LAS TUMBAS DEL MAÑANA 01
Intriga y crimen durante la 1° Guerra Mundial
Anne Perry
Cambridge,
Inglaterra, semanas previas al estallido de la Primera Guerra Mundial. Joseph Reavley recibe la visita inesperada de su
hermano Matthew, quien le anuncia la fatídica muerte de sus padres en un
accidente de tráfico. A su dolor se suma el desasosiego: la noche anterior a
los hechos, John Reavley había revelado a su hijo Matthew que estaba en
posesión de un documento que iba a cambiar la historia de Inglaterra para
siempre. Matthew y él habían decidido encontrarse en Londres para discutir
sobre el tema, pero nunca tuvieron oportunidad de hacerlo. Joseph –desde su
cátedra de Cambridge- y Matthew —desde su cargo en el Servicio Secreto de
Inteligencia británico— intentarán
averiguar qué encerraba ese documento y cuáles fueron los motivos que tenía la
persona que por preservar el contenido del mismo había decidido eliminar al
matrimonio Reavley.
La tragedia
familiar coincide con otra a nivel mundial: el asesinato del archiduque de
Austria enSarajevo. El atentado devela las fricciones existentes entre las
distintas naciones europeas, las cuales van tomando posiciones progresivamente
y preparándose para un eventual enfrentamiento. La guerra se palpa en el
ambiente.
En
Cambridge, las acaloradas discusiones acerca del conflicto acaban de ser
silenciadas por un inquietante suceso: Sebastian Allard, uno de los alumnos más
brillantes de su promoción, ha sido hallado muerto en las dependencias
estudiantiles.
Con la
veracidad y detalle que caracterizan sus novelas de corte victoriano, Anne
Perry recrea el ambiente prebélico europeo, a la vez que nos introduce en la
vida de los Reavley, quienes protagonizarán la serie de novelas en torno a la
Primera Guerra Mundial que se inicia con Las tumbas del mañana.
Anne Perry (nacida como Juliet Marión Hulme en Blackheath, Londres el 28 de octubre de 1938)
es una escritora inglesa, autora de historias de detectives, además de una
asesina sentenciada por el caso Parker-Hulme. Fue una niña enfermiza, muy joven
fue diagnosticada de tuberculosis. Su padre, un renombrado físico llamado Henry
Hulme la envió al Caribe y a Sudáfrica
para que se recuperara. Al cumplir 13
años, regresó a su casa a la espera de partir hacia Nueva Zelanda, donde a su
padre le esperaba un trabajo como rector de una universidad.
Anne y su
amiga Pauline Parker decidieron matar a la madre de ésta última, de nombre
Honora Rieper. La razón: No querían separarse, y planeaban robar el dinero de
la madre y huir juntas a los Estados Unidos. El 22 de Junio de 1954,
las niñas acompañaron a Honora Rieper a una caminata por el parque Victoria de
la ciudad de Christchurch. Cuando llegaron a un lugar solitario, Juliet (Anne
Perry) arrojó al suelo un pequeño trozo de piedra decorativa y la señora Rieper
se agachó a recogerla. Entonces, ambas niñas (por turnos) comenzaron a
golpearla en la cabeza con un ladrillo envuelto en un calcetín. Fueron
necesarios cerca de 45 golpes
para finalmente matarla. No cabe duda de que la brutalidad del crimen
contribuyó de enorme manera a su notoriedad.
Las niñas,
entonces, se alejaron del lugar y comenzaron a pedir ayuda. Estaban cubiertas
de sangre. Pronto descubrieron el cuerpo de la mujer, y el arma homicida. El
desastroso estado de la cabeza de la víctima echó por tierra la historia de las
niñas, quienes decían que ésta había resbalado y que se golpeó la cabeza contra
el suelo.
El juicio
fue una sensación en aquella época (1954),
con alusiones al posible lesbianismo de las niñas como agravante del asesinato,
ya que en aquél entonces ser homosexual era un crimen. El 30 de Agosto, ambas fueron condenadas
a pasar cinco años en prisión, y una de las condiciones para su liberación fue
que jamás volvieran a verse.
Los sucesos
sirvieron como argumento de la película de Peter Jackson “Criaturas
Celestiales”, en la cual Kate Winslet encarnó a Anne Perry.
Tras su
liberación a los cinco años del crimen, Juliet Hulme (Anne Perry) regresó a
Inglaterra y se convirtió en asistente de vuelo. Vivió en los Estados Unidos
durante un tiempo, donde se unió a los mormones y su Iglesia de Jesucristo de
los Santos de los Últimos Días. También cambió su nombre por el de Anne Perry,
tomando como apellido el segundo nombre de su padre.
Con el
tiempo, comenzó a escribir novelas de corte policiaco, la primera de las cuales
fue The Cater Street Hangman, que fue publicada en 1979,
a la edad de 41
años, título protagonizado por el policía Thomas Pitt y su esposa Charlotte,
personajes, junto a la serie del inspector William Monk y su compañera Hester,
que le concedieron fama internacional.
Sus libros,
algunos de ellos dignos sucesores de la gran maestra del relato policiaco
Agatha Christie, están ambientados en la rígida sociedad victoriana y narrados
con un estilo sencillo y ligero que hace muy agradable su lectura.
Para el 2003, ya había publicado cerca de 47 novelas y era un escritora de gran éxito, ganadora de numerosos
premios y convertida en una celebridad. Sin embargo, la historia del homicidio
cometido en su juventud jamás ha sido olvidado, y el hecho de que se dedique a
escribir novelas sobre asesinatos indudablemente añade un toque macabro a su
biografía.
Dedicado a
mi abuelo, el capitán Joseph Reavley,que sirvió como capellán en las trincheras
durante la Primera Guerra Mundial
Y ellos,
que rigen Inglaterra, en majestuoso cónclave servidos,
ay, ay de
Inglaterra, no tienen tumbas todavía.
G. K.
CHESTERTON
* * *
1
Era una
dorada tarde de finales de junio, de un día perfecto para el críquet. El sol
resplandecía en un cielo totalmente despejado y la brisa agitaba suavemente las
faldas de tonos claros de las mujeres que, sombrilla en mano, contemplaban el
partido que se disputaba en el prado de Fenner's Field. Los hombres, con
pantalones blancos de franela, se mostraban relajados y sonrientes.
Los
muchachos de St. John the Baptist iban a batear. El lanzador de Gonville and
Caius se volvió con la pelota en la mano y corrió sin prisa hasta lo alto de la
línea. La pelota voló y Elwyn Allard la golpeó con fuerza, enviándola lo
bastante lejos para cubrir un mínimo de cuatro bases sin demasiado esfuerzo.
Joseph
Reavley se sumó al aplauso. Elwyn era uno de sus pupilos, y bastante más hábil
con el bate que con la pluma. Carecía de la brillantez académica de su hermano
Sebastian, pero su modo de ser le hacía caer bien, y poseía un sentido del
honor que lo gobernaba como un acicate.
Al equipo
de St. John's aún le quedaban otros cuatro bateadores por jugar, muchachos
oriundos de toda Inglaterra que habían llegado a Cambridge y que, por una razón
u otra, permanecían en el colegio universitario durante las largas vacaciones
de verano.
Elwyn
obtuvo un modesto dos. Un vientecillo de las marismas, que se extendían hacia
el este hasta alcanzar el mar, mitigaba el calor. Era una tierra antigua,
silenciosa, atravesada por canales navegables secretos y una iglesia sajona en
cada pueblo. Ocho siglos y medio antes había sido el último bastión de la
resistencia contra la invasión normanda.
En el
campo, uno de los jugadores por poco falló al atrapar la pelota. Se oyó un
grito ahogado seguido de un suspiro. Todo aquello era importante, ya que por
cosas como ésa se podía ganar o perder un partido, y pronto volverían a jugar
contra Oxford. ¡Una derrota sería catastrófica!
En la
ciudad que quedaba detrás de ellos, el reloj de la torre norte de Trinity dio
las tres; cada gran campanada en la bemol seguida al instante por un breve mi
bemol. Joseph se dijo que quedaba fuera de lugar pensar en el transcurso del
tiempo en una tarde que se antojaba eterna como aquélla. Resultaba irrelevante,
un artificio contra la inmutable marea de la vida. A pocos metros de allí,
Harry Beecher se fijó en él y sonrió. Beecher había pertenecido al colegio
universitario de Trinity en sus años de estudiante, y una antigua broma decía
que el reloj de Trinity sonaba una vez por él mismo y otra por el de St.
John's.
La pelota
derribó las estacas, levantando una ovación, y Elwyn finalizó su turno con un
muy respetable tanteo de ochenta y tres puntos. Se retiró con un breve ademán
de agradecimiento y fue sustituido por Lucian Foubister, un muchacho moreno de
complexión quizá demasiado huesuda, aunque a Joseph le constaba que su torpeza
era engañosa. Era más tenaz de lo que muchos creían y en ocasiones demostraba
una habilidad extraordinaria.
Se reanudó
el juego, se oyó el golpe seco del bate, los vítores momentáneos, bajo el
ardiente azul del cielo y entre el perfume de la hierba.
Aidan
Thyer, el rubísimo director del St. John's, permanecía inmóvil a pocos metros
de Joseph, sumido en remotos pensamientos. Su esposa Connie, que estaba a su
lado, lo miró y se encogió levemente de hombros. Llevaba un vestido blanco de
brocado que caía con mucho vuelo a partir de las caderas y cuyas faldas, a la
última moda, llegaban hasta el suelo. Se la veía tan elegante y femenina como
un ramillete de margaritas, pese a que aquel verano era el más caluroso que
había conocido Inglaterra en años.
En el otro
extremo del campo Foubister dio un golpe desmañado, con los codos en una
postura incorrecta, y lanzó la pelota directamente al límite del terreno de
juego. Se oyó un grito de aprobación y todo el mundo aplaudió.
Joseph notó
movimientos a su espalda y se volvió esperando vera un encargado del campo
anunciándole que estaban sirviendo limonada y bocadillos de pepino, pero a
quien vio fue a su hermano Matthew, que caminaba sin garbo hacia él, con los
hombros encogidos. Llevaba un traje gris claro de ciudad, como si acabase de
llegar de Londres.
Joseph fue
a su encuentro, presa de una creciente inquietud que le hizo estremecerse. ¿Qué
hacía Matthew allí en Cambridge interrumpiendo un partido un domingo por la
tarde?
—¡Matthew!
¿Qué ocurre? —preguntó al alcanzarlo.
Matthew se
detuvo. Estaba tan pálido que parecía que no tuviera sangre en las venas. Había
cumplido veintiocho años, por lo que era siete años más joven que Joseph, y
rubio en vez de moreno como éste. Le estaba costando trabajo mantener la
compostura y no pudo evitar tragar saliva antes de hablar.
—Se
trata... —Carraspeó. Había una especie de desesperación en sus ojos—. Se trata
de madre y padre —añadió, y a punto estuvo de quebrársele la voz—. Han tenido
un accidente.
Joseph se
negó a asimilar lo que le estaba diciendo su hermano menor.
—¿Un
accidente?
Matthew
asintió con la cabeza, esforzándose por dominar su entrecortada respiración.
—Con el
coche. Ambos han... muerto.
Por un
instante aquellas palabras no significaron nada para Joseph. De inmediato le
vino a la mente el enjuto y delicado rostro de su padre, sus ojos azules de
mirada firme. Era imposible que estuviese muerto.
—El coche
se salió de la carretera —prosiguió Matthew—. Justo antes del puente de Hauxton
Mill.
Su voz
sonaba extraña y lejana.
Joseph, a
cuyas espaldas seguían jugando al críquet, oyó un golpe de bate y otra salva de
aplausos.
—Joseph...
— Matthew apoyó la mano en el brazo de su hermano, asiéndolo con fuerza.
Joseph
asintió con la cabeza e intentó hablar, pero tenía la garganta seca.
—Lo lamento
—murmuró Matthew—. Ojalá no hubiese tenido que decírtelo así. Yo...
—No te
preocupes —lo interrumpió Joseph—. Voy a... —Cambió de parecer, pues todavía
estaba intentando aceptar la realidad—. ¿Has dicho la carretera de Hauxton?
