Dante Alighieri
Monarquía
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©Estudio
preliminar y notas, LAUREANO ROBLES CARCEDO y Luis FRAYLE DELGADO, 1992
©
EDITORIAL TECNOS, S.A., 1992 Telémaco, 43 - 28027 Madrid
ISBN:
84-309-2175-3 Depósito Legal: M-17349-1.992
Printed
in Spain. Impreso en España por Tramara. C/. Tracia, 38.
Madrid.
Monarquía
representa una
de las obras de Dante que más influjo político ha ejercido. Probablemente
movido a escribirla, hacia 1313, en el cerco infructuoso que Enrique VII de
Luxemburgo somete a la ciudad de Florencia, Dante quiere contribuir a erradicar
la anarquía imperante de su época, en Italia y, concretamente, en su ciudad
florentina. Sueña con un orden social que establezca la paz universal. El tono
de la obra, netamente gibelino, muestra a un Dante que ha evolucionado
intelectualmente. En un orden cronológico, hay que situar el texto después del
tratado De vulggari eloquentia y antes del Paradiso; entre la
segunda y tercera parte de La divina comedia.
Dante
se muestra aquí como un intelectual a caballo entre la escolástica y el
florecimiento de un estilo nuevo. Hay en él toda una serie de giros,
expresiones, alegorías, imágenes y simbolismos claramente medievales, pero
detrás de todo ello aparece un estilo nuevo de pensar, un conjunto de ideas
que, contra corriente, contribuyeron a cambiar el modo de interpretar el mundo.
DANTE
ALIGHIERI (1265-1321) nació en Florencia y murió en Rávena. En 1290, muerta Beatriz
Portinari, Dante se recluye en los dominicos de Santa María Novella, donde conoce
los textos de la escolástica bajo la orientación de fray Remigio de Girolami. Hacia
1295 comienza su acción política en el partido de los güelfos. En 1300
ejerció en el Priorato de Florencia, desterrando a los jefes de las facciones
opuestas. En 1301-1302 los Negros, partido surgido de la escisión
güelfa, tomaron el poder apoyados por Carlos de Valois y Bonifacio VIII. Dante,
condenado y desterrado entonces, volverá a serlo, junto con sus hijos, en 1315. Seis años después el gran poeta y
teórico italiano morirá exiliado y proscrito.
LAUREANO
ROBLES CARCEDO
(León, 1933), doctorado en Historia
Medieval por la
Universidad de Montreal (Canadá)
y en Filosofía por la Universidad de Valencia, ha sido becario del Canada Council
y de la Fundación Juan March. Es en la actualidad catedrático de Filosofía Española
en la Universidad de Salamanca. En esta misma colección ha publicado el texto de Santo Tomás
de Aquino La Monarquía, junto con Ángel Chueca.
y en Filosofía por la Universidad de Valencia, ha sido becario del Canada Council
y de la Fundación Juan March. Es en la actualidad catedrático de Filosofía Española
en la Universidad de Salamanca. En esta misma colección ha publicado el texto de Santo Tomás
de Aquino La Monarquía, junto con Ángel Chueca.
LUIS
FRAYLE DELGADO (Salamanca,
1931), licenciado en Filosofía por la Universidad de
Valencia y en Teología por la Pontificia de Salamanca, es catedrático de latín,
escritor y traductor.
Valencia y en Teología por la Pontificia de Salamanca, es catedrático de latín,
escritor y traductor.
ÍNDICE
ESTUDIO PRELIMINAR
La donatio Constantini
Teoría del Imperium mundi
Dante y la Escolástica
Dante y Tomás de Aquino
Dante y el Indice XXX
Ediciones y traducciones castellanas del texto.
BIBLIOGRAFÍA
MONARQUÍA
LIBRO I
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
XII
XIII
XIV
XV
XVI
|
LIBRO II
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
|
LIBRO III
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
XII
XIII
XIV
XV
|
ESTUDIO PRELIMINAR
por Laureano Robles Caicedo
y Luis Frayle Delgado
Dante, al escribir la Monarquía, quiere
contribuir a erradicar la anarquía imperante de su época. No se sabe con
certeza la fecha en que está compuesta; pues, mientras White la sitúa antes
incluso de 1300, Steiner entre 1300 y 1303 y Traversi en 1306, otros, como C.
Foligno y Boccace lo hacen hacia 1313. Es muy probable que Dante se moviera a
escribirla ante la bajada de Enrique VII de Luxemburgo a Italia, lo que tuvo
lugar en 13101. Por otro lado, el 29 de
junio de 1312 fue coronado emperador, aunque moriría al año siguiente, 24 de
agosto de 1313, tras haber asediado y cercado inútilmente con anterioridad a la
ciudad de Florencia. Tal vez por eso., y en relación con todo ello, Dante
sueñe con un orden social que establezca la paz universal. El tono de la obra
es netamente gibelino, pero su estancia en Florencia y el pensamiento de
aquella época fueron más bien güelfos, aunque militase en el partido «liberal».
Cronológicamente, hoy viene situándose su composición después del tratado De
vulggari eloquentia y antes del Paradiso; entre la segunda y tercera
parte de La divina comedia, por tanto.
El
pensamiento que en ella se nos da no corresponde a un período de juventud e
inmadurez, sino más bien a una etapa de plenitud y de experiencia adquirida;
escrita, en consecuencia, en un período de calma y de reflexión tras largos
años de lucha y de militancia política.
LA DONATIO
CONSTANTINI
Esta
militancia política nos lleva de inmediato a situar a Dante como un defensor a
ultranza de la separación entre Iglesia y Estado, por utilizar un término
moderno. En Monarquía (III, 10), Dante se hace eco de la donatio
Constantini, al escribir:
la Iglesia no podía
aceptar donaciones, aunque Constantino de suyo hubiera podido hacérselas;-ese
hecho no era posible por la incapacidad del paciente. Es evidente, pues, que ni
la Iglesia
hubiera podido recibir a título de propiedad, ni el Emperador conferir a título
de enajenación. Podía, sí, el Emperador poner bajo el patrocinio de la Iglesia su patrimonio y
otras cosas, manteniendo siempre su dominio último, cuya unidad no permite
división. Podía el Vicario de Dios recibir algo no como propietario, sino como
dispensador de las rentas en favor de la Iglesia y de los pobres de Cristo, cosa que
sabemos hicieron los Apóstoles.
Para
Dante, sin duda, la intención de Constantino fue buena, pero el acto, al
realizarlo, malo: «O navicella mia, com'mal carca!» 2.
Constantino,
al trasladar la sede del imperio a Bizancio para ceder Roma al Papa, trajo
consigo la «destrucción» del mundo, convirtiendo al Papa en señor temporal. En
otras palabras: su acción no fue lícita. El Emperador no tenía derecho a
despojarse de lo que era su deber: «a nadie le es lícito hacer, en virtud del
oficio a él conferido, cosas contrarias al mismo» 3.
En
III, 1, se plantea Dante la cuestión siguiente: La autoridad del Emperador ¿le
viene conferida inmediatamente de Dios o, por el contrario, le es dada mediatamente
a través del Papa? texto éste que hemos de leer en relación con otro del Convivio
(IV, 4, 1), en donde había escrito que el fundamento radical de la majestad
imperial no era otro que la necesidad de una civilización humana. No perdamos
de vista que, cuando Dante habla de «autoridad imperial», del Emperador del
mundo, está pensando en una unidad mundial, especie de Estados Unidos del
mundo gobernados por un Emperador.
La
cuestión, así planteada, es la clave del tratado; cuestión que permitirá ver
en Dante a un precursor de la modernidad. Frente a güelfos y teócratas,
defensores a ultranza de la superioridad de la autoridad papal sobre la civil o
regia, Dante va a colocarla en una situación de igualdad. Una y otra corren
paralelas y son recibidas directamente de Dios, sin pasar por intermediarios.
Dante
es consciente de la tesis que defiende y sabe que se enfrenta a tres posibles
adversarios o contradictores de la misma: en primer lugar, al Papa y seguidores
suyos, defensores celosos de la teocracia (zelo fortase clavium); en
segundo lugar, a cuantos por intereses personales defienden su tesis
contraria; y, finalmente, a los decretalistas, o defensores legales de lo
establecido, e ignorantes de la verdadera filosofía y ciencia teológica. Por
la carta a los cardenales italianos sabemos por qué a Dante no le caen bien
los juristas, preocupados sólo por los censos y beneficios, y no por conocer,
amar y servir a Dios 4.
Cuando
Dante escribe su texto de la Monarquía
pensaba, sin duda, en personas concretas, contemporáneos suyos, defensores
de tesis opuestas a las suyas. Hay, por tanto, en el texto de Dante mucho de
falacia, de mero sofisma, de retórica vana y de escolástica meramente académica
pero sin contenido formal. Argumentos racionales, textos bíblicos y
simbolismos o imágenes comúnmente aceptadas y utilizadas en la época se
mezclan entre sí para construir el texto final.
La cuestión presente, que será objeto de nuestra
investigación, se encuentra entre dos grandes luminares; a saber: el romano
Pontífice y el Príncipe romano [III, 1].
Este
paralelismo establecido de los dos poderes, espiritual y temporal, con el Sol
y la Luna, lo
llevará Dante hasta las últimas consecuencias, dentro siempre de las reglas de
la lógica y del silogismo, y así escribe:
Por eso el argumento pecaba en cuanto a la forma porque
el predicado de la conclusión no estaba en el extremo de la mayor, como se ve
claramente.
Y
más adelante:
Silogizan así: «Dios es señor de lo espiritual y de
lo temporal; el Sumo Pontífice es vicario de Dios; luego es señor de lo
espiritual y de lo temporal.» Aunque las dos proposiciones son verdaderas, el
término medio cambia y, por tanto, el argumento tiene cuatro patas, con lo cual
no se observa la forma silogística, como se ve claramente por los tratados del
silogismo en general.
Y
cuando escribe:
Aducen también aquel texto de Lucas en que Pedro
dijo a Cristo: «Aquí hay dos espadas», y afirman que por estas dos espadas hay
que entender los dos regímenes antes mencionados, que Pedro dijo estaban donde
él estaba, es decir, junto a sí; y arguyen de aquí que aquellos dos regímenes,
según la autoridad, residen en el sucesor de Pedro.
TEORÍA
DEL IMPERIUM MUNDI
Hace
años, Étienne Gilson publicó una obra maestra, aún no superada, sobre el
pensamiento filosófico de Dante5. Quien
desee conocer el pensamiento de éste tendrá que acudir sin remedio a ella. No
es cuestión de repetir aquí lo sabido, ni de resumirla. El pensamiento
filosófico de Dante está disperso a lo largo de La divina comedia y del
Convito o Convivio, obra inacabada, en la que intentó una formulación
sistemática y que, de haberla acabado, hubiera sido una Summa o enciclopedia
del saber medieval.
Aquí
nos vamos a ceñir al pensamiento político, del que nos dio un primer esbozo en
algunos capítulos del libro IV del Convivio, pero sobre todo en su
tratado latino Monarquía, así como en las llamadas Epístolas
políticas, especialmente en las V, VI, VII y XI, dirigidas a los príncipes,
senadores y pueblos de Italia, a los florentinos, a Enrique VII y a los
cardenales italianos.
La
lectura del texto de Monarquía choca con el de La divina comedia. En
éste Dante está jugando continuamente de forma alegórica con nombres de reyes
y pontífices, de ciudades y naciones. Símbolos, alegorías y nombres concretos
se yuxtaponen a la hora de exponer su pensamiento. Aquí, en Monarquía, las
ideas terminan exponiéndose de forma más nítida y escueta; en ocasiones, hasta
con cierta rigidez académica.
Dentro
de un esquema tomista la sociedad es un reflejo de la naturaleza. El orden, la
armonía, es su base. Los astros no van por ahí trazando líneas caprichosas en
los espacios infinitos del universo. Todo está sometido a unas leyes matemáticas
fijas y estables, establecidas, ¡claro está!, por la providencia divina. Cada
ser o cada cosa ocupa un lugar en el espacio y desempeña el papel que la
providencia le ha dado. A imitación de este orden universal, de esta armonía
cósmica, se estructura y organiza la sociedad humana.
La
humanidad en su conjunto es un todo con relación a ciertas partes y es una
parte con relación a un todo. Es un todo con relación a los reinos particulares
y a los pueblos, como se demuestra por lo dicho anteriormente; y es una parte
con relación a todo el universo. Esto es evidente por sí mismo6.
Microcosmos
y macrocosmos, el todo y las partes; éstas son por aquél y el todo las hace a
ellas, en virtud de un principio ordenador, o principio de unidad. Dios,
monarca de la creación. De todo ello concluirá Dante, a semejanza de lo dicho,
la necesidad de la Monarquía
para que el mundo esté siempre bien ordenado.
La
filosofía y teología medievales están montadas siempre sobre la base de una
metáfora, de la alegoría, de la imagen y del simbolismo. Todo es metáfora,
imagen y símbolo. No asumido el andamiaje, el edificio queda inconcluso.
La
sociedad humana es a su vez un todo, fruto de la suma de sus partes. Domus,
vicus, civitas, regnum, temporalis monarchia (casa o familia, aldea o
vecindad, ciudad, reino y «monarquía temporal») son las diversas partes que
constituyen ese todo que llamamos sociedad humana, gobernada y regida por un
solo «Monarca» o «Emperador» para el bien del mundo.
En el Paradiso (VIII,
115-117) Dante mantiene un diálogo con Carlos Martel en el que éste le
pregunta si sería peor para el hombre no ser ciudadano; a lo que contesta que
sí, y que esto no requiere prueba, por tratarse de algo evidente.
Es
posible que la idea la tomara Dante de su maestro en Florencia, Remigio de Girolami,
desarrollada por éste en su Tractatus de bono communi 7,
en donde llegó incluso a escribir que el ciudadano debe amar su ciudad más
que a sí mismo, porque sólo en ella se desarrolla su vida y actividad
posibles. Sin ella, sin la ciudad, el hombre o es un superhombre, capaz de
vivir por sí solo, como Juan el Bautista, o es una bestia, animal en sentido
pleno.
Al
no ser el hombre un animal gregario, sino ser libre dotado de la capacidad de
pensar y de querer, que tiene la necesidad de vivir en compañía o sociabilidad
con los demás de su misma especie, ello le lleva, para mejor poder convivir
con ellos, a asumir una serie de reglas de juego para vivir mejor el conjunto
de la colectividad. De aquí resulta que la monarquía universal no sea
para Dante una fórmula política más, entre los múltiples sistemas políticos
conocidos, sino, por el contrario, la fórmula política por antonomasia, como
escribe al principio del tratado:
la Monarquía temporal, llamada también
Imperio, es aquel principado único que está sobre todos los demás en el
tiempo o en las cosas medidas por el tiempo.
Sólo
ella puede garantizar la paz universal del mundo, fin último al que debe tender
todo sistema político. Y el mando o gobierno de un solo Emperador será a su
vez el óptimo, porque nada tiene que apetecer de los demás.
DANTE
Y LA ESCOLÁSTICA
Monarquía
no es un
tratado político propiamente hablando; en primer lugar, porque Dante, su
autor, no fue un jurista; en segundo lugar, porque, aun cuando su autor hable
de derecho y de justicia, lo hace como lo haría un teólogo escolástico. Todo
en él gira en función de la idea que quiere sostener; en este caso su idea de Imperio
y, por tanto, en función de ella expone todo lo demás, comenzando por su
propia idea de derecho, tal como la desarrolla cuando escribe:
Por lo demás, todo el que busca el bien de la
república, busca el derecho como fin. Lo afirmado se demuestra del siguiente
modo: el derecho es una proporción real y personal de un hombre a otro hombre,
que, si es guardada por éstos, preserva a la sociedad y, si no lo es, la
corrompe. Porque la definición de Los Digestos no dice cuál es la
esencia del derecho, sino que lo describe por la manera de ser aplicado. Por
tanto, si ésta nuestra definición comprende con acierto qué es el derecho y
por qué es tal, y siendo el fin de la sociedad el bien común de todos sus
miembros, necesariamente el fin de cualquier derecho es el bien común; y es
imposible, a su vez, que exista ningún derecho que no se proponga el bien
común. Por lo cual Tulio, en el libro I de la Retórica, dijo:
«las leyes siempre han de ser interpretadas en beneficio de la república».
Pues, si las leyes no se orientan directamente al bien común de los que están
sometidos a ellas, serán leyes sólo de nombre, pero no de hecho, ya que es
necesario que las leyes unan a los hombres entre sí para la utilidad común.
Todo
ello no es sino una argumentación adicional para justificar su idea de
Imperio. De ahí el que a continuación escriba:
Queda claro, por
consiguiente, que el que busca el bien común, busca el fin propio del derecho.
Por tanto, si los romanos se propusieron el bien de la república, será verdad
decir que se propusieron el fin del derecho.
Que el pueblo romano
pretendiera el bien común, sometiendo el orbe de la tierra, lo declararon sus
gestas, en las que, eliminada toda ambición, que es siempre enemiga del bien
común, y amando la paz universal en libertad, aquel santo, piadoso y glorioso
pueblo, parece haberse olvidado de su propio provecho para preocuparse del
bienestar público del género humano. Por eso se ha escrito acertadamente: «El
Imperio romano nace de la fuente de la piedad».
Texto
éste de un candor sin nombre con el que Dante pasa por alto todos los errores
cometidos por Roma, con tal de sostener su tesis sobre la necesidad de
restaurar una Monarquía universal en la que a fortiori el Emperador
será el óptimo de los gobernantes, al no tener nada que apetecer de los
demás. Hay en Dante una mezcla de idealismo y de dialéctica escolástica, que
terminan situándole en un estado utópico y angelical.
El
Derecho romano y el Imperio son para Dante la solución de todos
los males por los que pasa su pueblo, Florencia, sumido en la anarquía, en la
incertidumbre y en el desasosiego. ¿Hay en Monarquía un apoyo directo a
la política expansionista de Enrique VII de Luxemburgo? Al margen de ello y
en último término, por más argumentos que dé, las razones aducidas a lo largo
del tratado terminan siendo escolásticas, teológicas en sentido plano. Si el
Imperio romano - «quella Roma onde Cristo é romano»8-
no fuera legítimo, naciendo Cristo en él, como nació, Dios habría
favorecido algo injusto. Comoquiera que lo segundo es falso, la proposición
primera ha de ser la contraria.
Digo, pues, que si el Imperio romano no fue conforme
a Derecho, Cristo, al nacer, aceptó la injusticia. La conclusión es falsa,
luego la contradictoria del antecedente es verdadera. Las contradictorias se
infieren entre sí en sentido contrario.
Teología,
dialéctica, escolástica aprendida en los claustros de Santa María Novella están
impregnando los textos de Dante.
La
lectura de Monarquía, para su mejor comprensión, nos lleva
constantemente a La divina comedia; no porque esté remitiendo a ella,
sino porque allí encontramos las claves de muchas ideas. Así, por ejemplo, en
el Canto X de el Paraíso encontramos este texto significativo:
Yo fui de los corderos de la
santa grey que Domingo conduce por un camino por el que adelanta mucho el que
no se extravía. Este que se halla más próximo a mi derecha fue mi hermano y
maestro, y es Alberto de Colonia, y yo, Tomás de Aquino. Si quieres tener noticia
cierta de los demás, sigue con la vista lo que te indico con las palabras dando
la vuelta por este santo círculo. Aquel otro resplandor brota de la sonrisa deGraciano,
que a uno y otro derecho sirvió de tal modo que goza del paraíso. El otro que,
junto a él, adorna nuestro coro, fue Pedro, que, como la viuda pobre, ofreció a
la santa Iglesia su caudal9.
Graciano
es colocado por Dante en el Paraíso por ser el fundador del Derecho canónico;
el maestro que buscó conciliar la ley con la moralidad interior, la conciencia
con el fuero. Idea ésta con la que Dante comulga en plenitud. Si algo le saca
de quicio es la inautenticidad, la falta de ética y la inmoralidad públicas.
Al
escribir ahora su tratado, con plena conciencia de la tesis que él defiende,
llega a escribir:
Tres tipos de hombre, sobre todo, se oponen a la verdad
que aquí se busca. El Sumo Pontífice, vicario de nuestro Señor Jesucristo y
sucesor de Pedro, a quien no debemos lo que debemos a Cristo, pero sí lo que
debemos a Pedro, quizá por el celo de las llaves; y también otros pastores de
la grey cristiana, y otros que son movidos, creo yo, sólo por el celo de la
madre Iglesia, contradicen la verdad que voy a demostrar, quizás por celo, como
he dicho, no por soberbia.
Hay otros, en cambio, cuya
obstinada avaricia ha extinguido en ellos la luz de la razón y que, habiendo
nacido del diablo, se llaman hijos de la Iglesia, no sólo levantan polémica en esta
cuestión, sino que, aborreciendo el nombre del sacratísimo príncipe, negarían
con desvergüenza los principios no sólo de las anteriores cuestiones, sino
también los de ésta.
Hay otros, en tercer lugar,
llamados decretalistas, que, ignorantes y vacíos de teología y de filosofía y
apoyándose solamente en sus Decretales, las que, por otra parte, considero
venerables, y confiando, creo yo, en su predominio, derogan el Imperio [...1.
Hay
en el texto, como puede verse, una animadversión a los decretalistas que no
oculta y que le producen indignación y a la vez desprecio. En lugar de enseñar
y practicar el Evangelio, el estudio de las Decretales se ha convertido en instrumento
de cupiditas. Los antiguos Padres de la Iglesia no buscaron el Speculum
de Inocencio, ni el Hostiense. «Cur non? Illi Deum querebant ut finem
et optimum; isti census et beneficia consecuntur», especialmente el defunctus
Antistes (Bonifacio VIII), «lo principe de’novi Farisei»10;seductor de la Iglesia 11; usurpador de la Sede
Apostólica12; destructor
de Florencia13; simoníaco14; quien en lugar de llevar
la guerra a los infieles, este gran prete a cuí mal prenda, la ha
llevado a los cristianos, avendo guerra presso a Laterano15, prometiendo las
indulgencias de la Cruzada
a quienes le ayudasen contra los colonneses16.
Si
Bonifacio VIII es sistemáticamente anatematizado por Dante, lo es por su
exclusiva ciencia jurídica y por la soberbia de su persona 17, que le llevaron a reclamar Toscana ad
jus et proprietatem Ecclesiae.
DANTE
Y TOMÁS DE AQUINO
La
lectura de los textos de Dante permite constatar en él la yuxtaposición de dos
culturas: la formación clásica, por un lado, y la escolástica, por otro. Monarquía
es todo un alarde de erudición y de lectura de textos clásicos, que Dante
va aduciendo con destreza y maestría en favor de las tesis que pretende
defender; textos que vemos utilizar con profusión en el Libro II.
Por
lo que respecta al fondo doctrinal de los textos, Dante da prueba de una
formación escolástica que se mueve entre el tomismo naciente y ciertos rasgos
averroístas. Los conocimientos lógicos que posee demuestran haberlos aprendido
en Pedro Hispano, cuyas Summulae logicales son profusamente citadas y
utilizadas a lo largo del escrito. Pero es, sobre todo, Tomás de Aquino quien
le sirve para dar cobertura a las tesis capitales, tales como los conceptos de
pecado original, milagro, derecho y justicia, ley en general y bien común, ley
natural, y noción y aplicación de los conceptos de agente y paciente.
Dante,
sin embargo, no es un seguidor a ultranza de Tomás de Aquino. Su maestro, Remigio
de Girolami, prior que fuera del convento de Santa María Novella (entre 1314 y
1319, fecha de su muerte), marcó en Dante su impronta, especialmente a través
de sus Tractatus de bono pacis y Tractatus de justitia, como lo han
puesto de manifiesto los estudios de Ch. T. Davis, St. Orlandi y A. Samaritani.
Cuando en Monarquía nos habla de la necesidad de la paz, a la hora de
justificar su tesis, Dante viene a decirnos que el género humano, como tal,
tiene un fin propio y, por ende, una operación propia que ni el individuo ni
comunidad alguna son capaces de alcanzar por sí mismos. La determinación de ese
fin y esta operación resulta del análisis de la naturaleza humana y los
supuestos de su perfección. Al llegar aquí, Dante se deja influir por Averroes
y no por Tomás de Aquino.
En
síntesis: sólo la humanidad, en cuanto tal, puede asegurar a los hombres la
felicidad más completa que pueda alcanzarse en la tierra; lo que no es posible
sin la paz, conditio sine qua non para conseguir aquélla. De donde se
concluye que la «paz universal» es el mejor medio para nuestra felicidad. Paz,
a su vez, imposible de obtener sin un poder único que la garantice. De ahí que
el orden del mundo requiera y exija la existencia de una monarquía
universal o Imperio.
Tomás
de Aquino, en cambio, cuando habla del entendimiento viene a decir que no se
trata de que haya dos clases de entendimientos en el hombre, sino uno solo con
dos actitudes distintas: el entendimiento activo o agente, dando luz,
discurriendo, creando, y el entendimiento pasivo en actitud de asimilar,
captar, percibir y dejarse influir.
Que Dante está más cerca de Tomás de Aquino
que de Graciano puede constatarse a propósito de la teoría de la mutatio
legum. En la Summa18 había
escrito que la razón de la ley es que sea justa y recta, y si lo es así semper
debet esse lex. Pero, frente a Graciano, Tomás de Aquino puntualizará que
la rectitud de la ley se dice en función de la utilidad común, que no siempre
tiene por qué ser la misma cosa. De ahí la necesidad de la mutatio legum; lo
que puede suceder por dos razones: o por una mejor visión de lo que es justo,
ya que la mente humana es progresiva, aunque lenta, capaz de hallar más claridad
en las cosas, en lo justo, o por alteraciones reales, pues también la ley está
condicionada por las circunstancias sociales, imperativos de acontecimientos
nuevos que hacen necesaria y oportuna su alteración o mutatio. Sólo la
eternidad es uniformitas, se comporta semper eodem modo. Todo lo
demás está sometido al vaivén de los tiempos, al cambio.
Para
Graciano, en cambio, la mutatio legum es algo blasfemo e irreverente19.
De
aquí que, admitiendo la posibilidad de la mutatio legum, Dante se
muestre cauto y acepte con reservas la tesis de Tomás de Aquino. Por ello
escribe en el Convivio:
Porque es necesario hablar y obrar en una edad de
distinta manera que en otra, pues hay costumbres que son oportunas y laudables
en una edad e inconvenientes y reprochables en otra, como más adelante, en el
tratado cuarto de este libro, se mostrará con razones especiales. Compuse
aquella obra [Vida nueva] cuando ya comenzaba mi juventud; en ésta [Convivio]
hablo pasada ya la juventud 20.
Cuando
así escribe, Dante está más cerca de San Buenaventura y del espíritu
franciscano, que de Tomás de Aquino. El orden jurídico no se consigue sólo con
el establecimiento de la ley, de la justicia y de la rectitud en el obrar. Hay
que eliminar también el desorden, la injusticia, el odio, las rencillas, las
animosidades, y erradicar en definitiva el mal. La principal tarea del Emperador,
en el plano político, es eliminar las politicae obliquae, causantes del
mal que se da en la sociedad. San Buenaventura había escrito que eran cuatro
los frutos de la justicia: obrar el bien, huir del mal, temer lo próspero y
sufrir lo adverso21. Y,
a propósito del segundo de ellos, escribe:
De
la segunda consideración nace el fruto de la justicia, esto es, huir del mal,
quiere decirse por los rigurosos juicios; dice el Eclesiástico: «No siembres
maldades en surcos de injusticia, y no tendrás que segarlas multiplicadas».
Como que nadie quiere segar cizaña o mala hierba, porque, según se dice en el
Deuteronomio, «a medida del delito será también el número de azotes». La
consideración de los juicios hace, pues, huir del mal»22.
Aquí,
en el Derecho, tendríamos que aplicar también aquello que dijo Ortega a
propósito de la filosofía, cuando afirmó que ésta se desarrolla no sólo en
virtud de las verdades encontradas, sino también de los errores cometidos, o
que hemos tenido que superar las generaciones que hemos venido más tarde,
para no volver a caer en ellos o a repetirlos. También el Derecho crece con sus
errores. La vida humana está en un continuo cambio, en evolución permanente,
que obliga al Derecho a tener que ajustarse a los tiempos; a corregir
las leyes y normas de convivencia cívica para que ésta sea posible entre los
ciudadanos. En último término, lo que pretende el Derecho es también corregir
los errores, eliminar el desorden en la sociedad y no sólo establecer la
virtud de la justicia.
En
el cielo de la escolástica, además de Tomás de Aquino y de Alberto Magno, Dante
colocó también a Hugo de San Víctor, Pedro Hispano, Pedro Lombardo, Juan
Crisóstomo, Anselmo de Canterbury, Rabano Mauro, San Buenaventura de
Bagnoreggio y a Joaquín de Celico (de Fiore), el calabrés, comentador del
Apocalipsis, di spirito profetico dotato 23.
