sábado, 18 de febrero de 2012

Libro: Anne Perry (Las tumbas del Mañana) Parte 1/5 [Primer Guerra Mundial]







LAS TUMBAS DEL MAÑANA 01



Intriga y crimen durante la 1° Guerra Mundial

Anne Perry



Cambridge, Inglaterra, semanas previas al estallido de la Primera Guerra  Mundial. Joseph  Reavley recibe la visita inesperada de su hermano Matthew, quien le anuncia la fatídica muerte de sus padres en un accidente de tráfico. A su dolor se suma el desasosiego: la noche anterior a los hechos, John Reavley había revelado a su hijo Matthew que estaba en posesión de un documento que iba a cambiar la historia de Inglaterra para siempre. Matthew y él habían decidido encontrarse en Londres para discutir sobre el tema, pero nunca tuvieron oportunidad de hacerlo. Joseph –desde su cátedra de Cambridge- y Matthew —desde su cargo en el Servicio Secreto de Inteligencia británico—   intentarán averiguar qué encerraba ese documento y cuáles fueron los motivos que tenía la persona que por preservar el contenido del mismo había decidido eliminar al matrimonio Reavley.
La tragedia familiar coincide con otra a nivel mundial: el asesinato del archiduque de Austria enSarajevo. El atentado devela las fricciones existentes entre las distintas naciones europeas, las cuales van tomando posiciones progresivamente y preparándose para un eventual enfrentamiento. La guerra se palpa en el ambiente.
En Cambridge, las acaloradas discusiones acerca del conflicto acaban de ser silenciadas por un inquietante suceso: Sebastian Allard, uno de los alumnos más brillantes de su promoción, ha sido hallado muerto en las dependencias estudiantiles.
Con la veracidad y detalle que caracterizan sus novelas de corte victoriano, Anne Perry recrea el ambiente prebélico europeo, a la vez que nos introduce en la vida de los Reavley, quienes protagonizarán la serie de novelas en torno a la Primera Guerra Mundial que se inicia con Las tumbas del mañana.



Anne Perry (nacida como Juliet Marión Hulme en Blackheath, Londres el 28 de octubre de 1938) es una escritora inglesa, autora de historias de detectives, además de una asesina sentenciada por el caso Parker-Hulme. Fue una niña enfermiza, muy joven fue diagnosticada de tuberculosis. Su padre, un renombrado físico llamado Henry Hulme  la envió al Caribe y a Sudáfrica para que se recuperara. Al cumplir 13 años, regresó a su casa a la espera de partir hacia Nueva Zelanda, donde a su padre le esperaba un trabajo como rector de una universidad.
Anne y su amiga Pauline Parker decidieron matar a la madre de ésta última, de nombre Honora Rieper. La razón: No querían separarse, y planeaban robar el dinero de la madre y huir juntas a los Estados Unidos. El 22 de Junio de 1954, las niñas acompañaron a Honora Rieper a una caminata por el parque Victoria de la ciudad de Christchurch. Cuando llegaron a un lugar solitario, Juliet (Anne Perry) arrojó al suelo un pequeño trozo de piedra decorativa y la señora Rieper se agachó a recogerla. Entonces, ambas niñas (por turnos) comenzaron a golpearla en la cabeza con un ladrillo envuelto en un calcetín. Fueron necesarios cerca de 45 golpes para finalmente matarla. No cabe duda de que la brutalidad del crimen contribuyó de enorme manera a su notoriedad.
Las niñas, entonces, se alejaron del lugar y comenzaron a pedir ayuda. Estaban cubiertas de sangre. Pronto descubrieron el cuerpo de la mujer, y el arma homicida. El desastroso estado de la cabeza de la víctima echó por tierra la historia de las niñas, quienes decían que ésta había resbalado y que se golpeó la cabeza contra el suelo.
El juicio fue una sensación en aquella época (1954), con alusiones al posible lesbianismo de las niñas como agravante del asesinato, ya que en aquél entonces ser homosexual era un crimen. El 30 de Agosto, ambas fueron condenadas a pasar cinco años en prisión, y una de las condiciones para su liberación fue que jamás volvieran a verse.
Los sucesos sirvieron como argumento de la película de Peter Jackson “Criaturas Celestiales”, en la cual Kate Winslet encarnó a Anne Perry.
Tras su liberación a los cinco años del crimen, Juliet Hulme (Anne Perry) regresó a Inglaterra y se convirtió en asistente de vuelo. Vivió en los Estados Unidos durante un tiempo, donde se unió a los mormones y su Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. También cambió su nombre por el de Anne Perry, tomando como apellido el segundo nombre de su padre.
Con el tiempo, comenzó a escribir novelas de corte policiaco, la primera de las cuales fue The Cater Street Hangman, que fue publicada en 1979, a la edad de 41 años, título protagonizado por el policía Thomas Pitt y su esposa Charlotte, personajes, junto a la serie del inspector William Monk y su compañera Hester, que le concedieron fama internacional.
Sus libros, algunos de ellos dignos sucesores de la gran maestra del relato policiaco Agatha Christie, están ambientados en la rígida sociedad victoriana y narrados con un estilo sencillo y ligero que hace muy agradable su lectura.
Para el 2003, ya había publicado cerca de 47 novelas y era un escritora de gran éxito, ganadora de numerosos premios y convertida en una celebridad. Sin embargo, la historia del homicidio cometido en su juventud jamás ha sido olvidado, y el hecho de que se dedique a escribir novelas sobre asesinatos indudablemente añade un toque macabro a su biografía.


Dedicado a mi abuelo, el capitán Joseph Reavley,que sirvió como capellán en las trincheras durante la Primera Guerra Mundial

Y ellos, que rigen Inglaterra, en majestuoso cónclave servidos,
ay, ay de Inglaterra, no tienen tumbas todavía.
G. K. CHESTERTON
*   *   *


1
Era una dorada tarde de finales de junio, de un día perfecto para el críquet. El sol resplandecía en un cielo totalmente despejado y la brisa agitaba suavemente las faldas de tonos claros de las mujeres que, sombrilla en mano, contemplaban el partido que se disputaba en el prado de Fenner's Field. Los hombres, con pantalones blancos de franela, se mostraban relajados y sonrientes.
Los muchachos de St. John the Baptist iban a batear. El lanzador de Gonville and Caius se volvió con la pelota en la mano y corrió sin prisa hasta lo alto de la línea. La pelota voló y Elwyn Allard la golpeó con fuerza, enviándola lo bastante lejos para cubrir un mínimo de cuatro bases sin demasiado esfuerzo.
Joseph Reavley se sumó al aplauso. Elwyn era uno de sus pupilos, y bastante más hábil con el bate que con la pluma. Carecía de la brillantez académica de su hermano Sebastian, pero su modo de ser le hacía caer bien, y poseía un sentido del honor que lo gobernaba como un acicate.
Al equipo de St. John's aún le quedaban otros cuatro bateadores por jugar, muchachos oriundos de toda Inglaterra que habían llegado a Cambridge y que, por una razón u otra, permanecían en el colegio universitario durante las largas vacaciones de verano.
Elwyn obtuvo un modesto dos. Un vientecillo de las marismas, que se extendían hacia el este hasta alcanzar el mar, mitigaba el calor. Era una tierra antigua, silenciosa, atravesada por canales navegables secretos y una iglesia sajona en cada pueblo. Ocho siglos y medio antes había sido el último bastión de la resistencia contra la invasión normanda.
En el campo, uno de los jugadores por poco falló al atrapar la pelota. Se oyó un grito ahogado seguido de un suspiro. Todo aquello era importante, ya que por cosas como ésa se podía ganar o perder un partido, y pronto volverían a jugar contra Oxford. ¡Una derrota sería catastrófica!
En la ciudad que quedaba detrás de ellos, el reloj de la torre norte de Trinity dio las tres; cada gran campanada en la bemol seguida al instante por un breve mi bemol. Joseph se dijo que quedaba fuera de lugar pensar en el transcurso del tiempo en una tarde que se antojaba eterna como aquélla. Resultaba irrelevante, un artificio contra la inmutable marea de la vida. A pocos metros de allí, Harry Beecher se fijó en él y sonrió. Beecher había pertenecido al colegio universitario de Trinity en sus años de estudiante, y una antigua broma decía que el reloj de Trinity sonaba una vez por él mismo y otra por el de St. John's.
La pelota derribó las estacas, levantando una ovación, y Elwyn finalizó su turno con un muy respetable tanteo de ochenta y tres puntos. Se retiró con un breve ademán de agradecimiento y fue sustituido por Lucian Foubister, un muchacho moreno de complexión quizá demasiado huesuda, aunque a Joseph le constaba que su torpeza era engañosa. Era más tenaz de lo que muchos creían y en ocasiones demostraba una habilidad extraordinaria.
Se reanudó el juego, se oyó el golpe seco del bate, los vítores momentáneos, bajo el ardiente azul del cielo y entre el perfume de la hierba.
Aidan Thyer, el rubísimo director del St. John's, permanecía inmóvil a pocos metros de Joseph, sumido en remotos pensamientos. Su esposa Connie, que estaba a su lado, lo miró y se encogió levemente de hombros. Llevaba un vestido blanco de brocado que caía con mucho vuelo a partir de las caderas y cuyas faldas, a la última moda, llegaban hasta el suelo. Se la veía tan elegante y femenina como un ramillete de margaritas, pese a que aquel verano era el más caluroso que había conocido Inglaterra en años.
En el otro extremo del campo Foubister dio un golpe desmañado, con los codos en una postura incorrecta, y lanzó la pelota directamente al límite del terreno de juego. Se oyó un grito de aprobación y todo el mundo aplaudió.
Joseph notó movimientos a su espalda y se volvió esperando vera un encargado del campo anunciándole que estaban sirviendo limonada y bocadillos de pepino, pero a quien vio fue a su hermano Matthew, que caminaba sin garbo hacia él, con los hombros encogidos. Llevaba un traje gris claro de ciudad, como si acabase de llegar de Londres.
Joseph fue a su encuentro, presa de una creciente inquietud que le hizo estremecerse. ¿Qué hacía Matthew allí en Cambridge interrumpiendo un partido un domingo por la tarde?
—¡Matthew! ¿Qué ocurre? —preguntó al alcanzarlo.
Matthew se detuvo. Estaba tan pálido que parecía que no tuviera sangre en las venas. Había cumplido veintiocho años, por lo que era siete años más joven que Joseph, y rubio en vez de moreno como éste. Le estaba costando trabajo mantener la compostura y no pudo evitar tragar saliva antes de hablar.
—Se trata... —Carraspeó. Había una especie de desesperación en sus ojos—. Se trata de madre y padre —añadió, y a punto estuvo de quebrársele la voz—. Han tenido un accidente.
Joseph se negó a asimilar lo que le estaba diciendo su hermano menor.
—¿Un accidente?
Matthew asintió con la cabeza, esforzándose por dominar su entrecortada respiración.
—Con el coche. Ambos han... muerto.
Por un instante aquellas palabras no significaron nada para Joseph. De inmediato le vino a la mente el enjuto y delicado rostro de su padre, sus ojos azules de mirada firme. Era imposible que estuviese muerto.
—El coche se salió de la carretera —prosiguió Matthew—. Justo antes del puente de Hauxton Mill.
Su voz sonaba extraña y lejana.
Joseph, a cuyas espaldas seguían jugando al críquet, oyó un golpe de bate y otra salva de aplausos.
—Joseph... — Matthew apoyó la mano en el brazo de su hermano, asiéndolo con fuerza.
Joseph asintió con la cabeza e intentó hablar, pero tenía la garganta seca.
—Lo lamento —murmuró Matthew—. Ojalá no hubiese tenido que decírtelo así. Yo...