¿Adónde iban?
Matthew le
apretó el brazo con más fuerza aún. Comenzaron a caminar despacio, muy juntos,
por la hierba agostada. El calor producía una curiosa sensación de mareo.
Joseph estaba bañado en sudor, pero por dentro se sentía helado.
Matthew se
detuvo otra vez.
—Padre me
telefoneó ayer bien entrada la noche —contestó con voz ronca, como si a duras
penas soportara pronunciar aquellas palabras—. Me explicó que alguien le había
entregado un documento que, de manera sucinta, revelaba una conspiración tan
espantosa que cambiaría el mundo que conocemos, arruinando a Inglaterra y todo
aquello con lo que nos identificamos, para siempre. —Su tono era desafiante, y
parecía a punto de perder el dominio de sí mismo—. Me dijo que alcanza a
salpicar a la familia real.
Miró
fijamente a su hermano aguardando una respuesta.
Joseph
estaba confuso. ¿Qué debía hacer? Las palabras carecían de sentido y más aún de
significado. John Reavley había sido miembro del Parlamento hasta 1912, dos
años atrás. Había renunciado al cargo por motivos que jamás había comentado,
aunque desde entonces había mantenido vivo su interés por la política, así como
su preocupación por la honestidad del Gobierno. Quizá se había debido,
sencillamente, a que prefería dedicar más tiempo a la lectura, a cultivar su
pasión por la filosofía, a husmear en las tiendas de antigüedades y de segunda
mano en busca de gangas. Con frecuencia no hacía más que conversar con la
gente, escuchar historias, intercambiar chistes excéntricos y ampliar su
colección de quintillas satíricas.
—¿Una
conspiración para arruinar a Inglaterra y todo aquello con lo que nos
identificamos? — repitió Joseph, incrédulo.
—No
—rectificó Matthew—. Una conspiración que podría echar todo eso por tierra. Ése
no era el objetivo principal, sino sólo la consecuencia indirecta.
—¿Qué
conspiración? ¿Quién está implicado? —inquirió Joseph.
Matthew se
veía casi gris de tan pálido.
—No lo sé.
Iba a traérmelo... hoy.
Joseph iba
a preguntar por qué, pero se abstuvo. La respuesta era lo único que tenía
sentido. De pronto, al menos dos hechos resultaban coherentes. John Reavley
había deseado que Joseph estudiase Medicina, y cuando éste abandonó la
universidad para seguir la carrera eclesiástica, puso todas sus esperanzas en
Matthew. Ahora bien, Matthew había estudiado Historia Moderna e idiomas allí
mismo, en Cambridge, para luego ingresar en el Servicio de Inteligencia. Si tal
conspiración existía, era lógico que John se lo hubiese comunicado.
Joseph
tragó saliva para deshacer el nudo que le oprimía la garganta.
—Entiendo.
Matthew
dejó de apretar con tanta fuerza el brazo de su hermano. Había dispuesto de más
tiempo que éste para encajar la noticia. Escrutó el rostro de Joseph con honda
preocupación, buscando algo que decir o hacer para mitigar la pena.
Joseph hizo
un esfuerzo enorme por hablar.
—Entiendo
—repitió—. Tenemos que ir a verlos. ¿Dónde están?
—En la
comisaría de Great Shelford —contestó Matthew. Hizo un breve ademán con la
cabeza—. He venido en mi coche.
—¿Lo sabe
Judith?
—Sí
—respondió Matthew con expresión sombría—. No sabían dónde dar contigo o
conmigo, de modo que fueron a verla.
No dejaba
de ser lo más lógico, y hasta evidente, a decir verdad. Judith era su hermana
menor y aún vivía en casa de sus padres. Hannah, entre Joseph y Matthew, se
había casado con un oficial de la Marina y vivía en Portsmouth. La policía
habría acudido a la casa de Selborne St. Giles. Matthew pensó en cómo se habría
sentido Judith, sola, a excepción de la servidumbre, sabiendo que su padre y su
madre no volverían a casa aquella noche, ni ninguna otra.
Sus
pensamientos se vieron interrumpidos al aparecer alguien junto a él. No había
oído sus pasos en la hierba. Se volvió y vio a Harry Beecher a su lado, con una
expresión de perplejidad en un rostro que por lo general reflejaba ironía.
—¿Va
todo...? —se interrumpió al ver los ojos de Joseph—. ¿Puedo hacer algo?
—preguntó sin más.
Joseph negó
levemente con la cabeza.
—No... no,
gracias. —Joseph se esforzó por recobrar la compostura—. Mis padres han sufrido
un accidente. —Soltó un profundo suspiro y añadió—: Han fallecido.
Qué
extrañas y vacuas sonaban aquellas palabras. Aún no transmitían ninguna
realidad.
—¡Dios mío!
—exclamó Beecher, consternado—. ¡Lo lamento mucho!
—Por
favor... —comenzó Joseph.
—Por
supuesto —lo interrumpió Beecher—. Se lo diré a los demás. Vete tranquilo.
—Apoyó por un instante la mano en el brazo de Joseph—. Si puedo hacer algo, ya
sabes dónde me tienes.
—Sí, por
supuesto. Gracias.
Joseph
meneó la cabeza y echó a andar mientras Matthew daba las gracias a Beecher para
luego encaminarse hacia la salida a través de la vasta extensión de hierba.
Joseph lo siguió sin volverse para echar un último vistazo a los jugadores,
cuyos pantalones de franela blanca brillaban al sol. Hacía sólo unos instantes
habían constituido la única realidad, y de pronto parecía que un abismo
insalvable los separaba.
El Talbot
Sunbeam de Matthew estaba aparcado en Gonville Place. Joseph subió al asiento
del acompañante con gesto mecánico sin abrir la portezuela. El coche miraba
hacia el norte, como si Matthew hubiese ido primero a St. John's para luego
dirigirse al campo de críquet a través de la ciudad en busca de Joseph. Giró de
nuevo hacia el sudoeste, regresando por Gonville Place hasta la carretera de
Trumpington.
Joseph y
Matthew no tenían nada que decirse. Cada uno se hallaba inmerso en su propia
pena aguardando el momento en que tendrían que rendirse ante la evidencia
material de la muerte. La conocida carretera que serpenteaba entre dorados
campos de cultivo, los setos, los árboles inmóviles semejaban objetos pintados
al otro lado de un muro que revestía la mente. Joseph sólo los percibía como un
resplandor difuminado.
Matthew
debía concentrarse en lo que hacía para conducir. Cogía el volante con tanta
fuerza que de vez en cuando tenía que soltar una mano deliberadamente.
Al sur del
pueblo giraron a la izquierda hacia St. Giles, bordeando la ladera de la colina
por encima del puente del ferrocarril hasta Great Shelford, donde detuvieron el
coche frente a la comisaría. Los recibió un sargento de aire sombrío, con el
rostro cansado y el cuerpo un poco encorvado, como si tuviera que armarse de
valor para llevar a cabo su tarea.
—Lo lamento
mucho, señor. —Miró a ambos hermanos, mordiéndose el labio inferior—. No se lo
pediría si no fuese necesario.
—Me consta
—dijo Joseph al instante. No tenía ganas de conversar. Puesto que estaban en
aquel lugar, lo único que quería era hacerlo cuanto antes, mientras todavía
fuera capaz de contenerse.
Matthew
hizo un ademán y el sargento los condujo un breve trecho por las calles hasta
el depósito de cadáveres del hospital. Todo se hacía con suma formalidad. Sin
duda había pasado por la misma rutina montones de veces; una muerte repentina,
familias conmocionadas moviéndose como en un sueño, apenas conscientes de lo
que decían, tratando de comprender lo ocurrido y al mismo tiempo negándolo.
Dejaron
atrás la luz del sol y se adentraron en la súbita penumbra del edificio. Joseph
iba delante. Las ventanas estaban abiertas con la intención de refrescar el
aire y hacer menos opresiva la atmósfera. Los estrechos pasillos, que olían a
piedra y ácido fénico, devolvían el eco de sus pasos.
El sargento
abrió la puerta de una habitación lateral y los hizo pasar. Había dos cuerpos
tendidos en sendas camillas, decorosamente cubiertos con sábanas blancas.
A Joseph le
dio un vuelco el corazón. Dentro de un momento sería real, irreversible: una
parte de su propia vida terminaría. Se aferró a ese segundo de incredulidad, el
último y precioso instante del «ahora» antes que todo cambiara para siempre.
El sargento
miró a Joseph y luego a Matthew, aguardando a que estuvieran preparados.
Matthew
asintió con la cabeza.
El sargento
apartó la sábana del rostro. El difunto era John Reavley. Tenía las mejillas y
los ojos hundidos, por lo que la característica nariz aguileña parecía algo
mayor. Presentaba un corte en la frente, pero alguien había limpiado la sangre.
Las peores heridas debían de estar en el pecho..., causadas probablemente por
el volante. Joseph apartó de si aquel pensamiento, negándose a imaginarlo
siquiera. Quería recordar el rostro de su padre tal como estaba, con el aspecto
de dormir profundamente tras un día agotador. Quizás aún despertara y volviese
a sonreír.
—Gracias
—susurró, sorprendido de la firmeza de su propia voz.
El sargento
murmuró algo, pero Joseph no lo oyó. Contestó Matthew. Se acercaron al otro
cuerpo y el sargento, con cara de compasión, levantó la sábana, aunque sólo
parcialmente, manteniendo medio rostro tapado. Se trataba de Alys Reavley, la
frente y la mejilla derecha perfectas, la piel muy pálida, sin una sola mancha,
la ceja delicadamente curvada. La otra mitad quedaba oculta.
Joseph oyó
a Matthew inspirar bruscamente, y la habitación pareció oscilar bajo sus pies,
como si estuviera borracho. Se agarró a Matthew, quien lo sujetó con fuerza de
la muñeca.
El sargento
volvió a cubrir el rostro. Abrió la boca para decir algo, pero cambió de
parecer.
Los
hermanos salieron al pasillo y fueron con paso vacilante a una salita de
espera. Una mujer con el uniforme almidonado les llevó sendas tazas de té.
Joseph bebió. El té era demasiado fuerte y dulce, y de entrada pensó que le
produciría náuseas, pero al cabo de un momento el calor le hizo sentir bien, y
bebió un poco más.
—Lo lamento
muchísimo —repitió el sargento—. Por si les sirve de consuelo, sepan que tuvo
que ocurrir muy deprisa.
Presentaba
un aspecto desdichado, con los ojos hundidos y enrojecidos. Al observarlo,
Joseph rememoró a su pesar las ocasiones en que ejercía de párroco cuando aún
vivía Eleanor y había tenido que anunciar tragedias a las familias de su
parroquia y procurar consolarlos, esforzándose por manifestar una fe que
estuviera a la altura de las circunstancias. Todo el mundo se mostraba siempre
muy educado, pues eran perfectos desconocidos que intentaban aproximarse
salvando un abismo de dolor.
—¿Cómo ha
sucedido? —preguntó Joseph en voz alta.
—Todavía no
lo sabemos, señor —contestó el sargento. Había dado su nombre pero Joseph lo
había olvidado—. El coche se salió de la carretera justo antes del puente de
Hauxton Mill — prosiguió—. Según parece iba bastante deprisa...
—¡Ese tramo
es recto! —intervino Matthew.
—Sí, ya lo
sé, señor —convino el sargento—. A juzgar por las marcas que hay en la calzada,
la impresión es que ocurrió de repente, como si se hubiese reventado un
neumático. Puede costar mucho conservar el control cuando eso sucede. Además,
si había algo en la carretera que causara el pinchazo, es posible que se
reventaran los dos neumáticos del mismo lado. —Apretó los labios con expresión
de duda—. Eso lo arroja a uno a la cuneta, por buen conductor que sea.
—¿El coche
sigue allí? —preguntó Matthew.
—No, señor.
—El sargento negó con la cabeza—. Lo estamos trayendo. Pueden verlo si lo
desean, naturalmente, pero si prefieren no...
-¿Y las
pertenencias de mi padre? —dijo Matthew con brusquedad—. ¿Su maletín, lo que
llevara en los bolsillos?