A
pesar del influjo que Tomás de Aquino ejerce sobre Dante, hay en éste una
tesis radicalmente opuesta que les sitúa en posiciones políticas divergentes.
Se trata de la teoría o concepción jurídica del poder civil. Tomás de
Aquino fue siempre un teócrata y, posiblemente, el mejor teórico de la
teocracia. Toda autoridad, para él, viene de Dios, transmitida por Cristo a
Pedro y de éste a sus Vicarios, sucesores suyos en la Sede de Roma, a quienes deben
obediencia los reyes del mundo, como súbditos de la Iglesia y ante quienes
deben inclinar su cabeza como si obedecieran al mismo Cristo. En su opúsculo Contra
errores Graecorum, sirviéndose de la autoridad del Pseudo-Cirilo, del que
cita Liber Thesaurorum, escribe así:
Cui [Petrol omnes jure divino caput inclinant et
primates mundi tanquam ipsi domino Jesu obediunt 24.
Y
en el De regno, donde sintetizó su pensamiento político, dejó escritas
estas elocuentes palabras:
[...] Summo Sacerdoti, successori Petri, Christi
vicario, Romano Pontifici, cui omnes reges populi christiani oportet esse
subditos, sicut ipsi Domini nostro Jesu Christo25.
En
síntesis: al Papa, sucesor de Pedro, Vicario de Cristo, le deben obediencia
todos los reyes de la cristiandad, como él se la debe a Jesucristo.
Cuando
así habla, Tomás de Aquino se sitúa políticamente en un mundo sacralizado en el
que todo parte de la Iglesia
y queda en ella, como guía, tutora y garante de las instituciones políticas.
Aún no han llegado los movimientos secularizados y laicizantes de la sociedad.
Aunque Tomás de Aquino utiliza en sus textos los términos imperium e
imperator, lo hace como mera referencia histórica al pasado, no con
referencia y contenido político a un sistema de gobierno político existente o
posible. Lo que hay en sus días, dando forma de gobierno concreto, son reyes,
duques, marqueses (él mismo pertenece a una de las familias más nobles de
Italia); son formas particulares, concretas y singulares que rigen, gobiernan
y poseen una parcela limitada dentro del mundo, sin una autoridad civil
superior a ellos distinta del Papa, cabeza de la Iglesia. Tomás de
Aquino, como eclesiástico en primer lugar y como teórico político luego, no
puede imaginarse una Iglesia sin Papa, pero sí un mundo sin Emperador. Es, si
se quiere, gibelino por herencia familiar, pero güelfo como eclesiástico que
debe obediencia al Papa.
Dante,
en cambio, cristiano al fin y al cabo, cree en una Iglesia, en un mundo
religioso bajo la obediencia de una cabeza, el Papa, que lo gobierna espiritualmente,
pero no precisamente en el orden político. El mundo en el que Dante vive ha
comenzado a laicizarse. La separación entre Iglesia y Estado se ha puesto en
marcha a raíz de las luchas establecidas entre Felipe el Hermoso, rey de
Francia, y Bonifacio VIII. Dante, aunque cristiano bautizado y siervo de la Iglesia, a la que debe
obediencia en virtud de la fe religiosa que tiene, no se siente súbdito de ella
en cuanto ciudadano. En lo político se proclama libre., emancipado de la Iglesia y de la obediencia
al Papa.
Para
Dante hay dos poderes totalmente iguales: el temporal y el espiritual; ambos,
amados de Dios. Con anterioridad a la Iglesia existió de hecho el Impero romano como
poder legítimo y querido por Dios para el bien de los hombres. Dante, como
creyente, admite que toda autoridad viene de Dios; pero ¿acaso, se pregunta,
toda autoridad depende inmediatamente de Dios, del Vicario de Dios, esto es,
del sucesor de Pedro? He aquí el tema central con el que comienza el libro III
de Monarquía.
La
tesis de Dante, en abierta oposición a la de Tomás de Aquino, la hallamos en
III, 3:
Summus namque Pontifex, Domini nostri Jesu Christi
vicarius et Petri sucessor, cui non quicquid Christo sed quicquid Petro
debemus.
Para
Dante, por tanto, el Papa no recibió de Dios el doble poder de las llaves de
que habla Bonifacio VIII en su Bula Unam Sanctam. Que Cristo haya tenido
el doble poder espiritual y temporal es cuestión que Dante ni se lo plantea.
Para un cristiano medieval era obvio, y si lo tuvo se lo llevó consigo a los
cielos. Los Papas no lo heredaron. Sólo son sucesores de Pedro, a quienes se
les debe obediencia quicquid Petro, non quicquid Christo.
Es
cierto que en III, 4, Dante se hace eco de una imagen familiar esgrimida por
muchos teóricos del poder, cuando escribe:
Dios hizo dos grandes luminares -uno mayor y otro
menor-; uno para que alumbrase durante el día y otro para que lo hiciera
durante la noche; y esto, dicho en alegoría, entienden que eran los dos
regímenes, a saber, el espiritual y el temporal. Arguyen después que, así como
la Luna, que es
el luminar menor, no tiene luz sino en cuanto la recibe del Sol, así tampoco el
reino temporal tiene autoridad, sino en cuanto la recibe del régimen
espiritual.
Pero,
como refutará inmediatamente, ello no quiere decir que haya una subordinación
del astro menor al mayor, del Emperador al Papa (de la Luna al Sol, por seguir la
imagen).
El Sol y la Luna (Papa y Emperador) son
dos «grandes luminarias», creados por Dios en el cuarto día, sin que la Luna reciba su ser del Sol («quantum
est ad esse, nullo modo luna dependet a sole»), y, en consecuencia, al
Emperador su poder imperial no le viene del Papa, sino directamente de Dios,
como la Luna fue
creada por Dios, igual que lo fue el Sol. Ambas luminarias tienen su luz
propia. La Luna
no depende del Sol. Tiene su propio movimiento, una cierta luminosidad que le
es propia (habet enim aliquam lucem ex se). Y, por tanto, el influjo que
el Papa puede ejercer sobre el Emperador se reduce a la gracia que aquél puede
ejercer a través de una bendición:
Lucem gratiae, quam in coelo Deus et in tersa benedictio summi
Pontificis infundit illi.
Al
Papa compete, pues, dirigir al género humano hacia la vida eterna siguiendo
las enseñanzas de la revelación, y al Emperador buscar que éste consiga la
felicidad temporal guiado por los principios de la razón y de las leyes
humanas. Una vez más, los simbolismos, las alegorías y las metáforas están
dando sentido a las ideas y pensamiento desarrollado.
DANTE
EN EL ÍNDICE
Entre
1327 y 1334 (tal vez en 1329)26 Dante
fue violentamente atacado por el dominico italiano Guido Vernani, de Rímini,
autor de una obra que lleva por título De reprobatione Monarchiae compositae
a Dante Aligherio Florentino 27,
en la que le reprochará haber sostenido que la autoridad imperial es
independiente del Papado.Tesis ésta, según el inquisidor dominico, peligrosa
para la fe 28.
En
1329 el cardenal Bertrando di Poggetto, legado de Juan XXII en la región de
Lombardía, condenaba a Dante y mandaba quemar en la hoguera su tratado, sin
duda presionado por el inquisidor dominico. Boccaccio, en su Trattatello in
laude di Dante, puntualizará, por otro lado, que al tal cardenal le hubiera
gustado ver quemar al mismo tiempo los huesos del autor (Dante había muerto en
1321). Por cierto, en la edición príncipe de la Vita nuova, hecha en Florencia en
1576, que nos da también la Vita
de Boccaccio, la narración de la condenación del cardenal Poggetto quedó
suprimida29.
Por su parte, el franciscano
Guillermo de Sarzana escribió también un tratado De potestate summi
pontificis para refutar la obra de Dante30,
e incluso llegan apercibirse acentos polémicos en el también franciscano
Francisco de Meyrona31
En 1559 se editó en Basilea el texto de Monarquía,
y en 1564 figurará ya entre los libros prohibidos del Index ordenado
por Pío IV, en donde permanecerá hasta finales del siglo pasado. Sin duda, como
observó Gilson, lo sacaron de él cuando las circunstancias políticas habían cambiado
ya tanto que las tesis defendidas antaño por la Iglesia carecían de valor
y de contenido, no siendo asumidas por ninguno de los Estados modernos.
No
deja de ser curioso el constatar, por otro lado, que el propio Papa León XIII
haya escrito en su Encíclica Inmortale Dei del 1 de noviembre de 1835:
De donde también se consigue que el poder público
por sí propio, o esencialmente considerado, no proviene sino de Dios, porque
sólo Dios es el propio verdadero y Supremo Señor de las cosas, al cual todas
necesariamente están sujetas y deben obedecer y servir, hasta tal punto, que
todos los que tienen derecho de mandar no lo reciben de ningún otro si no es de
Dios, Príncipe Sumo y Soberano de todos. No hay potestad que no parta de
Dios (Rom 13, 1).
El derecho de soberanía, por
otra parte, en razón de sí propio, no está necesariamente vinculado a tal o
cual forma de gobierno; puédese escoger y tomar legítimamente una u otra forma
política con tal que no le falte capacidad de obrar eficazmente en provecho común
de todos 32.
Y
en otro lugar de la misma Encíclica:
Por lo dicho se ve cómo Dios ha hecho copartícipes
del gobierno de todo el linaje humano a dos potestades: la eclesiástica y la
civil; ésta, que cuida directamente de los intereses humanos y terrenales;
aquélla, de los celestiales y divinos. Ambas a dos potestades son supremas,
cada una en su género; contiénense distintamente dentro de términos definidos,
conforme a la naturaleza de cada cual y a su causa próxima; de lo que resulta
una como doble esfera de acción, donde se circunscriben sus peculiares derechos
y sendas atribuciones.
Ideas
que volverá a repetir en la
Encíclica Sapientiae christianae del 10 de
enero de 1890:
Ciertamente, la Iglesia y la sociedad civil tienen su respectiva
autoridad, por lo cual, en el arreglo de sus asuntos propios, ninguna obedece a
la otra, se entiende dentro de los límites señalados por la naturaleza propia
de cada una. De lo cual no se sigue de manera alguna que estén desunidas, y
mucho menos en lucha.
Leídos
estos textos, es como si León XIII se hubiera inspirado en Dante y asumiera
como doctrina de la Iglesia
los postulados y las tesis defendidas por el florentino en el tratado de Monarquía.
EDICIONES
Y TRADUCCIONES CASTELLANAS DEL TEXTO
Esta actitud condenatoria del
texto de Dante, por parte de la
Iglesia católica, es, sin duda, la causa de la escasa
difusión que tuvo en los siglos pasados. A ello habría que añadir la
observación que nos hace Boccaccio en su Trattatello, donde puntualizará
que la obra de Dante comenzó a ser famosa después de la excomunión en Roma de
Luis de Baviera por Juan XXII; excomunión que se hizo junto con la de los
espirituales franciscanos en 1324 y la elección del antipapa Nicolás V. Todo
ello, sin duda, contribuyó al silencio que sobre el texto se proyectó. Silencio
que no tuvo el mismo eco en otras partes, especialmente en el mundo cristiano
protestante y en los círculos laicizantes.
Sabemos
que Erasmo tuvo ya el propósito de hacer una edición de la obra de Dante;
edición que, por cierto, no llegó a realizar33.
La primera edición que se hizo de Monarquía la realizó Juan
Oporino, en Basilea, en octubre de 155934;
mientras que en Italia no llegó a publicarse hasta 1757-1758 en Venecia, por
obra de Antonio Zatta, y en España hasta 1947.
Son
pocos también los manuscritos que de ella se conocen; tan sólo dieciocho;
ninguno tampoco en España.
Las
investigaciones llevadas a cabo por Rostagno probaron ya que el título de la
obra es Monarchia y no De Monarchia65;
ya que su contenido no es como el de Tomás de Aquino, por ejemplo, un
tratado sobre esta peculiar forma de gobierno, sino sobre un modelo universal a
instaurar en el mundo que sea garantía de la paz universal.
Por
lo que respecta a las ediciones castellanas del texto de Dante existe una
traducción realizada por Ernesto Palacio y publicada en Buenos Aires por la Editorial Losada,
en 1941. A
la traducción la precede un prólogo sobre la filosofía política de Dante y sus
antecedentes medievales del que fuera profesor en la Universidad de Montevideo
Juan Llambías de Azevedo.
En
1947 el Instituto de Estudios Políticos, de Madrid, publicó una segunda traducción
al castellano de la obra de Dante, llevada a cabo por Ángel María Pascual. La
precede una introducción de P. Osvaldo Lira.
Una
tercera traducción fue publicada en Madrid en 1955, por la Biblioteca de Autores
Cristianos. Se trata de la primera traducción de las Obras completas de
Dante, realizada por Nicolás González Ruiz, sobre la interpretación literal de
Giovanni M. Bertini para La divina comedia; su texto se publicó
bilingüe, mientras que el de las demás obras del poeta florentino sólo se hizo
en versión castellana, llevada a cabo por José Luis Gutiérrez García, y de la
que volvió a hacerse una segunda edición en 1965.
La
traducción que hoy se publica está realizada sobre el texto crítico latino
establecido por Pier Giorgio Ricci, editado en Verona en 1965 por Arnaldo
Mondadori, con el parecer técnico de Giuseppe Billanovich, Gianfranco Contini y
Eugenio Garin36.
Como
es normal, dado el carácter de nuestra edición, hemos prescindido de toda clase
de variantes paleográficas, de todo aparato crítico, notas a pie de página,
para establecer nuestras propias notas dirigidas a los lectores de lengua
castellana, pero siendo fieles -creemos- al texto crítico latino que
establecieron en la edición de Verona. Ello hace que nuestra traducción no corresponda
a las ediciones y traducciones que otros hicieron con anterioridad.
Para
mejor ayuda y orientación del lector, y para que pueda en un momento dado
compulsar nuestro texto con otros, o no disponga del texto crítico que nos ha
servido de base, ofrecemos aquí una tabla comparativa entre nuestra edición y
las demás.
Nuestra
edición Otras
Libro 1
I I
II II
III III-IV
IV V-VI
V VII
VI VIII
VII IX
VIII X
IX XI
X XII
XI XIII
XII XIV
XIII XV
Libro II
1 I
II II
III III
IV IV
V V-VI
VI VII
VII VIII
VIII
IX
IX X-XI
X XII
XI XIII
Libro III
I I
II II
III III
IV IV
V V
VI VI
VII VII
VIII VIII
IX IX
X X-XI
XI XII
XII XIII
XIII XIV
XIV XV
XV XVI
Cada
vez que Dante cita un texto clásico o un texto bíblico hemos optado por
traducir directamente el texto clásico y por reproducir la traducción
castellana de la Biblia
llevada a cabo por Nácar-Colunga. Si en algún momento determinado Dante cita
de memoria, o reconstruye personalmente un texto concreto, nos vemos obligados
a ser fieles al poeta, indicando en nota las variantes respectivas.
Se
nos disculpará, así lo pedimos, si en algún pasaje la construcción de la frase
castellana resulta dura, áspera y de textura poco nítida. No es lo mismo
traducir que componer, o escribir en la propia lengua. Que nos perdone
Cervantes, si hemos osado traicionar -por aquello de traduttore,
traditore- el pensamiento de Dante. Es preferible conocer la cultura y los
textos clásicos, aunque sea a través de traducciones, que ignorarlos. No
comulgamos en esto con el maestro de nuestra lengua. El texto de Dante se
traduce por clásico, y porque las nuevas generaciones deben conocer al
intelectual que con sus ideas, a contracorriente, contribuyó a cambiar formas
cerradas de pensar, abriendo ventanas para que respiremos todos aire fresco.
BIBLIOGRAFÍA
TRADUCCIONES
CASTELLANAS
1)
1941: Dante Alighieri, De la
Monarquía, traducción directa del latín por E. Palacio,
Losada, Buenos Aires, 1941. Volvió a editarse, con prólogo de Juan Llambías de
Azevedo, 1966.
2)
1947: Dante Alighieri, Tratado de Monarquía, Traducción y notas de A.
M. Pascual, introducción de P. Osvaldo Lira, Instituto de Estudios Políticos,
Madrid, 1947.
3)
1956: Dante Alighieri, Obras completas, versión castellana de Nicolás
González Ruiz sobre la interpretación literal de Giovanni M. Bortini,
colaboración de José Luis Gutiérrez García (BAC, vol. 157), Biblioteca de
Autores Cristianos, Madrid, 1956, 4 h., 1.146, p. 1 h. (volvieron a editarse
en 1965, 1973 y 1980).
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LIBRO I
I
Considero
de sumo interés
para todos los hombres, en quienes la naturaleza superior imprimió1 el amor a la verdad, que,
así como se han visto beneficiados por el trabajo de sus antepasados, así
también ellos se preocupen por los que han de sucederles, para que la
posteridad se vea enriquecida con sus aportaciones. En efecto, quien instruido
en la doctrina política no se preocupa de contribuir al bien de la república,
no dude de que se halla lejos del cumplimiento de su deber. En vez de ser «como
árbol plantado a la vera del arroyo, que a su tiempo da su fruto»2, es más bien como tromba
devastadora que todo lo engulle y nada devuelve de cuanto se ha tragado3. Reflexionando con
frecuencia sobre ello, para que no se me culpe de haber escondido bajo tierra
mi talento4, me propuse no sólo
crecer, sino también dar frutos de utilidad pública y enseñar algunas verdades5 que otros habían
descuidado. Pues ¿aportaría algo de provecho quien volviera a demostrar un
teorema de Euclides, o quien intentara redescubrir la naturaleza de la felicidad
expuesta por Aristóteles6, o
quien de nuevo hiciera la apología de la vejez reivindicada ya por Cicerón? En
realidad nada nuevo aportaría esa tediosa repetición, sino solamente fastidio.
Y siendo la «Monarquía temporal» tan desconocida, y su conocimiento el más
útil entre todas las verdades ocultas, habiendo sido su enseñanza postergada
por todos, por no ser un tema que ofrezca de inmediato posibilidad de lucro7, está dentro de mis planes el sacarla
de las tinieblas, tanto para provecho del mundo, como para ser yo el primero
en alcanzar la palma de tan gran premio para mi gloria. Emprendo, ciertamente,
una empresa ardua y superior a mis fuerzas, confiando no tanto en mis propios
méritos, cuanto en la luz de aquel Dispensador de bienes «que a todos da
largamente y sin reproche»8.
II
Hay
que ver, en primer lugar, qué se entiende por «Monarquía temporal», es decir,
cuál sea su modelo ideal. Pues la «Monarquía temporal», llamada
también «Imperio», es aquel principado único que está sobre todos los demás9 en el tiempo o en las cosas
medidas por el tiempo. Tres cuestiones principales se plantean al respecto. En
primer lugar se pregunta si la
Monarquía es necesaria para el bien del mundo; en segundo
lugar, si el pueblo romano se atribuyó de iure10 a sí mismo el gobierno
monárquico; y, en tercer lugar, si la autoridad del Monarca depende de Dios
directamente o de un tercero, ministro o vicario suyo.
Pero, puesto que toda verdad que
no es por sí misma un principio general ha de ser evidente en virtud de alguna
otra que lo sea, es preciso que en cualquier investigación tengamos conocimiento
del mismo, al que hemos de recurrir analíticamente para la certeza de todas
las proposiciones que sean aceptadas en lo sucesivo; y, como el presente
tratado es una investigación, conviene que antes de nada nos preguntemos por el
principio en que han de apoyarse las demás verdades que se infieran. Por
consiguiente, conviene tener en cuenta que existen algunas realidades con las
que, al no depender en absoluto de nosotros, podemos solamente especular, pero
no actuar sobre ellas, como son las matemáticas, las físicas y las cosas
divinas. Hay otras, en cambio, que, por estar sometidas a nuestro dominio,
podemos no sólo investigarlas, sino también actuar sobre ellas. En éstas la
acción no se ordena al conocimiento, sino al revés, pues en ellas la acción es
el fin. Y, siendo éste un tema de la política, más aún, la fuente y principio
de la correcta política, y estando todo lo político sometido a nuestro poder,
es evidente que la materia objeto del presente estudio no se ordena
primordialmente a la especulación, sino a la acción. Asimismo, siendo el
último fin principio y causa de todas las cosas en el plano de la acción, por
ser el que en primer término mueve al agente, resulta que ese mismo fin da
razón de todas las cosas que a él se ordenan. En efecto, uno sería el modo de
cortar la madera para edificar una casa, y otro distinto para construir un
barco. Por tanto, si hay algo que sea el fin de la sociedad civil universal del
género humano11 será ése el principio
por el que quedará suficientemente claro todo lo que posteriormente se pruebe.
Pues es una necedad el pensar que hay un fin para una sociedad civil y otro
distinto para otra, y no uno solo para todas.
III
Hemos de ver ahora cuál es el
fin de toda sociedad humana y, visto esto, tendremos ya hecho más de la mitad
del trabajo, según dice el Filósofo A Nicómaco12. Para claridad de la
investigación que nos ocupa hay que advertir que, así como el dedo pulgar
tiene su finalidad asignada por la naturaleza, y toda la mano otra distinta, y
el brazo otra, y el hombre completo otra diferente de las anteriores, así
también cada hombre tiene la suya, distinta de la que tiene la comunidad
doméstica, o un pueblo, o una ciudad, o un reino13, e incluso diversa del fin
superior que Dios eterno ha asignado al creerlo sirviéndose de su arte que es
la naturaleza; pues cuanto existe, Él lo produjo. Aquí nos preguntamos por este
fin como principio directivo de nuestra investigación. Por eso hay que tener
en cuenta, en primer lugar, que «ni Dios ni la naturaleza hacen nada
superfluo», sino que todo cuanto existe tiene una finalidad. Pues el fin último
de todo lo creado en la intención del creador, en cuanto crea, no es sino la
propia operación de la esencia. De aquí que no es la operación propia la que
existe por su esencia, sino ésta por aquélla. Hay, en efecto, una operación
propia de toda la humanidad, a la que se ordena todo el género humano en su multiplicidad;
operación, ciertamente, que no puede llegar a realizar ni un hombre solo, ni
una sola familia, ni un pueblo, ni una ciudad, ni un reino en particular.
Quedará claro cuál sea ésta si se pone de manifiesto la finalidad potencial de
toda la humanidad. Afirmo, por consiguiente, que ningún poder participado por
muchos sujetos distintos de diferentes especies es la perfección suprema de
la potencia de cada uno de ellos; porque, siendo tal el elemento constitutivo
de cada especie, resultaría que una misma esencia estaría participada por
varias especies, lo cual es imposible. Por consiguiente, no es lo máximo del
hombre el existir sin más, pues del ser participan también los elementos14; ni tampoco lo es el ser orgánico,
pues éste también se encuentra en los minerales; ni el ser animado, ya que
éste se da también en las plantas; ni tampoco el ser sensitivo, porque de él
participan también los brutos; sino el ser capaz de conocer por el
entendimiento posible. Y este ser, en verdad, a ninguno fuera del hombre, ni
por debajo ni por encima, compete. En efecto, aunque hay otras esencias que
participan de la inteligencia, sin embargo, no tienen entendimiento posible
como el hombre, porque tales esencias son especies intelectuales y no otra cosa,
y su ser no es sino entender, que es la razón de su existir; y este entender se
da sin interpolación, de otro modo no serían sempiternas15. Está claro, por
consiguiente, que la perfección suprema de la humanidad es la facultad
intelectiva. Y como esta facultad no puede ser actualizada total y
simultáneamente por un solo hombre, ni por ninguna de las comunidades arriba
señaladas, tiene que haber necesariamente en el género humano multitud de
hombres por los que se actualice realmente esta potencia; así, es necesaria también
la multiplicación de cosas que pueden generarse para que toda la potencia de
la materia prima esté siempre realizada; de lo contrario se daría una
potencia separada16, lo
que es imposible. Con esta opinión está de acuerdo Averroes en el comentario
que hace al tratado Del alma17. La
potencia intelectual de la que hablo no sólo tiene tendencias a las formas
universales o especies, sino también, por cierta extensión, a las particulares;
por eso se dice que el entendimiento especulativo, por extensión, se hace
entendimiento práctico, cuyo fin es actuar y hacer. Digo esto con relación a
las cosas «agibles», reguladas por la prudencia política, y con relación a las
cosas «factibles», reguladas por el arte. Todas ellas están al servicio de la
especulación, valor supremo, para el que la Bondad Primera creó
la totalidad del género humano. Con esto queda claro aquello de la Política: «Los
que poseen una inteligencia vigorosa deben, por exigencia de la misma, ejercer
su autoridad sobre los demás»18.
IV
Queda, pues, suficientemente
explicado que es propio del género humano, considerado en su conjunto, el
actualizar siempre la totalidad de la potencia del entendimiento posible; en
primer lugar, para especular, y, secundariamente y por esto mismo, para obrar
en orden a la extensión. Y, puesto que lo que se predica de la parte se predica
también del todo, y el hombre particular se perfecciona en prudencia y
sabiduría por la tranquilidad y el sosiego19,
está claro que el género humano se encuentra en mayor libertad y
felicidad en el sosiego y tranquilidad de la paz, para realizar su propia obra,
que es casi divina, conforme a aquel texto: «Y lo has hecho poco menor que
Dios»20. De donde se concluye que
la «paz universal» es el mejor medio para nuestra felicidad. Por eso los
pastores recibieron del cielo un anuncio no de riquezas, ni de placeres, ni de
honores, ni de larga vida, ni de salud, ni de fuerza, ni de hermosura, sino de
paz. En efecto, la milicia celestial cantaba: «Gloria a Dios en las alturas y
paz en la tierra a los hombres de buena voluntad»21. Por eso también el saludo
del Salvador de los hombres era: «La
Paz sea con vosotros»22.
Convenía, sin duda, que el sumo Salvador se expresase con la más grande
salutación. Y esta costumbre la conservaron sus discípulos y también Pablo23 en sus saludos, como de
todos es sabido. Queda claro, por lo dicho, cuál es el medio más perfecto para
que el género humano realice su propia obra. Consiguientemente hemos visto
también el medio más inmediato para alcanzar aquello a lo que se ordenan todas
nuestras obras como a su fin último, que es la paz universal, la cual hemos de
aceptar como principio de las razones que se darán a continuación. Este
principio es como el signo necesario, según queda dicho, al que habrá de
recurrir para toda prueba, como verdad evidentísima.
V
Resumiendo, pues, lo que
decíamos al principio, tres cuestiones fundamentales se plantean acerca de la
«Monarquía temporal», que comúnmente se denomina «Imperio». Tengo de propósito
de investigar, a la luz del principio antes establecido, estas tres cuestiones
según el orden ya fijado. En primer lugar, plantearemos la cuestión de si la
«Monarquía temporal» es necesaria para el bien del mundo. Puede demostrarse
esta proposición con muy poderosos y claros argumentos, sin que quepa
rebatirla con ninguna razón ni autoridad de peso. El primero lo tomamos de la
autoridad del Filósofo en su Política24.
Afirma allí Aristóteles con venerable autoridad que, cuando varias
cosas se ordenan a un mismo fin, conviene que una de ellas sea la que regule y
gobierne y que las demás sean reguladas y gobernadas. Esto, en verdad, hay
que admitirlo no sólo en virtud del prestigioso nombre de quien lo dice, sino
también por la razón inductiva. Pues, si lo aplicamos a un hombre, veremos que
ocurre lo que estamos diciendo: aunque todas sus facultades se ordenen a la
felicidad, es la facultad intelectual la directriz y rectora de todas las
demás; de otro modo no se podría alcanzar la felicidad. Si lo aplicamos a una
casa, cuya finalidad es disponer a los que en ella habitan a vivir correctamente,
es necesario que haya uno que regule y gobierne, al que llamaremos padre de
familia, o su lugarteniente, según el dicho del Filósofo: «cada casa es
gobernada por el más anciano»25.
A éste le corresponderá, como dice Homero, gobernar a todos e imponerles leyes26. Por eso se ha hecho
proverbial aquella maldición: «Ojalá tengas uno igual a ti en tu casa»27. Si lo aplicamos a una
aldea, cuyo fin es la conveniente ayuda mutua, tanto de las personas como de
las cosas, es necesario que haya uno solo que gobierne a los demás, sea éste
alguien puesto por una persona ajena, o bien uno que sobresalga y sea aceptado
por los demás; de otro modo no sólo no se llegaría a esa mutua asistencia, sino
que, cuando sean varios los que pretenden prevalecer sobre los demás, como
sucede a veces, se destruiría toda convivencia. Si se trata de una ciudad cuyo
fin es tener los medios suficientes para vivir bien, es necesario también que
tenga un gobierno único, no sólo en un régimen político recto, sino también en
un régimen desviado. De lo contrario no sólo desaparecería el fin de la vida
civil, sino que la ciudad dejaría de ser tal. Finalmente, si se trata de un
reino particular, cuyo fin es el mismo que el de la ciudad, pero con mayores
expectativas de tranquilidad, es necesario que haya un solo rey que rija y
gobierne. De lo contrario no sólo no conseguirían su fin los que viven en el reino,
sino que el reino perecería, según aquello de la infalible Verdad: «Todo reino
dividido contra sí mismo será devastado»28.