—No te preocupes —lo interrumpió Joseph—. Voy a... —Cambió de parecer, pues todavía estaba intentando aceptar la realidad—. ¿Has dicho la carretera de Hauxton? ¿Adónde iban?
Matthew le apretó el brazo con más fuerza aún. Comenzaron a caminar despacio, muy juntos, por la hierba agostada. El calor producía una curiosa sensación de mareo. Joseph estaba bañado en sudor, pero por dentro se sentía helado.
Matthew se detuvo otra vez.
—Padre me telefoneó ayer bien entrada la noche —contestó con voz ronca, como si a duras penas soportara pronunciar aquellas palabras—. Me explicó que alguien le había entregado un documento que, de manera sucinta, revelaba una conspiración tan espantosa que cambiaría el mundo que conocemos, arruinando a Inglaterra y todo aquello con lo que nos identificamos, para siempre. —Su tono era desafiante, y parecía a punto de perder el dominio de sí mismo—. Me dijo que alcanza a salpicar a la familia real.
Miró fijamente a su hermano aguardando una respuesta.
Joseph estaba confuso. ¿Qué debía hacer? Las palabras carecían de sentido y más aún de significado. John Reavley había sido miembro del Parlamento hasta 1912, dos años atrás. Había renunciado al cargo por motivos que jamás había comentado, aunque desde entonces había mantenido vivo su interés por la política, así como su preocupación por la honestidad del Gobierno. Quizá se había debido, sencillamente, a que prefería dedicar más tiempo a la lectura, a cultivar su pasión por la filosofía, a husmear en las tiendas de antigüedades y de segunda mano en busca de gangas. Con frecuencia no hacía más que conversar con la gente, escuchar historias, intercambiar chistes excéntricos y ampliar su colección de quintillas satíricas.
—¿Una conspiración para arruinar a Inglaterra y todo aquello con lo que nos identificamos? — repitió Joseph, incrédulo.
—No —rectificó Matthew—. Una conspiración que podría echar todo eso por tierra. Ése no era el objetivo principal, sino sólo la consecuencia indirecta.
—¿Qué conspiración? ¿Quién está implicado? —inquirió Joseph.
Matthew se veía casi gris de tan pálido.
—No lo sé. Iba a traérmelo... hoy.
Joseph iba a preguntar por qué, pero se abstuvo. La respuesta era lo único que tenía sentido. De pronto, al menos dos hechos resultaban coherentes. John Reavley había deseado que Joseph estudiase Medicina, y cuando éste abandonó la universidad para seguir la carrera eclesiástica, puso todas sus esperanzas en Matthew. Ahora bien, Matthew había estudiado Historia Moderna e idiomas allí mismo, en Cambridge, para luego ingresar en el Servicio de Inteligencia. Si tal conspiración existía, era lógico que John se lo hubiese comunicado.
Joseph tragó saliva para deshacer el nudo que le oprimía la garganta.
—Entiendo.
Matthew dejó de apretar con tanta fuerza el brazo de su hermano. Había dispuesto de más tiempo que éste para encajar la noticia. Escrutó el rostro de Joseph con honda preocupación, buscando algo que decir o hacer para mitigar la pena.
Joseph hizo un esfuerzo enorme por hablar.
—Entiendo —repitió—. Tenemos que ir a verlos. ¿Dónde están?
—En la comisaría de Great Shelford —contestó Matthew. Hizo un breve ademán con la cabeza—. He venido en mi coche.
—¿Lo sabe Judith?
—Sí —respondió Matthew con expresión sombría—. No sabían dónde dar contigo o conmigo, de modo que fueron a verla.
No dejaba de ser lo más lógico, y hasta evidente, a decir verdad. Judith era su hermana menor y aún vivía en casa de sus padres. Hannah, entre Joseph y Matthew, se había casado con un oficial de la Marina y vivía en Portsmouth. La policía habría acudido a la casa de Selborne St. Giles. Matthew pensó en cómo se habría sentido Judith, sola, a excepción de la servidumbre, sabiendo que su padre y su madre no volverían a casa aquella noche, ni ninguna otra.
Sus pensamientos se vieron interrumpidos al aparecer alguien junto a él. No había oído sus pasos en la hierba. Se volvió y vio a Harry Beecher a su lado, con una expresión de perplejidad en un rostro que por lo general reflejaba ironía.
—¿Va todo...? —se interrumpió al ver los ojos de Joseph—. ¿Puedo hacer algo? —preguntó sin más.
Joseph negó levemente con la cabeza.
—No... no, gracias. —Joseph se esforzó por recobrar la compostura—. Mis padres han sufrido un accidente. —Soltó un profundo suspiro y añadió—: Han fallecido.
Qué extrañas y vacuas sonaban aquellas palabras. Aún no transmitían ninguna realidad.
—¡Dios mío! —exclamó Beecher, consternado—. ¡Lo lamento mucho!
—Por favor... —comenzó Joseph.
—Por supuesto —lo interrumpió Beecher—. Se lo diré a los demás. Vete tranquilo. —Apoyó por un instante la mano en el brazo de Joseph—. Si puedo hacer algo, ya sabes dónde me tienes.
—Sí, por supuesto. Gracias.
Joseph meneó la cabeza y echó a andar mientras Matthew daba las gracias a Beecher para luego encaminarse hacia la salida a través de la vasta extensión de hierba. Joseph lo siguió sin volverse para echar un último vistazo a los jugadores, cuyos pantalones de franela blanca brillaban al sol. Hacía sólo unos instantes habían constituido la única realidad, y de pronto parecía que un abismo insalvable los separaba.
El Talbot Sunbeam de Matthew estaba aparcado en Gonville Place. Joseph subió al asiento del acompañante con gesto mecánico sin abrir la portezuela. El coche miraba hacia el norte, como si Matthew hubiese ido primero a St. John's para luego dirigirse al campo de críquet a través de la ciudad en busca de Joseph. Giró de nuevo hacia el sudoeste, regresando por Gonville Place hasta la carretera de Trumpington.
Joseph y Matthew no tenían nada que decirse. Cada uno se hallaba inmerso en su propia pena aguardando el momento en que tendrían que rendirse ante la evidencia material de la muerte. La conocida carretera que serpenteaba entre dorados campos de cultivo, los setos, los árboles inmóviles semejaban objetos pintados al otro lado de un muro que revestía la mente. Joseph sólo los percibía como un resplandor difuminado.
Matthew debía concentrarse en lo que hacía para conducir. Cogía el volante con tanta fuerza que de vez en cuando tenía que soltar una mano deliberadamente.
Al sur del pueblo giraron a la izquierda hacia St. Giles, bordeando la ladera de la colina por encima del puente del ferrocarril hasta Great Shelford, donde detuvieron el coche frente a la comisaría. Los recibió un sargento de aire sombrío, con el rostro cansado y el cuerpo un poco encorvado, como si tuviera que armarse de valor para llevar a cabo su tarea.
—Lo lamento mucho, señor. —Miró a ambos hermanos, mordiéndose el labio inferior—. No se lo pediría si no fuese necesario.
—Me consta —dijo Joseph al instante. No tenía ganas de conversar. Puesto que estaban en aquel lugar, lo único que quería era hacerlo cuanto antes, mientras todavía fuera capaz de contenerse.
Matthew hizo un ademán y el sargento los condujo un breve trecho por las calles hasta el depósito de cadáveres del hospital. Todo se hacía con suma formalidad. Sin duda había pasado por la misma rutina montones de veces; una muerte repentina, familias conmocionadas moviéndose como en un sueño, apenas conscientes de lo que decían, tratando de comprender lo ocurrido y al mismo tiempo negándolo.
Dejaron atrás la luz del sol y se adentraron en la súbita penumbra del edificio. Joseph iba delante. Las ventanas estaban abiertas con la intención de refrescar el aire y hacer menos opresiva la atmósfera. Los estrechos pasillos, que olían a piedra y ácido fénico, devolvían el eco de sus pasos.
El sargento abrió la puerta de una habitación lateral y los hizo pasar. Había dos cuerpos tendidos en sendas camillas, decorosamente cubiertos con sábanas blancas.
A Joseph le dio un vuelco el corazón. Dentro de un momento sería real, irreversible: una parte de su propia vida terminaría. Se aferró a ese segundo de incredulidad, el último y precioso instante del «ahora» antes que todo cambiara para siempre.
El sargento miró a Joseph y luego a Matthew, aguardando a que estuvieran preparados.
Matthew asintió con la cabeza.
El sargento apartó la sábana del rostro. El difunto era John Reavley. Tenía las mejillas y los ojos hundidos, por lo que la característica nariz aguileña parecía algo mayor. Presentaba un corte en la frente, pero alguien había limpiado la sangre. Las peores heridas debían de estar en el pecho..., causadas probablemente por el volante. Joseph apartó de si aquel pensamiento, negándose a imaginarlo siquiera. Quería recordar el rostro de su padre tal como estaba, con el aspecto de dormir profundamente tras un día agotador. Quizás aún despertara y volviese a sonreír.
—Gracias —susurró, sorprendido de la firmeza de su propia voz.
El sargento murmuró algo, pero Joseph no lo oyó. Contestó Matthew. Se acercaron al otro cuerpo y el sargento, con cara de compasión, levantó la sábana, aunque sólo parcialmente, manteniendo medio rostro tapado. Se trataba de Alys Reavley, la frente y la mejilla derecha perfectas, la piel muy pálida, sin una sola mancha, la ceja delicadamente curvada. La otra mitad quedaba oculta.
Joseph oyó a Matthew inspirar bruscamente, y la habitación pareció oscilar bajo sus pies, como si estuviera borracho. Se agarró a Matthew, quien lo sujetó con fuerza de la muñeca.
El sargento volvió a cubrir el rostro. Abrió la boca para decir algo, pero cambió de parecer.
Los hermanos salieron al pasillo y fueron con paso vacilante a una salita de espera. Una mujer con el uniforme almidonado les llevó sendas tazas de té. Joseph bebió. El té era demasiado fuerte y dulce, y de entrada pensó que le produciría náuseas, pero al cabo de un momento el calor le hizo sentir bien, y bebió un poco más.
—Lo lamento muchísimo —repitió el sargento—. Por si les sirve de consuelo, sepan que tuvo que ocurrir muy deprisa.
Presentaba un aspecto desdichado, con los ojos hundidos y enrojecidos. Al observarlo, Joseph rememoró a su pesar las ocasiones en que ejercía de párroco cuando aún vivía Eleanor y había tenido que anunciar tragedias a las familias de su parroquia y procurar consolarlos, esforzándose por manifestar una fe que estuviera a la altura de las circunstancias. Todo el mundo se mostraba siempre muy educado, pues eran perfectos desconocidos que intentaban aproximarse salvando un abismo de dolor.
—¿Cómo ha sucedido? —preguntó Joseph en voz alta.
—Todavía no lo sabemos, señor —contestó el sargento. Había dado su nombre pero Joseph lo había olvidado—. El coche se salió de la carretera justo antes del puente de Hauxton Mill — prosiguió—. Según parece iba bastante deprisa...
—¡Ese tramo es recto! —intervino Matthew.
—Sí, ya lo sé, señor —convino el sargento—. A juzgar por las marcas que hay en la calzada, la impresión es que ocurrió de repente, como si se hubiese reventado un neumático. Puede costar mucho conservar el control cuando eso sucede. Además, si había algo en la carretera que causara el pinchazo, es posible que se reventaran los dos neumáticos del mismo lado. —Apretó los labios con expresión de duda—. Eso lo arroja a uno a la cuneta, por buen conductor que sea.
—¿El coche sigue allí? —preguntó Matthew.
—No, señor. —El sargento negó con la cabeza—. Lo estamos trayendo. Pueden verlo si lo desean, naturalmente, pero si prefieren no...
