lunes, 20 de febrero de 2012

Libro: Thomas Kuhn (La Estructura de las Revoluciones) Parte 2/4 [Filosofia]



VI. LA ANOMALÍA Y LA EMERGENCIA DE LOS DESCUBRIMIENTOS CIENTÍFICOS
la ciencia normal, la actividad para la resolución de enigmas que acabamos de examinar, es una empresa altamente acumulativa que ha tenido un éxito eminente en su objetivo, la extensión conti­nua del alcance y la precisión de los conocimien­tos científicos. En todos esos aspectos, se ajusta con gran precisión a la imagen más usual del tra­bajo científico. Sin embargo, falta un producto ordinario de la empresa científica. La ciencia normal no tiende hacia novedades fácticas o teó­ricas y, cuando tiene éxito, no descubre ninguna. Sin embargo, la investigación científica descubre repetidamente fenómenos nuevos e inesperados y los científicos han inventado, de manera conti­nua, teorías radicalmente nuevas. La historia su­giere incluso que la empresa científica ha desa­rrollado una técnica cuyo poder es único para producir sorpresas de este tipo. Para reconciliar esta característica de la ciencia con todo lo que hemos dicho ya, la investigación bajo un para­digma debe ser particularmente efectiva, como método, para producir cambios de dicho paradig­ma. Esto es lo que hacen las novedades funda­mentales fácticas y teóricas. Producidas de ma­nera inadvertida por un juego llevado a cabo bajo un conjunto de reglas, su asimilación requiere la elaboración de otro conjunto. Después de conver­tirse en partes de la ciencia, la empresa, al menos la de los especialistas en cuyo campo particular caen las novedades, no vuelve a ser nunca la misma.
Debemos preguntarnos ahora cómo tienen lugar los cambios de este tipo, tomando en considera-
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ción, primero, los descubrimientos o novedades fácticas, y luego los inventos o novedades teóri­cas. Sin embargo, muy pronto veremos que esta distinción entre descubrimiento e invento o entre facto y teoría resulta excesivamente artificial. Su artificialidad es un indicio importante para va­rias de las tesis principales de este ensayo. Al exa­minar en el resto de esta sección descubrimientos seleccionados, descubriremos rápidamente que no son sucesos aislados, sino episodios extensos, con una estructura que reaparece regularmente. El descubrimiento comienza con la percepción de la anomalía; o sea, con el reconocimiento de que en cierto modo la naturaleza ha violado las ex­pectativas, inducidas por el paradigma, que rigen a la ciencia normal. A continuación, se produce una exploración más o menos prolongada de la zona de la anomalía. Y sólo concluye cuando la teoría del paradigma ha sido ajustada de tal modo que lo anormal se haya convertido en lo esperado. La asimilación de un hecho de tipo nuevo exige un ajuste más que aditivo de la teo­ría y en tanto no se ha llevado a cabo ese ajuste —hasta que la ciencia aprende a ver a la natura­leza de una manera diferente—, el nuevo hecho no es completamente científico.
Para ver cuán estrechamente entrelazadas se en­cuentran las novedades fácticas y las teóricas en un descubrimiento científico, examinemos un ejemplo particularmente famoso: el descubrimien­to del oxígeno. Al menos tres hombres diferentes tienen la pretensión legítima de atribuírselo y varios otros químicos, durante los primeros años de la década de 1770, deben haber tenido aire enriquecido en un recipiente de laboratorio, sin saberlo.1 El progreso de la ciencia normal, en este
1 Sobre la discusión del descubrimiento del oxígeno,


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caso de la química neumática, preparó el camino para un avance sensacional, de manera muy com­pleta. El primero de los que se atribuyen el descubrimiento, que preparó una muestra relati­vamente pura del gas, fue el farmacéutico sueco C. W. Secheele. Sin embargo, podemos pasar por alto su trabajo, debido a que no fue publicado sino hasta que el descubrimiento del oxígeno ha­bía sido ya anunciado repetidamente en otras partes y, por consiguiente, no tuvo efecto en el patrón histórico que más nos interesa en este caso.2 El segundo en el tiempo que se atribuyó el descubrimiento, fue el científico y clérigo bri­tánico Joseph Priestley, quien recogió el gas libe­rado por óxido rojo de mercurio calentado, como un concepto en una investigación normal prolon­gada de los "aires" liberados por un gran número de substancias sólidas. En 1774, identificó el gas así producido como óxido nitroso y, en 1775, con la ayuda de otros experimentos, como aire común con una cantidad menor que la usual de flogisto. El tercer descubridor, Lavoisier, inició el trabajo que lo condujo hasta el oxígeno después de los experimentos de Priestley de 1774 y posiblemente como resultado de una indicación de Priestley. A comienzos de 1775, Lavoisier señaló que el gas
que todavía es clásica, véase: The Eighteenth-Century Revolution in Science. The First Phase, de A. N. Meldrum (Calcuta, 1930), cap. v. Una revisión reciente, indispensa­ble, que incluye un informe de la controversia sobre la prioridad, es: Lavoisier, théoricien et expérimentateur, de Maurice Daumas (París, 1955), caps. II-III. Para obte­ner un informe más completo y bibliografía, véase tam­bién "The Historical Structure of Scientific Discovery", de T. S. Kuhn, Science, CXXXVI (1° de junio de 1962), 760-64.
2 No obstante, véase: "A Lost Letter from Secheele to Lavoisier", de Uno Bocklund, Lychnos, 1957-58, pp. 39-62 para estudiar una evaluación diferente del papel desem­peñado por Scheele.