Joseph lo
miró sorprendido. Aquella petición era de pésimo gusto, como si las posesiones
importaran en un momento así. Entonces recordó que Matthew le había dicho que
John Reavley llevaría un documento. Miró al sargento.
—Sí, señor,
por supuesto —convino el sargento—. Pueden ver ahora los efectos personales, si
realmente así lo desean, antes de que... los limpiemos.
Fue casi
una pregunta. El pobre hombre intentaba ahorrarles aquel mal trago y no sabía
cómo hacerlo sin parecer impertinente.
—Hay un
papel —explicó Matthew—. Es importante.
—¡Oh! Sí,
señor —dijo el sargento en tono sombrío—. En ese caso, tengan la bondad de
acompañarme.
Miró a
Joseph, quien asintió y los siguió fuera de la habitación y a lo largo del
silencioso y caluroso pasillo, cohibido por el retumbar de sus pasos. Tenía
ganas de ver qué diablos podía ser aquel documento que su padre había creído
que guardaba relación con una conspiración tan terrible que cambiaría y
destruiría todo cuanto valoraban. La primera idea que se le ocurrió fue que
quizá guardara alguna relación con el motín de oficiales del ejército británico
acaecido recientemente en el Curragh. Siempre había problemas en Irlanda, pero
aquél parecía más inquietante de lo habitual. En realidad, varios políticos
habían advertido que podía conducir a la peor crisis en más de doscientos años.
Estaba al corriente de los hechos, pues los periódicos los referían, pero en
aquel momento sus pensamientos eran demasiado caóticos para sacar algo en
claro.
El sargento
los condujo hasta otra habitación pequeña, donde abrió uno de los numerosos
armarios y luego un cajón del que sacó con cuidado un maletín de piel bastante
estropeado, con las iniciales J. R. R. grabadas justo debajo de la cerradura,
así como un elegante bolso de señora de piel marrón oscuro manchado de sangre.
Nadie había intentado limpiarlo aún.
Joseph se
sintió mareado. Aunque ya no tuviera importancia, sabía que se trataba de la
sangre de su madre. Ella había muerto y no sufría, pero aun así a él le
importaba. Era pastor de la Iglesia, y como tal tenía el deber de valorar el
espíritu por encima del cuerpo. La carne era temporal, un mero tabernáculo del
alma, y, sin embargo, resultaba absurdamente preciada. Era poderosa, frágil e
intensamente real. Siempre formaba parte inextricable de un ser querido.
Matthew
abrió el maletín y revisó con cuidado su contenido. Había algo relativo a un
seguro, un par de cartas, un extracto de cuenta bancaria.
Matthew
frunció el entrecejo y puso el maletín boca abajo. Cayó otro papel, pero no era
más que el recibo de un par de zapatos. Pasó las manos por el interior del
compartimiento principal y luego por los bolsillos laterales sin encontrar nada
más. Miró por un instante a Joseph y, con dedos temblorosos, dejó el maletín
encima de la mesa y cogió el bolso. Puso mucho cuidado en no tocar la sangre.
De entrada se limitó a mirar dentro, como si el papel tuviera que estar a la
vista, mas al no encontrar nada, comenzó a rebuscar el contenido.
Joseph
alcanzó a ver dos pañuelos, un peine... Recordó entonces el suave y rizado
cabello de su madre, y el modo en que lo llevaba recogido en un moño. Tuvo que
cerrar los ojos para que no le saltaran las lágrimas, el doloroso nudo que se
le hizo en la garganta le impedía tragar.
Cuando hubo
recobrado el dominio de sí y bajó la vista hacia el bolso, Matthew estaba
contemplándolo presa de una gran confusión.
—A lo mejor
lo llevaba en el bolsillo —sugirió Joseph con voz quebrada, rompiendo el
silencio.
Matthew le
dirigió una mirada significativa y se volvió hacia el sargento, que titubeó.
Joseph echó
un vistazo alrededor. La habitación, más un almacén que un despacho, estaba
desnuda salvo por los armarios y la mesa. Una simple ventana daba al patio de
la entrada de servicio y a los tejados de los edificios vecinos.
De mala
gana, el sargento abrió otro cajón y sacó un montón de prendas envueltas en un
trozo de hule. La ropa estaba empapada en sangre oscura y ya un poco reseca.
Hizo cuanto pudo por ocultarla, pasando a Matthew sólo la chaqueta que había
pertenecido a su padre.
Blanco como
la cera, Matthew la cogió y hurgó torpemente en los bolsillos. Encontró un
pañuelo, un cortaplumas, dos escobillas para pipa, un botón viejo y un poco de
calderilla. No había ningún papel. Levantó la vista hacia Joseph, con el
entrecejo fruncido.
—¿Estará en
el coche, tal vez? —aventuró Joseph.
—Me figuro
que sí. —Matthew permaneció inmóvil un momento. Joseph supo lo que pensaba su
hermano como si éste lo hubiese expresado en voz alta: tendría que registrar el
resto de la ropa, por si acaso. Sería mucho más fácil no hacerlo. Se sorprendió
al constatar hasta qué punto deseaba no inmiscuirse en la intimidad de los
difuntos, con su olor reconocible, como si aún siguieran con vida. Su muerte
todavía no era real, la pena apenas si comenzaba a aflorar, pero sabía de sobra
cómo avanzaría. Sería exactamente igual que cuando había perdido a Eleanor. No
obstante, era preciso efectuar el registro, de lo contrario, si el documento no
aparecía en el coche tendrían que regresar de nuevo y llevarlo a cabo más
tarde.
¡Pero claro
que tenía que estar en el coche! En la guantera o en una de las bolsas de las
puertas. Aunque no dejaba de resultar extraño que no lo hubiera metido en el
maletín con los demás papeles. ¿No era eso lo que cualquiera habría hecho de
forma automática?
El sargento
aguardaba. Él tampoco deseaba obligarlos a pasar por aquello.
Matthew
pestañeó varias veces.
—¿Podemos
ver el resto, por favor? —solicitó.
El sargento
puso todas las prendas encima de la mesa, y Joseph ayudó a Matthew, procurando
no pensar en lo que estaban haciendo. No hallaron ningún papel aparte de un
pequeño recibo en uno de los bolsillos del pantalón de su padre, empapado en
sangre e ilegible, pero que en ningún caso tenía aspecto de documento. Apenas
medía dos o tres centímetros cuadrados.
Doblaron
otra vez la ropa y la amontonaron encima del hule. Fue un momento incómodo.
Joseph no sabía qué hacer con ella. El verla y tocarla le había revuelto el
estómago. Ojalá no hubiese tenido que hacerlo. No quería quedársela y, sin
embargo, tampoco deseaba dársela a unos desconocidos como si careciera de
importancia para él.
—¿Podernos
llevárnosla? —preguntó con voz entrecortada.
Matthew
levantó la mano bruscamente y acto seguido la sorpresa se esfumó de su rostro;
comprendía la actitud de su hermano.
—Sí, señor,
por supuesto —respondió el sargento—. Se la envolveré.
—¿Podríamos
ver el coche, por favor? —pidió Matthew.
El vehículo
aún no había llegado de Hauxton, por lo que tuvieron que esperar casi media
hora. Dos tazas de té más tarde los acompañaron al garaje donde habían guardado
el Lanchester amarillo, que tan bien conocían, completamente abollado. El
bloque del motor había girado hacia un lado, quedando medio embutido en la
parte delantera del habitáculo. Los cuatro neumáticos estaban hechos trizas.
Ningún ser humano habría podido salir con vida del interior de aquel coche.
Matthew
permaneció quieto, esforzándose por no perder el equilibrio.
Joseph lo
sostuvo, agradeciendo la ocasión de establecer contacto físico con él.
Matthew se
enderezó y caminó hasta el lado más alejado del vehículo, donde la puerta del
conductor colgaba abierta. Se quitó la chaqueta y se arremangó la camisa.
Joseph fue
hasta la ventanilla rota de la otra puerta, intentando no mirar el asiento
ensangrentado y hubo de golpear la guantera para abrirla.
Dentro sólo
había una lata pequeña de caramelos y un par de guantes de conducir de
recambio. Volvió la vista hacia el lado del conductor y observó que Matthew
estaba boquiabierto y demacrado, a todas luces confuso. No había ningún
documento en la bolsa de la puerta. Ésta sólo contenía una guía de carreteras
que hojeó sin que nada cayera de entre sus páginas.
Registraron
el resto del coche tan a fondo como pudieron, obligándose a pasar por alto la
sangre, el cuero rasgado, el metal retorcido y los fragmentos de cristal, mas
no hallaron documento alguno de ninguna clase. Joseph por fin se apartó del
coche, con los codos y los hombros magullados por haberse enganchado con los
restos salientes de lo que habían sido asientos y bastidores de puertas.
Se había
pelado los nudillos y roto una uña al intentar arrancar un trozo de metal
haciendo palanca.
Miró a su
hermano.
—Aquí no
hay nada —dijo en voz alta.
—No...
—Matthew torció el gesto. Tenía la manga derecha desgarrada y. la cara sucia y
manchada de sangre.
Unos
cuantos años antes Joseph quizá le hubiese preguntado si estaba seguro de lo
que sabía, pero a aquellas alturas ya no correspondía tratar a Matthew con
condescendencia fraternal. Los siete años que los separaban habían perdido
importancia a medida que ambos crecían.
—¿En qué
otro sitio podría estar? —preguntó en cambio.
Matthew
titubeó, inspirando y exhalando lentamente.
—No lo sé
—admitió, mostrándose derrotado, con los ojos hundidos y el rostro ensombrecido
por el cansancio de la lucha interna contra la conmoción y la tristeza para
evitar que lo abrumaran más de la cuenta. Tal vez aquel documento constituyera
lo único a lo que aferrarse para no perder el control.
Joseph
comprendió lo importante que era para su hermano. John Reavley había deseado
que uno de sus hijos se dedicara a la Medicina, pues siempre había pensado con
verdadera pasión que se trataba de una de las profesiones más nobles. En su
juventud había conocido el dolor y la enfermedad innecesarios y consideraba muy
importante hacer algo al respecto. Joseph había comenzado la carrera de
Medicina para complacer a su padre y luego se había visto atado de pies y manos
por la incapacidad de mantener la sangre fría ante el dolor que se veía
obligado a presenciar. Así fue cómo descubrió sus limitaciones al mismo tiempo
que sus virtudes y la que consideró su auténtica vocación. Respondió a la
llamada de la Iglesia, empleando su don para los idiomas al estudio del hebreo
y el griego antiguos con que se habían redactado las escrituras. Las almas
necesitaban curarse tanto como los cuerpos. John Reavley no tuvo más remedio
que contentarse con la decisión de su primogénito y trasladó a su segundo hijo
la esperanza de ver su sueño hecho realidad.
Sin
embargo, Matthew rehusó categóricamente, dedicando su imaginación, su intelecto
y su ojo para los detalles a la obtención de un puesto en el Servicio Secreto
de Inteligencia. John Reavley se llevó una desilusión tan amarga y profunda que
no supo o no quiso ocultarla. Despreciaba cuanto tuviera que ver con el
espionaje, y eso incluía a quienes se dedicaban a él. Que hubiese recurrido a
Matthew como profesional para que le echase una mano con un documento que había
encontrado daba fe de la valía que le atribuía con una contundencia que nadie
más acertaría a comprender.
Era la
primera vez que Matthew podía hacer algo por su padre gracias a la profesión
que había elegido, y la ocasión se esfumaba para siempre. Aquello formaba parte
del pesar que aparecía grabado en su rostro.
Joseph bajó
la vista. La comprensión tal vez resultase indiscreta en un momento tan
doloroso.
—¿Tienes
idea de qué es? —preguntó, adoptando un tono de apremio, como si en verdad le
importara.
—Dijo que
se trataba de una conspiración—respondió Matthew, enderezando la espalda. Se
apartó de la puerta, rodeó el coche por la parte trasera hacia donde se
encontraba Joseph y, bajando la voz, añadió—: Y también que era lo más
deshonroso que había visto en su vida, una traición absoluta.
—¿Por parte
de quién?
—No lo sé.
Dijo que todo estaba en el documento.