-¿Y las pertenencias de mi padre? —dijo Matthew con brusquedad—. ¿Su maletín, lo que llevara en los bolsillos?
Joseph lo miró sorprendido. Aquella petición era de pésimo gusto, como si las posesiones importaran en un momento así. Entonces recordó que Matthew le había dicho que John Reavley llevaría un documento. Miró al sargento.
—Sí, señor, por supuesto —convino el sargento—. Pueden ver ahora los efectos personales, si realmente así lo desean, antes de que... los limpiemos.
Fue casi una pregunta. El pobre hombre intentaba ahorrarles aquel mal trago y no sabía cómo hacerlo sin parecer impertinente.
—Hay un papel —explicó Matthew—. Es importante.
—¡Oh! Sí, señor —dijo el sargento en tono sombrío—. En ese caso, tengan la bondad de acompañarme.
Miró a Joseph, quien asintió y los siguió fuera de la habitación y a lo largo del silencioso y caluroso pasillo, cohibido por el retumbar de sus pasos. Tenía ganas de ver qué diablos podía ser aquel documento que su padre había creído que guardaba relación con una conspiración tan terrible que cambiaría y destruiría todo cuanto valoraban. La primera idea que se le ocurrió fue que quizá guardara alguna relación con el motín de oficiales del ejército británico acaecido recientemente en el Curragh. Siempre había problemas en Irlanda, pero aquél parecía más inquietante de lo habitual. En realidad, varios políticos habían advertido que podía conducir a la peor crisis en más de doscientos años. Estaba al corriente de los hechos, pues los periódicos los referían, pero en aquel momento sus pensamientos eran demasiado caóticos para sacar algo en claro.
El sargento los condujo hasta otra habitación pequeña, donde abrió uno de los numerosos armarios y luego un cajón del que sacó con cuidado un maletín de piel bastante estropeado, con las iniciales J. R. R. grabadas justo debajo de la cerradura, así como un elegante bolso de señora de piel marrón oscuro manchado de sangre. Nadie había intentado limpiarlo aún.
Joseph se sintió mareado. Aunque ya no tuviera importancia, sabía que se trataba de la sangre de su madre. Ella había muerto y no sufría, pero aun así a él le importaba. Era pastor de la Iglesia, y como tal tenía el deber de valorar el espíritu por encima del cuerpo. La carne era temporal, un mero tabernáculo del alma, y, sin embargo, resultaba absurdamente preciada. Era poderosa, frágil e intensamente real. Siempre formaba parte inextricable de un ser querido.
Matthew abrió el maletín y revisó con cuidado su contenido. Había algo relativo a un seguro, un par de cartas, un extracto de cuenta bancaria.
Matthew frunció el entrecejo y puso el maletín boca abajo. Cayó otro papel, pero no era más que el recibo de un par de zapatos. Pasó las manos por el interior del compartimiento principal y luego por los bolsillos laterales sin encontrar nada más. Miró por un instante a Joseph y, con dedos temblorosos, dejó el maletín encima de la mesa y cogió el bolso. Puso mucho cuidado en no tocar la sangre. De entrada se limitó a mirar dentro, como si el papel tuviera que estar a la vista, mas al no encontrar nada, comenzó a rebuscar el contenido.
Joseph alcanzó a ver dos pañuelos, un peine... Recordó entonces el suave y rizado cabello de su madre, y el modo en que lo llevaba recogido en un moño. Tuvo que cerrar los ojos para que no le saltaran las lágrimas, el doloroso nudo que se le hizo en la garganta le impedía tragar.
Cuando hubo recobrado el dominio de sí y bajó la vista hacia el bolso, Matthew estaba contemplándolo presa de una gran confusión.
—A lo mejor lo llevaba en el bolsillo —sugirió Joseph con voz quebrada, rompiendo el silencio.
Matthew le dirigió una mirada significativa y se volvió hacia el sargento, que titubeó.
Joseph echó un vistazo alrededor. La habitación, más un almacén que un despacho, estaba desnuda salvo por los armarios y la mesa. Una simple ventana daba al patio de la entrada de servicio y a los tejados de los edificios vecinos.
De mala gana, el sargento abrió otro cajón y sacó un montón de prendas envueltas en un trozo de hule. La ropa estaba empapada en sangre oscura y ya un poco reseca. Hizo cuanto pudo por ocultarla, pasando a Matthew sólo la chaqueta que había pertenecido a su padre.
Blanco como la cera, Matthew la cogió y hurgó torpemente en los bolsillos. Encontró un pañuelo, un cortaplumas, dos escobillas para pipa, un botón viejo y un poco de calderilla. No había ningún papel. Levantó la vista hacia Joseph, con el entrecejo fruncido.
—¿Estará en el coche, tal vez? —aventuró Joseph.
—Me figuro que sí. —Matthew permaneció inmóvil un momento. Joseph supo lo que pensaba su hermano como si éste lo hubiese expresado en voz alta: tendría que registrar el resto de la ropa, por si acaso. Sería mucho más fácil no hacerlo. Se sorprendió al constatar hasta qué punto deseaba no inmiscuirse en la intimidad de los difuntos, con su olor reconocible, como si aún siguieran con vida. Su muerte todavía no era real, la pena apenas si comenzaba a aflorar, pero sabía de sobra cómo avanzaría. Sería exactamente igual que cuando había perdido a Eleanor. No obstante, era preciso efectuar el registro, de lo contrario, si el documento no aparecía en el coche tendrían que regresar de nuevo y llevarlo a cabo más tarde.
¡Pero claro que tenía que estar en el coche! En la guantera o en una de las bolsas de las puertas. Aunque no dejaba de resultar extraño que no lo hubiera metido en el maletín con los demás papeles. ¿No era eso lo que cualquiera habría hecho de forma automática?
El sargento aguardaba. Él tampoco deseaba obligarlos a pasar por aquello.
Matthew pestañeó varias veces.
—¿Podemos ver el resto, por favor? —solicitó.
El sargento puso todas las prendas encima de la mesa, y Joseph ayudó a Matthew, procurando no pensar en lo que estaban haciendo. No hallaron ningún papel aparte de un pequeño recibo en uno de los bolsillos del pantalón de su padre, empapado en sangre e ilegible, pero que en ningún caso tenía aspecto de documento. Apenas medía dos o tres centímetros cuadrados.
Doblaron otra vez la ropa y la amontonaron encima del hule. Fue un momento incómodo. Joseph no sabía qué hacer con ella. El verla y tocarla le había revuelto el estómago. Ojalá no hubiese tenido que hacerlo. No quería quedársela y, sin embargo, tampoco deseaba dársela a unos desconocidos como si careciera de importancia para él.
—¿Podernos llevárnosla? —preguntó con voz entrecortada.
Matthew levantó la mano bruscamente y acto seguido la sorpresa se esfumó de su rostro; comprendía la actitud de su hermano.
—Sí, señor, por supuesto —respondió el sargento—. Se la envolveré.
—¿Podríamos ver el coche, por favor? —pidió Matthew.
El vehículo aún no había llegado de Hauxton, por lo que tuvieron que esperar casi media hora. Dos tazas de té más tarde los acompañaron al garaje donde habían guardado el Lanchester amarillo, que tan bien conocían, completamente abollado. El bloque del motor había girado hacia un lado, quedando medio embutido en la parte delantera del habitáculo. Los cuatro neumáticos estaban hechos trizas. Ningún ser humano habría podido salir con vida del interior de aquel coche.
Matthew permaneció quieto, esforzándose por no perder el equilibrio.
Joseph lo sostuvo, agradeciendo la ocasión de establecer contacto físico con él.
Matthew se enderezó y caminó hasta el lado más alejado del vehículo, donde la puerta del conductor colgaba abierta. Se quitó la chaqueta y se arremangó la camisa.
Joseph fue hasta la ventanilla rota de la otra puerta, intentando no mirar el asiento ensangrentado y hubo de golpear la guantera para abrirla.
Dentro sólo había una lata pequeña de caramelos y un par de guantes de conducir de recambio. Volvió la vista hacia el lado del conductor y observó que Matthew estaba boquiabierto y demacrado, a todas luces confuso. No había ningún documento en la bolsa de la puerta. Ésta sólo contenía una guía de carreteras que hojeó sin que nada cayera de entre sus páginas.
Registraron el resto del coche tan a fondo como pudieron, obligándose a pasar por alto la sangre, el cuero rasgado, el metal retorcido y los fragmentos de cristal, mas no hallaron documento alguno de ninguna clase. Joseph por fin se apartó del coche, con los codos y los hombros magullados por haberse enganchado con los restos salientes de lo que habían sido asientos y bastidores de puertas.
Se había pelado los nudillos y roto una uña al intentar arrancar un trozo de metal haciendo palanca.
Miró a su hermano.
—Aquí no hay nada —dijo en voz alta.
—No... —Matthew torció el gesto. Tenía la manga derecha desgarrada y. la cara sucia y manchada de sangre.
Unos cuantos años antes Joseph quizá le hubiese preguntado si estaba seguro de lo que sabía, pero a aquellas alturas ya no correspondía tratar a Matthew con condescendencia fraternal. Los siete años que los separaban habían perdido importancia a medida que ambos crecían.
—¿En qué otro sitio podría estar? —preguntó en cambio.
Matthew titubeó, inspirando y exhalando lentamente.
—No lo sé —admitió, mostrándose derrotado, con los ojos hundidos y el rostro ensombrecido por el cansancio de la lucha interna contra la conmoción y la tristeza para evitar que lo abrumaran más de la cuenta. Tal vez aquel documento constituyera lo único a lo que aferrarse para no perder el control.
Joseph comprendió lo importante que era para su hermano. John Reavley había deseado que uno de sus hijos se dedicara a la Medicina, pues siempre había pensado con verdadera pasión que se trataba de una de las profesiones más nobles. En su juventud había conocido el dolor y la enfermedad innecesarios y consideraba muy importante hacer algo al respecto. Joseph había comenzado la carrera de Medicina para complacer a su padre y luego se había visto atado de pies y manos por la incapacidad de mantener la sangre fría ante el dolor que se veía obligado a presenciar. Así fue cómo descubrió sus limitaciones al mismo tiempo que sus virtudes y la que consideró su auténtica vocación. Respondió a la llamada de la Iglesia, empleando su don para los idiomas al estudio del hebreo y el griego antiguos con que se habían redactado las escrituras. Las almas necesitaban curarse tanto como los cuerpos. John Reavley no tuvo más remedio que contentarse con la decisión de su primogénito y trasladó a su segundo hijo la esperanza de ver su sueño hecho realidad.
Sin embargo, Matthew rehusó categóricamente, dedicando su imaginación, su intelecto y su ojo para los detalles a la obtención de un puesto en el Servicio Secreto de Inteligencia. John Reavley se llevó una desilusión tan amarga y profunda que no supo o no quiso ocultarla. Despreciaba cuanto tuviera que ver con el espionaje, y eso incluía a quienes se dedicaban a él. Que hubiese recurrido a Matthew como profesional para que le echase una mano con un documento que había encontrado daba fe de la valía que le atribuía con una contundencia que nadie más acertaría a comprender.
Era la primera vez que Matthew podía hacer algo por su padre gracias a la profesión que había elegido, y la ocasión se esfumaba para siempre. Aquello formaba parte del pesar que aparecía grabado en su rostro.
Joseph bajó la vista. La comprensión tal vez resultase indiscreta en un momento tan doloroso.
—¿Tienes idea de qué es? —preguntó, adoptando un tono de apremio, como si en verdad le importara.
—Dijo que se trataba de una conspiración—respondió Matthew, enderezando la espalda. Se apartó de la puerta, rodeó el coche por la parte trasera hacia donde se encontraba Joseph y, bajando la voz, añadió—: Y también que era lo más deshonroso que había visto en su vida, una traición absoluta.