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obtenido mediante el calentamiento del óxido rojo de mercurio era "el aire mismo, entero, sin alte­ración [excepto que]... sale más puro, más res-pirable".3 Hacia 1777, probablemente con la ayuda de una segunda indicación de Priestley, Lavoisier llegó a la conclusión de que el gas constituía una especie bien definida, que era uno de los dos prin­cipales componentes de la atmósfera, conclusión que Priestley no fue capaz de aceptar nunca.
Este patrón de descubrimiento plantea una pre­gunta que puede hacerse con respecto a todos y cada uno de los nuevos fenómenos que han lle­gado alguna vez a conocimiento de los científicos. ¿Fue Priestley o Lavoisier, si fue uno de ellos, el primero que descubrió el oxígeno? En cualquier caso, ¿cuándo fue descubierto el oxígeno? La pre­gunta podría hacerse en esta forma, incluso si no hubiera existido nunca más que un solo científico que se atribuyera el descubrimiento. Como regla sobre la prioridad y la fecha, no nos interesa en absoluto la respuesta. No obstante, un intento para encontrar una, serviría para esclarecer la naturaleza del descubrimiento, debido a que no existe ninguna respuesta del tipo buscado. El des­cubrimiento no es el tipo de proceso sobre el que se hace la pregunta de manera apropiada. El he­cho de que se plantee —la prioridad por el oxí­geno ha sido cuestionada repetidamente desde los años de la década de 1780— es un síntoma de algo desviado en la imagen de una ciencia, que concede al descubrimiento un papel tan funda­mental. Veamos una vez más nuestro ejemplo. La pretensión de Priestley de que había descubierto
3 B. Conant, The Overthrow of the Phlogiston Theory: The Chemical Revolution of 1775-1789 ("Harvard Case Histories in Experimental Science", Caso 2; Cambridge, Mass., 1950), p. 23. Este folleto, muy útil, reproduce mu­chos de los documentos importantes.


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el oxígeno, se basaba en su prioridad en el aisla­miento de un gas que fue más tarde reconocido como un elemento definido. Pero la muestra de Priestley no era pura y, si el tener en las manos oxígeno impuro es descubrirlo, lo habrían hecho todos los que embotellaron aire atmosférico. Ade­más, si el descubridor fue Priestley, ¿cuándo tuvo lugar el descubrimiento? En 1774 pensó que había obtenido óxido nitroso, una especie que conocía ya; en 1775 vio el gas como aire deflogistizado, que todavía no es oxígeno o que incluso es, para los químicos flogísticos, un tipo de gas absoluta­mente inesperado. La pretensión de Lavoisier puede ser más contundente; pero presenta los mismos problemas. Si rehusamos la palma a Priestley, no podemos tampoco concedérsela a La­voisier por el trabajo de 1775 que lo condujo a identificar el gas como "el aire mismo, entero". Podemos esperar al trabajo de 1776 y 1777, que condujo a Lavoisier a ver no sólo el gas sino también qué era. Sin embargo, aun esta conce­sión podría discutirse, pues en 1777 y hasta el final de su vida Lavoisier insistió en que el oxí­geno era un "principio de acidez" atómico y que el gas oxígeno se formaba sólo cuando ese "prin­cipio" se unía con calórico, la materia del calor.4 Por consiguiente, ¿podemos decir que el oxígeno no había sido descubierto todavía en 1777? Algu­nos pueden sentirse tentados a hacerlo. Pero el principio de acidez no fue eliminado de la quí­mica hasta después de 1810 y el calórico hasta los años de la década de 1860. El oxígeno se había convertido en una sustancia química ordinaria an­tes de cualquiera de esas fechas.
Está claro que necesitamos conceptos y un nue­vo vocabulario para analizar sucesos tales como
4 H. Metzger, La philosophie de la matière chez Lavoi­sier (París, 1935); y Daumas, op. cit., cap. VII.


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el descubrimiento del oxígeno. Aunque sea indu­dablemente correcta, la frase "El oxígeno fue des­cubierto", induce a error, debido a que sugiere que el descubrir algo es un acto único y simple, asimilable a nuestro concepto habitual de la vi­sión (y tan discutible como él). Por eso supone­mos con tanta facilidad que el descubrir, como el ver o el tocar, debe ser atribuible de manera inequívoca a un individuo y a un momento dado en el tiempo. Pero la última atribución es siem­pre imposible y la primera lo es con frecuencia. Ignorando a Scheele, podemos decir con seguri­dad que el oxígeno no fue descubierto antes de 1774 y podríamos decir también, probablemente, que fue descubierto aproximadamente en 1777 o muy poco tiempo después de esta fecha. Pero dentro de estos límites o de otros similares, cual­quier intento para ponerle fecha al descubrimien­to debe ser, de manera inevitable, arbitrario, ya que el descubrimiento de un tipo nuevo de fenó­meno es necesariamente un suceso complejo, que involucra el reconocimiento, tanto de que algo existe como de qué es. Nótese, por ejemplo, que si el oxígeno fuera para nosotros aire deflogisti-zado insistiríamos sin vacilaciones en que Priestley lo descubrió, aun cuando de todos modos no sa­bríamos exactamente cuándo. Pero si tanto la observación y la conceptualización, como el hecho y la asimilación a la teoría, están enlazadas inse­parablemente en un descubrimiento, éste, enton­ces, es un proceso y debe tomar tiempo. Sólo cuando todas las categorías conceptuales perti­nentes están preparadas de antemano, en cuyo caso el fenómeno no será de un tipo nuevo, po­drá descubrirse sin esfuerzo qué existe y qué es, al mismo tiempo y en un instante.
Concedamos ahora que el descubrimiento invo­lucra un proceso extenso, aunque no necesaria-