—¿Se lo
había contado a alguien más?
—No. No se
atrevió. Ignoraba quién estaba implicado aunque tenía claro que llegaba tan
alto como hasta la familia real.
Matthew se
mostró sorprendido al decirlo, como si al oír aquellas palabras pronunciadas en
voz alta le asustara la enormidad de su significado. Levantó la vista hacia
Joseph en busca de una reacción, una respuesta.
Joseph
tardó demasiado en contestar.
—¡No te lo
crees! —La voz de Matthew sonó ronca, ni siquiera él mismo estaba seguro de que
se tratara de una acusación. Lo llevaba escrito en los ojos: su propia
certidumbre estaba a punto de derrumbarse.
Joseph
quiso salvar algo de aquella confusión.
—¿Dijo que
iba a llevártelo o que te lo contaría? ¿Es posible que lo dejara en casa? ¿En
la caja fuerte, quizás?
—Yo debía
verlo —explicó Matthew, bajándose las mangas y abotonando los puños.
—¿Por qué?
—insistió Joseph—. ¿Acaso no habría sido mejor para él que te contara de qué
iba el asunto, siendo como era perfectamente capaz de memorizarlo, para luego
decidir qué hacer, pero manteniendo el documento a buen recaudo mientras tanto?
Era una
sugerencia de lo más razonable. Matthew, que estaba muy tenso, se relajó en
parte.
—Me figuro
que sí. De todos modos, más vale que vayamos a casa. Judith está sola. Ni
siquiera sé si se lo ha comunicado a Hannah. Habrá que mandarle un telegrama.
Querrá venir, lógicamente. Y tenemos que saber en qué tren llegará para ir a
recogerla.
—Sí, por
supuesto —concedió Joseph—. Habrá un montón de cosas que hacer.
No quería
pensar en ellas en ese momento, pues se trataba de cosas íntimas, definitivas,
el reconocimiento de que la muerte era real y de que el pasado nunca les sería
devuelto. Era como cerrar una puerta con llave.
Regresaron
de Great Shelford por caminos poco transitados. El pueblo de Selborne St. Giles
presentaba el mismo aspecto de siempre a la pálida y dorada luz del atardecer.
Pasaron junto al molino de piedra, cuyos muros se hundían en el río. La
superficie del estanque semejaba una chapa bruñida y reflejaba el esmalte azul
claro del cielo. Un arco de madreselva festoneaba el arco de la verja de la
iglesia, y el reloj del campanario indicaba que eran las seis y media pasadas.
En menos de dos horas comenzaría el oficio de vísperas.
Vieron a
una media docena de personas en la calle principal, aunque las tiendas llevaban
un buen rato cerradas. Se cruzaron con el médico, que iba en su carruaje ligero
de dos ruedas tirado por su brioso poni. Los saludó jovialmente con la mano.
Sin duda aún no se había enterado de la noticia.
Joseph se
puso tenso. Aquélla era una de las tareas que les aguardaban, comunicar la
muerte de sus padres a la gente. Ya era demasiado tarde para devolver el
saludo. El médico pensaría que era un grosero.
Matthew
giró a la izquierda enfilando una calle lateral. La puerta cochera de la verja
estaba cerrada y Joseph se apeó para abrirla y volver a cerrarla mientras
Matthew aparcaba junto a la entrada principal. Alguien, probablemente la señora
Appleton, el ama de llaves, ya había corrido las cortinas de la planta baja.
Judith no habría caído en la cuenta.
Matthew se
apeó justo cuando Joseph lo alcanzaba y la puerta principal se abría. Judith
apareció en el umbral. Era blanca de tez, igual que Matthew, aunque tenía el
pelo muy ondulado y de un color castaño más oscuro. Era bastante alta para
tratarse de una mujer, y, aun siendo su hermana, Joseph veía en ella una clase
de belleza excepcionalmente vulnerable y salvaje. Su fuerza interior todavía
estaba por definir, aunque resultaba patente en su estructura ósea y en la
expresión de franqueza de sus ojos azules.
En ese
momento se la veía pálida y con los párpados hinchados. Pestañeó varias veces
para contener las lágrimas. Miró a Matthew y trató de sonreír, luego bajó los
escalones del porche en dirección a Joseph, en cuyos brazos permaneció inmóvil
por unos instantes, antes de ponerse a temblar al dar rienda suelta a los
sollozos.
Joseph no
halló palabras para consolarla. No había ningún razonamiento que tuviera
sentido, ninguna respuesta para aquel dolor. Estrechó el abrazo, aferrándose a
ella tanto como ella a él. Judith no se parecía en nada a Alys, pero la
suavidad de su cabello, el modo en que tendía a rizarse, hicieron que se
formara un nudo en la garganta.
Matthew
entró delante de ellos. Sus pasos se desvanecieron en el suelo entarimado del
vestíbulo, y luego oyeron que murmuraba algo y que la señora Appleton le
contestaba.
Judith
respiró hondo y se apartó un poco. Buscó un pañuelo en el bolsillo de Joseph.
Se sonó y se enjugó las lágrimas con él, para acto seguido estrujarlo en un
puño. Se volvió y entró a su vez, hablando a Joseph sin dejar de darle la
espalda.
—¿No es
absurdo? —Tragó saliva—. Llevo horas recorriendo una habitación tras otra,
entro y salgo y vuelvo a entrar, ¡como si eso fuese a servir de algo! Me
imagino que habrá que avisar a todo el mundo...
Joseph
subió la breve escalinata tras ella.
—Por el
momento sólo he enviado un telegrama a Hannah —prosiguió Judith—, Ni siquiera
recuerdo qué le he puesto. —Una vez dentro giró sobre sus talones para mirarlo
haciendo caso omiso de Henry, el golden retriever que salió del salón al oír la
voz de Joseph—. ¿Cómo se le dice a la gente algo así? —preguntó—. ¡No puedo
creer que sea cierto!
—Es lógico
—convino Joseph, inclinándose para acariciar al perro cuando éste le empujó la
mano con el hocico. Se enderezó y echó un vistazo al vestíbulo que tan bien
conocía, a la escalera de roble que subía trazando una curva al piso alto. La
luz de la ventana del rellano alumbraba las acuarelas de la pared—. Hace falta
tiempo. Mañana por la mañana empezará a ser real.
Recordó,
con una escalofriante claridad, la primera vez que despertó después de la
muerte de Eleanor. Hubo un instante en el que todo fue como siempre había sido
durante su primer año de matrimonio. Después, la verdad lo envolvió con su
gélido manto y una parte de su ser nunca volvió a conocer el calor.
Una fugaz
expresión de compasión cruzó el semblante de Judith, y Joseph comprendió que
también ella estaba recordando algo. Hizo un esfuerzo por apartar a Eleanor de
su mente. Judith sólo tenía veintitrés años, había nacido cuando sus padres ya
no pensaban tener más niños. Su deber era protegerla en lugar de pensar en sí
mismo.
—No te
preocupes por la gente —dijo con dulzura—. Yo me encargaré de dar la noticia.
—Sabía lo difícil que era, casi como si el fallecimiento sucediera de nuevo
cada vez—. Habrá otras cosas que hacer. Para empezar, hay que ser prácticos y
no descuidar el gobierno de la casa.
—Ah, es
verdad. —Judith se obligó a concentrarse en asuntos cotidianos—. La señora
Appleton se ocupará de la cocina y la colada, pero diré a Lettie que prepare la
habitación de Hannah. Llegará mañana. Y me figuro que habrá que encargar
comida. ¡No lo he hecho nunca! Siempre lo hacía mamá.
Se quedó un
tanto perpleja y torció el gesto. Judith distaba mucho de ser como su madre o
su hermana, quienes amaban su cocina, con el olor de los guisos, la ropa
blanca, la cera de abeja para la madera, el jabón de limón. Para ellas, llevar
una casa constituía un arte. Para Judith, una distracción de lo que realmente
importaba en la vida aunque, a decir verdad, en su caso todavía no supiera en
qué consistiría eso. No obstante, tenía claro que no serían las tareas del
hogar. Para gran exasperación de su madre, había rechazado al menos dos
proposiciones de matrimonio perfectamente sensatas.
Pero no era
momento para tales pensamientos.
—Pregunta a
la señora Appleton —recomendó Joseph, procurando que su voz sonase firme—.
Tendremos que revisar las agendas y cancelar sus compromisos.
—Mamá iba a
formar parte del jurado de la exposición de flores —dijo Judith, sonriendo y
mordiéndose el labio inferior, con los ojos arrasados en lágrimas—. Tendrán que
buscar una sustituta. Yo no podría hacerlo aunque me lo pidieran.
—Y las
facturas —apuntó Joseph—. Iré al banco y al abogado.
Judith se
quedó plantada en medio del vestíbulo con los hombros encogidos. Llevaba una
blusa blanca y una falda estrecha de color verde. Todavía no se le había
ocurrido vestirse de luto.
—Supongo
que alguien tendrá que ordenar... la ropa y demás cosas. Aún... —Tragó saliva—.
Aún no he entrado en el dormitorio. ¡No puedo!
Joseph
sacudió la cabeza.
—Es
demasiado pronto. No te apures, eso puede esperar. Judith pareció calmarse un
poco, como si hubiese temido que su hermano mayor fuese a obligarla a hacerlo.
—¿Te
apetece un té?
—Sí
—respondió Joseph, sorprendido al constatar lo sediento que estaba. Tenía la
boca seca.
Encontraron
a Matthew en la cocina con la señora Appleton, una mujer fornida y de rostro
afable pese a la testarudez que reflejaba el rictus de su prominente mandíbula.
Estaba de pie junto a la mesa, de espalda a los fogones donde la tetera comenzaba
a silbar. Llevaba el acostumbrado vestido liso azul, y la punta derecha del
delantal de algodón se veía arrugada como si la hubiese usado inconscientemente
para enjugarse las lágrimas. Se sorbió con fuerza la nariz al ver primero a
Judith y luego a Joseph, sin molestarse, por una vez, por que el perro osara
entrar en sus dominios. Tomó aire para decir algo pero, como se sentía incapaz
de mantener la compostura, carraspeó ruidosamente y se volvió hacia Matthew.
—Ya lo hago
yo, señorito Matthew, que si no se va a escaldar. Nunca se le dio bien la
cocina. Lo único que sabía hacer era llevarse mis tartas de mermelada, como si
no hubiese nadie más en la casa para comérselas. ¡Deme eso!
Le arrebató
la tetera y preparó el té armando un considerable jaleo con los cacharros.
Lettie, la
criada, entró silenciosamente; estaba pálida y tenía el rostro manchado de
lágrimas. Judith le pidió que arreglara la habitación de Hannah, y la muchacha
se fue para cumplir la orden, encantada de tener algo que hacer.
Reginald,
el único sirviente varón que trabajaba dentro de la casa, se presentó y
preguntó a Joseph si deseaban tomar vino con la cena y si debía preparar ropa
negra para él o para Matthew.
Joseph
contestó que no, que no tomarían vino, y aceptó el ofrecimiento de disponer de
prendas de luto, tras lo cual Reginald se marchó. El marido de la señora
Appleton, Albert, estaba fuera desahogándose de su pena a solas, trabajando en
su querido jardín.
En la
cocina, se sentaron en torno a la mesa recién fregada, en silencio y sumido
cada uno en sus pensamientos, tomando sorbos de té. La estancia les resultaba
tan familiar como la vida misma. Los cuatro hijos habían nacido en aquella
casa, allí habían aprendido a caminar y a hablar, habían salido a diario por la
puerta principal para ir al colegio. Matthew y Joseph habían partido de allí
para estudiar en la universidad, Hannah para casarse en la iglesia del pueblo.
Joseph recordó las incesantes pruebas del vestido en el cuarto de huéspedes:
Hannah, de pie y tan quieta como podía, mientras Alys daba vueltas a su
alrededor con alfileres en las manos y la boca, un pliegue aquí, una jareta
allí, empeñada en que el traje de novia fuese perfecto. Y lo fue.
Nunca
volvería a verla. Rememoró su perfume, siempre lirio de los valles. El dormitorio
aún olería así.