Por consiguiente, si esto sucede en todas y cada una de las cosas que se
ordenan a un mismo fin, es verdad lo establecido más arriba; ahora bien,
consta que todo el género humano se ordena a un mismo fin, como ya ha sido
antes demostrado; luego es necesario que sea uno solo el que rija y gobierne,
y éste debe llamarse «Monarca» o «Emperador». Así resulta evidente que, para
bien del mundo, es necesario que exista la Monarquía o Imperio.
VI
La misma relación que tiene la parte al todo
tiene el orden parcial al total. La parte se ordena al todo como a su fin y
perfección propios; luego también el orden en la parte se relaciona con el
orden en el todo como a su fin y perfección. De lo cual resulta que la bondad
del orden parcial no excede la bondad del orden total, sino más bien al
contrario. Por tanto, como en las cosas se encuentra un doble orden29, esto es, el orden de las
partes entre sí, y el orden de las partes con relación a otra cosa que no es
parte, como, por ejemplo, la relación de las partes del ejército entre sí y
con el general, la relación de las partes a esa otra cosa distinta de ellas es
mejor como fin del otro orden; pues aquel otro está en razón de éste, no al
contrario. De aquí resulta que, si la forma de este orden se encuentra en las
partes de la multitud humana, con mucha más razón debe encontrarse en la
multitud misma, o en su totalidad, por la fuerza del silogismo anterior, por
ser el orden mejor o forma del orden. Ahora bien, como se encuentra en todas
las partes de la multitud humana suficientemente claro por lo dicho en el
capítulo precedente, hay que concluir que debe encontrarse también en la
totalidad misma. Y así todas las partes indicadas constituyen los reinos, y
los reinos mismos deben estar ordenados a un solo príncipe o principado, es decir,
a un Monarca o una Monarquía.
VII
Más
aún, la humanidad en su conjunto es un todo con relación a ciertas partes y es
una parte con relación a un todo. Es un todo con relación a los reinos
particulares y a los pueblos, como se demuestra por lo dicho anteriormente; y
es una parte con relación a todo el universo. Esto es evidente por sí mismo.
Por consiguiente, así como las partes inferiores de la humanidad universal se
corresponden perfectamente bien con ella, así también se dice que ella misma se
corresponde «bien» con su totalidad. En efecto, las partes se corresponden bien
a la humanidad universal por un único principio, como fácilmente puede colegirse
de lo anteriormente dicho; por consiguiente, la misma humanidad universal se
corresponde bien con el mismo universo o con su príncipe, que es Dios y
Monarca, simplemente por un único principio, es decir, por un único príncipe.
De lo que se concluye que la
Monarquía es necesaria para que el mundo esté bien ordenado.
VIII
Se comporta bien e incluso muy bien todo
aquello que se conforma con la intención del primer agente, que es Dios; lo
cual es evidente por sí mismo, a no ser para los que niegan que la divina
bondad alcanza la suprema perfección. Está en la intención de Dios el que todo
ser causado represente una imagen divina, en cuanto la propia naturaleza lo
permite30. Por lo cual se dijo:
«Hagamos al hombre a nuestra imagen y a nuestra semejanza»31. Aunque no puede decirse «a
imagen» tratándose de cosas inferiores al hombre, sí puede decirse, en cambio,
«a semejanza», tratándose de cualquier ser, ya que todo el universo no es sino
una huella de la divina bondad. Por consiguiente, el género humano se comporta
bien e incluso muy bien cuando en todo lo posible se asemeja a Dios32. Pero el género humano se
asemeja más a Dios, sobre todo, cuando es más uno, porque la verdadera razón
(le la unidad se encuentra solamente en Él. Por eso está escrito: «Oye, Israel:
Jahvé es nuestro Dios, Jahvé es único»33,
y también: «Escucha Israel: el Señor es nuestro Dios, es el único Señor»34. Ahora bien, el género
humano es más uno sobre todo cuando hay unidad entre todos los hombres. Y esto
no puede tener lugar si no se somete totalmente a un solo príncipe, como es
evidente. Por consiguiente, el género humano se asemeja a Dios sobre todo
cuando se somete a un solo príncipe y, consecuentemente, es lo más conforme
posible a la intención divina, lo cual es comportarse bien e incluso muy bien,
como se ha probado al principio en este capítulo.
Además,
se comporta bien e incluso muy bien todo hijo que sigue las huellas de un padre
perfecto, en cuanto lo permite su propia naturaleza. El género humano es hijo
del cielo, que es perfectísimo en todas sus obras, puesto que el hombre es
engendrado por el hombre y por el sol, según el libro segundo De la audición
natural35 Por consiguiente, el género humano
se comporta muy bien cuando imita, en cuanto su naturaleza lo permite, los
ejemplos del cielo. Y, estando el cielo regulado en todas sus partes,
movimientos y motores por un único movimiento, es decir, por el del Primer
Móvil36, y por un único motor, que
es Dios, como la razón humana puede, filosofando, conocer con suma claridad,
si razona correctamente, la humanidad alcanzará la mayor excelencia si está
regulada por un solo príncipe, como único motor, y por una única ley, como
único movimiento. Por todo lo cual queda claro que es necesario que exista la Monarquía o principado
único llamado «Imperio», para bien del mundo. Con razón suspiraba Boecio cuando
decía:
«Oh feliz género humano,
si rigiera vuestras almas
el mismo amor que el cielo rige»37.
X
Donde
puede haber un litigio, allí debe haber un juez. De lo contrario se daría lo
imperfecto sin posibilidad de corrección; lo cual, es imposible,
porque Dios y la naturaleza no fallan en las cosas necesarias38. Entre dos príncipes, de
los cuales uno no está sometido al otro en absoluto, puede haber litigio, bien
sea por culpa de ellos mismos, o bien por culpa de los súbditos, como es
evidente; luego conviene que entre ellos haya quien juzgue. Y como uno no pueda
conocer acerca del otro cuáles son los derechos propios de cada uno, pues el
igual no tiene dominio sobre el igual, es necesario que exista otro de mayor
jurisdicción que tenga bajo su autoridad a los dos. Y éste será un Monarca o no
lo será. Si lo es, ya tenemos nuestro propósito; si no, de nuevo, tendrá un
igual a él fuera de su jurisdicción; y entonces será necesario de nuevo otro
tercero. Y así, o tenemos un proceso hasta el infinito, cosa imposible, o
necesariamente convendrá acudir a un juez primero y soberano por cuyo juicio
se diriman todos los litigios, directa o indirectamente, y éste sería el
Monarca o Emperador. Por tanto, la
Monarquía es necesaria para el mundo. Ésta es la razón que
daba el Filósofo cuando decía: «Los seres no pueden estar mal organizados;
ahora bien, la pluralidad de principados es mala; luego debe existir un único
Príncipe»39.
XI
Por
lo demás, el mundo está tanto mejor ordenado, cuanto más poderosa es en él la
justicia. Por eso Virgilio, queriendo celebrar aquel siglo que veía surgir en
su tiempo, cantaba en las Bucólicas:
«Ya
retorna la Virgen,
retorna el reino de Saturno»40.
En efecto, a la justicia se le
llamaba «Virgen» y también se la denominó «Astrea»41. «Reinos de Saturno» se
llamó a la edad más feliz, que también recibió el nombre de «Edad de oro». La
justicia más poderosa se da solamente bajo la autoridad del Monarca; por
consiguiente, se requiere la
Monarquía o el Imperio para la mejor organización del mundo.
Para la evidencia de la conclusión anterior hay que tener en cuenta que la
justicia42, de suyo y
considerada en su propia naturaleza, consiste en una cierta rectitud, o en una
regla que rechaza lo incorrecto venga de donde venga. Por eso no tolera un más
o un menos, igual que, por ejemplo, la blancura considerada en abstracto. En
efecto, hay cierto tipo de formas contingentes que entran en composición y conservan,
sin embargo, una simple e invariable esencia, como acertadamente dice el
Maestro en De los seis principios43.
Este tipo de cualidades admite, sin embargo, modificaciones
cuantitativas de parte de los sujetos por ellas informados según la mayor o
menor mezcla de elementos contrarios que estos sujetos admitan. Por tanto, allí
donde menos se mezcle el elemento contrario a la justicia, bien sea en cuanto
al hábito, bien en cuanto a la operación, allí la justicia tendrá más vigencia,
y entonces se podrá decir de ella con razón lo que afirma el Filósofo: «Ni el
lucero vespertino ni el matutino son tan admirables»44; pues es entonces semejante a la Luna45 cuando desde el extremo
opuesto del cielo contempla a su hermano que surge de la purpúrea serenidad de
la mañana. Por lo que respecta al hábito, la justicia encuentra a veces
oposición en la voluntad, pues cuando ésta no se despoja de todo apetito,
aunque haya justicia, no aparecerá con el esplendor en toda su pureza, ya que
el sujeto la resiste en cierto grado, si bien mínimamente; por esta razón hay
que rechazar a los que intentan influir en los jueces. Por lo que a la
operación se refiere, la justicia encuentra oposición en el poder, pues siendo
ésta una virtud que dice alteridad46,
sin poder para dar a cada uno lo suyo47,
¿quién podrá obrar conforme a ella? De donde claramente resulta que cuanto más
poderoso es el justo, tanto más se extenderá la acción de la justicia.
Así pues, de acuerdo con la
anterior declaración, formularemos el argumento de la siguiente forma: la
justicia alcanza su plenitud en el mundo cuando la imparte un sujeto de
voluntad sin trabas y de sumo poder; ahora bien, tal sujeto es sólo el
Monarca; luego sólo el Monarca tiene en el mundo la justicia en su plenitud.
Este prosilogismo discurre según la segunda figura con negación intrínseca48 y es semejante a éste: todo
B es A; sólo C es A; por consiguiente, sólo C es B. Es decir, todo B es A;
ninguno fuera de C es A; luego ninguno fuera de C es B. La primera proposición
queda clara por la declaración precedente. La otra se prueba del siguiente
modo, primero en cuanto al querer y luego en cuanto al poder. Para la
claridad de la primera parte hay que advertir que lo que más se opone a la
justicia son los apetitos49, según
afirma Aristóteles en el libro V de A Nicómaco50. Eliminados los
apetitos, nada queda que se oponga a la justicia. Por eso la opinión del
Filósofo es que en manera alguna se deje al arbitrio del juez lo que puede ser
determinado por la ley51. Esta
opinión se justifica por el temor a los apetitos, que fácilmente desorientan
la razón de los hombres. Donde no hay objeto que pueda ser deseado es
imposible que exista apetito, porque eliminado aquél, éste no puede subsistir.
Ahora bien, el Monarca no tiene nada que pueda desear, puesto que su
jurisdicción tiene límites sólo en el Océano52.
Esto no sucede con los demás príncipes, cuyos dominios están limitados
por los de otros príncipes, como, por ejemplo, el reino de Castilla está
limitado por el reino de Aragón. De aquí se concluye que el Monarca puede ser,
entre todos los mortales, el sujeto mejor dispuesto para la justicia. Además,
así como los apetitos, aunque sean débiles, obnubilan el hábito de la
justicia, así también la caridad o amor recto lo perfecciona y ennoblece. Por
tanto, quien pueda tener el amor recto en grado máximo, puede albergar mejor
en él a la justicia; éste es el Monarca; luego, si éste existe, existirá o al
menos podrá existir la justicia en el más alto grado. Ahora bien, puede probarse
que el amor recto obra de la manera que se ha dicho, del siguiente modo. Los
apetitos, despreciando el bien propio del hombre, pretenden otros fines; la
caridad, en cambio, se dirige a Dios y al hombre, despreciando todo lo demás;
busca, en consecuencia, el bien del hombre. Y, siendo el mayor entre todos los
bienes del hombre el vivir en paz, como se dijo más arriba, y consiguiéndose
esto, sobre todo y de manera especial por la justicia, la caridad será la que
fortalezca a la justicia, tanto más cuanto ella sea más vigorosa. Se demostrará
que el Monarca debe poseer el amor recto en más alto grado que ninguno otro de
los hombres, del siguiente modo: todo ser digno de ser amado será tanto más
amado cuanto más cerca esté de quien lo ama; ahora bien, los hombres están más
próximos al Monarca que a los demás príncipes; luego son, o deben ser, más
amados por él que por los demás príncipes. La primera de las proposiciones es
evidente si consideramos la naturaleza de los seres pasivos y activos. La segunda
se prueba porque los hombres, que sólo en parte están próximos a los demás
príncipes, están próximos al Monarca de modo absoluto. Más aún: a otros
príncipes están próximos a través del Monarca y no al contrario; de este modo
es al Monarca al que corresponde principal e inmediatamente el cuidado de
todos, y a los príncipes les corresponde por el Monarca, ya que el oficio de
estos últimos se deriva del oficio supremo de aquél. Además, cuanto más
universal es una causa, tanto mayor es su razón de causa, pues la causa
inferior no es tal sino en virtud de la superior, como se demuestra por lo que
se dice en el libro De las causas53.
Y cuanto mayor es la causa, tanto más ama su efecto, pues este amor es
propio de la causa esencialmente. Por tanto, siendo el Monarca, entre los
mortales, la causa más universal de que los hombres vivan bien, puesto que,
como hemos dicho, los demás príncipes obran en virtud de él, resulta que él es
el que más quiere el bien de los hombres. Que el Monarca, por otra parte, sea
el más poderoso para poner en práctica la justicia, ¿quién lo duda?, a no ser
aquel que no entienda el término «Monarca», ya que éste no puede tener
enemigos. Aclarada suficientemente la premisa principal, aparece la certeza
de la conclusión, a saber, que la
Monarquía es necesaria para la mejor organización del mundo.
XII
Y
el género humano vivirá tanto mejor cuanto más libre sea. Esto aparecerá
evidente si se explica con claridad el principio de la libertad. Por eso hay
que tener en cuenta que el primer principio de nuestra libertad es el libre
albedrío, que muchos tienen en su boca, pero pocos en su entendimiento, pues
llegan incluso a decir que el libre albedrío es un juicio libre de la voluntad54 Y dicen la verdad, pero se les escapa
el significado de las palabras, como les ocurre continuamente a nuestro
lógicos con ciertas proposiciones que ponen a modo de ejemplo en los tratados
de lógica, como ésta: «El triángulo tiene tres ángulos iguales a dos rectos.»
Y por eso digo que el juicio está en medio de la aprehensión y del apetito,
porque primero se aprehende la cosa, después de aprehendida se la juzga buena o
mala, y, finalmente, el que la juzga la sigue o la rechaza. Luego, si el
juicio moviera totalmente al apetito y no procediera de él de ningún modo,
sería libre; pero si el juicio es movido, de cualquier modo que sea, por el
apetito que lo previene, no podrá ser libre, porque no es por sí mismo, sino
que, como un cautivo, es arrastrado por otro. Ésta es la razón de por qué los
brutos no pueden tener juicio libre, porque su juicio siempre va precedido del
apetito. Con esto también puede quedar claro que las sustancias intelectuales,
que tienen voluntad inmutable, y las almas separadas que han abandonado la vida
con honestidad, por la inmutabilidad de su voluntad, no pierden el libre
albedrío, sino que lo conservan del modo más perfecto y absoluto.
Aclarado esto, también puede
quedar claro que esta libertad o este principio de toda nuestra libertad es el
mayor don hecho por Dios a la humana naturaleza, como he dicho ya en el Paraíso
de la Comedia55 pues
por ese don somos aquí felices como hombres y allá lo seremos como dioses. Y,
siendo esto así, ¿quién se atreverá a decir que el género humano no vivirá
tanto mejor cuanto más pueda gozar de este principio de la libertad? Ahora
bien, el género humano es libre, sobre todo si vive bajo la autoridad de un
Monarca. Por lo cual ha de comprenderse que la libertad consiste «en ser por
sí mismo y no en virtud del otro», como afirmara el Filósofo en su tratado Del
ser simpliciter56. En
efecto, lo que existe en virtud de otro necesita de ese otro por cuya virtud
existe, como el camino necesita de punto de destino. El género humano es por sí
mismo, y no en virtud de otro, sólo si gobierna un Monarca, pues sólo entonces
pueden rectificarse los regímenes políticos desviados57 -es decir, las democracias,
las oligarquías y las tiranías-, que lo someten a servidumbre58 como podremos observar si recorremos
el mundo y vemos que gobiernan reyes, aristócratas, a quienes llamamos «los
nobles», y pueblos celadores de la libertad. Porque siendo el Monarca quien más
ama a los hombres, como ya se ha dicho, quiere que todos lleguen a ser buenos,
cosa que no puede darse con gobernantes inmorales. Por eso dice el Filósofo en
su Política que «un hombre bueno en un régimen político malo es un mal
ciudadano, pero en un régimen político recto se identifican el hombre bueno y
el buen ciudadano»59. Estos
regímenes políticos rectos fomentan con rectitud la libertad, es decir, el que
los hombres vivan por sí mismos60. En
efecto, no son los ciudadanos para los cónsules, ni los pueblos para el rey,
sino al contrario, los cónsules para los ciudadanos y el rey para su pueblo;
porque, del mismo modo que no se hace el gobierno para las leyes, sino más bien
éstas para aquél, así también los que viven de acuerdo con la ley no se ordenan
al legislador, sino que más bien es éste el que está en función de aquéllos,
como lo afirma también el Filósofo en los tratados que nos ha dejado sobre esta
materia61. Con esto
queda claro también que, aunque el cónsul o el rey sean señores de los demás
en razón de los medios, son sus servidores en razón del fin; y sobre todo el
Monarca, que, sin lugar a duda, ha de ser tenido por servidor de todos. Puede
comprenderse ahora que el Monarca es necesario por el fin que tiene
preestablecido en la creación de las leyes. Por consiguiente, el género humano,
bajo el Monarca, goza del estado óptimo; de donde se concluye que la Monarquía es necesaria para
bien del mundo.
XIII
Más
todavía: quien está más capacitado para gobernar es el que mejor puede disponer
a los otros, pues en toda acción lo que ante todo procura el agente, ya sea
por exigencia de su naturaleza, ya voluntariamente, es reproducir su propio
modo de obrar62; de donde
resulta que todo agente, en cuanto tal, se deleita; porque, como todo lo que
existe apetece su propio ser, y al obrar se amplía de alguna manera el ser del
agente, se sigue necesariamente el deleite, ya que éste va siempre anexo a la
cosa deseada. Por tanto, nada actúa si no es en sí mismo tal cual debe ser el
paciente, según lo que dice el Filósofo en el tratado Del ser simpliciter: «Todo
lo que pasa de la potencia al acto, pasa por algo existente en acto»63; y, si intenta obrar de
otro modo, lo intenta en vano. Con esto puede disiparse el error de quienes
piensan orientar la vida y costumbres de los demás con buenas palabras pero
malos hechos, y no caen en la cuenta de que las vanos de Jacob fueron más
persuasivas que sus palabras, si bien éstas dijeron la verdad y aquéllas la
mentira64. Por eso
dice el Filósofo A Nicómaco: «En lo referente a las pasiones y a las
acciones, las palabras son venos creíbles que los hechos»65 Por eso también se le dijo desde el
cielo a David cuando pecó: «¿Quién eres tú para enumerar mis mandamientos?»66; como si dijera: «En vano
hablarás mientras tú seas ajeno a lo que dices.» De donde se infiere que quien
quiera conducir óptimamente a los demás se conduzca él de la mejor manera
posible. Pero únicamente el Monarca puede estar muy bien dispuesto para
gobernar. Y esto se prueba del siguiente modo: cada cosa está tanto más fácil y
perfectamente dispuesta al hábito y a la operación, cuantos menos elementos
contrarios a tal disposición hay en ella; de donde resulta que más fácil y
perfectamente adquieren el hábito de la verdad filosófica los que nunca habían
oído hablar de ella, que quienes la escucharon sin aplicación y están saturados
de opiniones falsas. Por eso dijo con razón Galeno: «Estos tales necesitan el
doble de tiempo para aprender»67.
Por consiguiente, no teniendo el Monarca oportunidad alguna para dejarse
llevar de apetitos, o siendo el que de todos los mortales tiene las mínimas
ocasiones, como antes se ha probado, cosa que no sucede a los demás príncipes,
y siendo los apetitos por sí mismos los que corrompen el juicio y obstaculizan
la justicia, resulta que el Monarca es quien puede estar mejor dispuesto para
gobernar, pues es quien entre todos conserva con mayor firmeza el juicio y la
justicia, virtudes ambas que convienen de modo principalísimo al legislador y
al ejecutor de la ley, según el testimonio de aquel santísimo rey cuando pedía
a Dios lo conveniente al rey y al hijo del rey, diciendo: «Otorga, ¡Oh Dios!,
al rey tu juicio, y tu justicia al hijo del rey»68.
Por tanto, es correcto lo que se afirmó en la premisa: que sólo el
Monarca es el que puede estar óptimamente preparado para el gobierno; luego
sólo el Monarca puede conducir óptimamente a los demás. De lo cual se infiere
que la Monarquía
es necesaria para la mejor ordenación del mundo.
XIV
Lo que puede ser hecho por uno solo mejor es
que lo haga uno que no muchos69.
Esto se demuestra del siguiente modo: sea uno que puede hacer algo, A; y
varios que también pueden hacer lo mismo, A y B; si, pues, lo que hacen A y B
puede ser hecho por A, él solo, es vano el esfuerzo de B, pues de su acción
nada se obtiene, ya que antes A lograba el mismo efecto. Y, siendo ociosa o
superflua toda añadidura de este tipo, y como todo lo superfluo repugna a Dios
y a la naturaleza, y todo lo que repugna a Dios y a la naturaleza es malo, cosa
evidente por sí misma, resulta no sólo que es mejor que actúe, cuando es
posible, uno solo, sino que lo primero es bueno y lo segundo malo por sí mismo.
Además se dice que una cosa es mejor por estar más próxima a lo óptimo70 y el fin cae dentro de la noción por
excelencia; ahora bien, lo hecho por uno solo está más próximo al fin; luego es
mejor. Que esté más próximo al fin se demuestra del siguiente modo: sea el fin
C; lo hecho por un solo sea A; lo hechos por varios A y B; es evidente que es
más largo el camino desde A hasta C por B, que de A a C simplemente. Pero el
género humano puede regirse por un príncipe supremo, que es el Monarca. Por lo
cual hay que advertir que, cuando se dice «el género humano puede ser gobernado
por un único supremo Príncipe», no hay que entenderlo en el sentido de que
tenga que dar veredicto de manera inmediata a los juicios de menor importancia
de cualquier municipio; pues también las leyes municipales a veces suelen ser
deficientes y necesitan alguien que las interprete, como lo enseña el Filósofo
en el libro quinto A Nicómaco, donde recomienda la epiqueia71. En efecto, las naciones, los
reinos y las ciudades tienen caracteres propios, que conviene regular por leyes
diferentes, pues la ley es una regla directiva de la vida. En efecto, de una manera
hay que gobernar a los escitas72 que,
viviendo fuera del séptimo clima, soportando una gran desigualdad de días y
noches, están como oprimidos por un frío intolerable; y de otra manera a los
garamantes73, que,
habitando bajo la línea del equinoccio y teniendo siempre la luz del día de
igual duración que las tinieblas de la noche, no pueden ir vestidos por el
excesivo calor. Pero lo anterior hay que entenderlo en el sentido de que el
género humano, en las cosas comunes que competen a todos, sea gobernado por el
Monarca y por una ley común que conduzca a la paz74. Esta regla o ley deben
recibirla de él los príncipes particulares, del mismo modo que el entendimiento
práctico75, para una
conclusión operativa, recibe la proposición mayor del entendimiento
especulativo y después de ella asume la particular, que propiamente es la
suya, y concluye particularizando en orden a la operación. Lo cual no sólo le
es posible a un único hombre, sino que es necesario que proceda de uno solo,
para evitar toda confusión en materia de principios universales76. Moisés escribió en la Ley que él mismo hizo esto
cuando, después de elegir a los jefes de las tribus de los hijos de Israel, les
dejaba los juicios menores, reservándose para él los de más importancia y de
carácter común, los cuales eran aplicados después por los jefes en sus respectivas
tribus, según lo que a cada uno le convenía77.
Por consiguiente, es mejor que el género humano sea gobernado por uno, es
decir, por el Monarca, que es el único Príncipe, que por varios. Y, si esto es
mejor, también es más agradable a Dios, ya que Dios quiere siempre lo mejor78. Y, puesto que, cuando se
trata de la comparación de dos solamente, el mejor se identifica con el
óptimo, resulta que para Dios no sólo es más agradable este «uno» que aquel
«varios», sino que es el más agradable de todos. De donde se deduce que el
género humano se encuentra óptimamente cuando es gobernado por uno solo, y, por
consiguiente, que es necesaria la
Monarquía para el bien del mundo.
XV
Digo,
además, que el ser, la unidad y la bondad tienen un orden entre sí, según el
quinto modo de denominar «la prioridad». En efecto, el ser precede por
naturaleza a la unidad, y ésta, a su vez, a la bondad, porque cuanto mayor es
el ser, mayor es su unidad, y cuanto mayor la unidad, mayor es la bondad, y,
en la medida en que una cosa se aleja del ser máximo, tanto más alejada está
de la unidad y, consecuentemente, de la bondad. Por lo cual, en todo género de
cosas, lo mejor es aquéllo que es más uno, como afirma el Filósofo en su
tratado Del ser simpliciter79.
De aquí que la unidad del ser sea la raíz de su bondad, y la
pluralidad, la raíz del mal. Por eso Pitágoras, en sus correlaciones, ponía
la unidad en la parte del bien, y la pluralidad, en cambio, en la del mal, como
queda claro en el libro primero de Del ser simpliciter80. De lo dicho se puede
deducir que pecar no es otra cosa que pasar del desprecio de la unidad a la
multiplicidad, cosa que veía el Salmista cuando decía: «Diste a mi corazón más
alegría que cuando abundan el trigo y el mosto»81.
Por consiguiente, queda claro que todo lo que es bueno, lo es porque
tiene su consistencia en la unidad. Y, siendo la concordia en cuanto tal un
bien, es evidente que posee una unidad que es como su raíz. Y esta raíz
aparecerá si tratamos de conocer la naturaleza o esencia de la concordia. En efecto,
la concordia es el movimiento uniforme de muchas voluntades, en lo cual aparece
que la unidad de la voluntad, que sabemos que se da por el movimiento uniforme,
es la raíz de la concordia o la concordia misma. Pues así como diríamos que
varios terrenos son «concordes» por descender todos hacia el mismo valle82, y que varias llamas lo son
también por ascender todas hacia su circunferencias83, si esto lo hicieran
voluntariamente, así llamamos «concordes» a un grupo de hombres84, por moverse simultáneamente, según su
voluntad, hacia el mismo fin que está formalmente en sus voluntades, como hay
también formalmente una misma cualidad en los terrenos, es decir, el peso, y
otra en las llamas, que es la ingravidez. En efecto, la facultad volitiva es
una potencia, pero su forma es la especie del bien aprehendido, la cual, como
todas las demás formas, es una en sí misma, y múltiple según la multiplicación
de la materia recipiente85,
como el alma y el número y otras formas contingentes, que pueden
intervenir en la composición.
Supuestas
estas premisas, para la declaración de la proposición que se ha de formular a
este propósito, hay que argumentar del siguiente modo: toda concordia depende
de la unidad que haya en las voluntades; ahora bien, el género humano es una
especie de concordia cuando se encuentra perfectamente, porque así como un
solo hombre cuando se encuentra en perfectas disposiciones de alma y de cuerpo
es una forma de concordia, y lo mismo una casa y una ciudad y un reino, así
también lo es todo el género humano; luego el mejor estado del género humano
depende de la unidad que se da en las voluntades. Pero ésta no puede darse si
no hay una voluntad única, dueña y directriz de todas las demás en orden a la
unidad, ya que las voluntades de los mortales, a causa de los muelles placeres
de la adolescencia, necesitan dirección, como enseña el Filósofo en el último
libro de A Nicómaco86.
Pero
esta única voluntad no puede darse a no ser que haya un solo príncipe para
todos87, cuya
voluntad pueda ser dueña y directriz de todas las demás. Y, si todas las
conclusiones anteriores son verdaderas, como lo son, resulta necesario que,
para que el género humano se encuentre perfectamente, exista en el mundo un
Monarca88 y, consecuentemente,
que exista una Monarquía para bien del mundo.
XVI
Una
experiencia memorable atestigua todas las razones expuestas anteriormente: la
del estado de los mortales que el Hijo de Dios, que se haría hombre para la
salvación del hombre, o esperó, o bien cuando quiso lo dispuso89.
