotas
consecutivas, que por muy espectaculares que sean no producen alteraciones
sustanciales en la balanza militar, provoca que se extienda el cansancio y la
resignación en ambos bandos. Decrece la actividad bélica. Roma disminuye el
número de legiones que combaten en suelo itálico y Aníbal por su parte se
contenta con conservar la integridad y la capacidad operativa de su ejército.
También la Hispania bárquida y Cartago se incorporan a esta línea de actuación.
Sin embargo, el factor tiempo opera a favor de
Roma. A pesar de haber sido los romanos quienes han encajado más y mayores
descalabros, su espíritu de combatividad se conserva intacto, sobre todo a raíz
de los recientes éxitos obtenidos en Siracusa y Capua. Los cartagineses han
acusado serios reveses en Cerdeña y Sicilia, pero consiguen mantener sus
posesiones hispanas. No escapa a su atención que la posición de Aníbal en
Italia se está haciendo más difícil cada año que pasa.
La meta de Roma es aislar a Aníbal y obligarle
a abandonar Italia. Para su materialización, los romanos se plantean la
necesidad de interrumpir los suministros que siguen llegando desde Cartago y,
ante todo, cortarle las aportaciones de su base hispana, esencial reserva
logística, humana y financiera, imprescindible para la continuación de la
guerra.
En oposición a los anhelos romanos, la meta de
Aníbal es acumular todos los recursos disponibles y aglutinarlos en el teatro
de operaciones itálico para decidir allí la suerte del conflicto. Un punto
crítico de su balance es la relativa pasividad de las tribus celtas del norte
de Italia, así como la consistencia de la federación romano-itálica, que hasta
el momento soporta todas las duras pruebas a la que es sometida. La
conservación de su imperio hispano es un gran tanto a su favor, así como el
disfrute de una relativa libertad de movimiento en Italia. Pero lo que más
positivamente valora Aníbal es, sin duda, haber impedido hasta la fecha un
desembarco romano en el norte de África.
Al sopesar los elementos favorables y
contrarrestarlos con los factores adversos, Aníbal analiza y planifica las
pautas de su futura actuación. Había un factor en su balance que con toda
seguridad le debió de pasar inadvertido. En el año 211 a.C. emerge de repente
en la escena política romana un personaje clave, que por sus aptitudes se
convertirá en el más serio rival de Aníbal: Publio Cornelio Escipión, quien
pasará a la historia con el epíteto que hará referencia a su mayor triunfo, «el
Africano».
Su padre, Publio Cornelio Escipión, ex cónsul
y general del recientemente derrotado ejército romano de Hispania, acaba de
fallecer en campaña. Escipión hijo empieza su carrera política muy pronto, a
los 25 años. A una edad prematura, comparable a la que tenía Aníbal cuando
asumió el mando de las tropas púnicas en suelo hispano, Escipión es nombrado
comandante en jefe de las legiones cuya misión es restablecer la autoridad
romana en Hispania. Que un joven que aún no ha desempeñado ninguna alta
magistratura obtenga un comando militar es un hecho insólito, sin precedentes
constitucionales, y sólo explicable por la crisis en la que queda inmersa Roma
al recibir la noticia de la aniquilación de las legiones hispanas. En este
caso, la intercesión de los aliados políticos de la familia, así como la
presión de la opinión pública, favorable a Escipión, pueden romper la
resistencia del senado, poco propicio a esta clase de experimentos.
La guerra que se desarrolla en Hispania es
para Publio Cornelio Escipión una cuestión personal en la que convergen los
intereses del estado con su deseo privado de vengar la muerte de su padre y de
su tío paterno. El afán de restablecer el prestigio de la familia y el honor de
las armas romanas impulsa a Roma y a Escipión a redoblar los esfuerzos en este
escenario bélico, de momento bajo el control de Cartago, que los romanos
precisan dominar a toda costa para poder quebrar la principal base logística
del ejército de Aníbal en Italia.
Sobre Publio Cornelio Escipión pronto se
forjan leyendas. No obstante, es posible entrever algunos rasgos de su
personalidad. Destaca entre sus compañeros por su laboriosidad y capacidad
emprendedora. Su devoción religiosa es proverbial. Propaga la imagen de estar
investido de fuerzas descomunales; algunos ven en él a un favorito de la
fortuna. Este último aspecto le acredita como depositario de una energía
sobrenatural capaz de otorgarle la victoria contra sus terribles adversarios.
Prestemos atención a la imagen que transmite Tito Livio (XXVI 19) de la
personalidad del nuevo comandante en jefe del ejército romano en Hispania y
futuro gran rival de Aníbal:
«Escipión, en efecto, fue admirable no sólo
por sus verdaderas cualidades, sino también por cierta habilidad en hacer
ostentación de ellas, en la que se había aleccionado desde su adolescencia;
ante la multitud, procedía en la mayoría de acciones como si su espíritu
hubiera sido aconsejado por medio de apariciones nocturnas o por inspiración
divina [...] Preparando los ánimos para esto ya desde el principio, no hubo un
día desde que vistió la toga viril, que, antes de realizar algún acto social o
privado, no fuera al Capitolio y, entrando en el templo, permaneciera sentado y
allí, en lugar aparte, pasara un rato casi siempre a solas. Esta costumbre que
observó durante toda su vida, afianzó en algunos la creencia, que se divulgó
intencionada o casualmente, de que este hombre era de estirpe divina, y
reprodujo una leyenda, difundida antes acerca de Alejandro Magno [...] La
ciudadanía, confiando en estas cosas, encomendó a una edad en absoluto madura
el peso de tan enorme responsabilidad y un poder tan inmenso».
12. Giro decisivo de la guerra: Escipión en Hispania
Aníbal necesita compensar urgentemente la
pérdida de Capua. Conduce a su ejército a marchas forzadas hasta los confines
meridionales de Italia. Ordena atacar a la estratégicamente importante ciudad
de Regio, situada enfrente de Mesina, desde donde se controla el tráfico a
través del estrecho que separa Sicilia de Italia. Sin embargo, la operación
fracasa. También falla el intento de tomar la ciudadela de Tarento en manos de
tropas romanas que la defendían desesperadamente. Después de estos reveses, y
ya bien avanzado el año, Aníbal opta por regresar a su campamento de invierno
en Lucania sin haber logrado sus propósitos (211 a.C.).
Al año siguiente, le toca a Aníbal enfrentarse
en Italia a un renombrado adversario, Marco Claudio Marcelo, revestido del
prestigio de conquistador de Siracusa y cónsul del año 210 a.C. El
experimentado general inicia sus operaciones con bastante fortuna, pues entra
triunfante en las ciudades samnitas de Maronea y Meles. Poco después, toma la
plaza de Salapia en Apulia, donde cae en sus manos una tropa de ocupación de
500 jinetes númidas, allí estacionados.
Pero la victoriosa trayectoria del ejército
romano será bruscamente frenada ante las murallas de Herdonea. Aníbal despliega
una vez más su habilidad militar al derrotar a las dos legiones del procónsul
Gneo Fulvio Centumalo (210 a.C.), con lo que quedaba subrayado que, a pesar de
algunos contratiempos sufridos, la eficiencia del ejército cartaginés y la
capacidad estratégica de su líder continúan mostrándose fuera de toda duda.
Marco Claudio Marcelo persigue a Aníbal hasta que éste, finalmente, se retira
otra vez a su campamento de invierno en Lucania.
La pérdida de un importante contingente de
tropas en Herdonea, formadas mayoritariamente por soldados latinos, provoca en
el año 209 a.C. una insurrección de los socios itálicos, la cual se ve
acrecentada por las nuevas levas que los romanos acaban de decretar. El punto
final de esta controversia lo constituye la negativa de doce ciudades latinas a
seguir suministrando tropas para apoyar la guerra contra Aníbal. La
confederación itálica mostraba unas preocupantes grietas y había de pasar
todavía por una dura prueba de fuego.
En el año 209 a.C. Quinto Fabio Máximo toma
posesión de su quinto consulado y enseguida asume el mando de las legiones que
operan en el sur de Italia. Su plan consiste en enfrentar a Marco Claudio
Marcelo con Aníbal mientras que él, aprovechando la distracción del principal
ejército cartaginés de la zona, se dispone a recuperar Tarento. Sin duda
alguna, la liberación de la ciudad, cuya fortaleza continuaba ocupada por tropas
romanas, constituiría un duro golpe psicológico para Aníbal, quien vería
disminuir su prestigio si esto sucediera.
Cerca de Canisium (Canosa) tienen lugar una
serie de violentas refriegas entre Aníbal y Marco Claudio Marcelo en las cuales
los romanos resultan, una vez más, vencidos. Mientras tanto, Quinto Fabio
Máximo gana un tiempo precioso que le permite dedicarse exclusivamente a la
conquista de Tarento. La ciudad es asaltada desde diversos puntos de su recinto
amurallado, rompiéndose así, en una semana, la resistencia de los tarentinos.
Al igual que sucedió con Siracusa, Tarento también será saqueada. Unas 30.000
personas son sometidas a la esclavitud. El botín, compuesto por grandes
cantidades de metales preciosos y tesoros artísticos de incalculable valor, fue
enorme. Al enterarse Aníbal de los planes de Quinto Fabio Máximo, dirige su
ejército a marchas forzadas hacia Tarento para deshacer el férreo bloqueo con
que los romanos someten a la ciudad, pero, pese a su diligencia, llega
demasiado tarde para poder prestar auxilio a sus aliados tarentinos y evitar
este dolorosísimo descalabro.
Dado que desde hace años las operaciones
militares en suelo itálico terminan en igualdad, ya que ningún bando es capaz
de imponerse rotundamente sobre el otro, el destino de la guerra depende de lo
que sucede en los otros frentes fuera de Italia. La Península Ibérica continúa
siendo la reserva económica, humana y logística de Aníbal. Para inclinar la
balanza a su favor, los romanos se proponen aglutinar sus esfuerzos en este tan
crucial escenario bélico. Mandan allí al recién nombrado procónsul Publio
Cornelio Escipión a la cabeza de un nuevo ejército compuesto en su mayor parte
por las legiones que acaban de tomar Capua. De él se espera que vengue la
muerte de su padre y de su tío y expulse a los cartagineses del país. En este
sentido, la campaña militar de Aníbal en Italia se decidirá en Hispania.
Cuando Publio Cornelio Escipión desembarca a
fines del año 211 a.C. en la costa catalana, se ve enfrentado a la necesidad
prioritaria de rehacer la presencia militar romana en la zona. Para culminar
sus planes de conquista deberá enfrentarse a tres ejércitos cartagineses. Por
esta razón, al comenzar su gestión no quiere arriesgarse a sucumbir contra un
enemigo dotado de fuerzas muy superiores, como les sucedió a sus parientes,
antecesores en el mando del ejército hispano. Mediante la realización de una
acción sorpresa, enérgica y audaz, que bien podría haber sido ideada por
Aníbal, Publio Cornelio Escipión decide apoderarse del cuartel general púnico
en Cartagena (primavera 210 a.C.) y propinar de esta manera al alto mando
cartaginés un mortífero golpe.
Aprovecha la circunstancia de que el ejército
cartaginés en estos momentos se encuentra dispersado a lo largo del territorio
peninsular. El hecho de que las tropas cartaginesas se hallen acuarteladas
lejos de la ciudad no se debe, como se ha llegado a suponer, pues no existen
argumentos suficientes que lo prueben a un desacuerdo entre los dirigentes
cartagineses ni mucho menos a su incapacidad de conducir la guerra de modo
coordinado. Las unidades del hermano de Aníbal, Magón, estaban acuarteladas
cerca de Cádiz, con la misión de vigilar la cuenca minera de Huelva. Las tropas
de Asdrúbal, hijo de Giscón, operaban en la desembocadura del Tajo, lo que
también guarda relación con el afán de proteger la economía militar
cartaginesa. El grueso del ejército cartaginés bajo el mando del otro hermano
de Aníbal, Asdrúbal, cubría en Carpetania los flancos de los demás cuerpos de
ejército y formaba una especie de barrera contra cualquier intento de invasión
de Andalucía. El fallo de la estrategia cartaginesa fue no haber previsto la
posibilidad de un ataque romano a Cartagena y de no haber dispuesto
adecuadamente un sistema defensivo para la ciudad más eficaz del que se
encontró Publio Cornelio Escipión al presentarse repentinamente con más de
25.000 soldados ante sus murallas.
La toma de Cartagena es una gesta militar
singularmente atrevida. Merced al relato del historiador griego Polibio (X 8-20)
podemos hacernos una idea de los pormenores de esta acción, que puede ser
resumida de la siguiente manera: Escipión aparece inesperadamente ante las
murallas de la ciudad y se lanza al ataque. La exigua guarnición, de unos mil
hombres, que velaba por la seguridad del recinto urbano se ve impotente para
detener el ímpetu del muy superior ejército romano. Se arma apresuradamente a
la población civil, marineros y artesanos con poca experiencia militar, que no consiguen
impedir que las legiones romanas desborden el recinto amurallado de la ciudad.
Por la noche, Magón, el comandante del puesto, tiene que ofrecer la rendición
incondicional de la plaza.
Cartagena, el símbolo del dominio cartaginés
en Hispania, sufre un despiadado saqueo. El efecto psicológico de semejante
golpe de audacia es enorme. De repente, Escipión se apodera del centro político
y económico cartaginés más importante después de la misma Cartago. Además,
recauda un botín gigantesco compuesto de grandes reservas de plata procedentes
de las minas del contorno, innumerables depósitos de mercancías y almacenes
llenos de armas y provisiones y, ante todo, caen en sus manos los rehenes de
múltiples pueblos ibéricos retenidos allí por los cartagineses para asegurarse
el cumplimiento de los tratados dictados por Aníbal. La posibilidad de disponer
de estos rehenes será muy provechosa para Escipión, pues de su futuro trato
dependerá la benevolencia de los pueblos hispanos hacia Roma.
Los sensacionales progresos de las armas
romanas en Hispania incrementan considerablemente la dinámica de la guerra e
inclinan de manera perceptible la balanza en contra de Cartago. También se
multiplican los problemas de Aníbal en Italia, donde progresivamente se
encuentra con deberes de difícil resolución. Las ciudades itálicas que se le
adhieren comportan ventajas, pero también causan múltiples contratiempos. Como
raras veces son regiones enteras las que se deciden a emprender este paso sino
que se trata más bien de plazas aisladas situadas en entornos hostiles a la
causa púnica, Aníbal tiene que fragmentar sus fuerzas para atender a sus
múltiples objetivos. Al generalizarse este hecho, se producen graves problemas
de abastecimiento que dificultan adicionalmente las operaciones militares.
Especialmente el peligro de una dispersión excesiva de sus efectivos amenaza el
limitado potencial bélico del que Aníbal dispone. Para poder contar con la
fidelidad de los nuevos aliados, hay que dispensarles protección, lo que en
cierta manera limita la libertad de acción de Aníbal condicionando la
disponibilidad de su ejército. Por otra parte, la necesidad de incrementar el
número de aliados itálicos le obliga a tomar la ofensiva y, después de
incorporarlos a su causa, a defenderlos de los ataques romanos. El ejército
púnico carece de los efectivos necesarios para cumplir esta doble tarea. Aníbal
se encuentra ante un dilema de difícil solución. Mientras tanto, los romanos,
muy conscientes de la situación, aumentan la presión sobre Aníbal sin llegar a
desafiarlo directamente. Debido a estas circunstancias políticas y militares,
Aníbal corre peligro de perder la iniciativa táctica que hasta el momento ha
desempeñado de modo tan brillante. Se perfila el peligro de una guerra de
guerrillas y de desgaste que en las actuales circunstancias sólo puede favorecer
a los romanos.