—¿Por parte de quién?
—No lo sé. Dijo que todo estaba en el documento.
—¿Se lo había contado a alguien más?
—No. No se atrevió. Ignoraba quién estaba implicado aunque tenía claro que llegaba tan alto como hasta la familia real.
Matthew se mostró sorprendido al decirlo, como si al oír aquellas palabras pronunciadas en voz alta le asustara la enormidad de su significado. Levantó la vista hacia Joseph en busca de una reacción, una respuesta.
Joseph tardó demasiado en contestar.
—¡No te lo crees! —La voz de Matthew sonó ronca, ni siquiera él mismo estaba seguro de que se tratara de una acusación. Lo llevaba escrito en los ojos: su propia certidumbre estaba a punto de derrumbarse.
Joseph quiso salvar algo de aquella confusión.
—¿Dijo que iba a llevártelo o que te lo contaría? ¿Es posible que lo dejara en casa? ¿En la caja fuerte, quizás?
—Yo debía verlo —explicó Matthew, bajándose las mangas y abotonando los puños.
—¿Por qué? —insistió Joseph—. ¿Acaso no habría sido mejor para él que te contara de qué iba el asunto, siendo como era perfectamente capaz de memorizarlo, para luego decidir qué hacer, pero manteniendo el documento a buen recaudo mientras tanto?
Era una sugerencia de lo más razonable. Matthew, que estaba muy tenso, se relajó en parte.
—Me figuro que sí. De todos modos, más vale que vayamos a casa. Judith está sola. Ni siquiera sé si se lo ha comunicado a Hannah. Habrá que mandarle un telegrama. Querrá venir, lógicamente. Y tenemos que saber en qué tren llegará para ir a recogerla.
—Sí, por supuesto —concedió Joseph—. Habrá un montón de cosas que hacer.
No quería pensar en ellas en ese momento, pues se trataba de cosas íntimas, definitivas, el reconocimiento de que la muerte era real y de que el pasado nunca les sería devuelto. Era como cerrar una puerta con llave.
Regresaron de Great Shelford por caminos poco transitados. El pueblo de Selborne St. Giles presentaba el mismo aspecto de siempre a la pálida y dorada luz del atardecer. Pasaron junto al molino de piedra, cuyos muros se hundían en el río. La superficie del estanque semejaba una chapa bruñida y reflejaba el esmalte azul claro del cielo. Un arco de madreselva festoneaba el arco de la verja de la iglesia, y el reloj del campanario indicaba que eran las seis y media pasadas. En menos de dos horas comenzaría el oficio de vísperas.
Vieron a una media docena de personas en la calle principal, aunque las tiendas llevaban un buen rato cerradas. Se cruzaron con el médico, que iba en su carruaje ligero de dos ruedas tirado por su brioso poni. Los saludó jovialmente con la mano. Sin duda aún no se había enterado de la noticia.
Joseph se puso tenso. Aquélla era una de las tareas que les aguardaban, comunicar la muerte de sus padres a la gente. Ya era demasiado tarde para devolver el saludo. El médico pensaría que era un grosero.
Matthew giró a la izquierda enfilando una calle lateral. La puerta cochera de la verja estaba cerrada y Joseph se apeó para abrirla y volver a cerrarla mientras Matthew aparcaba junto a la entrada principal. Alguien, probablemente la señora Appleton, el ama de llaves, ya había corrido las cortinas de la planta baja. Judith no habría caído en la cuenta.
Matthew se apeó justo cuando Joseph lo alcanzaba y la puerta principal se abría. Judith apareció en el umbral. Era blanca de tez, igual que Matthew, aunque tenía el pelo muy ondulado y de un color castaño más oscuro. Era bastante alta para tratarse de una mujer, y, aun siendo su hermana, Joseph veía en ella una clase de belleza excepcionalmente vulnerable y salvaje. Su fuerza interior todavía estaba por definir, aunque resultaba patente en su estructura ósea y en la expresión de franqueza de sus ojos azules.
En ese momento se la veía pálida y con los párpados hinchados. Pestañeó varias veces para contener las lágrimas. Miró a Matthew y trató de sonreír, luego bajó los escalones del porche en dirección a Joseph, en cuyos brazos permaneció inmóvil por unos instantes, antes de ponerse a temblar al dar rienda suelta a los sollozos.
Joseph no halló palabras para consolarla. No había ningún razonamiento que tuviera sentido, ninguna respuesta para aquel dolor. Estrechó el abrazo, aferrándose a ella tanto como ella a él. Judith no se parecía en nada a Alys, pero la suavidad de su cabello, el modo en que tendía a rizarse, hicieron que se formara un nudo en la garganta.
Matthew entró delante de ellos. Sus pasos se desvanecieron en el suelo entarimado del vestíbulo, y luego oyeron que murmuraba algo y que la señora Appleton le contestaba.
Judith respiró hondo y se apartó un poco. Buscó un pañuelo en el bolsillo de Joseph. Se sonó y se enjugó las lágrimas con él, para acto seguido estrujarlo en un puño. Se volvió y entró a su vez, hablando a Joseph sin dejar de darle la espalda.
—¿No es absurdo? —Tragó saliva—. Llevo horas recorriendo una habitación tras otra, entro y salgo y vuelvo a entrar, ¡como si eso fuese a servir de algo! Me imagino que habrá que avisar a todo el mundo...
Joseph subió la breve escalinata tras ella.
—Por el momento sólo he enviado un telegrama a Hannah —prosiguió Judith—, Ni siquiera recuerdo qué le he puesto. —Una vez dentro giró sobre sus talones para mirarlo haciendo caso omiso de Henry, el golden retriever que salió del salón al oír la voz de Joseph—. ¿Cómo se le dice a la gente algo así? —preguntó—. ¡No puedo creer que sea cierto!
—Es lógico —convino Joseph, inclinándose para acariciar al perro cuando éste le empujó la mano con el hocico. Se enderezó y echó un vistazo al vestíbulo que tan bien conocía, a la escalera de roble que subía trazando una curva al piso alto. La luz de la ventana del rellano alumbraba las acuarelas de la pared—. Hace falta tiempo. Mañana por la mañana empezará a ser real.
Recordó, con una escalofriante claridad, la primera vez que despertó después de la muerte de Eleanor. Hubo un instante en el que todo fue como siempre había sido durante su primer año de matrimonio. Después, la verdad lo envolvió con su gélido manto y una parte de su ser nunca volvió a conocer el calor.
Una fugaz expresión de compasión cruzó el semblante de Judith, y Joseph comprendió que también ella estaba recordando algo. Hizo un esfuerzo por apartar a Eleanor de su mente. Judith sólo tenía veintitrés años, había nacido cuando sus padres ya no pensaban tener más niños. Su deber era protegerla en lugar de pensar en sí mismo.
—No te preocupes por la gente —dijo con dulzura—. Yo me encargaré de dar la noticia. —Sabía lo difícil que era, casi como si el fallecimiento sucediera de nuevo cada vez—. Habrá otras cosas que hacer. Para empezar, hay que ser prácticos y no descuidar el gobierno de la casa.
—Ah, es verdad. —Judith se obligó a concentrarse en asuntos cotidianos—. La señora Appleton se ocupará de la cocina y la colada, pero diré a Lettie que prepare la habitación de Hannah. Llegará mañana. Y me figuro que habrá que encargar comida. ¡No lo he hecho nunca! Siempre lo hacía mamá.
Se quedó un tanto perpleja y torció el gesto. Judith distaba mucho de ser como su madre o su hermana, quienes amaban su cocina, con el olor de los guisos, la ropa blanca, la cera de abeja para la madera, el jabón de limón. Para ellas, llevar una casa constituía un arte. Para Judith, una distracción de lo que realmente importaba en la vida aunque, a decir verdad, en su caso todavía no supiera en qué consistiría eso. No obstante, tenía claro que no serían las tareas del hogar. Para gran exasperación de su madre, había rechazado al menos dos proposiciones de matrimonio perfectamente sensatas.
Pero no era momento para tales pensamientos.
—Pregunta a la señora Appleton —recomendó Joseph, procurando que su voz sonase firme—. Tendremos que revisar las agendas y cancelar sus compromisos.
—Mamá iba a formar parte del jurado de la exposición de flores —dijo Judith, sonriendo y mordiéndose el labio inferior, con los ojos arrasados en lágrimas—. Tendrán que buscar una sustituta. Yo no podría hacerlo aunque me lo pidieran.
—Y las facturas —apuntó Joseph—. Iré al banco y al abogado.
Judith se quedó plantada en medio del vestíbulo con los hombros encogidos. Llevaba una blusa blanca y una falda estrecha de color verde. Todavía no se le había ocurrido vestirse de luto.
—Supongo que alguien tendrá que ordenar... la ropa y demás cosas. Aún... —Tragó saliva—. Aún no he entrado en el dormitorio. ¡No puedo!
Joseph sacudió la cabeza.
—Es demasiado pronto. No te apures, eso puede esperar. Judith pareció calmarse un poco, como si hubiese temido que su hermano mayor fuese a obligarla a hacerlo.
—¿Te apetece un té?
—Sí —respondió Joseph, sorprendido al constatar lo sediento que estaba. Tenía la boca seca.
Encontraron a Matthew en la cocina con la señora Appleton, una mujer fornida y de rostro afable pese a la testarudez que reflejaba el rictus de su prominente mandíbula. Estaba de pie junto a la mesa, de espalda a los fogones donde la tetera comenzaba a silbar. Llevaba el acostumbrado vestido liso azul, y la punta derecha del delantal de algodón se veía arrugada como si la hubiese usado inconscientemente para enjugarse las lágrimas. Se sorbió con fuerza la nariz al ver primero a Judith y luego a Joseph, sin molestarse, por una vez, por que el perro osara entrar en sus dominios. Tomó aire para decir algo pero, como se sentía incapaz de mantener la compostura, carraspeó ruidosamente y se volvió hacia Matthew.
—Ya lo hago yo, señorito Matthew, que si no se va a escaldar. Nunca se le dio bien la cocina. Lo único que sabía hacer era llevarse mis tartas de mermelada, como si no hubiese nadie más en la casa para comérselas. ¡Deme eso!
Le arrebató la tetera y preparó el té armando un considerable jaleo con los cacharros.
Lettie, la criada, entró silenciosamente; estaba pálida y tenía el rostro manchado de lágrimas. Judith le pidió que arreglara la habitación de Hannah, y la muchacha se fue para cumplir la orden, encantada de tener algo que hacer.
Reginald, el único sirviente varón que trabajaba dentro de la casa, se presentó y preguntó a Joseph si deseaban tomar vino con la cena y si debía preparar ropa negra para él o para Matthew.
Joseph contestó que no, que no tomarían vino, y aceptó el ofrecimiento de disponer de prendas de luto, tras lo cual Reginald se marchó. El marido de la señora Appleton, Albert, estaba fuera desahogándose de su pena a solas, trabajando en su querido jardín.
En la cocina, se sentaron en torno a la mesa recién fregada, en silencio y sumido cada uno en sus pensamientos, tomando sorbos de té. La estancia les resultaba tan familiar como la vida misma. Los cuatro hijos habían nacido en aquella casa, allí habían aprendido a caminar y a hablar, habían salido a diario por la puerta principal para ir al colegio. Matthew y Joseph habían partido de allí para estudiar en la universidad, Hannah para casarse en la iglesia del pueblo. Joseph recordó las incesantes pruebas del vestido en el cuarto de huéspedes: Hannah, de pie y tan quieta como podía, mientras Alys daba vueltas a su alrededor con alfileres en las manos y la boca, un pliegue aquí, una jareta allí, empeñada en que el traje de novia fuese perfecto. Y lo fue.
Nunca volvería a verla. Rememoró su perfume, siempre lirio de los valles. El dormitorio aún olería así.