Porque, si recordamos las disposiciones
de los hombres y los tiempos90 desde
la caída de los primeros padres, que fue el origen de todas nuestras
desviaciones, no encontraremos que el mundo estuviera en paz en todas partes91, si no es bajo la Monarquía perfecta del
divino Augusto. Todos los historiadores 92, los poetas
famosos93, han dado
testimonio de que entonces el género humano era feliz en la tranquilidad de una
paz universal, e incluso se ha dignado atestiguarlo el relator de la
mansedumbre de Cristo94.
Y hasta Pablo llamó «plenitud de los tiempos» a aquel estado felicísimo95. Verdaderamente se cumplió
el tiempo, y todas las cosas temporales tuvieron su cumplimiento96, pues ningún ministerio se
vio privado de su propio ministro para nuestra felicidad. Pero cómo se haya
comportado el mundo desde que esa túnica inconsútil fuera desgarrada por las
uñas de los apetitos podemos leerlo y ojalá pudiéramos no verlo97.
¡Oh
género humano, por cuántas tormentas y desastres y por cuántos naufragios te
ves zarandeado, por haberte convertido en bestia de muchas cabezas98, siendo arrastrado en
direcciones contrarias99!
Estás enfermo en tu doble entendimiento y en tu afectividad. No procuras
dar al entendimiento superior razones irrefutables, ni llevar al inferior por
el rastro de la experiencia100;
ni escuchar tampoco el dulce afecto de la divina persuasión, cuando te
anuncia con la trompeta del Espíritu Santo: «Ven cuán dulce y cuán deleitoso
el convivir juntos los hermanos»101
LIBRO II
I
«¿Por
qué se amotinan las gentes y trazan los pueblos planes vanos? Se reúnen los
reyes de la tierra y a una se confabulan los príncipes contra Yahvé y contra su
Ungido. ¡Rompamos sus coyundas, arrojemos de nosotros sus ataduras!»1
Así como, al desconocer la naturaleza de una
causa, ordinariamente quedamos sorprendidos de su efecto imprevisto, así
también cuando la conocemos nos reímos con cierto desprecio de los
que siguen sorprendidos. En verdad, yo en alguna ocasión me he sorprendido de
que el pueblo romano llegara a dominar el orbe de la tierra sin oposición
alguna, porque, habiendo considerado los hechos de modo superficial, pensaba
que lo había conseguido no conforme a derecho, sino solamente por la fuerza de
las armas. Pero cuando llegué con los ojos de la mente a lo más profundo del
problema y comprendí por señales inequívocas que esto era obra de la divina
providencia, al desaparecer la sorpresa, se apoderó de mí una despectiva
ironía, al ver cómo las naciones se enfurecían contra la preeminencia del
pueblo romano, y al ver que los pueblos juzgan superficialmente, como yo mismo
solía hacer. Me dolía además que los reyes y los pueblos estuvieran de acuerdo
solamente en una cosa: en enfrentarse a su Señor, a su Ungido, al Príncipe
romano. Por lo cual con humor, pero no sin cierto dolor, puedo clamar con el
pueblo glorioso y por el César, con las palabras de aquel que clamaba por el
Príncipe del Cielo: «¿Por qué se amotinan las gentes y trazan los pueblos
planes vanos? Se reúnen los reyes de la tierra y a una se confabulan los príncipes
contra Yahvé y contra su Ungido». Pero como el amor natural no soporta que la
irrisión dure mucho, sino que, como el sol estival que, una vez disipada la
niebla del amanecer, derrama sus rayos con profusión, prefiere difundir la luz
de la corrección para romper las cadenas de la ignorancia de tales reyes y
príncipes y mostrar así al género humano libre de su yugo, me exhortaré a mí
mismo con el Profeta santísimo, repitiendo las siguientes palabras: «Rompamos
sus coyundas y arrojemos de nosotros sus ataduras.» Estas dos cosas se
realizarán suficientemente si consigo llevar a cabo la segunda parte de mi
propósito y manifestar la verdad de la cuestión planteada. Pues, probando con
esto que el Imperio ha existido conforme a derecho, no sólo se disipará la
niebla de la ignorancia que ciega los ojos de los reyes y príncipes que usurpan
los gobiernos de los pueblos, pensando equivocadamente que hizo lo mismo el
pueblo romano, sino que también todos los mortales reconocerán que son libres
del yugo de tales usurpadores. La verdad de esta cuestión puede ponerse de
manifiesto no sólo por la luz de la razón humana, sino también por la
iluminación de la autoridad divina. Y, cuando las dos coinciden, es necesario
que el cielo y la tierra den su asentimiento. Por consiguiente, con esta
confianza y apoyándome en el testimonio de la razón y de la autoridad, paso a
esclarecer la segunda cuestión.
II
Después de haber investigado
suficientemente, en cuanto lo permite la materia, acerca de la verdad del
primer problema, corresponde ahora estudiar el segundo: esto es, si el pueblo
romano se arrogó conforme a derecho la dignidad del Imperio. El punto de
partida de tal investigación es determinar cuál sea la verdad a la que se
reducen como a su propio principio las razones de la presente investigación.
Por tanto, hay que tener en cuenta que, así como el arte se encuentra en un
triple grado, es decir, en la mente del artista, en el instrumento y en la
materia elaborada por el arte, así también podemos encontrar la naturaleza en
un triple grado. En efecto, la naturaleza está en la mente del primer motor,
que es Dios; después está en el cielo, como en el instrumento por el cual se
imprime la similitud con la bondad divina en la materia fluida. Y del mismo
modo que, si existe un artista perfecto y un instrumento que se encuentre en
perfectas condiciones, cuando existe defecto en la forma del arte hay que
imputarlo solamente a la materia, así también, como Dios alcanza la cumbre de
la perfección, y su instrumento que es el cielo no soporta ningún defecto en la
debida perfección, como queda patente por lo que estudiamos del cielo, resulta
que todo defecto en los seres inferiores será atribuible a la materia
subyacente, y al margen de la intención de Dios naturante y del cielo. Por el
contrario, todo lo bueno que hay en los seres inferiores, como no puede venir
de la materia misma, ya que ésta es mera potencia, será primariamente obra
del artífice Dios y secundariamente del cielo, que es el instrumento del arte
divino, al que llamamos comúnmente «naturaleza».
Con
esto se ve claro que el derecho, puesto que es una cosa buena, está en primer
lugar en la mente de Dios. Y, siendo así que todo lo que está en la mente de
Dios es Dios, según aquello de la
Escritura «Todas las cosas fueron hechas por Él. En Él estaba
la vida»2, y como Dios
sobre todo se quiere a sí mismo, se concluye que el derecho es querido por
Dios, en cuanto está en Él. Y como la voluntad y la cosa querida son en Dios
una misma cosa, resulta que la voluntad divina es el derecho mismo. Por eso,
preguntar si algo se ha hecho conforme a derecho no es otra cosa que preguntar,
en otros términos, si está de acuerdo con la voluntad de Dios. Por tanto, hay
que suponer que lo que Dios quiere en la sociedad humana hay que considerarlo
como verdadero y auténtico derecho. Además, es conveniente recordar que, como
enseña el Filósofo en el libro I de A Nicómaco, no hay que buscar la
certeza de igual modo en todas las materias, sino según lo permita la
naturaleza de la cosa considerada3.
Por lo cual los argumentos procederán correctamente a partir del
principio propuesto, si investigamos el derecho de aquel pueblo glorioso, por
las señales manifiestas y por la autoridad de los sabios. La voluntad de Dios,
ciertamente, es por sí misma invisible; y «lo invisible de Dios es conocido
mediante sus obras»4, pues,
aunque el sello esté oculto, la imagen impresa en la cera nos da una noticia
clara. No hay que extrañarse, pues, si la divina voluntad ha de ser descubierta
por signos, cuando incluso la voluntad humana se manifiesta a los demás por
medio de ellos.
III
Con referencia a esta cuestión
digo también que el pueblo romano se arrogó conforme a derecho, y no por
usurpación, el oficio de la
Monarquía, llamado «Imperio», sobre todos los mortales.
Esto se prueba, en primer lugar, porque al pueblo más noble le corresponde
preceder a todos los demás; ahora bien, el pueblo romano fue el
más noble; luego le corresponde ser preferido a todos los otros. La razón
aducida se prueba, porque siendo el honor el premio de la virtud5, y siendo un honor toda prelación6, toda prelación de la virtud es un
premio a ella misma. Consta que todos los hombres se ennoblecen con el mérito
de la virtud; de la virtud propia o de la de sus antepasados. Porque «la
nobleza es virtud y antigüedad de riquezas», como dice el Filósofo en la Política7 ; y, según Juvenal, «la
nobleza de alma es la sola y única virtud»8.
Las
dos sentencias anteriores se aplican a las dos clases de nobleza, es decir, a
la propia y a la heredada de los antepasados. Luego a los nobles les conviene
el premio de la prelación por razón de la causa. Y como los premios deben ser
medidos por los méritos, según aquellas palabras del Evangelio: «con la medida
con que midiereis se os medirá»9, le
pertenece al más noble mayor prelación.
La
premisa menor, es decir, la nobleza del pueblo romano, la prueban los
testimonios de los autores antiguos. En efecto, nuestro divino poeta Virgilio
atestigua en toda la Eneida,
para memoria sempiterna, que el gloriosísimo rey Eneas fue el padre del
pueblo romano; lo que corrobora Tito Livio, egregio escritor de las gestas de
los romanos, en la primera parte de su libro que comienza con la toma de Troya10. Y no quisiera detenerme en
explicar la suprema nobleza de este varón invencible y piadosísimo padre, si
consideramos no sólo su propia virtud, sino también la de sus progenitores y
la de sus esposas, ya que la nobleza de unos y otras confluyó, por derecho
hereditario, en él. Pero «narraré sólo los momentos culminantes de los
acontecimientos»11.
Por
lo que atañe a su propia nobleza, hay que escuchar a nuestro Poeta, que en el
libro I presenta a Ilioneo suplicando con estas palabras: «Teníamos por rey a
Eneas, el más justiciero, el más grande por su piedad y por su valor en la guerra»12.
También hay que escuchar lo que
dice en el libro VI, cuando habla de la muerte de Miseno, que había sido
servidor de Héctor13,
y después de la muerte de éste se había puesto al servicio de Eneas14, y al decir de él: «no
eligió un compañero de menos categoría»15,
poniendo en parangón a Eneas con Héctor, que es el guerrero que Homero
más ensalza, como nos lo cuenta el Filósofo en A Nicómaco16, cuando trata de las
costumbres que hay que evitar.
En
cuanto a la nobleza hereditaria, sabemos que las tres partes de la tierra lo
ennoblecieron, tanto por sus abuelos como por sus mujeres17. En efecto, de Asia fueron
sus abuelos más próximos, como Assaraco18
y otros que reinaron en Frigia, región de Asia. Por eso dice en el canto III nuestro Poeta: «Después
que plugo a los dioses destruir el imperio de Asia y la raza de Príamo que no
merecía tal desgracia»19.
Europa,
en cambio, le dio a Dárdano, un antepasado antiquísimo, África también una
antiquísima abuela, Electra, hija del rey Atlante, de gran renombre, según nos
dice nuestro Poeta, en el canto VIII, refiriéndose a esos dos antepasados,
cuando Eneas habla a Evandro con estas palabras: «Dárdano, primer padre y
fundador de la ciudad de Roma, hijo de la Atlante Electra,
como creen los griegos, llegó al país de los teucros; el poderoso Atlante, que
sostiene las etéreas bóvedas en sus hombros, fue el padre de Electra»20.
Nuestro
poeta cantó también que Dárdano fue originario de Europa, cuando dice en el
canto III: «Hay un lugar, país antiguo, que los griegos llamaron Hesperia,
poderoso en la guerra y de fértil suelo. Lo poblaron los de Enotria. Ahora
corre la fama de que sus descendientes llamaron Italia a esta región, por el
nombre de su caudillo. Éste es nuestro solar, aquí nació Dárdano»21.
Testimonio
de que Atlas fue originario de África es el monte llamado por su nombre, del
que Orosio, en su descripción del mundo, dice que está en África con estas
palabras: «Su límite extremo es el monte Atlas y las islas que llaman "Afortunadas"»22. «Su» se refiere a África,
puesto que de ella estaba hablando.
Sabemos también que Eneas fue
ennoblecido por el matrimonio, pues Creusa, su primera mujer, hija del rey
Príamo, era de Asia, como puede comprenderse por lo dicho más arriba. De que
fuera su esposa nos da testimonio nuestro Poeta en el canto III, donde
Andrómaca pregunta a Eneas por su hijo Ascanio, con estas palabras: «¿Qué es de
Ascanio?, ¿vive todavía y se alimenta de las auras aquel que te parió Creusa,
cuando ya estaba ardiendo Troya?»23
Su
segunda esposa fue Dido, reina y madre de los cartagineses en África. Nuestro
Poeta lo proclama también en el canto IV, cuando dice de Dido: «Dido no piensa
ya en un amor furtivo; lo llama matrimonio; con este nombre pretende ocultar su
culpa»24.
La
tercera esposa fue Lavinia, madre de los albanos y de los romanos, hija y
heredera del rey Latino, si es verdadero el testimonio de nuestro Poeta en el
último canto, donde introduce a Turno, que, una vez vencido, suplica a Eneas
así: «Has vencido y los ausonios me han visto derrotado tender mis palmas
suplicante. Lavinia es tu esposa»25.
Esta
última mujer era de Italia, la más noble región de Europa. Por tanto, con todos
estos datos para aclarar la premisa, ¿quién puede dudar de que Eneas fue el
padre del pueblo romano, y de que, consecuentemente, el mismo pueblo fue el más
noble que haya existido bajo el cielo? O, dicho de otra manera, ¿a quién se le
ocultará la predestinación divina de este hombre único, a la vista de la doble
concurrencia en él de la nobleza de la sangre, desde todas las partes del
mundo?
IV
Hay que añadir, además, que es
querido por Dios todo lo que se ve favorecido con milagros para su propia
perfección; y, consiguientemente, es conforme a derecho. La verdad de esta afirmación
resulta de que, como dice Tomás en el libro III de Contra los gentiles, milagro
es lo que sucede por intervención divina, fuera del orden comúnmente
establecido en las cosas26.
De aquí prueba el mismo Tomás que sólo a Dios compete hacer milagros; lo
cual es corroborado por la autoridad de Moisés, cuando, con ocasión del episodio
de los mosquitos, los magos del Faraón, valiéndose artificiosamente de
principios naturales, que fracasaron allí, dijeron: «El dedo de Dios está
aquí»27. Si, pues,
el milagro es una operación inmediata del Primer agente, sin la cooperación de
agentes segundos -como prueba el mismo Tomás suficientemente en el libro antes citado28-, cuando se realiza en favor de alguna
cosa, no se puede decir que aquello en cuyo apoyo se realiza no esté previsto
por Dios, como cosa querida por Él. Por lo cual es necesario que concedamos la
proposición contradictoria, esto es, que el Imperio romano fue favorecido por
Dios con milagros para su perfección. Luego fue querido por Dios y, consecuentemente,
fue y es conforme a derecho.
Que
Dios haya realizado milagros para establecer el Imperio romano se comprueba
con testimonios de ilustres autores. En efecto, Livio atestigua, en la
primera parte de su obra, que bajo el reinado de Numa Pompilio, segundo rey de
los romanos, cuando éste estaba haciendo un sacrificio con el rito de los
gentiles cayó del cielo el escudo sagrado sobre la ciudad elegida por Dios29. Lucano recuerda este
milagro en el libro IX de la Farsalia
cuando, describiendo la increíble fuerza del Austro que azotó a Libia,
dice: «Así cayeron, sin duda, ante Numa, cuando ofrecía un sacrificio, aquellos
escudos que selectos jóvenes patricios agitan sobre sus hombros; el Austro y
el Bóreas habían despojado a aquellos pueblos portadores de escudos que ahora
son nuestros»30
Y cuando los galos, conquistado
ya el resto de la ciudad, amparados por las sombras de la noche, escalaron
furtivamente el Capitolio, lo último que quedaba en pie antes de la
desaparición del nombre romano, están de acuerdo en afirmar Livio31 y otros muchos escritores
ilustres32 que un
ganso, que nunca antes había sido visto por allí, anunció la presencia de los
galos, despertando a los guardianes para que defendieran el Capitolio. Este
hecho lo recuerda también nuestro Poeta Virgilio cuando en el canto VIII
describe el escudo de Eneas con estas palabras: «En pie sobre la cumbre Manlio,
el guardián de la roca Tarpeya, delante del templo defendía el excelso
Capitolio; tosco techo de paja cubría la casa real de Rómulo, recién
construida. Un plateado ánade, revoloteando por entre los dorados pórticos,
anunciaba con sus graznidos que los galos estaban a las puertas de Roma»33
Y cuando, como nos describe
Livio, en La Guerra
Púnica, entre otras gestas, que la nobleza romana
cedió al ataque de Aníbal hasta el punto de que no faltara para la destrucción
total de Roma sino el último asalto injurioso a la Urbe, los vencedores no
pudieron culminar su victoria debido a una súbita e intolerable tormenta de
granizo34. ¿No fue
también sorprendente la huida de Clelia, que, estando cautiva en el asedio de
Porsena, esta mujer rompió las cadenas con la milagrosa ayuda de Dios, y
atravesó el Tíber a nado, como conmemoran en la alabanza casi todos los escritores
de la historia de Roma?35
Convenía,
en efecto, que así obrara Aquel que previó todas las cosas desde la eternidad
dentro de la belleza del orden, para que, al manifestar por milagros visibles
lo invisible, se manifestase Él mismo en lo visible.
V
Por
lo demás, todo el que busca el bien de la república, busca el derecho como fin36. Lo afirmado se demuestra
del siguiente modo: el derecho es una proporción real y personal de un hombre
a otro hombre, que, si es guardada por éstos, preserva a la sociedad y, si no
lo es, la corrompe37.
Porque la definición de los Digestos38
no dice cuál es la esencia del derecho, sino que lo describe por la
manera de ser aplicado. Por tanto, si ésta nuestra definición comprende con
acierto qué es el derecho y por qué es tal, y siendo el fin de la sociedad el
bien común de todos sus miembros, necesariamente el fin de cualquier derecho es
el bien común; y es imposible, a su vez, que exista ningún derecho que no se
proponga el bien común. Por lo cual Tulio, en el libro 1 de la Retórica, dijo:
«las leyes siempre han de ser interpretadas en beneficio de la república»39 Pues, si las leyes no se orientan
directamente al bien común de los que están sometidos a ellas, serán leyes sólo
de nombre, pero no de hecho, ya que es necesario que las leyes unan a los hombres
entre sí para la utilidad común40.
Por eso Séneca dice bien de la ley cuando en su libro De las cuatro
virtudes afirma: «la ley es el vínculo de la sociedad humana»41. Queda claro, por consiguiente,
que el que busca el bien común, busca el fin propio del derecho. Por tanto, si
los romanos se propusieron el bien de la república, será verdad decir que se
propusieron el fin del derecho.
Que
el pueblo romano pretendiera el bien común, sometiendo el orbe de la tierra,
lo declaran sus gestas, en las que, eliminada toda ambición, que es siempre
enemiga del bien común, y amando la paz universal en libertad, aquel santo,
piadoso y glorioso pueblo42 parece
haberse olvidado de su propio provecho para preocuparse del bienestar público
del género humano. Por eso se ha escrito acertadamente: «El Imperio romano nace
de la fuente de la piedad»43
Mas, como de las intenciones de
quienes obran con libertad de elección nada se manifiesta al que las inquiere,
si no es por signos externos, y como las explicaciones están condicionadas por
la materia que se trata, como ya se ha dicho, bastará que aquí manifestemos
las pruebas indudables de la intención del pueblo romano, tanto en las corporaciones
como en las personas particulares.
Por
lo que se refiere a las corporaciones, por las que los hombres se ligaban de
alguna manera a la república, será suficiente la autoridad de Cicerón en el
Libro II de De los deberes, donde dice: «Mientras el imperio de la
república se mantenía en sus deberes, no en las injusticias, se hacían las
guerras, tanto en defensa de los aliados como por el Imperio; el final de las
mismas era o la clemencia o la severidad necesaria; el Senado era el puerto y
refugio de los reyes, de los pueblos y de las naciones; y nuestros magistrados
y generales consiguieron así la máxima gloria defendiendo a las provincias y a
los aliados con equidad y fidelidad a la palabra dada. Así pues, aquello más
que "Imperio", podría denominarse "Patrocinio" del orbe de
la Tierra»44. Esto lo dice
Cicerón.
Yo
continuare hablando brevemente de las personas particulares. ¿Acaso no hay que
decir que han perseguido el bien común los que con su sudor, con la pobreza, el
destierro, la perdida de los hijos, la amputación de sus miembros e, incluso,
con la entrega de su vida procuraron el bien público? ¿No nos ha dejado un
sagrado ejemplo aquel famoso Cincinato, al renunciar libremente a su propia
dignidad en el plazo fijado, cuando, según nos cuenta Livio45, sacado del campo donde
estaba arando, fue nombrado dictador, y después de la victoria, habiendo
restituido la autoridad de imperio a los cónsules, volvió libremente a la
esteva, a sudar, tras los bueyes? Por lo que recordando esta gesta en su
alabanza, dice Cicerón contra Epicuro en su tratado Del fin de los bienes: «Así
pues, nuestros antepasados arrancaron del arado al famoso Cincinato para
hacerle dictador»46.
¿Acaso Fabricio47 no
nos dio un gran ejemplo de resistencia a la avaricia cuando, a pesar de ser
pobre, menospreció, por fidelidad a la república, una gran cantidad de oro que
se le ofrecía y, al ser ridiculizado, despreció y refutó a los que le
ridiculizaban, con oportunas palabras? También nuestro Poeta confirmó su fama
cuando en el libro VI cantó: «A Fabricio, poderoso en su pobreza»48.
¿No fue también un ejemplo
memorable para nosotros, al preferir las leyes a su propio interés, Camilo49, quien, según Livio50, después de liberar la
patria asediada, en medio de la aclamación de todo el pueblo, restituyó a Roma
incluso lo que le había sido expoliado y, cuando fue conde nado al destierro,
se retiró de la sagrada Urbe51 y
no volvió a ella hasta que el Senado, con su autoridad, no le concedió licencia
de repatriación? El Poeta celebra a este hombre magnánimo cuando en el canto
VI dice: «Camilo, el que restituyó las enseñanzas...»52.
¿Acaso
no fue aquel famoso Bruto el primero que enseñó que los hijos y todos los demás
deben ser pospuestos a la libertad de la patria, de quien Livio53 dice que, siendo cónsul,
entregó a la muerte a sus propios hijos, que conspiraban con el enemigo? Su
gloria es recordada en el canto VI de nuestro Poeta, cuando dice de él: «Y,
siendo su padre, conducirá al suplicio a sus propios hijos promotores de
nuevas guerras, por la hermosa libertad»54.
¿No
nos convenció Mucio de la enorme audacia que hay que poner en defensa de la
patria, cuando atacó al incauto Porsena y, habiendo errado el golpe, vio quemar
su torpe mano con la misma impasibilidad con que habría visto atormentar a su
propio enemigo? El mismo Livio manifiesta su admiración al narrarlo55.
Hay que añadir las sacratísimas
víctimas de los Decios, que entregaron sus vidas devotas por la salvación del
pueblo, como Livio nos cuenta repetidamente, ensalzándolos, no todo lo que se
merecen, sino cuanto le es posible56.
Hay que añadir también el inenarrable sacrificio de aquel severísimo
guardián de la libertad, Marco Catón57.
De los anteriormente nombrados, los primeros no se asustaron de las
tinieblas de la muerte por la salvación de la patria; el último, para fomentar
el amor a la libertad en el mundo, demostró cuánto vale esa libertad,
prefiriendo morir libre a vivir sin libertad. El nombre egregio de todos ellos
vuelve a nuestra memoria por las palabras de Cicerón. En su libro Sobre el
fin de los bienes dice sobre los Decios: «Publio Decio, primer cónsul de
aquella familia, cuando, ofreciendo su vida, dejaba el caballo y se lanzaba en
medio de las filas de los latinos, ¿se preocupaba acaso lo más mínimo de sus
placeres, de dónde y cuándo conseguirlos, sabiendo, como sabía, que iba a morir
enseguida, y buscando aquella muerte con más ardor que el que Epicuro piensa
que hay que poner para conseguir el placer? Y, si esta acción suya no hubiese
sido justamente alabada, su hijo no lo habría imitado durante su cuarto
consulado, ni tampoco el hijo de este último cuando, siendo cónsul, guerreando
contra Pirro, cayó en la batalla y se entregó a sí mismo por la república, como
tercera víctima de su linaje»58.
Y Cicerón en el libro De los deberes decía de Catón: «Pues Marco
Catón no defendió una causa distinta de los otros que se entregaron a César en
África. Pero acaso a los otros, si se hubieran suicidado, se les habría
reprochado su debilidad, porque sus vidas habían sido más cómodas y sus
costumbres más placentarias. En cambio, para Catón, a quien la naturaleza le
había dado una increíble austeridad, que él había fortalecido con incansable
constancia, manteniéndose siempre en sus propias convicciones y en sus
propósitos, era preferible morir, antes que ver el rostro del tirano»59.
Hemos
explicado dos cosas: una, que todo el que busca el bien de la república
persigue el fin del derecho; la otra, que el pueblo romano, al someter el orbe
de la tierra, buscaba el bien. Ahora, para nuestro propósito, argumentemos del
siguiente modo: todo el que pretende el fin del derecho, procede conforme a
derecho; el pueblo romano, al someter el mundo a su dominio, persiguió el fin
del derecho, como ha quedado suficientemente probado con lo dicho antes en
este capítulo; luego el pueblo romano, al someter a todo el orbe a su dominio,
lo hizo con derecho y, por consiguiente, se atribuyó conforme a derecho la
dignidad del Imperio.
Para deducir esta conclusión de
las proposiciones antes probadas hay que demostrar la proposición que dice:
todo el que busca el fin del derecho procede conforme a derecho. Para la
evidencia de esta premisa hay que advertir que todo existe por un fin; de otro
modo sería ociosa; lo cual es imposible, como se decía más arriba. Y, así como
todas las cosas tienen su propio fin, así también todo fin tiene algo propio de
lo que es fin; de aquí que, hablando formalmente, sea imposible que dos cosas,
en cuanto tales, se dirijan al mismo fin, pues se seguiría el absurdo de que
uno de ellos sería inútil. Ahora bien, teniendo el derecho un fin propio, como
ya se ha demostrado, si existe el fin, existe necesariamente el correspondiente
derecho, ya que el fin es propia y formalmente efecto del derecho. Y, como en
toda consecuencia es imposible que haya antecedente sin consiguiente, como es
imposible que exista un hombre que no sea animal, como queda claro por medio
del análisis y la síntesis, es imposible buscar el fin del derecho sin el
derecho, pues cualquier cosa se encuentra con relación a su fin como el
consecuente con relación al antecedente; pues es imposible alcanzar un buen
estado de los miembros del cuerpo sin la salud. Por lo cual aparece
evidentísima la afirmación de que quien procura el fin del derecho debe
procurarlo con el derecho. Y no vale la objeción que podría tomarse de las
palabras del Filósofo, cuando trata de la «eubulia». En efecto, dice el
Filósofo: «Es hacer un falso silogismo sacar lo verdadero de lo falso, pues es
emplear un término medio falso»60.
Porque, si la verdad se concluye de lo falso, esto sucede de modo
accidental, en cuanto lo verdadero se ha introducido en las palabras del
razonamiento; pero formalmente lo verdadero nunca se sigue de lo falso, aunque
los signos de lo verdadero se sigan correctamente de signos de cosas falsas.
Así sucede también en las operaciones; pues, si un ladrón socorre a un pobre
con el fruto de un robo, no hay que llamar a eso
limosna; sólo sería tal si se realizara con bienes propios. Lo mismo ocurre
con el fin del derecho: pues si se obtiene algo, como fin del derecho, sin el
derecho, esto sería fin del derecho; es decir, bien común, como la limosna a
que nos hemos referido es una ostentación hecha con lo mal adquirido. Y así,
como en la proposición se habla del fin del derecho existente, no sólo del
aparente, no cabe ninguna objeción. Resulta evidente, por tanto, lo que se
trataba de demostrar.
VI
Lo
que la naturaleza ha ordenado se cumple conforme a derecho, pues la naturaleza,
en su acción providente, no es inferior a la providencia del hombre, porque, si
fallara, el efecto superaría en bondad a la causa, lo cual es imposible. Vemos
que, cuando se instituye una corporación, el fundador considera no sólo el
orden de los asociados entre sí, sino también sus aptitudes para ejercer las
funciones; lo que es lo mismo que considerar los límites del derecho en la
corporación o en el orden, pues el derecho no se extiende más allá del poder.
Luego la naturaleza, en su providencia, no falla en las cosas sujetas a ella.