Para ilustrar la situación contemplemos los
eventos del año 208 a.C., cuyo escenario es la Italia meridional. Aníbal es
envuelto por Marco Claudio Marcelo en operaciones bélicas para que, mientras
tanto, Locris pueda ser tomada por otro ejército romano que se mantiene
expectante. Sin embargo, la ineptitud del mando romano hace fracasar el plan.
Los cartagineses sorprenden a las desprevenidas legiones y, al cabo de una
encarnizada pelea, las consiguen dispersar. Marco Claudio Marcelo muere en el
transcurso de estas luchas. Aníbal asiste a su entierro deparándole unas dignas
pompas fúnebres. A pesar de todo, esta victoria no logra mejorar
sustancialmente su situación. Para que el rumbo de la guerra cambie en Italia,
Aníbal necesita urgentemente refuerzos y, según estaban las cosas, éstos sólo
podían llegarle de Hispania.
Las campañas que Publio Cornelio Escipión
proyecta realizar en los años 209-208 a.C. en el escenario bélico hispano se
ven claramente influidas por los acontecimientos itálicos. Su táctica es la
respuesta romana a la revitalización de la guerra en Hispania. Después de haber
prestado una eficaz resistencia a las impugnaciones romanas, los cartagineses
ven ahora llegado el momento de movilizar los recursos de su dominio hispánico,
todavía intacto, y lanzarlos sobre Italia para derrotar definitivamente a Roma.
En este contexto, el fulminante avance de Escipión hacia Cartagena y la
ofensiva que dirige inmediatamente después hacia el sur de Hispania, donde
conquista la zona minera de Villaricos (Almería), constituyen un sensible
contratiempo para la estrategia cartaginesa.
Mediante una concentración global de todas las
fuerzas disponibles, el alto mando cartaginés pretende cambiar el destino de la
guerra, que en su opinión tiene que decidirse en suelo itálico. Confía en el
cansancio y agotamiento de los socios romanos, al igual que cuenta con la
cooperación de las tribus ligures y celtas del norte de Italia. Evidentemente,
el objetivo de los cartagineses es abrir un nuevo frente en Italia que, una vez
pueda ser sintonizado con las operaciones del ejército de Aníbal, provoque el
colapso definitivo de Roma.
Ateniéndose a estos planes se reparten las
tareas. Asdrúbal Barca será quien conducirá las tropas hispanas a Italia. A su
hermano Magón Barca se le encarga la misión de reclutar mercenarios y conseguir
nuevos aliados. Las fuerzas que permanecen en Hispania bajo el mando de
Asdrúbal, hijo de Giscón, deben impedir nuevos avances de Publio Cornelio
Escipión.
Sin embargo, una buena parte de la estrategia
púnica se ve extremadamente dificultada por la táctica de Escipión, que no opta
por consolidar las recién adquiridas posesiones romanas, sino que retoma la
ofensiva dirigiéndose hacia el sur. En el año 209 a.C. Publio Cornelio Escipión,
consciente de sus posibilidades operativas, ordena marchar a sus tropas esta
vez hacia la cuenca minera del valle del Guadalquivir, donde se enfrenta a
Asdrúbal Barca, quien ya estaba de camino hacia Italia para reforzar a su
hermano Aníbal. La batalla tiene lugar en las proximidades de Baécula (Bailén).
Publio Cornelio Escipión consigue dominar la situación e imponerse al enemigo.
Cuando Asdrúbal se percata de que no tiene ninguna probabilidad de éxito,
interrumpe la lucha para evitar pérdidas mayores y prosigue su marcha hacia el
norte con el resto de sus tropas, ya que Aníbal cuenta firmemente con el
concurso de su ejército. Se consuela confiando en que las unidades que
permanecen en el valle del Guadalquivir basten para tener en jaque al ejército
de Escipión, quien, después de deambular por el sur peninsular, se retira a
invernar junto con sus legiones a Tarragona.
Después de la batalla de Baécula, Asdrúbal
reestructura su ejército y acelera la marcha. Atraviesa los Alpes y colma con
ello una epopeya militar por lo menos tan meritoria como la que su hermano
Aníbal realizó algunos años antes. En la primavera del año 207 a.C. se acerca a
Italia.
La perspectiva de que los hermanos Barca
logren reunificar sus respectivos ejércitos en el centro de Italia aterra a la
opinión pública de Roma. Es comprensible que los romanos se apresuren a hacer
todo lo posible para evitar tal amenaza. Ante la inminente invasión de Italia
por Asdrúbal, son elegidos para el año 207 a.C. dos cónsules de notables
calidades militares: Cayo Claudio Nerón y Marco Livio Salinátor. La mayoría de
los jefes de ejército con probada experiencia castrense habían muerto en el
combate (Lucio Emilio Paulo, Tiberio Sempronio Graco, Marco Claudio Marcelo), y
de la vieja guardia sólo queda el ya anciano Quinto Fabio Máximo. El más
capacitado de todos, Publio Cornelio Escipión, imprescindible en Hispania, no
estaba disponible para operar en Italia contra Asdrúbal.
Mediante un esfuerzo descomunal, se logran
movilizar nuevamente todas las reservas disponibles. Los romanos consiguen
equipar unas 20 legiones que, aunque no todas reúnan la experiencia y
combatividad necesarias, sí forman una imponente barrera que resulte
inexpugnable al ejército púnico.
Después de traspasar los Alpes, Asdrúbal cruza
el valle del Po, pone sitio a Placencia, aunque pronto desiste en su empeño, al
no poder tomarla al asalto, y se dirige luego a Ariminum (Rímini). Durante la
marcha, Asdrúbal consigue reclutar tropas celtas y ligures. Su ejército reúne
algo más de 30.000 soldados. El problema del alto mando cartaginés es coordinar
las operaciones de los dos ejércitos púnicos en suelo itálico y posibilitar su
encuentro en el terreno más apropiado. Pero, merced al tupido sistema de
prevención que los romanos han establecido en Italia, la proyectada
reunificación de ambos ejércitos púnicos encuentra grandes dificultades.
Llegará a fracasar rotundamente, ya que los mensajeros que Asdrúbal envía a su
hermano son siempre interceptados por los romanos.
Aníbal emprende la marcha del sur al centro de
Italia y traslada su ejército a Apulia, con la esperanza de recibir allí
noticias de su hermano. Mientras tanto, Asdrúbal se dirige hacia el sur
atravesando la cordillera apenina. Llega a la orilla del río Metauro. Marco
Livio Salinátor controla todos sus movimientos.
El otro cónsul, Cayo Claudio Nerón, que
observa de cerca las actividades de Aníbal desde su puesto de guardia en los
alrededores de Canusium, concibe el siguiente plan: con objeto de despistar a
Aníbal, finge emprender una expedición militar en tierras lucanas. Pero, en
realidad, se dirige a marchas forzadas y con tropas previamente seleccionadas
hacia el norte, donde al cabo de una semana se unirá a las tropas de Marco
Livio Salinátor en Sena Gallica (Senigallia). La treta de Cayo Claudio Nerón
produce los efectos deseados. Aníbal no sospecha nada. Las columnas romanas
reagrupadas cerca del Metauro logran sorprender al ejército de Asdrúbal. Sus
tropas, que estaban operando en un terreno extremamente desfavorable, no pueden
mantener sus líneas ante el asalto de las legiones. La batalla del Metauro,
librada en junio del año 207 a.C., finaliza con la completa aniquilación del
ejército cartaginés. Entre los muertos se encuentra también Asdrúbal, quien al
ver la batalla perdida se precipita con las armas en la mano contra un
destacamento romano y cae luchando. Asistimos aquí, diez años después de haber
empezado la guerra, a la primera gran victoria romana obtenida en el campo de
batalla sobre un ejército cartaginés en tierras itálicas.
Cayo Claudio Nerón se encamina inmediatamente
hacia Apulia para volver a estrechar la vigilancia sobre Aníbal. Arroja la
cabeza de Asdrúbal al campamento cartaginés, gesto que aparte de una extrema
rudeza transmite un claro mensaje: en este momento, Aníbal, confrontado
brutalmente con la muerte de su hermano, se da cuenta de la imposibilidad de
vencer a Roma.
El curso de las operaciones bélicas en Italia
no es sólo desfavorable a las armas púnicas. También en Hispania está a punto
de producirse un giro decisivo. Al conocerse el descalabro sufrido por Asdrúbal
Barca frente a las tropas de Publio Cornelio Escipión en Baécula, las unidades
cartaginesas que estaban bajo las órdenes de Asdrúbal, hijo de Giscón, no osan
trasladarse a la cuenca minera del Guadalquivir para intentar desalojar a los
romanos que estaban afianzando su presencia en la región. A partir de ese
momento será sólo la zona situada entre Cádiz y Huelva la que permanece bajo el
control de Cartago.
Una vez más, volverá a ser Publio Cornelio
Escipión el que tome sin vacilar la iniciativa de la guerra, que a partir de
ahora no va a abandonar jamás. Escipión aumenta los efectivos de su ejército y
reclama el apoyo de aquellos pueblos hispanos descontentos con Cartago, que
deciden asociarse a Roma. La noticia de la derrota de Asdrúbal a orillas del
Metauro (207 a.C.) obliga a los cartagineses a detener la marcha de Escipión
para evitar la pérdida de sus últimas posesiones hispanas. La batalla decisiva
para la suerte del dominio bárquida tiene lugar en Ilipa, lugar situado cerca
de Alcalá del Río, al norte de Sevilla (206 a.C.). Mediante una combinación de
elementos tácticos (maniobras envolventes, mayor flexibilidad del ejército
romano dividido en manípulos, etcétera), gracias también a un mejor entrenamiento
de sus tropas, Publio Cornelio Escipión se asegura la victoria. Cerca del lugar
donde tuvo lugar la batalla decisiva, Escipión funda una ciudad llamada Itálica
(Santiponce) con la intención de asentar allí a los veteranos de su ejército
que querían permanecer en Hispania. Será la primera de las muchas ciudades
romanas que en el futuro proliferarán por todo el territorio peninsular.
Una vez dispersado el ejército púnico,
quedaban todavía algunos núcleos de resistencia cartaginesa, pero era de prever
que no resistiesen mucho tiempo el empuje de las armas romanas. Por su
situación geográfica, Cádiz se convierte en el último baluarte hispano de
Cartago. Allí acuden los restos del ejército púnico al mando de Magón Barca. En
estos días de tensión y agobio para la población gaditana, vemos cómo el
príncipe númida Masinisa, hasta ahora aliado de Cartago, estrecha por primera
vez lazos de amistad con el nuevo hombre fuerte del momento: Publio Cornelio
Escipión.
Magón, que aún no ha abandonado la idea de ir
a auxiliar a su hermano Aníbal, saquea las riquezas públicas y privadas de la
ciudad sin detenerse ante el tesoro del templo de Melqart, cometiendo con ello
un sacrilegio. Intenta cambiar la suerte de la guerra en Hispania
reconquistando Cartagena, pero la columna a su mando fracasa en este empeño. Al
regresar a Cádiz, sus habitantes, enojados por los expolios sufridos, le
cierran las puertas vetándole el acceso a la ciudad. Los gaditanos esperan que
Magón se aleje de sus murallas para poder distanciarse definitivamente de
Cartago. Este agitado episodio, que cierra el telón del dominio bárquida en
Hispania, viene a desarrollarse en el mismo lugar donde éste había sido
levantado por primera vez al atracar la flota de Amílcar en el año 237 a.C. en
el puerto de Cádiz. Allí desembarcó junto a Aníbal también Magón, quien huye
ahora rumbo a Italia para prestar un último y desesperado servicio a la empresa
de su hermano. Al igual que anteriormente hicieran múltiples ciudades hispanas,
también Cádiz, emblemático bastión de la presencia púnica en Hispania, se
asocia a Roma. A partir de ese momento, Cádiz se integrará plenamente en el
sistema político-económico del mundo romano. Con el tiempo llegará a acumular
una notable prosperidad, como testimonian las siguientes notas, datables del
siglo I a.C. y procedentes de Estrabón (III 5, 3): «Los gaditanos son los que
navegan más o en mayores navíos, tanto en el Mediterráneo como en el Atlántico,
y puesto que no habitan una isla grande, ni dominan extensas tierras en la
parte opuesta de la tierra firme, ni poseen otras islas, la mayoría de sus
habitantes viven al lado del mar, siendo pocos los que residen en Roma. No
obstante, exceptuando Roma, podía pasar por la ciudad más poblada del orbe,
pues he oído decir que en un censo hecho en nuestro tiempo fueron contados
hasta 500 caballeros, gaditanos, cifra que no iguala ninguna ciudad de Italia,
excepto Pavía».
En el transcurso de los años 206-205 a.C.,
cuando el resto del derrotado ejército cartaginés se ve obligado a abandonar la
Península Ibérica, la época gloriosa de la expansión cartaginesa, íntimamente
ligada al resurgir de la familia bárquida, ha llegado a su fin. Especialmente
al percatarse del desglose de su última plataforma ultramarina, los
cartagineses son conscientes de la dramática disminución de su territorio,
mientras que el ámbito de dominio romano logra ampliar considerablemente su
campo de acción. En lo referente al futuro de la Hispania, asistimos al inicio
de la dominación romana, que se prolongará durante siglos y que tanto influirá
en los destinos de este país.
¿Cómo reaccionaron los pueblos hispanos
implicados más o menos forzosamente en el antagonismo romano-cartaginés? La
actitud de los ilergetes es paradigmática en este contexto.
En pleno apogeo de la expansión púnica, Aníbal
concertó una alianza con sus reyes, Indíbil y Mandonio, quienes le cedieron
tropas. Al desencadenarse la guerra en Hispania, observamos cómo los ilergetes
abandonan la causa de Cartago y se asocian a Roma. El motivo de la defección
fue, sin duda, el deseo de preservar su independencia, amenazada por los
imperiosos requerimientos de los cartagineses. Al igual que otras comunidades
ibéricas —lo mismo le sucederá por ejemplo a Edecón, rey de los edetanos
(Polibio X 34)—, Indíbil y Mandonio se encuentran en medio de una guerra ajena,
entre la espada y la pared. Al recrudecer Asdrúbal Barca las exigencias y
pedir, entre otras cosas, rehenes, los ilergetes no ven otra salida a esta
sensible pérdida de autonomía que procurarse nuevos aliados. Su acercamiento a
Roma se debe a la insoportable presión de Cartago. Mientras los romanos
precisan de la colaboración de los ilergetes, los tratan con gran deferencia.
Poco tiempo después, al afianzarse la posición de Roma en Hispania, las
exigencias de los nuevos aliados son tan abrumadoras o más que las de los
cartagineses, lo que llevará a Indíbil y a Mandonio a rebelarse contra la
férrea tutela romana. Este afán de autonomía de los pueblos hispanos será la
causa principal de la tensión que a partir de ahora dominará una buena parte de
las relaciones hispano-romanas. A Indíbil y Mandonio les sucederán Viriato,
Numancia, los astures y los cántabros. Casi dos siglos tendrá que esperar Roma
para conseguir dominar, ya en época del emperador Augusto, el último conato de
independencia de los pueblos hispanos.
