11
En
Cambridge, Joseph tenía la impresión de estar consiguiendo algo aunque sólo
fuera por exclusión. No se hallaba más cerca de saber lo que había ocurrido,
pero sí en cambio lo que no. Y si el inspector Perth había hecho algún
progreso, se lo reservaba para sí. La tensión y la infelicidad iban en aumento.
Joseph estaba decidido a continuar para descubrir más acerca de Sebastian y de
quien tuviera un motivo para odiarlo o temerlo.
Se le
presentó una ocasión mientras comentaba un problema de interpretación con
Elwyn, quien había tropezado con dificultades en la traducción de un pasaje
determinado.
Comenzaron
hablando del uso del lenguaje en ciertas situaciones, de formas concretas de
retórica. Habían salido juntos del aula y en lugar de volver a encerrarse
prefirieron cruzar el puente hacia los Backs. La tarde era muy apacible. Allí
donde el sendero de grava giraba para internarse en la sombra, las abejas se
afanaban entre las agujas de las espuelas de caballero y las clavelinas tardías
que crecían junto al muro del paso techado. Bertie retozaba sobre la tierra
caliente entre macizos de bocas de dragón.
Elwyn aún
mostraba síntomas de conmoción y pesar por la pérdida de su hermano. Joseph
sabía mejor que muchos que una persona puede olvidar temporalmente un
cataclismo de su vida y luego volver a recordarlo sorpresivamente con renovado
dolor. A veces uno flotaba en una especie de irrealidad, como si el desastre
fuese pura imaginación y al cabo de un rato fuera a desaparecer para que la
vida volviera a ser la misma de siempre. Uno se cansaba sin saber por qué,
perdía la capacidad de concentración.
Así pues,
no era de extrañar que Elwyn divagara apartándose del tema, incapaz de mantener
su mente a raya.
—Debería
regresar a casa del director —dijo preocupado—. Es posible que mi madre esté
sola.
—No puedes
protegerla de todo —señaló Joseph.
Elwyn abrió
los ojos como platos, apretó los labios y se sonrojó. Apartó la vista.
—Tengo que
hacerlo. Usted no comprende lo que sentía por Sebastian. En cuanto supere esta
furia, volverá a estar bien. Es sólo que... —Se interrumpió, mirando fijamente
hacia delante, en dirección al agua lisa y brillante que reflejaba la luz como
si fuese una especie de resina líquida, demasiado espesa para ver a través de
ella.
Joseph lo
entendió, pero quería oír lo que Elwyn tenía que decir. Seguramente, si alguien
sabía algo más profundo acerca de Sebastian, sería él. Sin duda había oído
frases, ciertas expresiones, captando matices que pasaban inadvertidos a los
demás.
Terminó la
frase por él:
—Si supiera
quién lo hizo y constatara que era castigado, su furia se vería satisfecha.
—Supongo
que sí—admitió Elwyn, aunque con poca convicción. Joseph sacó a colación el
tema que menos deseaba.
—Pero ¿tal
vez no?
Elwyn
guardó silencio.
—¿Por qué?
—insistió Joseph—. ¿Porque entonces se vería obligada a ver en Sebastian cosas
que preferiría no haber visto? El pesar de Elwyn era de lo más elocuente.
—Cada cual
ve un lado distinto de las personas —dijo—. Ella no tiene ni idea de cómo era
Sebastian fuera de casa, y ni siquiera allí, en realidad.
Joseph fue
consciente de su intromisión, así como de que también él deseaba conservar las
ilusiones intactas, pero ése era un lujo que ya no podía permitirse. Le estaban
sirviendo en bandeja la ocasión de hacer averiguaciones, y no se atrevía a
desdeñarla.
—¿Estaba
enterada de la existencia de Flora Whickham? —preguntó.
Elwyn se
puso tenso y contuvo el aliento por un instante. Soltó el aire con un suspiro y
preguntó:
—¿Se lo
dijo él?—No. Lo descubrí solo, por pura casualidad.
Elwyn se
volvió.
—¡No se lo
cuente a mi madre! No lo entendería. Flora es una buena chica, pero es...
—Camarera.
Elwyn
esbozó una sonrisa, atribulado.
—Sí, pero
lo que iba a decir era que es una pacifista, me refiero a una de verdad, y mi
madre sería incapaz de entender algo así. —Había confusión y desagrado en su
rostro, además de pena. Desvió la mirada hacia el río, ocultando sus ojos de la
mirada de Joseph—. En realidad, yo tampoco lo entiendo. Si amas algo, si
sientes que te pertenece y crees en ello, ¿cómo puedes no luchar para salvarlo?
—Su rostro reflejaba desánimo y confusión—. Es decir..., ¿qué clase de hombre
no lo haría?
Tal vez
sospechaba que Joseph participaba de aquella misma traición incomprensible. Si
era así, no le faltaba razón. Sin embargo, Joseph había leído sobre la guerra
de los Bóers y su imaginación recreaba aquel dolor inenarrable, un horror que
no cabía aliviar ni explicar y que nunca, por más argumentos que se
esgrimieran, sería posible justificar.
—No era un
cobarde —dijo Joseph en voz alta—. Habría luchado por aquello en lo que creía —
agregó.
—Probablemente
—convino Elwyn sin ninguna certeza.
—¿Quién más
lo sabía? —preguntó Joseph.
—¿Lo de
Flora? Lo ignoro.
—¿Regina
Coopersmith? —sugirió Joseph.
Elwyn se
quedó helado.
—¡Dios!
¡Espero que no!
—Pero no
estás seguro...
Elwyn
reflexionó por un instante.
—Me parece
que no lo sé —dijo al cabo—. Hubiese imaginado que se pondría furiosa, que
quizás hasta rompería el compromiso, pero puede que en realidad no la conozca.
—Se mordió el labio inferior y miró incómodo a Joseph—. Supongo que no conozco
muy bien a las mujeres. Yo me sentiría mal, pero a lo mejor... —No terminó la
frase.
Caminaron
un rato en silencio hasta el sendero arbolado.
—Sebastian
se peleó con el profesor Beecher —continuó Elwyn.
—¿Cuándo?
—Joseph sintió que algo se hundía dentro de él. —Un par de días antes de morir.
—¿Sabes a
propósito de qué?
—No. —Elwyn
se volvió hacia Joseph—. Me resultó extraño, ya que el profesor Beecher era muy
amable con él.
—¿No lo es
con todo el mundo?
—Por
supuesto. Quería decir que lo era más que con el resto de nosotros.
Joseph se
quedó perplejo. Recordó que a Beecher le caía mal Sebastian.
—¿En qué
sentido? —preguntó. Pese a su intención de mostrarse despreocupado, percibió un
dejo de aspereza en su voz que sin duda Elwyn no pasó por alto.
Elwyn
titubeó.
—Prefiero
preguntártelo a ti que a otra persona —insistió Joseph con gravedad.
Elwyn
suspiró.
—Todos nos
portamos mal a veces, llegamos tarde a clase, entregamos trabajos
descuidados... ¿Sabe a qué me refiero?
—Sí, claro.
—Bien,
normalmente recibes tu castigo, te cae una buena reprimenda y quedas como un
idiota delante de los demás, o te anulan algún privilegio, o cosas por el
estilo. Bien, pues el profesor Beecher era mucho más indulgente con Sebastian
que con la mayoría de nosotros. Sebastian en cierto modo se aprovechaba de
ello, como si supiera que el profesor Beecher no iba a hacer nada al respecto.
Podía ser muy arrogante a veces. Creía en su propia imagen... —Se interrumpió.
La culpabilidad se hizo patente en su rostro, en los hombros encorvados, en el
modo en que su pie derecho jugueteaba con la grava. No había hecho más que
decir la verdad pero las convenciones decretaban que no se hablaba mal de los
difuntos. Su madre lo hubiese considerado una traición—. Siempre pensé que
Sebastian no le caía demasiado bien —concluyó con torpeza.
—Pero en
cambio lo trataba con favoritismo —dijo Joseph, presionándolo.
Elwyn bajó
la vista al suelo.
—Para mí no
tiene sentido, puesto que a la larga no supone favor alguno. Si no tienes
disciplina, no tienes nada. Y si siempre te sales con la tuya, los demás acaban
hartos de ti.
—¿Se daban
cuenta sus compañeros? —preguntó Joseph. —Pues claro. Creo que ése fue el
motivo de la riña que tuvo con Beecher uno o dos días antes de morir.
—¿Por qué
no lo has mencionado antes?
Elwyn lo
miró fijamente.
—Porque no
me imagino al profesor Beecher disparando contra Sebastian sólo porque a veces
fuese arrogante y se aprovechara de su popularidad. Es una estupidez, y puede
que resulte irritante, ¡pero no matas a nadie por eso!
—No
—convino Joseph, aunque no fue eso lo que acudió a su mente helándole la sangre—.
Claro que no.
Intentó
concentrarse en la necesidad de hacer que Mary Allard se enfrentara con la
realidad sin derrumbarse. Quería ayudarla, pero era consciente de su
fragilidad, y nada aliviaría la dureza del golpe que recibiría si salía a
relucir algún trapo sucio de Sebastian. Tal vez se negaría incluso a creerlo y
acusaría a todos los demás de mentir.
—Procura
tener paciencia con tu madre —agregó—. Pocas cosas duelen tanto en este mundo
como una desilusión.
Elwyn hizo
ademán de asentir, con una sonrisa triste y pestañeando deprisa para contener
la emoción, y se marchó sin despedirse para no romper a llorar.
Joseph
regresó a St. John's con intención de encontrar a alguien que corroborara o
desmintiese lo que Elwyn acababa de contarle. La primera persona que vio fue
Rattray.
—¿Favoritismo?
—dijo Rattray con curiosidad, levantando la vista del libro que estaba leyendo,
sentado en un banco cerca del puente—. Supongo que sí. No había pensado en
ello. Acabé por acostumbrarme a que todo el mundo creyese que Sebastian era
nuestro próximo gran poeta en ciernes, ya sabe. —Su mirada sardónica y casi
desafiante incluía abiertamente a Joseph en aquel grupo, y Joseph notó que se
ruborizaba.
—Estaba
pensando en algo más definible que una creencia —dijo con bastante aspereza.
Rattray
suspiró.
—Supongo
que permitía que Sebastian se saliera con la suya más a menudo que el resto de
nosotros —admitió—. Hubo veces en las que me resultó un poco raro.
—¿No te
molestaba? —preguntó Joseph, sorprendido. Ahora le tocó a Rattray sonrojarse.
—¡Claro que
me molestaba! —exclamó acaloradamente—. Aprovecharse de Beecher una o dos veces
era inteligente, y todos pensamos que eso nos pondría más fácil saltarnos una
clase cuando quisiéramos o entregar los trabajos con retraso o lo que fuera.
Hasta se presentó bebido en un par de ocasiones, ¡y el pobre Beecher no dijo
esta boca es mía! Luego comencé a ver que todo aquello era bastante repugnante
y en última instancia también estúpido. Le dije a Sebastian lo que pensaba y
que no iba a seguir más el juego, y me dijo que me fuera al infierno. Lo
siento. Me consta que no es lo que usted quería oír, pero su encantador
Sebastian era un incordio cuando quería.
Joseph
guardó silencio. En realidad era en Beecher en quien pensaba y por quien temía.
—Cuando era
bueno, era maravilloso —agregó Rattray de inmediato, como si pensase que se
había pasado de la raya—. Nadie era más divertido, mejor amigo o mejor
estudiante, francamente. No tenía celos de él, si es lo que piensa. No los
tienes cuando alguien es realmente brillante. Ves algo bueno y te alegras por
el mero hecho de que exista. Sólo que últimamente había cambiado un poco.
—¿Desde
cuándo?
—¿Dos o
tres meses, tal vez? —repuso Rattray, pensativo—. Y luego, después de lo que
ocurrió en Sarajevo, estaba tan nervioso que pensé que iba a estallar. Pobre
diablo, tenía la certeza de que íbamos a entrar en guerra.
—Sí. Me
habló de ello.
—¿No opina
que es posible, señor? —Rattray se mostró sorprendido—. Me refiero a una
intervención rápida, entrar y salir, para resolver el problema.
—Quizá
—repuso Joseph con aire vacilante. ¿Habían matado a Sebastian por unos
ridículos celos académicos que nada tenían que ver con el documento o por la
muerte de John Reavley?
De repente
Rattray sonrió. Su rostro más bien ordinario cobró viveza y encanto.
—No debemos
nada a los austriacos ni a los serbios, pero una temporada en el ejército no me
parecería tan terrible. Podría ser un respiro, en realidad. ¡Un poco de
aventura antes de la paliza de la vida real?
Advertencias
de toda clase acudieron a la mente de Joseph, pero éste se dio cuenta de que al
fin y al cabo sabía tan poco como Rattray. Ambos hablaban desde la ignorancia
más absoluta, fundamentándose en las experiencias de otros hombres.
Antes de
cenar, cuando estaba casi seguro de encontrarlo a solas, Joseph fue a la
habitación de Beecher preparado para una confrontación que quizá rompiese una
amistad que había valorado durante mucho tiempo.
Al verlo,
Beecher se mostró sorprendido y claramente complacido.
—¡Adelante!
—lo invitó, abandonando el libro que estaba leyendo para recibir a Joseph, a
quien ofreció el asiento mejor—. ¿Te apetece una copa? Tengo un jerez bastante
bueno.
Decir eso
era típico del comedimiento de Beecher. «Bastante bueno» en realidad
significaba «absolutamente excelente».
—Gracias
—dijo Joseph, incómodo por aceptar su hospitalidad en lo que quizá resultara
ser un falso entendimiento.
—A mí me
vendrá muy bien. —Beecher se acercó al aparador, sacó la botella y puso dos
elegantes copas de cristal tallado sobre la mesa. Le gustaba el cristal y de
vez en cuando adquiría piezas raras o muy antiguas para su discreta colección—.
Me siento como si ese condenado policía hubiese estado siguiéndome toda la
semana, y sabe Dios que las noticias ya son bastante malas de por sí. No le veo
un final a este fiasco irlandés. ¿Tú sí?
—No
—admitió Joseph mientras se sentaba. Aquella habitación le resultaba familiar,
después del tiempo que llevaba allí. Conocía todos los libros de la estantería
y había tomado prestados varios de ellos. Podría describir la vista desde la
ventana con los ojos cerrados, así como citar los nombres de los familiares que
aparecían en cada una de las fotografías dispuestas en marcos de plata. Sabía
con exactitud dónde se habían pintado los distintos cuadros de paisajes, en qué
valle de Lake District, en qué castillo de la costa de Northumberland, en qué
trecho de los South Downs. Cada uno de ellos guardaba un recuerdo que habían
compartido o comentado en una ocasión u otra.
—La policía
no está sacando nada en claro, ¿verdad? —dijo Joseph. —Por el momento no, que
yo sepa. —Beecher terminó de servir el jerez. Dio una copa a Joseph y sostuvo
la suya en alto—. Por el final de este asunto, aunque no estoy seguro de que
vaya a gustamos.
—¿Qué
piensas que va a descubrir? —preguntó Joseph. Beecher estudió a Joseph por un
instante antes de responder.
—Lo siento
—dijo por fin—, pero me parece que descubriremos que alguien tenía sobrados
motivos para matarlo, aunque quizás ahora lo lamente.
De repente
Joseph tuvo frío y notó el regusto amargo del jerez en la boca. Habló con
dificultad, procurando no imprimir emoción alguna a su voz.
—¿Cuál
podría ser ese «sobrado motivo»? —preguntó—. Fue a sangre fría. Quienquiera que
lo hiciese llevó un arma a su habitación a las cinco de la mañana. —Con una
sacudida tan violenta que le revolvió el estómago, Joseph recordó con toda
exactitud el tacto de la piel ya fría de Sebastian.
Beecher lo
vio palidecer.
—Lo siento
—se disculpó un tanto compungido—. Ha sido una torpeza por mi parte. —
Suspiró—. Me gustaría dejar que siguieras creyendo que era tan bueno como
deseabas que fuese, pero no era así. Sebastian era toda una promesa, pero
también una amenaza, pues estaba al borde de volverse demasiado consentido. La
pobre Mary Allard era responsable de ello, al menos en parte.
Había
llegado el momento.
—Es cierto
—admitió Joseph—. Yo también tengo mi parte de culpa. —Pasó por alto la
expresión divertida y compasiva de Beecher—. Elwyn le protege en parte por su
propio bien y en parte por el de su madre —prosiguió—. Y según parece tú le
permitías que entregara trabajos tarde, que fuera grosero y a veces descuidado.
Y, en cambio, no te caía bien. ¿Por qué lo hacías?
Beecher
guardó silencio, pero el color se esfumó de su rostro y la mano con que sostenía
la copa de jerez le tembló ligeramente. Hizo un esfuerzo por controlarla y se
la llevó a los labios para tomar un sorbo, tal vez con la intención de ganar
tiempo.
—Iba contra
tus intereses —continuó Joseph—. Perjudicaba tu reputación y tu capacidad de
ser justo con los demás y mantener la disciplina.
—¡Tú
también lo tratabas con favoritismo! —dijo Beecher en voz baja y un poco ronca.
—A mí me
caía bien —señaló Joseph—. Admito que mi juicio era erróneo. Habría sido mejor
para todos, pero sobre todo para él, que yo fuese más realista. Uno no puede
corregir los errores que se niega a reconocer. Y estamos aquí, al menos en
parte, para hacer eso, además de enseñar contenidos e inculcar el amor por el
aprendizaje. A ti te caía mal y conoces las normas tan bien como yo. ¿Por qué
las rompías con él?
—No sabía
que fueras tan tenaz —dijo Beecher en tono áspero—. Has cambiado.
—Un poco
tarde, diría yo —admitió Joseph con pesar—. Pero como bien has dicho, no tiene
sentido tratar nada que no sea la verdad.
—No. —Beecher
bajó la vista un momento, fijándola en la copa que tenía en las manos—. Pero no
pienso discutirla contigo. —Levantó los ojos, claros y aparentemente francos—.
Yo no maté a Sebastian y no sé quién lo hizo. Puedes creerme o no, según
prefieras.
No se trataba
de lo que Joseph prefiriera sino de lo que pudiera creer. Beecher le había
caído bien nada más conocerlo. Era el profesor ideal, erudito sin resultar
pedante. Enseñaba porque amaba su tema de estudio, y sus alumnos daban fe de
ello. Disfrutaba con placeres sencillos: edificios antiguos, sobre todo si
tenían una historia extraña o pintoresca, platos raros de distintas partes del
mundo. Su coraje .y curiosidad le llevaban a probarlo todo: la escalada, el
piragüismo, la espeleología, la vela ligera. Era un entusiasta de los árboles
viejos, cuanto más originales mejor, y había puesto en peligro su reputación
haciendo campaña para salvarlos, para irritación de las autoridades locales. Le
gustaban los ancianos y sus recuerdos llenos de datos irrelevantes.
De vez en
cuando le había hablado de su familia. Sentía un cariño especial por algunas de
sus tías, todas ellas maravillosamente excéntricas, dadas a abrazar causas
perdidas con pasión y valentía e, invariablemente, con sentido del humor. Se
parecía lo bastante a ellas como para entender sin el menor esfuerzo cómo se
sentían exactamente.
Joseph cayó
en la cuenta, con sorpresa y tristeza, de que Beecher nunca le había hablado de
amor. Se había reído de sí mismo a propósito de uno o dos caprichos de juventud
pero jamás había mencionado nada que pudiera considerarse una relación a largo
plazo. Se trataba de una omisión enorme y cuanto más vueltas le daba Joseph,
más le preocupaba.
Miró
cautelosamente a Beecher, que seguía sentado delante de él, fingiendo estar relajado.
No era un hombre apuesto, pero su humor y su inteligencia le conferían un
inusual atractivo. Era elegante y vestía con cierto estilo. Cuidaba de su
apariencia como quien no era reacio a tener relaciones íntimas.
Sin
embargo, nunca hablaba de mujeres. Si no había ninguna en su vida, ¿por qué no
lo había comentado, aunque fuese para lamentarse de ello? La respuesta más
obvia era que si tal relación existía, revestía un carácter ilícito. En tal
caso no podría permitirse el revelarla ni siquiera a sus mejores amigos.
El silencio
que reinaba en la habitación, que en circunstancias normales hubiese resultado
grato y acogedor, devino súbitamente angustiante. Las ideas se agolpaban en la
mente de Joseph. ¿Había dado Sebastian con un secreto por casualidad o, tras
buscarlo, lo había sacado ala luz deliberadamente para servirse de él? Joseph
hubiese preferido con mucho descartar aquel pensamiento por indigno pero ya no
estaba en posición de hacer tal cosa.
¿A quién
amaba Beecher? Si decía la verdad y no había matado a Sebastian ni sabía quién
lo había hedió, seguramente lo más natural sería tomar en consideración a la
otra persona envuelta en el romance ilícito. ¿O tal vez a la que resultara
traicionada por el enredo, si tal persona existía?
Finalmente
se enfrentó a la alternativa más inquietante. ¿Y si Beecher mentía? ¿Y si su
amante ilícito fuese el propio Sebastian? La idea resultaba extremadamente
dolorosa pero encajaba con todos los datos que poseía; con los irrefutables, no
con los sueños o deseos. Tal vez Flora Whickham no fuese más que una amiga, una
colega pacifista, una evasión de las ineludibles exigencias de su familia.
Había
personas capaces de amar con la misma facilidad a hombres y mujeres. Nunca
hasta ese momento había considerado la posibilidad de que Sebastian fuese una
de ellas, pero, por otra parte, tampoco se había detenido a pensar seriamente
en él en ese aspecto. Eso pertenecía a la esfera de lo privado. Ahora se veía
obligado a inmiscuirse. Lo haría con toda la discreción posible, y si no le conducía
a nada que guardara relación con la muerte de Sebastian, jamás hablaría de
ello. Estaba acostumbrado a guardar secretos; formaba parte de la profesión que
había elegido.
Beecher lo
observaba con su característica paciencia dispuesto a esperar hasta que Joseph
estuviera listo para seguir conversando.
Joseph se
avergonzó de sus pensamientos. ¿Era eso lo que todos los demás sentían:
sospecha, ideas horribles que se agolpaban en la mente negándose a ser
desterradas, y luego una embarazosa vergüenza?
—Sebastian
trabó amistad con una chica del pueblo —dijo—. Una camarera de la taberna que
hay junto al estanque de Mill Pond. Beecher sonrió.
—¡Bueno,
eso parece bastante saludable! —De pronto su semblante se oscureció con algo
muy próximo a la ira—. Salvo si estás dando a entender que se aprovechaba de
ella. ¿Es eso?
—¡No, no!
¡Me refiero a una amiga de verdad! —puntualizó Joseph—. Según parece compartían
convicciones políticas.
—¡Convicciones
políticas! —exclamó Beecher, atónito—. No sabía que tuviera ninguna.
—¡Y muy
profundas! Estaba apasionadamente en contra de la guerra. —Joseph recordó la
emoción que quebraba la voz de Sebastian al hablarle de la destrucción que
traería aparejada el conflicto—. Por la ruina que conllevaría —prosiguió—,
tanto material como cultural y espiritual. Estaba dispuesto a trabajar por la
paz, no sólo a desearla.
La
expresión de desdén desapareció del rostro de Beecher, que se mostró
atribulado, como si le sorprendiera descubrir semejante cambio en su fuero
interno.
—Entonces
tal vez era mejor de lo que yo suponía —dijo con generosidad.
Joseph
sonrió al sentir que se reavivaba su viejo afecto. Aquél era el amigo que
conocía.
—Percibía
el miedo y el dolor —dijo en voz baja—. La gloria de todo nuestro patrimonio
ahogada en un mar de violencia hasta convertirnos en una civilización perdida,
y todo nuestro arte, pensamiento, sabiduría, alegría y experiencia tan
enterrados como Nínive o Tiro. No quedaría ni un inglés, nada de nuestro coraje
y nuestra excentricidad, de nuestro idioma y nuestra tolerancia. Habría dado
cualquier cosa por preservar nuestra cultura.
Beecher
suspiró, se echó hacia atrás y miró al techo.
—Pues en
cierto modo quizá sea afortunado, ya que no verá la guerra que se avecina
—dijo—. El inspector Perth está convencido de que será la peor que hayamos
presenciado jamás. Peor que las guerras napoleónicas. Hará que Waterloo parezca
un juego de niños.
Joseph
quedó pasmado. Beecher volvió a enderezarse.
—¡Qué
personaje tan deprimente! —añadió de mejor humor—. Un Jeremías redomado. No
sabes cuánto me alegraré cuando termine lo que ha venido a hacer y se vaya a
sembrar inquietud y desaliento a otra parte. ¿Te sirvo otra copa de jerez?
Apenas has bebido.
—Lo
suficiente —respondió Joseph—. Me basta con una para evadirme de la realidad,
gracias.
Al día
siguiente Joseph se dispuso a investigar la peor posibilidad de todas.
Tenía que
empezar por enterarse de todo lo que no sabía acerca de Beecher. Y desde luego
en este caso la discreción sería la piedra angular de la honestidad. La franqueza
podría arruinar la reputación de Beecher y, salvo si desenmascaraba al asesino
de Sebastian, su vida privada no era de la incumbencia de nadie.
Lo más
fácil de comprobar sin hablar con terceros era el registro de todas las clases,
conferencias, tutorías y demás compromisos de Beecher a. lo largo de las
últimas seis semanas. Le llevaría tiempo, pero era una tarea bastante sencilla
y fácil de ocultar si buscaba la misma información acerca de todos para luego
extraer la relativa a Beecher.
Joseph no
poseía un talento innato para correlacionar horas y cifras, pero con un poco de
concentración recopiló un registro que le permitió averiguar dónde había estado
Beecher y con quién, como mínimo durante el mes anterior.
Se retrepó
en la silla, olvidando por un momento los montones de papeles, y se planteó lo
que podía demostrar y qué debía buscar a continuación. ¿Cómo se las arreglaba
uno para mantener una relación secreta? Bien mediante encuentros a solas donde
nadie
Pudiera
verlo, o donde todos los que lo veían fuesen desconocidos a quienes les traía
sin cuidado, o bien haciéndolo al revés, sin ocultarse y con un motivo legítimo
que nadie pusiera en entredicho.
Ni en
Cambridge ni en los pueblos cercanos había un sitio donde todo el mundo fuera
desconocido. Supondría una locura correr semejante riesgo.
Los lugares
completamente deshabitados eran escasos y por lo general de difícil acceso.
Beecher quizá pudiese ir en bicicleta hasta ellos, pero no así una mujer. Salvo
que se tratase de una mujer joven y vigorosa, no llegaría muy lejos en
bicicleta, y las mujeres que conducían coches se contaban con los dedos de una
mano. Judith no era la regla sino una excepción.
Así pues,
sólo quedaba la última posibilidad: se reunían abiertamente, con motivos
normales que nadie ponía en duda. Sebastian estaba al corriente de sus
sentimientos bien porque había sido más observador que los demás y había
captado miradas, algún contacto físico quizás, o bien porque había presenciado
sin querer un instante de intimidad. Ambas ideas eran igualmente desagradables.
Seguramente
todo resultaría ser una tontería fruto de su acalorada imaginación. Tal vez
Beecher fuese sencillamente uno de esos eruditos poco dados a entablar
relaciones duraderas. Tales hombres existían. La idea que Joseph se había
formado en sentido contrario emanaba de su propia forma de ser. No lograba
imaginar la vida sin ningún deseo de intimidad. Posiblemente, Beecher había
amado una vez y no estaba dispuesto a comprometerse de nuevo ni a hablar de
ello ni siquiera con alguien como Joseph, quien a todas luces lo hubiese
comprendido.
No
obstante, mientras aún tenía en mente estos pensamientos se dio cuenta de que
no se los creía. Beecher era demasiado enérgico y vigoroso como para apartarse
de la riqueza de la pasión y la experiencia. Juntos habían caminado demasiado
lejos, escalado demasiado alto, reído con demasiadas ganas como para que Joseph
estuviera equivocado.
Confiaba
haber eludido a Perth cuando por poco chocó con él en el sendero central del
patio.
El
inspector se sacó la pipa de la boca.
—Buenas
tardes, reverendo —lo saludó, sin hacerse a un lado sino plantándose delante de
Joseph con intención de impedirle el paso.
—Buenas
tardes, inspector Perth —dijo Joseph, desplazándose un poco hacia la derecha
para sortearlo.
—¿Ha tenido
suerte con sus preguntas? —preguntó Perth con lo que pareció educado interés.
Joseph
pensó por un instante en negarlo, pero entonces recordó que se había cruzado a
menudo con Perth en sus idas y venidas. Si lo hacía, mentiría, y, lo que era
aún más importante, Perth lo advertiría y supondría que estaba ocultando algo.
—Cada vez
que creo que sí, acabo por darme cuenta de que no puedo demostrar nada —
contestó, saliéndose por la tangente.
—Sé
perfectamente a qué se refiere —dijo Perth, mostrando comprensión. Golpeó la
pipa contra el zapato, la examinó para asegurarse de que estuviera vacía y se
la metió en el bolsillo—. Encuentro cosas y luego se me escapan de las manos.
Pero usted conoce a estas personas, mientras que yo no. —Sonrió—. Usted sabrá, por
ejemplo, por qué el profesor Beecher parece haber hecho una excepción con el
señor Allard, permitiéndole toda clase de insolencias, retrasos y cosas por el
estilo, cuando de haberse tratado de otro estudiante lo habría castigado.
—Aguardó, haciendo patente que esperaba una respuesta.
—¿Puede
ponerme un ejemplo? —preguntó Joseph para ganar tiempo.
—El señor
Allard entregó un trabajo tarde, cosa que también hizo el señor Morel
—respondió Perth sin titubeos—. Restó un punto a la nota del señor Morel por ello,
y en cambio no hizo lo mismo con la del señor Allard.
Joseph tuvo
un escalofrío y miró fijamente a Perth, quien le inspiró más temor de repente.
No quería que husmeara en la vida privada de Beecher.
—A veces
uno es un poco excéntrico a la hora de puntuar —dijo, afectando una
tranquilidad que distaba mucho de sentir—. Yo mismo he cometido ese error en
ocasiones. En el caso concreto de la traducción, quizá sea una cuestión de
gusto además de exactitud.
—¿Eso
piensa, reverendo? —preguntó Perth con curiosidad. Joseph deseaba huir de allí.
—Parece
probable —dijo, desplazándose un poco hacia la derecha otra vez con la
intención de sortear a Perth y seguir su camino. Quería poner fin a aquella
charla antes de que Perth lo obligara a adentrarse más en la ciénaga.
Perth
sonrió, como si Joseph hubiese corroborado sus prejuicios con exactitud.
—El
profesor Beecher sólo tenía en cuenta el estilo del señor Allard, ¿no es eso?
El pobre señor Morel no está en la misma clase, de modo que cuando se retrasa
se ve en apuros.
—Eso sería
absolutamente injusto! —exclamó Joseph en tono de indignación—. ¡Y no es lo que
he querido decir! La diferencia en la nota no guardaría ninguna relación con
entregar el trabajo tarde o temprano.
—¿Ni con
ser insolente o descuidado? —insistió Perth—. No se aplica la misma disciplina
a los estudiantes inteligentes que a los menos dotados. Usted conoce bastante
bien a la familia del señor Allard, ¿verdad?
No era por
sí mismo por quien Joseph temía, era por Beecher y por los pensamientos que le
enturbiaban la mente.
—Sí, así
es, ¡y nunca le toleré la mínima laxitud por esa razón! —dijo con aspereza—.
Aquí se viene a aprender, inspector, y los asuntos personales no interfieren
para nada en la manera en que se enseña a un alumno ni en las notas con las que
se puntúa su trabajo. Sugerir lo contrario es irresponsable y moralmente
repugnante. No puedo permitir que diga usted algo semejante sin sacarle de su
error. Está difamando la reputación de un hombre, ¡y su cometido no le otorga
inmunidad para hacer eso!
Perth no
pareció desconcertarse.
—Sólo he
estado yendo de un lado a otro preguntando y escuchando tal como usted ha
hecho, reverendo —respondió con toda calma—. Y he comenzado a ver que hay quien
piensa que al profesor Beecher no le caía nada bien el señor Allard. Aunque eso
no parece que sea cierto, ya que hacía lo imposible por ser justo con él, e
incluso le hizo algún que otro favor. Ahora dígame, ¿a qué cree que se debía?
Joseph
ignoraba la respuesta.
—Usted
conoce a estas personas mucho mejor que yo, reverendo —continuó Perth,
implacable—. Creía que usted quería saber la verdad, ya que se da cuenta de lo
mal que se lo está tomando todo el mundo. La sospecha es algo maléfico. Pone a
las personas las unas contra las otras, incluso cuando no hay ningún motivo
real para enemistarse.
—Claro que
quiero —respondió Joseph, que se quedó sin saber qué más decir.
Perth le
dedicó una sonrisa que era mezcla de diversión y de compasión.
—Es duro,
¿verdad, reverendo? —dijo amablemente—. Me refiero a descubrir que un muchacho
a quien tenía en tan alta estima fuese capaz de hacer un poco de chantaje de
vez en cuando...
—¡Yo no sé
nada semejante! —protestó Joseph. En sentido literal era cierto, pero
moralmente se trataba de una mentira.
—Claro que
no —convino Perth—, porque usted se detuvo antes de tener una prueba que le
impidiera negarlo. Si la tuviera, tendría que enfrentarse a ello y puede que
hasta contarlo. Pero es usted un hombre a quien resulta interesante seguir,
reverendo, y ni mucho menos tan simple como me quiso hacer creer. —Hizo caso
omiso de la expresión de Joseph—. Menos mal que el profesor Beecher se
encontraba en el río cuando mataron al señor Allard, pues de lo contrario
hubiese tenido que sospechar de él, y, por supuesto, hubiese tenido que averiguar
qué era exactamente lo que el señor Allard sabía, aunque me lo puedo figurar
fácilmente. Una mujer hermosa, la señora Thyer, y quizás un poquito sola, a su
manera.
Joseph se
quedó perplejo. El corazón le latía con fuerza. ¿Beecher y Connie? ¿Podía ser
cierto? Su cabeza rebosaba imágenes cada vez más nítidas: el rostro de Connie,
hermoso, cálido, vívido...