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mente prolongado, de asimilación conceptual. ¿Po­dríamos decir también que incluye un cambio en el paradigma? A esta pregunta no podemos darle todavía una respuesta general; pero, al menos en este caso preciso, la respuesta deberá ser afirma­tiva. Lo que anunció Lavoisier en sus escritos, a partir de 1777, no fue tanto el descubrimiento del oxígeno, como la teoría de la combustión del oxígeno.  Esta teoría fue la piedra angular para una reformulación tan amplia de la química que, habitualmente, se la conoce como la revolución química.   En realidad, si el descubrimiento del oxígeno no hubiera sido una parte íntimamente relacionada con el surgimiento de un nuevo para­digma para la química, la cuestión de la prio­ridad, de la que partimos, no hubiera parecido nunca tan importante. En este caso como en otros, el valor atribuido a un nuevo fenómeno y, por consiguiente, a su descubridor, varía de acuerdo con nuestro cálculo de la amplitud con la que dicho fenómeno rompía las previsiones inducidas por el paradigma.  Sin embargo, puesto que será importante más adelante, nótese que el descubri­miento del oxígeno no fue por sí mismo la causa del cambio en la teoría química. Mucho antes de que desempeñara un papel en el descubrimiento del nuevo gas, Lavoisier estaba convencido, tan­to de que había algo que no encajaba en la teoría del flogisto como de que los cuerpos en combus­tión absorbían alguna parte de la atmósfera. Eso lo había registrado ya en una nota sellada que depositó en la Secretaría de la Academia Fran­cesa, en 1772.5   Lo que logró el trabajo con el oxígeno fue dar forma y estructura adicionales
5 El informe más serio sobre el origen del descontento de Lavoisier es el de Henry Guerlac, Lavoisier. The Crucial Year: The Background and Origin of His First Experi-ments on Combustión in 1772 (Ithaca, N. Y., 1961).


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al primer sentimiento de Lavoisier de que algo faltaba. Le comunicó algo que ya estaba prepa­rado para descubrir: la naturaleza de la sustan­cia que la combustión sustrae de la atmósfera. Esta comprensión previa de las dificultades debe ser una parte importante de lo que permitió ver a Lavoisier en experimentos tales como los de Priestley, un gas que éste había sido incapaz de ver por sí mismo. Recíprocamente, el hecho de que fuera necesaria la revisión de un paradigma importante para ver lo que vio Lavoisier debe ser la razón principal por la cual Priestley, hacia el final de su larga vida, no fue capaz de verlo.
Dos otros ejemplos mucho más breves refor­zarán mucho lo que acabamos de decir y, al mis­mo tiempo, nos conducirán de la elucidación de la naturaleza de los descubrimientos hacia la com­prensión de las circunstancias en las que surgen en la ciencia. En un esfuerzo por representar los modos principales en que pueden surgir los des­cubrimientos, escogimos estos ejemplos de tal modo que sean diferentes tanto uno del otro como ambos respecto del descubrimiento del oxígeno. El primero, el de los rayos X, es un caso clásico de descubrimiento por medio de un accidente, un tipo de descubrimiento que tiene lugar con ma­yor frecuencia de lo que nos permiten compren­der las normas impersonales de la información científica. Su historia comienza el día en que el físico Roentgen interrumpió una investigación normal sobre los rayos catódicos debido a que había notado qué una pantalla de platino-cianu-ro de bario, a cierta distancia de su aparato pro­tegido, resplandecía cuando se estaba produciendo la descarga. Investigaciones posteriores —requi­rieron siete agitadas semanas durante las que Roentgen raramente salió de su laboratorio— indicaron que la causa del resplandor procedía


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en línea recta del tubo de rayos catódicos, que las sombras emitidas por la radiación no podían ser desviadas por medio de un imán y muchas otras cosas. Antes de anunciar su descubrimiento, Roentgen se convenció de que su efecto no se debía a los rayos catódicos sino a un agente que, por lo menos, tenía cierta similitud con la luz.6
Incluso un tan breve resumen revela semejan­zas sorprendentes con el descubrimiento del oxí­geno : antes de experimentar con el óxido rojo de mercurio, Lavoisier había realizado experimentos que no produjeron los resultados previstos se­gún el paradigma flogista; el descubrimiento de Roentgen se inició con el reconocimiento de que su pantalla brillaba cuando no debería hacerlo. En ambos casos, la percepción de la anomalía —o sea, un fenómeno para el que el investigador no estaba preparado por su paradigma— desem­peñó un papel esencial en la preparación del camino para la percepción de la novedad. Pero, también en estos dos casos, la percepción de que algo andaba mal fue sólo el preludio del descubri­miento. Ni el oxígeno ni los rayos X surgieron sin un proceso ulterior de experimentación y asi­milación. Por ejemplo, ¿en qué momento de la investigación de Roentgen pudiéramos decir que los rayos X fueron realmente descubiertos? En todo caso, no fue al principio, cuando todo lo que el investigador había notado era una panta­lla que resplandecía. Por lo menos otro investi­gador había visto ya ese resplandor y, con la pena consiguiente, no había logrado descubrir nada.7
6 L. W. Taylor, Physics, the Pioneer Science (Boston, 1941), pp. 790-94; y T. W. Chalmers, Historic Researches (Londres, 1949), pp. 218-19.
7 E. T. Whittaker, A History of the Theories of Aether and Electricity, I (2a ed.; Londres, 1951), 358, nota 1. Sir George Thompson me ha informado de otra segunda apro-