Hannah debía de sentirse destrozada. Estaba muy unida a su madre, a quien tanto se parecía en muchos aspectos, y ya no tendría el modelo que había seguido toda su vida. No podría compartir con ella los pequeños éxitos y fracasos de su hogar, el crecimiento de sus hijos, las cosas que iba aprendiendo. Nadie la tranquilizaría cuando estuviera preocupada, le enseñaría remedios sencillos y eficaces contra la fiebre y el dolor de garganta, o el modo más fácil de zurcir, coser o adaptar una prenda de vestir. Aquella camaradería había desaparecido para siempre.
Para Judith sería distinto, una herida abierta a causa de las cosas que no habían sido hechas ni dichas, y que ya no estaría en condiciones de enmendar.
Matthew dejó su taza sobre la mesa y miró a Joseph.
—Creo que deberíamos empezar a ordenar parte de los papeles y facturas —dijo. Se puso de pie empujando la silla.
Judith no pareció percatarse de que a su hermano le temblaba la voz, ni de que estaba tratando de dejarla al margen.
Joseph sabía muy bien a qué se refería Matthew: había llegado la hora de buscar el documento. Si existía tenía que estar allí, en la casa, si bien costaba comprender que si su padre tenía intención de mostrárselo a Matthew no lo hubiese llevado consigo.
—Sí, por supuesto —convino Joseph, levantándose a su vez. Debían mantener a Judith ocupada en algo. No tenía por qué saber nada de aquello todavía, y quizás aún consiguieran ahorrárselo por completo. Se volvió hacia ella—. ¿Te importaría revisar las cuentas de la casa con la señora Appleton para ver si es preciso hacer algo al respecto? Tal vez haya que cancelar algún pedido o, cuando menos, reducirlo. Y mira si hay invitaciones que debamos declinar, esa clase de cosas.
Judith, que se sentía incapaz de hablar, asintió con la cabeza.
—¿Se quedarán? —preguntó la señora Appleton conteniendo las lágrimas—. ¿Qué querrá para cenar, señorito Joseph?
—Cualquier cosa —contestó él—. Lo que haya preparado.
—Tengo salmón frío y pudín de frambuesas —dijo la señora Appleton un tanto malhumorada y agresiva, como si estuviera defendiendo la elección de Alys. Si el menú era lo bastante bueno para el señor y la señora, sin duda también lo sería para el señorito, a pesar de las circunstancias—. Y además hay un poco de queso de Ely muy sabroso —agregó.
—Me parece excelente, gracias —aceptó Joseph, y siguió a Matthew, que ya había abierto la puerta.
Fueron por el pasillo y el vestíbulo hasta el estudio de John Reavley, cuyas ventanas daban al jardín. El sol aún estaba alto en el horizonte y su luz dorada bañaba las copas de los árboles del huerto. Las hojas titilaban mecidas por la brisa y una bandada de estorninos se arremolinó en el cielo, negra sobre refulgente ámbar, girando en amplias espirales hacia el ocaso.
Joseph echó un vistazo a la estancia, casi una réplica del estudio que su padre había ocupado en Cambridge. Había un sencillo escritorio de roble y estanterías que cubrían buena parte de dos paredes, abarrotadas con toda suerte de libros que se remontaban a los tiempos de estudiante del propio John. Algunos volúmenes estaban escritos en alemán. Muchos estaban encuadernados en piel, unos pocos en tela, muy desgastados, y otros incluso en papel. Un pliego de dibujos descansaba sobre la mesa de la ventana; se trataba de una adquisición reciente que no había tenido tiempo de estudiar como era debido.
Una marina de Bonnington colgaba encima de la chimenea, exquisitamente bella, de un color que no era azul ni verde, sino esa especie de gris luminoso que contiene ambos colores. Cuando uno la contemplaba le parecía respirar un aire más limpio y casi notaba el hormigueo de la sal que llevaba el viento. John Reavley había amado cuanto contenía aquella habitación, cada objeto señalaba un instante de belleza o felicidad que había conocido, pero el cuadro de Bonnington era especial.
Joseph apartó la vista de él.
—Empezaré por aquí —dijo, sacando el primer libro de la estantería más próxima a la ventana.
Matthew comenzó por el escritorio.
Buscaron durante media hora hasta que sirvieron la cena, después de ésta continuaron hasta bien entrada la noche. Judith fue a acostarse, dieron las doce y aún estaban revolviendo papeles, revisando libros por segunda y tercera vez, moviendo los muebles incluso. Finalmente se dieron por vencidos y se obligaron a entrar en el dormitorio principal para hurgar con torpeza en los armarios, los, estantes donde se guardaban las joyas y los artículos de tocador, los bolsillos de las prendas colgadas en las perchas. No había ningún documento.
A la una y media, con dolor de cabeza y los ojos escocidos, Joseph llegó al último sitio que quedaba por mirar. Se enderezó, moviendo cuidadosamente los hombros para desentumecerlos.
—No está aquí —dijo en tono cansino.
Matthew tardó un poco en contestar. Miraba fijamente el cajón que acababa de registrar por tercera vez.
—Papá fue muy claro —repitió con terquedad—. Habló del efecto que tendría. La osadía era tan grande que no cabría en la mente de casi ningún hombre. Tenía que ser algo terrible. — Levantó la vista. Tenía los ojos irritados y expresión de enfado, como si sintiera que Joseph no acababa de creerle—. No podía confiar en nadie más debido a la identidad de los implicados.
Joseph estaba demasiado cansado y triste para mostrar una pizca siquiera de imaginación e inventiva para no herir los sentimientos de su hermano.
—En tal caso, ¿dónde está? —inquirió—. ¿Es posible que se lo confiara al banco, o al abogado?
El rostro de Matthew denotaba negación, aunque por un instante se aferró a esa posibilidad, puesto que no se le ocurría nada más.
—De todas formas, mañana tendremos que hablar con ellos. Joseph se sentó en la silla del escritorio; Matthew estaba sentado sobre la alfombra, junto al cajón.
—No creo que se lo diera a Pettigrew. —Matthew se apartó el cabello de la frente—. Sólo es un abogado de familia, lo suyo son los testamentos y los títulos de propiedad.
—Un lugar bastante seguro para esconder algo tan valioso como peligroso —razonó Joseph.
Matthew lo fulminó con la mirada.
—¿Intentas defender a nuestro padre, demostrar que no se lo imaginó a partir de algo perfectamente inofensivo?
La acusación tocó la fibra sensible de Joseph. Eso era exactamente lo que estaba haciendo, defender, negar, confuso y turbado como estaba por la pérdida, aturdido por el dolor de cabeza.
—¿Acaso debería? —inquirió.
—¡Deja de ser tan puñeteramente razonable! —A Matthew se le quebró la voz, dejando su emoción al desnudo—. ¡Claro que deberías! ¡No estaba en el coche! No está en la casa. —Señaló bruscamente hacia la puerta y el descansillo que había más allá de ésta—. ¿No te parece suficientemente increíble e insólito? ¡Un documento que demuestra la existencia de una conspiración para arruinar todo aquello que amamos y en lo que creemos, y que alcanza a estratos tan altos de la sociedad como la mismísima familia real, pero que cuando nos ponemos a buscarlo, se esfuma sin dejar rastro!
Joseph no contestó. Una idea apenas perceptible empezó a formarse en su mente, pero el agotamiento le impidió captarla.
—¿Qué pasa? —preguntó Matthew con aspereza—. ¿En qué estás pensando?
—¿Y si fuera algo evidente? —Joseph frunció el entrecejo—. Me refiero a algo que estamos viendo pero que no reconocemos. Matthew echó un vistazo a la habitación.
—¿Como qué? ¡Por el amor de Dios, Joe! ¡Se trata de una conspiración que cambiará el mundo que conocemos y deshonrará a Inglaterra para siempre! ¡No va a estar colgado en la pared junto con los cuadros! —Metió los papeles en el cajón y, tras ponerse de pie, llevó éste de vuelta al escritorio. Volvió a encajarlo en sus ranuras y lo cerró—. Y antes de que te molestes en preguntarlo, te diré que he quitado y mirado los fondos de todos los cajones.
—Bien, sólo caben dos posibilidades —dijo Joseph—. O ese documento existe, o no existe.
—¡Tienes el don de la clarividencia! —exclamó Matthew en tono de amargura—. Hasta ahí he llegado por mí mismo.
—¿Y has sacado la conclusión que existe? ¿Con qué fundamento?
—¡No! —espetó Matthew—. ¡Si te parece me he pasado la noche registrando la casa de arriba abajo porque no tenía nada mejor que hacer!
—Es que no tienes nada mejor que hacer —contestó Joseph—. De todos modos, debíamos revisar los papeles por si había algo que requiriese nuestra atención. —Señaló el montón que habían separado—. Y estas cosas, cuanto antes se hacen menos espantosas resultan. Podemos pensar en una conspiración mientras lo hacemos, pues siempre es más fácil creer que estamos llevando a cabo una especie de rito final por nuestros padres, porque ayer todo era como de costumbre, nos aguardaban años de amor, seguridad y bienestar familiar, y hoy ambos están muertos...
—¡De acuerdo! —lo interrumpió Matthew—. Lo lamento. —Volvió a apartarse el abundante cabello rubio de la cara—. Pero la verdad es que parecía tan seguro... Su voz estaba cargada de emoción, no había en ella ni una pizca de la mordacidad y la ironía que solía mostrar. —Torció los labios, y cuando volvió a hablar se le quebró la voz—. Sé lo mucho que debió de costarle avisarme de algo así. Detestaba todo cuanto tuviera que ver con el Servicio Secreto. Si no hubiese estado seguro no habría dicho nada.
—Pues entonces lo guardó en un sitio que aún no se nos ha ocurrido —concluyó Joseph, poniéndose de pie—. Vayamos a acostarnos. Son casi las dos y mañana tendremos mucho que hacer.
—Hemos recibido un telegrama de Hannah. Llega en el tren de las dos y cuarto. ¿Podrás ir a buscarla? —preguntó Matthew mientras se frotaba la frente dolorida—. Todo esto va a resultarle muy duro.
—Sí, tienes razón. Iré a recogerla. Albert me llevará. ¿Puedo usar tu coche?
—Claro. —Matthew meneó la cabeza—. Hay algo que no dejo de preguntarme: ¿por qué no conduciría Albert ayer?
—Sí, es muy extraño —convino Joseph—. Se lo preguntaré a Albert camino de la estación.
El día siguiente estuvo lleno de pequeñas obligaciones poco felices. Hubo que encargarse de los preparativos para el funeral. Joseph fue a ver a Hallam Kerr, el párroco, y se sentó en la prolija y más bien austera salita de la vicaría observando cómo el pobre hombre se esforzaba sin éxito por hallar unas palabras de consuelo espiritual. Mucho más fácil le resultó, en cambio, abordar los aspectos prácticos: el día, la hora, quién diría el qué, los cánticos. Se trataba de un ritual eterno que venía celebrándose en aquella antigua iglesia para todos los difuntos del pueblo desde hacía casi mil años. El que fuera tan conocido era precisamente lo que más reconfortante lo hacía, pues daba la tranquilidad de que pese a que el viaje de un individuo hubiese tocado a su fin, la vida en sí seguía siendo la misma y siempre sería así. En la ceremonia había una especie de certidumbre que transmitía una paz profunda.
Justo antes del almuerzo se personó el señor Pettigrew, del bufete de abogados. Era un hombre menudo, pálido y muy pulcro. Dio el pésame a los presentes, les aseguró que todos los asuntos legales estaban en orden, y añadió que no, no le habían confiado ningún documento en custodia recientemente; de hecho, nada a lo largo del año en curso. Un par de bonos en agosto de 1913 había sido lo último. Evitó aludir al testamento, si bien todos sabían que tarde o temprano tendrían que abordar aquella cuestión.