Perth meneó
la cabeza.
—No me mire
así, reverendo. No he dado a entender nada indecoroso. Todos los hombres tienen
sentimientos, y a veces no queremos que los demás los vean. Nos hace sentir
como si estuviéramos... desnudos. Me pregunto qué más verían los ojos de lince
del señor Allard. ¿No lo sabrá usted, por casualidad?
—¡Pues no!
—espetó Joseph, notando el calor de su rostro—. Y como bien dice, el profesor
Beecher se encontraba a más de un kilómetro de aquí cuando dispararon contra
Sebastian. Le he dicho que no puedo ayudarlo, inspector, y es la pura verdad. Y
ahora, ¿tendría la bondad de dejarme pasar?
—Claro que
sí, reverendo, pero les advierto, a usted y a todos los demás, que por más que
jueguen al gato y al ratón voy a descubrir al que lo hizo, sea quien sea y sin
que me importe lo que su padre haya pagado para enviarlo aquí. ¡Y voy a
averiguar el motivo! Puede que no sea capaz de argumentar con esa sofisticada
lógica que usted esgrime, pero conozco a la gente y sé por qué hace cosas que
van contra la ley. Y voy a demostrarlo. La ley está por encima de todos
nosotros, y siendo como es un hombre religioso, ¡debería saberlo mejor que
nadie!
Joseph
percibió la antipatía de Perth y la comprendió. Se sentía desplazado en un
ambiente al que nunca podría aspirar ni sentirse a gusto. Hombres más jóvenes
que él lo trataban con condescendencia, probablemente sin siquiera darse
cuenta. La ley era su patrón y también su arma, tal vez la única.
—Lo sé
perfectamente, inspector Perth —repuso Joseph, un tanto avergonzado de su
propia condescendencia—. Y necesitamos que averigüe usted la verdad. La
incertidumbre nos está aniquilando.
—Sí
—convino Perth—. Suele tener ese efecto. ¡Pero no me rendiré!
Por fin se
hizo a un lado, permitiendo pasar a Joseph con una cortés inclinación de la
cabeza.
Joseph se
alejó a paso vivo, con la certidumbre de haberse librado por los pelos, puesto
que Perth le comprendía mucho mejor de lo que hubiese querido. Una vez más,
había juzgado mal al prójimo.
Estaba
invitado a cenar en casa del director al día siguiente. Había aceptado porque
comprendió la desesperación de Connie Thyer por cargar a solas con la
responsabilidad de atender a Gerald y Mary Allard bajo el peso de su aflicción.
No podía ofrecerles nada que cupiera interpretar como entretenimiento y, no
obstante, eran sus huéspedes. Ahora bien, su adusta presencia en la mesa tenía
que resultarle muy difícil de sobrellevar. Joseph era al menos un viejo amigo
de la familia y también lloraba la pérdida igualmente reciente de unos seres
queridos. Además, su vocación religiosa venía como anillo al dedo. No podía
rehusar bajo ningún concepto.
Llegó poco
antes de las ocho y encontró a Connie en compañía de Mary Allard en la sala de
estar. Como siempre, Mary iba de luto riguroso. Le pareció que llevaba el mismo
vestido que la última vez que se habían visto, aunque le resultaba difícil
distinguir entre dos trajes negros. Desde luego, se la veía más delgada y
estaba inequívocamente enojada. Su expresión no se suavizó un ápice al ver a
Joseph.
—Buenas
tardes, reverendo Reavley —saludó con fría formalidad—. Espero que se encuentre
usted bien.
—Sí,
gracias —respondió Joseph—. ¿Y usted?
Aquel
intercambio de palabras era absurdo. Saltaba a la vista que Mary sufría lo
indecible. Su aspecto era cualquier cosa menos bueno. Había formulado aquella
pregunta por mera cortesía.
—No acabo
de entender por qué me lo pregunta —contestó Mary, pillándolo desprevenido—. ¿Quiere
que le cuente cómo me siento? Primero un asesino me roba ami hijo y ahora unas
lenguas viperinas se dedican a mancillar su memoria. ¿O se sentiría menos
culpable si me limitara a decirle que estoy la mar de bien, gracias? ¡No estoy
enferma, sólo herida!
Ninguno de
ellos había reparado en que Gerald Allard había entrado en la estancia pero
Joseph oyó su brusca inhalación. Aguardó a que Gerald intentara salvar la
manifiesta grosería de su esposa.
Se produjo
un silencio atronador.
Connie
paseó la mirada entre los presentes.
Gerald
carraspeó.
Mary se
volvió hacia él.
—¿Ibas a
decir algo? —inquirió— ¿Quizá para defender a tu o, dado que yace en su tumba y
no tiene modo de defenderse? Gerald se sonrojó.
—Creo que
no es justo acusar a Reavley, querida...
—¿Ah, no?
—dijo ella, con los ojos muy abiertos—. ¡Es él quien está ayudando a ese
espantoso policía a sugerir que Sebastian hacía chantaje a la gente y que por
eso alguien lo mató! —Se volvió bruscamente hacia Joseph echando chispas por
los ojos—. ¿Puede negarlo, reverendo? — Pronunció la última palabra con
cáustico sarcasmo—. ¿Por qué? ¿Estaba celoso de Sebastian? ¿Le daba miedo que
fuera a eclipsarlo en su propio terreno? ¿Tenía más poesía en el alma de la que
usted jamás tendrá y acabó por darse cuenta? ¿Por eso está haciendo lo que
hace? ¡Dios! ¡Cómo le habría despreciado! ¡Él pensaba que eran amigos!
—¡Mary!
—exclamó Gerald, desesperado.
Mary no se
dio por aludida.
—¡Cuántas
veces le oí decir que era usted un hombre intachable! —dijo con voz temblorosa
por el desdén y los ojos arrasados en lágrimas—. ¡Creía que era usted
maravilloso, un amigo sin igual! Pobre Sebastian... —La emoción hizo que se le
quebrara la voz.
—La
verdad... —intentó Gerald de nuevo.
—Sebastian
sabía que yo era su amigo —lo interrumpió Joseph—, pero no fui tan buen amigo
suyo como lo habría sido si hubiese intentado ver con mayor sinceridad tanto
sus defectos como sus virtudes. Le hice un flaco favor al negarme a reconocer
su soberbia y no tratar de domeñarla.
—¿Soberbia?
—dijo Mary con frialdad.
—El orgullo
por su propio encanto, su sensación de invulnerabilidad —puntualizó Joseph.
—¡Sé
perfectamente lo que significa esa palabra, señor Reavley! —espetó Mary—.
¡Estaba poniendo en duda que la utilizara con referencia a mi hijo! Encuentro
intolerable que...
—Encuentras
intolerable cualquier crítica contra él. —Gerald consiguió hacerse oír por
fin—. ¡Pero alguien lo mató!
—¡Por
envidia! —exclamó Mary—. Algún mezquino que no soportaba verse eclipsado —
concluyó, dirigiendo una torva mirada a Joseph.
—Señora
Allard —intervino Connie con voz clara y asombrosamente firme—. Todos
comprendemos su pesar, pero eso no es excusa para que se muestre cruel e
injusta con otro invitado en mi casa, quien además también ha perdido a
familiares muy próximos hace casi tan poco como usted. Pienso que tal vez su
propia pérdida la ha llevado a olvidarlo momentáneamente.
Lo dijo con
calma, incluso con gravedad, pero fue una reprimenda en toda regla.
Aidan
Thyer, que acababa de entrar en la sala, se sobresaltó pero no intervino, y la
expresión con la que miró a Connie fue indescifrable, como si encerrara
profundas emociones en conflicto. En ese preciso instante Joseph se preguntó si
sabía que Beecher estaba enamorado de su esposa y si le dolía o le hacía temer
que podía perder algo que con toda seguridad valoraba enormemente. ¿O acaso lo
sabía? ¿Qué se ocultaba realmente tras la máscara de su acostumbrada cortesía?
Vislumbró, con una punzada de dolor, la posibilidad de un mundo de soledad y
fingimiento.
El presente
reclamó su atención. Mary Allard seguía furiosa pero estaba demasiado claro que
había obrado mal como para defenderse, de modo que optó por aceptar la
escapatoria que Connie acababa de ofrecerle.
—Lo siento
—dijo entre dientes—. Lo había olvidado. Me figuro que su pérdida... —Se hizo
obvio que había estado a punto de decir algo como «ha entorpecido su juicio»,
pero se había dado cuenta de que así no arreglaría las cosas. Dejó la frase
inacabada.
Normalmente
Joseph hubiese aceptado cualquier disculpa pero esta vez no fue así.
—Me ha
hecho pensar más profundamente en la realidad —dijo—, y he visto que por más
que amemos a alguien o que lamentemos las oportunidades perdidas para haberle
dado más de lo que le dimos, las mentiras no sirven de nada, por agradables que
nos resulten.
Mary
palideció y miró a Joseph con expresión de odio. Aun suponiendo que
comprendiera algo de lo que él había dicho, no estaba dispuesta a reconocerlo.
—No sé de
qué puede arrepentirse usted —dijo con frialdad—. No lo conozco lo suficiente.
Nunca he oído a nadie hablar mal de sus padres, pero si alguien lo ha hecho,
debería hacer lo posible por evitarlo. ¡Si no tienes lealtad, por encima de
todo para con tu propia familia, no tienes nada! Le prometo que haré cuanto
esté en mi mano para proteger el nombre y la reputación de mi hijo muerto de la
envidia y el rencor de cualquiera lo bastante cobarde para atacarlo una vez
muerto cuando no se atrevió a hacerlo en vida.
—Existen
muchas lealtades, señora Allard —replicó Joseph, con la voz crispada por la
intensidad de sus sentimientos, el sufrimiento y la soledad de sus pérdidas, la
ira contra Dios por herirlo tan profundamente, con los fallecidos, por dejarlo
con el peso de unas responsabilidades para las que no estaba preparado, y, por
encima de todo, el temor a desilusionarse, a la desintegración del amor y las
creencias que más significaban para él—. Es una cuestión de prioridades. Amar a
alguien no presupone que ese alguien esté en lo cierto, y su familia no es más
importante que la mía o la de cualquier otra persona. Su primera lealtad
debería ser para con el honor, la amabilidad y cierto grado de verdad.
El odio que
reflejaba el rostro de su interlocutora fue una respuesta más que elocuente.
Mary se volvió hacia Connie y dijo:
—Sin duda
comprenderá que no me quede a cenar. Agradecería que tuviera la bondad de hacer
que lleven una bandeja ami habitación.
A
continuación salió majestuosamente de la sala con un frufrú de tafetán negro
dejando a sus espaldas un levísimo rastro de perfume de rosas.
Connie
suspiró.
—Lo
lamento, profesor Reavley. La investigación le está resultando muy dura. Todo
el mundo anda con los nervios de punta.
—Tenía una
imagen idealizada de Sebastian —señaló Gerald, en tono reflexivo—. No es justo.
Nadie habría conseguido estar a la altura y los demás tampoco podemos
protegerla eternamente de la verdad.
Echó una
mirada a Joseph, quizá con la esperanza de que éste lo interpretase como una
disculpa, aunque Joseph tuvo la sensación de que más bien buscaba aprobación.
Compadeció a Gerald; el pobre perdía pie en una tarea imposible, pero mucha más
lástima le inspiraba Elwyn tratando de proteger a Sebastian, cuyos defectos
conocía, al tiempo que protegía a su madre de verdades a las que era incapaz de
enfrentarse y a su padre para que no pareciera completamente impotente y
terminara odiándose a sí mismo. Nadie tendría por qué hacer tanto, y mucho
menos un muchacho desconsolado que debería contar con el apoyo de sus padres en
lugar de verse obligado a apoyarlos en su ensimismamiento.
Joseph
volvió los ojos hacia Connie y advirtió el reflejo de esa misma lástima e ira
en su rostro. Pero no era a su marido a quien miraba, sino a él. Aidan Thyer
mantenía la vista apartada, quizá para ocultar el desagrado que le causaban las
excusas de Gerald.
Joseph
rompió el silencio.
—Todos
andamos con los nervios de punta, es verdad —convino—. Sospechamos cosas de los
demás que en otras circunstancias ni se nos pasarían por la cabeza. Cuando
sepamos lo que ocurrió, podremos olvidarlo todo otra vez.
—¿De verdad
lo cree? —preguntó Aidan Thyer de pronto—. Nos hemos quitado demasiadas
máscaras, viendo lo que había debajo. No, creo que vayamos a olvidarlo. —Miró
suavemente a Connie y luego de nuevo a Joseph con aire desafiante.
—Quizá no
olvidemos —admitió Joseph—, pero ¿acaso el arte de la amistad no consiste en
buena medida en seleccionar lo que es importante y dejar que parte de las
equivocaciones se vayan dispersando hasta que las perdemos de vista? No
olvidamos, más bien dejamos que el recuerdo se haga borroso, y el que aceptemos
que algo ocurrió no quita que lo sintamos. Así es como estamos hoy, pero no
tiene por qué ser lo mismo mañana.
—Perdona
usted con suma facilidad, Reavley —dijo Thyer con frialdad—. A veces me
pregunto si alguna vez ha tenido que perdonar algo grave. ¿O acaso es demasiado
cristiano para sentir verdadero enojo?
—Quiere
decir demasiado anémico para sentir algo con auténtica pasión —corrigió Joseph.
Thyer se
sonrojó.
—Lo
lamento, eso ha sido una grosería imperdonable. Le ruego que me disculpe.
—Quizá no
debería sopesar tanto las cosas antes de hablar —dijo Joseph, pensativo—. Me
hace parecer pedante, incluso un poco frío, pero el caso es que me da miedo lo
que podría decir si no lo hiciera.
Thyer
sonrió, mostrando un asombroso afecto.
Connie
pareció sorprendida y se volvió.
—Por favor,
pasemos al comedor, señor Allard —propuso dirigiéndose a Gerald, quien cambiaba
el peso del cuerpo de un pie al otro y obviamente no sabía cómo reaccionar—. No
ayudaremos a nadie no comiendo. Necesitamos todas nuestras fuerzas, aunque sólo
sea para apoyarnos mutuamente.
Joseph no
logró concibir el sueño en toda la noche. Breves recuerdos acudían a su mente:
Connie y Beecher riendo juntos por una trivialidad; Connie escuchando
interesada mientras él refería un descubrimiento esotérico en Oriente Medio. La
preocupación de Beecher cuando ella había pillado un resfriado de verano, su
temor a que pudiera tratarse de una gripe o incluso degenerar en neumonía. Y
otros incidentes más imprecisos que en ese momento parecían desproporcionados
con respecto a la despreocupada amistad que afectaban.
¿Qué sabía
Sebastian exactamente? ¿Había amenazado a Beecher abiertamente o se había
limitado a dejar que el miedo y la culpa hicieran su cometido? ¿Era posible que
fuese inocente de todo salvo de observar con mayor agudeza que los demás?
No era que
Joseph hubiese sospechado de Beecher en relación con el asesinato de sus
padres, pues en cualquier caso estaba con Connie y Thyer en el momento de su
muerte. Y Perth le había dicho que se encontraba en los Backs cuando habían
disparado contra Sebastian, de modo que tampoco podía ser culpable de ese
crimen.
¿Y Connie?
No se imaginaba a Connie matando a Sebastian de un tiro. Era generosa,
encantadora, siempre pronta a reír como a percibir las necesidades o la soledad
del prójimo y hacer todo lo posible por remediarlas. Sin embargo, era una mujer
apasionada. Tal vez estuviese enamorada de Beecher y se hubiese visto atrapada
por las circunstancias. Si alguien descubriera que estaba liada con Beecher y
lo hiciera público, él perdería su posición, pero ella lo perdería todo. Una
mujer divorciada por adulterio dejaba de existir para la sociedad y hasta para
sus amigos.
¿Habría
sido capaz de hacerle algo semejante Sebastian?
Al muchacho
que Joseph conocía le habría parecido una idea repulsiva, cruel, deshonrosa;
pero ¿existía ese muchacho fuera de su imaginación?
El sueño
por fin lo venció sin que llegara a tener ninguna certidumbre acerca de nadie,
ni siquiera de sí mismo. Por la mañana despertó con un tremendo dolor de cabeza
y resuelto a averiguar cuanto pudiera sin sombra de duda. Todo lo que le
importaba se le estaba yendo de las manos y necesitaba algo a lo que aferrarse.
Aún no
habían dado las seis, pero comenzaría de inmediato. Era una hora estupenda para
dar un paseo por los Backs y encontrar a Carter, el barquero, quien al parecer
había hablado con Perth sobre la mañana de la muerte de Sebastian. Se afeitó,
lavó y vistió en cuestión de minutos y salió a la fresca claridad de la mañana.
La hierba
aún estaba mojada de rocío y presentaba un brillo nacarado, casi turquesa, y
los árboles se alzaban inmóviles sin perturbar el silencio.
Encontró a
Carter en el atracadero tras recorrer menos de dos kilómetros por la orilla.
—Buenos
días, profesor Reavley —lo saludó Carter alegremente—. Sí que ha madrugado,
señor.
—No podía
dormir —respondió Joseph.
—A mí
también me cuesta, últimamente —admitió Carter—. La gente anda muy nerviosa.
Los periódicos vuelan de los quioscos. Hay que comprarlos temprano si no te
quieres quedar sin leerlos. No había visto nada igual desde que la reina se
puso enferma. —Se rascó la cabeza—. Ni siquiera entonces, la verdad. Como
quiera que se mirase, todos sabíamos cómo iba a acabar, Dios la tenga en la
gloria. Igual que a todos nosotros, tarde o temprano.
—Ésta es la
mejor hora de la mañana —dijo Joseph, contemplando el lento avance del río
reluciente bajo el sol.
—Ya lo creo
—convino Carter.
—Pensaba
que quizás encontraría al profesor Beecher por aquí. ¿Lo ha visto usted por casualidad?
—¿Al
profesor Beecher? No, señor. Viene de vez en cuando, pero no muy a menudo.
—Es amigo
mío.
—Es un
caballero muy simpático, señor. Tiene muchos amigos —dijo Carter, asintiendo
con la cabeza—. Siempre tiene una palabra amable. Solemos hablar un poco sobre
las viejas embarcaciones fluviales. Parece interesado en el tema aunque, entre
usted y yo, creo que sólo lo hace para ser agradable. Sabe que estoy muy solo
desde que mi Bessie murió, y un poco de charla me ayuda a empezar bien el día.
Aquél era
el Beecher que Joseph conocía, un hombre de una gran amabilidad que siempre
camuflaba de otra cosa para que nadie se sintiera en deuda con él.
—Estarían
ustedes charlando cuando mataron al joven Allard —observó.
—Esa mañana
no, señor. —Carter negó con la cabeza—. Le dije al policía que sí porque no me
acordaba, pero ese día tuve un pinchazo. Tuve que arreglarlo y me llevó siglos,
porque había dos agujeros y al principio no me di cuenta. Tardé más de una
hora, fíjese usted. Por supuesto el profesor Beecher estaría aquí si eso fue lo
que dijo, pero yo no lo vi porque estaba en otra parte,
¿me sigue?
—Sí...
—repuso Joseph despacio, oyendo su propia voz muy lejana, como si perteneciera
a otro—. Sí..., le sigo. Gracias.
Se volvió y
comenzó a caminar lentamente por la hierba.
¿Tenía la
obligación moral de informar a Perth de aquello? Se había mostrado de acuerdo
en que la ley estaba por encima de todos ellos, y eso era bien cierto. Pero
necesitaba estar seguro. Y en ese momento no estaba seguro de nada.
* * *
12
El sábado
Matthew cenó con Joseph en el Pickerel contemplando el río. Había tantos
parroquianos como de costumbre sentados a las mesas, conversando, pero las
voces sonaban más bajas y se oían menos risas. Las bateas avanzaban a la deriva
y contra la corriente, manejadas por muchachos que mantenían el equilibrio en
las popas sujetando largas pértigas, unos con habilidad, otros con torpeza. Las
chicas, ataviadas con vestidos claros cuyas mangas ligeras y vaporosas revolvía
el viento, yacían medio recostadas en los asientos. Unas lucían pamelas o
sombreros adornados con flores para dar sombra a sus rostros, otras sostenían
sombrillas de muselina o encaje que las moteaban de luz. Una muchacha con la
cabeza descubierta y el cabello rojizo dibujaba surcos en el agua con el brazo
moreno extendido, derramando sus dedos gotas que brillaban con la luz dorada
del atardecer.
—Uno de
nosotros debería ir a casa —dijo Matthew, untando paté en su tostada—. Creo que
deberías ir tú y, además, yo tengo que ir otra vez a ver a Shanley Corcoran.
Tal como están las cosas, es el único en quien oso confiar.
—¿Has hecho
algún progreso? —preguntó Joseph, y acto seguido se arrepintió. Vio la
frustración reflejada en el rostro de Matthew y supo la respuesta. Ninguno de
los dos estaba dispuesto a decir, ni siquiera el uno al otro, que John Reavley
quizás estuviera equivocado. Resultaba infantil desear o confiar que quienes
amaban siempre tenían razón, pero al menos Joseph aún se resistía a admitir la
derrota, sobre todo en voz alta y a riesgo de que otros se enterasen.
Matthew
tomó otro bocado antes de contestar. Tragó, bebió el vino que le quedaba en la
copa y se sirvió un poco más.
—Sólo ideas
—dijo al fin—. Shearing opina que no es una conspiración irlandesa. Da la
impresión de querer apartarme del asunto, aunque debo admitir que su lógica no
carece de fundamento. —Cogió la mantequilla—. Ahora bien, tampoco me consta que
no esté implicado.
—Eso no lo
sabemos de nadie, ¿no crees? —preguntó Joseph.
—La verdad
es que no —convino Matthew—. Excepto de Shanley. Por eso necesito hablar con
él. Es posible... —Miró hacia el río, entornando los ojos contra el resplandor
del sol poniente—. Es posible que se trate de un intento de asesinato contra el
rey, aunque cuanto más vueltas le doy menos seguro estoy de que eso sea
provechoso para nadie. Ya no sé qué pensar.
—Había un
documento —dijo Joseph—. Y contuviera lo que contuviese, bastó para que lo
matasen.
Matthew
parecía cansado.
—Quizá
fuese la prueba de un crimen —aventuró en tono cansino—. Un caso de mera
codicia. Tal vez estemos errando el tiro, buscando algo con grandes
repercusiones políticas que afecten al curso de la historia, cuando en realidad
sólo se trata de un sucio atraco a un banco o un fraude.
—¿Con dos
copias? —inquirió Joseph, escéptico.
Matthew
levantó la cabeza, y exclamó:
—¡Podría
tener sentido! ¿Copias para distintas personas? ¿Y si se tratara de un
escándalo bursátil o algo por el estilo? Mañana iré a ver a Shanley. Seguro que
tiene contactos en la City y como mínimo sabrá por dónde empezar. ¡Ojalá papá
me hubiese dicho más! —Se inclinó hacia delante—. Escucha, Joe. Uno de nosotros
tiene que ir a casa para hacer compañía a Judith. Ambos la hemos desatendido.
Hannah lo ha encajado muy mal, pero al menos cuenta con Archie, y además tiene
a sus hijos. Judith no tiene a nadie...
—Lo sé
—convino Joseph enseguida, con una punzada de culpa. Había escrito a sus dos
hermanas, pero, estando como estaba a tan corta distancia de Judith, no bastaba
con eso.
Los
ocupantes de la mesa vecina soltaron una carcajada y callaron de nuevo. Uno de
ellos hizo un comentario irrelevante apropósito de una novela de reciente
aparición. Nadie respondió, e insistió.
—¿Alguna
novedad sobre Sebastian Allard? —preguntó Matthew con amabilidad, intuyendo el
lento descubrimiento de cosas desagradables, el desmoronamiento de creencias
que habían significado mucho durante largo tiempo.
Joseph
titubeó. Supondría un alivio compartir sus pensamientos, aunque al día
siguiente fuera a desear no haberlo hecho.
—En realidad...
sí —repuso, mirando más allá de Matthew. La luz se iba desvaneciendo en el río
y un arrebol escarlata y amarillo como de fuego se derramaba por el horizonte
desde la arboleda de Haslingfield hasta los tejados de Madingley—. He
descubierto que Sebastian era capaz de hacer chantaje —prosiguió, abatido—.
Creo que chantajeaba a Harry Beecher por el amor que sentía hacia la esposa del
director. No a cambio de algo tan obvio como dinero, sino de favores, y puede
que también para saborear el poder. Le resultaría divertido ejercer una presión
muy sutil pero a la que Beecher no se atrevería a plantar cara.
—¿Estás
seguro? —preguntó Matthew con expresión de duda. Su voz no transmitió la
negación que su hermano deseaba oír. Había exagerado el caso deliberadamente
confiando que Matthew dijera que era una tontería. ¿Por qué no lo había hecho?
—¡No!
—contestó Joseph—. ¡No, no estoy seguro! Pero parece probable. Mintió acerca de
dónde se encontraba. Estaba comprometido con una chica que había elegido su
madre, pero se echó novia por su cuenta en una de las tabernas de Cambridge...
—Reparó en la mirada divertida de Matthew—. Entiendo que lo consideres normal
habida cuenta de su juventud, ¡pero Mary Allard no lo hará! Como tampoco creo
que lo haga Regina Coopersmith si alguna vez se entera.
—De
acuerdo, es un poco feo —convino Matthew, con un brillo de humor en la mirada—.
Una última aventura antes de que las puertas del decoro lo encierren para
siempre con «la elección de mamá». ¿Por qué no tuvo las agallas de decirlo?
—¡No tengo
ni idea! ¡Yo no sabía nada al respecto! De todos modos, jamás se hubiese casado
con Flora, por Dios. Es camarera. Y pacifista.
Matthew
enarcó las cejas.
—¿Pacifista?
¿O te refieres a que se mostraba de acuerdo con cualquier cosa que dijera su
admirador de turno?
Joseph sólo
tuvo que pensarlo un instante.
—No, no he
querido decir eso. Me pareció que estaba bastante bien informada.
—¡Por el
amor de Dios, Joe! —Matthew se dejó caer contra el respaldo, haciendo resbalar
las patas de la silla—. ¡No tiene que ser una estúpida sólo porque sirva
cervezas a los chavales del pueblo!
—¡No te
pongas tan condescendiente! —replicó Joseph—. No he dicho que fuese estúpida.
He dicho que sabía más sobre pacifismo y sobre las opiniones de Sebastian al
respecto que si no hubiese sido más que una conversadora simpática. Sebastian
estaba apartándose de sus raíces a una velocidad que probablemente le asustaba.
Su madre lo idolatraba. Para ella representaba todo cuanto deseaba que hubiese
sido su marido; era brillante, guapo, encantador, un soñador con la pasión
necesaria para alcanzar sus metas.
—El yugo de
las aspiraciones ajenas es una carga difícil de soportar —observó Matthew con
mucho más tacto y una nota de tristeza en la voz—. Sobre todo siendo las de su
madre. No tendría escapatoria.
—No
—reconoció Joseph, meditabundo—. Salvo echándolas por tierra. ¡Y la tentación
de hacerlo no sería poca! —Miró con curiosidad a Matthew para ver si le
entendía. Al instante encontró una respuesta afirmativa en el brillo de sus
ojos—. Las cosas no son siempre tan sencillas como pensamos, ¿verdad?
—concluyó.
—¿Eso es lo
que crees? —preguntó Matthew—. ¿Que de un modo u otro Sebastian estaba
intentando ser libre y le salió mal?
—No lo sé
—admitió Joseph, apartando la vista de nuevo hacia el río. La chica del pelo
brillante se había esfumado, así como el muchacho que mantenía el equilibrio
con tanta elegancia—. Pero muy poco de lo que he descubierto hasta ahora encaja
con la idea que me había formado de él, lo cual hace que me pregunte si no fui
casi tan culpable como Mary— Allard de construirle esa cárcel.
—No seas
tan duro contigo —dijo Matthew con delicadeza—. Él construyó su propia imagen.
Puede que en parte se tratara de una ilusión, pero el principal arquitecto era
él, tú sólo lo ayudaste. Y créeme, le encantaba que lo hicieras. Ahora bien, si
realmente vio lo que sucedió en la carretera de Hauxton, ¿por qué no dijo nada?
—Frunció el entrecejo y dirigió una penetrante mirada a su hermano—. ¿Piensas
que estaba tan loco como para intentar hacer chantaje a alguien que sabía que
ya había matado a dos personas? ¿De verdad era tan idiota?
Expuesto
así parecía no sólo extremado sino peligroso y sin provecho posible. Además,
tuvo que saber que las personas en cuestión eran sus padres, si no entonces,
más tarde.
—No
—contestó Joseph, aunque sin convicción. Matthew nunca hubiese hecho algo
semejante pero él estaba acostumbrado a pensar desde el punto de vista del
peligro. Sólo era unos años mayor que Sebastian pero en experiencia le llevaba
décadas. Para Sebastian la muerte era un concepto, no una realidad, y creía en
su propia inmortalidad con toda la pasión e inocencia propias de la juventud.
—Ten
cuidado, Joe —le advirtió Matthew—. Fuera por la razón que fuese, alguien lo
mató, ¡y fue alguien del colegio! ¡Deja de husmear, por favor! ¡No estás
preparado para algo así! —La ira y la frustración brillaron en sus ojos, y
también el miedo—. ¡Estás demasiado dolido como para ver con claridad!
Joseph
reparó en la emoción que embargaba a Matthew y sintió su calor como un bálsamo
para sus sentimientos.
—Tengo que
intentarlo dijo, devolviendo la razón a su sitio. Era la única cordura a la que
podía aferrarse—. La suspicacia está haciendo pedazos el colegio —añadió—. Todo
el mundo abriga dudas, las amistades se rompen, las lealtades se tuercen.
Necesito saberlo por mí mismo. Es mi mundo... Tengo que hacer algo para
salvarlo. —Bajó la vista—. Y si Sebastian efectivamente fue testigo de lo
ocurrido en la carretera de Hauxton, quizás exista un modo de averiguarlo.
—Buscó los ojos de Matthew—. Tengo que intentarlo. ¿Pretendía decirme algo esa
última tarde en los Backs y no supe escucharlo? Cuanto más pienso en ello, más
cuenta me doy de que estaba mucho más afligido de lo que entonces comprendí.
Debí mostrarme más receptivo. De haber sabido qué pasaba, tal vez lo hubiese
salvado.
Matthew
agarró a Joseph por la muñeca y lo soltó al instante.
—Posiblemente
—dijo sin convicción—. O quizá también te hubiesen matado. No sabes si tenía
algo que ver con eso. Al menos este fin de semana ve a ver a Judith. Ella
también es nuestro mundo y necesita a alguien, preferentemente a ti.
No era una
sugerencia, sino una orden.
Matthew se
ofreció a llevarle en coche, y sin duda Judith le habría acompañado de regreso,
pero Joseph prefirió aprovechar la ocasión de estar a solas el rato que
tardaría en llegar hasta su casa en bicicleta. Necesitaba pensar antes de
encontrarse con Judith.
Joseph dio
las gracias a Matthew pero rehusó su ofrecimiento. Caminó con brío de regreso a
St. John's, cogió lo necesario para pasar la noche fuera, una muda y la navaja
de afeitar, y finalmente montó en la bicicleta y se fue.
En cuanto
dejó atrás la ciudad se dejó envolver por la calma que reinaba en los caminos,
sumiéndose en la penumbra de los setos tupidos, inmóviles en la luz del
crepúsculo. Los campos olían a siega, al familiar dulzor seco del polvo, los
tallos aplastados y el grano caído. Un puñado de estorninos eran puntos negros
contra el azul del cielo que ya se pintaba de gris por el este. Los últimos
rayos de sol hacían inmensas las sombras de las garberas en el rastrojo.
Tanta
belleza no estaba exenta de pena, como si algo se le escapara a Joseph de las
manos y fuera incapaz de evitarlo. El verano siempre daba paso al otoño. Así
tenía que set Llegarían los colores encendidos, la caída de las hojas, las
bayas rojas, el olor a tierra removida, a humo, a humedad; luego el invierno,
el frío pelón que helaba el suelo, cuarteando y rompiendo los terrones, el
hielo en las ramas como encaje blanco. Llovería, nevaría, soplaría el viento y
por fin volvería la primavera con su delirio de flores.
Sus
certidumbres, empero, se habían desvanecido. La seguridad que con tanto esmero
había construido tras la muerte de Eleanor creyéndola indestructible, el camino
hacia la comprensión de los designios de Dios, incluso hacia su aceptación, de
pronto estaban cuajados de puntos flacos. Era un camino a través del abismo del
dolor y había cedido bajo su peso. Estaba cayendo.
Y allí
estaba él, a punto de llegar a su casa donde se suponía que debía ser para
Judith la fortaleza que su padre hubiese sido. No había observado con
suficiente atención y John nunca le había hablado de ello, nunca le había
mostrado las necesidades ni las palabras para satisfacerlas. ¡No estaba preparado!
Sin
embargo, ya se encontraba en la calle mayor. Las casas parecían aletargadas, y
las ventanas iluminadas brillaban en la penumbra. El aire aún era tibio y había
algunas puertas abiertas que dejaban salir sonidos de voces. Shummer Munn
arrancaba malas hierbas en su jardín. Grumble Runham estaba de pie en la
esquina encendiendo su pipa de barro. Soltó un gruñido al saludar a Joseph con
un ademán.
Joseph
aminoró la marcha. Ya casi había llegado. No le quedaba tiempo para encontrar
respuestas que dar a Judith.
Dobló la
esquina y pedaleó los cien metros finales. Llegó con las últimas luces del día
y al dejar la bicicleta en el garaje al lado del Ford T de Judith, el espacio
vacío donde debería estar aparcado el Lanchester le pareció inmenso. Rodeó la
casa y pasó por el huerto, deteniéndose a coger un puñado de frambuesas que se
comió antes de entrar por la puerta de atrás. La señora Appleton estaba de pie
junto al fregadero.
—¡Oh!
¡Señorito Joseph, menudo susto me ha dado! —exclamó—. Y no es que no me alegre
de verlo. —Lo miró entornando los ojos—. No ha cenado, ¿verdad? ¿Le apetece una
limonada? Parece muy acalorado.