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Podemos ver casi con la misma claridad que no podernos desplazar el momento del descubrimien­to a un punto determinado durante la última se­mana de investigación, ya que en ese tiempo, Roentgen estaba explorando las propiedades de la nueva radiación que ya había descubierto. Sólo podemos decir que los rayos X surgieron en Würz-burg entre el 8 de noviembre y el 28 de diciembre de 1895.
Sin embargo, en una tercera zona, la existen­cia de paralelismos importantes entre los descu­brimientos del oxígeno y de los rayos X es mucho menos evidente. A diferencia del descubrimiento del oxígeno, el de los rayos X no estuvo impli­cado, al menos durante una década posterior al suceso, en ningún trastorno evidente de la teoría científica. Entonces, ¿en qué sentido puede decir­se que la asimilación de ese descubrimiento haya hecho necesario un cambio del paradigma? Los argumentos para negar un cambio semejante son muy poderosos. Desde luego, los paradigmas acep­tados por Roentgen y sus contemporáneos no hubieran podido utilizarse para predecir los ra­yos X. (La teoría electromagnética de Maxwell no había sido aceptada todavía en todas partes y la teoría particular de los rayos catódicos era sólo una de varias especulaciones corrientes). Pero tampoco prohibían esos paradigmas, al menos en un sentido obvio, la existencia de los rayos X, del modo como la teoría del flogisto había pro­hibido la interpretación dada por Lavoisier al gas de Priestley. Por el contrario, en 1895 la teoría científica aceptada y la práctica admitían una se­rie de formas de radiación —visible, infrarroja y ultravioleta. ¿Por qué no habrían podido ser
ximación. Advertido por placas fotográficas inexplicable­mente veladas, Sir William Crookes estaba también en el camino del descubrimiento.


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aceptados los rayos X como una forma más de una categoría bien conocida de fenómenos natu­rales? ¿Por qué no fueron recibidos de la misma forma que, por ejemplo, el descubrimiento de un elemento químico adicional? En la época de Roent­gen, se estaban buscando y encontrando todavía nuevos elementos para llenar los vacíos de la tabla periódica. Su búsqueda era un proyecto ordinario de la ciencia normal y el éxito sólo era motivo de felicitaciones, no de sorpresa.
Sin embargo, los rayos X fueron recibidos no sólo con sorpresa sino con conmoción. Al princi­pio, Lord Kelvin los declaró una burla muy elabo­rada.8 Otros, aunque no podían poner en duda la evidencia, fueron sacudidos por el descubri­miento. Aunque la teoría establecida no prohibía la existencia de los rayos X, éstos violaban expec­tativas profundamente arraigadas. Esas expecta­tivas, creo yo, se encontraban implícitas en el diseño y la interpretación de los procedimientos de laboratorio establecidos. Hacia 1890, el equi­po de rayos catódicos era empleado ampliamente en numerosos laboratorios europeos. Si el aparato de Roentgen produjo rayos X, entonces otros nu­merosos experimentadores debieron estar produ­ciendo esos mismos rayos, durante cierto tiempo, sin saberlo. Quizá esos rayos, que pudieran tener también otras fuentes desconocidas, estaban im­plícitos en un comportamiento previamente ex­plicado sin referencia a ellos. Por lo menos, varios tipos de aparatos que durante mucho tiempo fue­ron familiares, en el futuro tendrían que ser pro­tegidos con plomo. Los trabajos previamente concluidos sobre proyectos normales tendrían que hacerse nuevamente, debido a que los científicos
8 Silvanus P. Thompson, The Life of Sir William Thom­son Baron Kelvin of Largs (Londres, 1910), II, 1125.


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anteriores no habían reconocido ni controlado una variable importante. En realidad, los rayos X abrieron un nuevo campo y, en esa forma, con­tribuyeron al caudal potencial de la ciencia nor­mal. Pero, asimismo, y éste es ahora el punto más importante, cambiaron campos que ya exis­tían. En el proceso, negaron a tipos de instrumen­tación previamente paradigmáticos el derecho a ese título.
En resumen, de manera consciente o no, la de­cisión de emplear determinado aparato y de usar­lo de un modo particular, lleva consigo una suposición de que sólo se presentarán ciertos tipos de circunstancias. Hay expectativas tanto instrumentales como teóricas, y con frecuencia han desempeñado un papel decisivo en el desarro­llo científico. Una de esas expectativas es, por ejemplo, parte de la historia del tardío descubri­miento del oxígeno. Utilizando una prueba ordi­naria para "la bondad del aire", tanto Priestley como Lavoisier mezclaron dos volúmenes de su gas con un volumen de óxido nítrico, sacudieron la mezcla sobre agua y midieron el volumen del residuo gaseoso. La experiencia previa de la que había surgido ese procedimiento ordinario les aseguró que, con aire atmosférico, el residuo se­ría un volumen y que para cualquier otro gas (o para el aire contaminado) sería mayor. En los experimentos sobre el oxígeno, ambos descubrie­ron un residuo cercano a un volumen e identifi­caron el gas en consecuencia. Sólo mucho más tarde y, en parte, a causa de un accidente, renun­ció Priestley al procedimiento ordinario y trató de mezclar óxido nítrico con su gas en otras pro­porciones. Descubrió entonces que con un volu­men cuádruple de óxido nítrico casi no quedaba residuo en absoluto. Su fidelidad al procedimien­to original de la prueba —procedimiento sancio-


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nado por muchos experimentos previos— había sido, simultáneamente, una aceptación de la no existencia de gases que pudieran comportarse como lo hizo el oxígeno.9
Podrían multiplicarse las ilustraciones de este tipo haciendo referencia, por ejemplo, a la iden­tificación tardía de la fisión del uranio. Una de las razones por las que esa reacción nuclear re­sultó tan difícil de reconocer fue la de que los hombres que sabían qué podía esperarse del bombardeo del uranio, escogieron pruebas quími­cas encaminadas principalmente al descubrimiento de elementos situados, en el extremo superior de la tabla periódica.10 ¿Debemos llegar a la con­clusión de que la ciencia debería abandonar las pruebas ordinarias y los instrumentos normaliza­dos, por la frecuencia con que esos compromisos
9 Conant, op. cit., pp. 18-20.                                      
10 K. K. Darrow, "Nuclear Fission", Bell System Tech-nical Journal, XIX (1940), 267-89. El criptón, uno de los dos productos principales de la fisión, no parece haber sido identificado por medios químicos sino después de que se comprendió bien la reacción. El bario, el otro producto, casi fue identificado químicamente en una etapa final de la investigación debido a que ese elemento tuvo que aña­dirse a la solución radiactiva para precipitar el elemento pesado que buscaban los químicos nucleares. El fracaso para separar ese bario añadido del producto radiactivo condujo, finalmente, después de investigar repetidamente la reacción durante casi cinco años, al siguiente informe: "Como químicos, esta investigación debería conducirnos... a cambiar todos los nombres del esquema [de reacción] precedente y a escribir Ba, La, Ce en lugar de Ra, Ac, Th. Pero, como 'químicos nucleares' con una relación estrecha con la física, no podemos decidirnos a ello, ya que con­tradiría todas las experiencias previas de la física nuclear. Puede ser que una serie de accidentes extraños haga que nuestros resultados no respondan a lo esperado" (Otto Hahn y Fritz Strassman, "Über den Nachweis und das Verhalten der bei der Bestrahlung des Urans mittels Neu-tronen entstehended Erdalkalimetalle", Die Naturwissen-schalten, XXVII (1939), 15).