Los romanos vencen a los cartagineses y los
expulsan de Hispania; sin embargo, conservan un amplio legado púnico que
podemos percibir si contemplamos la futura actividad económica del país. Al
influjo cartaginés se debe con toda seguridad la introducción de métodos
helenísticos de producción en las minas hispanas (Diodoro V 35-38; Estrabón III
2, 8-9). Por carecer de experiencia en esta clase de menesteres, los romanos
seguirán explotando el subsuelo peninsular copiando los sistemas púnicos. Como
ya hicieran en Sicilia, donde adoptaron el mecanismo tributario que los
cartagineses habían implantado en la isla, también en Hispania los romanos se
aprovecharán de las técnicas púnicas en lo referente a la agricultura intensiva
y a la captura y comercialización del pescado.
Retomemos ahora el hilo de los acontecimientos
de Italia. Para atenuar las consecuencias de la derrota de Asdrúbal en el
Metauro, Aníbal se retira a Brutio, pues para mantener un frente en Apulia
habría precisado la cooperación de su hermano. En el transcurso del año 206
a.C. no tiene lugar en Italia ninguna acción militar importante. Después de la
pérdida de su principal base logística hispana, Aníbal se ve sumido en una
enervada inactividad.
Sin embargo, tan pronto regresa Publio
Cornelio Escipión a Italia, vuelve a reavivarse la guerra. En reconocimiento de
su brillante actuación en Hispania, Escipión es nombrado, junto con Marco
Licinio Craso, cónsul para el año 205 a.C. La principal cuestión que se planteaba
a los dirigentes romanos era cómo enfocar el futuro de la guerra. Para
resolverla, se perfilan dos posturas antagónicas: intentar expulsar primero a
Aníbal de Italia o dejarlo allí estrechamente vigilado y trasladar la guerra al
norte de África, esperando que Aníbal se dirigiese entonces a Cartago. El tema
se discute acaloradamente en el senado, donde no se llega a un acuerdo. El
grupo de Quinto Fabio Máximo alienta la primera posibilidad, mientras que los
seguidores de Publio Cornelio Escipión se inclinan por atacar directamente a
Cartago.
Desde Sicilia, territorio que le ha sido
asignado como punto de concentración y de escala, Escipión prepara el
desembarco de las tropas romanas en el norte de África. Hasta entonces, a
ningún general romano se le habían otorgado unas competencias tan amplias: se
le induce a actuar —lo que en este caso concreto significa abrir la guerra en
el norte de África— según su propio criterio y responsabilidad, siempre y
cuando las medidas adoptadas estén en concordancia con los intereses del
estado. La misión que el senado encomienda a Publio Cornelio Escipión es, dada
su ambigüedad e imprecisión, una invitación a acogerla como una especie de
carta blanca para finalizar la guerra contra Cartago.
La situación del ejército púnico es dramática.
Después de las victorias obtenidas en Locris, los romanos le van cortando el
terreno en el sur de Italia. Aníbal reconoce que permanecer más tiempo allí
carece de sentido. En el templo de Juno Lacinia, cerca de Crotona, hace erigir
una inscripción bilingüe (en púnico y en griego) en la que se registran
solemnemente todas sus hazañas realizadas hasta el presente (Polibio III 33,
56). Esta única fuente documental directa que poseemos sobre la composición del
ejército púnico tiene un interés histórico singular, ya que nos permite deducir
el potencial militar que Aníbal poseía desde el inicio de la guerra, el cual
nunca parece haber sobrepasado la cifra de 50.000 hombres armados. En este
punto resulta muy instructivo establecer comparaciones entre los dispositivos
bélicos de ambos bandos. Según la documentación que nos suministra la formula togatorum (registro de todos los
ciudadanos romanos) del año 225 a.C., el ejército romano contaba con un
potencial de reclutamiento de casi 700.000 hombres, incluidos los aliados. En
el sector marítimo también existía un notable desnivel a favor de Roma. Frente
a las aproximadamente 100 embarcaciones de guerra púnicas disponibles en
Hispania y Cartago, en el año 218 a.C., se contabilizan más del doble de embarcaciones
romanas.
Es precisamente al constatar el infinitamente
menor potencial castrense púnico, respecto al de su enemigo, cuando más resalta
la calidad de su máximo dirigente. Sus extraordinarias facultades militares,
así como su excepcional carisma, quedan ampliamente demostradas a través de la
obediencia que su heterogéneo ejército le profesa hasta el final de la guerra.
Si consideramos además las increíbles penalidades que sus soldados aguantan
durante más de una década, peleando siempre lejos de sus lugares de origen, los
méritos de Aníbal son aún mayores. A pesar de que la guerra en Italia no podía
ganarse y la retirada de las tropas hacia el norte de África era un hecho
inevitable, no se produce ningún motín. Aníbal conserva siempre el control
sobre sus tropas.
En el año 205 a.C. se concluye un tratado de
paz entre Roma y Filipo V de Macedonia, lo cual permite a los romanos
concentrar todos sus esfuerzos en preparar el golpe decisivo contra Cartago.
Como suele suceder en casos análogos, antes de
tomar decisiones de gran transcendencia, como era la de destacar un ejército en
el continente africano, la tradición romana exigía un rígido cumplimiento de un
sinfín de preceptos religiosos que debían garantizar la victoria. Por aquel
entonces, los libros sibilinos proclamaba que el enemigo que se encontraba en
Italia sólo podría ser expulsado del país, y ulteriormente vencido, si se
introducía en Roma el culto de la Gran Madre (Mater Magna) de Pesinunte, famoso santuario ubicado en Galatia, en
el centro del Asia Menor. Para la acogida de la diosa en Roma la ciudadanía
designa al «mejor ciudadano» (optimus vir).
La elección recae en Publio Cornelio Escipión Násica, hijo del ex cónsul Gneo
Cornelio Escipión, fallecido en Hispania (211 a.C.), y primo carnal del cónsul
en funciones Publio Cornelio Escipión, quien se halla en plenos preparativos
para invadir el norte de África. Observamos aquí una interesante toma de
postura contra la propaganda bárquida, la cual había activado la devoción a
Melqart/Hércules como deidad garantizadora del éxito de sus armas. Los
Escipiones la contrarrestan mediante la escenificación de un no menos sugestivo
culto a la victoria.
A pesar de todas las adversidades sufridas
últimamente, Aníbal continúa siendo irreductible, haciendo la guerra sin
desperdiciar ninguna ocasión de frustrar el ataque romano a Cartago. No desiste
de protagonizar acciones bélicas en Italia para entorpecer el inminente
desembarco de Escipión en las costas del norte de África. El ejército de
Aníbal, mermado adicionalmente a consecuencia de una peste, dispone por esas
fechas de efectivos inferiores a los de los romanos, por lo que queda condenado
a la inactividad. La situación empeora aún más al quedar colapsado un intento
de ayuda proveniente de Cartago. Más de 100 embarcaciones provistas de dinero,
avituallamiento y refuerzos sucumben a las inclemencias de un temporal. Los
restos de la flota consiguen llegar a Cerdeña, pero allí serán confiscadas por
las autoridades romanas. Ninguna de estas naves llegará a alcanzar a Aníbal.
Su última esperanza de resistir en Italia la
constituye su hermano Magón, el cual, después de no haber podido impedir que
Cádiz abandonara la causa de Cartago, navega hacia las Baleares, donde
consigue, gracias al apoyo de los cartagineses afincados allí y a sus propios
esfuerzos, reclutar un nuevo ejército. Todavía la ciudad de Mahón, en Menorca,
lleva su nombre en recuerdo de su estancia en la zona. Magón desembarca con 30
naves en las costas de Liguria, conquista Génova y se desplaza a la Galia cisalpina.
Después de permanecer casi dos años en el norte de Italia alistando nuevos
mercenarios en su camino hacia el sur, es cercado y atacado por dos ejércitos
romanos en las inmediaciones de Milán. No tarda en producirse su definitiva
derrota. Con ella se frustra la última esperanza de Aníbal de poder seguir
hostigando a los romanos en Italia y evitar el inminente ataque a Cartago.
Recogiendo una especie de instantánea de la
situación, Polibio glorifica al invicto Aníbal, que, aunque se vea momentáneamente
abatido por los múltiples golpes del aparato militar romano, aún no se da por
vencido: «quién puede resistirse a admirar la valentía, la capacidad táctica y
la genialidad de este jefe de ejército [...] si cuando uno observa toda la
dimensión de su campaña militar, de una guerra, que Aníbal lleva contra los
romanos durante dieciséis años ininterrumpidamente [...] sin que ningún motín
se formara en su contra, a pesar de que las tropas bajo su mando no provenían
de su propio pueblo, sino que estaban formadas por las más diferentes etnias:
libios, íberos, ligures, celtas, fenicios, itálicos, griegos, los cuales no
estaban unidos ni por una ley, ni por una tradición, ni una lengua común, ni
por nada» (Polibio XI 19).
13. Retirada a África y conclusión del tratado de paz
Después de despejar las dudas del senado,
Publio Cornelio Escipión toma la decisión de invadir el norte de África a pesar
de que el ejército púnico continúa estacionado en el sur de Italia. El parecido
del plan de Escipión con las acciones de Aníbal es evidente. La victoria tenía
que saldarse en tierras del enemigo.
La situación política en Numidia, el hinterland de Cartago, momentos antes de
acontecer la invasión romana se caracteriza por una extrema agitación como
consecuencia de los descalabros de las armas púnicas. Como siempre solía
suceder en casos análogos, cualquier debilitamiento de Cartago avivaba la llama
de la insurrección en Numidia, al perfilarse la oportunidad de sacudirse el
yugo cartaginés. Las tribus númidas gobernadas por los reyes Sífax y Masinisa
mantenían unas relaciones ambiguas respecto a Cartago. Observamos cómo en
algunas ocasiones prestan apoyo a los generales bárquidas en su lucha contra
los romanos en Hispania. Sin embargo, después de la derrota de los cartagineses
en Ilipa, Masinisa se apresura a cambiar de bando. Aprovecha la primera
oportunidad que se le presenta para aliarse con Escipión. De este modo, los
romanos disponen de un socio valiosísimo en tierras norteafricanas. Ante esta
preocupante situación para la defensa de la metrópoli púnica, los cartagineses
renuevan los lazos de amistad con Sífax y, para fortalecerlos, se concierta una
boda entre Sofonisba, la hija de un prócer cartaginés, Asdrúbal, hijo de
Giscón, y el rey númida. La alianza matrimonial resultará muy beneficiosa para
los intereses púnicos, pues garantizaba una estrecha cooperación militar entre
Sífax y Cartago en tan difíciles momentos.
En verano del año 204 a.C. un importante
contingente del ejército romano bajo el mando de Publio Cornelio Escipión
desembarca en el litoral norteafricano en las inmediaciones de Útica. Todos los
esfuerzos que desarrollan los cartagineses para impedir que las legiones
marchen hacia Útica resultan ser inicialmente infructuosos. Pero los
cartagineses no cejan en su empeño. Vuelven otra vez a hostigar al ejército de
Escipión, el cual se ve obligado a levantar el cerco de Útica y dirigirse hacia
el campamento de invierno para recuperar fuerzas.
Aprovechando los meses de inactividad militar,
Sífax intenta mediar en un acuerdo que ponga fin a las hostilidades entre
romanos y cartagineses, basado en la retirada mutua de las tropas púnicas de
Italia y de las columnas romanas del norte de África. Las negociaciones se
demoran, sin que se llegue a resultados positivos. Para Escipión, las cláusulas
del trato eran inaceptables (Polibio XIV 1). Su firme propósito era vencer a su
enemigo y ser él quien impusiera a Cartago las condiciones de paz. Por este
motivo el dirigente romano conduce las conversaciones de forma dilatoria, sin
comprometerse a nada. No tiene ningún interés en concluir una paz negociada,
a pesar de que el potencial de sus tropas era, por aquel entonces, bastante
inferior al de sus adversarios.
Publio Cornelio Escipión utiliza la
momentáneamente distendida situación para favorecer a sus planes y, en la
primavera del año 203 a.C., lanza un ataque sorpresa a los campamentos de Sífax
y de los cartagineses. En la confusión que se genera al producirse un incendio
deliberado, las tropas romanas consiguen diezmar los efectivos de sus enemigos,
mientras que las bajas propias son mínimas. De repente, mediante su premeditado
golpe, Escipión logra igualar la desproporción militar, favorable a los
cartagineses, hecho que le permite a partir de ahora actuar de forma más ofensiva.
Asdrúbal, hijo de Giscón, quien desde la
retirada del ejército púnico de Hispania había asumido la dirección de la
guerra en el norte de África, reúne un ejército nuevo, cuyo núcleo lo forman
4.000 mercenarios celtíberos. Reclama el concurso de su aliado y pariente
Sífax. Esperanzados de poder derrotar a Escipión, Asdrúbal y Sífax conducen a
su ejército a las Grandes Llanuras, a unos 100 kilómetros al sudoeste de
Cartago. Allí presentan batalla a los romanos. Las fuerzas de Escipión,
inferiores en infantería pero gracias a la aportación de sus socios númidas
dotadas de una espléndida caballería, se hacen con la victoria, ante todo por
la superioridad operativa de sus jinetes. Es ésta la primera vez que la
caballería romana logra imponerse a la hasta entonces invicta caballería
púnica.
Sífax emprende la huida y Masinisa le sigue
los pasos de cerca. Acto seguido, Escipión ocupa la ciudad de Túnez para aislar
a Cartago de su retaguardia norteafricana e interceptar el suministro que
continuaba llegando a la ciudad por vía terrestre.
Bajo los efectos de la derrota padecida, el
consejo cartaginés delibera sobre las medidas que se han de tomar. La mayoría
se pronuncia a favor de resistir. Sus portavoces acuerdan activar la defensa de
la ciudad, en caso de que ésta sea sitiada por las tropas de Escipión. También
consideran la posibilidad de ordenar el regreso de Aníbal a África. Confiando
en las propias fuerzas, así como en la ayuda de Sífax, Cartago se niega a
claudicar ante la amenaza de un inminente asedio. Sólo unos pocos miembros del
consejo se muestran favorables a entablar inmediatamente negociaciones de paz.
A finales del verano del año 203 a.C. tiene
lugar un notable cambio de ánimo en la ciudadanía púnica, motivado porque
Sífax, gran esperanza de Cartago, cae prisionero en manos de los romanos.
En plena lucha por el dominio de Numidia, que
estalla entre Sífax y Masinisa, asistimos a un asombroso episodio pleno de
pasión, amor, celos y afán de venganza que parece haber sido extraído de la
literatura épica dedicada a la heroica Dido de Cartago o a la legendaria Helena
de Troya.
En Cirta, Masinisa logra derrotar por fin a
Sífax. A continuación se dirige a Constantina, donde se encuentra a Sofonisba,
la mujer de Sífax, la cual le había sido prometida anteriormente sin que se
hubiera podido llegar a consumar el matrimonio. Masinisa no está dispuesto esta
vez a desperdiciar la ocasión que se le presenta y, llevado por un arrebato de
pasión, contrae nupcias con la legendaria dama. Poco después, cuando los
romanos increpan a Sífax, echándole en cara su repentina simpatía hacia los
cartagineses, éste responde que el haber abrazado la causa de Cartago se debía
ante todo a la influencia de su mujer. Semejante revelación intranquiliza a
Escipión, que a partir de ahora teme una reacción parecida en Masinisa. Por
esta razón presiona a Masinisa para que se separe de su nueva esposa
cartaginesa. El episodio finaliza con un epílogo sangriento. Sofonisba será
sacrificada ante el altar de los intereses de la política romana. Muere
envenenada.