El director del banco, el médico y otros vecinos pasaron de visita o a dejar flores y tarjetas. Nadie sabía muy bien qué decir, pero a todos los movía la generosidad. Judith les ofrecía té, que a veces, aceptaban dando lugar a conversaciones incómodas.
A primera hora de la tarde Albert Appleton llevó a Joseph a la estación de Cambridge para recoger a Hannah cuando llegara en el tren procedente de Londres. Joseph iba sentado a su lado en la parte delantera del Talbot Sunbeam de Matthew mientras recorrían los caminos flanqueados de rosas silvestres y trigales casi listos para la cosecha, salpicados aquí y allá de amapolas escarlata.
Albert no apartaba los ojos de la carretera. Tenía aspecto de cansado, y bajo el oscuro bronceado la piel aparecía apergaminada; además, esa mañana no se había afeitado con la pulcritud habitual. No era la clase de hombre que manifestaba su pena, pero había llegado a St. Giles a los dieciocho años y servido a John Reavley toda su vida adulta. Para él, la muerte de éste constituía el final de una época.
—¿Sabe por qué mi padre decidió conducir él mismo ayer? —preguntó Joseph mientras recorrían la sombra de una alameda.
—No, señorito Joseph —respondió Albert. Pasaría mucho tiempo antes de que lo llamara «señor Reavley», si alguna vez llegaba a hacerlo—. Lo único que puedo decirle es que el viejo ciruelo del huerto tiene una rama que cuelga muy baja, casi hasta el suelo. Me pidió que viera si era posible salvarla. La apuntalé, pero eso no siempre da buen resultado. A la que se levanta un poco de viento vuelve a soltarse y se rompe de mala manera. Deja un tajo en el tronco y echa el árbol a perder. Basta con que refresque para que la escarcha haga el resto.
—Ya veo. ¿Conseguirá salvarlo?
—Lo mejor será cortarla.
—¿Sabe por qué lo acompañó mi madre?
—Le apetecería ir con él, imagino. —Siguió mirando fijamente al frente.
Joseph no volvió a hablar hasta que llegaron a la estación. Albert era de esas personas con las que se podía pasar el rato en un silencio cordial, y así lo recordaba Joseph desde cuando era crío y soñaba despierto en el huerto o el jardín.
Albert aparcó el coche delante de la estación y Joseph fue hasta el andén a esperar. Había una media docena de personas y se guardó de mirar a nadie a los ojos por si encontraba a algún conocido. Lo último que deseaba era que le dieran conversación.
El tren llegó puntual, escupiendo humo y chirriando al detenerse junto al andén. Las puertas se abrieron con un ruido metálico. La gente se saludaba a voz en cuello y trajinaba con los equipajes. Joseph vio a Hannah casi de inmediato. Las pocas pasajeras a la vista lucían brillantes colores veraniegos o delicados tonos pastel. Hannah iba de luto riguroso, con un fino traje de viaje totalmente negro. El dobladillo de la falda ahuecada aparecía manchado de polvo y unas relucientes plumas negras decoraban el sobrio aunque elegante sombrero. La tez pálida, los grandes ojos pardos y las delicadas facciones del rostro la asemejaban tanto a Alys que, por un instante, Joseph sintió que perdía el control de sus emociones, presa de un dolor insoportable. Permaneció inmóvil mientras la gente pasaba por su lado a empellones, incapaz de pensar ni de enfocar la vista siquiera.
De pronto Hannah estuvo delante de él, con su bolsa de viaje en una mano y las mejillas bañadas en lágrimas. Dejó caer la bolsa al suelo y aguardó a su hermano.
Joseph la abrazó, estrechándola con fuerza. Notó que temblaba. Había preparado algo que decirle pero en ese momento no acudía a su mente, todo le parecía trivial y predecible. Era religioso, por lo que se suponía que poseía la fe que daba respuesta a la muerte y vencía el dolor que le consumía a uno las entrañas. Ahora bien, también sabía lo que era la pérdida de un ser querido, brusca y reciente, y lo ineficaces que resultaban las palabras para llegar hasta el corazón de los dolientes.
¡Por Dios, debía hallar algo que decirle a Hannah! ¿De qué servía su vocación si, precisamente él, era incapaz de consolarla?
Finalmente se apartó de ella, cogió su bolsa y la condujo hasta donde Albert aguardaba junto al coche.
Hannah se detuvo, mirando fijamente aquel vehículo desconocido, como si hubiese esperado ver el Lanchester amarillo, y entonces, ahogando un grito, cayó en la cuenta del motivo por el que no estaba allí.
Joseph la sostuvo por el codo y la ayudó a subir al asiento de atrás, recogiéndole las faldas negras a la altura de los tobillos antes de cerrar la puerta y rodear el coche para sentarse a su lado.
Albert hizo lo propio detrás del volante y puso el motor en marcha.
Hannah no dijo nada. Era a Joseph a quien correspondía hablar antes de que el silencio fuese demasiado opresivo. Ya había resuelto no mencionar el documento. Sería una preocupación añadida, y ella poco podría hacer al respecto.
—Judith estará muy contenta de verte —comenzó.
Hannah lo miró levemente sorprendida y Joseph comprendió al instante que estaba sumida en sus pensamientos, absorta en la pérdida que acababa de sufrir. Como si leyera tal apreciación en los ojos de su hermano, Hannah esbozó una sonrisa, como quien admite una culpa.
Joseph acercó la mano a ella, con la palma abierta hacia arriba, y Hannah la tomó en la suya. Durante varios minutos permaneció en silencio, conteniendo las lágrimas.
—Si tú aciertas a verle sentido —dijo por fin—, por favor, no me lo digas ahora. No creo que lo soportara. No quiero saber nada de un Dios que hace estas cosas. Sobre todo, no quiero que nadie me diga que debería amarlo, ¡porque no lo amo!
Varias respuestas acudieron a los labios de Joseph, todas ellas racionales y bíblicas, pero ninguna contestaba lo que ella necesitaba.
—Es normal que sufras —dijo en cambio—. No creo que Dios espere que ninguno de nosotros se lo tome con calma.
—¡Sí que lo espera! —replicó Hannah, y a punto estuvo de quebrársele la voz—. «¡Hágase tu voluntad!» —Meneó la cabeza—. Pues yo no puedo decir eso. Es estúpido, horrible y carece de sentido. No tiene nada de bueno. —Hacía lo posible por que la ira venciera su espantoso pesar—. ¿Murió alguna otra persona en el otro coche? —inquirió—. Porque tuvo que haber otro coche. Papá no se habría salido de la carretera así por las buenas, digan lo que digan.
—No hubo ningún otro herido, y tampoco hay pruebas de que hubiera otro coche.
—¿Qué quieres decir con eso de «pruebas»? —exclamó colérica, sonrojándose—. ¡No seas tan pedante, tan obscenamente razonable! ¡Si nadie lo vio, será que no lo hubo y punto!
Joseph no discutió. Hannah necesitaba enfadarse con alguien, y él la dejó hacer hasta que cruzaron la verja y el coche se detuvo ante la puerta principal. Entonces Hannah respiró hondo varias veces, estremeciéndose, se sonó la nariz y anunció que estaba lista para entrar. Pareció a punto de agregar algo, quizá más amable, mirando fijamente a Joseph con los ojos arrasados en lágrimas mientras Albert mantenía abierta la puerta del coche. No obstante, cambió de parecer y se apeó, aceptando la mano que Albert le ofrecía para ayudarla.
Los hermanos cenaron juntos en silencio. De vez en cuando uno de ellos sacaba a colación algún detalle de tipo práctico pendiente de resolver, pero nadie hacía mucho caso. El dolor era como una quinta entidad en la estancia y dominaba todo lo demás.
Más tarde Joseph fue otra vez al estudio de su padre para asegurarse de que se habían escrito todas las cartas a los amigos de la familia informando de la muerte de John y Alys y anunciando la hora del funeral. Vio que Matthew había redactado la carta que consideraba más importante, dirigida a Shanley Corcoran, el amigo más íntimo de su padre. Habían ido juntos al mismo colegio mayor de la Universidad de Cambridge —Gonville and Caius—, y habían estudiado Ciencias Exactas. Sería uno de los asistentes más difíciles de saludar en la iglesia, dado que su pena sería muy profunda, pues sus recuerdos se remontaban al pasado, entretejiéndose con los mejores días de ambos.
Sin embargo, en cierto modo sería reconfortante compartir la pena. Quizá más adelante fueran capaces de hablar acerca de John. Así mantendrían viva una parte de su ser. A Corcoran nunca le aburriría hacerlo, jamás diría «ya basta» ni permitiría que el recuerdo se hundiera en alguna placentera región del pasado donde la intensidad del presente dejara de ser molesta.
A eso de las nueve y media se presentó un agente de la policía local. Era un hombre joven, más o menos de la edad de Matthew, aunque presentaba un aspecto cansado y agobiado.
—Lo siento mucho —dijo, meneando la cabeza y apretando los labios—. No sabe cuánto los echaremos en falta. Ambos eran grandes personas.
—Gracias —contestó Joseph con sinceridad. Resultaba grato oírlo, aunque agudizara la pena. Permanecer callado habría sido como negar que tenían su sitio en la comunidad.
—El domingo fue un mal día en todos los sentidos —prosiguió el agente, incómodo en medio del vestíbulo—. ¿Se ha enterado de lo que ocurrió en Sarajevo?
—No... —Joseph no sentía el menor interés, pero no quería resultar descortés.
—Un loco disparó contra el archiduque de Austria y su esposa. —El agente sacudió la cabeza—. ¡Ambos están muertos! Me figuro que no habrá tenido tiempo de leer los periódicos.
—No. —Joseph apenas entendía de qué le estaba hablando. No había pensado en los periódicos ni por un instante. El resto del mundo parecía no existir, como si no formara parte de su vida—. Lo lamento.
El agente se encogió de hombros.
—Eso queda muy lejos de aquí, señor. Probablemente no tenga ninguna consecuencia para nosotros.
—No. Gracias por venir, Barker.
El agente bajó la vista, pestañeando.
—Lo lamento de veras, señor Reavley. Este pueblo no será el mismo sin ellos.
—Gracias.
*   *   *


2
El funeral de John y Alys Reavley se celebró la mañana del 2 de julio en la iglesia parroquial de Selborne St. Giles. Era un día cálido y sin brisa, y el perfume de la madreselva que cubría la entrada techada del cementerio embalsamaba el aire, haciendo que uno se amodorrase incluso antes del mediodía. Los tejos se veían polvorientos bajo el sol.
El cortejo llegó muy despacio. Los hombres jóvenes del pueblo portaban a hombros los ataúdes. La mayoría había ido al colegio con Joseph o Matthew, al menos durante los primeros años de infancia, habían jugado a fútbol con ellos o pasado horas a la orilla del río pescando o simplemente soñando mientras los veranos se sucedían. En ese momento caminaban arrastrando los pies, poniendo cuidado en mirar siempre al frente y mantener el equilibrio sin tropezar. Las piedras inclinadas del sendero estaban desgastadas por mil años de fieles, dolientes y oficiantes cuyos pasos habían recorrido el mismo camino desde los tiempos de los sajones hasta la actualidad, el mundo moderno del nieto de Victoria, Jorge V.
Joseph iba tras ellos llevando del brazo a Hannah, que se esforzaba por no perder la compostura. Había adquirido un nuevo vestido negro en Cambridge, así como un sombrero negro de paja con velo. Caminaba muy erguida, pero Joseph estaba seguro de que debía de tener los ojos prácticamente cerrados, pues se aferraba a él para que la guiara. Había aborrecido los días de espera. Cada habitación a la que entraba le recordaba la pérdida sufrida. Lo peor era la cocina, pues estaba llena de recuerdos: las prendas que Alys había cosido, los platos con flores silvestres pintadas que tanto le gustaban, la canasta plana que empleaba para recoger rosas secas, la muñequita de maíz que había comprado en la feria de Madingley. Los aromas a comida le habían hecho recordar a su madre comprando, cocinando, sobre todo platos regionales como los panecillos tostados de levadura y el pan dulce hecho con manteca de cerdo, y, en invierno, los crujientes aros de cebolla.