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instrumentales resultan engañosos? Esto daría como resultado un método inconcebible de inves­tigación. Los procedimientos y las aplicaciones paradigmáticas son tan necesarios a la ciencia como las leyes y las teorías paradigmáticas y tie­nen los mismos efectos. Inevitablemente, restrin­gen el campo fenomenológico accesible a la inves­tigación científica en cualquier momento dado. Al reconocer esto, podemos ver simultáneamente un sentido esencial en el que un descubrimiento como el de los rayos X hace necesario un cambio del paradigma —y, por consiguiente, un cam­bio tanto de los procedimientos como de las expectativas— para una fracción especial de la comunidad científica. Como resultado, de ello, podemos comprender también cómo el descubri­miento de los rayos X pudo parecer que abría un mundo nuevo y extraño a muchos científicos y por tanto pudo participar de manera tan efec­tiva en la crisis que condujo a la física del siglo XX.
Nuestro último ejemplo de descubrimientos científicos, el de la botella de Leyden, pertenece a una clase que pudiera describirse como indu­cida por la teoría. Inicialmente, ese término pue­de parecer paradójico. Gran parte de lo que hemos dicho hasta ahora sugiere que los descu­brimientos predichos por la teoría son partes de la ciencia normal y no dan como resultado nin­gún tipo nuevo de hecho. Por ejemplo, me he referido previamente a los descubrimientos de nuevos elementos químicos durante la segunda mitad del siglo XIX como procedentes de la cien­cia normal, en esa forma. Pero no todas las teorías pertenecen a paradigmas. Tanto durante los periodos anteriores a los paradigmas como durante las crisis que conducen a cambios en gran escala en los paradigmas, los científicos


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acostumbran desarrollar muchas teorías especu­lativas e inarticuladas, que pudieran señalar el camino hacia los descubrimientos. Sin embargo, con frecuencia el descubrimiento que se produ­ce, no corresponde absolutamente al anticipado por las hipótesis especulativas y de tanteo. Sólo cuando el experimento y la teoría de tanteo se articulan de tal modo que coincidan, surge el descubrimiento y la teoría se convierte en pa­radigma.
El descubrimiento de la botella de Leyden muestra todas esas características, así como tam­bién las que hemos visto antes. Cuando se ini­ció, no había un paradigma único para la inves­tigación eléctrica. En lugar de ello, competían una serie de teorías, todas ellas derivadas de fe­nómenos relativamente accesibles. Ninguna de ellas lograba ordenar muy bien toda la varie­dad de fenómenos eléctricos. Este fracaso es la fuente de varias de las anomalías que proporcio­naron la base para el descubrimiento de la bote­lla de Leyden. Una de las escuelas competidoras de electricistas consideró a la electricidad un fluido y ese concepto condujo a una serie de cien­tíficos a intentar embotellar dicho fluido, soste­niendo en las manos una redoma de cristal llena de agua y tocando ésta con un conductor sus­pendido de un generador electrostático activo. Al retirar la redoma de la máquina y tocar el agua (o un conductor conectado a ella) con la mano libre, cada uno de esos investigadores experimentaba un fuerte choque. Sin embargo, esos primeros experimentos no proporcionaron a esos investigadores la botella de Leyden. Este instrumento surgió más lentamente y, también en este caso, es imposible decir cuándo se com­pletó el descubrimiento. Los primeros intentos de almacenar fluido eléctrico tuvieron buenos re-


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sultados sólo debido a que los investigadores sostenían la redoma en las manos mientras per­manecían en pie en el suelo. Los electricistas tenían que aprender todavía que la redoma nece­sitaba una capa conductora tanto interior como exterior y que el fluido no se almacena realmente en la redoma. El artefacto que llamamos botella de Leyden surgió en algún momento, en el cur­so de las investigaciones que demostraron a los electricistas lo anterior y que les hicieron descu­brir varios otros efectos anómalos. Además, los experimentos que condujeron a su descubrimien­to, muchos de ellos llevados a cabo por Franklin, fueron también los que hicieron necesaria la re­visión drástica de la teoría del fluido y, de ese modo, proporcionaron el primer paradigma com­pleto para la electricidad.11
Hasta un punto mayor o menor (correspon­diendo a la continuidad que va de resultados im­previstos al resultado previsto), las características comunes a los tres ejemplos antes citados, son también comunes a todos los descubrimientos de los que surgen nuevos tipos de fenómenos. Esas características incluyen: la percepción pre­via de la anomalía, la aparición gradual y simul­tánea del reconocimiento tanto conceptual como de observación y el cambio consiguiente de las categorías y los procedimientos del paradigma, acompañados a menudo por resistencia. Hay in­cluso pruebas de que esas mismas características están incluidas en la naturaleza del proceso mis­mo de percepción. En un experimento psicoló-
11 Para ver varias etapas de la evolución de la botella de Leyden, véase: Franklin and Newton: An Inquiry into Speculative Newtonian Experimental Science and Fran­klin's Work in Electricity as an Example Thereof, de I. B. Cohen (Filadelfia, 1956, pp. 385-86, 400-406, 452-67, 506-7). La última etapa es descrita por Whittaker, op. cit., pp. 50-52.