Al evocar la interacción que media entre el
destino personal y las necesidades políticas, este tan humano y sobrecogedor
episodio adquiere unos tintes dramáticos dignos de ser escenificados por la
tragedia griega. En la obra de Tito Livio (XXX 11-15) poseemos un relato de las
peripecias de Sofonisba, cuyo trágico destino ha ejercido en la posteridad una
incesante fascinación y ha quedado plasmado en múltiples obras de arte de todas
las épocas, hasta nuestros días.
Al perder el concurso de Sífax y mantenerse
Masinisa fiel a los romanos, el consejo de Cartago decide mandar una delegación
a Escipión para negociar el fin de la guerra. Escipión, quien a pesar de
haberlo intentado varias veces aún no había podido tomar Útica, no estaba
descontento por este giro de la política cartaginesa. Si los cartagineses se
muestran dispuestos a aceptar sus condiciones de paz, Escipión podrá sentirse
como el vencedor de la guerra. Por otra parte, la conclusión de un tratado de
paz le evitaría la engorrosa y siempre arriesgada tarea de asediar una gran
ciudad, perfectamente amurallada, como era el caso de Cartago, y tener que
guerrear con una población dispuesta a defenderla a ultranza.
Escipión pide, en primer lugar, la liberación
de todos los prisioneros de guerra romanos en manos de Cartago, así como la
entrega de la armada púnica, excepto veinte naves. También quiere que Cartago
renuncie a sus posesiones en Hispania, así como al dominio que ejerce en las
islas situadas entre Italia y el norte de África. Exige la inmediata retirada
de Aníbal de Italia, pide que Cartago se haga cargo del avituallamiento del
ejército romano estacionado en el norte de África e impone el pago de una
indemnización de guerra de 5.000 talentos de plata.
Estas condiciones eran sin duda muy duras para
los cartagineses, pero no debían de diferenciarse mucho de las cláusulas que
Aníbal habría impuesto en el caso de una victoria definitiva sobre Roma. Del
mismo modo que Aníbal había querido debilitar a una, a su parecer, demasiado
poderosa Roma, Escipión perseguía una meta parecida. Escipión quería evitar en
el futuro un nuevo resurgimiento militar cartaginés.
Las demandas de Escipión, por muy
comprensibles que puedan parecer, si las vemos desde la óptica romana, eran
harto difíciles de digerir para los cartagineses, pues, además de cumplir lo
que se les pedía, tendrían que soportar en el futuro la presión de Masinisa,
quien se mostraba ávido de impedir, ya por interés propio, cualquier aumento
del poderío cartaginés. Hasta la entrada en vigor del tratado de paz, se
acuerda un armisticio.
En Roma, la ratificación del tratado de paz se
demora hasta que las tropas cartaginesas abandonan definitivamente Italia.
Aníbal desembarca en Leptis Minor en cabeza de unos 20.000 soldados. Poco más
tarde llegan a las costas del norte de África los restos del ejército de su,
mientras tanto, fallecido hermano Magón (otoño 203 a.C.). Parece ser que Aníbal
acampa cerca de Hadrumetum (Sousse), región donde se ubicaban las posesiones
agrícolas del clan bárquida.
Aunque la guerra no había terminado
formalmente, estaba completamente claro que los objetivos genuinos del todavía
invicto Aníbal no podrían ser alcanzados de ninguna manera. Por parte de los
cartagineses persistía la esperanza de poder derrotar a Escipión con la ayuda
de Aníbal, como ya le sucedió en el año 255 a.C. al cónsul Marco Atilio Régulo,
quien desembarcó con un ejército expedicionario en el norte de África para
hacer capitular a Cartago y fue completamente aniquilado. En medio de esta
situación ambigua se produce un incidente que conllevará la reanudación de las
hostilidades. Un convoy romano de abastecimiento corre el peligro de zozobrar
delante de las playas de Cartago, a la vista de toda la ciudad. Los habitantes
de Cartago, que desde hacía tiempo padecían una apremiante escasez de víveres,
asaltan las naves que naufragan y se apoderan de su carga. Al parecer,
envalentonados por la presencia de Aníbal en el norte de África, los
cartagineses no hacen caso a las quejas de Escipión. Al mostrarse ambas partes
irreductibles, el conflicto se recrudece. Llega a producirse la ruptura del
armisticio. Como consecuencia de ello, vuelven a reanudarse las hostilidades.
La guerra entra en su recta final.
En otoño del año 202 a.C. ambos ejércitos se
enfrentan en el valle del Bágrada, posiblemente no muy lejos de un lugar
llamado Naraggara. Esta confrontación armada, conocida y popularizada con el
nombre de batalla de Zama, constituirá el último acto de una guerra que ya
estaba durando más de 17 años. Antes de iniciar el combate, los dos generales
llegan a entrevistarse. El glorioso Aníbal, revestido de un enorme prestigio, y
Escipión, la gran promesa de Roma, intentan, según parece, evitar a través de
conversaciones las incertidumbres que toda batalla lleva consigo. Aníbal sin
duda trató de mejorar las cláusulas del tratado de paz acordado y confirmado
por Roma. Tal vez confiaba en la fascinación de su nombre, así como en el
efecto intimidador, ya que hasta entonces nunca había sido derrotado por los
romanos: ¿por qué debería pasar algo igual ahora? Escipión, con mucha confianza
en sí mismo, rechaza las proposiciones de Aníbal. La escena del encuentro entre
el enérgico general romano y el mito viviente cartaginés o, según Livio, «el
mayor militar no sólo de su época», ya fatigado probablemente después de tantas
luchas, será transmitida por nuestras fuentes, que hacen de ella el punto
culminante del drama bélico protagonizado por Aníbal y Escipión (Polibio XV
6-9, Livio 29-32).
Los respectivos potenciales militares de ambos
contrincantes están bastante igualados. Cada uno de ellos tiene bajo sus
órdenes a más de 40.000 hombres. Sin embargo, Escipión supera a Aníbal en
efectivos de caballería. Una posible ventaja para Aníbal podía ser el hecho de
disponer de una respetable cantidad de elefantes de guerra. Sin embargo, la
entrada en acción de la temible arma no surtirá el efecto deseado. Al empezar
la batalla, el ejército romano, que estaba preparado para resolver esta
eventualidad, abre sus líneas formando corredores que facilitan la dispersión
de los animales. El dispositivo de infantería de ambos ejércitos también estaba
equiparado.
Esta vez será la caballería romana la que
inicie el combate. Incapaces de detener su tremenda embestida, los jinetes cartagineses
huyen, perseguidos por los romanos. La única posibilidad de victoria que le
queda a Aníbal es derrotar a las legiones romanas mediante un arrollador ataque
de sus veteranos soldados antes de que la caballería romana pueda regresar de
la persecución del enemigo. Sin embargo, todos los intentos de la infantería
púnica de perforar las líneas romanas fracasan. Aníbal no consigue una
irrupción. La entrada en acción de la caballería romana decide la lucha. Como
si copiaran la táctica que empleó Aníbal en Cannas, los jinetes romanos
envuelven a la infantería púnica y le propinan el golpe mortal. Escipión
derrota a Aníbal con sus propias armas. El último ejército del que dispone
Cartago queda completamente aniquilado.
Aníbal abandona rápidamente el campo de
batalla. Se dirige primeramente a Hadrumetum (Sousse), y más tarde viajará a
Cartago. El consejo cartaginés manda una delegación para negociar la paz con
Escipión, que mientras tanto acababa de instalar su campamento en Túnez para
volver a presionar a Cartago. El comandante en jefe del ejército romano trata a
los parlamentarios cartagineses despectivamente. Les recrimina el fracaso del
acuerdo suscrito el pasado año. Escipión advierte a los embajadores
cartagineses que sólo habría paz bajo condiciones bastante más duras para Cartago
de las que ya fueron estipuladas en el anterior tratado.
Además de la inmediata evacuación de Hispania
y todas las demás posesiones ultramarinas, los cartagineses son ahora instados
a ceder territorios norteafricanos a Masinisa. También debían contraer la
obligación de liberar a todos los prisioneros de guerra sin obtener rescate,
entregar a los desertores y renunciar en el futuro a volver a utilizar
elefantes de guerra en sus campañas militares. La flota quedará aún más
debilitada, pues se exige de los cartagineses la inmediata entrega de todas sus
embarcaciones salvo diez naves. Sin embargo, la cláusula más dolorosa es la
integración forzosa de Cartago en el seno de la confederación romana. Esto
significaba que, en el futuro, Cartago podía seguir administrándose de forma
autónoma en cuestiones internas, pero en todo lo referente a la política
exterior sus derechos de soberanía quedaban sensiblemente mermados. Por
ejemplo, Cartago contrae la obligación de apoyar a Roma en caso de guerra
siempre y cuando ésta lo requiera. Se le vetaba categóricamente cualquier
operación militar fuera del territorio africano. Dentro de los límites de
África, Cartago sólo podía hacer la guerra con el expreso permiso de Roma.
Finalmente, el importe total de las indemnizaciones de guerra que los romanos
exigen de Cartago es aumentado a la exorbitante cantidad de 10.000 talentos de
plata (un talento equivalía a unos 26 kilos del precioso metal).
Cuando la ciudadanía púnica se entera de las
precarias condiciones de paz que los romanos imponen, vuelve a reavivarse el
espíritu de resistencia. Algunos círculos políticos incitan a la ruptura de las
negociaciones. Prefieren luchar antes que firmar un acuerdo tan humillante.
Será Aníbal quien decidirá la situación, al aconsejar a sus conciudadanos
aceptar el tratado de paz (Livio XXX 35, 11). Él sabía mejor que nadie lo
insensato que era empeñarse en continuar oponiendo resistencia. Por esta razón,
opta por la ratificación del dictado de paz romano, que, a pesar de sus
problemáticas consecuencias, considera menos malo que una capitulación
incondicional, que sin duda amenazaba producirse si la guerra se hubiese
reanudado.
La solemne firma del documento de paz se
efectúa en Cartago, ateniéndose a los procedimientos rituales internacionalmente
reconocidos. Los representantes del estado cartaginés juran ante los dioses el
cumplimiento de las cláusulas estipuladas. De Roma vienen expresamente fetiales (sacerdotes responsables del
cierre y cumplimiento de acuerdos) para dar validez al tratado.
Inmediatamente después de la ceremonia, los
cartagineses, mediante un episodio altamente simbólico, se percatan de la
magnitud y las consecuencias de su derrota, que conlleva la pérdida de su
antiguo poder: los romanos obligan a zarpar del puerto de Cartago a las naves
de guerra confiscadas, las cuales, una vez en alta mar, serán quemadas ante los
consternados ciudadanos cartagineses, que se convierten en testigos
presenciales de cómo su tan envidiada y poderosa ciudad, siempre orgullosa de
su independencia, pasa a ser un estado vasallo de Roma.
Poco tiempo después, el ejército romano se
dispone a abandonar el norte de África. La mayor parte de las legiones
acuarteladas en los alrededores de Túnez emprenden desde allí el viaje de
retorno. Hacen escala en Sicilia y continúan luego su marcha hacia Roma e
Italia. El trayecto de regreso de Escipión aparece impregnado del júbilo que
exterioriza la población itálica al enterarse del fin de la guerra. Cuando el
vencedor de Cartago, a quien ya llaman «el Africano» (es la primera vez que un
general romano obtiene el epíteto del pueblo vencido como título honorífico) en
reconocimiento a sus epopeyas africanas, llega a Roma para celebrar su triunfo
sobre Aníbal, se desbordan las emociones. Además de haber logrado vencer al
mayor enemigo de la historia de Roma y finalizar la pesadilla que suponía para
los romanos la existencia de un ejército púnico en suelo itálico, Escipión
aporta al erario público un considerable botín de guerra. Una vez más, Roma
consigue sobreponerse a sus adversarios a pesar de los muchísimos contratiempos
sufridos. A partir de ahora nadie más osará poner en duda la soberanía romana
en el Mediterráneo occidental.
Polibio, cronista de la segunda guerra púnica,
quien bajo la fuerte impresión que le causa el proceso de formación del Imperio
Romano decide escribir una historia universal, enjuicia las consecuencias de la
victoria romana de la siguiente manera: «Pues que los romanos extendieran sus
brazos hacia Iberia o hacia Sicilia y que emprendieran expediciones con sus
ejércitos de tierra y flotas no tiene nada de peculiar, sin embargo, cuando uno
tiene en cuenta que el mismo estado y el mismo gobierno realizan
simultáneamente múltiples campañas y que aquellos que las dirigían luchaban al
mismo tiempo en su propio país para salvar su existencia que tanto peligraba,
entonces sí que se realza la importancia de los hechos, los cuales merecen
encontrar la atención y admiración que realmente les pertenecen» (Polibio VIII
4).
Los enormes esfuerzos realizados por Roma, la
superación de numerosos desafíos, así como la extremadamente larga duración de
la contienda, generan una serie de consecuencias novedosas para la futura
estructuración del estado romano. Si nos fijamos en primer lugar en su clase
dirigente, podemos constatar que es aquí donde se producen los más notorios
cambios. La necesaria prolongación de las magistraturas a causa de la guerra
rompe el tradicional sistema de limitar el mando supremo a un año y otorga a
aquellos que están años consecutivos en campaña un poder prácticamente
ilimitado, casi monárquico. Por citar sólo algunos ejemplos, recordemos a
Quinto Fabio Máximo, quien se pasa toda la guerra ocupando puestos de alta responsabilidad
(cinco consulados y una dictadura); igual les sucede a Cayo Claudio Marcelo
(cinco consulados) o a Quinto Fulvio Flaco (cuatro consulados). Publio Cornelio
Escipión desempeña desde el año 210 hasta el 201 a.C. un mando ininterrumpido
sobre el ejército. Algo parecido le sucederá también a Tito Quinctio Flaminino,
que durante los años 198 a 183 a.C. ejercerá una influencia decisiva en la
política romana.
Hacer que estos senadores abandonen sus
excepcionales cargos y prerrogativas, y obligarles a adaptarse al tradicional
sistema de la igualdad senatorial, se convertirá en uno de los más graves
problemas de la sociedad romana en época republicana.
Uno de los hechos más sobresalientes de la
guerra es que, a pesar de haberlo intentado con gran tesón, Aníbal no consigue
fragmentar decisivamente la federación romano-itálica, que resiste a todas las
impugnaciones. Uno de los motivos era sin duda que con el tiempo, gracias a
numerosas relaciones personales entre las aristocracias de Roma y de las
ciudades itálicas, se había llegado a consumar un tupido tejido personal,
social y económico que resultaba muy difícil quebrar desde fuera. Roma e Italia
van estrechando progresivamente sus vínculos comunes. A pesar de todas las
tensiones existentes y de las que iban a generarse todavía, el camino hacia la
integración ítalo-romana ya aparece perfectamente trazado. La consecución de
este propósito será, a partir de ahora, sólo cuestión de tiempo.