Disfrutaba comprando el queso azul Double Cottenham y la mantequilla por tarros en vez de usar los pesos modernos. Las cosas más insignificantes eran las que más le dolían, quizá porque la pillaban desprevenida: Lettie disponiendo flores en el jarrón equivocado, uno que Alys jamás hubiese elegido; Horatio, el gato, sentado en la antecocina, donde Alys nunca lo habría permitido; el repartidor de la pescadería mostrándose descarado y contestando en un tono que antes no se habría atrevido a emplear. Eran las primeras señales de un cambio irrevocable.
Matthew y Judith iban unos pocos pasos atrás, tensos y mirando fijamente al frente. Ella también llevaba un vestido negro nuevo con las mangas hasta el dorso de las manos y la falda tan estrecha que la obligaba a caminar dando pasos cortos. No le gustaba demasiado, pero lo cierto era que la favorecía, creando un efecto dramático. Naturalmente, su sombrero también estaba provisto de velo.
Dentro de la iglesia, donde el aire era más fresco, el olor de las piedras y el moho de los viejos libros se mezclaba con la penetrante fragancia de las flores. Joseph reparó en ellas de inmediato llevándose una sorpresa. Las mujeres del pueblo debían de haber despojado sus jardines de todas las flores blancas que ya se habían abierto, pues había rosas, polemonios, clavelinas y enramadas de margaritas de todos los tamaños, simples y dobles. Formaban una especie de espuma blanca que se derramaba, brillante a causa del sol que entraba por las vidrieras, desde la antigua madera tallada del altar. Le constó que eran para Alys. Su madre había sido la clase de mujer que todo el pueblo deseaba que fuera: modesta, leal, afable, capaz de guardar un secreto, orgullosa de su hogar y encantada de cuidar de él. Siempre se había mostrado dispuesta a intercambiar recetas con la señora Worth y esquejes con la parlanchina Tucky Spence, y se había mostrado paciente con las interminables historias de la señorita Anthony acerca de su sobrina de Sudáfrica.
John les había resultado algo más difícil de comprender. Se trataba de un hombre con un intelecto por encima de lo habitual, que había estudiado mucho y viajado con frecuencia al extranjero. Ahora bien, cuando se encontraba allí, sus placeres eran muy simples: su familia y su jardín, los artefactos antiguos, las acuarelas del siglo anterior, que disfrutaba restaurando y volviendo a enmarcar. Le encantaban las gangas y rebuscaba en las tiendas de antigüedades y de segunda mano, escuchando de buena gana los relatos pintorescos de personas corrientes, siempre pronto a compartir un chiste, cuanto más largo y complicado mejor.
Joseph estaba pensando en esas cosas cuando comenzó el oficio religioso y se fijó en todos aquellos rostros conocidos, tristes y turbados por el precipitado luto. El nudo que se le hizo en la garganta le impidió entonar los cánticos.
Luego le llegó el turno de hablar, aunque brevemente, como representante de la familia. No deseaba predicar, no era el momento de hacerlo. Que otro se ocupara de ello; el mismo Hallam Kerr, si tenía ganas. Joseph estaba allí como hijo para recordar a sus padres. Su intervención nada tenía que ver con las alabanzas, sino con el amor.
Le costó trabajo evitar que se le quebrase la voz, mantener sus pensamientos en orden y expresarse con palabras claras y simples. Pero ésa, al fin y al cabo, era su más destacada aptitud. Conocía de primera mano el pesar por la pérdida de un ser querido y había explorado ese sentimiento hasta lo más recóndito de su mente.
—Henos aquí reunidos, en el corazón de nuestro pueblo, tal vez en su alma, para dar un adiós temporal a dos miembros de esta comunidad que fueron vuestros amigos y nuestros padres, y hablo en mi nombre, en el de mi hermano Matthew y en el de mis hermanas Hannah y Judith.
Titubeó por un instante, esforzándose por conservar la compostura. No se produjo un solo movimiento o susurro entre los rostros levantados hacia él.
—Todos vosotros los conocíais —prosiguió—. Coincidíais en la calle día tras día, en la estafeta de correos, en las tiendas, junto a la tapia del jardín. Y, sobre todo, os encontrabais aquí. Eran buenas personas, y su partida nos duele y nos aflige. —Se detuvo un instante, antes de continuar—. Echaremos de menos la paciencia de mi madre, su espíritu de esperanza que nunca se limitaba a vanas palabras, pues jamás negaba el mal o el sufrimiento, sino que traducía la fe en que todo podía superarse y la confianza en un futuro mejor. No debemos fallarle olvidando lo que nos enseñó. Debemos agradecer todas las vidas que nos han dado felicidad, pues sólo con gratitud lograremos atesorar ese don para servirnos de él y transmitirlo en toda su pureza a los demás.
Joseph percibió un movimiento, un asentimiento colectivo por parte del centenar de personas que lo miraban, tristes y abatidas por lo inesperado de aquel pesar, cada cual herida por sus propios recuerdos.
—Mi padre era distinto —continuó—. Su mente era brillante pero su corazón sencillo. Sabía escuchar al prójimo sin sacar conclusiones precipitadas. Era capaz de contar los chistes más largos, divertidos e intrincados que jamás haya oído contar, y éstos nunca eran soeces ni crueles. Para él, la falta de amabilidad era el peor de los pecados. Podías ser valiente y honesto, obediente y devoto, pero si no sabías ser amable, eras un desdichado.
Se sorprendió sonriendo ante aquellas palabras, pese a que su voz estaba tan ahogada por las lágrimas que costaba entender con claridad lo que decía.
—Cierto es que no le preocupaban mucho las ceremonias religiosas. Más de una vez se durmió en la iglesia y se despertó aplaudiendo al creer por un instante que se encontraba en el teatro. No soportaba la intolerancia y pensaba que quienes profesan una creencia a veces se cuentan entre los peores déspotas. Ahora bien, habría defendido a san Pablo con su propia vida por sus palabras sobre el amor: «Aunque hable las lenguas de los hombres y los ángeles, si no tengo caridad no soy nada.»
»No era perfecto pero era amable, y comprensivo con las debilidades del prójimo. De buen grado trabajaré incansablemente toda mi vida para que podáis decir lo mismo de mí cuando me llegue la hora de decir adiós temporalmente.
Temblaba de alivio cuando regresó a su sitio junto a Hannah y ésta le estrechó la mano. No obstante, advirtió que debajo del velo lloraba y que no volvería la vista hacia él.
Hallam Kerr subió al púlpito y le dio las gracias con palabras grandilocuentes y seguras aunque curiosamente desprovistas de convicción, como si también él se sintiera perdido. Continuó con el funeral del modo acostumbrado, las palabras y la música entretejidas como un hilo brillante a través de la historia de la vida del pueblo. El oficio religioso era tan cierto y rico como el paso de las estaciones, apenas distinto de un año a otro a lo largo de los siglos.
Después Joseph asumió el papel que en parte resultaba más angustioso, plantándose en la puerta de la iglesia para estrechar la mano de quienes deseaban dar el pésame a la familia, tratando de expresar su dolor y su apoyo, por lo general con bastante torpeza. Aún quedaban cosas por decir, como si el funeral, por sí solo, no bastara. En el aire flotaba un ansia, una necesidad insatisfecha que Joseph percibía y le hacía que se sintiera vacío. Cuando más las necesitaba, las palabras habían perdido todo su poder. El último retazo de confianza en sí mismo pareció escurrírsele entre los dedos.
Judith y Hannah permanecían juntas, resguardadas en la sombra del pórtico de la iglesia. Matthew todavía no había salido. Joseph avanzó hacia el sol para hablar con Shanley Corcoran, que aguardaba a pocos metros, vestido de negro; su cabello prematuramente blanco era como una aureola bajo la resplandeciente luz de la mañana. No se trataba de un hombre alto, y sin embargo la fuerza de su carácter y su vitalidad infundían un respeto que mantenía a la gente apartada, si bien casi nadie lo conocía ni, mucho menos, estaba al corriente de sus logros, los cuales tampoco habrían comprendido en caso de que se los hubieran referido. La palabra «científico» tendría que haber sido suficiente.
Fue al encuentro de Joseph, tendiendo las manos, con el rostro transido de pena.
—Joseph —dijo simplemente.
Joseph sintió su afectuoso contacto, y la emoción que éste suscitó le resultó casi insoportable. La familiaridad en el trato de un amigo tan próximo resultaba abrumadora. Fue incapaz de hablar.
Orla Corcoran acudió a socorrerlo. Era una mujer hermosa, con una exótica tez morena, y su traje de seda negra, con su elegante cintura y el vuelo de la chaqueta por debajo de las caderas, constituía el cumplido perfecto a su delicada figura.
—Joseph sabe bien lo mucho que lo sentimos, querido —dijo, posando una mano enguantada en el brazo de su marido—. No es preciso que nos esforcemos por expresar algo para lo que no hay palabras. Todo el pueblo aguarda. Ahora es su turno, y cuanto antes haya cumplido con este deber, antes podrá retirarse la familia a su casa para estar a solas. —Miró a Joseph—. Quizá dentro de unos días podríamos visitaros con más calma.
—Por supuesto —dijo Joseph impulsivamente—. Háganlo, por favor. Yo no regresaré a Cambridge hasta la semana que viene, por lo menos. Ignoro qué hará Matthew, pues aún no hemos hablado de ello. Lo único que nos preocupaba era pasar el día de hoy.
—Naturalmente —convino Corcoran, soltando por fin la mano de Joseph—. Y sin duda Hannah regresará a Portsmouth, ¿verdad? —Frunció el entrecejo con expresión de inquietud—. Me figuro que Archie está en el mar, pues no lo he visto por aquí.
Joseph asintió con la cabeza.
—Sí. Aunque quizá le concedan permiso por motivos familiares cuando arribe al próximo puerto.
No podía hacer nada por Hannah, que debía enfrentarse a la dura prueba de ayudar a sus hijos a superar el dolor por la muerte de sus abuelos. Se trataba de la primera pérdida de sus vidas e iban a necesitarla más que nunca. Ya llevaba fuera más de media semana.
—Por supuesto, es posible —admitió Corcoran, quien todavía miraba a Joseph con ceño, a todas luces preocupado.
—¿Por qué no iba a ser posible? —preguntó Joseph con cierta brusquedad—. ¡Por el amor de Dios, su esposa acaba de perder a sus padres!
—Ya lo sé, ya lo sé —dijo Corcoran amablemente—, pero Archie es un oficial en servicio activo. Me imagino que habréis estado demasiado consternados para seguir las noticias del mundo, como es natural. No obstante, el asesinato perpetrado en Sarajevo es muy alarmante.
—Sí —dijo Joseph sin entender—. Los mataron a tiros, ¿verdad? —¿Realmente importaba? ¿Por qué lo sacaba Corcoran a colación en ese momento?—. Lo siento, pero...
Corcoran hundió los hombros, un tanto abatido. Fue un gesto tan leve que apenas se percibió, pero su expresión ensombrecida iba más allá de la pena; le daba miedo lo que estaba por venir.
—No fue un loco aislado con un arma —dijo con gravedad—. Se trata de algo mucho más complejo que eso.
—¿De veras? —dijo Joseph, incrédulo y sin comprenderle.