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gico, que merece ser conocido mucho mejor fuera de la profesión, Bruner y Postman pidieron a sujetos experimentales que identificaran, en ex­posiciones breves y controladas, una serie de car­tas de la baraja. Muchas de las cartas eran nor­males, pero algunas habían sido hechas anómalas; por ejemplo: un seis de espadas rojo y un cuatro de corazones negro. Cada etapa experimental es­taba constituida por la muestra de una carta única a un sujeto único, en una serie gradual­mente aumentada de exposiciones. Después de cada exposición, se le preguntaba al sujeto qué había visto y se concluía el ciclo con dos identi­ficaciones sucesivas correctas.12
Incluso en las exposiciones más breves, mu­chos sujetos identificaron la mayoría de las car­tas y, después de un pequeño aumento, todos los sujetos las identificaron todas. Para las cartas normales, esas identificaciones eran habitualmen-te correctas; pero las cartas anormales fueron identificadas casi siempre, sin asombro o vacila­ción aparentes, como normales. El cuatro negro de corazones, por ejemplo, podía ser identificado como un cuatro, ya sea de picas o de corazones. Sin ninguna sensación del trastorno, se lo ajus­taba inmediatamente a una de las categorías con­ceptuales preparadas por las experiencias previas. Ni siquiera podría decirse que los sujetos habían visto algo diferente de lo que identificaron. Con un mayor aumento del tiempo de exposición de las cartas anómalas, ciertos sujetos comenzaron a dudar y a dar muestras de que se daban cuen­ta de la existencia de una anomalía. Por ejemplo, antes el seis de picas rojo, algunos dirían: Es el seis de picas; pero tiene algo extraño, lo negro
12 J. S. Bruner y Leo Postman, "On the Perception of Incongruity: A Paradigm", Journal of Personality, XVIII (1949), 206-23.


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tiene un reborde rojo. Un aumento posterior de la exposición daba como resultado más dudas y confusión, hasta que, finalmente, y a veces de ma­nera muy repentina, la mayoría de los sujetos llevaban a cabo la identificación correcta sin va­cilaciones. Además, después de hacerlo así con dos o tres de las cartas anómalas, no tenían ya grandes dificultades con las siguientes. Sin em­bargo, unos cuantos sujetos no fueron capaces en ningún momento de llevar a cabo el ajuste nece­sario de sus categorías. Incluso a cuarenta veces la exposición media necesaria para reconocer las cartas normales con exactitud, más del 10 por ciento de las cartas anómalas no fueron identifi­cadas correctamente. Y los sujetos que fallaron en esas condiciones mostraron, con frecuencia, un gran desaliento personal. Uno de ellos exclamó: "No puedo hacer la distinción, sea la que fuere. Ni siquiera me pareció ser una carta en esta ocasión; no sé de qué color era ni si se trataba de una pica o de un corazón. Ya ni siquiera es­toy seguro de cómo son las picas. ¡Dios mío!"13 En la sección siguiente, veremos a veces a cien­tíficos que también se comportan en esa forma. Ya sea como metáfora o porque refleja la natu­raleza de la mente, este experimento psicológico proporciona un esquema maravillosamente sim­ple y convincente para el proceso del descubri­miento científico. En la ciencia, como en el experimento con las cartas de la baraja, la nove­dad surge sólo dificultosamente, manifestada por la resistencia, contra el fondo que proporciona lo esperado. Inicialmente, sólo lo previsto y lo habitual se experimenta, incluso en circunstancias
13 Idem, p. 218. Mi colega Postman me dijo que, aun­que conocía de antemano todo sobre el aparato y la pre­sentación, se sintió, no obstante, muy incómodo al mirar las cartas anómalas.


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en las que más adelante podrá observarse la ano­malía. Sin embargo, un mayor conocimiento da como resultado la percepción de algo raro o re­laciona el efecto con algo que se haya salido antes de lo usual. Esta percepción de la anoma­lía abre un periodo en que se ajustan las cate­gorías conceptuales, hasta que lo que era inicial-mente anómalo se haya convertido en lo previsto. En ese momento, se habrá completado el descu­brimiento. He insistido ya en que ese proceso u otro muy similar se encuentra involucrado en el surgimiento de todas las novedades científi­cas fundamentales. Ahora señalaré cómo, recono­ciendo el proceso, podemos comenzar por fin a comprender por qué la ciencia normal, una acti­vidad no dirigida hacia las novedades y que al principio tiende a suprimirlas, puede, no obs­tante, ser tan efectiva para hacer que surjan.
En el desarrollo de cualquier ciencia, habitual-mente se cree que el primer paradigma aceptado explica muy bien la mayor parte de las observa­ciones y experimentos a que pueden con facilidad tener acceso todos los que practican dicha ciencia. Por consiguiente, un desarrollo ulterior exige, normalmente, la construcción de un equipo com­plejo, el desarrollo de un vocabulario esotérico y de habilidades, y un refinamiento de los con­ceptos que se parecen cada vez menos a sus prototipos usuales determinados por el sentido común. Por una parte, esta profesionalización conduce a una inmensa limitación de la visión de los científicos y a una resistencia considerable al cambio del paradigma. La ciencia se hace así cada vez más rígida. Por otra parte, en los cam­pos hacia los que el paradigma dirige la atención del grupo, la ciencia normal conduce a una in­formación tan detallada y a una precisión tal en la coincidencia de la teoría y de la observación