De donde resulta que la naturaleza ordena las cosas según facultades que
poseen, y esta relación es el fundamento del derecho puesto por la naturaleza
en las cosas. De donde se sigue que no puede guardarse el orden natural en las
cosas si no es conforme a derecho, puesto que el fundamento del derecho está
unido inseparablemente al orden. Es necesario, por consiguiente, que se
mantenga el orden de acuerdo con el derecho.
El pueblo romano fue destinado por la naturaleza
para imperar; lo que se demuestra del siguiente modo: así como se alejaría de
la perfección del arte quien pretendiera solamente la forma final, sin
preocuparse de los medios que a ella conducen, de igual modo actuaría la naturaleza
si sólo persiguiera en el universo la forma universal de la semejanza divina y
se olvidara de los medios. Pero la naturaleza no falla en ninguna perfección
por ser obra de la divina inteligencia; luego pone todos los medios para
alcanzar sus fines. Y, siendo el fin del género humano un medio necesario para
el fin universal de la naturaleza, necesariamente la naturaleza ha de tender a
él. Por eso, el Filósofo prueba con acierto, en el libro II de De la
audición natural, que la naturaleza obra siempre por un fin61. Y como la naturaleza no
puede alcanzar este fin por medio de un solo hombre, puesto que para conseguirlo
se requieren muchas operaciones que necesitan multitud de agentes, es necesario
que produzca multitud de hombres ordenados a las diversas operaciones; a lo que
contribuyen en gran medida, además de la influencia celeste, las virtudes y
propiedades de los lugares concretos. Por eso vemos que no sólo unos hombres
particulares, sino también unos pueblos, han nacido aptos para mandar y otros,
en cambio, para estar sometidos y servir, como lo establece el Filósofo en la Política62. A estos tales, como él
dice, les conviene no sólo ser gobernados, sino que es justo que lo sean, aun a
la fuerza.
Siendo
esto así, no cabe duda de que la naturaleza designó un lugar y un pueblo en el
mundo para gobernar universalmente; de otro modo, habría fallado, lo cual es
imposible. Por lo dicho antes, y por lo que diremos a continuación, queda
suficientemente claro que ese lugar y ese pueblo fueron Roma y sus ciudadanos.
A esto se refirió también muy sutilmente nuestro Poeta en el canto VI de su
obra, cuando presenta a Anquises aconsejando a Eneas, padre de los romanos, con
estas palabras: «Otros trabajarán con más delicadeza el bronce, así lo creo, y
le infundirán aliento de vida; del mármol sacarán rostros vivos; harán otros
con la mayor perfección discursos en los juicios, y otros describirán con el
compás los movimientos del cielo y predecirán la aparición de los astros. Tú,
romano, acuérdate de gobernar con imperio los pueblos. Tus artes serán éstas:
imponer la costumbre de la paz, perdonar a los que se someten y destruir a los
rebeldes»63
A
la disposición del lugar alude sutilmente en el canto VI, donde nos muestra a
Júpiter hablando con Mercurio acerca de Eneas del siguiente modo: «No es ése
el que me prometió su hermosísima madre, ni para eso le liberó dos veces de las
armas de los griegos; antes bien, me prometió que gobernaría Italia, preñada de
imperios, y sedienta de guerras...»64.
Por
todo lo cual se nos demuestra suficientemente que el pueblo romano fue
destinado por la naturaleza para imperar. Luego el pueblo romano sometió al
orbe conforme a derecho y llegó así al Imperio.
VII
Para
llegar a averiguar la verdad en la cuestión planteada es necesario tener en
cuenta que el juicio divino unas veces se manifiesta y otras permanece oculto
a los hombres.
Puede manifestarse de dos
maneras: por la razón y por la fe. En efecto, hay ciertos juicios de Dios a
los que la razón humana puede llegar por sus propios medios, como, por ejemplo,
puede llegar a conocer que el hombre debe exponer su vida por la salvación de
la patria; pues, si la parte debe exponerse por salvar el todo, siendo el
hombre una parte de la ciudad, como queda claro por lo que dice el Filósofo en
la Política65 el
hombre debe exponerse a sí mismo por la patria, como lo menos bueno se expone
por lo mejor. Por eso dice el Filósofo A Nicómaco: «Es amable, en
efecto, lo que a uno pertenece; pero mejor y más divino es lo que pertenece al
pueblo y a la ciudad»66.
Y éste es juicio de Dios; de otro modo la razón humana no seguiría
correctamente la intención de la naturaleza, lo cual es imposible.
Hay
otros juicios de Dios a los que, aunque la razón humana no pueda llegar por sí
misma, se eleva, sin embargo, hasta ellos con ayuda de la fe, en aquello que se
nos ha dicho en las Sagradas Letras; como, por ejemplo, que nadie, por más
perfecto que sea en virtudes morales e intelectuales, tanto en el hábito como
en la acción, puede salvarse sin la fe, aunque nunca haya oído hablar de
Cristo. Pues la razón humana por sí sola no puede entender que esto sea justo,
pero sí con ayuda de la fe. Pues está escrito en la Epístola A los
hebreos: «Es imposible agradar a Dios sin la fe»67. Y en el Levítico: «A
todo hombre de la casa de Israel que en el campamento o fuera del campamento
degüelle un buey, una oveja o una cabra, sin haberla llevado a la entrada del
tabernáculo de la reunión para presentarla en ofrenda a Yahvé ante el
santuario, le será imputada la sangre»68.
La puerta del tabernáculo es figura de Cristo, que es puerta del cónclave
eterno, como se puede deducir del Evangelio69.
El sacrificio de los animales significa las operaciones humanas.
Pero
hay también un juicio oculto de Dios al que no puede llegar la razón humana, ni
por la ley natural ni por la ley de la Escritura, sino solamente, alguna vez, por una
gracia especial. Y esto sucede de varias maneras; una veces por simple
revelación, otras por una revelación alcanzada mediante arbitraje. Por simple
revelación se da de dos maneras: o bien por decisión espontánea de Dios, o
mediante oración impetratoria. A su vez, la que se da por decisión espontánea
de Dios se realiza de doble modo: expresamente, como fue revelado a Samuel el
juicio contra Seúl70,
o por medio de un signo, como por ejemplo, le fue revelado al Faraón por
signos que Dios había determinado la liberación de los hijos de Israel. Por
oración de impetración, a la que se referían los que en el libro II de los Paralipómenos
decían: «Porque nosotros... no sabemos qué hacer, nuestros ojos se vuelven
a ti»71.
La
revelación alcanzada mediante arbitraje es de dos maneras: o por suerte o por
certamen. La palabra «certare» se deriva, en efecto, de «hacer cierto». Por
suerte se ha revelado, a veces, a los hombres algún juicio de Dios, como se ve
en la elección de Matías, en los Hechos a los
Apóstoles72. De dos maneras se
desvela el juicio de Dios por medio del certamen: bien por una colisión de
fuerzas, como sucede en la lucha de púgiles, que también se llama duelo, o por
la competición de muchos que pretenden conseguir el triunfo de sus enseñas,
como sucede cuando compiten los atletas en las carreras para conquistar el
trofeo. El primero de estos dos modos fue figurado entre los gentiles en el
duelo entre Hércules y Anteo, que recuerda Lucano en el libro IV de la Farsalia73, y Ovidio en el libro
IX de las Metamorfosis74.
El segundo se figura, entre los gentiles, en el episodio de Atalanta e
Hipomenes, en el libro X de las Metamorfosis75.
No
se debe ocultar, de igual manera, que en estos dos géneros de combate hay una
diferencia: en el primero de ellos, los que compiten pueden obstaculizarse sin
injuria, como hacen los púgiles; en el otro, no pueden, ya que los atletas no
deben poner obstáculos al contrincante, aunque nuestro Poeta, en el canto V,
parece opinar lo contrario, cuando presenta la recompensa de Eurialo76. Por eso, con más acierto
Tulio, en el libro III de De los deberes, lo prohíbe siguiendo la
opinión de Crisipo, pues dice así: «Oportunamente, como tantas veces, habló
Crisipo con estas palabras: “el que corre en el estadio debe esforzarse y
competir todo lo que pueda para vencer, pero de ningún modo debe estorbar a su
competidor”»77.
Una
vez hechas, en este capítulo, tales distinciones, podemos dar dos eficaces
razones para probar lo que nos proponemos: una tomada de las competiciones de
los atletas, y otra de las luchas de los púgiles. Las desarrollaremos en los
capítulos que siguen inmediatamente.
VIII
Aquel pueblo que triunfó sobre
los demás pueblos que competían por el imperio del mundo, triunfó por el
juicio divino; pues siendo más importante para Dios un litigio universal que
uno particular, y como, incluso en ciertos litigios particulares, busquemos el
juicio divino por medio de un certamen atlético, según el consabido proverbio
«a quien Dios se la dio, San Pedro se la bendiga»78, no hay duda de que el
predominio entre los atletas que compiten por el imperio del mundo es
consecuencia de un juicio de Dios. El pueblo romano triunfó sobre todos los
demás que competían por el imperio del mundo. Lo cual se hará evidente si,
considerándolo como un certamen atlético, nos fijamos en el trofeo o la meta.
El trofeo o la meta fue la supremacía sobre todos los mortales, lo que llamamos
«Imperio». Pero esto no le fue dado a ningún pueblo más que al romano, que no
sólo fue el primero, sino el único que alcanzó la meta del certamen, como
quedará claro enseguida.
En
efecto, el primero entre los mortales que aspiró a tal trofeo fue Nino, rey de
los asirios, quien, si bien con la ayuda de su esposa Semíramis, intentó
durante más de noventa años conseguir por las armas el imperio del mundo, como
nos refiere Orosio79,
y subyugó toda Asia; nunca se le sometieron, sin embargo, las partes
occidentales del mundo. Ovidio los recordó a los dos en el libro IV, donde,
hablando de Píramo, dice: «Con altas murallas de ladrillo rodeó Semíramis la
ciudad»80. Y después:
«Reúnanse en el sepulcro de Nino y allí cobíjense a la sombra (del árbol)»81.
El
segundo que aspiró a este trofeo fue Vesoges, rey de Egipto; y aunque devastó
el mediodía y el norte de Asia, como recuerda Orosio82, nunca, sin embargo, llegó
a conquistar ni la mitad del mundo; más aún, los escitas le hicieron desistir
de su empresa temeraria, a mitad de camino entre el punto de partida y el
término. Después Ciro, rey de los persas, intentó lo mismo. Este, una vez
destruida Babilonia y transferido el imperio a los persas, habiendo llegado
apenas al extremo occidental del mundo, dejó incompletos sus proyectos al
perder la vida a manos de Tamiride, reina de los escitas. Después de los anteriores,
Jerjes, hijo de Darío y rey de los persas, invadió el mundo con tal multitud
de gente, con tanto poderío, que llegó a construir un puente para atravesar el
estrecho paso del mar que divide Asia de Europa, entre Sestos y Abidos. Lucano
conmemoró esta admirable obra en el II libro de la Farsalia; así
lo cuenta allí el poeta: «Tal fama canta que el soberbio Jerjes construyó caminos
sobre el mar»83. Sin
embargo, rechazada finalmente su tentativa, no pudo, por desgracia, alcanzar el
trofeo. Después de éstos, Alejandro, rey de Macedonia, fue el que más se acercó
a la palma de la Monarquía
cuando, habiendo invitado a los romanos a la rendición, por medio de sus
legados, como nos narra Tito Livio84,
antes de recibir respuesta de los romanos murió en Egipto, a casi la
mitad de su carrera. De su sepulcro, que aquí se conserva, dio testimonio
Lucano en el libro VIII, cuando dirige una invectiva a Tolomeo, rey de Egipto,
diciendo: «Último vástago degenerado de la estirpe lágida que has de perecer y
dejar el cetro a tu incestuosa hermana, mientras tú guardas al Macedonio en un
antro consagrado»85.
«¡Oh
profundidad de las riquezas de la sabiduría y de la ciencia de Dios!»86, ¿quién dejará de admirarte?; pues,
cuando Alejandro amenazaba con adelantar en la carrera al atleta romano, su
competidor, Tú lo eliminaste del certamen, para que no avanzase más su
temeridad.
Se
puede probar también con muchos testimonios que Roma alcanzó la palma de tan
gran torneo. Dice, en efecto, nuestro Poeta en el canto 1: «Me habías
prometido que de ellos (de los troyanos), en el correr de los años, saldrían
los romanos, descendencia de la sangre de Teucro, conductores de pueblos que
dominarían el mar y la tierra con soberano imperio»87.
Y
Lucano en el libro I dice: «Ha sido repartido el poder con la espada, y la
fortuna de un pueblo poderoso que domina el mar, y todo-el orbe de la tierra no
soportará a dos dueños»88.
Y
Boecio, en el libro II, cuando habla del príncipe de los romanos, dice:
«Gobernaba éste con su cetro a los pueblos que Febo, que viene del remoto
oriente, contempla al hundir sus rayos en el mar, a los que oprime el gélido
septentrión, a los que el violento noto quema con su seco soplo, recociendo las
ardientes arenas»89.
Este
mismo testimonio da Lucas, el escritor de Cristo, que siempre dice la verdad,
en aquellas palabras de su evangelio: «Salió un edicto de César Augusto para
que se empadronase todo el mundo»90;
palabras en las que podemos ver claramente que la jurisdicción universal
del mundo pertenecía entonces a los romanos. De todo esto resulta evidente que
el pueblo romano prevaleció sobre todos los que competían por el imperio del
mundo. Luego prevaleció por juicio divino y lo obtuvo, consecuentemente, por
juicio divino; es decir, lo obtuvo conforme a derecho.
IX
Lo
que se adquiere por duelo se adquiere conforme a derecho. Pues siempre que
falta el juicio humano, ya sea por hallarse envuelto en las tinieblas de la
ignorancia o por carecer de la defensa de un juez, para que la justicia no sea
menospreciada, es necesario recurrir a Aquél que la amó tanto que pagó con su
propia muerte lo que la justicia misma exigía. De donde el Salmo: «Justo es Yahvé,
y ama lo justo»91
Pero
esto sucede cuando, por el libre consentimiento de las partes, no por odio ni
por amor, sino solamente por el celo de la justicia, se pide el juicio divino,
por medio de una colisión de fuerzas, tanto del alma como del cuerpo. Esta
colisión, por haber sido en un principio entendida como lucha de uno contra
otro, es la que denominamos «duelo». Siempre hay que tener cuidado, sin
embargo, como en la guerra, de agotar primero todos los medios de negociación y
sólo en último término combatir, según enseñan de común acuerdo Tulio y
Vegetio; éste en Sobre la milicia92
y aquél en De los deberes93;
y, como en la cura medicinal hay que experimentarlo todo antes de acudir
al bisturí y al fuego como último recurso, así también, después de haber
empleado todo los medios para solucionar un pleito, recurriremos finalmente a
este medio, obligados por la necesidad de salvar la justicia.
Existen
dos especies formales de duelo. Uno, el que acabamos de decir; el otro, al que
nos referíamos más arriba, es decir, en el que los luchadores o competidores
entran a la palestra de común acuerdo, no por odio ni por amor, sino solamente
por celo de la justicia. Por eso Tulio, acertadamente, decía al tratar de esta
materia: «Pero las guerras por las que se trata de conseguir la corona del
Imperio deben hacerse con la menor crueldad posible»94. Si se observan los
requisitos formales del duelo, pues de otro modo no sería un duelo, los
congregados de común acuerdo por necesidad de la justicia, ¿no estarán
congregados en nombre de Dios, por celo de la justicia? Y, si esto es verdad,
¿no está Dios en medio de ellos, como Él mismo nos lo prometiera en el Evangelio?95. Y, si Dios está presente,
¿no es una impiedad pensar que pueda sucumbir la justicia, que Él mismo
aprecia tanto cuanto antes hemos dicho? Y, si la justicia no puede sucumbir en
duelo, ¿no se consigue conforme a derecho lo que se consigue por un duelo?
Esta verdad la conocían también
los gentiles, antes de la revelación evangélica, ya que dejaban el juicio a la
suerte del duelo. Por eso aquel famoso Pirro, generoso tanto por las
costumbres heredadas de los Eácidas, como por su sangre, cuando le fueron
enviados los embajadores romanos para rescatar a los prisioneros, respondió:
«No os pido oro, no me paguéis un precio, no somos traficantes de la guerra,
sino combatientes; unos y otros decidamos sobre la vida con el hierro, no con
el oro. Probemos con nuestro valor si soy yo o sois vosotros los que Hera
quiere que reinen, o probemos a dónde nos lleva la suerte. Y aquellos a quienes
por su valor la fortuna ha perdonado en la guerra, es seguro que también yo
les respetaré su libertad. Lleváoslo como regalo»96. Aquí Pirro llamaba «Hera»
a la Fortuna,
causa a la que nosotros, mejor y más correctamente, denominamos «divina
providencia». Cuídense, por tanto, los púgiles de ponerse como fin el lucro, porque
entonces no podríamos hablar de duelo, sino de foro de sangre y de justicia.
Y no se crea que entonces Dios estaría presente como árbitro, sino que estaría
su antiguo enemigo, que fue el instigador de la discordia. A la puerta de la palestra tengan siempre
presente, si quieren ser púgiles y no mercaderes de sangre y de justicia, a
Pirro, que al luchar por el imperio despreciaba el dinero, como queda dicho. Si
contra la verdad expuesta se pone la objeción de la disparidad de fuerzas,
como sucede con frecuencia, refútese tal objeción aduciendo la victoria
obtenida por David sobre Goliat; y, si prefieren, los gentiles refútenla
recurriendo a la victoria de Hércules sobre Anteo. Pues es una gran necedad
sospechar inferioridad de fuerzas en un púgil que está confortado por Dios.
Queda
suficientemente claro que lo que se consigue por duelo, se adquiere conforme a
derecho. Pero el pueblo romano alcanzó por duelo el Imperio, cosa que puede
probarse con testimonios fidedignos. Al ponerlos de manifiesto, no sólo
resultará evidente lo anterior, sino también que se solucionaron por duelo
todos los litigios que se presentaron desde los comienzos del Imperio romano.
En efecto, como desde el principio se planteara la cuestión sobre el trono del
padre Eneas, que fue el primer padre de este pueblo, teniendo por contrincante
a Turno, rey de los rútulos, de común acuerdo lucharon entre sí los dos reyes
hasta averiguar la voluntad divina, como se canta en el último libro de la Eneida97. En esta lucha fue tan
grande la clemencia del victorioso Eneas, que, si no hubiera quedado al
descubierto el tahalí que Turno le arrebató a Palante, después de haberle dado
muerte, el vencedor habría concedido al vencido a la vez la vida y la paz,
como atestiguan los últimos cantos de nuestro Poeta. Habiendo surgido en Italia
dos pueblos de la misma estirpe troyana, es decir, el romano y el albano, y
habiéndose discutido durante mucho tiempo sobre las águilas y sobre los dioses
penates de los troyanos y sobre la dignidad del principado, al final, de común
acuerdo entre las partes, para conocer la justicia, lucharon tres hermanos
Horacios, por una parte, y otros tantos Curiacios por la otra, en presencia de
los reyes y de los pueblos reunidos en torno como espectadores; muertos tres
de los luchadores albanos y dos de los romanos, la palma de la victoria correspondió
a estos últimos; sucedió esto bajo el reinado del rey Hostilio. Nos lo cuenta
Livio98 con
exactitud en la primera parte de su obra y lo confirma Orosio99. Después nos cuenta Livio
que se luchó en el Imperio contra los pueblos limítrofes, con los sabinos y
con los samnitas, observando todos las leyes de la guerra, y aunque intervenía
una gran multitud, se hacía en forma de duelo. En este modo de combatir contra
los samnitas casi se arrepintieron, por así decirlo, de la fortuna de la
empresa comenzada. Esto lo presentó como ejemplo Lucano en el libro II con las
siguientes palabras: «Qué multitud de muertos soportó la puerta Colina cuando
la cabeza del mundo y el poder del universo estuvieron a punto de cambiar de
lugar, y el samnita confió en desastres romanos mayores que las Horcas Caudinas»100.
Pero,
después que se resolvieron los litigios de los itálicos, y aún no se había
luchado con los griegos y los cartagineses, según el juicio divino, aspirando
unos y otros al Imperio, combatiendo Fabricio por los romanos y Pirro por los
griegos con multitud de soldados, por la gloria del Imperio, Roma lo
consiguió; pero, cuando Escipión por los itálicos y Aníbal por los africanos
combatieron en forma de duelo, estos últimos sucumbieron a los primeros, como
Livio y otros escritores de historia romana intentan testificar.
Por
consiguiente, ¿habrá alguien ahora tan obcecado que no vea que aquel glorioso
pueblo conquistó la corona de todo el orbe de acuerdo con el derecho del duelo?
Bien puede decir el hombre romano lo que el Apóstol dijo a Timoteo: «Me está
preparada la corona de la justicia» 101; «preparada»101, en efecto, por la providencia
eterna de Dios. Vean ahora los juristas presuntuosos cuán por debajo están de
aquella atalaya de la razón, desde donde la mente humana divisa estos
principios, y callen contentándose con dar su consejo y juzgar según el sentido
de la ley.
Es,
por tanto, evidente que el pueblo romano alcanzó el Imperio por medio del
duelo. Luego lo adquirió de jure, conclusión ésta que constituye el
propósito principal del presente libro.
X
Hasta
aquí queda claro lo que nos habíamos propuesto demostrar por razones que se
apoyan en principios racionales. Pero, desde ahora, hemos de probarlo también
por los principios de la fe cristiana. Pues mas que nadie «se han enfurecido,
y han pensado cosas vanas» contra el principado romano los que se llaman a sí
mismos defensores de la fe cristiana; ni se compadecen de los pobres de Cristo
a quienes no sólo defraudan en las rentas de la Iglesia, sino que aun a
diario se les roba el patrimonio mismo, y así se empobrece la Iglesia, mientras que,
simulando justicia, no admiten al ejecutor de la misma justicia.
Tal
empobrecimiento no se produce sin un juicio de Dios, cuando ni se socorre a
los pobres, cuyo patrimonio son los bienes de la Iglesia102, ni se recibe con gratitud lo que
ofrece el Imperio para socorrerlos. Esos bienes vuelven por donde vinieron;
vinieron bien pero vuelven mal, porque fueron bien dados pero mal poseídos.
¿Qué hacer con tales pastores? ¿Qué, si el patrimonio de la Iglesia se esfuma,
mientras las propiedades de sus parientes aumentan? Pero será mejor seguir con
nuestro tema y esperar el auxilio de nuestro Salvador con piadoso silencio.
Digo, pues, que, si el Imperio
romano no fue conforme a derecho, Cristo, al nacer, aceptó la injusticia. La
conclusión es falsa, luego la contradictoria del antecedente es verdadera. Las
contradictorias se infieren entre sí en sentido contrario.
No
hace falta demostrar a los fieles la falsedad de la conclusión; pues, si es
fiel, admitirá que esto es falso y, si no lo admite, es que no es fiel; y, si
no es fiel, este argumento no tiene valor para él.
Demostraré
la consecuencia del siguiente modo: quien obedece un edicto por propia elección,
proclama por ese mismo hecho que el edicto es justo, y siendo las obras más
persuasivas que las palabras, como enseña el Filósofo en el último libro A
Nicómaco103, lo defiende
con más eficacia que si diera su aprobación con palabras. Ahora bien, Cristo,
como atestigua su relator Lucas, quiso nacer de Madre Virgen bajo el edicto de
la autoridad romana, para que el Hijo de Dios hecho hombre, se inscribiera como
hombre en aquel singular censo; lo que significaba acatarlo. Quizá es más santo
pensar que aquello sucedió por voluntad divina sirviéndose del César, para que,
quien por tanto tiempo había sido esperado en la sociedad de los mortales, Él
mismo también se empadronara entre los mortales. Luego Cristo proclamó con sus
obras que el edicto de Augusto, que desempeñaba la autoridad romana, era
justo. Y, como para promulgar edictos con justicia se presupone la
jurisdicción, el que admite un edicto admite necesariamente también la jurisdicción
del que lo promulga; y, si ésta no fuera conforme a derecho, sería injusta.
Hay
que notar que el argumento aportado para anular la conclusión, aunque sea
válido en cuanto a su forma, en algún aspecto, sin embargo, manifiesta su eficacia
por la segunda figura, si lo convertimos en argumento desde su posición de antecedente.
En efecto, se hará la reducción del siguiente modo: todo lo injusto se
persuade injustamente; Cristo no persuadió nada injustamente, luego no
persuadió lo injusto. De la posición de antecedente resultaría así: todo lo
injusto se persuade injustamente; Cristo persuadió algo injusto; luego
persuadió injustamente.
XI
Si el Imperio romano no fue
conforme a derecho, el pecado de Adán no fue castigado en Cristo; pero esto
es falso; luego el contradictorio del antecedente es verdadero. La falsedad del
consecuente se demuestra así: puesto que por el pecado de Adán somos todos
pecadores, según dice el Apóstol: «como por un hombre entró el pecado en el
mundo y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por
cuanto todos habían pecado»104,
si Cristo con su muerte no hubiese satisfecho por aquel pecado, todavía
seríamos hijos de la ira por naturaleza, es decir, por nuestra depravada
naturaleza. Pero esto no es así, porque dice el Apóstol hablando del Padre A
los Efesios: «y nos predestinó a la adopción de hijos suyos por Jesucristo,
conforme al beneplácito de su voluntad, para alabanza del esplendor de su
gracia, que nos otorgó gratuitamente en el amado, en quien tenemos la redención
por su sangre, la remisión de los pecados, según las riquezas de su gracia que
superabundantemente derramó sobre nosotros»105;
y también porque el mismo Cristo, padeciendo en sí mismo el castigo, dice
en el Evangelio de Juan: «Todo está consumado»106.
En efecto, donde todo está consumado, nada queda por hacer.
Es
conveniente recordar aquí que el «castigo» no es simplemente «la pena aplicada
a quien cometió la injuria», sino «la pena aplicada a quien cometió la injuria
por quien tiene jurisdicción para castigar»; de donde resulta que, si la pena
no se aplica por el juez competente, no debe llamarse «castigo», sino más bien
«injuria». Por eso decía aquél a Moisés: «¿Y quién te ha constituido a ti juez
entre nosotros?»107.
Por
consiguiente, si Cristo no hubiera padecido bajo un juez competente, aquella su
pena no. habría sido un verdadero castigo. Y el juez no habría podido ser
competente si no tuviera jurisdicción sobre todo el género humano, ya que todo
el género humano era castigado en aquella carne de Cristo, que «cargó con
nuestros dolores», como dice el Profeta108.
Y Tiberio César, cuyo vicario era Pilato, no habría tenido jurisdicción
sobre todo el género humano si el Imperio romano no hubiera sido conforme a
derecho. Por eso Herodes, aunque sin saber lo que hacía, lo mismo que Caifás
cuando dijo la verdad acerca del decreto divino109,
remitió a Cristo de nuevo a Pilato para que lo juzgara, como dice Lucas en su
Evangelio110. Pues no
era Herodes representante de Tiberio bajo el signo del águila o bajo el signo
del Senado, sino rey, ordenado por él para gobernar un reino particular y bajo
la enseña del reino a él encomendado.
Cesen,
pues, de injuriar al Imperio romano los que se fingen hijos de la Iglesia, al ver cómo su
esposo Cristo lo aprobó al principio y al fin de su vida. Creo que queda
suficientemente demostrado que el pueblo romano se arrogó con derecho el
Imperio del orbe.
¡Oh
feliz pueblo, oh Ausonia gloriosa, ojalá nunca hubiera nacido quien debilitó tu
Imperio; ojalá nunca su piadosa intención le hubiese engañado!111.
LIBRO III
1
«Ha
cerrado la boca de los leones para que no me hiciesen mal, porque delante de Él
ha sido hallada en mí justicia»1.
Al comenzar esta obra me propuse
plantear tres cuestiones, conforme lo permitiera la materia. Creo que he
tratado con suficiente profundidad las dos primeras en los libros anteriores.
Queda por tratar la tercera, cuya verdad será quizá motivo de indignación
contra mí, ya que, en verdad, no puedo exponerla sin que sirva de vergüenza
para algunos. Pero, como la verdad clama desde su inmutable trono, también
Salomón, al penetrar en la selva de los Proverbios, nos enseña a meditar
la verdad y a detestar al impío2; y
el Filósofo, preceptor de costumbres3,
nos aconseja que sacrifiquemos todo lo familiar por amor a la verdad4. Puesta mi confianza en las
anteriores palabras de Daniel, con las que se fortalece el escudo de los
defensores de la verdad por la divina potencia5,
vistiendo la coraza de la fe de acuerdo con el aviso de Pablo6, y con el calor de aquel
carbón encendido que uno de los serafines tomó del altar celestial, para tocar
los labios de Isaías7,
entraré en este gimnasio y arrojaré fuera de la palestra al impío y al mendaz,
a la vista del mundo, apoyándome en el brazo de Aquél que nos libró con su
sangre del poder de las tinieblas8.
¿Qué he de temer, si el Espíritu coeterno del Padre y del Hijo dice por boca de
David: «El justo será para eterna memoria. No temerá la maza nueva»9.