—He venido
en bicicleta desde Cambridge —explicó él con una sonrisa. La cocina le resultó
acogedora, llena de olores agradables.
—Voy a
buscarla a la despensa. —La señora Appleton se secó las manos—. Seguro que se
comería unos bollitos con mantequilla, ¿verdad? Los he hecho hoy. Se lo llevaré
todo a la sala de estar. La señorita Judith está allí. No lo esperaba, ¿verdad?
¡No me ha dicho nada! Pero su cama está hecha, como siempre.
—Gracias
—dijo Joseph, sintiendo que la calidez del hogar lo envolvía produciéndole una
suerte de seguridad. Conocía cada reflejo de la madera pulida, los sitios donde
presentaba marcas, los trozos desgastados de las alfombras tras generaciones de
uso, las tablas del parqué que estaban ligeramente hundidas, los escalones que
crujían, las sombras que se proyectaban a cada hora del día. Percibió el
perfume de la lavanda y la cera de abejas, de las flores y el heno que transportaba
la brisa.
Judith
estaba acurrucada en el sofá con la cabeza inclinada sobre un libro. Llevaba el
cabello recogido sin esmero y el moño le quedaba un poco ladeado. No lo oyó
entrar.
—¿Es bueno
ese libro? —preguntó Joseph.
—No está
mal —contestó Judith, levantándose y dejando caer el libro cerrado en la mesa
sin preocuparse del punto. Lo miró con cautela; esbozó una sonrisa, pero sólo
por educación. Mantenía sus emociones a salvo por si Joseph la hería no dándole
lo que necesitaba o careciendo de fuerza o de fe—. Prefiero los cuentos de
hadas un poco más realistas —agregó—. Éste es demasiado edulcorado para ser
verosímil o mínimamente bueno, la verdad. ¿A quién le importa que la heroína
gane si no ha tenido que luchar?
—Sólo a
ella misma, me figuro.
Joseph miró
a su hermana con más detenimiento. Su cansancio se hacía patente en las ojeras
y la palidez del semblante. Iba vestida con una falda verde claro que aun
siendo muy sencilla la favorecía debido a la gracilidad de sus movimientos.
Llevaba una blusa blanca de algodón como las que casi todas las muchachas se
ponían en los pueblos de la campiña: cerrada hasta el cuello, entallada y sin
apenas adornos. Tanto le daba si gustaba o no a los demás. Él quedó
impresionado al constatar el cambio que había sufrido en unas pocas semanas. La
regularidad de sus rasgos era la misma, la delicadeza de los labios también,
pero no había rastro de la vitalidad que la hacía hermosa.
—La señora
Appleton va a traerme bollitos y limonada. ¿Querrás acompañarme? —añadió Joseph
para romper el silencio, consciente de que la había desatendido. Había
permitido que lo consumieran la ira y la confusión suscitadas por el asesinato
de Sebastian, quizá para apartar sus emociones de la muerte de sus padres.
Judith no tenía con qué hacer lo mismo. Y estaba sola allí, en la casa donde
deberían estar ellos, con el silencio y la ausencia que dolía como un diente
cariado recordándole la tragedia a diario.
—No gracias
—repuso Judith—. Ya he tomado antes. ¿Has venido a casa para algo en concreto? Supongo
que aún no se sabe quién mató a Sebastian Allard. Lo lamento mucho. —Miró a
Joseph a los ojos tratando de ver si estaba dolido, si había algo que pudiera
decir o hacer por él.
Joseph
eligió la butaca de su padre para sentarse.
—Todavía no
—dijo—. Ni siquiera estoy seguro de que hayan hecho algún progreso.
Judith
también se sentó.
—¿Se sabe
algo sobre papá y mamá? —preguntó con una leve ronquera. Buscaba algún indicio
en su rostro con ojos perspicaces—. Matthew no me cuenta nada. A veces pienso
que incluso olvida que sé que fue un homicidio y que estoy enterada de la
existencia del documento. Seguimos recibiendo los periódicos y las noticias son
espantosas. En el pueblo todos hablan de la posibilidad de una guerra.
La señora
Appleton se presentó con los bollos y el zumo, y Joseph le dio las gracias.
Cuando la mujer se hubo marchado, él volvió a mirar a Judith y se dio cuenta de
lo poco que sabía acerca de sus puntos fuertes y débiles. ¿Soportaría la verdad
de que no tenían ni idea de quién había matado a John Reavley, o de que su
juicio acerca del documento quizá fuese erróneo? Tal vez el motivo de su muerte
había sido algo tan simple como la codicia. ¿Soportaría saber que existía una
posibilidad de guerra que nadie estaba en condiciones de medir? El futuro se
cernía sobre ellos sombrío e incierto, e incluso trágico, probablemente.
Un nudo de
ira se apretó en su fuero interno contra su padre.
John
Reavley debería haberse mostrado más sensato en vez de tan estúpido como para
decir a Matthew que estaba en posesión de un documento que podía convulsionar
el mundo y luego echarse a la carretera sin protección ninguna para que alguien
lo matara... ¡Y no sólo a él, sino a Alys!
—¿Y bien?
¿Llevan razón? —inquirió Judith en tono un tanto mordaz—. ¿Habrá guerra? ¡No
puedes estar tan aislado en tu torre de marfil como para no saber que Austria y
Serbia están a punto de declararla!
—No lo
estoy —reconoció Joseph, resentido por su propio enojo y frustración—. Sí que
lo están, y es de suponer que Austria marchará sobre Serbia y volverá a
conquistarla.
—Si eso
ocurre, aseguran que Rusia también intervendrá en el conflicto —insistió
Judith.
—Es posible
que toda Europa se vea implicada —dijo, mirándola a los ojos—. No es probable,
pero si en efecto sucede, quizá nos involucremos. También es posible que las
aguas vuelvan a su cauce si las partes advierten el precio que tendrán que
pagar.
—¿Y si no
lo hacen?
Joseph se
levantó y fue hasta los ventanales que daban al jardín.
—Pues
tendremos que comportarnos con honor y hacer lo que siempre hemos hecho: enviar
a nuestros ejércitos a la contienda —respondió—. Me atrevería a decir que no
durará mucho. No es África, donde hay vastas extensiones de campo abierto en
las que esconderse.
Judith se
puso de pie también, puesto que él se hallaba justo detrás de ella.
—Supongo
que no. —Titubeó por un instante—. Joseph, ¿crees que era esto lo que papá
sabía? Me refiero a algo relacionado con el asesinato en Sarajevo. ¿Es posible
que diera con el plan?
¿Era lo que
deseaba creer? Sería mucho más fácil que imaginar un nuevo peligro. Era un
momento decisivo. Tenía que elegir entre una evasiva y una verdad que no
conocía.
—Tal vez
—convino, saliendo al jardín. Judith lo siguió. Hacía una noche templada y el
perfume dulzón de las clavelinas y las azucenas flotaba como un bálsamo en el
aire—. A lo mejor no constaba ninguna fecha y no se dio cuenta de que estaba
planeado para aquel día.
—No, no
creo que fuera eso —dijo Judith con gravedad—. ¡No tiene nada que ver con el
honor de Inglaterra!
Joseph notó
el vigor de su voz. Estaba enfadada, llena de vida otra vez.
—¡No te
pongas condescendiente conmigo, Joseph! —agregó ella, cogiéndolo del brazo—.
¡Me sacas de quicio cuando lo haces! Matar a un archiduque austriaco no tiene
nada que ver con Inglaterra.
—Has sido
tú quien lo ha sugerido —señaló Joseph, picado por su comentario sobre su
condescendencia porque sabía que llevaba razón. Se había equivocado al optar
por la evasiva.
—Y ha sido
una estupidez —replicó Judith—. ¿Por qué no eres capaz de decirme con franqueza
que soy estúpida? ¡No seas siempre tan condenadamente educado! ¡Ni yo soy de tu
congregación, ni tú eres mi padre! Aunque supongo que intentas ocupar su lugar
y al menos contigo puedo hablar como es debido.
—Gracias
—dijo Joseph secamente. No merecía aquel comentario medio cumplido medio
grosería, y lo perturbó constatar hasta qué punto le importaba.
Pasaron
junto al parterre y quedaron atrapados en el perfume dulce y embriagador de las
flores. Una lechuza bajó en picado por entre los árboles y desapareció con un
mudo batir de alas.
—¿No
quieres saber lo que contenía el documento? —preguntó Judith.
—Claro que
quiero —contestó Joseph, y de inmediato se dio cuenta de que si se trataba de
algo que John no había interpretado correctamente, quizá preferiría no saber
nada.
Joseph se
detuvo al final del césped y Judith se puso a su lado; la luna iluminaba su
rostro.
—Entonces
deberíamos ser capaces de averiguar de dónde lo sacó, ¿no te parece? —dijo—. No
podía hacer mucho tiempo que lo tenía o de lo contrario se lo hubiese llevado
antes a Matthew.
La firmeza
de sus palabras dejó sentado que en su fuero interno había tomado una decisión.
—Ya hemos
intentado averiguar todos los sitios a los que fue durante varios días antes
del... accidente —explicó Joseph—. Visitó al director del banco, Robert
Isenham, y al señor Frawley, el anciano que regenta esa tienda de curiosidades
que hay en la carretera de Cambridge. —La miró con ternura—. Él y Frawley se
conocían bastante bien. Si papá acababa de descubrir algo espantoso, Frawley
habría notado que le pasaba algo malo.
—Mamá fue a
ver a Maude Channery el día que papá llamó a Matthew —dijo Judith muy seria.
—¿Quién es
Maude Channery? —preguntó Joseph. Si lo sabía, lo había olvidado.
—Una de las
«buenas causas» de mamá —contestó Judith, haciendo un esfuerzo por hablar con
firmeza—. Papá no la aguantaba, solía decir que era una farsante, pero aun así
acompañó a mamá.
—No tendría
otro remedio, si quedaba lejos de aquí —señaló Joseph—. A no ser que la
acompañaras tú, ¡y mamá nunca hubiese ido a ver a alguien importante a bordo de
tu Ford T! Al menos si el Lanchester estaba disponible.
—Yo podría
haberla llevado en el Lanchester —arguyó Judith.
—¡Vaya!
¿Desde cuándo sabes conducir? —dijo Joseph sorprendido—. O mejor dicho, ¿desde
cuándo te lo hubiese permitido papá?
—Desde que
no podía aguantar a Maude Channery —repuso Judith, con una chispa de humor en
la voz—. Pero no lo hizo. Llevó a mamá. Y cuando regresaron se encerró
directamente en su estudio y mamá y yo cenamos solas.
Joseph
titubeó. La idea era absurda.
—¿Acaso
estás dando a entender que obtuvo un documento de relevancia internacional de
una anciana que era una de las «buenas causas» de mamá?
—¡No lo sé!
¿Se te ocurre algún sitio mejor por dónde empezar? Tú no tienes nada, y Matthew
tampoco.
—Iremos a
verla mañana, si quieres —propuso Joseph.
Judith
torció el gesto y Joseph tuvo claro que deseaba decirle de nuevo que no fuera
tan condescendiente pero en cambio se limitó a aceptar la oferta. Anunció que
la visitarían por la mañana antes de que Joseph pudiera cambiar de parecer, y
que estaría lista a las diez.
Joseph se
levantó temprano. Hacía un día caluroso y borrascoso, y el viento arrastraba el
polvillo de las primeras cosechas. Fue caminando hasta el centro del pueblo para
recoger los diarios del domingo en el estanco de Cully Teversham, y antes de
regresar a casa intercambió con éste los cumplidos de rigor, un comentario
sobre el tiempo, un par de cotilleos. Por el camino se cruzó con algunos
vecinos, a quienes dio los buenos días.
Se había
propuesto no abrir los diarios hasta después de desayunar, pero la curiosidad
lo venció. Las noticias eran peores de lo que esperaba. Serbia había rechazado
las exigencias de Austria y ambos países habían roto relaciones diplomáticas.
Cabía considerarlo el preludio de la guerra. Rusia había declarado que
intervendría para proteger los intereses de Serbia. La duda sobre quién ganaría
el Tour de Francia parecía un asunto de otra época que ya se hundía en el
pasado, casi irrecuperable, y una visita a Maude Channery era lo que menos
podía interesarle.
Pero se lo
había prometido a Judith y al menos compensaría parte del tiempo en el que
había estado tan absorto en sus propias emociones para olvidar las de su
hermana.
Salieron a
las diez en punto y tardaron más de media hora en llegar hasta Cherry Hinton.
Después de informarse en la tienda del pueblo encontraron Fen Cottage en las
afueras y aparcaron el coche a la vuelta de la esquina.
Hubieron de
llamar dos veces a la puerta antes de que la abriera una anciana de corta
estatura que se apoyaba pesadamente en un bastón. No era un bastón elegante con
puño de plata sino un recio cayado de madera como el que un hombre usaría para
ir de excursión. La mujer tenía cara de pocos amigos y llevaba el pelo, blanco
y crespo, recogido con horquillas al estilo de veinte años atrás. Arrastraba
las faldas negras por el suelo y daba la impresión de haberlas heredado de una
mujer al menos un palmo más alta.
—Si buscan
a los Taylor hace seis meses que se mudaron y no sé adónde fueron—dijo
abruptamente—. Y si buscan a otros pregunten a Porky Andrews en la tienda. Está
al corriente de todo y seguro que se los cuenta tanto si ustedes quieren como
si no. —Hizo caso omiso de Judith y miró a Joseph de arriba abajo con curiosidad.
—¿Es usted
la señora Channery? —preguntó él. Sus tiempos de párroco acudieron a su mente
con suma nitidez ¡Cuántas veces había visitado a personas resentidas que se
mostraban antipáticas por culpa del orgullo, la culpa o la necesidad de ocultar
un dolor que no podían ignorar ni compartir!—. Soy Joseph Reavley y ella es mi
hermana Judith. Creo que usted y mi madre eran muy buenas amigas.
—¡Oh! —La
habían pillado desprevenida. El áspero comentario que se disponía a hacer murió
en sus labios. Algo se ablandó en su interior—. Sí..., bueno, supongo que lo
éramos. Fue algo terrible. De verdad que lo lamento. Todos la echamos de menos.
No tiene mucho sentido que les dé mis condolencias. No servirá de nada.
—Aceptaría
encantado una taza de té. —Joseph no iba a dejar que se librara de él tan
fácilmente.
—Entonces
más vale que pasen —dijo la señora Channery—. No recibo en el umbral.
Giró en
redondo y los condujo a una sala de estar sorprendentemente agradable que daba
a un pequeño jardín muy descuidado cuya tapia lindaba con el cementerio. Por
encima de ésta asomaba la pálida escultura de un ángel que se recortaba con
nitidez contra la masa oscura de unos tejos.
La señora
Channery siguió su mirada y resopló.
—Los días
buenos pienso que me protege... ¡Casi siempre me digo que no hace más que
fisgonear! —Señaló el sofá y una butaca—. Si quieren té tendré que poner el
agua a calentar, así que mejor será que se sienten mientras lo hago. Tengo
galletas. No iba a servirles pastel a estas horas de la mañana.
Judith tragó
saliva conteniendo la ira con visible esfuerzo, al menos para Joseph.
—Gracias
—dijo mansamente—. ¿Puedo ayudarla a llevar algo?
—¡Por Dios,
chiquilla! —exclamó la señora Channery—. ¿Qué piensas que voy a traer? Sólo es
un tentempié.
Judith se
puso roja de rabia y se mordió la lengua para no replicar. La señora Channery
dio media vuelta y desapareció en la cocina.
Judith miró
a Joseph.
—¡Mamá
merece ser canonizada por aguantarla! —dijo en un susurro mordaz.
—No me
extraña que papá la detestara—convino Joseph—. Me pregunto por qué vendría.
—Con una
espada, por si las moscas, imagino —contestó Judith—. ¡O con un paquete de
matarratas!
Joseph le
dio vueltas a la pregunta. ¿Por qué había ido allí John Reavley? Judith podía
haber acompañado perfectamente a Alys, y Alys lo habría considerado una buena
lección de caridad para su hija. John evitaba en lo posible el trato con
personas desagradables, toleraba mal las groserías, y por más que admirase la
paciencia de su esposa, no abrigaba ninguna intención de emularla.
La señora
Channery regresó tambaleándose un poco bajo el peso de una enorme bandeja muy
bien dispuesta. Había cumplido su palabra y no había pastel, pero sí tres
clases de galletas y bollos caseros de pasas untados con abundante mantequilla.
Joseph se
puso de pie de un salto para ayudarla. Cogió la bandeja antes de que la anciana
la dejara caer y la puso en la mesa de centro al lado de un jarrón lleno de
minutisas. El ritual de servir, aceptar, pasarse los platos de comida y hacer
los comentarios apropiados se observó a rajatabla. Sólo entonces pudo Joseph
abordar el tema que los había llevado allí. Se había detenido a pensarlo pero
ahora le parecía una estupidez. Lo único que iba a ganar con aquella visita
sería el tiempo que pasaría con Judith. Por el camino habían hablado de cosas
sin importancia, aunque ella había dado muestras de sentirse más a gusto y en
un par de ocasiones había reído con ganas.
—Tiene un
jardín precioso —comentó Joseph, tratando de entablar conversación.
—Está hecho
un revoltijo —replicó la señora Channery—. Yo ya no estoy para esos trotes, y
tampoco puedo pagar a ese sordo que arregla el de la señora Copthorne. Le paga
el doble de lo que merece... ¡Peor para ella si es tonta! ¡Y además lo tiene
lleno de ratones, que los he visto!
Joseph notó
que Judith se mordía la lengua.
—Quizá sea
por eso por lo que me gusta tanto —insistió Joseph, resistiéndose a ser
disuadido.
—Hace que
el suyo se vea bonito, ¿verdad? —inquirió la señora Channery.
—Sí, en
efecto —convino él con una sonrisa. Con el rabillo del ojo vio la expresión de
desagrado de Judith. Se fijó en una enorme planta de borraja que invadía a sus
vecinas—. Y tiene bastantes hierbas.
—¿Es
jardinero? —preguntó la señora Channery con aspereza—. Pensaba que era uno de
esos iluminados de la universidad.
—Uno puede
ser ambas cosas —señaló Joseph—. Mi padre sí que era jardinero, aunque me
figuro que eso usted ya lo sabía.
—No tenía
ni idea —respondió ella—, Apenas lo vi. Lo justo para ser cortés, y luego se
marchó como si fuera a morderlo.
Judith
estornudó, o al menos emitió un sonido que pareció un estornudo.
—¿De veras?
—dijo Joseph, poniéndose en alerta—. ¿No se quedó aquí con mi madre la última
vez que ella vino?
—Ni
siquiera para el té. —La señora Channery negó con la cabeza—. Tenía pastel de
chocolate. Y madeira. Los miró como si llevara una semana sin comer y a
continuación salió por la puerta y se metió en ese cochazo amarillo que tenía.
Qué apestosos son los coches —agregó—. Y ruidosos. No entiendo por qué un
hombre civilizado no puede usar un caballo y un carruaje. A la reina, Dios la
tenga en su gloria, le bastaba y sobraba. —Apretó los labios y pestañeó varias
veces—. ¡No habría tantos caballos volviéndose locos, saliéndose de los
caminos, chocando con los árboles y matando a pobres inocentes!
—¡Al
contrario! —la contradijo Judith—. Los caballos se asustan por nada y se
desbocan, sacando a los carruajes de los caminos y arrojándolos contra los
árboles, los setos, las cunetas y hasta los ríos. Los coches no se asustan. No
tienen miedo de los truenos, de los rayos ni de un trozo de tela que se agite.
—Tomó aliento—. Y las ruedas de los carruajes se salen con la misma frecuencia
que las de los coches.
—Creí que
había perdido la lengua —dijo la señora Channery con satisfacción—. Veo que ha
vuelto a encontrarla. En fin, diga lo que diga nunca me verá montada en una de
esas máquinas.
—Entonces
no intentaré convencerla —contestó Judith, como si eso fuera lo que tenía
intención de hacer—. ¿Sabe adónde fue?
—¿Quién?
¿Su padre? ¿Acaso piensa que se lo pregunté, señorita Reavley? Habría sido una
descortesía por mi parte, ¿no le parece? Judith puso cara de circunstancias.
—En ningún
momento he pensado que se lo preguntara, señora Channery, pero a lo mejor él lo
dijo. Supongo que no era ningún secreto.
—Pues
supone mal —dijo la señora Channery con inmenso placer—. Sí que era un secreto.
Su madre se lo preguntó y él se hizo el loco para no contestar. Sólo dijo que
volvería al cabo de una hora... ¡Y no fue así! Tardó una hora y media, aunque
ella no dijo palabra. —Miró a Judith con ojos acusadores—. ¡Su madre era una
buena mujer! Ya no queda nadie como ella.
—Lo sé
—susurró Judith.
La señora
Channery gruñó.
—No tendría
que haber dicho eso —se disculpó—. No es que no sea verdad, pero lamentarse no
sirve de nada. A ella no le habría gustado. Era una mujer muy sensata. Tenía
una paciencia infinita con los demás, aunque fuesen unos inútiles, pero ninguna
consigo misma. ¡Le habría encantado que usted fuese como ella!
Judith la
fulminó con la mirada, furiosa no sólo por lo que había dicho sino por
constatar que precisamente ella hubiese conocido a Alys lo bastante para saber
tanto sobre su carácter.
—Usted la
apreciaba mucho —señaló Joseph, más que nada para llenar el silencio.
—¡Pues
claro! —espetó la señora Channery, cuyos labios temblaron un momento—. Sabía
cómo ser amable sin mirarte por encima del hombro, ¡y no hay mucha gente que
sepa hacer eso! Nunca se presentaba sin avisar. Y comía mis pasteles. Nunca
traía de los suyos como si necesitara llevar la cuenta. Aunque me traía
mermelada de vez en cuando. De albaricoque. Y nunca le dije lo horrible que era
la mermelada de ruibarbo. Como cordeles hervidos, era. Se la regalé a Diddy
Warner, con esa cabeza que parece una mata de hierbajos secos. Se llevó una sorpresa.
Tendrían que haber visto la cara que puso. —Sonrió satisfecha.
—¿Con el
pelo como un espantapájaros? —inquirió Judith.
—¿No se lo
acabo de decir? —preguntó la señora Channery.
—¡No me
sorprende! —dijo Judith con franqueza—. ¡Ella se la había regalado a mamá! Era
asquerosa.
Para
asombro de Joseph, la señora Channery se echó a reír. Reía con tantas ganas que
tuvo miedo que fuera a atragantarse. Las carcajadas eran tan espontáneas y
contagiosas que se encontró riendo a su vez y, al cabo de un momento, Judith
también. De pronto entendió por qué su madre se había ocupado de Maude
Channery.
Aún se
quedaron media hora más, y para cuando se marcharon estaban muy animados.
Camino del
coche volvieron a ponerse serios.
—Fue a
alguna parte —dijo Judith en tono apremiante, cogiendo a Joseph de la manga
para obligarlo a detenerse—. ¿Cómo podemos averiguar dónde? Estaba cambiado
cuando regresó y esa noche telefoneó a Matthew. ¡Tiene que ser donde consiguió
el documento!
—Tal vez
—convino Joseph, procurando frenar sus pensamientos. Ardía en deseos de creer
que realmente había existido un documento cuya importancia se correspondía con
la que le había otorgado su padre. Sin embargo, en tal caso las consecuencias
eran enormes y se proyectaban hacia un futuro incierto y peligroso. ¿Y dónde
estaba ahora? ¿Acaso John Reavley se las había ingeniado para ponerlo a buen
recaudo antes de que lo mataran? En tal caso, ¿por qué nadie lo había
encontrado?
Llegaron al
coche.
—¿Qué vamos
a hacer? —preguntó Judith, cerrando la portezuela con un sonoro golpe mientras
Joseph arrancaba el motor con la manivela. En cuanto el motor hubo arrancado,
se sentó al lado de su hermana y cerró la puerta con más cuidado que ella. El
coche avanzó y Judith cambió de marcha como una conductora consumada.
—Vayamos a
casa. A lo mejor Appleton sabe decirnos adónde fue el coche —respondió Joseph.
—Dudo mucho
que papá se lo dijera.
Judith
dobló pulcramente la esquina y enfiló la carretera que llevaba de Cherry Hinton
hasta St. Giles.
—¿Appleton
sigue encargándose de lavar el coche? —preguntó Joseph.
Judith lo
miró de reojo y aumentó la velocidad.
Joseph
tendió el brazo para sujetarse.
—Por
supuesto —contestó Judith—. ¿Piensas que se habrá fijado en algo? ¿Como en qué?
—Se lo
preguntaremos. Según ha dicho la señora Channery, mamá estuvo con ella una hora
y media, de modo que sólo pudo recorrer cierta distancia. Deberíamos ser
capaces de reducir las posibilidades. Si preguntamos, alguien lo habrá visto.
El Lanchester no pasaba inadvertido.
—¡Seguro!
—exclamó Judith desbordante de entusiasmo, pisando el acelerador hasta lanzar
el coche a casi setenta y cinco kilómetros por hora.
* * *
Interrogar
a Appleton resultó ser un asunto delicado. Lo encontraron en el jardín poniendo
rodrigones a las últimas espuelas de caballero que estaban empezando a combarse
bajo su propio peso.
—Alfred
—comenzó Joseph, admirando en silencio las flores, cuyo color era
deslumbrante—. Cuando mi padre volvió de acompañar a mi madre a visitar a la
señora Channery en Cherry Hinton, ¿lavó usted el coche?
Alfred se
enderezó con cara de pocos amigos.
—¡Claro que
lavé el coche, señorito Joseph! ¡Y comprobé los frenos, el carburante y los
neumáticos! Si piensa que no lo hice...
—¡Quiero
averiguar adónde fue! —dijo Joseph con apremio al darse cuenta de que Appleton
creía que estaba acusándolo—. Pensaba que tal vez pudiera ayudarme, que quizás
algo le llamase la atención.
—¿Que
adónde fue? —Appleton estaba perplejo—. Llevó a la señora Reavley a Cherry
Hinton.
—Sí, ya lo
sé. Pero el caso es que la dejó allí, fue a otro lugar y luego volvió para
recogerla.
Appleton
ató distraídamente las últimas espuelas de caballero azul celeste y salió del
arriate al sendero.
—¿Piensa
que le ocurrió algo al coche?
—No, pienso
que tal vez vio a alguien y necesito saber quién era. —Joseph no tenía
intención de contar nada más a Appleton—. De aquí a Cherry Hinton hay unos ocho
kilómetros. ¿Existe algún modo de averiguar cuánto más lejos fue?
—Pues
claro. Sólo hay que mirar el cuentakilómetros para saberlo con exactitud.
Aunque no le dirá dónde estuvo, sólo lo lejos que fue.
Joseph notó
el pesado silencio que cayó sobre el jardín con sus flores inmóviles, manchas
de colores chillones, mariposas prendidas en las azucenas como precarios
adornos.
—¿Se fijó
en algo que pudiera ayudarnos a saber adónde fue? Appleton hizo una mueca.
—¿Polvo?
—sugirió Joseph—. ¿Grava? ¿Barro? ¿Arcilla? ¿Turba, tal vez? ¿O estiércol?
¿Alquitrán?
—Cal...
—dijo Appleton despacio—. Había cal en los guardabarros. Tuve que lavarla.
—¡Hornos de
cal! —exclamó Joseph—. Estuvo fuera una hora y media en total. ¿Qué velocidad
alcanza el Lanchester? ¿Sesenta, ochenta?
—El señor
Reavley era muy buen conductor —señaló Appleton mirando hacia el sendero por el
que se aproximaba Judith—. Más bien cincuenta.
—Entiendo.
Judith
llegó junto a ellos y miró inquisitivamente a Joseph y a Appleton.
—Appleton
encontró cal en el coche —explicó Joseph—, ¿Dónde se encuentran los hornos de
cal más próximos, lo bastante cerca de la carretera como para que haya rastros
de cal, de modo que al pasar se peguen al coche?
—Hay hornos
de cal en las carreteras al sur y al oeste de Cherry Hinton —contestó Judith—.
Ninguno hacia el este en dirección a St. Giles y Cambridge, y tampoco hacia el
norte en dirección a Teversham o Fen Ditton.
—¿Y qué hay
hacia el sur y el oeste? —preguntó Joseph con ansia.
—¿Hacia las
colinas de Gog Magog? Stapleford, Great Shelford —dijo ella pensativamente,
como si consultara un mapa mental—. Hacia el oeste está Fulbourn, y también
Great y Little Wilbraham. ¿Por dónde empezamos?
—Shelford
queda a unos cuatro kilómetros de aquí —respondió Joseph—. Podemos empezar por
allí y luego seguir hacia el norte y el oeste. Gracias, Appleton.
—De nada,
señor. ¿Se le ofrece algo más? —Appleton parecía desconcertado y un tanto
inquieto.
—No...,
gracias. A no ser que dijera algo sobre el sitio al que fue.
—No, señor,
al menos que yo recuerde. ¿Sacará el coche otra vez, señorita Judith, o quiere
que lo aparque?
—Salimos de
inmediato, gracias —contestó Judith resuelta, volviendo hacia la casa sin
esperar a Joseph.
—¿Qué vamos
a decir a quienes estén en el sitio donde obtuvo el documento? —preguntó Judith
cuando ya salían de St. Giles por la carretera del sur que ascendía casi de
inmediato hacia las primeras lomas. Mantenía la vista al frente—. Sabrán
quiénes somos y adivinarán a qué vamos.
En realidad
se trataba de una pregunta, pero la formuló sin el menor titubeo, agarrando el
volante con firmeza y soltura. Si estaba tensa, lo disimulaba muy bien.
Joseph no
lo había pensado con detalle; lo único que deseaba era saber la verdad y
acallar las dudas.
—No lo sé
—contestó—. Con la señora Channery ha sido bastante fácil; parecía que
siguiéramos los pasos de mamá. Podríamos decir que se dejó algo olvidado.
—¿Como el
qué? —preguntó Judith con un ligero dejo de mofa—. ¿Un paraguas? ¡Este verano
es el más seco y caluroso que hemos tenido en años! ¿Un abrigo? ¿Unos guantes?
—Un cuadro
—contestó Joseph, llevado por un impulso—. Tenía un cuadro que iba a vender.
¿Son ellas las personas a quienes fue a mostrarlo?
—Parece
razonable. Sí... Muy bien.
Sin darse
cuenta, Judith aumentó la velocidad y el coche salió disparado pisando la
hierba que crecía junto a la carretera. —Judith! —exclamó Joseph sin querer.
—¡No seas
tan pesado! —respetó ella, aunque aminoró la marcha. Poco había faltado para
que perdiera el control y lo sabía incluso mejor que su hermano. Lo que llevó
más tiempo a Joseph comprender, y lo hizo con sorpresa, fue que la impulsaba la
euforia, la sensación de que por fin era capaz de hacer algo útil por más
remotas que fueran las posibilidades de éxito. No tenía miedo ni de hacerlo ni
de descubrir hechos que quizá le resultaran dolorosos.
Joseph
contempló el perfil de Judith y no sólo vio a la mujer que había en ella sino
que comenzó a entender lo lejos que quedaba la niña. De pronto ella se volvió
para lanzarle una mirada acompañada de una sonrisa.
Él fue a
decirle que se concentrara en la carretera pero cayó en la cuenta de que sería
un error. Le devolvió la sonrisa y vio que relajaba los hombros.
Se
detuvieron en Shelford y preguntaron, pero nadie había visto a John Reavley el
sábado anterior a su muerte, y el Lanchester amarillo era un coche difícil de
olvidar.
Almorzaron
bocadillos y un vaso de sidra en la terraza de una taberna de la plaza de
Stapleford.
Joseph no
estaba muy seguro de qué decir por miedo a que su voz transmitiera
involuntariamente decepción. Antes de que se aclarase las ideas, Judith se puso
a hablar de cosas tan interesantes como intrascendentes. Poco a poco Joseph fue
sintiéndose más cómodo siguiendo el hilo de su conversación mientras le hablaba
de teatro ruso y cerámica china. Tenía opiniones acerca de todo. Joseph no
reparó en lo precipitadas que eran hasta que cayó en la cuenta de que hablaba
para tranquilizarlo, para prestarle la fuerza de la normalidad y así permitirle
que dejara de ejercer de líder durante un rato. Lleno de asombro, le dio un
poco de vergüenza y, no obstante, había tanto afecto en ese gesto que sintió un
momentáneo picor en los ojos y se vio obligado a apartar la mirada.
Si Judith
lo advirtió, fingió no haberlo hecho.
Después
siguieron hacia el norte otra vez. Giraron a la derecha en la carretera elevada
de Works Causeway, más allá de las canteras de grava y de arcilla, y llegaron
al pueblo de Fulbourn.
Eran casi
las tres de la tarde y el calor reverberaba en el asfalto. Hasta las vacas
buscaban sombra en los campos, y los perros jadeaban tendidos en la hierba bajo
los árboles y los setos.
Detuvieron
el coche en la calle mayor del pueblo. Estaba casi desierta. Dos niños de siete
u ocho años los miraban fijamente con expresión de curiosidad. Uno de ellos,
que agarraba con fuerza una pelota con las manos sucias, sonrió mostrando el
agujero donde aún le estaba creciendo un diente de delante. Saltaba a la vista
que estaba mucho más interesado en el automóvil que en sus ocupantes.
—¿Has visto
alguna vez un coche amarillo? —preguntó Joseph.
El niño lo
miró.
—¿Quieres
mirar éste por dentro? —propuso Judith.
El otro
niño retrocedió, pero el de la pelota, que era más valiente o más curioso,
asintió con la cabeza.
—Vamos,
pues —le alentó Judith.
Lentamente
el niño se fue acercando al coche y finalmente se dejó convencer para
inspeccionar el interior por la puerta abierta, mientras Judith le explicaba
qué era cada cosa y para qué servía. Después volvió a preguntarle si había
visto un coche amarillo.
Asintió
lentamente con la cabeza.
—Sí,
señorita. Más grande que éste, pero no lo vi por dentro.
—¿Cuándo
fue eso?