El resultado decisivo de la guerra es sin duda
la aceleración del proceso de formación de un Imperio Romano a costa de las
antiguas posesiones cartaginesas. Cerdeña, Sicilia e Hispania constituyen las
bases territoriales preliminares de la futura empresa. Que los romanos se
fijaran, inmediatamente después de la segunda guerra púnica, en Grecia y demás
países del Mediterráneo oriental es una consecuencia lógica de su imparable
avance.
No todo son ventajas. Si nos fijamos en las
enormes repercusiones negativas que la guerra genera en Italia, el balance de
la victoria romana es bastante menos favorable. Regiones completas, sobre todo
en las zonas del centro y en el sur de la península apenina, están despobladas
y devastadas. Para subsanar los daños es necesario poner en marcha un ambicioso
proyecto de reforma política, económica y social. La futura estabilidad de la
sociedad romana, a partir de ahora en pleno auge imperial, dependerá en gran
medida de que se realicen eficazmente estos proyectos.
14. Una nueva faceta: estadista en Cartago
Nuestros conocimientos sobré la última etapa
dé la vida dé Aníbal son deficientes, especialmente si los comparamos con la
excelentemente bien documentada época anterior. Mientras él estratega
cartaginés desafía a Roma protagonizando una serie de situaciones plenas de
dramatismo y significado político, puede estar seguro de acaparar la atención
de la historiografía antigua, la cual nos relata los capítulos más
transcendentes de su lucha contra Roma poniendo especial empeño en describir
minuciosamente las gestas militares. Cuando finaliza la segunda guerra púnica,
la biografía de Aníbal adquiere un valor periférico para la política romana.
Sus respectivas trayectorias discurren por sendas distantes, y éste es él
principal motivo qué explica el escaso interés que ésta fase de la biografía de
Aníbal suscita en los autores antiguos. De ésta situación se resiente, ante
todo, el primer quinquenio dé la posguerra (200-195 a.C.).
Por estas fechas, Aníbal se convierte en un
factor básico de la política interior cartaginesa. Su imagen, hasta entonces
determinada por un acentuado carácter militar, cambia sus parámetros de
referencia y percepción. Lo veremos a partir de ahora moviéndose en el
escenario político de Cartago, como estadista y magistrado civil. Aparece
plenamente ocupado en reformar el sistema dé gobierno interno de su ciudad, así
como dedicado a remediar las graves consecuencias que comportaba la pérdida de
la guerra para la sociedad cartaginesa.
Hacía decenios que Aníbal no había pisado el
suelo de Cartago. Es de suponer que habría preferido regresar a su casa en
circunstancias menos adversas a las actuales. Sus hermanos Asdrúbal y Magón,
qué le habían acompañado a Hispania (237 a.C.) siendo aún niños y se habían
convertido después en sus más fieles lugartenientes, habían muerto en el
transcurso dé la guerra. Sobre el paradero de sus hermanas nada se puede decir
con certeza. Posiblemente, Aníbal encuentra Cartago bastante cambiada. Pocas
cosas debían mantenerse tal como las recordaba Aníbal al remontarse a sus
tiempos de infancia pasados allí. Sin embargo, confía en recibir apoyo de sus
partidarios, familiares y amigos del clan bárquida.
Son muy pocas las informaciones que poseemos
sobre el entorno privado en ésta fase de su vida, vinculada estrechamente a su
ciudad natal. La principal cuestión del momento era saber cómo reaccionaría la
opinión pública dé Cartago al enterarse de su retorno. ¿Cómo sería recibido?
¿Le recriminarían la capitulación de Cartago frente a Roma? ¿Cuán grande era
aún su prestigio entré la ciudadanía cartaginesa? ¿Le esperaban sanciones?
Pensemos qué Aníbal podía ser considerado como
responsable de las grandes pérdidas humanas, materiales y territoriales que la
derrota dé su ejército causó a la sociedad púnica. También había sido él quién
había aconsejado aceptar la propuesta de paz romana que de tan absorbente modo
amenazaba hipotecar él futuro de Cartago.
Por otra parte, nadie olvida la gloria de sus
hazañas, esas incontables derrotas y humillaciones que infligió a Roma, año
tras año, recuerdo que, aunque pertenece al pasado, sirve de consuelo en los
tristes momentos actuales, en los que Roma ejerce un abrumador dominio sobre
los destinos de Cartago. Para muchos contemporáneos, Aníbal sigue siendo un
ídolo, una prueba viviente de lo que los cartagineses son capaces de realizar.
Quizás Aníbal sea considerado por una gran parte de sus compatriotas como la única
esperanza para mejorar las tristes perspectivas de futuro que se perfilan en el
horizonte político de Cartago.
La imperante obligación de satisfacer los
pagos de los tributos adeudados a Roma en concepto de reparaciones de guerra
condiciona de forma determinante la política cartaginesa. Rehacer la economía
púnica, colapsada por la prolongadísima duración del conflicto y la pérdida de
las posesiones de ultramar, es la necesidad más acuciarte. Pero recomponer el
deteriorado sistema económico exige tomar medidas inmediatas: hay que subsanar
las devastaciones causadas por la guerra, volver a activar los canales
comerciales, especialmente las rutas del tráfico de oro y metales preciosos que
enlazan Leptis Magna con el interior de África, y, sobre todo, potenciar la
agricultura en los territorios norteafricanos pertenecientes a Cartago.
El importe del plazo anual que Cartago adeuda
a Roma es de 200 talentos de plata. Como las arcas del estado están
prácticamente vacías después de satisfacer todas las obligaciones que la
capitulación incondicional había comportado (liquidar las cuentas pendientes
con los mercenarios al servicio de Cartago, pagar el abastecimiento del
ejército romano, etcétera), es preciso reunir esta cantidad a expensas de los
ciudadanos más acomodados. Naturalmente, semejante circunstancia no podía
volver a repetirse más veces. Urgía procurarse nuevos ingresos a toda costa.
Lograr la disponibilidad de estas sumas es la meta prioritaria de la política
cartaginesa. Como de sobra sabían los cartagineses, los romanos no gastaban
bromas en este terreno y se mostrarían implacables, sin aceptar a excusas o
explicaciones si Cartago no entregaba puntualmente las cantidades estipuladas.
Frente a estas necesidades tan acuciantes, las
antiguas disputas entre los grupos dirigentes de la política cartaginesa
respecto a la conveniencia de potenciar la expansión ultramarina o la
penetración en suelo africano pierden su sentido. Como consecuencia directa de
la entrega de la flota, Cartago no está capacitada para emprender empresas
marítimas a gran escala, como había sido la conquista del sur de Hispania por
los Bárquidas. Sin embargo, continúa siendo posible importar y exportar
productos por vía marítima a través de la intacta marina mercante. Un tema muy
espinoso es el deseo de intensificar la explotación del suelo africano. A
partir de ahora Cartago debe contar con los apetitos territoriales de Masinisa,
quien goza del incondicional apoyo de Roma.
Ante este cúmulo de dificultades, así como
ante las perspectivas novedosas que marcan las líneas maestras de la futura
orientación política de Cartago, surge una pregunta: ¿Qué papel desempeñará
Aníbal en este sistema de coordenadas político-económicas? ¿Es de esperar que
participe o que incluso llegue a retirarse de toda actividad pública?
Por el momento, todos los indicios apuntan
hacia esta última alternativa. Al regresar a Cartago, sus adversarios lo llevan
ante los tribunales y le involucran en un proceso de cuyo veredicto esperan su
descrédito definitivo. Quieren con ello eliminarle como opción política en el
futuro. Se le achaca haber impedido deliberadamente la conquista de Roma.
También se le acusa de malversación de fondos. Sus enemigos le echan en cara
haberse incautado indebidamente de botines de guerra. Al realizarse el juicio,
Aníbal rebate uno por uno los argumentos de la acusación, con lo que logra
fácilmente quedar absuelto de toda sospecha. Consigue con ello su primer
triunfo en política interior cartaginesa después de la guerra y afianzar de
este modo su situación.
A pesar de que, después de la firma del
tratado de paz con Roma, habían finalizado las hostilidades, Aníbal continúa
estando investido del máximo poder militar. Ejerce la función de comandante en
jefe sobre el resto del ejército que ha sobrevivido a la batalla de Zama y que
por estas fechas está acuartelado en distintas plazas de soberanía púnica. Pero
como los romanos no dejan de presionar a las autoridades de Cartago, consiguen
al fin que Aníbal sea depuesto de sus competencias militares.
No sabemos qué clase de actividades emprende
Aníbal por esas fechas, y desconocemos si se instala en alguna de sus
propiedades rurales o se va a vivir a la misma Cartago. La próxima noticia que
permite dar cuenta de sus actividades data del año 197 a.C. En esta fecha será
nombrado sufeta de Cartago. Se trata del más alto cargo público de la república
cartaginesa, comparable a las competencias civiles de los cónsules romanos,
magistratura anual que empezará a ejercer, junto a otro colega, a principios
del año 196 a.C. Dado el prestigio de Aníbal, no es de extrañar que el nombre
de su colega haya caído en el olvido, al volver a concentrarse la atención otra
vez en el gran personaje. Este evento viene a certificar la inmensa popularidad
y la gran aceptación de las que sigue disfrutando Aníbal. También nos indica
que el partido bárquida mantiene el poder de convocatoria sobre sus seguidores,
con lo que queda constatada la influencia que continúa ejerciendo en la
política cartaginesa.
De su mandato como sufeta de Cartago conocemos
un episodio estrechamente relacionado con las finanzas públicas, asunto
especialmente espinoso en vista de las constantes exigencias romanas. Se
suscita una disputa entre Aníbal y uno de los principales recaudadores de
impuestos, cuyo nombre ignoramos pero que con seguridad era alguien encargado
de llevar las cuentas del estado. Tito Livio, que es quien nos narra el
episodio (XXXIII 46, 3), lo denomina quaestor,
que viene a ser el equivalente romano del magistrado responsable del erario
público. El aludido personaje no quiere dar explicaciones a Aníbal sobre su
modo de llevar las cuentas. También se niega a acudir a la cita que Aníbal
concierta con él ante el tribunal de delitos monetarios. Por lo visto se sentía
seguro de sí mismo al proceder así, consciente del apoyo del que gozaba dentro
del partido antibárquida. Como además espera ser en breve admitido en el
colegio de los 104, una especie de alta cámara vitalicia dotada de atribuciones
políticas y judiciales y baluarte de la aristocracia cartaginesa, después de
concluir su mandato como quaestor,
desdeña el requerimiento de Aníbal. Su forma de proceder, al negarse a dar
explicaciones sobre su actuación pública, constituye una premeditada
provocación. Pero Aníbal no se deja poner tan fácilmente fuera de combate.
Ordena el encarcelamiento de su opositor y le acusa de alta traición ante la
asamblea del pueblo cartaginés, máximo órgano político de Cartago.
Esta sentencia favorable a Aníbal, que
aprovecha la ocasión para reformar el sistema constitucional cartaginés, le
abre nuevas perspectivas políticas. Promulga una ley que impide ser en el
futuro miembro vitalicio del colegio de los 104, además de limitar su
pertenencia a un año, quedando prohibida la iteración. Con ello, propicia un
duro golpe a sus adversarios políticos y debilita al mismo tiempo el sistema de
gobierno oligárquico de Cartago.
Estas medidas, que Aníbal logra hacer entrar
en vigor gracias al apoyo que le presta la asamblea del pueblo, aumentan su
popularidad al tiempo que le proporcionan un fuerte sustento político. A partir
de ahora, el invicto estratega se gana la fama de ser un insobornable
magistrado púnico, guiado por la idea de reformar las instituciones políticas de
Cartago con el fin de mejorar su eficacia. Aníbal hace comparecer ante la
justicia a todos aquellos que cometen delitos de cohecho y que utilizan los
cargos públicos que ostentan para enriquecerse.
Merced a las innovaciones introducidas por
Aníbal, el sistema fiscal se revela más justo, más controlable por los poderes
públicos y más efectivo. Todo esto contribuye a estabilizar el potencial
financiero de Cartago. El éxito de sus medidas depara una serie de ventajas a
la extenuada ciudadanía. La hacienda pública puede ser rápidamente saneada, lo
que conlleva cerrar el ejercicio fiscal con un superávit, mediante el cual se
satisfacen con creces las cuotas de los plazos que hay que pagar anualmente a
Roma. Con las cantidades sobrantes el erario público empieza a acumular
reservas.
Al contemplar los vaivenes de la política
interior de Cartago durante la magistratura de Aníbal, nos podemos percatar de
una situación sumamente paradójica. El dictado de paz impuesto por Roma a
Cartago, cuyo principal objetivo era limitar radicalmente el campo de acción de
la gran metrópoli norteafricana, obligándola a abstenerse de la política
mediterránea, también genera efectos positivos. Éstos son mayores de lo que a
primera vista pueda parecer. La respetable cantidad de recursos y fondos que en
el pasado tenían que ser invertidos en la flota de guerra para garantizar su
disponibilidad y eficacia, así como para pagar la soldada de los mercenarios al
servicio de la política ultramarina de Cartago, puede ser ahora utilizada
exclusivamente para realizar proyectos civiles, para ser reinvertida en obras
públicas, medidas de mejora, etcétera. Con ello se contribuye a aumentar la
riqueza del estado al dotarlo de una notable infraestructura civil (Plutarco, Vida de Catón 26).
Cartago, derrotada por Roma, no queda
paralizada por el golpe psicológico que supone la pérdida de su imperio
colonial, ni tampoco se sume en la desesperación y en la inactividad. Al
contrario, observamos una pronta recuperación económica, basada en la
potenciación de una agricultura modélica en las privilegiadas zonas de cultivo
norteafricanas pertenecientes a Cartago, y también constatamos un auge de la
actividad artesanal y comercial y un sensible incremento de las obras públicas.
El plano urbanístico de Cartago, datable de la época posterior a la segunda
guerra púnica y perceptible a través de las últimas excavaciones (Nierneyer),
acredita la modernidad y el lujo de sus zonas oficiales y residenciales y la
magnificencia del recinto portuario. Todas estas obras de mejora empiezan a ser
materializadas en los primeros decenios del siglo III a.C.
Las medidas que Aníbal adopta para aumentar la
eficacia del sistema político y fiscal no provocan sólo adhesiones y simpatías.
También le crean grandes enemistades. Algunos miembros de la oligarquía
dominante implicados en los escándalos financieros o en los casos de corrupción
que Aníbal pretende esclarecer se proponen combatirle implacablemente. Quieren
exiliarle de Cartago y buscan un motivo, así como la cooperación de Roma para
lograrlo. Se trama una intriga. Difunden en Roma el rumor de una conjura entre
Aníbal y el rey seléucida Antíoco III. Propagan la murmuración de que la meta
del pacto es reunir una coalición de enemigos de Roma para volver a reanudar la
guerra.
Los círculos políticos dirigentes de Roma
utilizan la propicia ocasión que les brindan los miembros del partido
antibárquida para lanzar un ataque frontal contra el temido estratega
cartaginés. A excepción de Publio Cornelio Escipión, quien da una prueba de
grandeza de espíritu al desechar la trama urdida contra Aníbal, pues reconoce
claramente sus verdaderos motivos, la mayoría del senado romano opta por creer
lo que los adversarios de Aníbal predican en su contra. Se acuerda mandar una
delegación senatorial a Cartago para pedir su extradición. Mientras tanto,
Aníbal observa atentamente el desarrollo de los sucesos. Al tomar Roma carta
directa en el asunto, no se hace ilusiones sobre sus perspectivas de futuro en
Cartago. Consciente del peligro que se está fraguando, prepara su fuga de
Cartago para evitar caer en manos de sus enemigos (verano 195 a.C.).