—Había varios asesinos —explicó Corcoran en tono grave—. El primero no hizo nada, el segundo arrojó una bomba pero el chofer la vio venir y se las arregló para acelerar y esquivarla. — Apretó los labios—. El hombre que la arrojó tomó alguna clase de veneno y luego saltó al río, pero lo sacaron del agua y sobrevivió. La bomba explotó e hirió a varias personas. Las llevaron al hospital.
Hablaba en voz muy baja, como si no quisiera que las demás personas presentes en el cementerio lo oyeran, pese a tratarse de un asunto público. Quizá no habían captado el alcance de lo ocurrido.
—El archiduque prosiguió con los actos previstos para el día —continuó, haciendo caso omiso del gesto de Orla—. Acudió a la recepción en el ayuntamiento y luego decidió visitar a los heridos, pero el chofer se equivocó de bocacalle y se encontró cara a cara con el asesino, que se subió al estribo del coche y disparó al archiduque en el cuello y a la duquesa en el vientre. Ambos fallecieron en cuestión de minutos.
—Lo lamento. —Joseph se estremeció con una mueca de dolor. Se imaginó la escena, pero en cuanto lo hizo los rostros de las víctimas se convirtieron en los de John y Alys, y la muerte de dos aristócratas austriacos a más de mil kilómetros de distancia volvió a perder importancia.
Corcoran lo cogió otra vez por el brazo con todas sus fuerzas.
—Se realizó de forma caótica pero surge de una corriente de sentimiento, Joseph —dijo en voz baja—. Podría conducir a una guerra entre Austria y Serbia, y en tal caso es posible que Alemania se involucre. Ayer el káiser deshizo su alianza con Austria-Hungría.
Joseph estuvo a punto de decir que le parecía muy poco probable, pero vio en los ojos de Corcoran hasta qué punto éste hablaba en serio.
—¿De veras? —inquirió, perplejo—. Lo más seguro es que se trate de un castigo, una reparación o algo de esa índole, ¿no? Es un asunto interno del Imperio austro—húngaro, ¿no cree?
Corcoran asintió con la cabeza, retirando la mano.
—Tal vez. Si al mundo le queda algo de cordura, así será.
—¡Claro que será así! —intervino Orla con firmeza—. Será una desgracia para los serbios, pobre gente, pero no es algo que nos ataña. No inquietes a Joseph con esas ideas, Shanley —añadió con una sonrisa—. Bastante tenemos con nuestra pena como para hacernos cargo de las de otros.
Corcoran se vio imposibilitado de contestar por la llegada de Gerald y Mary Allard, unos amigos de la familia a quienes Joseph conocía desde hacía muchos años. Elwyn era su hijo menor, y el mayor, Sebastian, un muchacho de notable talento, era alumno de Joseph, quizás el mejor. Parecía dominar no sólo la gramática y el vocabulario de los idiomas extranjeros sino también su musicalidad, la sutileza de los significados y el sabor de las culturas que los ha producido.
Joseph vio de inmediato que era un muchacho prometedor, y lo alentó a conseguir una plaza en Cambridge para estudiar lenguas antiguas, no sólo las bíblicas sino los grandes idiomas de la cultura clásica. Sebastian había aprovechado la oportunidad, trabajando con afán y una sorprendente disciplina para un chico de su edad, y se convirtió en el más aventajado de los estudiantes, licenciándose con matrícula de honor. En ese momento seguía estudios de pos— grado antes de iniciar una carrera que Joseph le auguraba brillante como catedrático y filósofo, y tal vez hasta como poeta.
Mary cruzó una mirada con Joseph y sonrió, con expresión de pena.
Gerald se aproximó. Era un hombre agradable, de apariencia corriente y pelo rubio, y con una actitud benévola que sin embargo le otorgaba una apostura algo mediocre. Tras las presentaciones de rigor, los Corcoran se marcharon.
—Lo siento —murmuró Gerald, meneando la cabeza—. Lo siento mucho.
—Gracias —dijo Joseph, deseando responder algo acertado y al mismo tiempo huir de allí.
—Elwyn está aquí, por supuesto —dijo Mary, señalando con un ademán por encima del hombro hacia el lugar donde Elwyn Allard estaba conversando con Pettigrew, el abogado, ansioso por ir a reunirse con los muchachos de su edad—. Por desgracia, Sebastian ha tenido que quedarse en Londres —agregó—. Un compromiso previo que no podía romper. —Era una mujer delgada, de rasgos sorprendentemente marcados, cabello oscuro y una hermosa tez aceitunada—. Aunque estoy totalmente segura de que sabes lo mucho que lo siente.
Gerald carraspeó como si fuese a decir algo, posiblemente manifestando su desacuerdo, a juzgar por su expresión sombría, pero cambió de parecer.
Joseph les dio las gracias de nuevo y se disculpó antes de ir a hablar con otras personas.
La amabilidad, la tristeza, la incomodidad parecían prolongarse interminablemente, pero por fin se fue terminando. Vio que la señora Appleton, apenada y pálida, se despedía del párroco y emprendía el regreso hacia la casa. Todo estaba preparado para recibir a los amigos más próximos, lo único que tendría que hacer el servicio sería retirar las telas de muselina que cubrían la comida ya dispuesta en las mesas. A Lettie y Reginald también les habían concedido tiempo libre pero ambos estarían de vuelta a tiempo para ayudar a recoger.
La casa quedaba a poco más de medio kilómetro de la iglesia, y la gente fue saliendo lenta y desordenadamente por la entrada techada del campo santo y recorrió la calle que se adentraba en el pueblo para luego torcer a la derecha hacia el hogar de los Reavley. Todos se conocían y formaban parte integrante de la vida de los demás. Habían acudido a bautizos, bodas y funerales recorriendo aquellas apacibles calles, habían discutido y hecho las paces, juntos habían reído y chismorreado, entrometiéndose para bien o para mal.
Ahora los unía la aflicción, y eran pocos quienes precisaban palabras para expresarla.
Joseph y Hannah los recibían en la puerta principal. Matthew y Judith ya habían entrado, ella en el salón y él, en principio, para ir en busca del vino y escanciarlo.
Hicieron pasar al último invitado y Joseph lo siguió. Estaba atravesando el vestíbulo cuando Matthew salió del estudio de John con cara de preocupación.
—Joseph, ¿has estado ahí dentro esta mañana?
—¿En el estudio? No. ¿Por qué? ¿Has perdido algo? —No. No había vuelto a entrar desde anoche.
De haber presentado un semblante menos preocupado Joseph se habría impacientado, pero la inquietud que torcía el gesto de su hermano le llamó la atención.
—Si no has perdido nada, ¿qué ocurre? —preguntó.
—He sido—el último en salir esta mañana —contestó Matthew en voz muy baja para evitar que alguno de los presentes lo oyera—. Después de la señora Appleton —prosiguió—, y ella no ha regresado, ha estado todo el tiempo en el funeral.
—¡Dónde querías que estuviera!
—Alguien ha estado ahí dentro —dijo Matthew quedamente, pero sin ningún titubeo o tono de interrogación en la voz—. Sé exactamente cómo lo dejé todo. Son los papeles. Están perfectamente apilados y dejé algunos un poco salidos, a modo de punto.
—¿Horatio? —preguntó Joseph, pensando en el gato.
—La puerta estaba cerrada —respondió Matthew.
—Entonces será que la señora Appleton... —Joseph dejó la frase por la mitad al ver la expresión grave de Matthew—. ¿Qué estás insinuando?
—Alguien ha entrado aquí mientras nosotros estábamos en el funeral —contestó Matthew—. Nadie habrá reparado en los ladridos de Henry, ya que estaba encerrado en la caseta del jardín.
No veo que falte nada..., y no me salgas con que fue un vulgar ratero. Cerré con llave, y no me olvidé de la puerta de atrás. Además, un ladrón no hubiese revisado los papeles de nuestro padre, se hubiera llevado la plata y los adornos fáciles de transportar. El jarrón de cristal y plata sigue sobre la repisa de la chimenea y las cajas de rapé encima de la mesa, y no digamos ya el Bonnington, que es lo bastante pequeño como para transportarlo sin problemas.
Las ideas se agolpaban atropelladamente en la cabeza de Joseph, pero antes de que pudiera expresar ninguna de ellas con palabras,
Hannah salió del comedor. Escrutó los semblantes de sus hermanos y preguntó:
—¿Qué está pasando aquí?
—Matthew ha extraviado algo, eso es todo —contestó Joseph
Voy a ver si lo ayudo a encontrarlo. Enseguida me reúno con vosotros.
—¿Tan importante es eso ahora? —inquirió ella agudizando la voz, que casi se le quebró—. ¡Por el amor de Dios, ven y habla con la gente! ¡Te están esperando! ¡No puedes dejarlos plantados! ¡Es horrible!
—Prefiero echar un vistazo antes —contestó Matthew con firmeza antes de que lo hiciera Joseph—. ¿Has estado arriba desde que has vuelto a casa?
Hannah, que no daba crédito, abrió los ojos como platos.
—¡Pues claro que no! Tenemos a medio pueblo en casa, son nuestros invitados, ¿o es que no te has dado cuenta?
Matthew dirigió una mirada a Joseph y luego, volviéndose hacia Hannah, dijo en voz baja:
—Es importante. Lo siento. Bajaré dentro de nada. ¿Joe?
Matthew respiró hondo, fue hasta el pie de la escalera y subió.
Joseph lo siguió. Hannah se quedó en medio del vestíbulo, echando chispas. Cuando aquél alcanzó el rellano, Matthew se encontraba en la entrada del dormitorio de sus padres, recorriendo el interior con la mirada como para memorizar cada objeto, cada línea y cada sombra, así como las brillantes listas de luz que entraban por la ventana y cruzaban las tablas del entarimado y la alfombra. Resultaba dolorosamente familiar; todo seguía tal como recordaba: la cómoda de roble oscuro con los cepillos de su padre y la caja de piel que Alys le había regalado para los gemelos de los puños y los cuellos de las camisas; el tocador de Alys, con el espejo ovalado cuyo soporte necesitaba un calzo de papel para mantenerse en el ángulo adecuado; las bandejas y boles de cristal tallado para las horquillas, los polvos, los peines, el armario ropero con la sombrerera redonda en lo alto.
Allí le había dicho a su madre que iba a dejar los estudios de Medicina porque no soportaba la impotencia que sentía ante el dolor cuando no estaba en condiciones de aliviarlo, a sabiendas de la decepción que se llevaría su padre. John había deseado ardientemente que fuese médico, aunque nunca le explicó por qué. Apenas dijo nada al enterarse, aunque no comprendió la decisión de su hijo, a quien su silencio hizo más daño que cualquier acusación o exigencia de explicaciones.
Y más adelante Joseph había vuelto a entrar allí para anunciar a su madre que iba a casarse con Eleanor. Fue un día de invierno en que la lluvia repiqueteaba en las ventanas. Alys se estaba arreglando el pelo después de cambiarse para cenar. Siempre había tenido un cabello precioso.
Joseph se obligó a regresar al presente.
—¿Falta algo? —preguntó en voz alta.
—Me parece que no. —Matthew no hizo ademán de entrar—. Pero puede que sí, porque noto algo distinto.
—¿Estás seguro? —Fue una pregunta estúpida ya que era obvio que Matthew no lo estaba. Sencillamente ansiaba negar una realidad que iba cobrando forma y afianzándose en su mente a cada segundo que pasaba—. No veo nada —agregó.
—Espera un momento. —Matthew levantó la mano como para impedir que Joseph lo adelantara, si bien éste no se había movido—. Hay algo... Todavía no sé exactamente el qué... Está... muy ordenado. No da la impresión de que alguien acabe de salir.
—La señora Appleton... —dijo Joseph.
—No —lo interrumpió Matthew—. Es demasiado pronto para que haya entrado aquí. Aún le parecerá una intromisión, como si lo hiciera a espaldas de mamá.

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