—No lo sé
—contestó el niño, con los ojos como platos—. Hace días.
Judith
insistió, pero eso era cuanto sabía. Le dio las gracias y el niño le permitió
cerrar la portezuela a regañadientes, aunque le dedicó una sonrisa radiante
antes de salir corriendo y desaparecer por una rendija abierta entre dos casitas,
seguido de cerca por su compañero.
—Algo es
algo —dijo Judith con más esperanza que fe—. Preguntaremos de nuevo.
Encontraron
a una pareja de ancianos dando un paseo y a un hombre que fumaba meditabundo
una pipa en un callejón. Ninguno de ellos recordaba haber visto un coche
amarillo. En Fulbourn no hallaron más pistas.
—Tendremos
que probar suerte en Great y Little Wilbraham —dijo Joseph cansinamente—. No
quedan muy lejos. —Miró a Judith y advirtió que estaba preocupada—. ¿Te
encuentras bien?
—¡Por supuesto!
—contestó ella, sosteniéndole la mirada—. ¿Y tú?
Joseph
sonrió, asintiendo con la cabeza, puso el coche en marcha otra vez y ocupó su
asiento. Volvieron al centro de Fulbourn y desde allí se dirigieron hacia el
norte, cruzaron la vía férrea y llegaron a Great Wilbraham. El silencio reinaba
en las calles y sólo las hojas más altas de los árboles se mecían suavemente a
causa de la brisa. Una bandada de estorninos se arremolinaba en el cielo. Un
gato atigrado parpadeó adormilado encima del pilar de una verja. El repique de
las campanas de la iglesia sonaba claro y melodioso en el aire cálido, con la
familiaridad y la delicadeza del aroma del heno o del sol en los adoquines.
—Oficio de
vísperas —observó Joseph—. Tendremos que esperar. ¿Te apetece comer algo?
—Es pronto
para cenar —contestó Judith.
—¿Té?
—propuso Joseph—. ¿Bollos, mermelada de frambuesa y nata?
—¡Me
apetece más de fresa! —respondió Judith.
Encontraron
un salón de té dispuesto a servirles a aquellas horas. Después de merendar se
encaminaron hacia la iglesia justo cuando la congregación salía de misa.
No era
tarea fácil abordar a un extraño con gracia y ambos aguardaban una oportunidad
cuando el párroco reparó en ellos y se aproximó, sonriendo a Judith antes de
dirigirse a Joseph.
—Buenas
tardes, señor. Otro día estupendo, ¿no es cierto? Lástima que hayan llegado
tarde para el oficio religioso, pero ¿puedo servirles en algo?
—Gracias.
—Joseph contempló con sincera admiración el antiguo edificio, las lápidas
desgastadas y un poco torcidas. La hierba que crecía entre ellas estaba
perfectamente segada y en algunas tumbas había flores frescas—. Tienen una
hermosa iglesia.
—En efecto
—convino el párroco agradecido. Aparentaba cuarenta y tantos años, tenía la
cara redonda y la voz melodiosa—. El pueblo es precioso. ¿Les apetece dar una
vuelta?
—En
realidad me parece que mi difunto padre quizá vino aquí hace poco tiempo
—respondió Joseph—. Su coche era bastante llamativo, un Lanchester amarillo.
—¡Ah, sí!
—dijo el párroco con inequívoco placer—. Un caballero encantador. —Se le
ensombreció el semblante y añadió—: ¿Ha dicho «difunto»? Lo lamento. Les ruego
que acepten mi pésame. Era un hombre muy agradable. Buscaba a un amigo suyo, un
caballero alemán. Le expliqué cómo llegar hasta Frog End, donde acababa de
alquilar una casa. —Meneó con la cabeza, mordiéndose el labio inferior—. Es una
verdadera lástima. A veces hace falta mucha fe. El pobre murió en un accidente
poco después.
Joseph
quedó atónito. Percibió el grito ahogado de Judith a su lado. Procuró no perder
la calma.
—Salió a
dar un paseo al atardecer y según parece resbaló y cayó a la acequia de Candle
Ditch —prosiguió el párroco con tristeza—. Justo donde desemboca en el río,
cerca de Fulbourn Fen. — Volvió a menear la cabeza, abatido—. No conocía bien
la zona, claro. Supongo que se golpeó la cabeza con una piedra o lo que fuera.
Y dice usted que su pobre padre también ha fallecido hace poco... De verdad que
lo lamento.
—Sí. —A
Joseph le costó trabajo contener la emoción ante aquella súbita y sincera compasión.
La indiferencia suscitaba ira, o una sensación de aislamiento, y eso en cierto
modo resultaba más llevadero—. ¿Conocía usted al caballero alemán?
Un
matrimonio anciano pasó junto a ellos y el párroco los miró con una sonrisa,
pero se volvió enseguida hacia Joseph y Judith, dando a entender que estaba
ocupado, y la pareja siguió su camino.
—Lamento
decir que no le conocía muy bien. —El párroco negó con la cabeza. Seguían de
pie en medio de la calle, bajo el sol—. Lo cierto es que fui yo quien le alquiló
la casa, en nombre de la propietaria, se entiende. Es una dama de edad avanzada
que ahora reside en el extranjero. Herr Reisenburg era un caballero muy
inteligente, según me dijeron, un filósofo de alguna clase. Llevaba una vida
bastante retirada. Era una persona más bien melancólica. —La pena ensombreció
su afable rostro—. No es que no fuera de trato agradable, pero percibí que
tenía problemas. Al menos eso fue lo que pensé. Mi esposa suele decirme que
imagino demasiadas cosas.
—En mi
opinión, estaba usted en lo cierto y tuvo más sensibilidad que imaginación
—dijo Joseph amablemente—. ¿Ha dicho que se llamaba Reisenburg?
El párroco
asintió con la cabeza.
—Sí, eso
es, Reisenburg. Un caballero de aspecto muy distinguido, alto y un poco cargado
de espaldas. Hablaba sin levantar la voz. Su inglés era excelente. Decía que le
gustaba esta tierra... — hizo una pausa y suspiró—. Dios mío, cuánto dolor hay
a veces. Deduje por lo que contó el caballero del coche amarillo que eran
amigos. Hacía años que mantenían correspondencia, dijo. Me dio las gracias y se
marchó hacia Frog End. Fue la única vez que le vi. —Miró tímidamente a Judith—.
Lo lamento mucho.
—Gracias.
—Joseph tragó saliva con dificultad, pues sentía un nudo en la garganta—. Mi
padre murió en un accidente de coche al día siguiente..., y mi madre con él.
—Eso sí que
es terrible —dijo el párroco casi en susurros—. Si quieren estar un rato a
solas en la iglesia me encargaré de que nadie los moleste. —La invitación
incluía a Judith, pero fue a Josepha quien tocó, posando una mano en su brazo—.
Confíe en Dios, querido amigo. El conoce nuestro camino y lo ha recorrido antes
que nosotros.
Joseph
titubeó.
—¿Sabe si
Herr Reisenburg tenía otros amigos? ¿Alguien con quien yo pudiera hablar?
El párroco
adoptó una expresión atribulada.
—Que yo
sepa, no. Como le he explicado, era más bien reservado. Un caballero preguntó
por él, aparte de su padre, o al menos eso me han dicho, pero eso es todo.
—¿Quién
era? —preguntó Judith.
—Me temo
que no lo sé —contestó el párroco—. Fue el mismo día que su padre habló conmigo
y, francamente, me inclino a pensar que fue él mismo quien preguntó a otra
persona. Lo lamento.
Joseph se
sintió demasiado abrumado por la aflicción para contestar. Sin embargo, también
creía que en Herr Reisenburg había encontrado la fuente del documento y que
aquel hombre también había pagado por él con su vida. Ya no cabía pensar que
John Reavley estuviera equivocado en cuanto a su importancia, pero ¿dónde se
encontraba ahora y quién había detrás de él?
—¿No tienes
ningún indicio sobre el contenido del documento? —preguntó Judith una vez en el
coche camino de casa—. Seguro que has meditado en ello.
—Sí, le he
dado muchas vueltas, pero no lo sé —respondió Joseph—. No recuerdo que papá
mencionara nunca a Reisenburg.
—Yo
tampoco. Aunque es obvio que se conocían y que fue a verlo por algo importante,
de lo contrario no le habría buscado mientras mamá merendaba con Maude
Channery. ¿Cómo piensas que llegó el documento a manos de Reisenburg? ¿Crees
que se lo robó a alguien?
—Eso parece
—contestó Joseph.
Judith se
estremeció.
—Y por eso
lo asesinaron —dijo—, sólo que ya se lo había entregado a papá y por eso lo
asesinaron también. —Tomó una prolongada curva con notable destreza aunque
Joseph no pudo evitar agarrarse al asiento—. ¿Qué supones que van a hacer con
ese papel? Si lo recuperaron entonces, ya han pasado cuatro semanas. ¿Por qué
no ha ocurrido nada? —Bajó la voz—. ¿O ha ocurrido pero no lo sabemos?
Joseph
deseó poder contestarle, pero no tenía ni idea de cuál era la verdad.
Judith
aguardaba, Joseph lo advirtió por el modo en que inclinaba la cabeza y la
expresión de concentración de su rostro.
—Matthew
cree que quizás existan dos copias —dijo en voz baja—. No es tanto que
necesiten una como que no pueden dejar que la otra vaya por ahí a riesgo de
caer en las manos incorrectas. Por eso siguen buscando. —El miedo por ella lo
atenazó causándole un dolor casi físico—. ¡Por el amor de Dios, Judith, ten
cuidado! Si alguien...
—¡Basta,
Joseph! —lo interrumpió Judith—. No te inquietes. Estoy perfectamente bien y
seguiré estándolo. ¡No está en casa y lo saben de sobra! ¡Maldita sea, si la
han registrado de arriba abajo! ¿Te quedarás esta noche? No te lo pido porque
tenga miedo sino porque me apetece hablar contigo. —Esbozó una sonrisa tierna,
casi paciente, evitando mirarlo—. Por lo general te pareces poco a papá, aunque
a veces me lo recuerdas.
—Gracias
—dijo Joseph tan fríamente como le fue posible, pero se sintió incapaz de
agregar nada más, pues se le hizo un nudo en la garganta y tuvo que apartar la
mirada hacia los campos para recobrar la compostura.
* * *
13
Joseph
esperó levantado hasta que Matthew regresó de casa de Shanley Corcoran. Era
casi medianoche.
—Nada
—respondió Matthew a la muda pregunta de su hermano. Tenía aspecto de estar
cansado, el pelo rubio revuelto por el viento y, pese al color que el viaje
había dado a sus mejillas, estaba pálido—. No puede ayudarnos.
Se sentó en
una butaca frente a Joseph.
—¿Quieres
beber algo? —preguntó Joseph, y sin aguardar su respuesta, le refirió lo que él
y Judith habían descubierto acerca de Reisenburg.
Matthew se
aferró a ello.
—¡Tiene que
ser eso! —exclamó con entusiasmo. Se enderezó en el asiento con los ojos
brillantes y renovado interés—. ¡Pobre diablo! Al parecer lo mataron por lo
mismo. No habrá pruebas, por supuesto. —Se frotó la cara y se echó el cabello
hacia atrás—. Eso indica que el documento tiene que ser tan importante como
papá afirmaba. ¡Me pregunto cómo y de dónde lo sacaría Reisenburg!
Joseph ya
había estado pensando en ello.
—Quizás
actuara como mensajero —aventuró poco convencido—, pero me parece más probable
que lo robara, ¿no crees?
—¿Adónde o
a quién lo estaría llevando cuando dieron con él? —inquirió Matthew—. A nuestro
padre no, desde luego. ¿Por qué? ¡Si fuese miembro de algún Servicio de
Inteligencia, yo lo sabría!
Pese al
tono afirmativo, Joseph vio en sus ojos que en realidad se trataba de una
pregunta. La luz amarillenta de la lámpara pintaba sombras en su rostro,
haciendo resaltar su incertidumbre.
Joseph
desechó sus propias dudas no sin esfuerzo.
—En mi
opinión, sencillamente conocía a papá —dijo—. Aquellos a quienes se lo robó
sabían que obraba en su poder y andaban tras él. Decidió pasárselo a la única
persona honorable que tenía a mano. Papá estaba aquí. No había tiempo para ir a
Londres o allí donde tuviera que entregarlo.
—¿Pura
casualidad? —inquirió Matthew torciendo el gesto. Semejante ironía resultaba
dolorosa.
—Quizá se
instaló en esta región porque era donde vivía papá —sugirió Joseph—. Según
parece conocía Cambridgeshire. Alquiló la casa aquí.
—¿A quién
tendría intención de entregárselo? —preguntó Matthew con la mirada perdida—.
¡Ojalá consiguiéramos averiguarlo!
—No veo el
modo —repuso Joseph—. Reisenburg está muerto y la casa la ocupan otros
inquilinos. Hemos pasado por delante.
—Al menos
sabemos de dónde lo sacó papá. —Matthew se retrepó en su asiento, relajándose
un poco por fin—. Y no es moco de pavo. ¡Se trata del primer indicio
consistente que tenemos!
Siguieron
conversando media hora más, sopesando otras posibilidades, los medios para
averiguar más cosas acerca de Reisenburg, y después se acostaron. Matthew tenía
que levantarse a las seis y salir temprano hacia Londres. Joseph regresaría a
Cambridge a una hora mucho más agradable.
En cuanto
cruzó la verja, Joseph topó con el inspector Perth, pálido, encorvado y
nervioso.
—¡No me
pregunte! —exclamó, antes que Joseph atinara a abrir la boca—. Aún no sé quién
mató al señor Allard, pero voy a descubrirlo, con la ayuda de Dios, ¡aunque
tenga que poner este sitio patas arriba! —Sin esperar contestación se fue dando
grandes zancadas, dejando a Joseph azorado.
Había
salido de St. Giles antes del desayuno y estaba hambriento. Cruzó el patio
soleado y se internó en el pasadizo abovedado para dirigirse al refectorio,
donde encontró el ambiente enrarecido. Nadie estaba de humor para conversar.
Circulaban rumores de que los rebeldes irlandeses habían tomado las calles de
Dublín y se especulaba sobre el posible envío de tropas británicas para desarmarlos,
quizás aquel mismo día.
Joseph se
dedicó a corregir redacciones toda la mañana, y cuando por fin tuvo tiempo para
dedicarlo a sus propios pensamientos, éstos fueron para Reisenburg, enterrado
en una tumba en Cambridgeshire sin que sus allegados tuvieran noticia de su
paradero, asesinado por un trozo de papel. ¿Cabía pensar que el documento
guardara relación con algún horror todavía inimaginable en Irlanda capaz de
mancillar el honor de Inglaterra más gravemente de lo que ya lo habían hecho las
aciagas relaciones con aquel país? Cuanto más vueltas le daba, menos probable
le parecía. Tenía que ser algo en Europa, seguro. ¿Sarajevo? ¿Otra cosa, tal
vez? ¿Una revolución socialista? ¿Una enorme agitación social y política como
la de las revoluciones que habían barrido el continente en 1848?
No le
apeteció almorzar en el refectorio y optó por comprar un bocadillo. A primera
hora de la tarde estaba cruzando el patio camino de sus habitaciones cuando vio
a Connie Thyer emerger de la sombra del pasadizo abovedado. Parecía agobiada y
nerviosa.
—¡Profesor
Reavley! Me alegro de verlo. ¿Ha pasado un buen fin de semana?
—En cierto
modo sí, gracias —repuso Joseph con una sonrisa.
Estuvo a
punto de preguntar si ella también, pero se detuvo justo a tiempo. Teniendo a
Mary Allard todavía como invitada, a la espera de que se hiciera justicia para
vengar a su hijo, ¿cómo iba a pasarlo bien?
—¿Cómo se
encuentra? —preguntó en cambio.
Connie
cerró los ojos por un instante, dando a entender que estaba agotada.
—Cada vez es
peor —contestó en tono cansino—. Obviamente, ese desdichado policía tiene que
interrogar a todo el mundo para saber quién apreciaba a Sebastian y quién no, y
por qué. —Se le empañaron los ojos y añadió—: Pero lo que está descubriendo es
muy feo.
Joseph aguardó.
Tuvo la sensación de que transcurrían varios minutos porque le espantaba lo que
Connie iba a decir; estaba prolongando su momentánea ignorancia y, no obstante,
fingía y lo sabía.
Connie
suspiró.
—No cuenta
a nadie lo que averigua, por descontado, pero es imposible no enterarse, porque
la gente habla. Los muchachos se sienten muy culpables. Nadie quiere hablar mal
del muerto y menos estando la familia tan cerca. Y, claro, se enojan porque se
ven en una posición en la que no tienen más remedio que hacerlo.
Joseph le
ofreció el brazo y caminaron muy despacio pero aparentando dirigirse a algún
sitio en concreto.
—Además,
les preocupa haber hecho algo de lo que se avergüenzan —prosiguió Connie—. El
pobre Eardslie está furioso consigo mismo, y Morel lo está con Foubister, quien
debió de decir algo espantoso, pues está tan avergonzado que es incapaz de
mirar a nadie a la cara, sobre todo a Mary Allard. —Echó un vistazo a Joseph—.
Y me parece que Foubister teme que Morel tenga algo que ver con ello, o como mínimo
que quepa sospecharlo. Rattray está igualmente asustado, pero diría que por sí
mismo, y Perth no lo deja en paz. El pobre chico cada día está más desesperado.
Incluso yo he comenzado a pensar que ha de saber algo, aunque no tengo ni idea
de si viene al caso.
Pasaron de
la momentánea sombra del pasadizo al patio siguiente.
—¿Cómo
sigue Elwyn? —preguntó Joseph. Todos ellos le preocupaban, pero Elwyn en
especial. El pobre muchacho estaba soportando mucha presión.
—Oh, Dios
mío —musitó Connie con la voz cargada de emoción—. Es lo único por lo que
realmente me desagrada Mary. Yo no he tenido hijos.
¿Había pena
en su voz, apagada con los años, o sencillamente una leve añoranza? No se
volvió para mirarla, pues habría constituido una intromisión imperdonable, pero
pensó en su aventura amorosa con Beecher desde otra perspectiva. Tal vez había
más a comprender de lo que había supuesto.
—No puedo
ponerme en su lugar —continuó Connie, mirando primero la hierba soleada y luego
el tejado almenado recortado contra el cielo azul—, pero Elwyn también es hijo
suyo, y ella se regodea en su propia aflicción sin pensar ni un instante en él.
¡Gerald es un inútil! Anda alicaído y por lo general se limita a seguirle la
corriente a Mary. ¡Y mucho me temo que le está dando más de la cuenta al oporto
de Aidan! La mayor parte de las veces tiene la mirada vidriosa y no es sólo por
el pesar o el cansancio. ¡Aunque Mary acaba agotando a cualquiera!
Joseph
acomodó su paso al de Connie.
—El pobre
Elwyn está solo para intentar consolar a su madre
—dijo
Connie, meneando la cabeza—. Trata de protegerla de las verdades menos
agradables que están saliendo a relucir sobre Sebastian, quien para ella ha
cobrado dimensiones de santo. Cualquiera diría que ha sido el mártir de una
noble causa en vez de ser asesinado por una persona desesperada, con toda
probabilidad incapaz de soportar más provocaciones. —Se detuvo y miró a Joseph
con expresión de desconsuelo—. Esto no puede durar mucho. ¡Es imposible!
Joseph se
sobresaltó.
—¡Tarde o
temprano entrará en razón, no tiene alternativa!
—dijo
Connie en voz tan baja que él tuvo que inclinarse para oírla—. ¿Qué podemos
hacer por ella? —Sus ojos buscaron los de Joseph—. ¿Por cualquiera de ellos?
Mary ha construido todo su mundo en torno a Sebastian, ¡y no es real! —De
pronto pareció sorprendida de sí misma—. A veces siento una profunda compasión
por él. ¿Cómo iba a estar ala altura de las expectativas de su madre? ¿Cree que
esa presión, sumada al hecho de saber cómo era él en realidad, lo condujo a
hacer algunas de esas cosas que según parece hizo? ¿Es eso posible?
—No lo sé
—contestó Joseph con sinceridad. Caminaban muy despacio—. Tal vez. Era un joven
de gran talento, pero tenía defectos como cualquiera de nosotros. Quizás ahora
nos parezcan más graves porque desconocíamos su existencia.
—¿Fue culpa
nuestra? —preguntó Connie en tono grave—. Yo pensaba que era... brillante...,
que poseía una inteligencia extraordinaria, y su carácter me parecía tan
hermoso como su cara.
—Y sus
sueños —apostilló Joseph. Su voz sonó ronca por un instante, dado que la pena
se apoderó de él no sólo por la pérdida de Sebastian, sino de una especie de
inocencia íntima que ya no le valdría como consuelo—. Y sí, fue culpa mía, no
cabe duda —agregó—. Lo veía tal como deseaba que fuera y lo amaba por eso. Si
hubiese sido menos egoísta, lo habría amado tal como era. —Evitó la mirada de
Connie—. Tal vez podamos destruir a las personas negándonos a ver su realidad,
ofreciendo amor sólo bajo nuestras condiciones, las cuales consisten en que sean
lo que necesitamos que sean por nuestro interés, no por el suyo.
Era la
verdad, y ésta arrancaba de su fuero interno la última impostura, dejándolo en
carne viva.
Connie
esbozó una sonrisa y dijo con suma ternura:
—No es
cierto que hiciese eso, Joseph. Usted era su profesor y supo ver y alentar lo
mejor que había en él. Pero también es un idealista. Me atrevería a afirmar que
ninguno de nosotros es tan bueno como usted piensa.
Una vez más
el amor de Connie por Beecher acudió a la mente de Joseph, así como la
desagradable idea de que Sebastian se había enterado, valiéndose de esa ventaja
para manipular a Beecher obligándolo a hacer cosas dolorosamente contrarias a
su forma de ser.
—No
—convino en voz baja. Habían llegado a la sombra del siguiente pasadizo abovedado
y se alegró—. Ojalá pudiera ayudarla con Mary Allard, pero me temo que es
demasiado frágil para aceptar la verdad sin derrumbarse. Es una mujer dura y
quebradiza que se ha construido un caparazón que la realidad no puede penetrar
fácilmente. Pero estaré aquí, y si puedo servirle de algo, le ruego que no dude
en recurrir a mí siempre que quiera.
—Gracias,
le advierto que lo haré —contestó Connie—. No acierto a ver el final de todo
esto y admito que estoy asustada. Cuando veo a Elwyn me pregunto cuánto tiempo
aguantará. Ella ni siquiera parece percatarse de su presencia, y, desde luego,
¡no hace nada por consolarlo! Lo reconozco, a Veces me enfado tanto a causa de
ello que le daría una bofetada. —Un leve rubor dio viveza y un encanto especial
a su rostro. Joseph percibió su perfume, una fragancia floral a un tiempo
delicada e intensa como el color de su pelo—. Lo siento —agregó Connie entre
dientes—. Es muy poco cristiano por mi parte, pero no puedo evitarlo.
Joseph
sonrió pese a no ser ésa su intención.
—A veces
pienso que imaginamos a Cristo mucho menos humano de lo que fue —dijo con
convicción—. Estoy seguro que Él nos daría una bofetada en muchas ocasiones...,
como cuando nos dejamos llevar por la pena e intentamos arrastrar con nosotros
a los demás.
Connie
volvió a darle las gracias con una súbita sonrisa y salió al patio soleado
camino de la casa del director.
Joseph notó
que la tensión iba en aumento a lo largo de la tarde. Vio a Rattray acarreando
un montón de libros. Caminaba deprisa y como abstraído. Tropezó con un adoquín
desnivelado de la parte norte del patio y los libros cayeron al suelo. Soltó
una palabrota con furia desmesurada. En lugar de ayudarlo, otro estudiante se
rió de él y un tercero lo regañó con sarcasmo.
Tuvo que
ser Joseph quien le echara una mano.
Un profesor
interino hizo una serie de comentarios mordaces a los que respondió con calma,
y la irritación le llevó a desairar sin querer a Gorley-Brown.
El
resentimiento finalmente estalló hacia las cuatro y, por desgracia, lo hizo en
un pasillo cercano a la puerta de un aula. Comenzaron Foubister y Morel. El
primero se había detenido para comentar con Joseph una traducción reciente de
la que no había quedado satisfecho.
—Creo que
podría haberla hecho mejor —se lamentó.
—La
metáfora era un poco forzada —convino Joseph.
—Sebastian.
dijo que pensaba que aludía a un río, no al mar —apuntó Foubister.
Morel pasó
por allí y de pronto reparó en lo que acababa de oír. Se detuvo en seco y se
volvió, como para ver qué iba a decir Joseph.
—¿Quieres
algo? —preguntó Foubister en tono áspero. Morel sonrió, aunque lo que hizo fue
más bien enseñar los dientes.
—Das la
impresión de no haber visto la traducción que hizo Sebastian de ese pasaje —
replicó—. ¡Es lo que pasa cuando sólo pescas fragmentos! ¡Cuesta hacerlos
encajar!
Foubister
se puso rojo de furia.
—¡Es obvio
que tú la viste entera! —contraatacó.
Entonces
fue Morel quien cambió de color, poniéndose rojo como un tomate.
—¡Admiraba
su trabajo! ¡Nunca fingí lo contrario! —exclamó, cada vez más airado—. Aun así
sabía que era un cerdo manipulador cuando quería, y no voy a hacerme el
hipócrita porque haya muerto, diciendo a diestro y siniestro que era un santo.
¡Por el amor de Dios, alguien lo asesinó!
Un trueno
retumbó y de repente cayó un chaparrón con estruendo. Nadie había oído los
pasos de Elwyn, y cuando de pronto lo vieron a un par de metros de ellos
callaron avergonzados. Estaba doblegado de cansancio y sus ojeras eran tan
oscuras que más parecían moratones.
—¿Estás
diciendo que eso significa que lo tenía merecido, Morel? —preguntó con un nudo
en la garganta.
Foubister
miró a Morel con curiosidad.
Joseph fue
a intervenir, pero se dio cuenta de que no haría más que empeorar las cosas.
Morel tendría que contestar por sí mismo, eso si conseguía hacerse oír por
encima del estrépito de la lluvia contra las ventanas y del agua que salía a
chorros de los canalones.
Morel
suspiró profundamente.
—¡No, claro
que no! —gritó por encima del rugido de los elementos—, pero quien lo hizo sin
duda creía tener un motivo. Sería mucho más cómodo pensar que fue un loco que
irrumpió desde el exterior, pero sabemos que no fue así. Lo hizo uno de
nosotros, alguien que lo conocía desde hacía por lo menos un año. ¡Admítelo!
Alguien lo odiaba tanto como para coger un arma y pegarle un tiro.
—Envidia
—dijo Elwyn con voz ronca.
Beecher
abrió la puerta del aula con expresión de ira.
—¡Silencio,
por Dios! —gritó—. ¡Ya habéis hablado de sobra! —No se percató de la presencia
de Joseph—. ¡Volved al trabajo! ¡Largo!
—¡Tonterías!
—explotó Morel, haciendo caso omiso de Beecher—. Era un cabrón encantador,
brillante, conspirador y arrogante que disfrutaba con su poder sobre los demás
y que por una vez se pasó de la raya. —Tendió el brazo y por poco propina un
golpe a Foubister—. Tú le hacías de recadero. Le robó la novia a Rattray sólo
para demostrar que podía hacerlo. —Echó una mirada a Beecher—. ¡Era el único de
nosotros que se salía con la suya con según qué clase de cosas! —Su voz era
casi un alarido por encima de la lluvia.
—¡Cállate
Morel, estás borracho! —gritó Beecher—. Ve a meter la cabeza debajo del grifo
de agua fría antes que acabes haciendo el ridículo. ¡O sal y que te moje la
lluvia!
Señaló
bruscamente hacia la ventana por cuyos cristales corría el agua.
—¡No estoy
borracho! —dijo Morel con amargura—. ¡Todos vosotros lo estáis! ¡No tenéis ni
idea de lo que está pasando! —Señaló a ninguna parte en concreto—. ¡Perth sí!
Ese pobre desgraciado no se deja engañar. Se muere de ganas de arrestar a uno
de nosotros. ¿No os habéis fijado en su expresión de regocijo? ¡Está que se
relame!
—¡Así al
menos todo habrá terminado! —chilló Foubister como si fuese una acusación.
—¡Ni mucho
menos, estúpido! —replicó Morel a voz en cuello—. ¡Esto no acabará nunca!
¿Piensas que volveremos a ser como éramos sin más? ¡Eres un perfecto idiota!
Foubister
se abalanzó sobre Morel, pero Beecher se interpuso a tiempo entre ambos,
tambaleándose hacia atrás hasta estamparse contra la pared con Foubister entre
los brazos.
Fuera la
lluvia seguía rugiendo y siseando en los tejados y rebotando contra el suelo.
Beecher se
enderezó y apartó a Foubister de un empujón. Foubister se volvió para encararse
con Morel, Joseph y Elwyn.
—¡Claro que
no volverá a ser lo mismo! —dijo con la voz ahogada por un sollozo—. ¡Para empezar
uno de nosotros morirá ahorcado!
Elwyn quedó
aturdido, como si también le hubiesen asestado un golpe. Morel estaba rojo de
rabia.
—Mejor eso
que ir a la guerra, que es donde acabaremos los demás —contraatacó—. Siempre
tuvo miedo de eso, ¿verdad? ¡Nuestro gran Sebastian! ¿Quién...?
Elwyn le
arreó un puñetazo con todas sus fuerzas. Morel se golpeó la cabeza y los
hombros contra la pared y acabó en el suelo.
—¡No era un
cobarde! —jadeó Elwyn, con el rostro bañado en lágrimas—. ¡Como vuelvas a decir
eso, te mato!
Hizo ademán
de propinarle otro puñetazo, pero Foubister se anticipó echándose a un lado.
Beecher se
quedó mirando a Elwyn sin dar crédito.
Elwyn
volvió a intentarlo y Joseph lo cogió por los brazos, empleando toda su fuerza
para sujetarlo y sorprendiéndose al constatar que podía hacerlo.
—Eso ha
sido una estupidez —dijo fríamente—, Creo que más vale que vayas a serenarte.
Si no te vemos hasta mañana, tanto mejor.
Elwyn se
relajó y Joseph lo soltó.
Beecher
ayudó a Foubister a levantarse.
Elwyn lanzó
una mirada hosca a Joseph y se marchó.
Foubister
se sacudió la ropa e hizo una mueca. Luego murmuró algo mientras se palpaba con
cuidado la mandíbula embadurnándose la cara de sangre.
—Quizás
esto te enseñe a mantener la boca cerrada cuando toca —lo amonestó Joseph con
indiferencia.
Foubister
no dijo nada y se fue cojeando.
—¿Cobarde?...
Beecher le
dio vueltas a aquella palabra como si hubiese descubierto un nuevo y profundo
significado en ella.
—Todos
tienen miedo —respondió Joseph—, salvo los que son tan arrogantes que no ven
venir el peligro. Es una palabra fácil de lanzar y está garantizado que hará
bastante daño a cualquiera.
—Sí... sí,
así es —convino Beecher—. Y no sé qué diablos vamos a hacer al respecto. ¿No
hay nada que merezca la pena salvar de la quema? ¡Sabe Dios! —Se apartó el pelo
de la frente, dedicó una inopinada, brillante y amable sonrisa a Joseph y se
fue por donde había llegado.
La lluvia
cesó tan súbitamente como había comenzado. Los adoquines mojados del patio
humeaban vapor y todo olía a limpio. Joseph continuó hacia sus habitaciones.
Le constaba
que debía enfrentarse al temor de que Sebastian hubiese hecho un chantaje moral
a Beecher. O bien demostraba que era cierto y tal vez arruinaba la vida de uno
de los mejores amigos que había tenido, o bien demostraba que era falso, o al
menos que era inocente de la muerte de Sebastian, y los liberaba a ambos del
miedo que ahora lo impregnaba todo. No tenía que eludirlo por más tiempo.
Cruzó el
patio y se adentró en la penumbra de su escalera. La conclusión de que Beecher
y Connie Thyer estaban enamorados había devenido inevitable, pero, sin ninguna
prueba, ¿cómo había podido Sebastian hacer chantaje a Beecher? ¿Se trataba de
un engaño, otro de los muchos surgidos del miedo? Había llegado el momento de
averiguarlo.
Se detuvo y
volvió a salir lentamente para dirigirse a la escalera que conducía a la
habitación de Sebastian. La puerta estaba cerrada con llave, pero encontró a la
asistenta y gracias a ella pudo entrar.
—¿Está
seguro, profesor Reavley? —preguntó ella con el rostro transido de pena y
angustia—. Ahí dentro no hay nada digno de ser visto.
—Por favor,
abra señorita Nunn —insistió Joseph—. No pasará nada. Hay algo que necesito
encontrar y quizás esté aquí dentro.
La señorita
Nunn obedeció sin dejar de apretar los labios con expresión dubitativa.
Joseph
entró despacio y cerró la puerta a sus espaldas. En la habitación reinaba el
silencio. Inspiró profundamente. Olía a cerrado. Las ventanas llevaban tres
semanas sin abrir y el calor se había acumulado, inmóvil y sofocante. Sin
embargo, no olía a sangre tal como había esperado.
Desvió la
mirada hacia la pared. Tenía que hacerlo, pues se veía incapaz de pensar hasta
que lo hiciera. La tenía presente mirara donde mirase, incluso con los ojos
cerrados.
Allí estaba
la sangre, más pálida de lo que recordaba, más marrón que roja. Parecía vieja,
como si todo hubiese ocurrido años atrás. La butaca estaba vacía, los libros
seguían amontonados en la mesa y las estanterías.
Por
descontado, Perth los habría revisado, así como todo lo demás, incluidos los
papeles, las notas, hasta la ropa. Era lo que tenía que hacer para encontrar
algún indicio que señalara a quien le había matado. Obviamente, no había
hallado nada.
Aun así,
examinó las notas, pasó las hojas de los libros uno por uno en busca de algún
papel suelto, escondido. ¿Qué esperaba encontrar? ¿Una carta? ¿Entradas para un
espectáculo?