Hannah
debía de sentirse destrozada. Estaba muy unida a su madre, a quien tanto se
parecía en muchos aspectos, y ya no tendría el modelo que había seguido toda su
vida. No podría compartir con ella los pequeños éxitos y fracasos de su hogar,
el crecimiento de sus hijos, las cosas que iba aprendiendo. Nadie la
tranquilizaría cuando estuviera preocupada, le enseñaría remedios sencillos y
eficaces contra la fiebre y el dolor de garganta, o el modo más fácil de
zurcir, coser o adaptar una prenda de vestir. Aquella camaradería había
desaparecido para siempre.
Para Judith
sería distinto, una herida abierta a causa de las cosas que no habían sido
hechas ni dichas, y que ya no estaría en condiciones de enmendar.
Matthew
dejó su taza sobre la mesa y miró a Joseph.
—Creo que
deberíamos empezar a ordenar parte de los papeles y facturas —dijo. Se puso de
pie empujando la silla.
Judith no
pareció percatarse de que a su hermano le temblaba la voz, ni de que estaba
tratando de dejarla al margen.
Joseph
sabía muy bien a qué se refería Matthew: había llegado la hora de buscar el
documento. Si existía tenía que estar allí, en la casa, si bien costaba
comprender que si su padre tenía intención de mostrárselo a Matthew no lo
hubiese llevado consigo.
—Sí, por
supuesto —convino Joseph, levantándose a su vez. Debían mantener a Judith
ocupada en algo. No tenía por qué saber nada de aquello todavía, y quizás aún
consiguieran ahorrárselo por completo. Se volvió hacia ella—. ¿Te importaría
revisar las cuentas de la casa con la señora Appleton para ver si es preciso
hacer algo al respecto? Tal vez haya que cancelar algún pedido o, cuando menos,
reducirlo. Y mira si hay invitaciones que debamos declinar, esa clase de cosas.
Judith, que
se sentía incapaz de hablar, asintió con la cabeza.
—¿Se
quedarán? —preguntó la señora Appleton conteniendo las lágrimas—. ¿Qué querrá
para cenar, señorito Joseph?
—Cualquier
cosa —contestó él—. Lo que haya preparado.
—Tengo
salmón frío y pudín de frambuesas —dijo la señora Appleton un tanto malhumorada
y agresiva, como si estuviera defendiendo la elección de Alys. Si el menú era
lo bastante bueno para el señor y la señora, sin duda también lo sería para el
señorito, a pesar de las circunstancias—. Y además hay un poco de queso de Ely muy
sabroso —agregó.
—Me parece
excelente, gracias —aceptó Joseph, y siguió a Matthew, que ya había abierto la
puerta.
Fueron por
el pasillo y el vestíbulo hasta el estudio de John Reavley, cuyas ventanas
daban al jardín. El sol aún estaba alto en el horizonte y su luz dorada bañaba
las copas de los árboles del huerto. Las hojas titilaban mecidas por la brisa y
una bandada de estorninos se arremolinó en el cielo, negra sobre refulgente
ámbar, girando en amplias espirales hacia el ocaso.
Joseph echó
un vistazo a la estancia, casi una réplica del estudio que su padre había
ocupado en Cambridge. Había un sencillo escritorio de roble y estanterías que
cubrían buena parte de dos paredes, abarrotadas con toda suerte de libros que
se remontaban a los tiempos de estudiante del propio John. Algunos volúmenes
estaban escritos en alemán. Muchos estaban encuadernados en piel, unos pocos en
tela, muy desgastados, y otros incluso en papel. Un pliego de dibujos
descansaba sobre la mesa de la ventana; se trataba de una adquisición reciente
que no había tenido tiempo de estudiar como era debido.
Una marina
de Bonnington colgaba encima de la chimenea, exquisitamente bella, de un color
que no era azul ni verde, sino esa especie de gris luminoso que contiene ambos
colores. Cuando uno la contemplaba le parecía respirar un aire más limpio y
casi notaba el hormigueo de la sal que llevaba el viento. John Reavley había
amado cuanto contenía aquella habitación, cada objeto señalaba un instante de
belleza o felicidad que había conocido, pero el cuadro de Bonnington era
especial.
Joseph
apartó la vista de él.
—Empezaré
por aquí —dijo, sacando el primer libro de la estantería más próxima a la
ventana.
Matthew
comenzó por el escritorio.
Buscaron
durante media hora hasta que sirvieron la cena, después de ésta continuaron
hasta bien entrada la noche. Judith fue a acostarse, dieron las doce y aún
estaban revolviendo papeles, revisando libros por segunda y tercera vez,
moviendo los muebles incluso. Finalmente se dieron por vencidos y se obligaron
a entrar en el dormitorio principal para hurgar con torpeza en los armarios,
los, estantes donde se guardaban las joyas y los artículos de tocador, los
bolsillos de las prendas colgadas en las perchas. No había ningún documento.
A la una y
media, con dolor de cabeza y los ojos escocidos, Joseph llegó al último sitio
que quedaba por mirar. Se enderezó, moviendo cuidadosamente los hombros para
desentumecerlos.
—No está
aquí —dijo en tono cansino.
Matthew
tardó un poco en contestar. Miraba fijamente el cajón que acababa de registrar
por tercera vez.
—Papá fue
muy claro —repitió con terquedad—. Habló del efecto que tendría. La osadía era
tan grande que no cabría en la mente de casi ningún hombre. Tenía que ser algo
terrible. — Levantó la vista. Tenía los ojos irritados y expresión de enfado,
como si sintiera que Joseph no acababa de creerle—. No podía confiar en nadie
más debido a la identidad de los implicados.
Joseph
estaba demasiado cansado y triste para mostrar una pizca siquiera de
imaginación e inventiva para no herir los sentimientos de su hermano.
—En tal
caso, ¿dónde está? —inquirió—. ¿Es posible que se lo confiara al banco, o al
abogado?
El rostro
de Matthew denotaba negación, aunque por un instante se aferró a esa
posibilidad, puesto que no se le ocurría nada más.
—De todas
formas, mañana tendremos que hablar con ellos. Joseph se sentó en la silla del
escritorio; Matthew estaba sentado sobre la alfombra, junto al cajón.
—No creo
que se lo diera a Pettigrew. —Matthew se apartó el cabello de la frente—. Sólo
es un abogado de familia, lo suyo son los testamentos y los títulos de
propiedad.
—Un lugar
bastante seguro para esconder algo tan valioso como peligroso —razonó Joseph.
Matthew lo
fulminó con la mirada.
—¿Intentas
defender a nuestro padre, demostrar que no se lo imaginó a partir de algo
perfectamente inofensivo?
La
acusación tocó la fibra sensible de Joseph. Eso era exactamente lo que estaba
haciendo, defender, negar, confuso y turbado como estaba por la pérdida,
aturdido por el dolor de cabeza.
—¿Acaso
debería? —inquirió.
—¡Deja de
ser tan puñeteramente razonable! —A Matthew se le quebró la voz, dejando su
emoción al desnudo—. ¡Claro que deberías! ¡No estaba en el coche! No está en la
casa. —Señaló bruscamente hacia la puerta y el descansillo que había más allá
de ésta—. ¿No te parece suficientemente increíble e insólito? ¡Un documento que
demuestra la existencia de una conspiración para arruinar todo aquello que
amamos y en lo que creemos, y que alcanza a estratos tan altos de la sociedad
como la mismísima familia real, pero que cuando nos ponemos a buscarlo, se
esfuma sin dejar rastro!
Joseph no
contestó. Una idea apenas perceptible empezó a formarse en su mente, pero el
agotamiento le impidió captarla.
—¿Qué pasa?
—preguntó Matthew con aspereza—. ¿En qué estás pensando?
—¿Y si
fuera algo evidente? —Joseph frunció el entrecejo—. Me refiero a algo que
estamos viendo pero que no reconocemos. Matthew echó un vistazo a la
habitación.
—¿Como qué?
¡Por el amor de Dios, Joe! ¡Se trata de una conspiración que cambiará el mundo
que conocemos y deshonrará a Inglaterra para siempre! ¡No va a estar colgado en
la pared junto con los cuadros! —Metió los papeles en el cajón y, tras ponerse
de pie, llevó éste de vuelta al escritorio. Volvió a encajarlo en sus ranuras y
lo cerró—. Y antes de que te molestes en preguntarlo, te diré que he quitado y
mirado los fondos de todos los cajones.
—Bien, sólo
caben dos posibilidades —dijo Joseph—. O ese documento existe, o no existe.
—¡Tienes el
don de la clarividencia! —exclamó Matthew en tono de amargura—. Hasta ahí he
llegado por mí mismo.
—¿Y has
sacado la conclusión que existe? ¿Con qué fundamento?
—¡No!
—espetó Matthew—. ¡Si te parece me he pasado la noche registrando la casa de
arriba abajo porque no tenía nada mejor que hacer!
—Es que no
tienes nada mejor que hacer —contestó Joseph—. De todos modos, debíamos revisar
los papeles por si había algo que requiriese nuestra atención. —Señaló el
montón que habían separado—. Y estas cosas, cuanto antes se hacen menos
espantosas resultan. Podemos pensar en una conspiración mientras lo hacemos,
pues siempre es más fácil creer que estamos llevando a cabo una especie de rito
final por nuestros padres, porque ayer todo era como de costumbre, nos
aguardaban años de amor, seguridad y bienestar familiar, y hoy ambos están
muertos...
—¡De
acuerdo! —lo interrumpió Matthew—. Lo lamento. —Volvió a apartarse el abundante
cabello rubio de la cara—. Pero la verdad es que parecía tan seguro... Su voz
estaba cargada de emoción, no había en ella ni una pizca de la mordacidad y la
ironía que solía mostrar. —Torció los labios, y cuando volvió a hablar se le
quebró la voz—. Sé lo mucho que debió de costarle avisarme de algo así.
Detestaba todo cuanto tuviera que ver con el Servicio Secreto. Si no hubiese estado
seguro no habría dicho nada.
—Pues
entonces lo guardó en un sitio que aún no se nos ha ocurrido —concluyó Joseph,
poniéndose de pie—. Vayamos a acostarnos. Son casi las dos y mañana tendremos
mucho que hacer.
—Hemos
recibido un telegrama de Hannah. Llega en el tren de las dos y cuarto. ¿Podrás
ir a buscarla? —preguntó Matthew mientras se frotaba la frente dolorida—. Todo
esto va a resultarle muy duro.
—Sí, tienes
razón. Iré a recogerla. Albert me llevará. ¿Puedo usar tu coche?
—Claro.
—Matthew meneó la cabeza—. Hay algo que no dejo de preguntarme: ¿por qué no
conduciría Albert ayer?
—Sí, es muy
extraño —convino Joseph—. Se lo preguntaré a Albert camino de la estación.
El día
siguiente estuvo lleno de pequeñas obligaciones poco felices. Hubo que
encargarse de los preparativos para el funeral. Joseph fue a ver a Hallam Kerr,
el párroco, y se sentó en la prolija y más bien austera salita de la vicaría
observando cómo el pobre hombre se esforzaba sin éxito por hallar unas palabras
de consuelo espiritual. Mucho más fácil le resultó, en cambio, abordar los
aspectos prácticos: el día, la hora, quién diría el qué, los cánticos. Se
trataba de un ritual eterno que venía celebrándose en aquella antigua iglesia
para todos los difuntos del pueblo desde hacía casi mil años. El que fuera tan
conocido era precisamente lo que más reconfortante lo hacía, pues daba la
tranquilidad de que pese a que el viaje de un individuo hubiese tocado a su
fin, la vida en sí seguía siendo la misma y siempre sería así. En la ceremonia
había una especie de certidumbre que transmitía una paz profunda.
Justo antes
del almuerzo se personó el señor Pettigrew, del bufete de abogados. Era un
hombre menudo, pálido y muy pulcro. Dio el pésame a los presentes, les aseguró
que todos los asuntos legales estaban en orden, y añadió que no, no le habían
confiado ningún documento en custodia recientemente; de hecho, nada a lo largo
del año en curso. Un par de bonos en agosto de 1913 había sido lo último. Evitó aludir al testamento, si bien
todos sabían que tarde o temprano tendrían que abordar aquella cuestión.