La
cuestión presente, que será objeto de nuestra investigación, se encuentra
entre dos grandes luminares10;
a saber: el romano Pontífice y el Príncipe romano; y consiste en saber si
la autoridad del Monarca romano, que es de derecho Monarca del mundo, como se
ha probado en el libro II, depende inmediatamente de Dios, o bien de algún
vicario o ministro suyo, por el que entiendo un sucesor de Pedro, que es en
realidad el clavero del reino de los cielos.
II
Para esclarecer la presente
cuestión hay que tomar un principio, como hemos hecho en los libros
anteriores, en virtud del cual se formen los argumentos que nos lleven a la
verdad. Pues, sin un principio establecido de antemano, ¿de qué vale el
trabajar, aun diciendo la verdad, ya que solamente un principio es la raíz de los
medios que hemos de tomar?11 Por
tanto, fijemos en primer lugar esta verdad irrefutable: que Dios no quiere
aquello que repugna a la intención de la naturaleza. Pues, si esto no fuera
verdad, no sería falso su contrario12,
esto es, que Dios quiere lo que repugna a la intención de la naturaleza.
Y si esto no fuera falso tampoco lo serían sus consecuencias; pues es imposible
que en las consecuencias necesarias sea falso el consecuente cuando no existe
un antecedente falso. Pero al no querer sigue necesariamente una de estas dos
alternativas: o querer o no querer; como a no odiar necesariamente sigue o
amar o no amar, ya que no amar no es odiar, ni dejar de querer significa no
querer13, como es
evidente. Y, si esto no es falso, tampoco sería falsa la proposición siguiente:
«Dios quiere lo que no quiere»; pero no hay falsedad más grande que ésta. Ahora
bien, demuestro que sea verdad lo arriba expresado del siguiente modo: es
evidente que Dios quiere el fin de la naturaleza, de otro modo el cielo se movería
en vano. Pero esto no puede afirmarse. Si Dios quisiera el impedimento de un
fin, querría también el fin del impedimento; de otro modo querría en vano; y,
como el fin del impedimento es el no ser de la cosa impedida, se sigue que Dios
quiere que no exista el fin de la naturaleza, cuando hemos dicho que sí lo
quiere. Si Dios, pues, no quisiera el impedimento del fin, del hecho de que no
lo quisiera se seguiría que no se preocupa nada del impedimento, que exista o
no exista; pero quien no se preocupa del impedimento no se preocupa de la cosa
que puede ser impedida, y, por consiguiente, no la tiene en su voluntad, no la
quiere. Por lo cual, si el fin de la naturaleza puede ser impedido —cosa que se
puede-, se sigue necesariamente que Dios no quiere el fin de la naturaleza; y
así se sigue lo que antes decíamos, a saber, que Dios quiere lo que no quiere.
Es, pues, verísimo aquel principio cuyos contradictorios tantos absurdos
originan.
III
Al
entrar en esta tercera cuestión conviene notar que la primera hubo que
probarla, más para eliminar la ignorancia que para solucionar el litigio; la
segunda cuestión se planteaba casi por igual con relación a la ignorancia y al
litigio. Hay, en efecto, muchas cosas que ignoramos de las que no litigamos. El
geómetra ignora la cuadratura del círculo14,
pero no disputa sobre ella; el teólogo ignora el número de los ángeles15 y, sin embargo, no litiga
sobre ello; el egipcio ignora la civilización de los escitas16, pero no por eso polemiza
sobre tal civilización.
El
llegar a la verdad en esta tercera cuestión suscita una discusión tan grande,
que lo mismo que en otras cuestiones la ignorancia suele ser causa de litigio;
así aquí el litigio es más bien causa de ignorancia. Pues sucede muchas veces
que los hombres dejan volar su voluntad por delante de lo que ve su razón, y
como enfermos, sin dar importancia a la luz de la razón, se dejan arrastrar
como ciegos por las pasiones, y niegan con pertinencia su ceguedad. De donde
resulta a menudo que no sólo se defienden cosas falsas, sino que, como sucede
con frecuencia, al salirse de su propia especialidad, discurren por campos ajenos,
donde, no entendiendo nada, tampoco ellos son entendidos; y de este modo a unos
los provocan a la ira, a otros a la indignación y a algunos a la risa.
En efecto, tres tipos de hombre,
sobre todo, se oponen a la verdad que aquí se busca. El Sumo Pontífice, vicario
de nuestro Señor Jesucristo y sucesor de Pedro, a quien no debemos lo que
debemos a Cristo, pero sí lo que debemos a Pedro, quizá por el celo de las
llaves; y también otros pastores de la grey cristiana, y otros que son movidos,
creo yo, sólo por el celo de la madre Iglesia, contradicen la verdad que voy a
de mostrar, quizá por celo, como he dicho, no por soberbia.
Hay
otros, en cambio, cuya obstinada avaricia ha extinguido en ellos la luz de la
razón; que, habiendo nacido del diablo17,
se llaman hijos de la Iglesia,
y que no sólo levantan polémica en esta cuestión, sino que, aborreciendo el
nombre del sacratísimo principado, negarían con desvergüenza los principios no
sólo de las anteriores cuestiones, sino también los de ésta.
Hay
otros, en tercer lugar, llamados decretalistas, que, ignorantes y vacíos de
teología y de filosofía y apoyándose solamente en sus Decretales, las que,
por otra parte, considero venerables, y confiando, creo yo, en su predominio,
derogan el Imperio. No es de extrañar que yo haya oído a alguno de ellos decir
y afirmar precozmente que el fundamento de la fe son las tradiciones de la Iglesia; blasfemia que sin
duda han de extirpar de la mente de los mortales los que han creído en Cristo
hijo de Dios, que había de venir, que estuvo presente y que ha padecido, antes
de la tradición de la Iglesia,
y creyendo han esperado y esperando se han encendido en caridad, y ardiendo en
caridad han sido hechos coherederos18,
como nadie duda.
Para excluir a estos totalmente de la
presente disputa, advertimos que hay una escritura anterior a la Iglesia, otra con la Iglesia y otra después de la Iglesia. Antes de la Iglesia están el Antiguo y
el Nuevo Testamento, que, como dice el Profeta, «su alabanza permanece por
siempre»19; esto es lo
que dice la Iglesia
cuando habla el esposo: «¡Arrástranos tras de ti!»20. En la Iglesia hay que venerar
aquellos principales concilios21 en los que ningún fiel cristiano
duda de que Cristo intervino, ya que sabemos que, cuando iba a subir al cielo,
Él mismo dijo a sus discípulos: «Yo estaré con vosotros siempre hasta la
consumación del mundo», como atestigua Mateo22.
Tenemos además los escritos de los doctores, de Agustín y otros, de los
que nadie duda que han sido ayudados por el Espíritu Santo, a no ser que no
hayan conocido en absoluto sus escritos, y si los conocen no los han
saboreado, ni mucho menos. Después de la Iglesia están las tradiciones, llamadas Decretales23;, que,
aunque han de ser veneradas en virtud de la autoridad apostólica, es indudable,
sin embargo, que hay que posponerlas a las Escrituras fundamentales, ya que el
mismo Cristo reprochó a los sacerdotes lo contrario. Como le hubiesen
preguntado: «¿Por qué tus discípulos traspasan la tradición de los ancianos?»
-pues descuidaban el lavatorio de las manos-, Cristo les respondió, como
atestigua Mateo: «¿Por qué traspasáis vosotros el precepto de Dios por vuestras
tradiciones?»34. Con estas
palabras dejó suficientemente claro que hay que posponer la tradición a la Escritura.
Si
las tradiciones de la Iglesia
son posteriores a la Iglesia,
como hemos dicho, no es la
Iglesia la que recibe su autoridad de la tradición, sino al
contrario, la tradición la recibe de la Iglesia; y quienes se fundan sólo en la tradición
deben ser excluidos, como decíamos, de este combate. En efecto, es
imprescindible, para llegar a la verdad en esta cuestión que se proceda
investigando a partir de aquella fuente de donde procede la autoridad de la Iglesia.
Una
vez eliminados éstos, también han de quedar excluidos aquellos otros que,
encubiertos con plumas de cuervo, se jactan de ser cándidas ovejas en el
rebaño del Señor25.
Éstos son los hijos de la impiedad, que, para poder seguir con sus
maldades, prostituyen hasta a su madre, expulsan a sus hermanos y, finalmente,
no quieren tener un juez. ¿Para qué pedir razones a esos hombres, si su
sensualidad le impide ver los principios?
Por
tanto, nos queda la discusión sólo con aquellos que, movidos de cierto celo
para con la madre Iglesia, ignoran la verdad que estamos buscando. Con éstos,
confiando en la reverencia que un hijo piadoso tiene para con su padre o para
con su madre, yo, piadoso para con Cristo y con la Iglesia, piadoso también
con su pastor y para con todos los que profesan la religión cristiana, doy
comienzo en este libro al certamen en defensa de la verdad.
IV
Ésos,
pues, a quienes se dirigirá nuestra discusión, que afirman que la autoridad
del Imperio depende de la autoridad de la Iglesia, como el maestro de obras depende del
arquitecto26, se apoyan
en muchos y diversos argumentos, que toman, ciertamente, de la Sagrada Escritura
y de algunos hechos, tanto del Sumo Pontífice como del Emperador mismo, y
pretenden con ellos demostrar que tienen razón. En primer lugar dicen que27, según el libro del Génesis28, Dios hizo dos grandes luminares -uno
mayor y otro menor-; uno para que alumbrase durante el día y otro para que lo
hiciera durante la noche; y esto, dicho en alegoría, entienden que eran los dos
regímenes, a saber, el espiritual y el temporal. Arguyen después29 que, así como la Luna, que es el luminar
menor, no tiene luz sino en cuanto la recibe del Sol, así tampoco el reino temporal
tiene autoridad, sino en cuanto la recibe del régimen espiritual.
Para refutar estos y otros de
sus razonamientos hay que advertir que, como le gusta decir al Filósofo en el Tratado
de los elencos sofísticos30,
la refutación de un argumento consiste en desenmascarar su error. Y,
como el error puede estar en la materia y en la forma del argumento, se puede
pecar de dos maneras, a saber: asumiendo lo falso, o no silogizando. El
Filósofo ponía estas dos objeciones a Parménides y a Meliso, diciendo: «Aceptan
lo falso y no hacen bien los silogismos»31.
Tomo aquí «falso» en sentido lato, aun por «inopinable», que en materia
sujeta a prueba tiene naturaleza de falsedad. Y, si hay defecto de forma, quien
quiera rebatir el argumento debe negar la conclusión demostrando que no se ha
observado la forma del silogismo. Pero, si el defecto está en la materia, esto
se deberá a que se ha tomado una proposición simplemente falsa (simpliciter)
o parcialmente falsa (secundum quid). Si lo primero, hay que
rechazarlo negando la premisa falsa tomada; si lo segundo, hay que establecer
distinciones.
Supuesto
esto, y para mayor claridad de esta y otras conclusiones a las que llegaremos
después, hay que advertir que acerca del sentido místico se puede errar de dos
maneras: o bien buscándolo donde no se encuentra, o bien tomándolo en un
sentido distinto del que debe tomarse.
Sobre
lo primero dice Agustín en La
Ciudad de Dios: «No debe pensarse que todos los
hechos narrados significan algo, sino que los que no significan nada han sido
narrados en razón de aquellos que tienen significado. Sólo con la reja del
arado se rotura el campo, pero para que esto pueda realizarse son también
necesarias las otras partes del arado»32.
Sobre
lo segundo, hablando de quien en las Escrituras entiende algo distinto de lo
que quiso decir quien lo escribió, dice el mismo Agustín en su Doctrina
Cristiana que «se engaña, como quien, apartándose del camino, llega, sin
embargo, por un rodeo, adonde aquel camino conduce»; y añade después: «Hay
que demostrar que por la costumbre de desviarse también se ven obligados a ir
por caminos torcidos y falsos»33.
A continuación expone la causa por la que hay que evitar este peligro en las
Escrituras, con estas palabras: «Titubeará la fe si vacila la autoridad de las
Divinas Escrituras»34 Yo,
por mi parte, digo que si tales desviaciones se dan por ignorancia, una vez
corregidas diligentemente35, hay
que perdonarlos, como se perdonaría a quien tuviese miedo de un león
imaginario. Pero, si los que se equivocan lo hacen con astucia, han de ser
tratados como los tiranos, que siguen el derecho público no para el bien
común, sino desviándolo para su propio provecho. ¡Oh crimen supremo, aun cuando
se cometa en sueños, abusar de la intención del Eterno Espíritu! No se peca
contra Moisés o contra David, ni contra Job, ni contra Mateo, ni contra Pablo,
sino contra el Espíritu Santo, que habla por ellos36 Pues, aunque los escribas
de la divina palabra sean muchos, el único que dicta es Dios, que se ha
dignado manifestarnos su beneplácito por las plumas de muchos.
Hechas
estas advertencias, a propósito de lo dicho anteriormente, para refutar aquello
de que los dos luminares son figura de los dos regímenes -afirmación sobre la
que descansa toda la fuerza del argumento-, diré que puede demostrarse por un
doble camino que este sentido es absolutamente insostenible. En primer lugar
porque, siendo tales regímenes como accidentes del hombre mismo, parecería que
Dios hubiera invertido el orden, al producir antes los accidentes que el propio
sujeto; y decir esto de Dios es absurdo; pues aquellos dos luminares fueron
producidos el día cuarto y el hombre lo fue el día sexto, como dice la letra de
la Escritura37. Además,
siendo estos regímenes los que dirigen a los hombres a ciertos fines, como
quedará claro después, si el hombre hubiera permanecido en el estado de
inocencia en el que Dios lo hizo, no habría necesitado de tales directrices.
Por tanto, dichos regímenes son remedios contra la enfermedad del pecado. Y
como en el cuarto día el hombre no sólo era pecador, sino que simplemente no
existía, habría sido vano producir remedios, y sería contrario a la bondad
divina. En efecto, sería necio el médico que antes del nacimiento de un niño le
prepara un emplasto para una herida futura. Por consiguiente, no se puede
afirmar que Dios haya hecho los dos regímenes en el cuarto día de la creación;
y, consecuentemente, la intención de Moisés no pudo ser la que ellos suponen.
Se
puede también, concediendo la proposición falsa, refutarla después por una
distinción; pues para el adversario es más suave la solución por distinción;
pues se le da la impresión de que no miente totalmente, como hace ver la
negación absoluta. Digo, por tanto, que aunque la Luna no tenga luz abundante,
sino en cuanto la recibe del Sol, no por eso se concluye que la Luna misma sea efecto del
Sol. Por eso hay que advertir que una cosa es el ser de la Luna misma, otra su virtud y
otra su acción. En cuanto a su ser, de ningún modo la Luna depende del Sol, ni
tampoco en cuanto a su virtud ni en cuanto a la acción pura y simple; porque
su movimiento procede de su propio motor, y su influencia de sus propios rayos;
tiene, en efecto, alguna luz por sí misma como se manifiesta en su eclipse;
pero, para obrar mejor, recibe algo del Sol, pues recibe abundancia de luz, y
con ella obra con mayor eficacia. Digo, por tanto, que el reino temporal no
recibe su ser del espiritual, ni tampoco su virtud, que es su autoridad, ni
tampoco simplemente su operación; pero sí recibe de él algo para obrar con más
eficacia, por la luz de la gracia, que en el cielo y en la tierra le infunde la
bendición del Sumo Pontífice38. Por
eso el argumento pecaba en cuanto a la forma porque el predicado de la
conclusión no estaba en el extremo de la mayor, como se ve claramente. En
efecto, el silogismo procede del siguiente modo: la Luna recibe la luz del Sol,
que es el régimen espiritual; el régimen temporal es la Luna; luego el régimen
temporal recibe la autoridad del régimen espiritual. Pues en el extremo de la
mayor se pone la «luz», en el predicado de la conclusión, la «autoridad»; que
son cosas diferentes en sujeto y razón39,
como se ha visto.
V
Invocan
también un argumento sacado de la
Escritura, de aquel texto de Moisés en el que se dice que del
fémur de Jacob fluyó la figura de estos dos regímenes, con Leví y Judá, que
fueron uno el padre del sacerdocio, y el otro del poder temporal40. Después, desde estas
figuras, argumentan así: como Leví es a Judá, así la Iglesia es al Imperio;
Leví precedió a Judá en el- nacimiento, como está claro en la Escritura; luego la Iglesia precede al Imperio
en autoridad.
Esto
puede refutarse fácilmente; pues, cuando dicen que Leví y Judá, hijos de Jacob,
son figuras de estos regímenes, podría refutarlo, de manera semejante, por
negación; pero concedámoslo. Y si argumentan: «como Leví precedió en el nacimiento,
así procede la Iglesia
en su autoridad», les respondo del mismo modo que antes: una cosa es el
predicado de la conclusión y otra el extremo de la mayor41; pues una cosa es la «autoridad»
y otra distinta el «nacimiento», en cuanto al sujeto y razón. Por eso hay
error en la forma. El proceso es como el siguiente: A precede a B en C; D y E
son, entre sí, como A y B; luego D precede a E en F; pero F y C son cosas
distintas; y si insistieran diciendo que F sigue a C, es decir, la autoridad
al nacimiento, y que del antecedente se infiere correctamente la consecuencia,
como se infiere el animal del término «hombre», diré que esto es falso, pues
hay muchos mayores que no sólo no preceden en autoridad, sino que son
precedidos por los más jóvenes, como se ve claramente allí donde los obispos
son más jóvenes que sus arciprestes. Y así la instancia parece incurrir en
error al tomar la «no causa por causa»42.
VI
Invocan también del texto del
libro I de los Reyes el nombramiento y la deposición de Saúl, y dicen
que el rey Saúl fue entronizado y depuesto del trono por Samuel, que hacía las
veces de Dios, por mandato divino, como se ve claro en la Escritura43;. Argumentan de
este hecho que, como aquel vicario de Dios tenía autoridad para dar y quitar el
poder temporal y transferírselo a otro44,
así ahora también el vicario de Dios, obispo de la Iglesia universal, tiene
la potestad de dar y quitar y transferir el cetro del régimen temporal45; de lo cual se seguiría,
sin lugar a dudas, que la autoridad del Imperio sería dependiente de la Iglesia, como dicen ellos.
Para
refutar esto hay que responder a los que afirman que Samuel era vicario de
Dios, diciendo que Samuel actuó no como vicario46,
sino como legado especial47 para
este caso concreto, o como nuncio portador de un mandato expreso del Señor; lo
cual está claro, porque sólo hizo lo que Dios le había mandado.
De
aquí se infiere que no hay que olvidar que una cosa es ser vicario y otra ser
nuncio o ministro; como una cosa es ser doctor y otra ser intérprete. Vicario
es aquel al que se le ha dado jurisdicción para legislar y juzgar; por eso,
dentro de los términos de la jurisdicción que se le ha encomendado, puede
actuar legal y libremente, sobre cosas que su señor ignora absolutamente. El
nuncio, en cambio, en cuanto tal, no puede hacer esto; sino que, como el
martillo obra sólo en virtud del artesano48,
así también el nuncio obra exclusivamente por voluntad de aquel que lo envía.
Por consiguiente, aunque Dios hiciera aquello por mediación de su nuncio
Samuel, no se concluye por ello que el vicario de Dios pueda hacer lo mismo.
Muchas cosas ha hecho, hace y hará Dios por medio de sus ángeles que el vicario
de Dios, sucesor de Pedro, no puede hacer.
Resulta
de aquí que el argumento de éstos concluye «del todo a la parte»49, como si dijera así: «el
hombre puede ver y oír; luego el ojo puede ver y oír». Pero esto no tiene sentido.
Lo tendría «negativamente»50, así:
«el hombre no puede volar; luego tampoco los brazos del hombre pueden volar».
E igualmente: «Dios no puede hacer, por medio de un nuncio, que las cosas
engendradas no sean engendradas, según la sentencia de Agatón51; luego, tampoco puede
hacerlo su vicario».
VII
Se apoyan también en la ofrenda de los Magos,
según el texto del Evangelio de Mateo52,
y dicen que Cristo recibió oro e incienso al mismo tiempo, para
presentarse a sí mismo como señor y gobernador de las cosas espirituales y de
las temporales. De esto deducen que el Vicario de Cristo es señor y
gobernador de ambos órdenes y que, por consiguiente, tiene autoridad sobre uno
y otro. Respondiendo a esto admito la letra y el sentido del texto de Mateo53, pero rechazo lo que
pretenden deducir de él. Silogizan así: «Dios es señor de lo espiritual y de lo
temporal; el Sumo Pontífice es vicario de Dios; luego es señor de lo espiritual
y de lo temporal.» Aunque las dos proposiciones son verdaderas, el término medio
cambia y, por tanto, el argumento tiene cuatro términos54 con lo cual no se observa
la forma silogística, como se ve claramente por los tratados del silogismo en
general55 pues una cosa es
«Dios», que se pone por sujeto de la mayor, y otra «vicario de Dios», que se
predica de la menor56. Si alguno insistiera en la
equivalencia del vicario, su insistencia sería inútil; ya que ningún vicariato,
ni divino ni humano, puede equivaler a la autoridad principal; cosa que se
comprende sin dificultad. Sabemos, en efecto, que el sucesor de Pedro no es lo
mismo que la autoridad divina, por lo menos en las operaciones propias de la
naturaleza, pues no podría hacer que ascendiera la tierra a lo alto, ni que el
fuego fuera hacia abajo, por la misión a él confiada. Ni tampoco Dios podría
encomendarle todos los poderes, pues Dios no puede de ningún modo delegar la
potestad de crear, ni la de bautizar, como es evidente, aunque el Maestro diga
lo contrario en el libro IV 57. Sabemos además que un
vicario de un hombre no equivale a dicho hombre, ni siquiera en cuanto
vicario, porque nadie puede dar lo que no es suyo. La autoridad principal no es
del príncipe, a no ser en cuanto al uso, porque ningún príncipe puede darse la
autoridad a sí mismo; aunque puede recibir la autoridad y renunciar a ella,
pero no puede crear a otro príncipe, pues la creación de un príncipe no
depende de la potestad del príncipe. Y, si esto es así, está claro que ningún
príncipe puede ser sustituido por un vicario que sea igual a él en todo; por lo
cual la instancia no tiene ninguna eficacia.
VIII
Asimismo toman las palabras de
Cristo a Pedro, del mismo Evangelista: «Y cuanto atares en la tierra será
atado en los cielos y cuanto desatares en la tierra será desatado en los
cielos»58, cosa que
fue dicha también a todos los demás apóstoles. Igualmente aducen las palabras
del texto de Mateo y de Juan59.
De aquí arguyen que el sucesor de Pedro, por concesión de Dios, puede
atarlo todo y desatarlo todo; e infieren luego que puede anular las leyes y los
decretos del Imperio, e imponer leyes y decretos para el gobierno temporal60. De esto se seguiría lo que
ellos sostienen. Pero a esto hay que responder con una distinción a la mayor
del silogismo que ellos emplean. Silogizan así: «Pedro pudo atarlo y desatarlo
todo; el sucesor de Pedro puede todo lo que Pedro pudo; luego el sucesor de Pedro
puede atar y desatar todo.» De aquí ellos infieren que puede anular e imponer
la autoridad y los decretos del Imperio. Concedo la menor, pero no la mayor, a
no ser con una distinción. Y, por tanto, digo que el término de signo universal
«todo», incluido en «cualquier cosa»61,
no se aplica nunca fuera del ámbito del significado del término62.
Pues, si digo «todo animal corre», «todo» se aplica a lo que está
comprendido en el género animal; pero, si digo «todo hombre corre», el signo
universal no, se aplica sino a los supuestos de este término «hombre»; y,
cuando digo «todo gramático», la predicación se restringe aún más.
Por
eso hay que ver siempre cuál es el valor de atribución del término universal, y,
hecho esto, se verá fácilmente cuánto se extiende su predicación, una vez
conocidos la naturaleza y el ámbito del término que se aplica. Por eso, cuando
se dice «todo lo que atares», si ese «todo» se tomara en sentido absoluto,
sería verdad lo que dicen ellos; y no sólo podría hacer esto, sino que podría
también separar a la mujer de su marido y unirla a otro, viviendo aún el
primero63, cosa que en manera
alguna está en su poder. Podría también absolverme sin arrepentimiento, lo cual
ni Dios mismo puede hacer. Por tanto, siendo esto así, está claro que no hay
que tomar aquella predicación en sentido absoluto, sino en sentido relativo.
Si consideramos lo que se le concede, se ve claramente con relación a qué se
determina la predicación. En efecto, dice Cristo a Pedro: «Te daré las llaves
del reino de los cielos», es decir: «Te haré clavero del reino de los cielos.»
Después añade: «todo», es decir, «todo aquello que»; esto es, «todo aquello que
está con relación a este oficio podrás atarlo y desatarlo». Y, de este modo,
el término universal que se incluye en el «todo» se restringe en su predicación
al oficio de las llaves del reino de los cielos. Tomando así el término, la
proposición es verdadera; pero no en sentido absoluto, como queda claro. Por
consiguiente, digo que, aunque el sucesor de Pedro, de acuerdo con las
exigencias del oficio encomendado a Pedro, puede atar y desatar, no se sigue de
aquí que por eso pueda anular e imponer decretos al Imperio, o leyes, como
ellos pretendían, a no ser que se pruebe posteriormente que esto se refiere al
oficio de las llaves; pero lo contrario se probará después.
IX
Aducen
también aquel texto de Lucas en que Pedro dijo a Cristo: «Aquí hay dos espadas»64, y afirman que por estas
dos espadas hay que entender los dos regímenes antes mencionados, que Pedro
dijo que estaban donde él estaba, es decir, junto a sí; y arguyen de aquí que
aquellos dos regímenes, según la autoridad, residen en el sucesor de Pedro es65.
A
esto hay que responder con la negación del sentido en el que se funda el
argumento. Dicen, en efecto, que aquellas dos espadas, que Pedro señaló,
significan los dos regímenes predichos: cosa que hay que negar absolutamente,
tanto porque aquella respuesta no se dio según la intención de Cristo, cuanto
porque Pedro, según su costumbre, respondía súbitamente y de una manera
superficial.
Es
cosa manifiesta que la respuesta no se dio de acuerdo con la intención de
Cristo si analizamos las palabras precedentes y las causas que las provocaron.
Por lo cual hay que recordar que tales palabras fueron pronunciadas el día de la Cena; por eso Lucas comienza
más arriba diciendo: «Llegó pues el día de los ácimos en que habían de
sacrificar la pascua»66,
la cena en que Cristo predijo su inminente pasión, por la que convenía
que Él se separase de sus discípulos. Hay que recordar también que, cuando
fueron pronunciadas estas palabras, estaban juntos todos los doce discípulos;
por lo que, poco después de pronunciarlas, dice Lucas: «Cuando llegó la hora se
puso a la mesa; y los apóstoles con Él»67.
Y prosiguiendo el coloquio añadió: «Cuando os envié sin bolsa ni
alforjas, sin sandalias, ¿os faltó alguna cosa? Dijeron ellos: nada. Y les
añadió: Pues ahora el que tenga bolsa, tómela, e igualmente la alforja, y el
que no la tenga venda su manto y compre una espada»68. En las palabras anteriores
se manifiesta con bastante claridad la intención de Cristo; pues no dijo:
«comprad o tomad dos espadas» -o más bien doce, pues a los doce discípulos
decía: «el que no tenga que compre»- para que cada uno tuviese la suya. Además,
esto lo decía también para avisarles de su futura prisión y del desprecio que
sobre ellos caería, como si les dijera: «mientras estuve con vosotros érais
bien recibidos, pero ahora seréis rechazados; por eso es necesario que os
preparéis, obligados de la necesidad, con aquellas cosas que incluso os había
prohibido. Por eso, si la respuesta de Pedro a las palabras de Cristo tuviera
la intención que le atribuyen, no estaría conforme con la de Cristo: pero esto
se lo habría reprochado Cristo, como tantas veces, cuando respondía con
ligereza. En este momento no lo hizo así, sino que asintió diciéndole: «Es
bastante»69; como si
dijera: «Os digo esto obligado por la necesidad; pero, si no puede tener cada uno
una espada, dos pueden ser suficientes.»
Que Pedro hablara superficialmente, según su
costumbre, lo prueba su presunción impulsiva e impremeditada, a la que le
llevaba no sólo la sinceridad de su fe, sino también, creo yo, su
espontaneidad y simplicidad naturales. De esta presunción nos han dejado
testimonio todos los Evangelistas. En efecto, Mateo escribe que, cuando Jesús
interrogó a sus discípulos: «¿Quién dicen que soy yo?», Pedro respondió antes
que nadie: «Tú eres Cristo, el Mesías, el Hijo de Dios vivo»70. Escribe también que,
cuando Cristo dijo a sus discípulos que era necesario que Él fuera a Jerusalén
y que padeciera allí mucho, Pedro lo tomó aparte y comenzó a increparle
diciendo: «No quiera Dios, Señor, que eso suceda.» Pero Él, volviéndose, dijo a
Pedro: «Retírate de mí, Satanás»71.