Cuando
halló la fotografía apenas le echó un vistazo. Lo único que le llamó la
atención fue que aparecían Connie Thyer y Beecher sonriendo a la cámara. Había
unos árboles cerca de ellos, enormes, de tronco liso, otoñales. Detrás se veía
un sendero que serpenteaba hasta un río y continuaba en la otra orilla. Podría
ser cualquier parte. A menos de cinco kilómetros de allí había un lugar
parecido.
La descartó
y siguió buscando. Había otras fotografías, Connie con su marido, incluso una
de Connie y el propio Joseph, y varías de estudiantes acompañados de muchachas.
Le pareció que una de ellas era Abigail riendo al lado de Rattray.
Volvió a
mirar la fotografía de Connie y Beecher. Había en ella algo ¿pe le resultaba
familiar, aunque estaba seguro de no haberla visto antes. Tenía que ser el
lugar. Si se trataba de un sitio cercano lo reconocería, aunque no estaba
tomada en el mismo que las demás.
La sostuvo
en la mano mirándola fijamente, intentando recordar el panorama completo, la
orilla del río que quedaba oculta a la vista. El terraplén era muy pronunciado.
Recordó haber paseado por allí con Beecher. Comieron manzanas y se hicieron un
hartón de reír. Fue un día luminoso, el sol les calentaba los hombros, el
arroyo sonaba debajo de ellos. Unos guijarros se desprendieron y cayeron a la
charca. La sombra de los árboles era fresca. Había ajos silvestres. Iban colina
arriba, hacia el páramo abierto con sus inmensos cielos azotados por el viento:
¡Northumberland!
¿Qué hacía
Connie en Northumberland con Beecher? Casi antes de terminar de formular la
pregunta, la respuesta acudió a su mente. Recordó que Connie se había tomado
unas vacaciones a finales del verano anterior, poco después de que él llegara a
Cambridge. Había ido al norte a visitar a un pariente, una tía o algo por el
estilo. Y Beecher se había ido de excursión solo, pues Joseph aún estaba
llorando a Eleanor y rehusó plantearse siquiera hacer algo semejante.
Necesitaba mantenerse ocupado hasta que el agotamiento lo venciera. La mera
idea de aquel paisaje tan solitario y hermoso se le hacía insoportable.
Ahora bien,
¿dónde había encontrado aquella foto Sebastian? Había varias respuestas
posibles: una visita a las habitaciones de Beecher, una chaqueta dejada con
descuido encima de una silla haciendo que se deslizara del bolsillo, 6 incluso el bolso de Connie caído con
su contenido desparramado.
¿Era eso lo
que había puesto nervioso a Beecher hasta el punto de criticarlo tan
abiertamente como había hecho, al tiempo que toleraba en él un comportamiento
tan desafiante? Le entró miedo. Aquello constituía una prueba.
Se la metió
en el bolsillo y se dispuso a marcharse. La habitación resultaba agobiante de
pronto. El aire, cargado, obstruía la garganta. Se figuró que olía la sangre
seca de la pared y las rendijas del entarimado. ¿Conseguiría librarse realmente
de aquella sensación alguna vez?
Había
llegado el momento de enfrentarse a Beecher. Salió y cerró la puerta a sus
espaldas. Estaba tenso y cansado, y también asustado por el paso que iba a dar.
No corría
ni pizca de brisa y hacía calor bajo el sol perpendicular del final de la
tarde. Cruzó el patio hasta la puerta del extremo opuesto y subió a las
habitaciones de Beecher. Le horrorizaba tener que ser tan directo para abordar
lo que era un asunto privado, aunque, a decir verdad, ya no quedaba nada
realmente privado.
Al llegar
al rellano le sorprendió ver la puerta de Beecher entornada. Aquello era de lo
más inusual, pues suponía una invitación para que cualquiera lo interrumpiese
en lo que estuviera haciendo, y nada podía ser menos acorde con su carácter.
—¿Beecher?
—llamó, empujando un poco la puerta—. ¿Beecher?
No obtuvo
respuesta. ¿Habría salido para ir a ver a alguien con intención de regresar
enseguida y sencillamente había dejado la puerta entornada?
No le
gustaba entrar sin que lo invitaran a ello. Bastante dolorosa iba a ser ya su
intromisión cuando fuese inevitable. Llamó otra vez con el mismo resultado.
Aguardó, esperando oír los pasos de Beecher en cualquier momento, pero el único
sonido que percibió fue el de unas voces distantes.
Por fin oyó
el ruido de unos pasos ligeros y presurosos. Giró en redondo, pero se trataba
de Rattray, que bajaba del piso de arriba.
—¿Has visto
al profesor Beecher? —preguntó Joseph.
—No, señor.
Pensaba que estaba en sus habitaciones. ¿Seguro que no está dentro?
—¡Beecher!
—llamó Joseph de nuevo, esta vez levantando la voz considerablemente.
De nuevo el
silencio. Y resultaba bastante raro que Beecher hubiese salido dejando la
puerta abierta. La empujó y entró. En el estudio no había nadie y la puerta del
dormitorio también estaba entornada. Joseph fue hasta ella y llamó con los
nudillos. Se abrió sin más. Entonces vio a Beecher. Estaba recostado en la
butaca del dormitorio con la cabeza apoyada contra la pared de detrás.
Presentaba exactamente el mismo aspecto que Sebastian: el agujero pequeño en la
sien derecha, la herida abierta en el otro lado de la cabeza, la sangre
empapando la pared. Sólo que esta vez el revólver estaba en el suelo como si
hubiese caído de la mano muerta.
Joseph
quedó paralizado de horror. Sintió una especie de sacudida y por un instante
pensó que iba a vomitar. La habitación oscilaba y un rugido le llenaba los
oídos.
Inspiró
profundamente y notó el sabor de la bilis en la garganta. Fue retrocediendo
poco a poco, cruzando el estudio hasta reunirse con Rattray, que seguía
aguardando en el rellano. Rattray vio la expresión de su rostro y preguntó con
voz ronca.
—¿Qué
ocurre?
—El
profesor Beecher ha muerto —repuso Joseph con voz ahogada—. Ve a buscar a
Perth..., o a quien sea...
—Sí, señor
—dijo Rattray, aunque tardó varios segundos en reaccionar.
Joseph
cerró la puerta de las habitaciones de Beecher y se quedó un momento inmóvil,
respirando con dificultad. Entonces le fallaron las piernas y se desplomó
contra el suelo, apoyando la espalda en el dintel de la puerta. El cuerpo
entero le temblaba descontroladamente y tenía la cara hecha un mar de lágrimas.
Aquello era demasiado, no podía soportarlo.
Por fin
Rattray se marchó dando un par de traspiés. Joseph lo oyó bajar la escalera y
luego el silencio, un terrible silencio.
Pareció
transcurrir una eternidad de confusión, horror e hiriente sufrimiento hasta que
Perth llegó con Mitchell y, siguiéndolos de cerca, Aidan Thyer. Entraron los
tres pasando junto a Joseph, y al cabo de un instante Thyer salió con la tez
cenicienta.
—Lo
lamento, Reavley —dijo con delicadeza—. Esto habrá sido un tremendo golpe para
usted. ¿Lo adivinó?
—¿Qué?
—Joseph levantó lentamente la vista hacia él, temiendo lo que iba a decirle. La
cabeza le dalia vueltas; los pensamientos se le escabullían sin coherencia
alguna, aunque tenía plena conciencia de la tragedia.
Thyer le
tendió la mano.
—Vamos.
Necesita un buen trago de coñac. Volvamos ami casa...
¡Dios!
Joseph se quedó consternado, pues una idea se destacó entre las otras: ¡Connie!
¡Habría que comunicarle la defunción de Beecher! ¿Quién debía decírselo? Lo
hiciera quien lo hiciese le resultaría insoportable, pero ¿qué sería menos
terrible? ¿Su marido..., a solas? ¿Sería capaz de disimular sus sentimientos
hacia Beecher? ¿Cabía concebir que Thyer estuviera enterado?
¿Acaso
Beecher se había quitado la vida consciente de que la verdad saldría a relucir
y que lo culparían del asesinato de Sebastian? Joseph se negaba a pensar
siquiera que en efecto lo había hecho, pero tal posibilidad flotaba en los
oscuros confines de su mente. ¿O era Aidan Thyer, plantado allí delante con el semblante
serio y el cabello cano, tendiéndole la mano para ayudarlo a ponerse de pie,
quien había hecho que pareciera un suicidio?
La
respuesta era ineludible. Sí, tenía que ir a ver a Connie, tanto si era él
mismo o Thyer quien se lo dijera. Habría que ayudarla. Si no iba y se producía
una nueva tragedia, él sería el culpable.
Agarró la
mano de Thyer, dejó que tirara de él para levantarlo y aceptó su brazo para
apoyarse hasta recobrar el equilibrio.
—Gracias
—dijo con voz ronca—. Sí, creo que un buen trago de coñac me sentará muy bien.
Thyer
asintió con la cabeza y bajó delante la escalera. Luego cruzaron el patio y el
pasadizo abovedado en dirección a la casa del director. Las ideas se agolpaban
en la cabeza de Joseph mientras caminaba al lado de él un tanto mareado,
aproximándose a cada paso al momento que pondría fin a la felicidad de Connie.
¿Creería que Beecher había matado a Sebastian? ¿Sabía incluso lo del chantaje?
¿Beecher lo había contado o lo había aguantado a solas? ¿Acaso la fotografía le
pertenecía a él?
Más aún,
¿pensaría que lo había hecho Aidan Thyer? De ser así, quizá sintiera pavor ante
su mera presencia. Pero Joseph no podía quedarse allí eternamente para
protegerla. ¿Qué podía decir o hacer de modo que ella estuviera a salvo cuando
él se marchara? ¡Se trataba de su responsabilidad, porque era el único que lo
sabía!
Nada. No
había nada que nadie pudiera hacer para ahorrarle el enfrentamiento final con
el marido al que había traicionado, cuanto menos con el corazón.
Llegaron a
la puerta. Thyer la abrió y la sostuvo, observando atentamente a Joseph por si
se tambaleaba y tropezaba. ¿Tan espantoso aspecto presentaba? Seguro. Desde
luego, se sentía fatal. Se movía dentro de una pesadilla, como si el cuerpo no
le perteneciera.
La espera
hasta que Connie llegó pareció interminable. Al principio ella no se dio cuenta
de que ocurría algo grave. Hizo un comentario a propósito de tomar el té y
entonces, tras reparar en la mirada de Thyer, se volvió hacia Joseph.
Thyer
estaba a punto de hablar. Joseph tenía que actuar sin tardanza. Dio un par de
pasos hacia delante y dijo:
—Connie, me
temo que ha sucedido algo espantoso. Creo que sería mejor que se sentara...,
por favor...
Connie
titubeó por un instante.
—Por favor
—insistió Joseph.
Lentamente,
ella obedeció.
—¿Qué
ocurre? —preguntó.
—Harry
Beecher se ha suicidado —repuso Joseph en voz baja. No había modo de quitar
contundencia a la noticia. Lo único que le quedaba era intentar salvarla de una
reacción reveladora.
Se produjo
un breve y terrible silencio y acto seguido Connie palideció. Miró fijamente a
Joseph.
Joseph se
interpuso entre ella y su marido, tomando sus manos en las suyas como si así le
confiriese entereza, salvando con el contacto físico el abismo de la soledad.
Lo que en realidad quería era ocultarla a los ojos de Thyer.
—Lo lamento
—prosiguió Joseph—. Me consta que lo apreciaba tanto como yo y que esto supone
un golpe espantoso después de todo lo que ha sucedido. Ha sido muy rápido, un
único disparo. Aunque nadie conoce todavía el motivo. Me temo que no nos
libraremos de un sinfín de especulaciones. Tenemos que prepararnos.
Connie
inspiró ahogando un grito, con la mirada perdida. ¿Comprendía que él estaba
enterado de su relación, que estaba diciéndole todo aquello para brindarle la
poca protección que podía ofrecerle?
Thyer se
acercó por detrás con dos copas de coñac. Joseph se enderezó para permitir que
le diera una a Connie. ¿Sabía algo Thyer? Mirarlo a la cara, que había perdido
el color, no le sirvió de nada. Podía muy bien tratarse tan sólo de horror ante
la nueva tragedia acaecida en su colegio.
Joseph
aceptó el coñac y se lo bebió, atragantándose por estar poco acostumbrado al
fuego del alcohol en la garganta. Luego se dejó invadir por el bienestar
artificial que proporcionaba y se sintió mejor. Recobró el aplomo y buena parte
de sus fuerzas, aunque sabía que sólo era un remedio provisional y que nada iba
a cambiar.
—Todavía no
sabemos lo que ha sucedido —dijo Thyer dirigiéndose a Connie—. El revólver
estaba en el suelo, a su lado. Da la impresión de ser el final de todo esto.
Connie lo
miró y fue a decir algo, pero las palabras murieron en su garganta. Meneó la
cabeza, gimoteando por un dolor que siempre se vería obligada a ocultar. Nadie
lo entendería, nadie le daría el pésame ni tomaría en cuenta su aflicción.
Tendría que sobrellevarla sola, incluso fingir que no existía.
Sin
embargo, había algo que Joseph podía hacer por ella: compartir la pérdida de un
amigo, recordar todas las cosas buenas acerca de él y dejar que ella tomara
prestado su pesar. Sin pasar el apuro de decirlo ni exigir ninguna confesión o
reconocimiento por parte de ella, podía darle a entender que estaba al
corriente y la comprendía.
Se quedó un
rato más e intercambiaron comentarios anodinos. Thyer les sirvió otro coñac y
esta vez también él tomó uno. Al cabo de una media hora Joseph se marchó,
aturdido por la pesadumbre, de vuelta a sus habitaciones, donde pasaría una de
las peores noches de su vida. Por fin cayó dormido poco antes de la una y se
sumió en una pesadilla que lo atormentó hasta las cinco de la madrugada, hora
en que despertó con un tremendo dolor de cabeza. Se levantó, preparó té y tomó
dos aspirinas. Se sentó en la butaca y se puso a leer el Infierno de Dante. El
viaje por el averno resultaba vagamente reconfortante; tal vez fuese por la
fuerza de la visión de Dante, por la música de las palabras y por saber que
incluso en el peor dolor del corazón no estaba solo.
Finalmente,
a las ocho salió. Era un día como todos los de aquel verano: sereno y sin
viento, con una leve calima que cubría el pueblo, pero dentro de St. John's
parecía que la presión se hubiese liberado de súbito.
Joseph se
encontró con Perth en el patio.
—¡Ah!
Buenos días, profesor Reavley —lo saludó Perth alegremente. Las ojeras seguían
confiriéndole un aire cansado, pero iba bien derecho y caminaba con el paso más
ligero—. Qué lástima lo del profesor Beecher. Sé que era amigo suyo, aunque
quizá sea mejor así. Un final limpio. Sin juicio. También será mejor para la
familia del pobre señor Allard. Ahora el público no tiene por qué enterarse de
los detalles sórdidos.
Aquellas
palabras, envueltas en la incuestionable convicción de Perth, cristalizaron la
ira que bullía dentro de Joseph. Lo único que sabía Perth era que Beecher
estaba muerto y que el arma homicida había aparecido a su lado y, no obstante,
se contentaba o, más exactamente, se alegraba de dar por sentado que había
matado a Sebastian y luego se había suicidado. A Joseph le hirvió la sangre de
rabia al constatar que Perth estaba dispuesto a dar por cierto aquel supuesto
sin investigar más. ¿Qué pasaba con los demás? Hacía años que conocían a
Beecher. ¿Acaso todo aquello se esfumaba de repente? Ardía en deseos de gritar
a Perth que se detuviera a pensar, sopesar y evaluar. ¡Lo ocurrido no encajaba
para nada con el hombre que él había conocido! ¿Cómo se atrevía Perth a estar
tan seguro?
Sin
embargo, el propio Joseph no se había percatado de la aventura con Connie Thyer
aun cuando la tenía delante de las narices, como tampoco había sabido advertir
que Sebastian estaba enterado y aprovechaba el hecho para llevar a cabo un
sutil chantaje. ¿Hasta qué punto conocía él a nadie?
Además,
todo parecía asquerosamente razonable. Las palabras murieron en sus labios. En
realidad sólo se había enfadado porque Perth estaba aliviado. Todos respirarían
mejor. La suspicacia había tocado a su fin. Ahora estarían en condiciones de
comenzar a reconstruir las viejas amistades que habían constituido la trama y
urdimbre de sus vidas.
—¿Tan
seguro está? —preguntó Joseph forzando la voz. Perth ladeó la cabeza.
—Tiene
sentido, reverendo —repuso—. Es lo único que lo tiene, si uno lo piensa bien.
Joseph no
dijo nada. Le pareció que el patio daba vueltas a su alrededor y se le nubló la
vista.
—Me parece
que es el mismo revólver —prosiguió Perth—. Apuesto a que las pruebas de
balística lo confirmarán. Al señor Allard lo mataron con un Webley. No sé si se
lo había dicho.
Joseph miró
al vacío procurando no recordarlo. ¿Qué le había sucedido a Beecher, el erudito
de humor incisivo que había conocido, el buen amigo, para llegar al extremo de
matar a Sebastian con tal de proteger su reputación? ¿O se trataba de la de
Connie? Thyer podría haberlo pasado por alto si nadie lo sabía. Tales cosas se
daban con bastante frecuencia. Pero si se hacía público ya era harina de otro
costal. Ningún hombre podía ignorar algo semejante. Beecher habría perdido su
puesto pero podría haber encontrado otro, aunque no fuese en una universidad
tan prestigiosa como Cambridge, ¡o ni siquiera en Inglaterra! Cualquier cosa
hubiese sido mejor que un asesinato. ¿O no?
¿O lo había
hecho para proteger a Connie? Tal vez Thyer se hubiera divorciado de ella.
¡Pero hasta aquello habría sido más llevadero!
Por otra
parte, ¿tan bajo había caído realmente Sebastian para contarlo a la gente?
Haciéndolo habría arruinado la vida de Connie y la de Beecher, convirtiendo a
Thyer en el blanco de la compasión. Pero también habría roto para siempre su
imagen de joven promesa. Sin duda no habría corrido ese riesgo con tal de ejercer
un poder tan mezquino.
—Lo
lamento, reverendo —volvió a decir Penh—. Es algo muy triste y cuesta creer
algo así de un amigo. Ése es el problema de las vocaciones como la suya.
Ustedes siempre ven lo mejor de la gente y se quedan de una pieza cuando descubren
el otro lado. En cambio, para mí, me temo que no constituye ninguna sorpresa.
—Se sorbió la nariz—. Aunque eso no quita que siga siendo una lástima.
—Sí...
—dijo Joseph, ordenando sus ideas—. Sí, por supuesto que sí. Buenos días,
inspector. — Sin aguardar respuesta se encaminó hacia el refectorio. No tenía
nada de hambre y, desde luego, no le apetecía tener compañía, pero era como
sumergirse en agua fría: cuanto más deprisa, mejor.
En el
refectorio se respiraba el mismo ambiente de histérico alivio. Los comensales
se ponían a hablar y de pronto se interrumpían y tras una breve pausa se
echaban a reír con timidez. No estaban seguros de que fuese decente demostrar
su alegría por verse libres de toda sospecha, pero ya no temían mirarse ala
cara porque las palabras habían dejado de encerrar significados ocultos.
Hablaban del futuro, incluso contaban chistes.
A Joseph
aquello le pareció intolerable. Tras engullir dos tostadas y una taza de té, se
despidió y se marchó. Se estaban comportando como si Beecher no hubiese sido
uno de ellos, como si no acabaran de perder a un amigo de la manera más
espantosa que cupiera imaginar. En cuanto la verdadera amistad se ponía a
prueba ahuecaban el ala.
Se trataba
de una opinión injusta, pero no se la quitaría de la cabeza por más
razonamientos sensatos que usara. La herida era demasiado grande.
No sabía si
volver a la casa del director o no. Detestaba importunar a Connie en un momento
que tendría que soportar porque no había alternativa posible. Uno no se moría
de sufrimiento. Lo había descubierto con ocasión de la muerte de Eleanor.
Sin
embargo, aunque no fuese a ver a Connie expresamente, debería hablar con Mary
ahora que, tras la muerte de Beecher, todo el mundo daba el caso por resuelto.
Ella y Gerald estarían preparándose para regresar a su casa, y si no se daba
prisa quizá no llegase a verlos, dando así una impresión de indiferencia.
La primera
doncella lo hizo pasar a la sala de estar y al cabo de unos segundos Connie se
reunió con él. Quizás en su fuero interno había dudado si vestirse de negro o
no, pero incluso si había considerado que tal vez resultara demasiado revelador
de sus sentimientos, había descartado tal precaución. Llevaba un elegante
vestido de seda con faja ancha y túnica plisada, negro de la cabeza a los pies,
y zapatos del mismo color. Su rostro era blanco como la tiza.
—Buenos
días, Joseph —dijo en voz baja—. Me figuro que ha venido a ver a la señora
Allard. Ya tiene la venganza que quería y por fin puede marcharse. —Sus ojos
expresaban la ira y el dolor que no osaba manifestar en alto. En un susurro,
añadió—. Le agradezco que viniera ayer por la tarde. Yo..., yo...
—No tiene
por qué darme las gracias —la interrumpió Joseph—. Apreciaba mucho a Beecher.
Fue mí mejor amigo desde que puse un pie aquí.
Vio que a
ella se le llenaban los ojos de lágrimas y le fue casi imposible continuar. El
peso que le atenazaba el pecho apenas le permitía respirar.
Justo
entonces entró Mary Allard por la puerta.
—Vaya,
buenos días profesor Reavley. —Seguía mostrándose orgullosa y airada, y llevaba
luto riguroso. El negro favorecía a su tez aceitunada, pero no así a su cuerpo
descarnado—. Es muy amable de su parte que haya venido a despedirnos —dijo,
dulcificando una pizca la voz.
A Joseph no
se le ocurría qué decir. Mary no cedía ni un ápice ni manifestaba el mínimo
afecto.
—Confío en
que la resolución del asunto le aporte un poco de paz —dijo, y al instante
deseó no haberlo hecho. Aquello era como desear que la muerte de Beecher le
diera paz, y se sintió como un traidor.
—Pues
confía mal —espetó Mary—. ¡Y jamás hubiese esperado que usted, precisamente,
sugiriera semejante cosa!
Connie
inspiró bruscamente.
Joseph
comprendió con amargura que si él sufría por la pérdida de Beecher, Connie
tenía que estar desgarrada.
Mary lo
miraba a la defensiva. Habló con voz temblorosa.
—Usted ha
estado dispuesto a permitir que se dijera que mi hijo hacía chantaje a ese
pobre desdichado por un pecado u otro (Dios sabe cuál, a mino me lo quieren
decir) y que asesinó a Sebastian para mantenerlo callado. —La perplejidad y el
dolor la hacían temblar como una hoja—. ¡Esa insinuación es monstruosa! Hiciera
lo que hiciese ese hombre, o fuera lo que fuese lo que Sebastian sabía, mi hijo
no lo habría presionado salvo para intentar convencerlo de que actuara de
manera honorable. —Tragó saliva—. Obviamente, no lo consiguió, y ese miserable
asesinó a Sebastian para protegerse. Y ahora resulta que este sitio maldito no
sólo le ha quitado la vida ami hijo, sino que también le gustaría privarlo de
su memoria. ¡Usted no merece ni siquiera mi desprecio! Si no vuelvo a verlo,
profesor Reavley, estaré encantada.
Las
palabras de Mary eran a un tiempo arbitrarias e injustas. Joseph estaba lo
bastante furioso para contraatacar, aunque no le resultó fácil hacerlo.
—La gente
dirá lo que quiera, señora Allard —dijo fríamente, con la boca seca—, o lo que
crea que es cierto. No está en mi mano impedirlo, como tampoco puedo evitar que
usted diga lo que se le antoje acerca del profesor Beecher, quien también era
mi amigo.
—Pues tiene
muy mala suerte al elegir a sus amistades, profesor Reavley —replicó Mary—. Su
inocencia lo induce a pensar demasiado bien de muchas personas y no lo bastante
de otras. En mi opinión le vendría muy bien reflexionar en profundidad sobre su
capacidad de juicio. —Adelantó un poco más el mentón—. Ha sido muy gentil de su
parte venir a despedirnos. Sin duda ha considerado que era su deber. Le ruego
que lo dé por cumplido y que no se sienta obligado a visitarnos en el futuro.
Buenos días.
—Gracias
—contestó Joseph con un sarcasmo nada frecuente en él—. Eso me tranquiliza
sobremanera.
Mary giró
en redondo y lo fulminó con la mirada.
—¿Cómo
dice?
—Que no me
sentiré obligado a visitarla —respondió Joseph—. Le quedo agradecido.
Mary abrió
la boca para replicar, pero, para su frustración, se le saltaron las lágrimas.
Se volvió y salió resueltamente de la sala entre el frufrú de las negras faldas
de seda, con la espalda muy tiesa.
Joseph se
sintió culpable, enfadado y profundamente abatido.
—No ponga
esa cara —susurró Connie—. Lo tenía bien merecido. Durante tres semanas se ha
comportado como si fuera la única persona de este mundo que ha llorado la
pérdida de un ser querido. ¡Me parte el corazón verla así, pero eso no
significa que la aprecie! —Inspiró profundamente y soltó el aire con un
sollozo—. Y ahora menos aún.
Joseph la
miró.
—Yo tampoco
—dijo con delicadeza, y ambos se quedaron de pie, sonriendo y pestañeando,
procurando no llorar.
Joseph pasó
el resto del día aturdido por el sufrimiento. La noche se le hizo espantosa, se
levantó tarde y la aflicción volvió a inundarlo como la marea entrante. No fue
a desayunar, pero se obligó a regresar al refectorio para el almuerzo. Había
supuesto que las conversaciones aún girarían en torno a la muerte de Beecher y
se sorprendió al constatar que todo el mundo hablaba de las noticias aparecidas
en la prensa la víspera y aquella misma mañana. Entre una cosa y otra no se
había enterado de hada.
—¿Tropas?
—inquirió, volviéndose de un colega a otro—¿Dónde?
—En Rusia
—respondió Moulton a su izquierda—. Más de un millón de hombres. El zar los
movilizó ayer.
—¡Por el
amor de Dios! ¿Por qué? —Joseph estaba atónito—. ¡Un millón de hombres!
Era algo
tremendo y absurdo.
Moulton lo
miró con expresión adusta.
—Porque
hace dos días Austria-Hungría declaró la guerra a Serbia —contestó—. Y ayer
bombardearon Belgrado.
—Bombardearon...
—Joseph sintió frío de repente, como si alguien hubiese abierto una puerta a
una noche gélida. Tragó saliva—. ¿Bombardearon Belgrado?
—Eso me
temo —dijo Moulton, tenso—. Supongo que con la muerte de Beecher nadie lo
mencionó. Es ridículo, me consta, pero la muerte de alguien que conocemos
parece peor que la de decenas o incluso centenares de personas cuya identidad
ignoramos; pobre gente. Sabe Dios lo que va a ocurrir a continuación. Me parece
que ya no hay modo de detenerlo.
—Yo diría
que, lamentablemente, la guerra en Europa es inevitable —intervino Gorley-Smith
desde el otro lado, con expresión muy seria—. Lo que ya no sé es si acabaremos
envueltos en el conflicto. No veo por qué debería ser así.
Joseph
pensaba en el millón de soldados rusos y la promesa del zar de apoyar a Serbia
contra Austria-Hungría.
—Hace que
el despliegue de nuestras tropas en las calles de Dublín parezca un juego de
niños, ¿verdad? —dijo Moulton con aspereza.
—¿Qué?
—Joseph no sabía a qué se refería.
—El lunes
—aclaró Moulton, enarcando las ralas cejas—. Enviamos al ejército a desarmar a
los rebeldes. —Frunció el ceño—. Tiene que recobrar la compostura, Reavley.
Según parece Allard era un poco calavera después de todo. Y el pobre Beecher
perdió la cabeza por completo. La reputación de una mujer, supongo, o algo por
el estilo.
—Por el
estilo —dijo Addison agriamente desde el otro lado de la mesa—. Nunca lo vi con
una mujer, ¿y ustedes?
Joseph dio
un respingo y lo fulminó con la mirada.
—Bien, si
había alguien por quien mereciera la pena hacerle chantaje, no sería usted,
¡está claro! —espetó.
Gorley-Smith
alzó su copa.
—Caballeros,
tenemos asuntos mucho más graves y trascendentes de los que preocuparnos en vez
de abundar en la tragedia de un pobre hombre y un muchacho que, aparentemente,
no era tan buena persona como nos gustaba creer. Todo indica que Europa está al
borde de la guerra. Un nuevo mal nos amenaza, algo nunca visto. Tal vez dentro
de pocas semanas los muchachos de todo el país se enfrenten a un futuro muy
diferente.
—¡No
afectará a Inglaterra! —dijo Addison con una leve sonrisa que hizo patente un
profundo desprecio—. Irá de Austria-Hungría hacia el este, o hacia el norte si
consideramos Rusia.
—Habiendo
movilizado a más de un millón de hombres, ¡cómo no vamos a considerarla! —
replicó Gorley-Smith.
—Aun así,
queda muy lejos de Dover —señaló Moulton con convicción—. Y más aún de Londres.
No sucederá. Por una razón: ¡piensen en el coste! ¡La destrucción será enorme!
Los banqueros no van a permitir que lleguemos a eso.
Addison se
apoyó en el respaldo sosteniendo la copa en la mano y el pálido vino blanco
alemán que ésta contenía brilló al alcanzarlo un rayo de sol.
—Tiene toda
la razón. Claro que no van a permitirlo. Cualquiera con unos rudimentos de
economía internacional se daría cuenta de ello. Apurarán al máximo y luego
alcanzarán alguna clase de acuerdo. Sólo son poses. A estas alturas ya hemos
dejado atrás esa etapa del desarrollo. Por el amor de Dios, Europa es la
civilización más avanzada que el mundo ha conocido jamás. Sólo son
bravuconadas, nada más.
La
conversación siguió desenvolviéndose alrededor de Joseph, pero él apenas si
prestó atención. Su mente no veía el refectorio con las vigas de roble, las
ventanas con los antiguos escudos de armas de cristal de colores, los manteles,
la cristalería y la cubertería de plata, sino el dorado sol inclinado del
atardecer encima del río. Veía a Sebastian contemplando la serena belleza de
Cambridge, no sólo la arquitectura sino también los sueños, el conocimiento,
los esplendores de la mente y el corazón atesorados a lo largo de siglos, y
temiendo la barbarie de la guerra y todo lo que ésta arrasaría en el espíritu
de la humanidad.
¡Resultaba
imposible creer que en realidad hubiese sido un repugnante chantajista! Y Harry
Beecher... Joseph todavía no lograba aceptar que hubiese matado a Sebastian,
eso si en verdad lo había hecho.
¿Acaso
existía algún vínculo con el asesinato de John y Alys Reavley? ¿Lo había
presenciado Sebastian y sabía quiénes eran los responsables? ¿O se trataba de
una espantosa coincidencia? ¿Cómo podía guardar relación alguna con Reisenburg
y quienquiera que lo matara?
O la peor
idea de todas: ¿era posible que Sebastian no chantajeara a Beecher a propósito
de Connie sino de la muerte del matrimonio Reavley?
¿O acaso
era un tercero quien se había aprovechado de la aventura amorosa de Beecher
para ocultar el hecho de que era él a quien Sebastian chantajeaba..., porque lo
había visto tender una ristra de abrojos a través de la carretera? ¿Había
eliminado a Sebastian sin dilación para luego aprovechar las circunstancias
haciendo que la culpa recayera en otra persona, cerrando el caso limpiamente y
así desentenderse de todo?
¿O tal vez
Joseph sencillamente intentaba, una vez más, eludir una verdad que le dolía
demasiado creer? Pese a su tan cacareado amor por la razón, a la fe en Dios que
profesaba en voz alta, ¿era moralmente cobarde, carecía del coraje necesario
para poner a prueba la verdad, le faltaba la auténtica creencia en algo que no
fueran hechos que pudiera ver? ¿Le quedaba algo de confianza en Dios? ¿Se
trataba de una relación de espíritu a espíritu o era una mera idea que sólo se
sostenía hasta que la hacía cargar con el peso del dolor y la desesperación?
Dejó la
servilleta en la mesa y se puso de pie.
—Disculpen.
Tengo ciertas obligaciones que atender. Los veré en la cena.
No aguardó
la respuesta, sino que se marchó dirigiéndose a grandes zancadas hacia la
puerta y el sol.
Ya iba
siendo hora de que se enfrentase al asesinato de Sebastian sin más evasivas con
las que proteger sus propios sentimientos. Debía tener al menos esa poca
honestidad. Quizá no lo había aceptado de veras hasta ahora. Sus emociones
todavía trataban de asimilar la muerte de sus padres.
Caminaba
sin rumbo pero con decisión suficiente para que nadie le hablara.
A Sebastian
le habían pegado un tiro por la mañana, antes de que la mayoría se hubiese
levantado. Según Perth lo habían hecho con un revólver Webley, probablemente el
mismo que había acabado con la vida de Beecher. Nadie había admitido ver un
arma como aquélla en el colegio. Así pues, ¿de dónde había salido? ¿A quién
pertenecía?
Seguramente,
el hecho de poseer semejante objeto indicaba intención de matar. ¿Dónde se
podía comprar o robar un arma? Estaba claro, más allá de toda duda fundada, que
en ambas ocasiones se había utilizado el mismo revólver, de modo que ¿dónde
había estado para que la policía no lo encontrase?
Cruzó el
puente de los Suspiros y salió de nuevo al sol. Conocía St. John's bastante
mejor que la policía. Si se aplicaba concienzudamente a resolver el problema,
quizá lograse deducir dónde había estado oculta el arma.
Se cruzó
con dos estudiantes que paseaban discutiendo acaloradamente. Una batea con un
joven y una muchacha a bordo avanzaba perezosamente río abajo empujada por la
corriente. Había tres estudiantes sentados en la hierba enfrascados en una
animada conversación. Más allá otro estaba absorto en un libro. La paz calaba hasta
los huesos, igual que el calor del sol. Si habían leído las mismas noticias que
Moulton y Gorley-Smith, no se las habían creído.