El director
del banco, el médico y otros vecinos pasaron de visita o a dejar flores y
tarjetas. Nadie sabía muy bien qué decir, pero a todos los movía la
generosidad. Judith les ofrecía té, que a veces, aceptaban dando lugar a
conversaciones incómodas.
A primera
hora de la tarde Albert Appleton llevó a Joseph a la estación de Cambridge para
recoger a Hannah cuando llegara en el tren procedente de Londres. Joseph iba
sentado a su lado en la parte delantera del Talbot Sunbeam de Matthew mientras
recorrían los caminos flanqueados de rosas silvestres y trigales casi listos
para la cosecha, salpicados aquí y allá de amapolas escarlata.
Albert no
apartaba los ojos de la carretera. Tenía aspecto de cansado, y bajo el oscuro
bronceado la piel aparecía apergaminada; además, esa mañana no se había
afeitado con la pulcritud habitual. No era la clase de hombre que manifestaba
su pena, pero había llegado a St. Giles a los dieciocho años y servido a John
Reavley toda su vida adulta. Para él, la muerte de éste constituía el final de
una época.
—¿Sabe por
qué mi padre decidió conducir él mismo ayer? —preguntó Joseph mientras
recorrían la sombra de una alameda.
—No,
señorito Joseph —respondió Albert. Pasaría mucho tiempo antes de que lo llamara
«señor Reavley», si alguna vez llegaba a hacerlo—. Lo único que puedo decirle
es que el viejo ciruelo del huerto tiene una rama que cuelga muy baja, casi
hasta el suelo. Me pidió que viera si era posible salvarla. La apuntalé, pero eso
no siempre da buen resultado. A la que se levanta un poco de viento vuelve a
soltarse y se rompe de mala manera. Deja un tajo en el tronco y echa el árbol a
perder. Basta con que refresque para que la escarcha haga el resto.
—Ya veo.
¿Conseguirá salvarlo?
—Lo mejor
será cortarla.
—¿Sabe por
qué lo acompañó mi madre?
—Le
apetecería ir con él, imagino. —Siguió mirando fijamente al frente.
Joseph no
volvió a hablar hasta que llegaron a la estación. Albert era de esas personas
con las que se podía pasar el rato en un silencio cordial, y así lo recordaba
Joseph desde cuando era crío y soñaba despierto en el huerto o el jardín.
Albert
aparcó el coche delante de la estación y Joseph fue hasta el andén a esperar.
Había una media docena de personas y se guardó de mirar a nadie a los ojos por
si encontraba a algún conocido. Lo último que deseaba era que le dieran
conversación.
El tren
llegó puntual, escupiendo humo y chirriando al detenerse junto al andén. Las
puertas se abrieron con un ruido metálico. La gente se saludaba a voz en cuello
y trajinaba con los equipajes. Joseph vio a Hannah casi de inmediato. Las pocas
pasajeras a la vista lucían brillantes colores veraniegos o delicados tonos
pastel. Hannah iba de luto riguroso, con un fino traje de viaje totalmente negro.
El dobladillo de la falda ahuecada aparecía manchado de polvo y unas
relucientes plumas negras decoraban el sobrio aunque elegante sombrero. La tez
pálida, los grandes ojos pardos y las delicadas facciones del rostro la
asemejaban tanto a Alys que, por un instante, Joseph sintió que perdía el
control de sus emociones, presa de un dolor insoportable. Permaneció inmóvil
mientras la gente pasaba por su lado a empellones, incapaz de pensar ni de
enfocar la vista siquiera.
De pronto
Hannah estuvo delante de él, con su bolsa de viaje en una mano y las mejillas
bañadas en lágrimas. Dejó caer la bolsa al suelo y aguardó a su hermano.
Joseph la
abrazó, estrechándola con fuerza. Notó que temblaba. Había preparado algo que
decirle pero en ese momento no acudía a su mente, todo le parecía trivial y
predecible. Era religioso, por lo que se suponía que poseía la fe que daba
respuesta a la muerte y vencía el dolor que le consumía a uno las entrañas.
Ahora bien, también sabía lo que era la pérdida de un ser querido, brusca y
reciente, y lo ineficaces que resultaban las palabras para llegar hasta el
corazón de los dolientes.
¡Por Dios,
debía hallar algo que decirle a Hannah! ¿De qué servía su vocación si,
precisamente él, era incapaz de consolarla?
Finalmente
se apartó de ella, cogió su bolsa y la condujo hasta donde Albert aguardaba
junto al coche.
Hannah se
detuvo, mirando fijamente aquel vehículo desconocido, como si hubiese esperado
ver el Lanchester amarillo, y entonces, ahogando un grito, cayó en la cuenta
del motivo por el que no estaba allí.
Joseph la
sostuvo por el codo y la ayudó a subir al asiento de atrás, recogiéndole las
faldas negras a la altura de los tobillos antes de cerrar la puerta y rodear el
coche para sentarse a su lado.
Albert hizo
lo propio detrás del volante y puso el motor en marcha.
Hannah no
dijo nada. Era a Joseph a quien correspondía hablar antes de que el silencio
fuese demasiado opresivo. Ya había resuelto no mencionar el documento. Sería
una preocupación añadida, y ella poco podría hacer al respecto.
—Judith
estará muy contenta de verte —comenzó.
Hannah lo
miró levemente sorprendida y Joseph comprendió al instante que estaba sumida en
sus pensamientos, absorta en la pérdida que acababa de sufrir. Como si leyera
tal apreciación en los ojos de su hermano, Hannah esbozó una sonrisa, como
quien admite una culpa.
Joseph
acercó la mano a ella, con la palma abierta hacia arriba, y Hannah la tomó en
la suya. Durante varios minutos permaneció en silencio, conteniendo las
lágrimas.
—Si tú
aciertas a verle sentido —dijo por fin—, por favor, no me lo digas ahora. No
creo que lo soportara. No quiero saber nada de un Dios que hace estas cosas.
Sobre todo, no quiero que nadie me diga que debería amarlo, ¡porque no lo amo!
Varias
respuestas acudieron a los labios de Joseph, todas ellas racionales y bíblicas,
pero ninguna contestaba lo que ella necesitaba.
—Es normal
que sufras —dijo en cambio—. No creo que Dios espere que ninguno de nosotros se
lo tome con calma.
—¡Sí que lo
espera! —replicó Hannah, y a punto estuvo de quebrársele la voz—. «¡Hágase tu
voluntad!» —Meneó la cabeza—. Pues yo no puedo decir eso. Es estúpido, horrible
y carece de sentido. No tiene nada de bueno. —Hacía lo posible por que la ira
venciera su espantoso pesar—. ¿Murió alguna otra persona en el otro coche?
—inquirió—. Porque tuvo que haber otro coche. Papá no se habría salido de la
carretera así por las buenas, digan lo que digan.
—No hubo
ningún otro herido, y tampoco hay pruebas de que hubiera otro coche.
—¿Qué
quieres decir con eso de «pruebas»? —exclamó colérica, sonrojándose—. ¡No seas
tan pedante, tan obscenamente razonable! ¡Si nadie lo vio, será que no lo hubo
y punto!
Joseph no
discutió. Hannah necesitaba enfadarse con alguien, y él la dejó hacer hasta que
cruzaron la verja y el coche se detuvo ante la puerta principal. Entonces
Hannah respiró hondo varias veces, estremeciéndose, se sonó la nariz y anunció
que estaba lista para entrar. Pareció a punto de agregar algo, quizá más
amable, mirando fijamente a Joseph con los ojos arrasados en lágrimas mientras
Albert mantenía abierta la puerta del coche. No obstante, cambió de parecer y
se apeó, aceptando la mano que Albert le ofrecía para ayudarla.
Los
hermanos cenaron juntos en silencio. De vez en cuando uno de ellos sacaba a
colación algún detalle de tipo práctico pendiente de resolver, pero nadie hacía
mucho caso. El dolor era como una quinta entidad en la estancia y dominaba todo
lo demás.
Más tarde
Joseph fue otra vez al estudio de su padre para asegurarse de que se habían
escrito todas las cartas a los amigos de la familia informando de la muerte de
John y Alys y anunciando la hora del funeral. Vio que Matthew había redactado
la carta que consideraba más importante, dirigida a Shanley Corcoran, el amigo
más íntimo de su padre. Habían ido juntos al mismo colegio mayor de la Universidad de
Cambridge —Gonville and Caius—, y habían estudiado Ciencias Exactas. Sería uno
de los asistentes más difíciles de saludar en la iglesia, dado que su pena
sería muy profunda, pues sus recuerdos se remontaban al pasado, entretejiéndose
con los mejores días de ambos.
Sin
embargo, en cierto modo sería reconfortante compartir la pena. Quizá más
adelante fueran capaces de hablar acerca de John. Así mantendrían viva una
parte de su ser. A Corcoran nunca le aburriría hacerlo, jamás diría «ya basta»
ni permitiría que el recuerdo se hundiera en alguna placentera región del
pasado donde la intensidad del presente dejara de ser molesta.
A eso de
las nueve y media se presentó un agente de la policía local. Era un hombre
joven, más o menos de la edad de Matthew, aunque presentaba un aspecto cansado
y agobiado.
—Lo siento
mucho —dijo, meneando la cabeza y apretando los labios—. No sabe cuánto los
echaremos en falta. Ambos eran grandes personas.
—Gracias
—contestó Joseph con sinceridad. Resultaba grato oírlo, aunque agudizara la
pena. Permanecer callado habría sido como negar que tenían su sitio en la
comunidad.
—El domingo
fue un mal día en todos los sentidos —prosiguió el agente, incómodo en medio
del vestíbulo—. ¿Se ha enterado de lo que ocurrió en Sarajevo?
—No...
—Joseph no sentía el menor interés, pero no quería resultar descortés.
—Un loco
disparó contra el archiduque de Austria y su esposa. —El agente sacudió la
cabeza—. ¡Ambos están muertos! Me figuro que no habrá tenido tiempo de leer los
periódicos.
—No.
—Joseph apenas entendía de qué le estaba hablando. No había pensado en los
periódicos ni por un instante. El resto del mundo parecía no existir, como si
no formara parte de su vida—. Lo lamento.
El agente
se encogió de hombros.
—Eso queda
muy lejos de aquí, señor. Probablemente no tenga ninguna consecuencia para
nosotros.
—No.
Gracias por venir, Barker.
El agente
bajó la vista, pestañeando.
—Lo lamento
de veras, señor Reavley. Este pueblo no será el mismo sin ellos.
—Gracias.
* * *
2
El funeral
de John y Alys Reavley se celebró la mañana del 2 de julio en la iglesia parroquial de Selborne St. Giles. Era un
día cálido y sin brisa, y el perfume de la madreselva que cubría la entrada
techada del cementerio embalsamaba el aire, haciendo que uno se amodorrase
incluso antes del mediodía. Los tejos se veían polvorientos bajo el sol.
El cortejo
llegó muy despacio. Los hombres jóvenes del pueblo portaban a hombros los
ataúdes. La mayoría había ido al colegio con Joseph o Matthew, al menos durante
los primeros años de infancia, habían jugado a fútbol con ellos o pasado horas
a la orilla del río pescando o simplemente soñando mientras los veranos se
sucedían. En ese momento caminaban arrastrando los pies, poniendo cuidado en
mirar siempre al frente y mantener el equilibrio sin tropezar. Las piedras
inclinadas del sendero estaban desgastadas por mil años de fieles, dolientes y
oficiantes cuyos pasos habían recorrido el mismo camino desde los tiempos de
los sajones hasta la actualidad, el mundo moderno del nieto de Victoria, Jorge
V.
Joseph iba
tras ellos llevando del brazo a Hannah, que se esforzaba por no perder la
compostura. Había adquirido un nuevo vestido negro en Cambridge, así como un
sombrero negro de paja con velo. Caminaba muy erguida, pero Joseph estaba
seguro de que debía de tener los ojos prácticamente cerrados, pues se aferraba
a él para que la guiara. Había aborrecido los días de espera. Cada habitación a
la que entraba le recordaba la pérdida sufrida. Lo peor era la cocina, pues
estaba llena de recuerdos: las prendas que Alys había cosido, los platos con
flores silvestres pintadas que tanto le gustaban, la canasta plana que empleaba
para recoger rosas secas, la muñequita de maíz que había comprado en la feria de
Madingley. Los aromas a comida le habían hecho recordar a su madre comprando,
cocinando, sobre todo platos regionales como los panecillos tostados de
levadura y el pan dulce hecho con manteca de cerdo, y, en invierno, los
crujientes aros de cebolla.