Esta sucesión de hechos marca uno de los
paréntesis más negativos en la vida de Aníbal y en la historia de su ciudad
natal. Hacía apenas veinte años, Aníbal llevaba muy poco tiempo aún en la
dirección del ejército púnico en Hispania cuando aparece una delegación del
senado romano en Cartago para pedir la entrega del general cartaginés a raíz de
la crisis de Sagunto. El consejo de Cartago, por aquellas fechas, rechaza pleno
de indignación la propuesta romana y se muestra dispuesto a correr el riesgo de
la guerra antes que claudicar ante semejante pretensión.
En el verano del año 195 a.C. los embajadores
romanos que acuden a Cartago para expedientar a Aníbal se comportan como si la
ciudad fuera su parcela de dominio; no piden, sino que exigen, y las
autoridades cartaginesas les complacen en todo, llegando al extremo de
sacrificar a su más prestigioso ciudadano, último símbolo de la independencia
de Cartago. Al conocerse la huida de Aníbal, se decreta confiscar su patrimonio
y su casa es arrasada, como si con este acto se quisiera borrar la existencia
de su morador. Los romanos piden que no quede nada en Cartago que pueda
suscitar el recuerdo de la familia bárquida y las autoridades cartaginesas
colaboran servilmente complaciendo este deseo.
Los aproximadamente cinco años de estancia de
Aníbal en Cartago no pasan de ser un episodio, a pesar de las reformas que
introduce en la política interior. Desde luego, su retorno a Cartago en la fase
final de la segunda guerra púnica es más producto de las circunstancias que le
obligan a tomar esta determinación que fruto de una decisión voluntaria y
premeditada. Motivado por la derrota sufrida y el extraordinario auge del
poderío romano, cuyas repercusiones se percibían fuera y dentro de Cartago, su
situación política y personal será, a partir de este momento, bastante
precaria. Precisaba ser definida de nuevo. A pesar de que Aníbal seguía
contando con el apoyo de sus partidarios y su prestigio continuaba intacto,
esto no significa que pudiera considerarse inmune frente a las impugnaciones de
sus poderosos enemigos. Especialmente si tenemos en cuenta que los hilos de la
política cartaginesa están siendo manejados por Roma, donde se decide en última
instancia todo lo referente a Cartago. Es esta la razón por la que Aníbal no
goza de absoluta seguridad en su ciudad. Su destino depende en gran medida del
estado de ánimo de Roma.
Al repasar la precaria situación de Aníbal,
caracterizada por la indecisión y la ambigüedad, surge la pregunta: ¿qué lugar
del mundo antiguo le puede brindar la protección que necesita para sentirse
seguro del acoso de Roma? Dado el proceso de expansión romana, las opciones
viables han ido disminuyendo constantemente. En la cuenca del Mediterráneo
occidental apenas queda algún sitio (Hispania, África, Sicilia, etcétera) en el
que los romanos no hayan puesto su pie. La única alternativa que se perfila
viable la constituyen los países del mundo helenístico (los estados griegos de
Atenas, de Esparta, de Corinto, etcétera, así como los reinos de los
Antigónidas, Seléucidas, Tolomeos, etcétera) en el este del Mediterráneo.
A los diez años (237 a.C.), y pleno de energía
y esperanza, viaja Aníbal en compañía de su padre y demás familia a conquistar
un país de occidente cuya posesión había suscitado grandes expectativas de
consolidar el futuro de su ciudad natal. Pasados más de cuarenta años, vuelve
Aníbal, ahora hombre maduro y después de haber conmocionado medio mundo con la
gran guerra que protagoniza contra Roma, a la edad de 52 años, a emprender otro
viaje no menos trascendental, esta vez en dirección contraria: hacia oriente
(195 a.C.). ¿Cabe pensar que, al igual que sucedió al conquistar Hispania,
Aníbal espere ahora volver a movilizar una nueva plataforma para conseguir
realizar sus planes de desquite?
El escenario político en el que se
desenvolverá Aníbal durante los próximos años, al consumarse su fuga de
Cartago, se caracteriza por el debilitamiento del poder de las dinastías
helenísticas tradicionales y el paralelamente constatable aumento del
intervencionismo romano.
Como consecuencia directa de su victoria sobre
Aníbal y Cartago, los romanos extienden sus tentáculos más allá del Adriático y
ponen a los países del Egeo en su punto de mira. Cuando actúan por primera vez
en este hasta entonces novedoso espacio geográfico para la política romana, lo
hacen en un momento de profunda crisis de las monarquías helenísticas. En el
año 204 a.C. sube al trono de Alejandría un rey niño, Tolomeo V Epífanes, hecho
que provoca una inmediata reacción en los países vecinos. Filipo V de
Macedonia, ex aliado de Aníbal y ahora socio de Roma tras concluir el tratado
de Fénice (205 a.C.), y Antíoco III, soberano del imperio seléucida, no quieren
desperdiciar la oportunidad que representa el vacío de poder generado en
Alejandría para desposeer al nuevo soberano de Egipto de parte de sus territorios
en Siria y en el Egeo.
Aterrados por el consiguiente aumento de
recursos de los reyes Filipo V y Antíoco III, que amenaza romper el equilibrio
territorial de la zona, Atenas, Rodas y Pérgamo, estados que temen por su
seguridad, solicitan el auxilio de Roma (Polibio XVI 23-28). Los romanos, que
después de anular el peligro cartaginés no se muestran dispuestos a permitir
otra análoga formación de un gran bloque de poder en el Egeo, aceptan la
oferta, que les permitirá convertirse en un factor de peso en el Mediterráneo
oriental. Ante todo, porque tienen la impresión de que su intervención se puede
realizar sin mayores impedimentos.
En el año 197 a.C. el cónsul romano Tito
Quinctio Flaminino derrota en Cinoscéfalos a las tropas de Filipo V de
Macedonia, quien a partir de este momento pierde su posición hegemónica en
Grecia. El hecho es de una trascendencia determinante. Desde los tiempos del
legendario Alejandro Magno, la infantería macedónica, artífice de la conquista
del imperio persa, era considerada invencible y pieza fundamental del poderío
militar y del prestigio de las armas griegas. Polibio (XVIII 29-32) describe su
formación en campo de batalla de la siguiente manera: «Cada infante (hoplita), con
sus armas, ocupa un espacio de tres pies en posición de combate, y la longitud
de las lanzas (sarisas), que en un principio era de 16 codos, se acorta a 14 [...]
lo que deja una distancia de 10 codos por delante de cada hoplita, cuando carga
sujetando la lanza con las dos manos».
La infantería pesada macedónica (falange)
constaba de una compacta formación de hombres provistos de lanzas de seis
metros, capaces de detener cualquier ataque o propinar un golpe decisivo. Por otra
parte, su escasa flexibilidad la hacía altamente vulnerable. La falange era sin
duda un arma llena de prestigio, pero ya anticuada y poco práctica para
conseguir con ella imponerse a los vencedores de Aníbal. Su supremacía se
quiebra, tras una sola batalla, ante el ímpetu de las legiones romanas,
consagradas definitivamente como la tropa del mundo mediterráneo.
En el año siguiente (196 a.C.) tiene lugar el
famoso discurso pronunciado por Tito Quinctio Flaminino durante los Juegos
Ítsmicos de Corinto. El general romano proclama la libertad de Grecia y la
firme voluntad de Roma de garantizarla en el futuro (Polibio XVIII 46). El
impacto que causa esta declaración de principios en el mundo griego es enorme.
Por estas fechas, la postura que adopta Roma en el engranaje político del
Mediterráneo oriental se caracteriza por su recato. Por una parte, los romanos,
al derrotar a Filipo V de Macedonia, estabilizan el tradicional sistema de
equilibrio territorial en favor de los estados griegos menos poderosos. Sin embargo,
Filipo V y los otros monarcas helenísticos continúan siendo los factores
decisivos de la región, va que Roma, después de enfrentarse a Macedonia, se
abstiene de intervenir directamente en la política griega, creando con ello un
nuevo elemento de inestabilidad. Será en medio de este juego de poderes y
pasiones políticas, en este mundo, seno de una cultura antiquísima y agitado
por convulsiones políticas y sociales preocupantes, rebosante de esperanzas y
resentimientos antirromanos, donde Aníbal aparecerá de repente. Desde el primer
día de su llegada se ve confrontado con esta vibrante realidad.
Antes de cerrar este capítulo, dedicado en
gran parte al análisis de las consecuencias que la segunda guerra púnica tiene
para Cartago, no podemos dejar de subrayar las no menos significativas repercusiones
del antagonismo romano-púnico respecto a Roma. Posiblemente la más importante
de todas es la puesta en marcha de un intenso proceso de helenización que de
modo especial echará profundas raíces en las capas dirigentes de la sociedad
romana. La lucha contra Cartago, ciudad que desde hacía mucho tiempo estaba
sujeta a las corrientes civilizadoras griegas, obliga a Roma a imbuirse de las
ideas, la técnica, la religión y el arte heleno. Durante la época que abarca la
primera fase de la biografía de Aníbal, es decir, desde mitad hasta finales del
siglo III a.C., las letras griegas (tragedia, comedia, épica, etcétera), la
historiografía, la arquitectura, así como la mayoría de las ciencias exactas
helenísticas (matemáticas, física, mecánica, etcétera), pasarán a formar parte
de la vida cultural romana. La lengua griega se convertirá, al lado del latín,
en el idioma de la elite romana, que llegará a dominarla como si de su lengua materna
se tratara.
15. Huyendo de Roma: una vida en el exilio
Aníbal no se dirige hacia los países del
Mediterráneo oriental para volver a encender la mecha de la guerra contra Roma
a toda costa, aunque la idea permanecerá latente en su mente. Mas bien, en el
año 195 a.C. abandona Cartago de forma precipitada porque se siente amenazado
por los romanos v teme por su seguridad. Si alguien ha querido creer que por
aquel entonces era un hombre acabado v resignado, se equivoca, ya que las
numerosas actividades que llevará a cabo en los próximos años lo acreditan como
un personaje lleno de ideas y de dinamismo.
Después de un largo viaje en barco pleno de
peripecias, llega a Éfeso haciendo escala previamente en Tiro (metrópoli
fundadora de Cádiz y Cartago), donde fue bien acogido, así como en Antioquía.
En Éfeso se reúne con el rey Antíoco III (otoño del año 193 a.C.), descendiente
directo de Seleuco, legendario general de Alejandro Magno y fundador de la
dinastía seléucida, cuyo dominio territorial se extiende sobre Siria y gran
parte del Asia Menor. Con seguridad, el monarca seléucida se alegra de recibir
en su corte al famoso rival de los romanos; esperaba obtener de él información
de primera mano sobre la situación política en el Mediterráneo occidental.
Apenas puede disimular el gran interés que tiene por formarse una idea del
potencial político y militar romano. Antíoco mantiene desde hace tiempo
relaciones tensas con Roma. Recientemente, los romanos, en la conferencia de
Lisimaquia, le habían conminado a renunciar a sus derechos de soberanía sobre
unas ciudades conquistadas por el monarca seléucida que habían estado
anteriormente en poder de la monarquía antigónida, respectivamente, de los
reyes de Egipto. Antíoco considera la manera de proceder de Roma como una
intromisión injustificada que no tiene por qué tolerar. Es fácil imaginarse
cómo Aníbal intenta cimentar su actitud crítica hacia Roma: moviliza todo su
poder de persuasión para convencer al rey seléucida de la necesidad de actuar
preventivamente respecto a Roma para disuadirla de cualquier actividad
imperialista en el Mediterráneo oriental.
Aníbal ve la oportunidad de abogar por un
nuevo ataque contra Italia que obligue de una vez por todas a los romanos a
retirarse a su propio territorio. En este sentido, presenta a su anfitrión un
proyecto de guerra según el cual el rey seléucida se convertiría en el alma de
la lucha contra Roma. Ateniéndose a ese plan, Antíoco III concedería a Aníbal
los recursos necesarios para que al frente de una armada se dirigiera hacia
Cartago, con la misión de fomentar la guerra en la retaguardia de Roma. Entre
tanto, Antíoco debería ocuparse de iniciar las hostilidades en Grecia y de
estar preparado para invadir Italia en el momento más oportuno.
Este plan llega a conocerse en Cartago, donde
los enemigos del partido bárquida se apresuran a sacar provecho de la
situación. Convencen a las autoridades cartaginesas de que manden una
delegación a Roma con el objetivo de desvelar los proyectos de Aníbal y de su
socio, el rey Antíoco III. De esta forma quieren ganarse la confianza de los
romanos. Esperan obtener como compensación apoyo contra las pretensiones de
Masinisa, que no cesa de presentar exigencias territoriales inaceptables para
Cartago y que sigue contando con la benevolencia de Roma.
Los romanos reaccionan ante tales noticias
despachando dos misiones diplomáticas. Una, a la que pertenecía Publio Cornelio
Escipión, se dirige a Cartago con el fin de recabar informaciones más
detalladas, así como para intimidar a los miembros del partido bárquida con su
presencia y exhortarlos a que se distancien de los planes de Aníbal.
Los otros emisarios romanos se desplazan a la
corte del rey seléucida Antíoco III. Cuando llegan los embajadores romanos,
éste no se halla en Éfeso, sino en Pisidia, donde lleva a cabo una campaña
militar. Sin embargo, los romanos encuentran en Éfeso a otro interlocutor no
menos interesante: Aníbal. La delegación romana utiliza el encuentro para
sembrar la discordia entre Aníbal y Antíoco III, lo que consigue en parte. A
causa de esto la situación de Aníbal en la corte de Antíoco III se está
haciendo cada vez más complicada. Si las dos grandes potencias consiguen
estipular un acuerdo, esto supondría para Aníbal el inminente peligro de ser
sacrificado ante el altar del entendimiento romano-seléucida. El fugitivo
cartaginés se mueve en un terreno pantanoso, debe andar con cuidado y extremar
la precaución. El acreditado estratega se halla de pronto en el centro de un
ovillo de intrigas difícil de deshacer. Por suerte para él, la delegación
romana no logra satisfacer sus objetivos y tiene que regresar a Roma, dejando
el contencioso sin resolver.
Al fracasar el último intento de llegar a un
acercamiento de posiciones, la guerra entre el reino seléucida y Roma es un
hecho inevitable. Aníbal se encargará, según su plan, de incitar la rebelión
contra el dominio romano en el norte de África. Acompañado de una pequeña
flota, zarpa primeramente hacia Cirene. Desde allí quiere informarse de la
situación política de Cartago. No tarda en percatarse de que en el seno de la
ciudadanía púnica los ánimos están divididos, ya que los enemigos de los
Bárquidas demuestran interés en llegar a un acuerdo con Roma y no quieren
arriesgarse a una guerra que a su parecer tiene pocas posibilidades de éxito.
Pese a la indecisión reinante dentro de las
clases dirigentes, Aníbal no pierde la esperanza de que se presente otra
oportunidad más propicia para cambiar el panorama político de Cartago; más si
consideramos que la respuesta que Aníbal obtiene de una consulta al mítico
oráculo libio de Amón, que ya fue visitado por Alejandro Magno antes de su
batalla decisiva contra el imperio persa, le había sido favorable, lo que le
anima a seguir porfiando. Como por el momento no tenía nada que hacer en el
norte de África, regresa a Asia para participar al lado de Antíoco III en las
inminentes campañas contra Roma (192 a.C.).