¿Dónde
cabía esconder un arma de modo que pudiera recuperarse en condiciones de
utilizarla otra vez? En el río no, desde luego. Como tampoco donde cualquiera
pudiese encontrarla, bien por casualidad, bien porque anduviese buscándola.
Se detuvo
en medio del sendero y miró hacia el colegio. Como siempre, su belleza le causó
un enorme placer. A la altura del puente de los Suspiros los ladrillos daban
paso a unos bloques de piedra blanca que se hundían en el agua. Más allá había
una estrecha franja de hierba que descendía hasta el río. Los muros eran lisos
salvo por las ventanas, y se alzaban hasta el borde almenado del tejado con sus
buhardillas y altas chimeneas.
Pero los
hombres de Perth habían estado allí arriba.
En todos
los tejados menos el de la casa del director. En deferencia a los Allard se
habían limitado a mirarlo desde el tejado contiguo que, al quedar más alto,
permitía apreciarlo en su totalidad. Los caños de desagüe eran de cuello ancho
para empalmar los tubos que atravesaban las almenas con el agua recogida en el
tejado. Tuvo una idea. ¿Era posible? Por el momento se trataba del único sitio
donde le constaba que nadie había buscado.
¿La había
escondido allí Beecher después de matar a Sebastian? Y ¿la había recuperado a
tiempo para quietarse la vida con ella? Pero aunque Joseph estuviera en lo
cierto, ya no había forma de demostrarlo.
¿Sería
capaz de deducirlo si se lo proponía? ¿Por dónde debía empezar? Por los
movimientos de todos tras el descubrimiento del cadáver de Sebastian.
Cualquiera que hubiese subido al tejado de la casa del director habría corrido
el riesgo de ser visto, incluso a las cinco y media de la madrugada. En aquella
época del año ya era pleno día.
Echó a
andar lentamente.
¿Era
concebible que la hubiesen ocultado temporalmente de un modo u otro para
después ponerla en lugar seguro? Si hubiese sido en lo alto del bajante sólo
habría llevado un momento dejarla allí: una visita rápida a una de las
habitaciones del ático con ventana abuhardillada, abrirla de par en par,
asomarse y arrojar el arma, quizás envuelta en algo. Incluso una bufanda o un
par de pañuelos bastarían para disimular el contorno, luego unas pocas hojas y
listos.
Si aquélla
era la respuesta, sólo podía hacerlo desde la casa del director. No le cabía en
la cabeza que hubiese sido uno de los sirvientes. Eso reducía las posibilidades
a Aidan y Connie Thyer, a Beecher si se había visto con Connie allí, y a
cualquier otro visitante.
Tenían que
haber escondido el arma muy poco después de cometer el asesinato de Sebastian,
porque la policía había iniciado la búsqueda antes de que transcurriese una
hora desde su llegada.
¿Qué habría
hecho él de encontrarse en tal situación? Ocultarla en el sotobosque de
Fellow's Garden hasta que tuviera ocasión de regresar y entrar en la casa del
director pasando inadvertido.
¿Y para
recuperarla de nuevo? Tal vez lo mismo.
Todo
señalaba otra vez a Connie y Aydan Thyer, y quizás a Beecher. Le costaba creer
que fuese Connie, pero cuanto más lo pensaba, más probable parecía que fuese
Thyer. ¿Acaso era él a quien Sebastian había visto en la carretera de Hauxton?
¿Cabía que fuese incluso quien estaba detrás del complot? Era un hombre
inteligente con una posición que le confería un poder mucho mayor de lo que la
mayoría de la gente pensaba. Como director de un colegio universitario en
Cambridge ejercía influencia sobre gran número de estudiantes que, una
generación después, serían los líderes de la nación. Sembraba semillas que el
mundo recogería.
Ahora que
tenía aquella idea en mente, Joseph debía ponerla a prueba hasta demostrarla
para bien o para mal. Y sólo existía un sitio por el que empezar. Pasaría un
mal rato haciéndolo, pero no se le ocurría una alternativa.
Caminó
despacio de regreso al puente de los Suspiros y a St. John's, y luego cruzó el
patio interior hasta la casa del director. Thyer estaría en la biblioteca
aquella hora de la tarde. Confió en que Connie se encontrase en casa.
La primera
doncella le hizo pasar a la sala, donde halló a Connie junto a la ventana,
contemplando las flores de Fellow's Garden.
Connie
esbozó una sonrisa y, con voz un poco ronca, dijo:
—Gracias
por venir ayer. Fue muy amable de su parte. —Volvió a mirar hacia el jardín
casi de inmediato—. Es un alivio que los Allard hayan regresado a su casa y que
Elwyn ocupe de nuevo su habitación. Pero la calma que ahora reina en la casa no
es natural. Parece silencio más que paz. ¿No es absurdo?
—No
—contestó Joseph. Detestaba lo que estaba a punto de hacer, tanto más puesto
que si no demostraba nada quizá fuese algo que ella preferiría infinitamente no
saber—. Tengo que hacerle un par de preguntas... —Titubeó, pues no sabía cómo
dirigirse a ella. El nombre de pila suponía demasiada confianza; usarlo sería
tomarse cierta libertad. Y, sin embargo, llamarla «señora Thyer» resultaba al
mismo tiempo frío y amargamente irónico.
Connie sólo
mostró una leve curiosidad.
—¿Sobre
qué?
Tenía que
hacerlo. Notaba la tensión de su cuerpo y la torpeza de su postura.
—Encontré
una foto en la habitación de Sebastian —dijo Joseph, sintiéndose mezquino.
Advirtió que Connie se ponía tensa y supo al instante que sabía a qué foto se
refería y que significaba lo que había supuesto—. Se encontró con Harry en
Northumberland. Conozco el lugar donde la sacaron. Fui con él allí una vez.
—Me lo
contó —susurró ella con un hilo de voz y los ojos arrasados en lágrimas—. No
fui allí para reunirme con él. Fue casi por casualidad. —Ladeó la cabeza y se
encogió levemente de hombros—. Tendría que haberme reprimido. Me constaba que
no estaba bien y también a donde nos llevaría, ¡pero lo deseaba tanto! Tener,
por una vez... —Se interrumpió y apartó la vista. Tardó un poco en recobrar la
calma—. Un desconocido sacó la fotografía. Harry se la quedó. Se le caería del
bolsillo al dejar la chaqueta sobre el brazo de una butaca. Se puso frenético
cuando descubrió que la había perdido. No sabía que la tuviera Sebastian.
El rostro
de Connie reflejaba una ira extraña y terrible. Joseph se asustó.
—Connie...
La
expresión se desvaneció, ahogada en el sufrimiento.
Joseph
tenía que seguir adelante, había otras cosas que precisaba saber. No había más
tiempo que perder.
—En cuanto
a la mañana en que asesinaron a Sebastian y el día en que Harry murió...
—No sé nada
relevante —dijo ella. Su voz volvió a sonar monótona, con la emoción sumergida
en un profundo mar de dolor.
—Y acerca
del domingo, el día que dispararon contra el archiduque y la duquesa en
Sarajevo — prosiguió Joseph.
Connie se
volvió de golpe.
—¡Por Dios!
¡No pensará que Harry tuvo algo que ver con eso! ¡Es una idiotez!
—¡Por
supuesto que no! —negó Joseph con vehemencia mientras a su mente acudían el
Lanchester amarillo destrozado y los cuerpos de sus padres cubiertos de sangre.
Hasta el momento de decirlo no le había pasado por la cabeza que Beecher
pudiera ser culpable de aquello pero ahora la idea estaba allí, pendiente de un
hilo como una pequeña daga.
Connie lo
miraba sin dar crédito, al borde de una rabia que duraría cuanto durase su
relación.
—¡No!
—insistió Joseph, forzando una sonrisa, esta vez ante el absurdo de que Beecher
fuese responsable del magnicidio de Sarajevo—. Sólo he empleado ese
acontecimiento para recordarle el día al que me refería. Fue el mismo día en
que murieron mis padres.
—¡Oh!
—Connie se mostró aturdida y sumamente contrita, adoptando una expresión
compasiva—. Joseph, lo lamento mucho. ¡Lo había olvidado por completo! Con...
—Inspiró profundamente y retuvo el aire un momento—. Con estos asesinatos —se
obligó a emplear aquella aciaga palabra—, aquí en el colegio, una muerte
accidental, incluso dos, parecen algo mucho más... limpio. ¿Qué más necesita
saber? Si está en mi mano decírselo, lo haré encantada.
Aquél era
el momento de decir lo que tenía que decir.
—Pienso que
alguien pudo haber visto lo que ocurrió. ¿Sabe dónde estaba Harry hacia el
mediodía de ese domingo?
Connie
palideció. Tuvo que darse cuenta, pues sus ojos la traicionaron.
—Sí. No
pudo ser él —musitó.
Joseph no
podía dejarlo ahí por mera delicadeza.
—¿Está
segura, le consta como un hecho, no como creencia?
—Absolutamente.
—Connie bajó la vista, incapaz de sostenerle la mirada.
—¿Y la
mañana en que Sebastian falleció? —Joseph eligió aquella palabra más suave para
resultar menos hiriente.
Connie se
volvió ligeramente para mirar otra vez por la ventana.
—Me levanté
temprano y salí a caminar por los Backs. Estuve con Harry. No puedo demostrarlo
porque no salimos de entre los árboles. No queríamos que nos vieran y suele
haber gente por allí, en su mayoría estudiantes, incluso a las cinco o las
seis.
—Entonces
no es posible que Harry matara a Sebastian —señaló Joseph, observándola atento
al más leve cambio en su mirada, o a una alteración en la tensión de su cuerpo
que revelase que estaba mintiendo para protegerlo, aun después de muerto.
Connie se
volvió hacia él con los ojos muy abiertos y brillantes.
—¿Cómo
puede estar tan seguro? —preguntó, sin osar aferrarse a la esperanza—. No nos
reunimos hasta eso de las seis. Pudo haberle matado antes, ¿no es cierto?
Estaba muy
pálida, quizá preguntándose si Beecher había ido a su encuentro justo después
de asesinar al hombre que suponía una amenaza para ambos.
—¿Dónde se
encontraron? —preguntó Joseph.
Connie se
mostró confusa.
—¿Dónde?
Crucé el puente de los Suspiros, ya que al estar cercado nadie me vería, y
luego me dirigí a la arboleda. Harry estaba allí.
—¿No vino a
la casa?
¡Cielo
santo, claro que no! —exclamó Connie, atónita—. ¡No estábamos tan locos!
—¿Cuándo
volvió aquí?
—No lo sé.
¿Por qué? Sería un par de días después. Los Allard ya se habían instalado y
vivíamos una pesadilla.
Joseph
comenzó a sentirse mejor. Estaba claro que Beecher no había matado a Sebastian,
puesto que no había tenido tiempo para esconder el arma. Era imposible si ésta
había estado oculta en el tejado de la casa del director y, cuanto más lo
pensaba más seguro estaba de que era allí donde la habían escondido.
—¿Y antes
de que disparase contra sí mismo? —preguntó. Connie volvió a ponerse tensa y
pálida.
—Le vi en
Fellow's Garden la víspera, sólo un ratito, como un cuarto de hora o así. Aidan
regresaría pronto a casa.
—¿Llegaron
a entrar?
—No. ¿Por
qué?
¿Debía
decírselo? La prudencia aconsejaba no hacerlo..., pero ella había amado a
Beecher, y la idea de que hubiese cometido un asesinato para luego suicidarse
era una herida abierta en lo más profundo de su alma.
No
obstante, si se lo explicaba, deduciría por sí misma la terrible alternativa:
se trataba de alguien que tenía acceso al tejado de la casa, o sea, su marido.
Entonces Connie se convertiría en un peligro para él, y quizá también la
matara.
¿Sacaría
conclusiones aunque no le dijera nada? No. Todo dependía de que el arma hubiese
estado oculta en el tejado. No osó permitir que Connie lo dedujera.
—No estoy
seguro —mintió—. Cuando lo esté, se lo diré.
—¿Mató
Harry a Sebastian? —preguntó Connie con voz temblorosa y la tez cenicienta.
¿Lo
adivinaría de todos modos?
—No, no
tuvo ocasión de hacerlo —contestó Joseph—. ¡Pero no se lo diga a nadie!
—Convirtió la advertencia en un imperioso mensaje de peligro—. Si no lo hizo
él, Connie, ¡lo hizo otra persona! Alguien que puede matarla. Por favor, no
hable con nadie de esto, absolutamente con nadie..., ¡ni siquiera con el
director! Puede que me equivoque. —Eso también era una mentira; no le cabía
duda de que llevaba razón. Aidan Thyer tal vez fuese capaz de matar, pero
estaba convencido de que Harry Beecher no. Y si Connie Thyer había salido a los
Backs a primera hora de la mañana, Aidan Thyer pudo haber ido a cualquier
parte; sin duda pudo haber visitado la habitación de Sebastian, y también
matado a Sebastian por el mismo motivo, a saber, que éste estaba haciendo
chantaje a uno de ellos o a todos amenazando con sacar a la luz la aventura
amorosa de Connie.
O quizá
fuese a Thyer a quien había visto en la carretera de Hauxton.
—No diga
nada —repitió en tono aún más apremiante, tocándole el brazo a la altura de la
delgada muñeca. Tenía la boca seca y le sudaban las manos—. Por favor, recuerde
que se trata de asesinato.
—¿Dos
asesinatos? —susurró Connie.
—Tal vez
—repuso Joseph. No dijo que podían ser cuatro o, si Reisenburg también había
sido asesinado, cinco.
Connie
asintió con la cabeza.
Joseph se
quedó sólo el tiempo necesario para tranquilizarla. Luego salió y caminó
despacio bajo el sol ardiente, helado hasta los huesos.
* * *
14
Joseph
cruzaba lentamente el patio. El sol de primera hora de la tarde calentaba el
aire inmóvil. La ropa se le pegaba a la piel. No había nubes en el cielo azul
que enmarcaban los remates almenados de las fachadas, pero daba la impresión de
que se avecinaba una tormenta. Notaba la electricidad en su interior, la
excitación y el temor que le producían el hallarse a punto de descubrir la
verdad.
¿Dónde
había estado Aidan Thyer la tarde del domingo 28 de junio? ¿A quién podía interrogar al respecto sin que Thyer
se enterara? Connie había estado en el jardín con Beecher. Si Thyer había
estado en la carretera de Hauxton, ¿adónde habría dicho que iba? Y ¿quién se
acordaría de ello cinco semanas más tarde?
No podía
preguntar a Connie, pues sabría por qué lo hacía y entonces, por más que se
esforzara, sería incapaz de ocultárselo a Thyer.
Caminaba
cada vez más despacio mientras trataba de tomar una decisión. Thyer había
llegado tarde al partido de críquet. Rattray había capitaneado el equipo de St.
John's. ¿Sabría dónde había estado el director antes de su llegada? Merecía la
pena preguntárselo. Giró y avivó el paso hacia la puerta del otro extremo del
patio para subir a la habitación de Rattray. No estaba allí.
Diez
minutos después Joseph lo encontró en un rincón de la biblioteca, entre las
estanterías, recorriendo con la vista el estante inferior.
—¡Profesor
Reavley! ¿Me estaba buscando, señor? —preguntó, cerrando el libro que llevaba
en las manos sin perder el punto.
—Pues la
verdad es que sí.
Joseph se
inclinó para inspeccionar la hilera de libros con curiosidad. Trataban sobre
guerras e historia de Europa. Observó el rostro delgado e inquieto de Rattray.
Rattray se
mordió el labio inferior.
—Pinta muy
mal, señor —dijo en voz baja—. Ayer el káiser advirtió al zar que si Rusia no
se detiene antes de veinticuatro horas, Alemania también se movilizará. El
profesor Moulton cree que las bolsas mundiales van a cerrar muy pronto. Puede
que incluso el lunes.
—Es festivo
—apuntó Joseph—. Tendrán todo el fin de semana para pensárselo.
Rattray se
sentó en el suelo, extendiendo las piernas delante de él.
—Dios,
sería espantoso, ¿verdad? —Se frotó la mandíbula con el pulpejo de la mano—.
¿Quién iba a decir hace cinco semanas que un loco, en una ciudad de Serbia, al
disparar al tuntún contra un archiduque, cuando en Austria los hay a montones,
terminaría montando este desaguisado? En tan poco tiempo, poco más de un mes,
el mundo entero ha cambiado.
—Hace seis
semanas, casi.
A Joseph
también se le hizo extraño. Entonces sus padres vivían. Sólo faltaba un día
para que se cumplieran seis semanas del sábado en que John Reavley había
conducido el Lanchester amarillo hasta Little Wilbraham, donde había hablado
con Reisenburg y hallado el documento, para esa misma noche telefonear a
Matthew a Londres. Al día siguiente estaba muerto.
—Jugamos al
críquet en el campo de Fenner's Field—dijo Joseph en voz alta—. Tú capitaneaste
el equipo. Recuerdo que estuve allí, igual que Beecher y el director.
Rattray
asintió con la cabeza.
—Sebastian
no —continuó Joseph—. Regresó tarde de su casa. Supongo que el director no se
mostraría muy contento. Era uno de nuestros mejores bateadores.
—Pero un
desastre como lanzador —objetó Rattray con una sonrisa. Parecía al borde del
llanto—. No, en realidad el director se contrarió bastante cuando llegó. Le
piló por sorpresa que Sebastian no estuviera jugando.
Joseph tuvo
un escalofrío.
—¿Cuando
llegó, dices?
—¡También
llegó tarde! —Rattray hizo una mueca—. No sé de dónde vendría, pero estaba de
un humor de perros. Dijo que se había quedado tirado en Jesus Lane por culpa de
un pinchazo, pero me consta que no fue así porque el profesor Beecher pasó por
allí y le habría visto. —Suspiró y apartó la mirada, pestañeando con fuerza—. A
no ser, por supuesto, que ya no podamos dar crédito a las palabras del profesor
Beecher. No consigo... ¡No entiendo nada! —Volvió a morderse el labio inferior
para que dejara de temblarle—. Es como si todo se viniera abajo... Usted sabe
bien que yo pensaba que Sebastian era un poco arrogante a veces, pero
básicamente un buen tipo. — Miró a Joseph—. Tenía algunas ideas extrañas, solía
hablar por los codos sobre la paz, sostenía que la guerra era un pecado contra
la humanidad y que no había nada en el mundo por lo que mereciera la pena
luchar si ello suponía arrasar naciones enteras y llenar la tierra de odio.
Volvió a
frotarse la mandíbula manchándola de polvo.
—¡Era un
poco exagerado, pero aun así estaba cuerdo, perfectamente en sus cabales! Nunca
pensé que pudiera hacer algo tan sórdido como un chantaje. ¡Eso es repugnante!
Quizá Beecher estuviera haciendo algo un tanto irregular pero era un hombre
decente, estoy seguro. —Se apartó el cabello de la frente con un gesto de infinito
cansancio—. Estoy comenzando a preguntarme si en realidad sé gran cosa.
Joseph
comprendió su confesión perfectamente, pues se debatía en la misma
desesperación, tratando de hallar un sentido a todo para así recobrar el
equilibrio perdido. Pero ya no había tiempo para demorarse en conversaciones
que aportaran consuelo.
—¿Dónde
crees que estaba el director? —preguntó.
Rattray se
encogió de hombros.
—No tengo
ni idea. Como tampoco me figuro por qué dijo algo que no era cierto.
—¿Sabes si
iba en coche? —insistió Joseph.
—Sí, lo vi
llegar conduciendo. Estaba esperándolo.
—Gracias.
Rattray lo
miró con expresión de curiosidad.
—¿Por qué?
¿Qué importancia tiene eso ahora? Se acabó. Todos estábamos equivocados, usted
y yo, todos. Beecher está muerto y nuestras disputas poco importan si va a
estallar una guerra y nos vemos arrastrados al mayor conflicto que Europa haya
conocido. ¿Cree que pedirán voluntarios, señor?
—Dudo que
nos veamos involucrados —contestó Joseph, sin saber si decía la verdad—. Será
un asunto entre Austria, Rusia y quizás Alemania. Todavía cabe que sólo se
estén amenazando para ver quién es el primero en echarse para atrás.
—Tal vez
—dijo Rattray sin convicción.
Joseph le
dio las gracias otra vez, salió de la biblioteca y de nuevo al primer patio
para ir a ver a Gorley-Smith. Sólo quedaba una cosa por averiguar, y temía la
respuesta. Le sorprendió lo mucho que le dolía creer que Aidan Thyer fuese
culpable de matar a John y Alys Reavley. Seguía sin saber qué motivo lo había
empujado a ello.
Llamó a la
puerta de Gorley-Smith y aguardó con impaciencia hasta que éste abrió.
Gorley-Smith parecía cansado e irritable. Iba con el pelo revuelto, sin
chaqueta y con la camisa pegada al cuerpo. Saltaba a la vista que hacía un gran
esfuerzo por mostrarse cortés.
—Si viene
para disculparse por la cena, la verdad es que no tuvo importancia —dijo
bruscamente, disponiéndose a cerrar de nuevo.
—No es eso
—contestó Joseph. Estaba más que claro que no podría andarse con sutilezas—. Al
parecer Beecher no dejó ninguna nota o últimas voluntades...
—No, me
parece que no —repuso Gorley-Smith reprimiendo su fastidio—. Escuche; Reavley,
sé que era amigo suyo, pero es obvio que perdió la cordura por culpa de la
presión que el joven Allard ejercía sobre él, y a decir verdad prefiero no
conocer los detalles. En mi opinión, no deberíamos seguir especulando. —Su
rostro reflejaba desagrado y ganas de evitar una situación embarazosa.
Joseph
sabía en qué estaba pensando.
—Iba a
preguntarle —dijo fríamente— si sabe si tuvo ocasión de hablar con el director
antes del suceso. Quizá tenga alguna idea sobre lo que debemos hacer. Que yo
sepa, Beecher no tenía parientes próximos, pero digo yo que alguien habrá a
quien debamos informar con tanta discreción como sea posible, dadas las circunstancias.
—Oh.
—Gorley-Smith parecía desconcertado—. Creo que no. Lo que fuera que le hizo
perder los estribos debió de ser bastante repentino, y da la casualidad de que
el director estaba en una reunión durante al menos dos horas antes de que nos
enterásemos, pues yo asistí a ella también. Lo siento, Reavley, pero tendrá que
preguntar en otra parte.
—¿Lo sabe
con seguridad? —insistió Joseph. Deseaba que fuese cierto, y sin embargo no
encajaba con la única respuesta que se le ocurría.
—Sí, por
supuesto que estoy seguro —contestó Gorley-Smith en tono cansino—. Basildon se
extendió interminablemente sobre los malditos fondos para un edificio. Pensé
que no íbamos a terminar en todo el día, y casi todo el tiempo discutió con el
director.
—Entiendo.
—Joseph asintió con la cabeza—. Gracias.
Gorley-Smith
puso cara de no comprender nada y cerró la puerta.
Joseph bajó
por la escalera y salió fuera despacio. Las sombras ya eran oscuras en la parte
occidental del patio y las ventanas más altas de la parte oriental estaban
bañadas en fuego. Una vez más cruzó el puente hasta los Backs. El aire por fin
refrescaba y la luz resplandecía en las flores de colores vivos, que semejaban
una vidriera. Los árboles del otro lado del prado apenas temblaban con la leve
brisa del atardecer y lo único que se oía era la llamada de los pájaros.
Si Aidan
Thyer no había matado a Beecher y Beecher no había matado a Sebastian, ¿cuál
era entonces la respuesta?
Caminó
lentamente, sin hacer ruido al pisar la hierba seca. Se internó en la sombra de
los árboles, donde olía a fresco como si la verde penumbra poseyera una
fragancia propia.
¿Quién más
había tenido ocasión de dejar el arma en el tejado de la casa del director? ¿O
estaba equivocado después de todo? Volvió al principio de cuanto sabía con certeza.
Elwyn se había presentado en sus habitaciones, casi histérico por la conmoción
y el dolor, porque había ido a buscar a Sebastian para salir temprano a dar un
paseo por el río y lo había encontrado muerto de un tiro. El arma homicida no
estaba en la habitación. De todas formas, nadie había dado a entender en ningún
momento que Sebastian tuviera motivo alguno para quitarse la vida. A ninguno de
sus conocidos se le había pasado por la cabeza semejante posibilidad.
Habían
avisado a la policía y los agentes habían buscado el arma por todas partes sin
éxito. Por todas partes salvo en los embudos de los tubos de desagüe que
bajaban del tejado de la casa del director.
Por
supuesto, siempre cabía la posibilidad de que existiera otra respuesta que no
se le hubiese ocurrido. Quizás el asesino había salido tranquilamente del
recinto para esconderla en otro colegio o entregársela a un tercero.
Sólo que
quienquiera que fuese la había recuperado sin mayor dificultad para disparar
contra Beecher.
Se
concentró en quién podía haber matado a Beecher y quién podía haber deseado su
muerte.
Después de
ésta, todo el mundo daba por sentado que él había sido el asesino de Sebastian,
pero ¿alguien lo había supuesto antes?
¿Mary
Allard? Desde luego, rabia y amargura para matar no le faltaban; sin embargo,
¿cómo iba a saber dónde estaba el arma o, ya puestos, cómo se las habría
ingeniado para salir al tejado en su busca?
¿Gerald
Allard? No, carecía de pasión, y tampoco sabía dónde encontrar el revólver.
Joseph
estaba delante de Trinity. El viento levantaba un leve susurro en las hojas más
altas y la luz decaía rápidamente en la sombra de la arboleda.
¿Elwyn? No
había tenido ocasión de matar a Sebastian. Podía demostrar que se encontraba en
su habitación a la hora del crimen. Además, ¿por qué iba a hacerlo? Habían
estado muy unidos, y no sólo como hermanos, y distaban mucho de ser rivales.
Admiraban mutuamente sus habilidades sin envidiarlas.
Por otra
parte, Elwyn tampoco había tenido nada que ver con el accidente del Lanchester,
ya que había pasado en Cambridge todo el día.
Sin
embargo, había estado entrando y saliendo de casa del director para consolar a
su madre y ofrecerle el apoyo que su padre parecía incapaz de brindarle, de
modo que... ¡había tenido ocasión de recuperar el arma si sabía que estaba
allí!
Ahora bien,
¿por qué iba a saberlo? ¿Acaso la había visto? ¿Era concebible que Beecher la
hubiese escondido allí? ¿Para hacerle un favor a quién? ¿A Connie? La idea era
repulsiva y le provocó una punzada de dolor en el pecho que casi lo dejó sin
respiración. ¿Acaso Beecher había estado protegiéndola?
Y Elwyn,
¿había supuesto tal vez que Beecher era quien había asesinado a Sebastian? Eso
habría constituido motivo más que suficiente para matarlo y dejar el arma a su
lado de modo que pareciera un suicidio, y, por añadidura, una admisión de
culpabilidad.
Sólo que se
equivocaba.
En la
penumbra apenas distinguía el sendero aunque aún había pinceladas de luz en el
cielo. Salió de nuevo al prado. Más allá de la arboleda todavía flotaba un
crepúsculo etéreo que no era plateado ni gris. Dirigió la mirada hacia el este
donde la profundidad de la noche caía como un velo añil.
Por la
mañana tendría que enfrentarse de nuevo a Connie y someterla a la prueba final.
Durmió mal
y despertó con un fastidioso dolor de cabeza. Tomó una taza de té bien caliente
y dos aspirinas, y en cuanto fue la hora en que Aidan Thyer solía dar comienzo
a sus obligaciones cotidianas fue a la casa del director.
Connie se
sorprendió al verlo, aunque sin mostrarse recelosa. Por el contrario, pareció
complacida.
—Buenos
días, Joseph. Tiene aspecto de cansado. ¿Ha desayunado ya? La cocinera le
preparará lo que quiera rápidamente. ¿Le pido algo?
Se hallaban
en la sala de estar y el sol entraba oblicuo por los ventanales.
—No, gracias
—declinó Joseph. El nudo que sentía en el estómago le impedía comer y las
aspirinas aún no habían surtido efecto—. He estado pensando mucho sobre lo que
tuvo que suceder y he hecho unas cuantas preguntas.
Connie
mostró desconcierto aunque sin asomo de esperanza o miedo en el rostro.
—La policía
no dio con el arma con que mataron a Sebastian —añadió Joseph—, y eso que
creían haber buscado en todas partes.
—Lo
hicieron —confirmó Connie—. ¿Por qué dice «creían»? ¿Sabe de algún lugar en el
que no buscaran? Estuvieron aquí. Registraron la casa entera.
—¿Cuándo?
Connie
reflexionó por un instante.
—Me parece
que fuimos los últimos —respondió al cabo—. Supongo que lo hicieron como mera
formalidad. Y al principio Elwyn se encontraba aquí, pues estaba desesperadamente
conmo-cionado y afligido, y también sus padres, por supuesto.
—¿Registraron
el tejado?
¿Mentiría
para protegerse a sí misma? ¿Tal vez aunque sólo fuera para dejar el asunto
zanjado? ¿Era ella quien había soltado la sutil insinuación de que la aventura
amorosa por la que Beecher estaba siendo objeto de chantaje no era con ella
sino con el propio Sebastian? Joseph desechó la idea por repulsiva.
—Subieron
al tejado contiguo —explicó Connie con actitud pensativa, recordando los hechos
mientras hablaba—. Desde allí se alcanza a ver el nuestro entero. No es muy
grande. De todos modos, no creo que nadie pudiera subir allí, la verdad. Lo
habríamos oído. Además, ¿cómo escondes un revólver en un tejado? Lo
descubrirían enseguida.
—No si
metes el cañón en uno de los embudos de lo alto de un bajante —señaló Joseph.
—Se
alcanzan sin problema desde las buhardillas —dijo Connie, asombrada—. ¡Pudo
hacerlo cualquiera que estuviese en esta casa!
—Sí...
—convino Joseph.
—¿Aidan?
¿Harry?
—No.
—Joseph negó con la cabeza—. Ninguno de ellos tuvo ocasión. Como le he dicho,
he estado haciendo unas cuantas preguntas más. Harry no pudo matar a Sebastian,
usted misma me lo dijo. ¿Acaso no me contó la verdad?
—¡Por
supuesto que le conté la verdad! —aseguró Connie—. ¿Piensa que Aidan lo hizo?
Pero ¿por qué? Desde luego, no sería por... —Se sonrojó—. No lo sabe —concluyó
con voz ronca.
—¿Qué me
dice de Elwyn? —preguntó Joseph—. ¿Es concebible que encontrara el arma allí y
que la cogiese para matar a Beecher, creyendo que éste era el asesino de
Sebastian?
Connie lo
miró fijamente con expresión de dolor.
—¿Es
concebible? —repitió Joseph.
—Sí.
—Connie asintió con la cabeza—; pero ¿cómo iba a saber que el arma estaba allí?
¿Quién mató a Sebastian? Me cuesta creer que Aidan lo hiciera, y tengo claro
que no fui yo. Y Harry no fue, así que ¿quién lo hizo?
—No lo sé
—admitió Joseph—. Eso me ha llevado de vuelta al principio. ¿Quién más pudo
esconder el arma allí? Tuvo que pasar por dentro de la casa.
—Nadie
—dijo Connie tras una breve pausa—. Debieron de esconderla en alguna otra
parte. A no ser... —pestañeó varias veces—. A no ser que Aidan la escondiera
para un tercero... ¿Ve posible que hiciera eso y que Elwyn se enterase?
—Tal vez,
pero ¿por qué? —En cuanto lo hubo dicho Joseph supo la respuesta. Apuntaba otra
vez al documento, pero no se atrevió a decírselo a Connie—. Naturalmente,
depende de otras cosas —agregó.
Connie fue
a decir algo pero cambió de parecer en el último momento.
—La policía
y el colegio en pleno piensan que Harry mató a Sebastian —dijo en cambio—, y
que cuando creyó que estaban apunto de arrestarlo se suicidó. —Le temblaba la
voz—. Ojalá pudiera demostrar que no es cierto. Yo lo quería mucho, pero,
aunque no fuese así, creo que no podría permitir que alguien cargara con la
culpa de un acto tan horrible si fuese capaz de demostrar su inocencia.
Joseph
sintió que parte del viejo afecto que sentía hacia Connie se reavivaba en su
interior.
—En ese
caso, me parece que lo mejor será que vayamos a contárselo al inspector Perth.
Supongo que lo encontraremos en la comisaría del pueblo.
Connie
titubeó por un instante. Quizá nunca tendría que hacer algo que le costara
tanto como aquello. Una vez que hubiese declarado, jamás podría recuperar
aquella intimidad, la seguridad que suponía no saber. Dio un paso al frente y
Joseph la acompañó hacia el vestíbulo y la puerta principal.
Fueron a
pie hasta la comisaría. Quedaba a poco más de un kilómetro y a aquella hora de
la mañana aún no apretaba el calor. En las calles había movimiento de tenderos,
repartidores y compradores en busca de gangas. Las aceras estaban atestadas y
la calzada era un estrépito de cascos de caballos que tiraban de carromatos,
carros de reparto y la calesa de un médico. También circulaban algunos coches,
una furgoneta con anuncios en los costados y, como siempre, montones de
bicicletas. Sólo prestando mucha atención acertaba uno a oír un tono de voz
distinto del habitual o reparaba en que las conversaciones no giraban en torno
al tiempo ni a los cotilleos de rigor. Todo eran noticias, inquietudes
cuidadosamente disimuladas, bromas forzadas.
Perth
estaba ocupado en el piso de arriba y tuvieron que aguardar más de un cuarto de
hora sumidos en una tensa y desventurada ansiedad. Cuando por fin se presentó
mostró muy poco entusiasmo al verlos, y sólo gracias a la insistencia de Joseph
se avino a conducirlos hasta un pequeño despacho abarrotado de cosas donde
pudieron hablar sin ser oídos.
—No sé qué
es lo que quiere, reverendo —dijo Perth con impaciencia apenas velada. Parecía cansado
e inquieto—. No puedo ayudarlo. Lamento mucho lo del señor Beecher, pero el
asunto ya está zanjado. No sé si habrá leído los periódicos de esta mañana; el
rey de Bélgica ha movilizado a todos sus ejércitos enfrentándose a su propio
Gobierno. Hay mucho más en juego que la reputación de un solo hombre, señor, y
en mi opinión ya no hay más vueltas que darle.