Disfrutaba
comprando el queso azul Double Cottenham y la mantequilla por tarros en vez de
usar los pesos modernos. Las cosas más insignificantes eran las que más le
dolían, quizá porque la pillaban desprevenida: Lettie disponiendo flores en el
jarrón equivocado, uno que Alys jamás hubiese elegido; Horatio, el gato,
sentado en la antecocina, donde Alys nunca lo habría permitido; el repartidor
de la pescadería mostrándose descarado y contestando en un tono que antes no se
habría atrevido a emplear. Eran las primeras señales de un cambio irrevocable.
Matthew y
Judith iban unos pocos pasos atrás, tensos y mirando fijamente al frente. Ella
también llevaba un vestido negro nuevo con las mangas hasta el dorso de las
manos y la falda tan estrecha que la obligaba a caminar dando pasos cortos. No
le gustaba demasiado, pero lo cierto era que la favorecía, creando un efecto
dramático. Naturalmente, su sombrero también estaba provisto de velo.
Dentro de
la iglesia, donde el aire era más fresco, el olor de las piedras y el moho de
los viejos libros se mezclaba con la penetrante fragancia de las flores. Joseph
reparó en ellas de inmediato llevándose una sorpresa. Las mujeres del pueblo
debían de haber despojado sus jardines de todas las flores blancas que ya se
habían abierto, pues había rosas, polemonios, clavelinas y enramadas de
margaritas de todos los tamaños, simples y dobles. Formaban una especie de
espuma blanca que se derramaba, brillante a causa del sol que entraba por las
vidrieras, desde la antigua madera tallada del altar. Le constó que eran para
Alys. Su madre había sido la clase de mujer que todo el pueblo deseaba que
fuera: modesta, leal, afable, capaz de guardar un secreto, orgullosa de su
hogar y encantada de cuidar de él. Siempre se había mostrado dispuesta a intercambiar
recetas con la señora Worth y esquejes con la parlanchina Tucky Spence, y se
había mostrado paciente con las interminables historias de la señorita Anthony
acerca de su sobrina de Sudáfrica.
John les
había resultado algo más difícil de comprender. Se trataba de un hombre con un
intelecto por encima de lo habitual, que había estudiado mucho y viajado con
frecuencia al extranjero. Ahora bien, cuando se encontraba allí, sus placeres
eran muy simples: su familia y su jardín, los artefactos antiguos, las
acuarelas del siglo anterior, que disfrutaba restaurando y volviendo a
enmarcar. Le encantaban las gangas y rebuscaba en las tiendas de antigüedades y
de segunda mano, escuchando de buena gana los relatos pintorescos de personas
corrientes, siempre pronto a compartir un chiste, cuanto más largo y complicado
mejor.
Joseph
estaba pensando en esas cosas cuando comenzó el oficio religioso y se fijó en
todos aquellos rostros conocidos, tristes y turbados por el precipitado luto.
El nudo que se le hizo en la garganta le impidió entonar los cánticos.
Luego le
llegó el turno de hablar, aunque brevemente, como representante de la familia.
No deseaba predicar, no era el momento de hacerlo. Que otro se ocupara de ello;
el mismo Hallam Kerr, si tenía ganas. Joseph estaba allí como hijo para
recordar a sus padres. Su intervención nada tenía que ver con las alabanzas,
sino con el amor.
Le costó
trabajo evitar que se le quebrase la voz, mantener sus pensamientos en orden y
expresarse con palabras claras y simples. Pero ésa, al fin y al cabo, era su
más destacada aptitud. Conocía de primera mano el pesar por la pérdida de un
ser querido y había explorado ese sentimiento hasta lo más recóndito de su
mente.
—Henos aquí
reunidos, en el corazón de nuestro pueblo, tal vez en su alma, para dar un
adiós temporal a dos miembros de esta comunidad que fueron vuestros amigos y
nuestros padres, y hablo en mi nombre, en el de mi hermano Matthew y en el de
mis hermanas Hannah y Judith.
Titubeó por
un instante, esforzándose por conservar la compostura. No se produjo un solo
movimiento o susurro entre los rostros levantados hacia él.
—Todos
vosotros los conocíais —prosiguió—. Coincidíais en la calle día tras día, en la
estafeta de correos, en las tiendas, junto a la tapia del jardín. Y, sobre
todo, os encontrabais aquí. Eran buenas personas, y su partida nos duele y nos
aflige. —Se detuvo un instante, antes de continuar—. Echaremos de menos la
paciencia de mi madre, su espíritu de esperanza que nunca se limitaba a vanas
palabras, pues jamás negaba el mal o el sufrimiento, sino que traducía la fe en
que todo podía superarse y la confianza en un futuro mejor. No debemos fallarle
olvidando lo que nos enseñó. Debemos agradecer todas las vidas que nos han dado
felicidad, pues sólo con gratitud lograremos atesorar ese don para servirnos de
él y transmitirlo en toda su pureza a los demás.
Joseph
percibió un movimiento, un asentimiento colectivo por parte del centenar de
personas que lo miraban, tristes y abatidas por lo inesperado de aquel pesar,
cada cual herida por sus propios recuerdos.
—Mi padre
era distinto —continuó—. Su mente era brillante pero su corazón sencillo. Sabía
escuchar al prójimo sin sacar conclusiones precipitadas. Era capaz de contar
los chistes más largos, divertidos e intrincados que jamás haya oído contar, y
éstos nunca eran soeces ni crueles. Para él, la falta de amabilidad era el peor
de los pecados. Podías ser valiente y honesto, obediente y devoto, pero si no
sabías ser amable, eras un desdichado.
Se
sorprendió sonriendo ante aquellas palabras, pese a que su voz estaba tan
ahogada por las lágrimas que costaba entender con claridad lo que decía.
—Cierto es
que no le preocupaban mucho las ceremonias religiosas. Más de una vez se durmió
en la iglesia y se despertó aplaudiendo al creer por un instante que se
encontraba en el teatro. No soportaba la intolerancia y pensaba que quienes
profesan una creencia a veces se cuentan entre los peores déspotas. Ahora bien,
habría defendido a san Pablo con su propia vida por sus palabras sobre el amor:
«Aunque hable las lenguas de los hombres y los ángeles, si no tengo caridad no
soy nada.»
»No era
perfecto pero era amable, y comprensivo con las debilidades del prójimo. De
buen grado trabajaré incansablemente toda mi vida para que podáis decir lo
mismo de mí cuando me llegue la hora de decir adiós temporalmente.
Temblaba de
alivio cuando regresó a su sitio junto a Hannah y ésta le estrechó la mano. No
obstante, advirtió que debajo del velo lloraba y que no volvería la vista hacia
él.
Hallam Kerr
subió al púlpito y le dio las gracias con palabras grandilocuentes y seguras
aunque curiosamente desprovistas de convicción, como si también él se sintiera
perdido. Continuó con el funeral del modo acostumbrado, las palabras y la
música entretejidas como un hilo brillante a través de la historia de la vida
del pueblo. El oficio religioso era tan cierto y rico como el paso de las
estaciones, apenas distinto de un año a otro a lo largo de los siglos.
Después
Joseph asumió el papel que en parte resultaba más angustioso, plantándose en la
puerta de la iglesia para estrechar la mano de quienes deseaban dar el pésame a
la familia, tratando de expresar su dolor y su apoyo, por lo general con
bastante torpeza. Aún quedaban cosas por decir, como si el funeral, por sí
solo, no bastara. En el aire flotaba un ansia, una necesidad insatisfecha que
Joseph percibía y le hacía que se sintiera vacío. Cuando más las necesitaba,
las palabras habían perdido todo su poder. El último retazo de confianza en sí
mismo pareció escurrírsele entre los dedos.
Judith y
Hannah permanecían juntas, resguardadas en la sombra del pórtico de la iglesia.
Matthew todavía no había salido. Joseph avanzó hacia el sol para hablar con
Shanley Corcoran, que aguardaba a pocos metros, vestido de negro; su cabello
prematuramente blanco era como una aureola bajo la resplandeciente luz de la
mañana. No se trataba de un hombre alto, y sin embargo la fuerza de su carácter
y su vitalidad infundían un respeto que mantenía a la gente apartada, si bien
casi nadie lo conocía ni, mucho menos, estaba al corriente de sus logros, los
cuales tampoco habrían comprendido en caso de que se los hubieran referido. La
palabra «científico» tendría que haber sido suficiente.
Fue al
encuentro de Joseph, tendiendo las manos, con el rostro transido de pena.
—Joseph
—dijo simplemente.
Joseph
sintió su afectuoso contacto, y la emoción que éste suscitó le resultó casi
insoportable. La familiaridad en el trato de un amigo tan próximo resultaba
abrumadora. Fue incapaz de hablar.
Orla Corcoran
acudió a socorrerlo. Era una mujer hermosa, con una exótica tez morena, y su
traje de seda negra, con su elegante cintura y el vuelo de la chaqueta por
debajo de las caderas, constituía el cumplido perfecto a su delicada figura.
—Joseph
sabe bien lo mucho que lo sentimos, querido —dijo, posando una mano enguantada
en el brazo de su marido—. No es preciso que nos esforcemos por expresar algo
para lo que no hay palabras. Todo el pueblo aguarda. Ahora es su turno, y
cuanto antes haya cumplido con este deber, antes podrá retirarse la familia a
su casa para estar a solas. —Miró a Joseph—. Quizá dentro de unos días
podríamos visitaros con más calma.
—Por
supuesto —dijo Joseph impulsivamente—. Háganlo, por favor. Yo no regresaré a
Cambridge hasta la semana que viene, por lo menos. Ignoro qué hará Matthew,
pues aún no hemos hablado de ello. Lo único que nos preocupaba era pasar el día
de hoy.
—Naturalmente
—convino Corcoran, soltando por fin la mano de Joseph—. Y sin duda Hannah
regresará a Portsmouth, ¿verdad? —Frunció el entrecejo con expresión de
inquietud—. Me figuro que Archie está en el mar, pues no lo he visto por aquí.
Joseph
asintió con la cabeza.
—Sí. Aunque
quizá le concedan permiso por motivos familiares cuando arribe al próximo
puerto.
No podía
hacer nada por Hannah, que debía enfrentarse a la dura prueba de ayudar a sus
hijos a superar el dolor por la muerte de sus abuelos. Se trataba de la primera
pérdida de sus vidas e iban a necesitarla más que nunca. Ya llevaba fuera más
de media semana.
—Por supuesto,
es posible —admitió Corcoran, quien todavía miraba a Joseph con ceño, a todas
luces preocupado.
—¿Por qué
no iba a ser posible? —preguntó Joseph con cierta brusquedad—. ¡Por el amor de
Dios, su esposa acaba de perder a sus padres!
—Ya lo sé,
ya lo sé —dijo Corcoran amablemente—, pero Archie es un oficial en servicio
activo. Me imagino que habréis estado demasiado consternados para seguir las
noticias del mundo, como es natural. No obstante, el asesinato perpetrado en
Sarajevo es muy alarmante.
—Sí —dijo
Joseph sin entender—. Los mataron a tiros, ¿verdad? —¿Realmente importaba? ¿Por
qué lo sacaba Corcoran a colación en ese momento?—. Lo siento, pero...
Corcoran
hundió los hombros, un tanto abatido. Fue un gesto tan leve que apenas se
percibió, pero su expresión ensombrecida iba más allá de la pena; le daba miedo
lo que estaba por venir.
—No fue un
loco aislado con un arma —dijo con gravedad—. Se trata de algo mucho más
complejo que eso.
—¿De veras?
—dijo Joseph, incrédulo y sin comprenderle.