EMERGENCIA DE DESCUBRIMIENTOS         111
como no podrían lograrse de ninguna otra forma. Además, esa minuciosidad y esa precisión de la coincidencia tienen un valor que trasciende su interés intrínseco no siempre muy elevado. Sin el aparato especial que se construye principal­mente para funciones previstas, los resultados que conducen eventualmente a la novedad no podrían obtenerse. E incluso cuando existe el aparato, la novedad ordinariamente sólo es apa­rente para el hombre que, conociendo con preci­sión lo que puede esperar, está en condiciones de reconocer que algo anómalo ha tenido lugar. La anomalía sólo resalta contra el fondo propor­cionado por el paradigma. Cuanto más preciso sea un paradigma y mayor sea su alcance, tanto más sensible será como indicador de la anoma­lía y, por consiguiente, de una ocasión para el cambio del paradigma. En la forma normal del descubrimiento, incluso la resistencia al cambio tiene una utilidad que exploraremos más detalla­damente en la sección siguiente. Asegurando que no será fácil derrumbar el paradigma, la resis­tencia garantiza que los científicos no serán dis­traídos con ligereza y que las anomalías que con­ducen al cambio del paradigma penetrarán hasta el fondo de los conocimientos existentes. El he­cho mismo de que, tan a menudo, una novedad científica importante surja simultáneamente de varios laboratorios es un índice tanto de la pode­rosa naturaleza tradicional de la ciencia normal como de lo completamente que esta actividad tradicional prepara el camino para su propio cambio.


VII. LAS CRISIS Y LA EMERGENCIA DE LAS TEORÍAS CIENTÍFICAS
todos los descubrimientos examinados en la Sec­ción VI fueron causas de cambio de paradigmas o contribuyeron a él. Además, los cambios en que estuvieron implicados esos descubrimientos fue­ron tanto destructivos como constructivos. Des­pués de que el descubrimiento había sido asimi­lado, los científicos se encontraban en condiciones de explicar una gama más amplia de fenómenos naturales o de explicar con mayor precisión algu­nos de los previamente conocidos. Pero este avan­ce se logró sólo descartando ciertas creencias y procedimientos previamente aceptados y, simul­táneamente, reemplazando esos componentes del paradigma previo por otros. He insistido ya en que los cambios de este tipo están asociados a todos los descubrimientos logrados por la cien­cia normal, exceptuando sólo los no sorprenden­tes, previstos en todo, con excepción de los deta­lles. Sin embargo, los descubrimientos no son las únicas fuentes de esos cambios, tanto destructi­vos como constructivos, de los paradigmas. En esta sección comenzaremos a estudiar los cam­bios similares, pero generalmente mucho mayo­res, que son el resultado de la formulación de nuevas teorías.
Habiendo visto ya que en las ciencias, hecho y teoría, descubrimiento e invento, no son categó­rica y permanentemente diferentes, podemos es­perar que haya coincidencias entre esta sección y la anterior. (La sugestión imposible de que Priestley fue el primero en descubrir el oxígeno y de que Lavoisier lo inventó más tarde, tiene sus atractivos. Ya hemos encontrado el oxígeno 112


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como descubrimiento; pronto lo veremos como invento). Al ocuparnos del surgimiento de nuevas teorías, es también inevitable que ampliemos nuestra comprensión de los descubrimientos. Sin embargo, coincidencia en ciertos puntos no es lo mismo que identidad. Los tipos de descubrimien­tos estudiados en la sección anterior no fueron responsables, al menos por sí solos, de los cam­bios de paradigmas que se produjeron en revo­luciones tales como la de Copérnico, la de New-ton, la química y la de Einstein. Tampoco fueron responsables de los cambios de paradigma algo menores (debido a que fueron más exclusivamen­te profesionales) producidos por la teoría ondu­latoria de la luz, la teoría dinámica del calor o la teoría electromagnética de Maxwell. ¿Cómo pueden surgir teorías como ésas de la ciencia normal, una actividad todavía menos dirigida a ellas que a los descubrimientos?
Si la percepción de la anomalía desempeña un papel en la aparición de nuevos tipos de fenó­menos, no deberá sorprender a nadie que una percepción similar, aunque más profunda, sea un requisito previo para todos los cambios acep­tables de teoría. Creo que en este punto, las pruebas históricas son absolutamente inequívo­cas. El estado de la astronomía de Tolomeo era un escándalo, antes del anuncio de Copérnico.1 Las contribuciones de Galileo al estudio del mo­vimiento dependieron estrechamente de las difi­cultades descubiertas en la teoría aristotélica por los críticos escolásticos.2 La nueva teoría de
1   A. R. Hall, The Scientific Revolution, 1500-1800 (Lon­
dres, 1954), p. 16.
2   Marshall Claget, The Science of Mechanices in the Middle Ages (Madison, Wis., 1959), Partes II-III. A. Koyré muestra una serie de elementos medievales en el pensa­ miento de Galileo, en sus Etudes Galiléennes (París, 1939), sobre todo el Vol- I.