—La verdad
siempre merece ser discutida, inspector Perth —dijo Connie con gravedad—. Por
eso declaramos guerras: para conservar el derecho a gobernarnos y dictar
nuestras propias leyes, para ser quienes queremos ser y no rendir cuentas más
que ante Dios. El profesor Beecher no se suicidó y creemos estar en condiciones
de demostrarlo.
—Señora
Thyer... —comenzó Perth con exagerada paciencia.
—¡No encontraron
el arma hasta que apareció junto al cadáver del profesor Beecher! ¿Me equivoco?
—lo interrumpió Joseph.
—No, en
efecto —reconoció Perth a regañadientes, con un dejo de fastidio en la voz. No
le gustaba que le señalaran un fallo—. ¡Pero tenía que saber dónde estaba,
puesto que volvió a utilizarla!
—¿Registraron
sus habitaciones?
—¡Claro que
sí! ¡Registramos todo el colegio! Lo sabe de sobra, señor. Usted nos vio
hacerlo.
—Tiene que
haber algún lugar que se les pasara por alto —dijo Joseph—. El arma no se
desvaneció en el aire para luego reaparecer.
—¿Está
siendo sarcástico, señor? —La mirada de Perth se endureció.
—No,
simplemente expongo los hechos —replicó Joseph—. Estaba en algún lugar que no
registraron —insistió—. He dedicado bastante tiempo en pensar dónde. Buscaron
en el tejado, ¿verdad? Recuerdo haber visto a sus hombres allí arriba.
—En efecto,
señor. Fuimos muy meticulosos —repuso Perth—. En un tejado no es que haya
muchos sitios donde esconder un arma. Un revólver es un chisme bastante grande,
y tiene una forma muy característica. Eso por no mencionar que con el sol,
brilla. Sólo lo hicimos por una cuestión de rigor. Los días son largos en esta
época del año y un hombre en lo alto de un tejado llama la atención —concluyó
en tono claramente sarcástico.
—¿Qué le
parece el embudo del extremo superior de un bajante —preguntó Joseph—, con el
cañón apuntando hacia abajo y la empuñadura tapada con un pañuelo viejo, por
ejemplo, convenientemente sucio y unas cuantas hojas secas?
—Buena
idea, señor —concedió Perth—. Podría ser. Sólo que miramos.
—¿Incluso
en los bajantes de la casa del director? —preguntó Joseph.
Perth
guardó silencio inmóvil, con el rostro petrificado. Joseph aguardó, consciente
de que Connie aguantaba la respiración a su lado.
—No —contestó
Perth al cabo—. Consideramos... que nadie podría esconder nada allí salvo si
pasaba por dentro de casa del director para hacerlo. ¿Está diciendo que fue
así?
La pregunta
la dirigió a Connie.
—Elwyn
Allard entraba y salía de casa con frecuencia mientras sus padres fueron
nuestros invitados —contestó ella, con voz casi del todo firme—. Estuvo allí
una hora antes de que dispararan contra el profesor Beecher.
Perth la
miraba fijamente.
—Si está
diciendo que mató a su hermano, señora Thyer, se equivoca por completo. Ya lo
tuvimos en cuenta. En muchas familias se dan malas relaciones. —Ladeó la cabeza
con expresión de desaliento—. Que un hermano mate a otro es tan viejo como la Biblia, si me permiten
decirlo, pero sabemos dónde estaba, y no pudo hacerlo él. Quizá no comprenda
usted las pruebas forenses, así que tendrá que confiar en nosotros a ese
respecto.
—Y el
profesor Beecher tampoco lo hizo —dijo Connie con voz ahogada—. Estaba conmigo.
— Hizo caso omiso de la cara de incredulidad de Perth—. Soy perfectamente
consciente de la hora que era y de la incorrección que eso supone. No admitiría
algo así a la ligera y me cuesta imaginar cómo reaccionará mi marido si tiene
que hacerse público, pero no permitiré que el profesor Beecher, ni ninguna otra
persona, sea tildado de asesino por un crimen que no cometió.
—¿Dónde
estaban usted... y el profesor Beecher, señora? —preguntó Perth en tono de
incredulidad y, tal vez, de desaprobación. Connie se sonrojó, comprendiendo su
desdén.
—En los
Backs, junto al río, inspector Perth. En esta época del año, como bien ha
dicho, los días son largos, y es un sitio muy agradable para conversar sin
llamar la atención.
La
expresión de Perth era indescifrable.
—Muy
interesante, sin duda. ¿Por qué no lo mencionó antes? ¿O es que la reputación
del profesor Beecher ha cobrado repentina importancia para usted?
Connie
endureció el semblante. Estaba roja de furia. Joseph advirtió cuántas ganas
tenía de arremeter contra Perth pero ya había descubierto sus armas.
—Me temo
que, igual que los demás, pensé que Sebastian Allard había estado haciendo
chantaje a Beecher debido a su estima por mí y a la indiscreción de ambos
—contestó—. Pensé que se había suicidado para evitar un escándalo que él creía
inevitable como resultado de la investigación del asesinato de Sebastian.
—Entonces,
¿quién mató a Sebastian, señora Thyer? —preguntó Perth, inclinándose un poco
hacia delante por encima del escritorio—. ¿Y quién metió el arma en el bajante
de su tejado? ¿Usted? Perdone que le diga esto, pero sólo tenemos su palabra de
que el profesor Beecher estaba con usted. Como sólo tendríamos la suya de que
usted estaba con él... pero no se encuentra aquí para respaldarla.
Connie lo
entendió perfectamente, pero sin apartar los ojos de los de Perth, dijo:
—Soy consciente
de eso, inspector. No sé quién asesinó .a Sebastian, pero no fue el profesor
Beecher, y tampoco fui yo. Sin embargo, estoy segura de que si investiga un
poco más descubrirá que Elwyn Allard mató al profesor Beecher. Y no le costará
nada comprender el motivo, puesto que usted mismo dio por sentado que el
profesor Beecher era culpable de la muerte de Sebastian.
—No sé si
me lo acabo de creer. —Perth se mordió el labio inferior—. Pero supongo que más
vale que regrese a St. John's y haga unas cuantas preguntas; por lo menos para
averiguar si alguien vio a Elwyn cerca de las habitaciones del profesor Beecher
poco antes de que le disparasen. Aunque sigo sin ver cómo pudo saber dónde
estaba el arma, ¡suponiendo que estuviera escondida en un bajante del tejado de
la casa del director!
—El
revólver estaba en el suelo, junto a su mano —dijo Joseph de pronto—.
¿Efectuaron alguna comprobación para averiguar si estaba en el lugar y la
posición en que habría caído de la mano de un hombre después de ser disparado?
—¿Y cómo
espera que hiciéramos eso, señor? —preguntó Perth adusto—. ¡No podemos pedir a
nadie que se pegue un tiro para mostrárnoslo!
—¿Es la
primera vez que se enfrentan a un caso de suicidio? —Joseph pensaba a toda
prisa. ¿Cómo iba a demostrar una verdad de la que cada vez estaba más seguro?—.
¿Dónde cae un arma después de la sacudida de un disparo? Un revólver pesa. Si
te disparas en la cabeza... —prosiguió sin hacer caso del grito ahogado de
Connie—, te caes de lado. ¿Dejas caer el brazo tal como lo encontramos y el
arma se desliza entre los dedos? Y por cierto, ¿presentaba huellas dactilares?
—No lo sé,
señor —respondió Perth con aspereza—. Para mí estaba claro que se trataba de un
suicidio, puesto que, tal como usted nos hizo ver, Sebastian Allard había estado
chantajeándolo para obtener toda clase de favores, cosas que no hubiese hecho
por voluntad propia y que echarían a perder su reputación como profesor.
—Sí, lo sé
—objetó Joseph con impaciencia—. Me refiero a pruebas. ¡Piénselo de nuevo! ¿Es
así como habría caído un arma?
—No lo sé,
señor. —Perth se mostró atribulado—. Supongo que resulta un poco... forzado.
Pero eso no demuestra nada. No sabemos cómo estaba sentado, ni qué movimientos
hizo cuando recibió el disparo. Le ruego que me perdone, señora. No quisiera
herir sus sentimientos, pero me lo están poniendo muy difícil.
—No se
preocupe, inspector —dijo Connie con calma, aunque tenía el rostro ceniciento.
Joseph
temió que fuera a desmayarse. Se acercó un poco hacia ella por si tenía que
sostenerla de improviso.
—Inspector
—dijo con apremio, mientras las ideas se agolpaban en su cabeza—. Seguramente,
si lográsemos demostrar que el arma estuvo en el embudo de un bajante del
tejado del director, sería la prueba de que el profesor Beecher no tuvo ocasión
de cogerla para quitarse la vida. ¿Está de acuerdo?
—Sí, señor,
así sería, pero ¿cómo vamos a demostrar eso? Las armas no dejan rastro y, si la
habían escondido allí, lo más probable es que estuviera envuelta en tela u otra
cosa para impedir que se viera o se mojase.
Mojar. La
idea fue como un fogonazo.
—¡El día en
que murió Beecher llovió! —exclamó Joseph casi gritando—. Si el arma estaba
envuelta en tela, ¡el paquete habría obturado el bajante! ¡Los bajantes que dan
al jardín de Fellow's Garden desaguan en unos barriles! Si uno de ellos está
vacío, ¡ya tiene la prueba que le falta! Y seguro que eligió ese lado, puesto
que el otro da al patio y queda mucho más expuesto.
Perth lo
miraba fijamente.
—Sí señor,
si está vacío, lo aceptaré como prueba. —Se dirigió hacia la puerta sin apenas
aguardar a que lo siguieran—. Más vale que vayamos a verlo de inmediato, antes
de que vuelva a llover y nos quedemos sin nada otra vez.
El camino
hasta St. John's era corto y lo recorrieron sin hablar y esquivando a los
peatones que deambulaban por las aceras estrechas. El sol reverberaba en el
pavimento y empezaba a hacer calor.
Cuando
entraron por la verja principal Mitchell quedó atónito y puso cara de pocos
amigos al ver de nuevo a Perth. Luego cruzaron el primer patio, el pasadizo
abovedado y el segundo patio y, puesto que la verja estaba cerrada como de
costumbre, atravesaron sin más demora la casa del director hasta Fellow's
Garden.
Joseph notó
que el pulso se le aceleraba mientras pasaban entre las flores, cuyo perfume
embalsamaba el aire, y se detenían delante del primer barril.
Echó una
mirada a Connie, quien se la devolvió. Tenía la boca seca.
Perth miró
el interior del barril.
—Lleno
hasta la cuarta parte —anunció—, más o menos. Connie se aproximó a Joseph y le
cogió con fuerza de la mano.
Perth fue
hasta el barril central y miró dentro. Se quedó inmóvil, un poco inclinado.
Connie
apretó más los dedos.
Joseph
notaba los latidos de su corazón.
—Está
seco... —murmuró Perth con voz ronca. Miró a Joseph y luego a Connie—. Será
mejor que comprobemos el último —añadió en voz baja—. Algo me dice que llevaba
usted razón, reverendo. De hecho, creo que no cabe duda.
—Si está
seco —señaló Joseph—, será porque el arma iba envuelta en algo. Puede que aún
se encuentre ahí, sobre todo si no hay gota de agua.
Perth lo
miró de hito en hito y luego, muy despacio, se volvió y se agachó para
inspeccionar el interior del bajante.
—Me parece
que está aquí mismo —dijo—. Ha bajado casi hasta el final. Voy a ver si puedo
sacarlo.
—¿Lo ayudo?
—ofreció Joseph.
—No,
gracias. Lo haré yo mismo —repuso Perth. Se quitó la chaqueta y se la dio a
regañadientes a Joseph. A continuación se arremangó con cuidado y metió el
brazo en el caño.
Connie fue
hasta el macizo de espuelas de caballero y arrancó una de las cañas que hacía
las veces de rodrigón. Regresó y se la ofreció a Perth.
—Gracias,
señora —dijo el inspector, cogiendo la caña con una mano sucia y arañada. Tres
minutos después sacó un trozo de lona como la que se usaba para cubrir las
bateas por la noche. Debía de tener algo más de un palmo cuadrado y presentaba
manchas de aceite en el centro. Perth se lo acercó a la nariz y olió.
—¿Huele a
aceite para lubricar armas? —preguntó Joseph con voz ronca.
—Eso
parece. Más vale que vaya a hablar con el señor Elwyn Allard.
—Iré con
usted —dijo Joseph sin titubear. Se volvió hacia Connie—. Creo que es mejor que
se quede aquí.
Connie no
discutió. Abrió la verja lateral que daba directamente al patio para que Joseph
y Perth salieran y luego entró en la casa.
Joseph
siguió a Perth hasta la habitación de Elwyn. Le constaba que iba a ser un
momento muy doloroso, tanto más cuanto que comprendía de sobra el odio que
había empujado a Elwyn a defender a su madre de la aflicción. Y tal vez también
el ansia por hacer algo lo bastante impactante para conseguir que se mostrara
agradecida con él, aunque lo hiciese sin saber por qué. Tal vez de ese modo
despertaría de su obsesión por Sebastian el rato suficiente para darse cuenta
de que aún le quedaba un hijo con vida que era tan merecedor de su amor como el
otro.
Encontraron
a Elwyn en la habitación de Morel. Estaban estudiando juntos, comentando
distintas opciones para traducir un discurso político. Fue Morel quien abrió la
puerta. Al ver de nuevo a Perth, se mostró atónito.
—Perdone
que lo moleste, señor —dijo Perth con gravedad—. Tengo entendido que el señor
Allard está aquí.
Morel se
volvió justo cuando Elwyn se asomaba detrás de él.
—¿Qué
sucede? —preguntó Elwyn, mirando a Joseph y a Perth alternativamente. Si tenía
miedo, no había el menor indicio en su rostro.
Joseph
habló antes de que Perth contestara.
—Creo que
sería conveniente que vinieras con nosotros a la comisaría, Elwyn. Hay algunas
preguntas que quizá puedas contestar y será mejor hacerlo allí.
Perth lo
miró con expresión de disgusto, pero accedió.
—Como quiera —convino Elwyn, revelando cierta
tensión. Morel miró a su compañero y luegoa Joseph. Finalmente se volvió hacia
Elwyn.
—¿Quieres
que te acompañe?
—No,
gracias señor Morel —intervino Perth—. Se trata de un asunto de familia. —Dio
un paso atrás para sostener abierta la puerta de la escalera—. Por aquí, señor
—ordenó a Elwyn.
—¿Qué ha
pasado? —preguntó Elwyn antes de llegar abajo.
Perth no
contestó hasta que hubieron salido al patio.
—Me lo
llevo para interrogarlo, señor, acerca de la muerte del profesor Beecher. Pensé
que sería mejor para usted que el señor Morel no se enterara aún. Si me da su
palabra de que vendrá sin armar un escándalo, no será necesario que le ponga
las esposas ni nada por el estilo.
Elwyn palideció.
—¡Esposas!
—tartamudeó. Se volvió hacia Joseph.
—Si quieres
que te acompañe, lo haré encantado —propuso Joseph—. O si prefieres que antes
avise a tus padres o a un abogado, me encargaré de eso primero.
—Yo...
Elwyn
estaba perdido, anonadado, como si nunca hubiese considerado la posibilidad de
que le ocurriera aquello. Meneó la cabeza, perplejo.
—El señor
Allard es una persona adulta, reverendo —objetó Perth con frialdad—. Si quiere
un abogado, desde luego puede tenerlo, pero no necesita a sus padres, ni
tampoco a usted. En sentido estricto, señor, esto no es asunto de su
incumbencia. Le agradecemos la ayuda prestada, pero el señor Allard no va a
causarnos ningún problema, de modo que usted puede quedarse en St. John's.
Quizá resulte más útil si le cuenta al director lo ocurrido y se encarga de que
avisen a los señores Allard.
—Eso ya lo
habrá hecho la señora Thyer —señaló Joseph, viendo la chispa de furia que
encendía el rostro de Perth al caer en la cuenta de ello—. Acompañaré a Elwyn,
a no ser que él prefiera que no lo haga.
Elwyn
titubeó y ese instante de indecisión bastó para que Joseph se convenciera de su
culpabilidad. Estaba asustado, confuso, pero para nada indignado.
Perth se
dio por vencido y los tres cruzaron la verja principal para salir a la calle.
Una vez en
la comisaría se tramitaron las formalidades para acusar a Elwyn del asesinato
de Harry Beecher. Elwyn se declaró inocente, y, siguiendo el consejo de Joseph,
rehusó decir nada más hasta que se presentara su abogado.
Gerald y
Mary Allard llegaron a St. John's una hora después de que Joseph regresase de
la comisaría. Mary estaba fuera de sí, con el rostro crispado de ira. En cuanto
Joseph entró en la sala de estar de la casa del director giró sobre sus talones
dando la espalda a Aidan Thyer, con quien estaba hablando, para fulminar a
Joseph con la mirada. Su cuerpo enjuto se veía decididamente descarnado
envuelto en un ajustado traje de seda negra que le otorgaba el aspecto de un
cuervo en invierno.
—¡Esto es
monstruoso! —gritó con voz estridente—. ¡Es imposible que Elwyn matara a ese
desgraciado! Por el amor de Dios, ¡Fue Beecher quien mató a Sebastian! Cuando
se dio cuenta de que el cerco se iba estrechando, se suicidó. Todo el mundo lo
sabe. Suelten a Elwyn de inmediato..., y con una disculpa por esta estúpida
equivocación. ¡Ahora mismo!
Joseph
permaneció inmóvil. ¿Qué podía decirle? Uno de sus hijos estaba muerto y el
otro era culpable de asesinato, aunque lo hubiese cometido erróneamente por
venganza.
—Lo lamento
—dijo, y lo lamentaba de veras, con un dolor que le partía el alma—, pero
tienen pruebas.
—¡Tonterías!
—espetó Mary—. Eso es totalmente absurdo. ¡Gerald!
Gerald se
acercó con aire desdichado, pálido y con la mirada empañada.
—Por Dios,
¿qué está pasando aquí? —inquirió—. Beecher mató a mi hijo y ahora van y
arrestan ami otro hijo cuando es más que obvio que Beecher se quitó la vida.
Levantó
tímidamente una mano para tocar a Mary, pero ésta se apartó de él.
—No —dijo
Joseph con toda la delicadeza de que fue capaz. No conseguía que Gerald le
cayera bien, pero le inspiraba una profunda lástima—. Beecher no mató a
Sebastian. Lo vieron en otra parte a la hora del crimen.
—¡Miente!
—exclamó Mary, furiosa—. Beecher era amigo suyo y está mintiendo para
protegerles., ¿Quién demonios vio a Beecher en parte alguna a las cinco de la
mañana? A no ser que estuviera acostado con alguien. Y si fue así, ¡sería con
una ramera, y la palabra de una ramera no vale un pimiento!
—Mary...
—comenzó Gerald, amedrentándose acto seguido bajo la mirada fulminante de su
esposa.
—Estaba
dando un paseo —contestó Joseph—. Y el arma que mató a Sebastian se hallaba
oculta en un sitio donde sólo contadas personas pudieron haberla dejado o
recuperarla...
—¡Beecher!
—exclamó Mary en tono triunfal—. ¡Naturalmente! Es la única respuesta que tiene
sentido.
—No
—replicó Joseph—. Quizá tuvo ocasión de esconderla, pero no de recuperarla.
Elwyn, en cambio, sí.
—Sigue
siendo ridículo —sostuvo Mary, tan tensa que temblaba—. ¡Si hubiese sabido
dónde estaba se lo habría dicho a la policía? Así a lo mejor habrían arrestado
al asesino de Sebastian. ¿O es que está tan loco para creer que también lo hizo
él?
—Claro que
no. Me consta que Elwyn no fue. No sé quién lo hizo —admitió—. Y creo que Elwyn
pensaba sinceramente que fue Beecher quien lo mató y que la ley no lo
castigaría...
—¡Entonces
está justificado! —dijo Mary con fiereza—. Mató a un asesino...
—Mató a
alguien que creyó que era un asesino —la corrigió Joseph—, y se equivocó.
—El que se
equivoca es usted —insistió Mary. Se volvió y gritó con voz estridente por la
desesperación, como si el mundo entero se hubiese vuelto loco—. ¡Tuvo que
hacerlo Beecher! Elwyn es moralmente inocente de todo crimen y voy a encargarme
de que no sufra por ello.
Joseph miró
más allá de ella hacia Aidan Thyer y otra vez lo asaltó el sombrío
presentimiento de que era él quien estaba detrás del documento y quizá también
de la muerte de Sebastian. Se lo veía pálido y cansado, con las arrugas del
rostro más marcadas. ¿Sabría lo de Connie y Beecher? ¿Lo había sabido siempre?
Joseph lo miró fijamente, escrutando su semblante, pero en sus ojos no encontró
nada revelador.
—¿Profesor
Reavley? —dijo Gerald con vacilación—. ¿Hará... lo que pueda por Elwyn? Yo...,
es decir, me gustaría que él... Usted es una persona influyente aquí... La
policía... —Se quedó sin saber qué decir.
—Sí, por
supuesto —convino Joseph—. ¿Tienen ustedes representación legal en Cambridge?
—Sí, sí...
Me refería más bien..., no sé..., como amigo...
—Desde
luego. Si lo desea, iré a verlo ahora mismo.
—Sí..., por
favor, hágalo. Yo me quedaré con mi esposa.
—¡Yo voy a
ver a Elwyn! —gritó Mary mirando hacia su marido.
—No, de eso
nada —contestó Gerald con inusitada firmeza—. Tú te quedas aquí.
—Voy a...
—Te quedas
aquí y punto —repitió Gerald, cogiéndola por el brazo e impidiéndole avanzar—.
Ya has hecho bastante daño.
Mary giró
en redondo y lo miró boquiabierta con una mezcla de estupefacción, rabia y
dolor, pero no discutió.
Joseph se
despidió de los presentes y se marchó.
Perth no
tuvo inconveniente en que Joseph viera a Elwyn a solas en la celda de la
comisaría. Era última hora de la tarde y las sombras se alargaban. La
habitación olía a cerrado, a viejos temores y desdichas.
Elwyn
estaba sentado en una de las dos sillas de madera y Joseph en la otra; una
tosca mesa de madera los separaba.
—¿Está bien
mi madre? —preguntó Elwyn en cuanto cerraron la puerta dejándolos solos. Se lo
veía muy pálido y sus ojeras parecían moratones.
—Está muy
enfadada —contestó Joseph sinceramente—. Le ha costado aceptar que puedas ser
culpable de la muerte de Beecher, pero cuando no ha tenido más remedio que
hacerlo, ha considerado que tienes un motivo justo y que eres moralmente
inocente.
Elwyn se
relajó. Su tez presentaba un aspecto extrañamente muerto, como si al tocarla
uno fuera a encontrarla fría.
—Tu padre
va a contratar a un abogado —prosiguió Joseph—, pero me gustaría saber si puedo
hacer algo por ti como amigo.
Elwyn bajó
la vista a las manos que tenía apoyadas sobre la mesa.
—Cuide de
mi madre en la medida que le sea posible —contestó—. Sufre muchísimo. Si
conociera a—mi tía Aline lo comprendería. Es su hermana mayor. Siempre lo hace
todo bien y es la primera en cuanto se propone. Tiene el don de hacer que
sientas que nunca serás tan inteligente ni tan importante como ella. Me parece
que siempre ha sido así. Hizo que... —Se interrumpió de golpe al darse cuenta
de que ya no conducía a nada. Inspiró profundamente y prosiguió con mayor
serenidad—. Usted apreciaba a Sebastian, veía lo mejor de él. Siga haciéndolo y
no permita que digan que era un cobarde... —Levantó la vista buscando los ojos
de Joseph.
—Nunca he
oído a nadie decir que fuera un cobarde —respondió Joseph—. Ni siquiera dándolo
a entender. Era arrogante y a veces manipulador. Disfrutaba con el poder que le
otorgaba su encanto. Aunque creo que con el tiempo incluso eso se olvidará y la
gente preferirá recordar sólo lo que había de bueno en él.
Elwyn
asintió brevemente con la cabeza y se frotó la cara con la mano. Parecía
desesperadamente cansado.
Joseph se
sentía muy apenado. A aquel pobre muchacho le habían exigido mucho más de la
cuenta. Su hermano había sido idolatrado y Mary, en su aflicción, había contado
con que Elwyn dejara a un lado su propio pesar para cargar con el suyo,
defendiéndola de la verdad y soportando el peso de sus emociones. Y por lo que
Joseph sabía, ella no le había dado nada a cambio, ni siquiera su gratitud o su
aprobación. Sólo ahora, cuando era demasiado tarde, tomaba en cuenta a su hijo
menor y se mostraba dispuesta a defenderlo. En cierto modo había sido su pasión
la que había conducido a Elwyn a buscar tan terrible venganza, y, para colmo,
ésta había resultado equivocada.
La verdad
aún estaba por descubrirse. Una tercera persona había escondido el arma en el
bajante después de matar a Sebastian, alguien que tenía acceso a la casa del
director. ¿Habría sido Connie, para proteger su reputación y con ésta todo lo
que su matrimonio le daba? ¿O Aidan Thyer, por ser él a quien Sebastian había
visto en la carretera de Hauxton cuando el Lanchester se estrelló? Aquélla tal
vez fuese la última oportunidad que Joseph tendría de preguntado. Elwyn ya no
tenía nada que perder y si lo sabía quizá se lo dijera.
—Elwyn...
Elwyn hizo
un gesto dándose por aludido, pero no levantó la vista.
—Elwyn, ¿cómo
encontraste el revólver?
—¿Qué?
Ah..., lo vi.
—¿Desde la
ventana de la habitación de arriba?
—Sí. ¿Por
qué? ¿A quién le importa eso ahora?
—A mí me
importa. Tú no viste al profesor Beecher esconderlo allí. ¿Lo hizo el señor
Thyer? ¿O fue su esposa?
Elwyn lo
miró fijamente con los ojos muy abiertos.
Joseph le
sostuvo la mirada. Parecía una lucha de voluntades.
—Sí que lo
vi, y era el profesor Beecher —dijo Elwyn por fin.
—En ese
caso lo hizo por otra persona —apuntó Joseph, consciente del golpe que le estaba
dando, pero se trataba de una verdad que no podría ocultar para siempre—. El
profesor Beecher no mató a Sebastian. No tuvo ocasión de hacerlo. Estaba en
otro lugar y hay un testigo para corroborarlo.
Elwyn tenía
el cuerpo rígido y los ojos hundidos, casi negros bajo la luz mortecina de la
celda.
—¿Otra
persona? —susurró horrorizado, aunque no con incredulidad. Joseph se dio cuenta
justo antes de que Elwyn intentara disimular, y por un instante se miraron
mutuamente con ese pleno conocimiento que nunca más podrían ignorar.
Finalmente
Joseph apartó la vista. Lo que acababa de averiguar le desgarraba las entrañas.
¡Elwyn había sabido en todo momento que Beecher no era el asesino de Sebastian!
¿Por qué había disparado contra él entonces? ¿A quién pretendía proteger? A
Connie no. ¿A Aidan Thyer? ¿Acaso Sebastian había visto a Thyer en la carretera
de Hauxton y se lo había contado a Elwyn antes de morir? ¿Era por eso por lo
que Elwyn no hablaría ni siquiera en las actuales circunstancias? ¿Cabía
concebir que hubiese matado a Beecher obedeciendo órdenes de Thyer para evitar
su propia muerte? Las ideas se arremolinaban en la mente de Joseph como hojas
en el caos de una tormenta. ¿Formaría parte todo aquello del complot que John
Reavley había descubierto en el documento de Reisenburg? ¿Iba a costarle la
vida a Elwyn Allard también?
Cerró los
ojos.
—Te ayudaré
en lo que pueda, Elwyn —dijo en voz baja—. Y que Dios me asista, ¡pues no sé
cómo hacerlo!
—No puede
—susurró Elwyn, tapándose la cara con las manos—. Ya es demasiado tarde.
* * *
15
El domingo
por la mañana Joseph despertó tarde. En su mente aún resonaban las últimas
palabras que Elwyn le había dirigido la víspera sumido en la desesperación. No
obstante, el muchacho estaba resuelto a ocultar parte del secreto que envolvía
la muerte de Sebastian a pesar del precio que iba a pagar. Joseph no había
dejado de darle vueltas en las horas de insomnio, sin sacar ninguna conclusión
que tuviera sentido.
Era 2 de agosto y seguía sin saber quién
había matado a sus padres, en qué consistía el documento ni qué había sido de
éste. Había intentado averiguarlo, pero todas las respuestas se evaporaban en
cuanto las formulaba. John y Alys Reavley estaban muertos, igual que Sebastian
Allard, el alemán Reisenburg y ahora Harry Beecher, y el pobre Elwyn quizá
también muriera bajo la acción de la justicia. Joseph se sentía impotente.
El día
siguiente era festivo; debería regresar a St. Giles y pasarlo con Judith.
Durante los últimos días había estado tan abrumado que ni siquiera le había
escrito, como tampoco a Hannah.
Se levantó
lentamente, se afeitó y se vistió, pero no fue al refectorio a desayunar. No
tenía hambre y desde luego no le apetecía para nada encontrarse con Moulton o
cualquier otro colega. No iba a dar explicaciones acerca de Elwyn ni a comentar
el asunto. Era una tragedia terrible, pero debía quedar en el ámbito de lo
privado. Bastante tenían que soportar los Allard sin el azote añadido de la
especulación de la gente.
Dedicó la
mañana a ordenar libros y papeles y escribió una extensa carta a Hannah que,
pese a no decir nada importante, serviría para mantener el contacto con ella.
Asistió al oficio religioso de las once en la capilla y se encontró escuchando
al párroco como quien oía llover, sin hallar el consuelo que tanto necesitaba.
Aunque, a decir verdad, tampoco era que hubiese contado con ello. Quizá conocía
tan bien las palabras que ya no las oía. Incluso la perfección de la música
parecía irrelevante en el mundo cotidiano, donde se enseñoreaban la desilusión
y la pérdida.
Por la
tarde pasó a ver a Connie Thyer, pero ésta sólo disponía de unos minutos que
dedicarle. Volvía a estar desbordada por la creciente histeria de Mary Allard y
la futilidad de sus intentos por ayudarla, deber que, no obstante, se sentía
obligada a cumplir movida por la compasión y la gravedad de las circunstancias.
Joseph
salió del recinto por la verja principal y paseó sin prisa ni rumbo fijo por
las calles casi desiertas del pueblo. Siendo día de guardar, todas las tiendas
estaban cerradas. Las pocas personas que vio iban sobriamente vestidas y al
cruzarse con ellas se limitaron a saludarlo respetuosamente con una inclinación
de cabeza.
Sin
proponérselo fue a parar a Jesus Lane e instintivamente torció a la derecha por
Emmanuel Road. Pasó por Christ's Pieces y finalmente cruzó St. Andrews Street,
siguiendo por Downing Street hacia Corpus Christi y el río.
En realidad
no pensaba, más bien dejaba que las ideas le pasaran por su cabeza. Aún tenía
ésta llena de preguntas y no sabía dónde hallar un hilo por el que empezar a
desenmarañar siquiera una respuesta. Quizá debía remontarse a quién había
matado a Sebastian y por qué.
El día más
largo del verano ya quedaba bastante atrás y a eso de las seis y media Joseph
estaba cansado y sediento y el sol empezaba a ponerse por el oeste. Tal vez
había llegado hasta la taberna cercana al estanque de Mill Pond
intencionadamente, pese a no haber sido consciente de ello. Allí podría
sentarse a cenar después de tomar un merecido refresco sin prisas. Buscaría la ocasión
de hablar con Flora Whickham de nuevo. Si Sebastian había sabido algo sobre el
accidente del Lanchester, ella sería la única persona a quien se lo habría
contado aparte de Elwyn, y Joseph tenía muy claro que no lograría sonsacar al
muchacho, encerrado como se hallaba en su desdicha y pesar, tal vez atenazado
por el miedo, también. Si estaba en posesión de aquella información letal,
transmitiéndola corría el peligro de convertirla en el catalizador de su propia
muerte. ¿Por qué iba a confiar en Joseph? Por el momento no había tenido éxito
en nada, salvo en demostrar que Beecher no había matado a Sebastian ni se había
suicidado.
La taberna
estaba poco concurrida, sólo había un puñado de ancianos tomando cerveza con la
expresión adusta y la voz apagada. El tabernero evolucionaba entre ellos con
calma, llenando jarras y fregando mesas. No había bromas ni para Flora.
Joseph tomó
empanada fría de carne con ensalada de tomate, encurtidos y verduras, y luego
frambuesas con nata. Las demás mesas estaban vacías y una calima dorada flotaba
en el aire cuando por fin Flora pudo dedicarle toda su atención. Los otros
clientes se habían marchado y el patrón le dejó terminar la jornada más pronto.
Flora
estuvo encantada de ir a dar un paseo por la arboleda de los Backs pese a lo
avanzado de la tarde. En el río no había un alma, al menos en aquel tramo, y
una brisa muy leve apenas movía las hojas que alternaban entre el verde oscuro
y el oro. Sólo se oía el susurro del viento, ninguna voz, ninguna risa.
—¿Es verdad
que el hermano de Sebastian mató al profesor Beecher? —preguntó Flora.
—Sí. Me
temo que así es.
—¿Para
vengar a Sebastian?
—No. El
profesor Beecher no mató a Sebastian y Elwyn lo sabía.
Flora
frunció el entrecejo. La luz dorada convertía su pelo en un halo alrededor de
su rostro.
—Pues
entonces, ¿por qué? —preguntó—. Él amaba a Sebastian, ¿sabe? —Hizo un breve
ademán de negación con la cabeza—. No lo idolatraba, conocía sus defectos,
incluso a pesar de no comprenderlo demasiado bien. Eran muy diferentes. —Miraba
al frente hacia la luz que atravesaba la suave curva del prado, las diminutas
motas de polvo que se arremolinaban en el aire, el sol que doraba la superficie
del agua—. Si va a haber una guerra, y por lo que dice la gente parece probable
que así sea, Elwyn habría ido a luchar. Habría pensado que era su deber, por
honor. Pero Sebastian habría hecho cualquier cosa con tal de impedirla.