Sin embargo, los próximos sucesos se
desarrollan de manera muy diferente de los deseos de Aníbal. La largamente
planeada invasión de Grecia está siendo puesta en práctica por un Antíoco III
poco entusiasmado en el menester. A falta de una concepción política y
estratégica clara, el ejército expedicionario, absolutamente insuficiente y mal
preparado, se dispersa en numerosas acciones inconexas que no logran el éxito
deseado. El gran proyecto diseñado por Aníbal de acosar a Italia desde el norte
de África, mientras Antíoco III desde Epiro controla el territorio griego y
amenaza simultáneamente el sur de Italia, quedará muy lejos de ser realizado.
Pese a eso, tales planes no pasan inadvertidos, y la opinión pública griega,
que toma partido fervoroso por tan sugestivos proyectos, acoge la beligerancia
de Aníbal contra Roma con simpatía y benevolencia. Un ejemplo de ello es la
profecía de Búpalo, según la cual el airado Zeus acabaría con la dominación
romana. Flegón de Tralles (FGrHist
257 F 36 111) cuenta cómo el hiparca Búpalo, varias veces herido en las
Termópilas, se pone en camino hacia el campamento romano para comunicarles el
mensaje divino y conminarlos a desistir de su empeño de hacer la guerra en
suelo griego.
La expedición de Antíoco a través de Grecia,
mal dirigida y peor llevada a cabo desde su comienzo, fracasa estrepitosamente.
Las tropas seléucidas son derrotadas en las Termópilas por las legiones del
cónsul Manlio Acilio Glabrio (191 a.C.). Como consecuencia del grave descalabro
tienen que abandonar Grecia y retirarse al Asia Menor. Una sola batalla había
bastado para expulsar a Antíoco III de Grecia y frustrar sus sueños de
grandeza. Los romanos, por su parte, desisten de perseguir al enemigo; y así
Antíoco III gana un tiempo precioso que le permite preparar la defensa en Asia
Menor ante el inminente avance romano.
Aníbal no participa activamente en la campaña
de Grecia. Es enviado a Fenicia con la misión de requerir una flota para la
protección de Asia Menor. Antes de llegar a Side se produce un combate entre la
armada seléucida y la rodia, que ganan los rodios, aliados de los romanos.
Desde luego Rodas no era un enemigo cualquiera. Hacía tiempo que la dinámica
ciudad desempeñaba un importante papel en el Mediterráneo oriental. Su comercio
era el más activo del mundo helenístico. Sólo los ingresos anuales en derechos
portuarios superaban el millón de dracmas. Dado que esta cifra constituía cerca
del dos por ciento del valor de las mercancías que pasaban anualmente por el
puerto de Rodas, su importe global sería del orden de unos cincuenta millones
de dracmas, es decir, 8.300 talentos de plata (Polibio XXX 31), lo que nos da
una idea aproximada de los recursos y el poderío de la ciudad, comparable a
Cartago en sus mejores tiempos.
Resulta incomprensible que Antíoco III
encargue a Aníbal la dirección de una operación marítima en lugar de conferirle
un importante mando al experimentado estratega o, por lo menos, incorporarlo a
su estado mayor como asesor en la decisiva batalla terrestre de Magnesia, en la
que el ejército romano pisará por primera vez suelo asiático (18 a.C.).
Durante el transcurso del conflicto
romano-seléucida, Cartago, estado vasallo de Roma, no permanece con los brazos
cruzados. Cumpliendo fielmente los preceptos de la alianza contraída con Roma a
través del tratado del año 201 a.C., Cartago pone seis barcos a disposición del
almirante romano Cayo Livio Salinátor. Además, los cartaginenses suministran a las
tropas romanas cereales. También se ofrecen a pagar de una vez las cantidades
que adeudan en concepto de reparaciones de guerra. Teniendo en cuenta que se
trataba de una exorbitante suma, cabe pensar que las reformas fiscales puestas
en vigor en Cartago durante el periodo del gobierno de Aníbal (196 a.C.) habían
surtido efecto y conseguido además sanear rápida y eficazmente las finanzas del
estado cartaginés. Sin embargo, los romanos rechazan esta oferta de liquidación
de los plazos pendientes. Parece ser que con ello querían seguir recordando a
los cartagineses hasta qué punto dependían de Roma.
Tras el triunfo de las legiones romanas sobre
el ejército seléucida en Magnesia, ratificado posteriormente por el tratado de
paz de Apamea (188 a.C.), el general romano Lucio Cornelio Escipión exige de
Antíoco la entrega de Aníbal. Pero el monarca seléucida no se muestra dispuesto
a cumplir el requerimiento que habría supuesto traicionar a su antiguo aliado.
Al percatarse de que no puede mantenerlo más tiempo en su corte, le facilita la
huida.
Unos cinco años después de salir
apresuradamente de Cartago, se reanuda la odisea de Aníbal. El legendario
enemigo de Roma vuelve a convertirse en fugitivo. El número de lugares en los
que aún podía exiliarse había disminuido considerablemente merced a los
progresos de la expansión romana en el Mediterráneo oriental. ¿Qué ciudad, qué
gobernante iba a osar entrar en conflicto con los romanos concediéndole a él el
derecho de hospitalidad?
En el puerto de Side, en Asia Menor, Aníbal
zarpa en un barco que le llevará hasta Creta, donde se detiene en la ciudad de
Gortina (verano 189 a.C.). De su estancia allí nos enteramos a través del
famoso episodio sobre el oro de Aníbal. Cornelio Nepote nos ha legado la
siguiente crónica de los eventos: «Él [Aníbal] llenó varias ánforas de plomo
pero cubrió el borde con una fina capa de oro. En presencia de las autoridades
cretenses las llevó al templo de Ártemis, e hizo como si le encomendara su
fortuna en fe y fidelidad. Después de haberles engañado de esta forma, llenó
estatuas de bronce, que había traído consigo a la isla, y las dejó en el
antepatio de la casa donde habitaba como si no tuvieran ningún valor» (Cornelio
Nepote, Aníbal 9).
Dado el marcado carácter anecdótico de la
narración, que se mueve entre la leyenda y la realidad, resulta bastante
problemático indagar su fondo de veracidad. Además, el episodio aparece
impregnado de lugares comunes: los astutos cretenses, que tenían fama de
rapacidad, y el prototipo del hombre púnico, ávido de riquezas, son los
ingredientes de una trama cuyo mensaje histórico, si es que lo tiene, es
imposible descifrar.
En cualquier caso, Aníbal no permanece mucho
tiempo en Creta, ya que la presencia romana en la región aumenta constantemente
y esto le hace sentirse amenazado. Antes de finalizar el año 189 a.C., se pone
en camino hacia Armenia.
El lejano país situado entre el Cáucaso y
Mesopotamia había conseguido, bajo el reinado de Artaxias, independizarse del
imperio seléucida. Es posible que Aníbal hubiera trabado amistad con el monarca
armenio a través de una común estancia en la corte de Antíoco III. Al llegar a
Armenia, Artaxias le encarga la superintendencia de las obras públicas del
reino, lo que implica la construcción de la nueva ciudad residencial Artaxata.
El proyecto se materializa siguiendo los bocetos de Aníbal, que es quien diseña
los planos del nuevo centro de la monarquía armenia. Sin embargo, esta novedosa
faceta en la vida del renombrado cartaginés (quien a sus méritos de estratega y
estadista suma ahora el de técnico en urbanismo) no se prolongará mucho.
Sobresaltado por el aumento de la influencia romana en Asia Menor, Aníbal
decide abandonar el país y buscar un refugio más adecuado, capaz de
proporcionarle mayor protección contra el hostigamiento de Roma.
Lo encuentra en Bitinia, rica y apacible
región lindante con el Mediterráneo y el mar Negro cuyo soberano Prusias estaba
enemistado con los romanos a causa de su conflicto permanente con el mejor
amigo de Roma en Asia Menor, el rey de Pérgamo. Tan pronto como llega allí,
Aníbal se verá envuelto en los conflictos entre Bitinia y Pérgamo, y de nuevo
vuelve a ser requerido su talento de experto militar. Como ya hizo en Armenia,
también en Bitinia, siguiendo una orden del rey Prusias, Aníbal esbozará los
planos de la ciudad de Prusa (Bursa), convertida en la nueva residencia real
(184 a.C.).
El último
episodio de la vida de Aníbal comienza en el momento en que aparece el emisario
romano Tito Quinctio Flaminino en la corte del rey Prusias de Bitinia (183
a.C.). Había llegado allí como árbitro, para mediar en el secular conflicto
entre Pérgamo y Bitinia, pero pronto la cuestión sobre el futuro de Aníbal,
residente en Bitinia, llegará a acaparar la atención del representante de Roma,
que no dejará escapar esta ocasión para ajustar cuentas con el fugitivo
cartaginés. Sobre los hechos que a continuación suceden nos han llegado varias
versiones. Según la interpretación que se les quiera dar, la responsabilidad de
la muerte de Aníbal recae en el rey Prusias de Bitinia o en el embajador romano
Tito Quinctio Flaminino.
Desde su huida
de Cartago en el año 195 a.C. Aníbal había recorrido durante unos doce años
casi todos los países del mundo helenístico, habiéndose visto obligado a
solicitar asilo político en Éfeso, en Creta, en Armenia y al final en Bitinia,
sin lograr encontrar, a pesar de todo, un hogar permanente y seguro en ninguna
parte.
Aníbal,
luchador nato, que ha desafiado solo múltiples peligros, tiene que doblegarse
ante la evidencia de que su vida desde la huida de Cartago está en manos de un
destino implacable, cuyos hilos son manejados desde Roma. Ante tal acoso,
marcado por la impotencia y la resignación, Aníbal no ve otra salida que el
suicidio.
Tito Livio nos
ha legado sus últimas palabras, que rezan así: «Queremos liberar al pueblo
romano de una gran preocupación, ya que cree haber esperado demasiado tiempo en
consumar la muerte de un hombre viejo. Tito Quinctio Flaminino no logrará su
grandioso y memorable triunfo sobre un hombre desarmado y traicionado. Este día
demostrará cómo han cambiado las costumbres del pueblo romano. Los antiguos
romanos advirtieron al rey Pirro, un enemigo armado que se encontraba en Italia
con su ejército, que se cuidara del veneno. Ahora han enviado a un ex cónsul
como emisario para obligar al rey Prusias a que asesine a su huésped rompiendo
así las leyes divinas de la hospitalidad» (Livio XXXIX 51, 9).
Desconocemos
la fecha exacta de su fallecimiento. Livio la sitúa en el año 183 a.C. Polibio,
por el contrario, menciona el año siguiente como fecha de su muerte. Aníbal
será enterrado en la ciudad de Libisa en Bitinia.
La noticia de
la muerte de Aníbal genera división de opiniones en Roma. Los que siempre le
habían considerado un riesgo viviente, capaz de provocar una nueva guerra,
alaban la iniciativa de Tito Quinctio Flaminino. Tampoco faltan los que
desaprueban la actitud de Flaminino y la contrastan con la generosidad de
Publio Cornelio Escipión, que vence a Aníbal sin ensañarse con él (Plutarco, Vida de Flaminino 21).
Cartago, la
cuna de Aníbal, no sobrevivirá mucho tiempo a la muerte de su más famoso
ciudadano. Dos generaciones después, en el curso de la tercera guerra púnica,
será arrasada por los romanos, quienes se ensañarán con sus ruinas cubriéndolas
de sal para impedir así su posterior colonización (146 a.C.); y volverá a ser
un miembro de la reputada familia de los Escipiones, Publio Cornelio Escipión
Emiliano, quien capitaneará el ejército que llevará a cabo tan implacable acto
de venganza y odio. Otra vez se volverá a evocar e instrumentalizar el fantasma
de una amenaza cartaginesa (metus punicus), asociándolo con el efecto
aterrador que el nombre de Aníbal seguía produciendo en Roma para justificar
tamaña barbaridad. Como este trágico episodio demuestra, el miedo a Aníbal será
utilizado como argumento político incluso después de su muerte.
No olvidemos
que nadie había enseñado mejor que él a los romanos lo que significaba tener
pánico a ser reiteradamente derrotados. Aquí hay que buscar las causas de la
posterior destrucción de Cartago, su ciudad natal, convertida en un monte de
cenizas y borrada de forma inexorable del mapa político de la Antigüedad.
16. Aníbal redivivus
Esbozar la pervivencia de Aníbal en el curso
de la historia, analizar su influencia y documentar su presencia a través de
los siglos es un tema amplísimo que por ello tiene que quedar forzosamente al
margen de la presente biografía, dedicada al estudio de su paso por la historia
y no a la recepción de su imagen en posteriores épocas. A pesar de ello y a
modo de epílogo, resaltaremos unos pocos puntos que puedan servir de
orientación para diseñar a grandes trazos algunas de las múltiples
repercusiones de tan fascinante personalidad.
Aníbal ha permanecido en la memoria colectiva
de la posteridad como pocas figuras de la Antigüedad. Casi ningún protagonista
de hechos memorables, de los que la Antigüedad tiene abundante constancia, se
le puede igualar. Sus proyectos y acciones fueron demasiado renombrados y
audaces como para ser olvidados sin más. El valor y la decisión de Aníbal a la
hora de desafiar al estado más poderoso del mundo por aquel entonces, o sus
acciones espectaculares cuando puso a Roma entre la espada y la pared,
mantuvieron vivo el interés por su persona más allá de los siglos.
Su sueño de un proyecto alternativo a la
realidad representada por Roma, aparte de su fascinación, no puede, por otra
parte, ocultar sus repercusiones negativas: las horripilantes consecuencias de
su larguísima lucha, las innumerables vidas que costó o el gran número de
países y pueblos a los que afectó. Todos estos datos, aunque sólo sean
nombrados más bien de forma marginal, también forman parte intrínseca del paso
de Aníbal por la historia y de la sangrienta huella que dejó.
Es interesante constatar que mientras que, con
el transcurso del tiempo, el recuerdo de su ciudad natal, Cartago, cae
progresivamente en el olvido, el recuerdo de Aníbal permanece intacto. Eso no
quiere decir que la percepción y evaluación de su papel histórico no sufriera
oscilaciones. Sucede todo lo contrario. No llega a desarrollarse una sola
imagen de Aníbal sino varias y a veces diferentes entre sí. Esta óptica es,
como podremos percibir, el resultado de interpolaciones posteriores. Cada época
va añadiendo su dosis peculiar de contemporaneidad, sus determinadas
características específicas a la propia interpretación de Aníbal. Así por
ejemplo, se genera la clásica y popular visión patriótica romana de Aníbal
condensada en la obra histórica de Tito Livio, y en el poema épico de Silio Itálico,
de acuerdo con el movimiento renovador del «nacionalismo romano» estimulado por
el mismo emperador Augusto, que acentúa los rasgos negativos «púnicos» del
singular personaje para servir de contraste a la rectitud del carácter romano.
En la medida en la que las antiguas provincias
periféricas de la república romana, entre las que se incluye el norte de
África, se adhieren a su dominio, llegando a convertirse en parte integrante y
neurálgica de la nueva Roma imperial, se debilita la imagen predominante generada
bajo la influencia de la perspectiva italo-romana de la época de Augusto.