Asimismo escribe que en el monte de la transfiguración, en presencia de Cristo,
de Moisés y de Elías y de los dos hijos de Zebedeo, dijo: «Si quieres haré
aquí tres tiendas, una para ti, una para Moisés y otra para Elías»72. Escribe, además, que
estando los discípulos en la barca, por la noche, como Cristo se les acercase
andando sobre las aguas, Pedro dijo: «Señor, si eres tú, mándame ir a ti sobre
las aguas»73. Escribe
también el mismo Evangelista que, como Cristo anunciase el escándalo a sus
discípulos, Pedro respondió: «Aunque todos se escandalicen de ti, yo jamás me
escandalizaré»74;
y un poco después: «Aunque tenga que morir contigo, no te negaré»75. Esto también lo atestigua
Marcos76;
Lucas,
en cambio, dice que poco antes de las palabras dichas sobre las espadas, Pedro
dijo a Cristo: «Señor, preparado estoy para ir contigo no sólo a la prisión,
sino a la muerte»77.
Juan, por su parte, dice de él que, como Cristo quisiera lavarle los
pies, Pedro le dijo: «Señor, ¿tú lavarme a mí los pies?»78; y un poco después: «Jamás
me lavarás tú los pies»79.
Dice también que Pedro golpeó con la espada al siervo del pontífice80, cosa que los cuatro Evangelistas
están de acuerdo con consignar81.
Dice también Juan que Pedro, cuando vino al sepulcro, entró súbitamente y
vio al otro discípulo que estaba indeciso junto a la puerta82. Y dice además que, después
de la resurrección, estando Jesús en la ribera: «Así que oyó Simón Pedro que
era el Señor, se ciñó la sobretúnica -pues estaba desnudo- y se arrojó al mar»83. Dice finalmente que, como
Pedro viese a Juan, dijo a Jesús: «Señor, ¿y éste qué?»84. Convenía que relatáramos
tales cosas de nuestro Archimandrita85,
en alabanza de su espontaneidad, pues muestran claramente que, cuando habló
de las dos espadas, respondía a Cristo con simplicidad de intención. Si las
palabras de Cristo y de Pedro hubiera que tomarlas en sentido figurado, no
habría que explicarlas en el sentido que dicen ellos, sino que hay que
referirlas al sentido de aquella espada de la que dice Mateo: «No penséis que
he venido a poner paz en la tierra; no vine a poner paz sino espada. Porque he
venido a separar al hombre de su padre, y a la hija de su madre, y a la nuera
de su suegra»86. Y esto lo
hizo tanto con la palabra como con los hechos; por lo cual decía Lucas a
Teófilo: «(traté) de todo lo que Jesús hizo y enseñó desde el principio»87. Tal era la espada que
Cristo mandaba comprar, a lo que respondía Pedro que había dos espadas. Estaban
preparadas para la palabra y para las obras, por las que harían lo que decía
Cristo que habían venido a realizar por la espada, como queda dicho.
X
Añaden
algunos que el Emperador Constantino, que había quedado limpio de la lepra por
la intercesión del entonces Sumo Pontífice, Silvestre88, hizo donación a la Iglesia de la sede del
Imperio, es decir, de Roma, con otras muchas dignidades del Imperio. De aquí
arguyen que nadie puede tomar después aquellas dignidades si no las recibe de la Iglesia, a quien, según ellos,
pertenecen; y de ellos se seguiría correctamente que una autoridad depende de
la otra, como ellos quieren.
Expuestos
y refutados así los argumentos, que parecían tener sus raíces en la palabra
divina, nos quedan por exponer y refutar los que se apoyan en la historia
humana de Roma y en la humana razón. De ellos, el primero que exponen lo razonan
así: «nadie puede tener conforme a derecho las cosas que son de la Iglesia, si no las recibe
de la Iglesia»;
-esto puede concederse-; «el régimen romano pertenece a la Iglesia; luego nadie puede
poseerlo de jure si no lo recibe de la Iglesia». Prueban la menor por lo dicho más
arriba sobre la donación de Constantino.
Pero
yo niego esta menor; y a quienes la prueban les respondo que no es ninguna
prueba, porque Constantino no podía enajenar la dignidad del Imperio, ni la Iglesia podía aceptarla.
Y, si insisten pertinazmente, puedo demostrar lo que estoy diciendo del
siguiente modo: a nadie le es lícito hacer, en virtud del oficio a él confiado,
cosas contrarias a ese oficio; porque, de este modo, lo mismo en cuanto tal
sería contrario a sí mismo, lo cual es imposible; ahora bien, va contra la
misión confiada al Emperador el dividir el Imperio, ya que su oficio es
mantener al género humano unido en un solo querer y un solo no querer, como
puede verse fácilmente en el libro 1 de este tratado; luego no es lícito al
Emperador dividir el Imperio. Si, por consiguiente, Constantino hubiese
enajenado algunas dignidades del Imperio -como dicen- y las hubiese entregado a
la potestad de la Iglesia,
habría sido rasgada la túnica inconsútil89,
aquella misma cuya riqueza no se atrevieron a romper los que atravesaron con la
lanza a Cristo, verdadero Dios.
Además, así como la Iglesia tiene su fundamento
propio, así también el Imperio tiene el suyo. Pero el fundamento de la Iglesia es Cristo; de ahí
que diga el Apóstol A los Corintios: «que en cuanto al fundamento nadie
puede tener otro sino el que está puesto, que es Jesucristo»90. Él es la piedra sobre la
que ha sido edificada la Iglesia.
El fundamento del Imperio, en cambio, es el derecho humano. Por tanto, digo
que, así como la Iglesia
no puede obrar en contra de su fundamento, sino que siempre se debe apoyar en
él, según aquel texto del Cantar de los Cantares: «¿quién es esta que
sube del desierto, apoyada sobre su amado?»91,
así tampoco le es lícito al Imperio hacer cualquier cosa contra el
derecho humano; pero obraría contra el derecho humano si se destruyera a sí
mismo; luego no le es lícito al Imperio destruirse a sí mismo. Ahora bien, como
dividir el Imperio equivaldría a destruirlo, ya que el Imperio consiste en la
unidad de la Monarquía
universal, es evidente que al que desempeña la autoridad del Imperio no le es
lícito dividirlo. En lo dicho anteriormente queda demostrado que la
destrucción del Imperio es contraria al derecho humano.
Además,
toda jurisdicción es anterior a su juez; pues el juez está ordenado a la
jurisdicción, y no al contrario; pero el Imperio es la jurisdicción que
comprende en su ámbito toda la jurisdicción temporal; luego, la jurisdicción
es anterior a su juez, que es el Emperador, porque el Emperador está ordenado
a ella, y no al contrario. De donde resulta que el Emperador, en cuanto
Emperador, no puede cambiarla pues de ella recibe su ser. Digo ahora así: quien
hizo, según dicen, el don a la
Iglesia, o era Emperador o no lo era; si no lo era, está
claro que no podía donar nada de aquello que pertenecía al Imperio; si lo era,
siendo tal donación una merma de la jurisdicción, no podía hacerlo tampoco como
Emperador. Más aún, si un Emperador pudiera suprimir una pequeña parte de la
jurisdicción del Imperio, también lo podría hacer, por la misma razón, otro
Emperador. Y, como la jurisdicción temporal sea limitada y todo lo limitado se
pueda eliminar por sustracciones parciales, resultaría que aquella primera
jurisdicción podría quedar aniquilada: lo que es irracional.
Además,
actuando el donante a modo de agente y el que recibe a modo de paciente, como
nos dice el Filósofo en el libro V de A Nicómaco92, para que la donación
sea lícita se requiere no sólo la capacidad del que dona, sino también del que
la recibe: porque la acción del agente requiere un paciente dispuesto93. Pero la Iglesia estaba totalmente
incapacitada, por un precepto prohibitivo expreso, para recibir bienes
temporales, como sabemos por Mateo, que dice así: «no os procuréis oro, ni
plata, ni cobre sobre vuestros cintos, ni alforja para el camino»94. Pues, aunque en el
Evangelio de Lucas tenemos la relajación parcial del precepto95. no puede encontrarse
después de aquella prohibición ninguna licencia a la Iglesia para poseer oro y
plata. Por lo cual, si la
Iglesia no podía aceptar donaciones, aunque Constantino de
suyo hubiera podido hacérselas, ese hecho no era posible por la incapacidad
del paciente. Es evidente, pues, que ni la Iglesia hubiera podido recibir a título de propiedad,
ni el Emperador conferir el título de enajenación. Podía, sí, el Emperador
poner bajo el patrocinio de la
Iglesia su patrimonio y otras cosas, manteniendo siempre su
dominio último, cuya unidad no permite división. Podía el Vicario de Dios
recibir algo no como propietario, sino como dispensador de las rentas en favor
de la Iglesia
y de los pobres de Cristo96,
cosa que sabemos hicieron los Apóstoles97.
Añaden
además el hecho de que el Papa Adriano98
llamó a Carlomagno en defensa propia y de la Iglesia, por la injuria de
los longobardos, en tiempos de su rey Desiderio; y que Carlomagno99 recibió de él la dignidad
del Imperio, aunque en Constantinopla reinaba el Emperador Miguel100. Por eso dicen que todos
los Emperadores romanos que hubo después de él fueron defensores de la Iglesia y debían ser llamados
por ella en su defensa101;
de donde se seguiría esa dependencia que ellos pretenden establecer. Para
refutar esto, respondo que nada dicen, porque la usurpación del derecho no crea
derecho102. Si así
fuese como ellos dicen, del mismo modo se probaría que la autoridad de la Iglesia dependería del
Emperador, puesto que el Emperador Otón repuso en su sede al Papa León, y
depuso a Benedicto, y lo desterró a Sajonia103.
XI
Con
la razón arguyen del siguiente modo. Utilizan, en efecto, un principio del
libro X de la Filosofía
Primera y dicen: todas las cosas que pertenecen a
un mismo género se reducen a una, que es la medida de todas las comprendidas en
ese género104; ahora
bien, todos los hombres son de un mismo género; luego deben reducirse a uno
solo, como medida de todos ellos. Y como el Obispo supremo y el Emperador son
hombres, si la conclusión anterior es verdadera, es necesario que se reduzcan
a un solo hombre. Y, como el Papa no puede ser reducido a otro, no queda sino
que el Emperador, con todos los demás hombres, tenga que reducirse al Papa,
como a su medida y regla. De lo cual se concluye también lo que ellos se
proponen probar.
Para
refutar este argumento yo les digo que, cuando dicen «las cosas que son del
mismo género tienen que ser reducidas a una del mismo género que sea la
medida de ellas», dicen la verdad. Y también dicen la verdad cuando afirman que
todos los hombres son de un mismo género; y también es verdadera su conclusión
cuando infieren que todos los hombres deben reducirse a una sola medida dentro
de su género. Pero se equivocan «en cuanto al accidente»105, al subinferir de esta
conclusión lo referente al Papa y al Emperador.
Para aclarar esto hay que tener
en cuenta que una cosa es ser hombre y otra ser Papa; e, igualmente, que una
es ser hombre y otra ser Emperador; como una cosa es ser hombre y otra ser padre
y señor. El hombre, en efecto, es lo que es por la forma sustancial, por la que
tiene especie y género determinado, y por la que queda encuadrado en la
categoría de sustancia. El padre, en cambio, es lo que es por forma accidental,
que es una relación, por la cual se le atribuye una especie y un género, «con
relación a otro», es decir, «de relación». De otro modo, todo se reduciría a
la categoría de la sustancia, ya que ninguna forma accidental subsiste por sí
misma, sin la hipóstasis de la sustancia subsistente; lo cual es falso. Siendo,
pues, el Papa y el Emperador lo que son por ciertas relaciones, es decir, por
el Papado y por el Imperio, que son, en efecto, verdaderas, una en la esfera
de la paternidad y otra en la del dominio, es evidente que el Papa y el
Emperador, en cuanto tales, tienen que ser encuadrados en la categoría de
relación y, consiguientemente, deben ser reducidos a un algo existente dentro
de este género.
Digo,
pues, que una es la medida a la que deben ser reducidos todos los hombres en
cuanto tales y otra en cuanto son Papa y Emperador. Pues, en cuanto son
hombres, han de hacer referencia al mejor de los hombres, sea el que sea, que
es medida y arquetipo de todos los otros, por decirlo así, con relación al
existente máximo y único dentro de su género; como puede deducirse del libro
último de la Ética a Nicómaco106.
En cuanto son seres relativos a algo, en cambio, deben reducirse, como es
evidente, o bien uno al otro, si el primero está subordinado al segundo, o bien
pertenecen los dos a una misma especie de relación; o se reducen a un tercer
término, como a una común unidad. Pero no puede afirmarse que uno se subordine
al otro, puesto que, si así fuera, uno sería predicado del otro; lo cual es
falso, pues no decimos: «el Emperador es el Papa», ni lo contrario. Ni puede
decirse tampoco que pertenezcan a una común especie; porque una es la razón de
Papa y otra la de Emperador, en cuanto tales. Luego deben ser reducidos a algo
en que encuentren su unidad.
Por
tanto, hay que tener en cuenta que, así como una relación es a otra, así
también un término relativo es a otro. Si, pues, el Papado y el Imperio, que
son relaciones de superposición, deben ordenarse con respecto a una superposición,
de la que dependen con sus caracteres diferenciales el Papa y el Emperador,
que son relativos, deben reducirse a uno, en el que se encuentre esa relación
de superposición sin caracteres diferenciales. Y esta unidad será o el mismo
Dios, en el que toda relación se une universalmente, o alguna sustancia
inferior a Dios, en la que la relación de superposición se particularice
descendiendo desde la simple relación por medio de la diferencia subordinante107. De este modo queda claro
que el Papa y el Emperador, en cuanto hombres, deben ser referidos a uno; pero
en cuanto Papa y Emperador, a otro distinto. Y con esto queda resuelta la
cuestión planteada en cuanto al argumento de razón.
XII
Expuestos y rechazados los
errores en los que principalmente se apoyan quienes defienden que la autoridad
del Principado romano depende del Romano Pontífice, hemos de volver a la demostración
de la verdad de esa tercera cuestión propuesta al principio de la obra; verdad
ésta que aparecerá con suficiente claridad si, investigando de acuerdo con el
principio establecido, demuestro que dicha autoridad depende inmediatamente de
la cima más alta del ser, que es Dios. Esto restará claro o bien demostrando
que la autoridad de la
Iglesia queda lejos de ella -ya que sobre lo otro no hay
discusión-, o bien si probamos «palmariamente»108
que la autoridad imperial depende inmediatamente de Dios.
Que
la autoridad de la Iglesia
no sea causa de la autoridad imperial se prueba del siguiente modo: cuando una
cosa tiene toda su virtud sin la existencia o la virtud de otra, esta última no
es causa de la virtud de la primera; ahora bien, el Imperio tuvo toda su virtud
sin la existencia y la virtud de la
Iglesia; luego la
Iglesia no es causa de la virtud del Imperio y,
consiguientemente, tampoco de su autoridad, pues su virtud y autoridad se
identifican. Sea la Iglesia
A, el Imperio B, y la autoridad o virtud del Imperio C; si,
no existiendo A, C está en B, es imposible que A sea causa de que C esté en B,
ya que es imposible que el efecto preceda a la causa en ser. Más aún, si no existiendo
A, C está en B, es necesario que A no sea causa de que C esté en B, ya que para
que se produzca el efecto es necesario que antes opere la causa, sobre todo la
eficiente, de la que aquí se trata.
La
proposición mayor de esta demostración queda clara en los términos; Cristo y la Iglesia confirman la
menor; Cristo, naciendo y muriendo, como se ha dicho más arriba; la Iglesia, cuando Pablo
dice a Festo en los Hechos de los Apóstoles: «Estoy ante el tribunal
del César; en él debo ser juzgado»109;
y cuando poco después el ángel de Dios dijo a Pablo: «No temas, Pablo,
comparecerás ante el César»110;
cuando de nuevo dice Pablo, después, a los judíos residentes en Italia:
«Oponiéndose a ello los judíos me vi obligado a apelar al César, no para
acusar de nada a mi pueblo (sino para salvar mi alma de la muerte)»111. Si el César ya entonces
no hubiese tenido autoridad para juzgar las cosas temporales, ni Cristo lo
habría aconsejado, ni el ángel habría hecho el anuncio con aquellas palabras,
ni el que decía: «deseo morir para estar con Cristo»112, habría apelado a un juez
incompetente.
Además, si Constantino no
hubiese tenido autoridad, no habría podido ceder a la Iglesia, conforme a
derecho, aquellos bienes del Imperio que puso bajo su patrocinio; y así la Iglesia gozaría
injustamente de esa donación, pues Dios quiere que las ofrendas sean
inmaculadas, según aquel texto del Levítico: «Toda oblación que
ofrezcáis a Jahvé ha de ser sin levadura»113;
precepto que, ciertamente, aunque parezca referirse a los oferentes, se
dirige también a los que reciben las ofrendas; pues sería necio creer que Dios
quiere que sea aceptado lo que Él prohibe que se dé, sobre todo si tenemos en
cuenta lo que en el mismo libro se preceptúa a los levitas: «No os hagáis
abominables por los reptiles que reptan ni os hagáis impuros por ellos; seréis
manchados por ellos»114.
Pero decir que la
Iglesia abusa de un patrimonio así concedido es un grave
inconveniente; luego, es falso el antecedente.
XIII
Más
aún, si la Iglesia
tuviera la facultad de conferir la autoridad al Príncipe Romano, o le vendría
de Dios, o de sí misma, o de otro Emperador, o del consentimiento universal, o
al menos de los que prevalecen sobre los demás: no queda otro resquicio por
donde esta facultad haya podido penetrar en la Iglesia; pero no la tiene
tampoco por ninguno de esos medios; luego no tiene tal facultad.
Se
prueba que no la tiene por ninguno de esos medios citados del siguiente modo.
Si la hubiese recibido de Dios, habría sido o por ley divina o por ley natural,
porque lo que se recibe de la naturaleza se recibe de Dios, proposición ésta
que no es convertible. Pero no por ley natural, porque la naturaleza no impone
la ley, sino sus efectos; pues Dios no puede fallar cuando produce algo en su
ser sin la intervención de agentes segundos115.
Por eso, como la Iglesia
no es un efecto de la naturaleza, sino de Dios, se dijo: «Sobre esta piedra
edificaré mi Iglesia»116;
y en otro lugar: «Yo te he glorificado sobre la tierra llevando a cabo la
obra que me encomendaste realizar»117,
es evidente que a la
Iglesia no le ha dado leyes la naturaleza.
Pero
tampoco por ley divina, pues toda ley divina está contenida en el seno de los
dos Testamentos; y, en verdad, no he podido encontrar en ellos que le haya
sido encomendada ninguna tutela ni al sacerdocio primitivo ni al novísimo sacerdocio.
Por el contrario, he encontrado allí que los sacerdotes antiguos estaban
apartados de tal misión por expreso precepto, como consta de las palabras que
dijo Dios a Moisés118;
e igualmente los sacerdotes novísimos, por las palabras que dijo Cristo a
sus discípulos119.
Y no habría sido posible, ciertamente, que hubiesen estado alejados de
la solicitud temporal, si la autoridad del régimen temporal emanara del
sacerdocio, pues al darles la autoridad habría exigido al menos solicitud en
la provisión de cargos120,
y después un cuidado continuo para que el que ha recibido la
autoridad no se aparte del camino recto.
Que no haya recibido tal
facultad de sí misma se demuestra fácilmente. Nadie puede dar lo que no tiene;
por lo cual conviene que todo agente de algo deba ser ya en acto aquello que
quiere obrar, como se explica en los libros de Del ser simpliciter121. Pero es evidente que,
si la Iglesia
se dio a sí misma ese poder, no lo tenía antes de dárselo; y así se habría dado
lo que no tenía, lo cual es imposible.
Que
tampoco lo recibió de ningún Emperador está claro por lo expuesto antes.
Y
que no lo tiene tampoco por el asentimiento universal o de la mayoría, ¿quién
lo duda, cuando no sólo los asiáticos y africanos sino también la mayor parte
de Europa detestan ese poder? Es fastidioso, en efecto, aducir pruebas en cosas
evidentísimas.
XIV
Además,
aquello que es contrario a la naturaleza de una cosa no puede formar parte del
número de sus facultades, pues las facultades de una cosa cualquiera siguen a
su naturaleza, para la consecución de su fin; ahora bien, la facultad de
conferir autoridad a un reino de nuestra humanidad mortal es contraria a la
naturaleza de la Iglesia;
luego no está entre sus facultades.
Para
la evidencia de la menor hay que tener en cuenta que la naturaleza de la Iglesia es la forma de la Iglesia; pues, aunque
«naturaleza» se predique de la materia y la forma, se predica más propiamente
de la forma, como se prueba en el libro De la audición natural122. Ahora bien, la forma
de la Iglesia
no es otra cosa que la vida de Cristo, considerada tanto en sus hechos como en
sus palabras; ya que su vida fue la idea y el ejemplar de la Iglesia militante, en
especial de los pastores y, sobre todo, del Supremo Pastor, cuya misión es
apacentar a los corderos y a las ovejas. Por lo que el mismo Cristo, al
dejarnos el «Ejemplar» de su vida, dice en el Evangelio de Juan: «Porque yo os
he dado el ejemplo para que vosotros hagáis también como yo he hecho»123; y de una manera especial a Pedro,
después de encomendarle el oficio de pastor, le dijo: «Pedro, sígueme»124. Pero el mismo Cristo
renunció a este régimen temporal diciendo: «Mi reino no es de este mundo; si de
este mundo fuera mi reino, mis ministros hubieran luchado para que no fuese
entregado a los judíos; pero mi reino no es de este mundo»125. Esto no hay que
entenderlo como si Cristo, que es Dios, no fuera el Señor de este reino, ya que
el Salmista dice: «Suyo es el mar, pues El lo hizo; suya la tierra, formada por
sus manos»126, sino que,
como ejemplar de la Iglesia,
no se ocupaba de este reino. De este modo, si un sello de oro pudiera hablar de
sí mismo diciendo «no soy medida de ningún género», estas palabras no tendrían
sentido en cuanto oro, puesto que el oro es la medida de todos los metales,
sino en cuanto signo que se puede recibir por impresión.
Pertenece formalmente a la Iglesia decir lo mismo que
siente; pero decir lo contrario de lo que siente o sentir lo contrario de lo
que dice es127, como se ha
visto, contrario a su forma o naturaleza, que se identifican en ella. De aquí
se concluye que la facultad de autorizar al reino temporal es contraria a la
naturaleza de la Iglesia.
Pues la contrariedad en la opinión o en la palabra procede de la contrariedad
que existe en la cosa sobre la que se opina o se habla, del mismo modo que la
verdad y la falsedad en la oración son causadas por el ser o no ser de la
cosa, como nos lo enseña la doctrina de Las categorías128. Por tanto, queda
suficientemente probado, por «los inconvenientes»129 a que nos llevarían estos
argumentos, que la autoridad del Imperio no depende en absoluto de la Iglesia.
XV
Aunque
en el capítulo precedente hemos probado, por los «inconvenientes» a que
llegaríamos, que la autoridad del Imperio no depende de la autoridad del Sumo
Pontífice, no se ha probado, suficientemente, sino a modo de conveniencia,
que la autoridad del Imperio depende inmediatamente de Dios. Es, en efecto,
consecuencia necesaria que si ella no depende del vicario de Dios, depende de
Dios. Por eso, para que quede perfectamente claro nuestro propósito, hay que
probar «palmariamente»130
que el Emperador, o Monarca del mundo, está en relación inmediata con el
príncipe del Universo, que es Dios.
Para
tener esto hay que tener en cuenta que sólo el hombre está en el medio de las
cosas corruptibles e incorruptibles; lo cual ha sido comparado por los
filósofos al horizonte131
que ocupa el centro de los dos hemisferios. Y así el hombre, considerado
según una u otra parte esencial, a saber, el alma y el cuerpo, es corruptible;
pero, considerado solamente en cuanto a una parte, el alma, es incorruptible.
Por lo cual el Filósofo dijo acertadamente del alma, en cuanto incorruptible, en
el segundo libro de De anima: «Y sólo esto puede ser separado de lo
corruptible, como perpetuo»132
Si
el hombre, pues, está de algún modo en medio de lo corruptible y lo
incorruptible, y todo ser intermedio participa de la naturaleza de los
extremos, el hombre necesariamente participará de una y otra naturaleza133. Y, puesto que toda
naturaleza se ordena a un último fin, se deduce que se da un último fin del
hombre; de tal modo que, así como él solo entre todos los seres participa de
la incorruptibilidad y de la corruptibilidad, así también él solo está ordenado
a dos últimos fines, de los cuales uno es su fin en cuanto es corruptible, y el
otro en cuanto es incorruptible.
Por consiguiente, la inefable
providencia pro puso al hombre dos fines a conseguir, a saber: la felicidad de
la vida presente, que consiste en la actuación de sus propias facultades y se
simboliza por el paraíso terrenal; y la felicidad de la vida eterna, que
consiste en el gozo de la visión de Dios, a la que la propia virtud no puede ascender,
si no es ayudada por la divina luz, felicidad ésta que nos es dado entender
como paraíso celestial.
A
estas dos felicidades, como a dos distintas conclusiones, se puede llegar por
diversos medios. En efecto, a la primera podemos llegar por las enseñanzas
filosóficas, con tal que las sigamos, obrando de acuerdo con las virtudes morales
e intelectuales. A la segunda podemos llegar por preceptos espirituales que
transcienden la razón humana, con tal que los sigamos, obrando de acuerdo con
las virtudes teologales, fe, esperanza y caridad. Estas conclusiones y medios,
aunque han sido demostrados por la razón humana, ya que todo esto nos lo han
aclarado los filósofos, y también el Espíritu Santo, quien por los profetas y
hagiógrafos, y por su coeterno Hijo de Dios, Jesucristo, y por sus discípulos,
nos reveló la verdad sobrenatural y necesaria para nosotros, la humana avaricia
los habría postergado y olvidado si los hombres no hubieran sido conducidos en
su camino «con el freno y la brida»134,
como caballos indómitos.
Por
eso fue necesario al hombre tener un doble guía135,
de acuerdo con este doble fin, a saber: el Sumo Pontífice, que conduce al
género humano a la vida eterna según la verdad revelada, y el Emperador, que
dirige al género humano a la felicidad temporal, según las enseñanzas filosóficas136. Y como a este puerto
nadie o muy pocos, y estos pocos con excesiva dificultad, pueden arribar, a no
ser que, una vez que se haya serenado el oleaje, el género humano, libre de
pasiones, pueda descansar blandamente en la tranquilidad de la paz, a este
signo principalmente es al que debe aspirar el gobernador del orbe a quien
llamamos Príncipe romano, es decir, a que en esta mansión de los mortales se
viva libremente en paz. Y puesto que la disposición de este mundo sigue la
disposición inherente a la circulación de los cielos, para que se apliquen los
necesarios preceptos de la paz y la libertad oportunamente en cuanto a tiempos
y lugares, es necesario además que este gobernador del mundo sea sostenido
por Aquél que abarca con una sola mirada la total disposición de los cielos137. Éste es sólo Aquél que
ordenó de antemano esa disposición. para proveer por medio de ella a la
ordenación de todas las cosas en sus órbitas.
Si esto es así, Dios es el único
que elige, Él es el único que confirma, pues no tiene superior. De lo cual se
puede concluir además que ni estos que ahora se llaman «electores», ni los que
antes fueron llamados, en lugar de este nombre, por cualquier otro semejante,
deben ser llamados así; antes bien, deben ser tenidos por «anunciadores de la
divina providencia». Sucede a veces, por eso, que surgen discordias entre
aquellos a los que se les ha dado tal facultad de anunciar, porque a todos o
algunos de ellos, obnubilados por las pasiones, no saben discernir, en tal
elección, el rostro divino.
Resulta,
pues, evidente que la autoridad desciende sobre el Monarca temporal desde la
fuente de la autoridad universal sin ningún intermedio; fuente que, única en
la cumbre de su simplicidad, se derrama en múltiples cauces por la abundancia
de su bondad.
Creo
haber alcanzado así la meta propuesta. Pues aclarada está la verdad de aquella
primera cuestión, que preguntaba si para el bien del mundo era necesario el
oficio de Monarca; y la de la segunda, acerca de si el pueblo romano había alcanzado
el Imperio conforme a derecho; y también de la última, que planteaba el
problema de si la autoridad del Monarca depende inmediatamente de Dios, o de
otro. La verdad de esta última cuestión no hay que tomarla en sentido tan
estricto que el Príncipe romano no esté sometido en nada al romano Pontífice;
pues la felicidad mortal de algún modo se ordena a la felicidad inmortal. El
César, pues, debe guardar reverencia a Pedro138,
como el hijo primogénito debe reverenciar a su padre: para que, iluminado
con la luz de la gracia paterna, irradie con mayor esplendor sobre el orbe de
la tierra, a cuya cabeza ha sido puesto por sólo Aquél que es el único gobernador
de todas las cosas espirituales y temporales.