—Había varios
asesinos —explicó Corcoran en tono grave—. El primero no hizo nada, el segundo
arrojó una bomba pero el chofer la vio venir y se las arregló para acelerar y
esquivarla. — Apretó los labios—. El hombre que la arrojó tomó alguna clase de
veneno y luego saltó al río, pero lo sacaron del agua y sobrevivió. La bomba
explotó e hirió a varias personas. Las llevaron al hospital.
Hablaba en
voz muy baja, como si no quisiera que las demás personas presentes en el
cementerio lo oyeran, pese a tratarse de un asunto público. Quizá no habían
captado el alcance de lo ocurrido.
—El
archiduque prosiguió con los actos previstos para el día —continuó, haciendo
caso omiso del gesto de Orla—. Acudió a la recepción en el ayuntamiento y luego
decidió visitar a los heridos, pero el chofer se equivocó de bocacalle y se
encontró cara a cara con el asesino, que se subió al estribo del coche y
disparó al archiduque en el cuello y a la duquesa en el vientre. Ambos
fallecieron en cuestión de minutos.
—Lo
lamento. —Joseph se estremeció con una mueca de dolor. Se imaginó la escena,
pero en cuanto lo hizo los rostros de las víctimas se convirtieron en los de
John y Alys, y la muerte de dos aristócratas austriacos a más de mil kilómetros
de distancia volvió a perder importancia.
Corcoran lo
cogió otra vez por el brazo con todas sus fuerzas.
—Se realizó
de forma caótica pero surge de una corriente de sentimiento, Joseph —dijo en
voz baja—. Podría conducir a una guerra entre Austria y Serbia, y en tal caso
es posible que Alemania se involucre. Ayer el káiser deshizo su alianza con
Austria-Hungría.
Joseph
estuvo a punto de decir que le parecía muy poco probable, pero vio en los ojos
de Corcoran hasta qué punto éste hablaba en serio.
—¿De veras?
—inquirió, perplejo—. Lo más seguro es que se trate de un castigo, una
reparación o algo de esa índole, ¿no? Es un asunto interno del Imperio
austro—húngaro, ¿no cree?
Corcoran
asintió con la cabeza, retirando la mano.
—Tal vez.
Si al mundo le queda algo de cordura, así será.
—¡Claro que
será así! —intervino Orla con firmeza—. Será una desgracia para los serbios,
pobre gente, pero no es algo que nos ataña. No inquietes a Joseph con esas
ideas, Shanley —añadió con una sonrisa—. Bastante tenemos con nuestra pena como
para hacernos cargo de las de otros.
Corcoran se
vio imposibilitado de contestar por la llegada de Gerald y Mary Allard, unos
amigos de la familia a quienes Joseph conocía desde hacía muchos años. Elwyn
era su hijo menor, y el mayor, Sebastian, un muchacho de notable talento, era
alumno de Joseph, quizás el mejor. Parecía dominar no sólo la gramática y el
vocabulario de los idiomas extranjeros sino también su musicalidad, la sutileza
de los significados y el sabor de las culturas que los ha producido.
Joseph vio
de inmediato que era un muchacho prometedor, y lo alentó a conseguir una plaza
en Cambridge para estudiar lenguas antiguas, no sólo las bíblicas sino los
grandes idiomas de la cultura clásica. Sebastian había aprovechado la
oportunidad, trabajando con afán y una sorprendente disciplina para un chico de
su edad, y se convirtió en el más aventajado de los estudiantes, licenciándose
con matrícula de honor. En ese momento seguía estudios de pos— grado antes de
iniciar una carrera que Joseph le auguraba brillante como catedrático y
filósofo, y tal vez hasta como poeta.
Mary cruzó
una mirada con Joseph y sonrió, con expresión de pena.
Gerald se
aproximó. Era un hombre agradable, de apariencia corriente y pelo rubio, y con
una actitud benévola que sin embargo le otorgaba una apostura algo mediocre. Tras
las presentaciones de rigor, los Corcoran se marcharon.
—Lo siento
—murmuró Gerald, meneando la cabeza—. Lo siento mucho.
—Gracias
—dijo Joseph, deseando responder algo acertado y al mismo tiempo huir de allí.
—Elwyn está
aquí, por supuesto —dijo Mary, señalando con un ademán por encima del hombro
hacia el lugar donde Elwyn Allard estaba conversando con Pettigrew, el abogado,
ansioso por ir a reunirse con los muchachos de su edad—. Por desgracia,
Sebastian ha tenido que quedarse en Londres —agregó—. Un compromiso previo que
no podía romper. —Era una mujer delgada, de rasgos sorprendentemente marcados,
cabello oscuro y una hermosa tez aceitunada—. Aunque estoy totalmente segura de
que sabes lo mucho que lo siente.
Gerald
carraspeó como si fuese a decir algo, posiblemente manifestando su desacuerdo,
a juzgar por su expresión sombría, pero cambió de parecer.
Joseph les
dio las gracias de nuevo y se disculpó antes de ir a hablar con otras personas.
La
amabilidad, la tristeza, la incomodidad parecían prolongarse interminablemente,
pero por fin se fue terminando. Vio que la señora Appleton, apenada y pálida,
se despedía del párroco y emprendía el regreso hacia la casa. Todo estaba
preparado para recibir a los amigos más próximos, lo único que tendría que hacer
el servicio sería retirar las telas de muselina que cubrían la comida ya
dispuesta en las mesas. A Lettie y Reginald también les habían concedido tiempo
libre pero ambos estarían de vuelta a tiempo para ayudar a recoger.
La casa
quedaba a poco más de medio kilómetro de la iglesia, y la gente fue saliendo
lenta y desordenadamente por la entrada techada del campo santo y recorrió la
calle que se adentraba en el pueblo para luego torcer a la derecha hacia el
hogar de los Reavley. Todos se conocían y formaban parte integrante de la vida
de los demás. Habían acudido a bautizos, bodas y funerales recorriendo aquellas
apacibles calles, habían discutido y hecho las paces, juntos habían reído y
chismorreado, entrometiéndose para bien o para mal.
Ahora los
unía la aflicción, y eran pocos quienes precisaban palabras para expresarla.
Joseph y
Hannah los recibían en la puerta principal. Matthew y Judith ya habían entrado,
ella en el salón y él, en principio, para ir en busca del vino y escanciarlo.
Hicieron
pasar al último invitado y Joseph lo siguió. Estaba atravesando el vestíbulo
cuando Matthew salió del estudio de John con cara de preocupación.
—Joseph,
¿has estado ahí dentro esta mañana?
—¿En el
estudio? No. ¿Por qué? ¿Has perdido algo? —No. No había vuelto a entrar desde
anoche.
De haber
presentado un semblante menos preocupado Joseph se habría impacientado, pero la
inquietud que torcía el gesto de su hermano le llamó la atención.
—Si no has
perdido nada, ¿qué ocurre? —preguntó.
—He sido—el
último en salir esta mañana —contestó Matthew en voz muy baja para evitar que
alguno de los presentes lo oyera—. Después de la señora Appleton —prosiguió—, y
ella no ha regresado, ha estado todo el tiempo en el funeral.
—¡Dónde
querías que estuviera!
—Alguien ha
estado ahí dentro —dijo Matthew quedamente, pero sin ningún titubeo o tono de
interrogación en la voz—. Sé exactamente cómo lo dejé todo. Son los papeles.
Están perfectamente apilados y dejé algunos un poco salidos, a modo de punto.
—¿Horatio?
—preguntó Joseph, pensando en el gato.
—La puerta
estaba cerrada —respondió Matthew.
—Entonces
será que la señora Appleton... —Joseph dejó la frase por la mitad al ver la
expresión grave de Matthew—. ¿Qué estás insinuando?
—Alguien ha
entrado aquí mientras nosotros estábamos en el funeral —contestó Matthew—.
Nadie habrá reparado en los ladridos de Henry, ya que estaba encerrado en la
caseta del jardín.
No veo que
falte nada..., y no me salgas con que fue un vulgar ratero. Cerré con llave, y
no me olvidé de la puerta de atrás. Además, un ladrón no hubiese revisado los
papeles de nuestro padre, se hubiera llevado la plata y los adornos fáciles de
transportar. El jarrón de cristal y plata sigue sobre la repisa de la chimenea
y las cajas de rapé encima de la mesa, y no digamos ya el Bonnington, que es lo
bastante pequeño como para transportarlo sin problemas.
Las ideas
se agolpaban atropelladamente en la cabeza de Joseph, pero antes de que pudiera
expresar ninguna de ellas con palabras,
Hannah
salió del comedor. Escrutó los semblantes de sus hermanos y preguntó:
—¿Qué está
pasando aquí?
—Matthew ha
extraviado algo, eso es todo —contestó Joseph
Voy a ver
si lo ayudo a encontrarlo. Enseguida me reúno con vosotros.
—¿Tan
importante es eso ahora? —inquirió ella agudizando la voz, que casi se le quebró—.
¡Por el amor de Dios, ven y habla con la gente! ¡Te están esperando! ¡No puedes
dejarlos plantados! ¡Es horrible!
—Prefiero
echar un vistazo antes —contestó Matthew con firmeza antes de que lo hiciera
Joseph—. ¿Has estado arriba desde que has vuelto a casa?
Hannah, que
no daba crédito, abrió los ojos como platos.
—¡Pues
claro que no! Tenemos a medio pueblo en casa, son nuestros invitados, ¿o es que
no te has dado cuenta?
Matthew
dirigió una mirada a Joseph y luego, volviéndose hacia Hannah, dijo en voz
baja:
—Es
importante. Lo siento. Bajaré dentro de nada. ¿Joe?
Matthew
respiró hondo, fue hasta el pie de la escalera y subió.
Joseph lo
siguió. Hannah se quedó en medio del vestíbulo, echando chispas. Cuando aquél
alcanzó el rellano, Matthew se encontraba en la entrada del dormitorio de sus
padres, recorriendo el interior con la mirada como para memorizar cada objeto,
cada línea y cada sombra, así como las brillantes listas de luz que entraban
por la ventana y cruzaban las tablas del entarimado y la alfombra. Resultaba
dolorosamente familiar; todo seguía tal como recordaba: la cómoda de roble
oscuro con los cepillos de su padre y la caja de piel que Alys le había
regalado para los gemelos de los puños y los cuellos de las camisas; el tocador
de Alys, con el espejo ovalado cuyo soporte necesitaba un calzo de papel para
mantenerse en el ángulo adecuado; las bandejas y boles de cristal tallado para
las horquillas, los polvos, los peines, el armario ropero con la sombrerera
redonda en lo alto.
Allí le
había dicho a su madre que iba a dejar los estudios de Medicina porque no
soportaba la impotencia que sentía ante el dolor cuando no estaba en
condiciones de aliviarlo, a sabiendas de la decepción que se llevaría su padre.
John había deseado ardientemente que fuese médico, aunque nunca le explicó por
qué. Apenas dijo nada al enterarse, aunque no comprendió la decisión de su
hijo, a quien su silencio hizo más daño que cualquier acusación o exigencia de
explicaciones.
Y más
adelante Joseph había vuelto a entrar allí para anunciar a su madre que iba a
casarse con Eleanor. Fue un día de invierno en que la lluvia repiqueteaba en
las ventanas. Alys se estaba arreglando el pelo después de cambiarse para
cenar. Siempre había tenido un cabello precioso.
Joseph se
obligó a regresar al presente.
—¿Falta
algo? —preguntó en voz alta.
—Me parece
que no. —Matthew no hizo ademán de entrar—. Pero puede que sí, porque noto algo
distinto.
—¿Estás
seguro? —Fue una pregunta estúpida ya que era obvio que Matthew no lo estaba.
Sencillamente ansiaba negar una realidad que iba cobrando forma y afianzándose
en su mente a cada segundo que pasaba—. No veo nada —agregó.
—Espera un
momento. —Matthew levantó la mano como para impedir que Joseph lo adelantara,
si bien éste no se había movido—. Hay algo... Todavía no sé exactamente el
qué... Está... muy ordenado. No da la impresión de que alguien acabe de salir.
—La señora
Appleton... —dijo Joseph.
—No —lo
interrumpió Matthew—. Es demasiado pronto para que haya entrado aquí. Aún le
parecerá una intromisión, como si lo hiciera a espaldas de mamá.
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