—¿Elwyn
sabía eso?
—Creo que
sí. —Flora hizo una pausa antes de continuar—.Aunque no comprendía lo
importante que era la paz para Sebastian. Nadie lo comprendía.
—¿Ni
siquiera la señorita Coopersmith? —preguntó Joseph con delicadeza. Ignoraba si
Flora estaba enterada de su existencia, pero aun cuando no lo estuviese,
seguramente nunca había esperado que Sebastian le brindara nada más que
amistad, como mucho. Menos habría sido algo sucio y de escaso valor.
—Me parece
que algo sabía —repuso Flora, apartando la vista de Joseph—. Y eso la
incomodaba. Vino a verme después de su muerte. Me pidió que no dijera nada para
salvar el buen nombre de Sebastian y supongo que también para evitar que su
familia se sintiera herida. —Torció un poco los labios adoptando una expresión
compasiva—. Él no la amaba y ella lo sabía. Pensaba que quizá con el tiempo
surgiría el amor. Tiene que ser una sensación espantosa. Pero aun así quería
protegerlo.
Joseph
trató de imaginarse la escena, la orgullosa y poco agraciada Regina envuelta en
su elegante traje de luto frente a la camarera con la cara ovalada y el
reluciente pelo casi pre-rafaelita, pidiéndole que guardara silencio sobre su
amistad con Sebastian para salvar la reputación del muchacho. Y quizás en parte
para rescatar un poco de su orgullo público, ya que no privado, del hecho de
que hubiese preferido a Flora como confidente.
—¿Tanto le
importaba a Sebastian? —preguntó Joseph, recordando la conversación que había
mantenido con su pupilo a pocos metros de allí. Se había tratado de una Charla
intensa, de eso no cabía duda, pero ¿había sido sobre temores y sueños o sobre
la voluntad de hacer algo? Flora había hablado de actos—. ¿Iba más allá de las
meras palabras?
Flora bajó
la vista a la hierba y dijo en voz muy baja.
—Era su
pasión. Al fin y al cabo, en su vida nada importaba más que... mantener la paz,
cuidar de toda esta belleza que nos ha legado el pasado. Le aterrorizaban las
consecuencias de la guerra, no sólo los combates y las bombas. —Levantó un poco
la cabeza y miró más allá del río brillante hacia las torres de los intrincados
edificios inconmensurablemente hermosos que se recortaban contra el límpido
cielo—. La capacidad de romper, aplastar y quemar, pero ante todo la muerte del
espíritu. Cuando hemos destruido la civilización, ¿qué queda dentro de
nosotros? ¿La fuerza y los sueños para volver a empezar? No, no es cierto. Tras
destrozar lo que nos queda de sabiduría, de belleza, de lo que habla de lo
sagrado que llevamos dentro, también nosotros nos destruimos. Nos convertimos
en salvajes, pero sin las excusas que los salvajes tienen para serlo.
Joseph
creyó oír un eco de las palabras de Sebastian en el discurso de Flora, como si
él volviera a estar allí, caminando con pasos silenciosos en aquel exquisito
atardecer.
—¿Lo
comprende? —preguntó con apremio, volviéndose hacia él. Parecía importarle
mucho que lo hiciera.
Justo por
esa razón era preciso que le contestase con franqueza. —Depende de lo que uno
esté dispuesto a hacer para impedir que haya guerra.
—¿De veras?
—inquirió Flora—. ¿Acaso no merece la pena hacer lo que sea?
—¿Es lo que
pensaba Sebastian?
—¡Sí! Yo...
—Parecía preocupada y apartó la vista otra vez—. ¿Qué ha querido decir con eso
de que «depende»? ¿Qué puede haber peor que la guerra? Sebastian me contó
algunas cosas sobre la guerra de los Bóers. —Se estremeció—. Los campos de
concentración, lo mucho que sufrieron algunos niños y mujeres —susurró—. Si
haces eso ala gente, ¿qué te queda cuando vuelves a casa aunque hayas vencido?
—No lo sé
—confesó Joseph con un escalofrío—. Pero he llegado a un punto en el que no
puedo creer que aplacar la ira sea la respuesta. Pocas personas en su sano
juicio desean combatir, pero quizá debamos hacerlo.
—Me parece
que eso es lo que le daba más miedo. —Flora se detuvo. Estaban delante de
Trinity; St. John's se alzaba oscuro contra el ocaso y sólo había una delgada
franja de luz en el agua de debajo del puente—. Los últimos días estaba
sumamente disgustado por algo. No podía dormir, me parece que le daba miedo.
Era como si llevara dentro un dolor tan profundo que nunca se libraba de él.
Después de ese asesinato en Serbia lo vi tan al borde de la desesperación que
temí por él... ¡Quiero decir que realmente tuve miedo! Era como si para él ya
sólo hubiera tinieblas. Procuré consolarlo pero no lo conseguí. —Miró otra vez
a Joseph con el rostro transido de pena—. ¿Está muy mal que diga... que a veces
casi me alegro de que no haya vivido para ver todo esto? Porque vamos a entrar
en guerra, ¿verdad? Todos.
—Creo que
sí —repuso Joseph en voz baja. Aquella conversación parecía ridícula con la
espectacular puesta de sol en el horizonte, el aire preñado de aroma a hierba,
ningún otro sonido más que el murmullo del follaje y una bandada de estorninos
en vuelo ascendente por el azul traslúcido del cielo. ¿Acaso no era aquello la
mismísima alma de la paz, generaciones elevándose hasta la cima de la
civilización? ¿Cómo era posible que pudiera romperse?
—¡Se
esforzó tanto! —exclamó Flora con la voz quebrada de rabia y compasión—.
Pertenecía a una especie de club de luchadores por la paz, una organización muy
grande con sucursales por todo el mundo. Y habría hecho cualquier cosa por
ellos.
Joseph dio
un respingo.
—Vaya. ¿Y
quiénes son esa gente?
Flora meneó
la cabeza.
—No lo sé.
No quiso decírmelo, pero estaba muy entusiasmado con las grandes ideas que
tenían para detener la guerra que ahora se avecina. —Inclinó la cabeza y se
estrujó las manos—. ¡Me alegra que no tuviera que ver esto! Sus sueños eran tan
grandes, y tan buenos, que no hubiese soportado ver cómo quedaban en nada.
Faltó poco para que enloqueciera antes de que lo mataran. A veces me pregunto
si no lo harían por eso. —Buscó los ojos de Joseph—. ¿Cree que alguien
partidario de la guerra puede ser tan perverso como para matarlo por si lograba
evitarla?
Joseph no
contestó. Una dolorosa opresión en el pecho lo había dejado sin habla. ¿Se
trataba del complot que había descubierto su padre? ¿Había estado Sebastian
enterado en todo momento? ¿Qué precio estaban dispuestos a pagar por una paz
que a juicio de John Reavley arruinaría el honor de Inglaterra?
Flora echó
a andar otra vez, bajando la pendiente de hierba hacia el río, quizá porque la
luz se estaba desvaneciendo tan rápido que necesitaba apartarse de los árboles
para saber adónde iba. Encajaba divinamente en el paisaje, el cutis perfecto
pintado de oro por el último resplandor del día, el pelo formando una aureola alrededor
de su rostro.
Joseph la
alcanzó.
—Te
acompañaré de regreso —propuso.
Flora
sonrió y negó con la cabeza.
—No es
tarde. Si puedo cruzar por el colegio volveré por la calle. Pero gracias de
todos modos.
Joseph se
avino. Tenía que ver a Elwyn. Era el único que podría contestar a las preguntas
que bullían en su mente y no había tiempo que perder. La oscuridad no se cernía
sólo en el aire y el cielo, sino también en su corazón.
No regresó
a St. John's sino que atajó por el puente más próximo para atravesar el recinto
de Trinity hasta la calle, donde se dirigió hacia la comisaría caminando tan
deprisa como le fue posible. Su mente era un torbellino de ideas, las mismas
preguntas se repetían con insistencia exigiendo contestación.
Tenía que
ver a Elwyn a toda costa. Despertaría a quien fuese preciso y le daría la
excusa que hiciera falta.
No había
un, alma en las calles. Las farolas, como lunas inciertas, alumbraban de
amarillo los adoquines y losas del suelo. Sus pasos sonaban huecos, rápidos.
Llegó a la
comisaría y vio luces encendidas. Bien. Habría alguien, quizás aún de servicio.
Las puertas estaban abiertas y entró sin más dilación. Hizo caso omiso del
hombre que había tras el mostrador y oyó que éste lo llamaba mientras entraba
con aire resuelto en la habitación siguiente donde Perth discutía
acaloradamente con Gerald y Mary Allard y un hombre con un traje oscuro,
seguramente su abogado.
Se
volvieron hacia Joseph. Perth se veía agobiado y tan cansado que tenía los ojos
enrojecidos.
—Reverendo...
—dijo.
—Necesito
hablar con Elwyn. —Joseph no podía ocultar un dejo de desesperación en su voz.
Si el abogado lo hacía antes que él, quizá nunca llegaría a saber la verdad.
—¡No puede!
—denegó Mary—. Lo prohíbo. Usted sólo ha traído desgracias a mi familia y...
Joseph miró
a Perth.
—Creo que
sabe algo sobre la muerte de Sebastian. Por favor. ¡Es muy importante!
Todos los
ojos estaban fijos en él. El rostro de Mary no cedía un ápice y el abogado se
arrimó a ella como para apoyarla. Gerald permaneció inmóvil.
—¡Creo que
Sebastian estaba enterado de la muerte de mis padres! —exclamó Joseph presa del
pánico, amenazando con perder el dominio de sí mismo—. ¡Por favor!
Perth tomó
una decisión.
—¡Ustedes
se quedan aquí! —ordenó a los Allard y al abogado—. Usted venga conmigo —dijo a
Joseph—. Si el muchacho quiere verlo, no tendré inconveniente.
Sin
aguardar una posible reacción salió del despacho con Joseph pisándole los
talones.
Las celdas
donde Elwyn estaba encerrado quedaban bastante cerca, y en cuestión de minutos
llegaron a la puerta de la suya. La llave colgaba de un gancho fuera. Perth la
cogió, la metió en la cerradura y la hizo girar. Abrió la puerta y se detuvo,
paralizado.
Joseph
estaba un paso detrás de él y era más alto. Vio a Elwyn por encima del hombro
de Perth. Pendía de los barrotes del ventanuco que se abría en lo alto de la
pared. La soga que rodeaba su cuello estaba hecha de jirones de camisa
trenzados y era lo bastante fuerte para sostener su peso y estrangularlo.
Perth se
precipitó hacia él con un grito ahogado.
Joseph
creyó que iba a vomitar. La emoción lo embargó con una fuerza aplastante;
sintió compasión y alivio a un tiempo. Apenas notaba las lágrimas que corrían
por sus mejillas.
Perth se
esforzaba por desatar a Elwyn con dedos torpes, rasgando los nudos, rompiéndose
las uñas, jadeando entrecortadamente.
Joseph vio
la carta que había en el catre y la cogió. Nadie podía hacer ya nada por Elwyn.
El sobre iba dirigido a él. Lo abrió antes que Perth o algún otro se lo
impidiera.
Leyó:
Querido
profesor Reavley:
Sebastian
estaba muerto cuando fui a su habitación aquella mañana, y el arma estaba en el
suelo. Entendí que se había suicidado, pero pensé que lo había hecho porque
tenía miedo de ir a la guerra. Siempre creyó que tendría que ir. Ahora parece
que llevaba razón. Pero no leí su carta hasta después, cuando ya fue demasiado
tarde. Sólo pensé en ocultar su suicidio. Mi madre no habría soportado la idea
de que su hijo era un cobarde. La conoce lo bastante para entender lo que
quiero decir.
Cogí el
revólver y lo escondí en el embudo de lo alto del bajante de la casa del
director. En ningún momento tuve intención de culpar a nadie, pero el asunto se
me fue de las manos.
El profesor
B eecher debió de darse cuenta. Usted oyó lo que dijo en el rellano sobre Sebastian
y la valentía. Aunque para entonces ya había leído su carta, era demasiado
tarde. No tengo palabras para decirle cuánto lo siento. Ahora ya no me queda
nada. Al menos esto es la verdad.
ELWYN
ALLARD
Dentro del
sobre había otra carta, escrita en otra clase de papel y con la caligrafía de
Sebastian:
Querido
profesor Reavley:
Pensaba que
tenía la respuesta. Paz, la paz a toda costa. Una guerra en Europa aniquilaría
a millones, ¿qué significaban una o dos vidas si a cambio se salvaba tantísima
gente? Eso es lo que creía y hubiese dado mi propia vida encantado. Deseaba
preservar la belleza. Tal vez no sea posible y tengamos que combatir después de
todo.
Yo estaba
en Londres cuando me enteré de que habían robado el documento. Aquella misma
noche regresé a Cambridge. Me dieron un arma pero preferí hacer los abrojos yo
mismo con alambre. Así parecería un accidente. Sería mucho mejor. No era
difícil, sólo tedioso.
Al día
siguiente salí en bicicleta y la dejé en un campo. Se trataba de un plan muy
simple, y mucho más terrible de lo que me había figurado. Piensas en millones y
te quedas anonadado. Ves a dos conocidos hechos pedazos, desprovistos de
espíritu, y se te parte el alma. La realidad de la sangre y el dolor es muy
distinta de la idea. No puedo seguir viviendo ahora que sé cómo soy.
Ojalá no
hubiesen sido sus padres, Joseph. Lo lamento mucho, tanto que no tengo otro
remedio.
SEBASTIAN
Joseph se
quedó mirando el papel. Lo explicaba todo. Cada cual a su manera, Elwyn y
Sebastian eran muy parecidos: ciegos, heroicos, autodestructivos. Y al final
todo había sido en vano. La guerra estallaría de todos modos.
Perth
tendió a Elwyn en el suelo con cuidado, poniéndole una manta debajo de la
cabeza, como si eso sirviera de algo. Levantó la vista hacia Joseph. Tenía el
rostro ceniciento.
—No es
culpa suya —dijo Joseph—. Al menos así no habrá que celebrar juicio.
Perth
intentó decir algo y acabó soltando un quejido.
Joseph
volvió a dejar la carta de Elwyn encima del catre y guardó la de Sebastian.
—Voy a
informar a sus padres —anunció. Tenía la boca seca. ¿Cómo se lo diría? Salió de
la celda para regresar al despacho. Perth podría ordenar que alguien le echara
una mano.
En cuanto
entró en la estancia Mary dio un paso al frente y tomó aire para exigir una
explicación, pero al ver el semblante de Joseph se dio cuenta con terror de que
había algo que iba espantosamente mal.
Gerald se
aproximó a ella por detrás y le puso las manos sobre los hombros.
—Lo siento
—dijo Joseph en voz baja—. Elwyn ha admitido que mató al profesor Beecher
porque éste adivinó la verdad sobre la muerte de Sebastian...
—¡No!
—gritó Mary con voz aguda, intentando levantar los brazos para zafarse de su
marido.
Joseph no
se movió. No había modo de evitarlo. Se sintió como si estuviera dictando una
sentencia de muerte contra aquella desdichada mujer.
—Nadie
asesinó a Sebastian, sino que éste se suicidó. Elwyn no quería que usted lo
supiera, de modo que escondió el arma e hizo que pareciera un crimen para
protegerla. Lo lamento.
Mary se
quedó anonadada.
—No —musitó—.
No es verdad. Está mintiendo. No sé por qué pero miente. ¡Esto es una
conspiración!
Gerald
comprendió poco a poco el alcance de las palabras de Joseph. Soltó a Mary y se
tambaleó hacia atrás hasta desplomarse en una de las sillas de madera.
El abogado
estaba estupefacto.
—No
—repitió Mary—. ¡No! —Levantó la voz—. ¡No!
Perth
apareció en el vano de la puerta.
—He mandado
avisar a un médico...
Mary giró
en redondo.
—¡Está
vivo! ¡Lo sabía!
—No —dijo
Perth con voz ronca—. Es para usted. Lo siento. A Mary le flaquearon las
piernas.
Joseph se
acercó para sostenerla y ella la emprendió a golpes, contra él, que intentaba
ayudarla a sentarse en otra silla. Le dio en el rostro, pero sólo de refilón.
—Más vale
que se marche, señor —dijo Perth quedamente. No había enojo en su semblante,
sólo compasión y un cansancio infinito.
Joseph le
hizo caso y salió a la fría oscuridad que amortajaba la noche. Necesitaba estar
solo.
Al día
siguiente, 3 de agosto, Mitchell
le llevó el periódico a primera hora.
—Vamos a
entrar en guerra, señor —anunció sombríamente—. Ya no hay forma de evitarlo.
Ayer Rusia
invadió Alemania y los alemanes han marchado sobre Francia, Luxemburgo y Suiza.
Nuestra armada se ha movilizado y las tropas custodian las vías férreas para
garantizar el suministro de municiones y demás pertrechos. Ha llegado la hora
de la verdad, profesor Reavley. Dios nos asista.
—Sí,
Mitchell, supongo que así es —contestó Joseph. La realidad de la noticia
resultaba tan sofocante como la ausencia de aire en los pulmones.
—¿Se
marchará a su casa, señor?
Fue más una
constatación que una pregunta.
—Sí,
Mitchell. Por el momento aquí no hay nada que hacer. Tengo que estar con mi
hermana.
—Sí, señor.
Antes de
irse hizo una breve visita a Connie. Había muy poco que decir. No podía contarle
lo de Sebastian y, además, en cuanto la vio pensó en Beecher. Sabía muy bien
cómo era lo de perder a la única persona que creías poder amar y también lo que
uno sentía exactamente al enfrentarse a un porvenir vacío y sin fin. Lo único
que podía hacer era sonreírle y comentar algo sobre la guerra.
—Supongo
que muchos de ellos se alistarán como oficiales —dijo Connie en voz baja,
mirando con ojos empañados los soleados muros del jardín.
—Probablemente
—convino Joseph—. Es lo mejor que pueden hacer, si llega lo peor.
Connie se
volvió para mirarlo.
—¿Cree que
hay alguna esperanza de que no sea así?
—No lo sé
—reconoció Joseph.
Se quedó
sólo un rato más, ansiando decir algo a propósito de Beecher, aunque ella lo
comprendió sin necesidad de palabras. Había conocido a su amigo quizá mejor que
él mismo y, por consiguiente, lo echaría más de menos. Al final sólo dijo
«adiós» y fue en busca del director para despedirse.
Cumplidas
las formalidades, se dirigía a la calle por el patio exterior cuando vio a
Matthew entrar por la verja principal. Se le veía pálido y cansado, como si
hubiese pasado en vela buena parte de la noche. El sol le había aclarado el
pelo rubio y llevaba puesto el uniforme.
—¿Te llevo
a casa? —preguntó.
—Sí...,
gracias.
Joseph
titubeó apenas un instante, preguntándose si a Matthew le apetecería tomar una
taza de té o cualquier otra cosa antes de recorrer los últimos kilómetros, pero
vio la respuesta en sus ojos.
Diez
minutos después estaban de nuevo en la carretera. El ambiente era semejante al
de cualquier otro fin de semana de verano. Los setos de los caminos lucían un
follaje tupido, los campos estaban listos para la siega, salpicados con el
ardiente escarlata de las amapolas. Las golondrinas se iban agrupando.
Con el
corazón en un puño, Joseph refirió a Matthew lo acaecido la noche anterior. Se
sabía de memoria la carta de Elwyn y aún conservaba la de Sebastian. La leyó en
voz alta. No necesitaba explicación ni comentarios al margen. Cuando terminó de
leerla la dobló y la metió otra vez en el bolsillo. Se volvió hacia Matthew.
Tenía el rostro transido de pena y también de rabia por la futilidad de tantos
disgustos. Miró brevemente a Joseph de reojo. Fue una mirada de compasión, muda
y profunda.
—Tienes
razón —convino en voz baja, tomando la última curva de la carretera antes de
St. Giles y viendo la calle desierta al final—. Ninguno de nosotros puede hacer
nada ahora. Pobres diablos. Todo ha sido tan absurdo... Supongo que sigues sin
saber qué sucedió con el documento.
—No —repuso
Joseph en tono sombrío—. Ya te lo he dicho.
—Sí, es
verdad. Y yo sigo sin saber quién está detrás..., a no ser que sea Aidan Thyer,
tal como sugieres. ¡Maldita sea! Me caía bien. —A mí también, pero estoy
comenzando a darme cuenta de lo poco que importa eso —dijo Joseph compungido.
Matthew le
lanzó una mirada al doblar la esquina de la calle mayor con la de su casa.
—¿Qué vas a
hacer ahora? Archie seguirá en el mar como de costumbre. No tendrá alternativa.
Y yo seguiré en el SIS, naturalmente. Pero ¿y tú?
—No lo sé
—admitió Joseph, a todas luces preocupado.
Matthew
detuvo el coche delante de la casa. Los neumáticos hicieron crujir la grava. Un
momento después Judith abrió la puerta principal con una expresión de inmenso
alivio. Bajó la escalinata en dos zancadas y abrazó a Joseph y a Matthew.
Mientras
paseaban por el jardín, bajo los manzanos, le contaron lo de Elwyn y Sebastian,
dejándola atónita. La rabia, la compasión y la confusión arremetieron contra
ella como las olas de un mar embravecido y acabaron por marearla.
Almorzaron
tarde, cada cual sumido en sus pensamientos. Fue una de esas extrañas e
interminables ocasiones en que el tiempo se detiene. El ruido de los cubiertos
contra la porcelana resultaba ensordecedor.
Hoy,
mañana, un día de aquéllos Joseph tendría que tomar una decisión. Tenía treinta
y cinco años. No estaba obligado a combatir. Podía alegar toda suerte de
exenciones y nadie pondría objeciones. La vida tenía que seguir su curso en la
patria: había sermones que predicar, personas que bautizar, casar y enterrar,
visitas que hacer a los enfermos e inválidos.
De postre
sirvieron frambuesas. Dio cuenta de ellas despacio, saboreando su dulzura, como
si no las fuese a probar nunca más. Tuvo la impresión de que Matthew y Judith
esperaban que dijera algo pero no sabía el qué, y Matthew salvó la situación
interrumpiendo su indecisión.
—He estado
pensando —dijo lentamente—. No sé de qué armamento disponemos, al menos en
detalle. Lo que me consta es que no es suficiente. Tal vez nos pidan que
entreguemos cualquier arma que esté en buenas condiciones. Ignoro si alguien
las querrá, pero es posible.
—¿Tan mal
están las cosas? —preguntó Judith, pálida y asustada—. Quiero decir...
—¡No, claro
que no! —la interrumpió Joseph. Lanzó una mirada de advertencia a Matthew.
—Puede que
nos pidan las armas —dijo Matthew fríamente—. Yo no estaré en casa y no sé si
vosotros os quedaréis aquí o no. —Miró a Joseph, empujando la silla hacia
atrás. Se puso de pie—. Por lo menos hay dos escopetas, una nueva y una vieja
que quizá no sirva para nada. Y también está el mosquete.
—¡Podrías
abatir a un elefante con eso! —dijo Judith irónicamente—, Aunque harían falta
dos hombres para apuntar. Matthew puso la silla en su sitio.
—De todos
modos lo sacaré. Es probable que aún sea de utilidad a alguien.
Joseph fue
con él, no porque tuviera especial interés en las armas, pues las detestaba,
sino tan sólo por hacer algo.
—¡No es
preciso que la asustes de esa manera! —dijo en tono agrio—. Por el amor de
Dios, ¡sé más sensato!
—Es mejor
que sepa a qué atenerse —replicó Matthew.
Las armas
se guardaban bajo llave en un armario del estudio. Matthew lo abrió. Dentro
había las tres armas que había mencionado y una pistola de tiro al blanco. Las
examinó una por una, abriendo las escopetas para comprobar el estado del cañón.
—¿Ya has
decidido lo que vas a hacer? —preguntó, entrecerrando los ojos para mirar por
el cañón de la primera escopeta.
Joseph no
contestó. Sus pensamientos habían ido adquiriendo formas inamovibles desde
hacía más tiempo del que era consciente. Ya le habían cortado toda posible vía
de retirada para eludir lo inevitable. Ahora se veía obligado a reconocerlo.
Matthew
inspeccionó el otro cañón y volvió a cerrar el arma. Cogió la segunda escopeta
y la abrió.
—No
dispones de mucho tiempo, Joe —dijo—. Apenas un par de días.
Joseph
esperó que su hermano lo adivinase en una última y vana tentativa de aferrarse
a la inocencia. Comprendió el miedo de Sebastian. Quizá fuese eso lo que había
visto en él, una impotente compasión ante el sufrimiento que se sentía incapaz
de aguantar, siquiera para aliviarlo, porque lo abrumaba. Le horrorizaba la
rabia inherente a la guerra, la capacidad de odiar, de convertir en un objetivo
la muerte del prójimo... por la causa que fuera. Si se avenía a formar parte de
aquello estaría acabado.
Matthew
cogió el enorme mosquete. Era un artilugio extraño que se cargaba por la boca
del largo cañón. No se abría por la mitad como una escopeta, pero era letal en
las distancias cortas y estaba en condiciones de uso.
—¡Maldita
sea! —exclamó irritado, escudriñando el cañón—. ¡No veo nada! Quien diseñó
estas malditas armas tendría que haber pensado en su mantenimiento. No sé si
funciona o no. ¿Recuerdas cuándo se usó por última vez?
Joseph no
estaba escuchando. Su mente vagaba por el hospital donde había comenzado las
prácticas de medicina años atrás, recordando las heridas, el dolor, las muertes
que no podía evitar.
—Joe!
—gritó Matthew, enojado—. ¡Maldita sea! ¡Presta atención! ¡Pásame esa varilla
para que compruebe si está limpio o no!
Joseph le
pasó la varilla y Matthew la metió por el cañón del mosquete.
—Hoy algo
ahí dentro —dijo con impaciencia—. Es... —Bajó lentamente las manos sin soltar
el arma—. Es papel —agregó con voz ronca—. Es un rollo de papel.
Joseph notó
un escalofrío.
—¡Sostén el
arma! —ordenó, cogiendo la varilla de la mano de Matthew y comenzando a hurgar
cuidadosamente con ella. Las manos le temblaban tanto como las de su hermano
sujetando el cañón del mosquete.
Le llevó
casi diez minutos sacar el papel sin romperlo. Lo desenrolló y lo alisó. Él y
Matthew lo leyeron a la vez.
Era un
documento provisional y aún no estaba firmado, pero se trataba de un acuerdo
entre el káiser y el rey Jorge V, cuyos términos eran tremendamente simples.
Gran Bretaña se mantendría al margen y permitiría que Alemania invadiera y
conquistase Bélgica, Francia y, por descontado, Luxemburgo, salvando los
cientos de miles de vidas que se perderían si se intentaba defender a esas
naciones.
A cambio se
constituiría un imperio anglo—alemán con un poderío invulnerable en la tierra y
el mar, y ambas naciones se repartirían las riquezas del mundo: África, India,
el Lejano Oriente y, lo mejor de todo, América.
La
intervención militar sería rápida y casi indolora, la recompensa,
inconmensurable.
—¡Santo cielo!
—exclamó Matthew—. Es... ¡Es monstruoso! Es...
—Es lo que
papá quiso evitar y por lo que pagó con su vida dijo Joseph con voz quebrada.
Creer en aquello había sido lo único que le había permitido conservar la
entereza a pesar de las desgracias ocurridas. Su padre había estado en lo
cierto en todo momento. Lo invadió una sensación de paz, una suerte de
certidumbre esencial—. Y quizá se salió con la suya. Habrá guerra. Sabe Dios
cuánta gente morirá pero Inglaterra dio su palabra a Bélgica y no la traicionará.
Eso sería peor que la muerte.
Matthew se
frotó la cara con las manos.
—¿Quién
está detrás de esto?
Se sentía
agotado, pero ahora que la duda y la vulnerabilidad habían desaparecido hallaba
renovadas fuerzas en su interior.
—No lo sé
—respondió Joseph—. ¿Thyer? ¿Qué has averiguado?
Matthew
meneó la cabeza.
—Chetwin...
El propio Shearing, supongo. ¡Incluso Sandwell! Tampoco lo sé.
—O
cualquier otra persona en la que ni se nos ha ocurrido pensar —apuntó Joseph.
Matthew lo
miró fijamente.
—Sea quien
sea se trata de alguien astuto y despiadado, y es libre de seguir haciendo lo
que le plazca.
—Pero ha
fracasado...
—No
aceptará el fracaso. —Matthew se mordió el labio inferior. Estaba pálido—. Un
hombre capaz de soñar esto no se detendrá así como así. Tendrá planes
alternativos, otras ideas. Y, desde luego, no actúa solo. Tiene aliados, otros
soñadores ingenuos e idealistas, desafectos y ambiciosos. Y nunca sabremos
quiénes son hasta que sea demasiado tarde.
Algo
contenido en aquellas palabras cristalizó lo que Joseph ya sabía en el fondo de
su ser haciéndolo innegable, sellándolo para siempre. Sintiera lo que sintiese,
costara lo que le costase a su mente o a su corazón, a pesar del horror o de su
falta de carácter para lograr algo de provecho, tenía que ir a la guerra. Si
había que salvar el honor, la fe, cualquier valor humano o divino, no tenía
escapatoria. Aprendería a mantener sus emociones al margen, a no sentir rabia
ni piedad, y así lograría sobrevivir.
—Me
alistaré en el ejército —dijo—, como capellán. —Fue una declaración rotunda,
incuestionable, sin vuelta de hoja—. No lucharé pero estaré allí. Ayudaré.
Matthew
sonrió y su rostro adoptó una expresión de extraordinaria ternura, con un
brillo en los ojos que Joseph, para su asombro, identificó como orgullo.
—Contaba
con ello —dijo quedamente.
En algún
rincón de la casa sonó el teléfono.
La luz de
la calle empezaba a decaer, volviéndose neblinosa.
—¿Qué vamos
a hacer con esto? —preguntó Matthew, mirando el documento.
—Volver a
esconderlo en el mosquete —contestó Joseph con decisión—. Puede que lo
necesitemos algún día. Nadie creerá en su existencia sin verlo. Cuando
registraron la casa no lo encontraron. Este lugar es tan seguro como cualquier
otro. Si inutilizas el arma de forma evidente a nadie se le ocurrirá requisada.
Matthew
contempló un tanto compungido el viejo mosquete. —Detesto hacer esto —dijo
mientras sacaba el percutor. Joseph enrolló el documento otra vez y lo metió en
el cañón, sirviéndose de la varilla para empujado hasta el fondo.
Justo
cuando terminaron Judith se asomó a la puerta con el semblante demudado.
—¿Quién ha
llamado? —preguntó Joseph.
—Era para
Matthew —dijo ella entrecortadamente—. El señor Shearing. Sir Edward Grey ha
dicho en el Parlamento que si Alemania invade Bélgica, Gran Bretaña hará honor
al tratado para salvaguardar la neutralidad belga y entrará en guerra. Quiere
que regreses en cuanto puedas. — Suspiró con un estremecimiento—. Habrá guerra,
¿verdad?
—Sí
—contestó Joseph—. La habrá.
Matthew
asintió con la cabeza.
—Hemos encontrado
el documento que le costó la vida a papá —informó a Judith—. Será mejor que
vayamos a la sala de estar y te contemos lo que contiene.
Judith no
se movió.
—¿Qué es?
—inquirió—. ¿Dónde estaba? ¿Por qué no lo encontramos antes?
—Dentro del
mosquete —repuso Joseph—. Es algo tan terrible como papá dijo..., e incluso
más.
—¡Quiero
verlo! —exclamó Judith.
Matthew
respiró hondo.
—¡Quiero
verlo! —repitió Judith.
Joseph
cogió el mosquete del armario y comenzó a sacar el papel con sumo cuidado otra
vez.
Matthew le
echó una mano sujetando el arma. Por fin salió. Lo desenrolló y se lo entregó a
Judith.
Ella lo
tomó en sus manos y lo leyó lentamente.
En lugar de
miedo su rostro mostró un inmenso y doloroso orgullo. Las lágrimas asomaron a
sus ojos, y no les hizo el menor caso cuando resbalaron por sus mejillas.
Levantó la vista hacia sus hermanos.
—¡Entonces
tenía razón!
—¡Desde
luego! —dijo Joseph con voz ahogada—. Fue típico de papá restar importancia al
problema. Hubiese cambiado el mundo entero convirtiendo a Inglaterra en la
nación más deshonrosa de los anales de la historia. Quizá se hubiesen salvado
vidas, o no, pero sólo a corto plazo. Al final el coste habría sido
incalculable. Hay cosas por las que merece la pena luchar...
Judith
asintió con la cabeza y regresó lentamente a la sala de estar. El sol ya se
ponía, proyectando largas sombras.
Joseph y
Matthew metieron por segunda vez el documento en el cañón del mosquete y se
reunieron con ella.
Conversaron
un rato, hasta que la luz se desvaneció, recordando momentos que habían
compartido, unos divertidos, otros no tanto, todos ellos entretejidos en la
tela de la memoria para brillar en la oscuridad del porvenir.
Luego
Shearing volvió a llamar. Matthew contestó al teléfono y escuchó.
—Sí —dijo
al cabo—. Sí, señor. Por supuesto. Estaré ahí a primera hora de la mañana.
—Colgó el auricular y miró a Joseph y Judith—. Alemania ha declarado la guerra
a Francia y ha concentrado tropas para invadir Bélgica. Cuando eso suceda,
enviaremos un ultimátum a Alemania, que naturalmente ésta rechazará. Mañana a
medianoche estaremos en guerra. Grey ha dicho: «Las lámparas se están apagando
por toda Europa, quizá no volvamos a verlas encendidas en nuestra vida.»
—Quién
sabe. —Joseph suspiró profundamente—. Tendremos que llevar nuestra luz... todo
lo bien que podamos.
Judith
apoyó la cabeza en su hombro y Matthew la rodeó con el brazo, cogió la mano de
Joseph y la estrechó con fuerza.
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