Aníbal pasa de ser un típico representante de
la comunidad púnica cargado de epítetos peyorativos referentes a la crueldad,
la codicia y la avidez a convertirse en un inequívoco
símbolo de la genialidad militar y de la energía política. Es básicamente el
proceso de internacionalización del Imperio Romano lo que genera esta
metamorfosis. A partir del siglo II de nuestra era, la aplastante mayoría de
emperadores provienen de las antiguas provincias periféricas. Por sólo citar un
ejemplo, el emperador Septimio Severo, originario de Leptis Magna, ciudad
situada en el norte de África y perteneciente a la antigua área cultural de
Cartago, profesa una gran admiración a su «paisano» Aníbal. Por eso hace
restaurar su tumba y ordena que sea decorada esplendorosamente (Dión Casio,
Frag. libro 20). No será el último emperador romano que se sienta atraído por
el gran estratega púnico. Dos miembros de la familia del emperador Constantino
el Grande llevarán el nombre de Aníbal.
Aurelio Victor, reconocido historiador del
siglo IV, se sirve de las hazañas de Aníbal para alabar, mediante la exaltación
del estratega púnico, el comportamiento del emperador Probo. Isidoro de Sevilla
es el último gran autor de las postrimerías de la Antigüedad o de principios de
la Edad Media (siglo VII) que cita a Aníbal. Los próximos siete siglos
constituyen una laguna respecto a la figura de Aníbal. Será en plena Edad Media
tardía y de modo especial durante el Renacimiento cuando se volverá a recuperar
la dimensión histórica de nuestro personaje.
En pleno siglo XVI, época dorada de las letras
valencianas, Antoni Canals redacta un libro dedicado a Aníbal y Escipión,
protagonizando con ello una de las más significativas actualizaciones del tema
en la Edad Media.
Las artes plásticas de comienzos de la época
moderna recuperan a Aníbal, que ya está presente en numerosas miniaturas e
ilustraciones bibliófilas de fines de la Edad Media. Por citar un solo ejemplo
queremos resaltar la conocida litografía flamenca del siglo XV depositada en la
biblioteca de la Universidad de Gante que trae a colación, según el gusto de la
época, el episodio del suicidio de Aníbal.
Las hazañas más conocidas de su biografía son
insistentemente puestas de relieve una y otra vez mediante múltiples
variaciones: la travesía de los Alpes, las batallas de Cannas y de Zama (sobre
este tema poseemos un hermoso tapiz del siglo XVI en el Palacio Real de
Madrid), así como un sinfín de episodios dramáticos de su propia vida (Aníbal
jurando odio eterno a Roma, etcétera) y de las emblemáticas personas cuya
biografía se cruza con la de Aníbal, tales como Masinisa, Sofonisba y de forma
muy especial Escipión. A este último le dedica Tiépolo (1743) un expresivo cuadro,
representándolo como símbolo de la virtud al aludir a la continencia de
Escipión después de la toma de Cartagena. La actualidad de un sinfín de
episodios anibalianos queda constatada por la creación del pintor valenciano
Ramón Roig Segarra, quien, inspirado por la imagen de Aníbal frente al
itinerante ejército cartaginés, nos ofrece una perspectiva contemporánea del
personaje (1999). Un siglo antes (1868), el afamado artista Francisco Domingo
Marqués ejecuta un excelente óleo titulado El último día de Sagunto, patética
exaltación del nacionalismo valenciano.
A partir del siglo XVI, y con incipiente
intensidad a partir del XVII, abundan las alusiones a Aníbal en la literatura
inglesa (T. Nabbes, Hannibal and Scipio,
1635; N. Lee, Sophonisba or Hannibal's
Overthrow, 1676), italiana (L. Scevola Annibale
in Bitinia, 1805) y francesa. Thomas Corneille, (1669), hermano del famoso
Pierre Corneille y C. P. de Marivaux (1723) lo llevan al teatro mediante unos
famosos dramas que siguen siendo representados hasta nuestros días. Durante el
siglo XIX, y en concordancia con la devoción que suscita en los románticos el
mundo de los héroes y figuras clásicas, la literatura alemana se abre al tema y
dedica a Aníbal especial atención, siendo sus más significativas aportaciones
el drama de Christian D. Grabbe (1834) y la novela del escritor austriaco Franz
Grillparzer (1835). Pero no sólo el mundo de las letras y del arte plástico,
también el de la música se hace eco de nuestro personaje. Merece ser citada
aquí la ópera de A. S. Sografi y A. Salieri Annibale
in Capua (1801) y la no menos interesante adaptación de L. Rice¡ Annibale in Torino (1830).
Napoleón mostró siempre una alta consideración
a Aníbal, en quien vio una especie de personaje modelo. Procura anularle en sus
campañas italianas. En el famoso retrato ecuestre de David, Bonaparte franchissant les Alpes, del
año 1801 pueden reconocerse los nombres de Aníbal y de Carlomagno. Los dos
personajes históricos son sinónimos del programa que quiere realizar el Gran
Corso. Durante su exilio en la isla de Santa Elena, Napoleón redactará una
apasionada y entusiasta toma de partido a favor de quien considera el más
insigne estratega de la Antigüedad.
La definitiva entrada de Aníbal en la
conciencia del presente será facilitada merced al gran número de obras de
literatura histórica que desde del siglo XIX hasta nuestros días tratan sobre
él. Gustave Flaubert desempeñará un papel importante en la reavivación del
interés por Aníbal mediante su novela Salambô,
para cuya protagonista, una hermana de Aníbal, Flaubert inventa un nombre lleno
de fantasía que, dando título a su novela, le catapultará a la fama
internacional.
La influencia que ejerce Flaubert sobre una
cantidad de autores decimonónicos es enorme. Citemos en este contexto la novela
Sónnica la cortesana que Vicente Blasco Ibáñez dedica a Aníbal (1900), donde se
esboza un relato pletórico de pasión y color para diseñar patéticamente el
panorama del asedio de Sagunto.
La sociedad europea de los salones de la
Belle-Époque reconoce en la imagen flauberiana de Cartago sus propias ideas de
lo que cree que es el Oriente. Durante su trabajo en Salambô Flaubert llegará a
confesar: «Me embriago de Antigüedad, como otros lo hacen con vino». Aquí se
presenta Cartago como un gabinete de rarezas lleno de enigmas y amenazas,
tétrico y misterioso. Las personas que actúan en ese mundo ficticio están
rodeadas de un velo de realidad mística. Los rasgos característicos de este
escenario, que poco tiene que ver con la realidad histórica, han quedado vivos
en la memoria colectiva hasta nuestros días. Muestra de ello son las novelas
más recientes sobre Aníbal (Gisbert Haefs: Aníbal,
1989; Ross Leckie: Yo, Aníbal, 1995),
que no renuncian a la mezcla de exotismo y violencia, así como tampoco a la
utilización de todos los lugares comunes pensables e impensables para
proporcionar una serie de efectos drásticos a los lectores.
Precisamente por esta razón es aún más
importante centrarse en las estrictas normas de la investigación histórica
sobre Aníbal y sobre Cartago. En las obras monumentales de Otto Meltzer, Historia de los cartagineses (3 vols.),
Berlín, 1879-1913, o de Stéphane Gsell, Historia
Antigua del África del Norte (8 vols.), París, 1920-1928, por mencionar
sólo algunos de los trabajos pioneros, se esbozan las bases de una imagen
objetiva de la época y del fascinante personaje que la protagoniza. Esta tarea,
continuada hasta nuestros días y que ha generado un interés ininterrumpido por
el tema, queda plasmada en múltiples aportaciones científicas entre las cuales
podemos destacar los trabajos de José María Blázquez Martínez, Karl Christ y
más recientemente Serge Lancel (véase bibliografía). Y si para algo aprovecha
prestar atención a la historia es porque, y en este punto coincidimos la
mayoría: nuestro futuro precisa del pasado, que aunque no pueda ser utilizado
como un manual para la solución de los más acuciantes retos del presente, sí
puede servir por lo menos para evitar cometer siempre los mismos errores.
Cronología Antes de Cristo
Siglo IX u VIII Fundación
de Cartago en el golfo de Túnez por colonos venidos de Tiro (Fenicia).
Siglo V Expansión
cartaginesa en el norte de África, en Sicilia, Cerdeña e Ibiza.
280-275 Guerras
Pírricas: Roma y Cartago se baten conjuntamente contra el rey Pirro de Epiro,
que se ve obligado a evacuar Sicilia e Italia. A partir de entonces, Roma se
convierte en la potencia hegemónica de Italia.
264-241 Primera
guerra púnica. Cartago y Roma se baten en tierra y mar por la posesión de Sicilia.
247 Nace
Aníbal, hijo de Amílcar Barca, en Cartago. A partir de ese año, Amílcar ocupa
el puesto de comandante en jefe del ejército cartaginés en Sicilia.
241 El
llamado tratado de Lutacio, negociado entre Amílcar y Quinto Lutacio Cátulo,
pone fin a la primera guerra púnica. Cartago se ve obligada a abandonar
Sicilia, que se convierte en provincia romana.
241-238 La
sublevación de los mercenarios contra Cartago, guerra líbica, puede ser
aplastada a duras penas. Amílcar Barca, convertido en el principal protagonista
de la política cartaginesa, planifica la conquista de Hispania.
237 Aníbal
viaja en compañía de su padre Amílcar a Hispania. Establecen su primera
residencia en Cádiz, después en Akra Leuke, zona de Cástulo (Linares).
Consecución de una zona de dominio púnico en el valle del Guadalquivir.
229 Muere
Amílcar durante el asedio de la ciudad ibérica de Helike. Le sucede su yerno
Asdrúbal en el mando del ejército púnico en Hispania.
227 Fundación
de Cartagena como nuevo centro del poderío cartaginés en Hispania.
226 Conclusión
del tratado de Asdrúbal que compromete a romanos y cartagineses a no llevar las
armas más allá del río Iber (Segura).
221 Asdrúbal
muere asesinado. Le sucede su cuñado Aníbal en el mando del ejército púnico en
Hispania. El nombramiento será ratificado en Cartago.
219 La
crisis saguntina provoca el estallido de la segunda guerra púnica. El asedio de
Sagunto, ciudad aliada de Roma, comienza en la primavera. En diciembre, Aníbal
consigue apoderarse de la plaza. Una embajada romana declara la guerra en
Cartago.
Inicios de 218 Aníbal
viaja a Cádiz a invocar la ayuda de Melqart/Herakles en su lucha contra Roma.
Acelera los preparativos para llevar la guerra a Italia.
Primavera de 218 Desde
Cartagena, Aníbal inicia su larga marcha hacia Roma. Atraviesa en verano los
Pirineos, cruza en agosto el Ródano y a finales de otoño, después de escalar
los Alpes, se presenta en el norte de Italia. Derrota a finales de noviembre a
Publio Cornelio Escipión en el Ticino y vuelve a vencer a otro ejército romano
a orillas del río Trebia antes de que finalice el año.
217 En
junio, Aníbal aniquila al ejército del cónsul romano Cayo Flaminio en el lago
Trasimeno. Quinto Fabio Máximo es investido con la dictadura para combatir a
Aníbal. Gneo y Publio Cornelio Escipión consiguen establecer una cabeza de
puente en Hispania después de imponerse a las tropas cartaginesas que
guarnecían la zona pirenaica.
216 En
agosto, Aníbal derrota en Cannas al mayor ejército romano visto hasta entonces.
Más de 50.000 hombres mueren en el campo de batalla. Algunas ciudades itálicas,
entre ellas Capua, se desentienden de Roma y se pasan al bando de Aníbal. A
pesar de quedar altamente debilitada, Roma se niega a negociar con Aníbal.
215 Tratado
de amistad y cooperación entre Filipo V de Macedonia y Cartago. Fallece Hierón,
rey de Siracusa. En el transcurso de las luchas internas desatadas por su
sucesión, Siracusa toma partido a favor de Aníbal.
213-212 Cayo
Claudio Marcelo cerca Siracusa, que es defendida por Arquímedes, que, a pesar
de su ingenio, no puede impedir la toma de la ciudad por las legiones romanas.
Tarento cae en manos de Aníbal pero la ciudadela permanece en poder de Roma.
211 Para
deshacer el cerco que los romanos imponen a Capua, Aníbal ataca a Roma pero
fracasa en su empeño. Los romanos continúan hostigando a Capua, que se ve
obligada a capitular. Gneo y Publio Cornelio Escipión son derrotados en
Hispania y mueren en la batalla.
210 Publio
Cornelio Escipión, hijo del general romano fallecido en Hispania, asume el mando
del ejército y conquista Cartagena tras una operación relámpago.
209-208 Escipión
derrota en Baécula (Bailén) a un ejército cartaginés al mando de Asdrúbal
Barca. Quinto Fabio Máximo conquista Tarento.
207 Asdrúbal
Barca lleva su ejército hispano a Italia para reforzar a su hermano Aníbal.
Sufre una derrota a orillas del río Metauro y cae en la lucha. Se desvanecen
las esperanzas de Aníbal de poder decidir la guerra en suelo itálico.
206 Publio
Cornelio Escipión derrota al ejército cartaginés en Ilipa (Alcalá del Río) de
forma decisiva y rompe con esta victoria el dominio púnico en Hispania.
203 Magón
Barca, después de tener que desalojar Hispania, recluta tropas en las Baleares
y las lleva a Italia, donde, tras tres años de permanencia, será derrotado sin
lograr reunificarse con el ejército de su hermano Aníbal.
204-203 Publio
Cornelio Escipión desembarca en África, vence al ejército púnico en las Grandes
Llanuras e inicia las negociaciones de paz con Cartago. Aníbal desaloja Italia
y se traslada al norte de África.
202 Batalla
decisiva entre Aníbal y Escipión en Zama. Tras la derrota de Aníbal queda
decidido el destino de la guerra.
201 Conclusión
del tratado de paz entre Roma y Cartago. A partir de este momento, Roma se
convierte en la primera potencia del Mediterráneo. Cartago conserva su
autonomía interna, pero pasa a depender de Roma en materia de política
exterior.
196 Aníbal,
promovido a la máxima magistratura civil (sufeta) de Cartago, inicia una serie
de reformas políticas y fiscales para sanear la economía púnica, deteriorada
tras la pérdida de la segunda guerra púnica.
195 Acosado
por sus adversarios políticos y por Roma, Aníbal se ve obligado a huir
precipitadamente de Cartago. Viaja a Tiro, Antioquía y Éfeso, donde encuentra
refugio en la corte del rey seléucida Antíoco III, enemistado con Roma.
193-189 Aníbal
apoya la guerra de Antíoco III contra Roma. Obtiene el mando de una flota.
Después de la derrota del rey seléucida en Magnesia tiene que abandonar Asia
Menor.
189-187 Estancia
de Aníbal en Creta, en la ciudad de Gortina y en Armenia, en la corte del rey
Artaxias, de donde tiene que exiliarse de nuevo.
186 Aníbal
encuentra su última acogida en la corte del rey Prusias de Bitinia, enemigo de
Roma. Participa en las luchas contra Pérgamo.
183 Ante
el nuevo acoso por parte de Roma, en la persona de Tito Quinctio Flaminino, y
tras la pérdida del apoyo del rey Prusias de Bitinia, Aníbal opta por
suicidarse.
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V á la fin des Lagides», Nancy, 1967.
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