1 Cf. C. Floigno, «The date of the De
Monarchia», en Dante. Essays in Commemoration, University Press, London, 1921; E. J. J.
Kocken, «Ter Dateering van Dante's Monarchia», Institut voor
Middeleeuwische Geschiedenis der Keizer Karel Universiteit te Nijmegen, 1 (1927).
3 Monarquía, III, 10. En Infierno, Canto
19, vv. 115-117, leemos: «Ahi, Costantin, di quanto mal fu matre, / non la tua
conversion, ma quella dote / che da te prese il primo ricco patre!»
5 Étienne Gilson, Dante et la philosophie, 2."
ed., J. Vrin, Paris, 1953.
Engelberto,
abad de Admont en 1297, escribió también un tratado que lleva por título
De ortu et fine Romani imperii liber, editado en Basilea, Joannes
Operinus, 1553, en donde escribe: «omnia regna et omnes reges subesse un¡
imperio et imperatori christiano» (c. 18, p. 98).
7 Cf. Thomas Kaeppeli, O.P.,
Scriptores Ordinis Praedicatorum Medii Aevi, ad S. Sabinae, Romae, 1975, vol. III, pp.
297-302. Natural de Florencia y prior en el convento de Santa María la Novella, murió en 1319.
Véanse: Ch. T.
Davis, «Remigio de Girolami and Dante», Studi Danteschi, 36 (1959), pp.
105-136; ídem, «Education in Dante's Florence», Speculum, 40 (1965), pp.
427-435; St. Orlandi, «Remigio de’ Girolami e Dante», Memorie Domenicanae, 83
(1966), pp. 137-151, 201-226; 84 (1967), pp. 8-43, 90127; A. Samaritani, «La
misericordia in Remigio de’ Girolami e in Dante», Analecta Pomponiana, 2
(1966), pp. 169-207.
19 Decreto XII, 5: «Ridiculum est
et satis abominabile dedecus, ut traditiones quas antiquitus a patribus
suscepimus, infringe patiamur.»
26 Th. Käppeli, op. cit., «Der
Dantegegner Guido Vernani O. P. von Rimini», Quellen und Forschungen aus
italienischen Archiven und Bibliotheken, 28 (1937-38), pp. 107-146.
27 Inc. Suo carissimo filio
Gratiolo de Bambaiolis, nobilis communis Bononie cancellario... [Mss. Brist.
Mus., London,
Add. 35/325 (s. xiv), f. 2-9v; Ravenna, cod. cit., f. 65-68v; ed. Tb. A. Ricchini, Bononiae, 1746,
pp. 7-47; Jarro G. Piccini, Contro Dante, Firenze, 1906 (ad.
trad. italiana); N. Matteini, «II piú antico oppositore politico di Dante:
Guido Vernani da Rimini», Padova, 1958].
28 Habría que completar su pensamiento con el Tractatus
de potestate Summi Pontificis (1327), ed. por Th. A. Ricchini, Bononiae, 1746,
pp. 49-88.
Guido Vernani de Rímini fue dominico del convento de
San Cataldo de Rímini; pasó luego al de Santo Domingo de Bolonia (4 de
febrero de 1297); fue lector y consiliario de
la Inquisición (1312) y pasó luego al convento de
Rímini (1324-1344); cf. Th. Káppeli, Scriptores Ordinis Praedicatorum,
vol. II, G-I, pp. 76-78.
29 Vita Nuova, Firenze, 1907, p. LXXIX;
cf. G. Boccaccio, Opere in versi. Corbaccio. Trattatello in laude di Dante.
Prose latine. Epistole, Milano/Napoli, 1965, 639 pp.; cf. G. Billanovich,
«La leggenda dantesca del Boccaccio», Restauri boccacceshi, Roma, 1949.
30 F. Delorme, «Fratris Guillelmi
de Sarzano Tractatus de excellentia principatus regalis», Antonianum, 15
(1940), pp. 221-244.
31 Cf. P. Lapparent, «L'oeuvre politique de Frangois de Meyrinnes, ses
rapports avec celle
de Dante», Archives d'histoire doctrinale et littéraire du Moyen Age, 13
(1940-1942), pp. 5-151.
32 Colección completa de las
Encíclicas de S. S. León XIII, por Manuel de Castro Alonso, Tipografía y
Casa Ed. Cuesta, Valladolid, s. f., 2ª. ed., 1, p. 284.
33 Cf. P. Toynbee, «Dante Notes», Modern
Language Notes, 20 (1925), pp. 43-47.
34 Cf. P. Bietenhilz, Der
italienische Humanismus und die Blütezeit des Buchdrucks in Basel. Die Basler Drucke italienische
Autoren con 1530 bis zum Ende des 16. Jahrhunderts, Basel
/ Stuttgart, 1959,
pp. 106-109.
36 Dante Alighieri, Monarchia a cura di Pier Giorgio Ricci,
Arnaldo Mondadori Ed., Verona, 1965, 275 pp.
2 Sal. 1, 3. Dante cita los textos
bíblicos por la Vulgata;
nosotros, por la traducción castellana de Nácar-Colunga (BAC, Madrid).
3 Cf. Conv. I, VIII, 2.
4 Cf. Mt. 25,14-30.
5 Cf. Num. 17, 8.
6 Cf. Eth. Eudem. 1, 4 ss.
7 Cf. Conv. III, XI, 10.
8 Sant. 1, 5.
9 Cf. Conv. IV, IV, 7.
10 De iure
= legítimamente.
Conservamos la forma o terminología aún hoy utilizada en el lenguaje jurídico.
11 Cf. Conv. IV, IV, 1.
12 Cf. Eth. Nich. 1, 7, 1097b
33.
13 Cf. Pol. I, 2, 5-8, 1252b 33.
14 Cf. Qu. 47.
15 Cf. Conv. II, IV, 11.
16 Cf. «Zu Dante De Monarchia» I, 3, en Historische
Vierteljahrschrift, XXVI (1931), 840-842.
17 Cf. De anima III, 1 (Venetiis, 1550, f. 164); cf. Purg., XXV, 63.
19 Cf. Phys. VII, 3, 247b 17-18.
20 Sal. 8, 6. Así traduce la edición de
Nácar-Colunga el texto de la
Vulgata que cita el Dante: «minuisti eum paulo minus ab
angelis». El mismo texto en Heb. 2, 7, es traducido: «hicístele poco
menor que a los ángeles».
23 Cf. Gal. 1, 3; Ef. 1, 2; 1 Pe. 1, 2; 11 Jn. 3.
24 Pol. 1, 5, 1254a 28; Conv. IV, IV, 5;
mejor de Sto. Tomás, In
XII lib. Metaph. Aristot., Incipit.
25 Pol. I, 2, 1252b 21.
26 Cf.
Od. IX, 114. Dice
así el texto de Homero refiriéndose a los cíclopes: «cada cual da ley a su
esposa y sus hijos sin más y no piensa en los otros»
(trad. de José Manuel Pabón, Gredos, Madrid, 2.a ed., 1986, p. 229. Cf. Pol.
I, 2, 1252b 21.
28 Lc. 11, 17; Mt. 12,
25..
29 Cf. Conv. IV, IV, 5
31 Gén. 1, 26.
32 Cf. Eth. Nic. X, 8, 1179 a 23.
33 Dt. 6, 4.
34 Mc. 12, 29.
35 Cf. Aristóteles, Phys. I, 2, 194b 13.
39 Met. XII, 10, 1076a 4.
40 Églog. IV, 6. Dice el texto virgiliano: «Iam redit et Virgo,
redeunt Saturnia Regna.» Esta égloga IV, una de las más famosas del poeta
latino, tiene referencias que la exégesis aún no ha resuelto
satisfactoriamente. Sin duda es una «profecía» sobre un héroe que llevará a
cabo la restauración de la «Edad de Saturno» o «Edad de Oro». Virgilio puede
referirse a un hijo de Asinio Polión o a Marcelo, sobrino de César Octaviano.
Pero San Agustín, y con él la
Edad Media, hace de Virgilio un profeta cristiano que anuncia
la venida del Mesías. De todos modos es un canto de esperanza que se eleva del
tono pastoril general de las églogas virgilianas. Dante da su explicación en
las líneas siguientes.
En este y otros textos de los clásicos
latinos damos la traducción directa del texto de Dante, una vez compulsado con
el establecido en «Collection des Universités de France publiée sous le
patronage de l' Association Guillaume Budé», y también con la edición de
Oxford: P. Vergili Maronis Opera, Oxford Classical Texts. A estas dos
ediciones acudiremos para compulsar los textos latinos que en lo sucesivo encontremos.
41 Astrea era hija de Zeus y de
Temis, y en la Edad
de Saturno vivió entre los hombres, hasta que subió al cielo y se convirtió en
la constelación de la
Virgen. Cf. Ep. XI, 15.
42 Cf. Conv. IV, XVII, 6.
43 Cf. Sex Principiorum liber. I, I. El autor del Libro de los
seis principios es Gilberto de la
Porrée o Porretano, obispo de Poitiers (1070-1154).
44 Eth. Nich. V, 3, 1129b, 28. El texto latino
del Dante denomina «Hesperus» al lucero vespertino y «Lucifer» al matutino. D.
Comparetti, «Virgilio nel Medio Evo», La Nuova Italia,
Firenze, 1937, c. XV, pp. 274-275, dedicado a Dante.
45 La
Luna
es «Phebe» en el texto latino de Dante, y es presentada contemplando el
nacimiento de su hermano el Sol.
46 Cf. Eth. Nich. V, 3, 1129b
26.
47 Cf. Cicerón, De nat. deor. III,
38; De fin. V, 67; S.
Agustín, De Civ. Dei XIX, 21; De lib. arb. I, 13;
Dig. I, 1, 10; Ins. I,
1, 1.
49 Cf.
Conv. IV, II, 3.
50 Cf. Eth. Nich. V, 4, 1131b 31.
51 Cf. Aristóteles, Ret. I. 1, 1354a 31. Dice el texto
de la Retórica:
«Por lo tanto es sumamente importante que las leves que están bien
establecidas determinen, hasta donde sea posible, por sí mismas todo, y que
dejen cuanto menos mejor al arbitrio de los que juzgan», según la
edición y traducción al
castellano de Quintín Racionero, Gredos, Madrid 1990, p. 164.
52 Se refiere aquí Dante Alighieri a la monarquía de Augusto, que canta
aquél texto virgiliano: «nascetur pulchra Troianus origine Caesar, / imperium
Oceano, famam qui terminet astris / Iulius, a magno demissum nomen Julo» (Aen.
I, 286-287). Traducimos:
«troyano nacido de tan ilustre progenie será César que tendrá el nombre de
Julio, heredero del gran Julo (el hijo de Eneas), llevará su imperio hasta el
Océano y su fama llegará a las estrellas.»
53 Cf. Liber de causis, I (per totum).
55 Cf. Par. V, 19-22. Éste
es el texto al que aquí nos remite el mismo Dante: «Así empezó Beatriz este
canto, y, como aquel que no interrumpe su discurso, continuó de este modo su
santa enseñanza: "el mayor don que Dios, en su libertad, nos hizo al
crearnos, el que está con la verdad más conforme y el que más estima, fue el
del libre albedrío, del que las criaturas inteligentes todas, y sólo ellas,
están dotadas"» (trad. N. González Ruiz, BAC, Madrid, 1965, p. 385).
56 Cf.
Met. I, 2, 982a 15. Pol., III, 2, 1276b
40-1277a 1; Sto. Tomás, In X lib. Ethic. Arist., lib. V, lect.
3, ed. Pirotta, n.° 926.
57 Cf. Pol. III, 7, 1279a 22 ss.
58 Cf. Pol. IV,
5, 1292b 14 y 26.
59 Cf. Pol. III, 4, 1276b 30.
60 Cf. Conv. III, IV, 10.
61 Cf. Pol. IV, 1, 1289a 13-15.
62 Cf. Conv. III, XIV, 2.
63 Met. IX, 8, 1049b 24.
64 Cf.
Gén. 27, 22. El
pasaje bíblico relata la suplantación que hizo Jacob, ayudado de su madre
Rebeca, para recibir la bendición paterna y la primogenitura. Dice así:
«Acercóse Jacob a Isaac, su padre, que le palpó y le dijo: "La voz es la
voz de Jacob, pero las manos son las manos de Esaú"».
65 Eth. Nich. X, 1, 1172a 34.
66 Sal.
50, 16.
68 Sal. 72, 1.
69 Cf. De part. anim. III, 4, 665b 14; Qu. 28.
70 Ep. XI, 16; XIII, 70.
73 Ídem; Conv. III, V, 12.
74 Cf. Conv. IV, XXII, 6.
75 Cf. Conv. IV, XXII, 10-11.
77 Cf. Ex. 18,13-24; Dt. 1, 12 ss.
78 Cf. Qu. 28.
79 Cf. Met. IV, 16, 1021b 30 ss.
80 Cf. Met. I, 5, 986a 23-27.
81 Sal. 4, 8. El texto de Dante tomado de la Vulgata es así: «A fructu
frumenti, vini et olei sui multiplicati sunt.» La traducción que damos es la de
Nácar-Colunga, correspondiente al nuevo texto latino añadido a la Vulgata, según el
Instituto Bíblico de Roma.
82 Cf. Conv. III, III, 2; Qu.
34.
83 Cf. Conv. III, III, 2. 84
85 Cf. Conv. III, IV, 6.
86 Cf. Eth. Nich. 9, 1179b 31 ss.
87 Cf. Conv. IV, IX, 10.
88 Cf. Conv. IV, V, 4.
89 Cf. Orosio, Hist. adv. pag. VI, 22 ss.
93 Cf. Virgilio, Églog. IV.
94 Cf. Lc. 2, 1 ss.
95 Cf. Cal. 4, 4.
96 Cf. Jn. 19, 23.
97 Cf. Ep. VI, 1.
98 Cf. Ap. 12, 3; 17, 9.
99 Cf. Purg. VI, 149 ss.
100 Cf. Conv. II, XI, 1; III, XIV, 13.
1 Sal. 2,
1-3.
2 Jn. 1, 3-4. Dante
cita de memoria y une parte de dos versículos. El texto completo es así: «Todas
las cosas fueron hechas por Él, y sin Él no se hizo nada de cuanto ha sido
hecho. En Él estaba la vida.»
4 Cf. Rom 1, 20. El texto
completo de la Vulgata
dice «Invisibilia enim ipsius, a creatura mundi, per ea quae facta sunt,
intelecta, conspiciuntur.» El texto correspondiente de la traducción de
Nácar-Colunga es así: «Porque desde la creación del mundo, lo invisible de
Dios, su eterno poder y divinidad, son conocidos mediante sus obras»; Ep. V,
23.
6 Conv. IV, III, 6.
10 Cf. Ab urbe cond. I, 1.
11 Aen.
1, 342. Dice el
texto latino: «[Sed] summa sequar uestigia rerum». Otras lecturas de este texto
dicen «fastigia» por «uestigia» (cf. Virgili Enéide, Budé, p. 18: P.
Vergilii Maronis opera, Oxonii, p. 113). Dante aprovecha la referencia
clásica, que pertenece a la descripción de Cartago puesta en labios de Venus
dirigiéndose a su hijo Eneas, para continuar su propio relato de la nobleza del
héroe troyano.
12 Aen. 1, 544-545. Dice el texto latino:
«Rex erat Aeneas nobis, quo iustior alter / nec pietate fuit, nec bello maius
et armis.» Son palabras de Ilioneo, el más anciano de los náufragos troyanos,
que habla así ante la reina Dido recordando el naufragio y pidiendo
hospitalidad, y recuerda a Eneas que no sabe aún si habrá perecido.
13 Cf.
Aen. VI, 166.
16 Cf. Eth. Nich. VII, 1, 1145a 21
17 Cf. Orosio, Hist. adv. pag. 1, 2. Aquí
describe Orosio las tres partes que componían el orbe de la tierra, Asia, Europa
y África, según los conocimientos geográficos de aquellos tiempos.
19 Aen. III, 1-2. Dice el texto virgiliano:
«Postquam res Asiae Priamique euertere gentem / inmeritam uisum superis,
[...].» Eneas nana cómo abandonó llorando las costas y puertos de la patria y
los campos donde fue Troya.
20 Aen. VIII, 134-137. Describe Eneas su propio linaje al rey
Evandro con estas palabras: «Dardanus, Iliacae primus pater urbis et auctor, /
Electra, ut Grai perhibent, Atlantide cretus, / adueitur Teucros; Electram
maximus Atlas / edidit. [...].»
21 Aen. III, 163-167. Dice el texto latino: «est
locus, Hesperiam Grai cognomine dicunt, / terra antigua, potens armis atque
ubere glaebae; / Oenotri coluere uiri; nunc fama minores / Italiam dixisse
ducis de nomine gentem, / hae nobis propiae sedes, hinc Dardanus ortus.»
22 Hist. adv. pag. 1, 2, 11. Se refiere a las islas Canarias,
llamadas «Afortunadas» en la antigüedad.
23 Aen. III, 339-340. Dice
el texto latino: «quid puer Ascanius? superatne et uescitur aura? / quem tibi
iam Troia». El verso 340 está incompleto en las ediciones críticas (cf. Budé,
p. 88; Oxford, p. 163); si bien Dante lo completó con el nombre de Creusa, para
su prueba.
24 Aen. IV, 171-172. Dice el texto latino:
«nec iam furtiuum meditatur amorem: / coniugium uocat, hoc praetexit nomine
culpara».
25 Aen. XII, 936-937. Dice el texto
latino: «[...] uicisti et uictum tendere palmas / Ausonii uidere; tua est
Lauinia coniux».
29 Cf. Ab urbe cond. 1, 20, 4; Ovidio, Fast.
III, 259-398.
30 Phars. IX, 476-480. Los
escudos hacen referencia al que según la leyenda cayó del cielo cuando el rey
Numa Pompilio estaba ofreciendo un sacrificio. A este escudo los oráculos
ligaban el destino de Roma. Numa hizo construir otros once iguales, e instituyó
el colegio sacerdotal de los Salios para que los custodiaran. En el mes de
marzo sacaban en procesión los escudos desde el Capitolio, entre cantos y
danzas rituales. Dice el texto de Lucano: «[...] Sic illa profecto / sacrifico
cecidere Numae, quae lecta iuuentus / patricia ceruice mouet: spoliauerat
Auster / aut Boreas populos ancilia nostra ferentes.»
33 Aen. VIII, 652-656. Dice el texto latino
describiendo a la vez el grabado del escudo de Eneas y la llegada de los galos
al Capitolio con el consiguiente peligro para Roma: «in summo custos Tarpeiae
Manlius arcis / stabat pro templo et Capitolia celsa tenebat, / Romuleoque
recens horrebat regia culmo, / atque hic auratis uolitans argenteus anser /
porticibus Gallos in limine adesse canebat.»
41 El texto citado no es de Séneca,
sino de Martín de Dumio, obispo de Braga: De formula honestae vitae,
V, I.
42 Cf. Inf. XV, 76; Conv. IV, 10.
43 Cf. Ep. V, 7; Santiago de Vorágine, Legenda
aurea (Eusebii legenda S. Silvestri); Suger, Vie de Louis de Gros,
publ. por A. Molinier, Paris, 1887, p. 153.
45 Cf. Ab urbe cond. III, 26-29;
Orosio, Hist. adv. pag. II, 12; Eutropio, Brev. 1, 17; Conv. IV, V, 15.
47 Cf.
Purg. XX, 25-27; Valerio Máximo, Fact. et dict. mem. IV,
3, 6; Eutropio, Brev. II,
12; Floro, Ep. 1, 13.
Anquises se lo presenta a su hijo Eneas entre
las almas ilustres que en Italia perpetuarán el nombre de los Dárdanos.
50 Cf. Ab. urbe cond. V, 46; VII, 10.
53 Cf. Ab urbe cond. II, 5; Inf. IV,
127; Conv. IV, V, 14. Aen.
VI, 820-821. El texto latino dice: «[...] natosque pater noua bella mouentes / ad
poenan pulchra pro libertate uocauit».
54 Aen. VI,
820-821. El
texto latino dice: «[...] natosque pater noua bella mouentes / ad poenan
pulchra pro libertate uocauit».
55 Cf. Ab urbe cond. II, 12.
57 Cf. Lucano, Phars. II, 374-378; Séneca,
Ep. XV, III, 69-73; Purg. 1, 1 ss.; II,
119 ss.; Conv. IV, V, 16, y
VI, 10.
63 Aen. VI, 847-853. Dice
el texto latino: «excudent alii spirantia mollius aera / (credo equidem) uiuos
ducent de marmore uultus, / orabunt causas melius, caelique meatus / describent
radio et surgentia sidera dicent: / tu regere imperio populos, Romane, memento
/ (hae tibi erunt artes), pacique imponere morem, / parcere subiectis et
debellare superbos».
Son palabras de Anquises que habla así a su
hijo Eneas y a Sibila, después de haber enumerado los héroes romanos y sus
hazañas, que los han llevado a los Campos Elíseos.
64 Aen.
IV, 227-230. El
texto está enmarcado en un mandato de Júpiter a Eneas, que le conmina para que
se embarque hacia Italia y abandone Cartago. El mensaje se lo trae Mercurio.
Dice así: «non illum nobis genitrix pulcherrima talem / promisit Graiumque ideo
bis uindicat armis; / sed fore qui grauidam imperiis belloque frementem /
Italiam regeret [...]».
67 Hb. 11, 5-6. Como siempre, este
texto corresponde a la
Vulgata. El texto citado por Dante es una fusión de dos
versículos que damos en traducción al castellano: «Por la fe fue trasladado
Henoc sin pasar por la muerte, y no fue hallado, porque Dios le trasladó. Pero
antes de ser trasladado recibió el testimonio de haber agradado a Dios, cosa
que sin la fe es imposible.»
70 Cf.
I Re. 15, 10-11.
73 Cf. Phars. IV, 609-653.
76 Cf. Aen. V,
286 ss. El
texto es la descripción de una carrera de los jóvenes seguidores de Eneas. En
la competición intervienen griegos y sicilianos. Niso va a llegar el primero a
la meta, pero en el último momento resbala y cae. Síguele Salio, que está a
punto de ganar, pero Niso se levanta y obstaculiza su carrera y cae también.
Con esta estratagema Niso consigue el triunfo para su amigo Eurialo.
79 Cf. Hist. adv. pag. I, 4.
82 Cf. Hist. adv. pag. I, 14.
84 Cf. Ab urb. cond. IX, 18, 16. Cf. Orosio, Hist.
adv. pag. III, 15; Oton
de Fraisinga, Chronicon, II,
25.
85 Phars. VIII, 692-694. El texto latino dice así: «Ultima Lageae
stirpis perituraque proles, / degener incestae sceptris cessure sorori, / cum
tibi sacrato Macedon seruetur in antro.»
Efectivamente, Tolomeo moriría después
ahogado en el Nilo y reinaría Cleopatra. «El Macedonio» hace referencia a
Alejandro Magno.
87 Aen. I,
234-236. El
texto virgiliano es una queja de Venus a Júpiter, después de que Eneas ha
estado a punto de perecer con los suyos en el naufragio. Dice así: «certe hinc
Romanos olim uoluentibus annis / hinc fore ductores, reuocato a sanguine
Teucri, / qui mare, qui terras omnis dicione tenerent, / (pollicitus) [...]».
88 Phars. I, 109-111. El reparto de poder y
la guerra a la que se refiere el texto es realmente la guerra civil entre César
y Pompeyo después de la muerte de Craso. Ellos son los dos dueños a quienes
alude Lucano: «Diuiditur ferro regnum populique potentis / quae mare, quae
terras, quae totum possidet orbem, / non cepit fortuna duos.»
97 Cf. Aen. XII. El último
canto de la Eneida
nana el enfrentamiento de Eneas con Turno y la victoria final de aquél.
98 Cf. Ab. urbe cond. I, 24-26.
99 Cf. Hist. adv. pag. II, 4.
100 Phars. II, 135-138. En
las proximidades de la
Puerta Co lina de Roma tuvo lugar una decisiva batalla de
Sila contra Mario y las tropas samnitas que le prestaban ayuda. Lucano hace
aquí referencia a la humillación sufrida por los romanos en la segunda guerra samnita cerca de
Caudium, en las llamadas «Horcas Caudinas». Dice así el texto de la Farsalia: «aut Collina
tulit stratas quot porta cateruas, / tum cum paene caput mundi rerumque
potestas / mutauit transiata locum, Romanaque Samnis / ultra Caudinas sperauit
uolnera Furcas!»
106 Jn.
19, 30.
107 Ex.
2, 14.
109 Cf. Jn. 11, 51. El texto dice: «No
dijo esto de sí mismo, sino que como era pontífice aquel año profetizó que
Jesús había de morir por el pueblo.»
4 Cf. Cf. Eth. Nich. 1, 6, 1, 1096a 14.
5 Cf. Prov. 30,
5. Dice así el texto de los Proverbios: «Toda la palabra de Dios es
acrisolada, es el escudo de quien en él confía.
6 Cf. I Test. 5,
8. Dice así el texto paulino: «Pero nosotros, hijos del día, seamos sobrios,
revestidos de la coraza de la fe y de la caridad y del yelmo de la esperanza en
la salvación.»
7 Cf. Is. 6, 6-7.
19 Cf. Sal. 110, 9. Dice el texto latino:
«Mandavit in eternum testamentum suum.» La traducción de Nácar-Colunga es:
«Ratificó eternamente su alianza.»
25 Cf. Unam Sanctam (Corpus
luris Canonici, ed. Frielberg, Lipsiae, 1897-1881, II, 1245).
26 Cf. Aristóteles, Met. I, I, 981a 30 y b 31.
27 Cf. Decret. c. 6, X, De maior, el obed. I, 33; Allegacio
ad Unam Sanctam (MGH,
Const. IV, 139, 15-20).
29 Cf. Allegacio ad Unam Sanctam (MGH,
Const. IV, 139, 15-20); Decret. c. 6, X, De maior el obed. 1, 33; Clemente V, Ep. 26 jul.
1230 (Baluze-Molat, Vitae paparum avenionensium, Paris, 1914-1921, III,
pp. 224 ss.).
31 Phys. I, 3, 186a 7; Par. XIII,
125-126.
34 Cf. De doct. chrisi. I, 37.
36 Cf.
II Pe. 1, 21.
45 Cf. Allegacio ad Unam Sanctam (MGH,
Const. IV, 139, 4-5).
46 Cf. Decret., c. II, X; De
off. vicarii, I, 28.
47 Cf. Decret., c. II, X; De off. legati, I,
30.
51 Cf. Eth. Nich. VII, 2, 1139b 10.
59 Cf. Mt. 18, 18, que es
igual al texto anterior; y 28, 18-19, que dice así: «Me ha sido dado todo poder
en el cielo y en la tierra, id, pues; enseñad [...]»; Jn. 20, 23: «A quienes
perdonaréis los pecados le serán perdonados, a quienes se los retuviereis le
serán retenidos.»
67 Lc. 22,
14. La
traducción de Nácar-Colunga no dice «los doce»; sí la cita de Dante que concuerda
con la Vulgata.
89 Cf. Jn. 19, 23-24; Unam Sanctam, II, 1245.
93 Cf. Aristóteles, De anima, II, 2, 414 2
11; Sto. Tomás de Aquino, In de anima, II, lect. 4, n. 272.
96 Cf. Decret. c. 12, q. 1, a. 23, episcopus.
98 Cf. Decret. c. 22, D. LXIII,
7.
99 Cf. Decret., c. 34, X, Venerabilem, 1, 6;
Allegacio ad Unam Sanctam, 2 y 5 (MGH, Const. IV, 139, 4-5).
100 Cf. Gotifridi Viterbiensis, Pantheon
(MGH, Scrit. XXI, Partic. XXIII, cap. 12).
101 Cf. Alberti regis
Constitutiones, 105 (MGH, Legum sectio IV, t. IV, 1, p. 80; 107, p. 181); Henrici VII
Constitutiones, an. 1309, n. 298; Bonifacii PP. VIII Ep.,
13 maii 1300.
103 Cf. Decret., c. 23, D. LXIII, In sinodo; cf. 33, D. LXIII,
Tibi Dominio; Tolomaei Lucensis, Hist. ecci., XVII, p. 19.
104 Cf. Met. X, 1, 1052b 18; Conv. I, I, 1; III, XI, 17.
106 Cf. Eth. Nich. X, 2,1173a
26; X, 5,1176a 16.
111 Act. 28, 19. La última parte no se
encuentra en la Vulgata
ni en la traducción de Nácar-Colunga.
121 Met. IX, 8 1049b 24; Conv. IV, X, 8.
135 Cf. Purg. XVI, 106; Ep. VII, 1.
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