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Newton sobre la luz y el color tuvo su origen en el descubrimiento de que ninguna de las teorías existentes antes del paradigma explicaban la lon­gitud del espectro, y la teoría de las ondas, que reemplazó a la de Newton, surgió del interés cada vez mayor por las anomalías en la relación de los efectos de difracción y polarización con la teoría de Newton.3 La termodinámica nació de la coli­sión de dos teorías físicas existentes en el siglo XIX, y la mecánica cuántica, de una diversidad de difi­cultades que rodeaban a la radiación de un cuer­po negro, a calores específicos y al efecto foto­eléctrico.4 Además, en todos esos casos con excepción del de Newton, la percepción de la anomalía había durado tanto y había penetrado tan profundamente, que sería apropiado descri­bir los campos afectados por ella como en es­tado de crisis creciente. Debido a que exige la destrucción de paradigmas en gran escala y cam­bios importantes en los problemas y las técnicas de la ciencia normal, el surgimiento de nuevas teorías es precedido generalmente por un pe­riodo de inseguridad profesional profunda. Como podría esperarse, esta inseguridad es generada por el fracaso persistente de los enigmas de la ciencia normal para dar los resultados apeteci­dos. El fracaso de las reglas existentes es el
3 Sobre Newton, véase "Newton's Optical Papers", en Isaac Newton's Papers and Letters in Natural Philosophy, de T. S. Kuhn, ed. I. B. Cohén (Cambridge, Mass., 1958), pp. 27-45. Para el preludio de la teoría de las ondas, véase: A History of the Theories of Aether and Electricity, I, de E. T. Whittaker (2a ed.; Londres, 1951), 94-109; y History ai the Inductive Sciences, de W. Whewell (ed. rev.; Lon­dres, 1847), II, 396-466.
4 Sobre la termodinámica, véase: Life of William Thom­son Baron Kelvin of Largs, de Silvanus P. Thompson (Londres, 1910). Sobre la teoría cuántica, véase: The Quantum Theory, de Fritz Reiche, trad. H. S. Hatfield y H. L. Brose (Londres, 1922), caps. I-II.


CRISIS Y EMERGENCIA DE TEORÍAS              115
que sirve de preludio a la búsqueda  de otras nuevas.
Examinemos primeramente un caso particular­mente famoso de cambio de paradigma, el sur­gimiento de la astronomía de Copérnico. Cuando su predecesor, el sistema de Tolomeo, fue des­arrollado durante los dos siglos anteriores a Cris­to y los dos primeros de nuestra era, tuvo un éxito admirable en la predicción de los cambios de posición tanto de los planetas como de las estrellas. Ningún otro sistema antiguo había dado tan buenos resultados; con respecto a las estre­llas, la astronomía de Tolomeo es utilizada to­davía en la actualidad, con bastante amplitud, como manual de aproximación de ingeniería; con respecto a los planetas, las predicciones de Tolo­meo eran tan buenas como las de Copérnico. Pero para una teoría científica, el tener un éxito ad­mirable no es lo mismo que tener un éxito com­pleto. Con respecto tanto a la posición planetaria como a la precesión de los equinoccios, las pre­dicciones hechas con el sistema de Tolomeo nun­ca se conformaron por completo a las mejores observaciones disponibles. La posterior reducción de esas pequeñas discrepancias constituyó, para un gran número de los sucesores de Tolomeo, muchos de los principales problemas de la inves­tigación astronómica normal, del mismo modo como un intento similar para hacer coincidir la observación del cielo con la teoría de Newton, proporcionó en el siglo XVIII problemas de inves­tigación normal a los sucesores de Newton. Du­rante cierto tiempo, los astrónomos tenían todas las razones para suponer que esos intentos ten­drían tanto éxito como los que habían conducido al sistema de Tolomeo. Cuando se presentaba una discrepancia, los astrónomos siempre eran capaces de eliminarla, mediante algún ajuste par-


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ticular del sistema de Ptolomeo de los círculos compuestos. Pero conforme pasó el tiempo, un hombre que examinara el resultado neto del es­fuerzo de investigación normal de muchos astró­nomos podía observar que la complejidad de la astronomía estaba aumentando de manera mucho más rápida que su exactitud y que las discrepan­cias corregidas en un punto tenían probabilidades de presentarse en otro.6
Debido a que la tradición astronómica fue in­terrumpida repetidamente desde el exterior y a que, en ausencia de la imprenta, la comunicación entre los astrónomos era limitada, esas dificulta­des sólo lentamente fueron reconocidas. Pero se produjo la percepción. Durante el siglo XIII, Al­fonso X pudo proclamar que si Dios lo hubiera consultado al crear el Universo, hubiera recibido un buen consejo. En el siglo XVI, Domenico da Novara, colaborador de Copérnico, sostuvo que ningún sistema tan complicado e inexacto como había llegado a ser el de Tolomeo, podía existir realmente en la naturaleza. Y el mismo Copér­nico escribió en el Prefacio al De Revolutionibus, que la tradición astronómica que había heredado sólo había sido capaz de crear un monstruo. A principios del siglo XVI, un número cada vez mayor de los mejores astrónomos europeos reco­nocía que el paradigma astronómico fallaba en sus aplicaciones a sus propios problemas tradi­cionales. Este reconocimiento fue el requisito previo para que Copérnico rechazara el paradig­ma de Tolomeo y se diera a la búsqueda de otro nuevo. Su famoso prefacio es aún una de las des­cripciones clásicas de un estado de crisis.6
5 J. L. E. Dreyer, A History af Astronomy from Thales to Kepler (2a ed.; Nueva York, 1953), caps, XI-XII.
6 The Copernican Revolution, T. S. Kuhn (Cambridge, Mass., 1957), pp. 13543.


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Por supuesto, el derrumbamiento de la activi­dad técnica normal de resolución de enigmas no fue el único ingrediente de la crisis astronómica a la que se enfrentó Copérnico. Un estudio más amplio revelaría también la presión social en pro de la reforma del calendario, presión que volvió particularmente apremiante al enigma de la pre­cesión. Además, una explicación más completa tomaría en consideración la crítica medieval a Aristóteles, el ascenso del neoplatonismo en el Renacimiento, así como también otros elementos históricos significativos. Pero el desbarajuste téc­nico seguiría siendo todavía el centro de la crisis. En una ciencia madura —y la astronomía había llegado a serlo ya en la Antigüedad— los factores externos como los que acabamos de mencionar tienen una importancia particular en la determi­nación del momento del derrumbamiento, en la facilidad con que puede ser reconocido y en el campo donde, debido a que se le concede una atención particular, ocurre primeramente el tras­torno. Aunque inmensamente importantes, cues­tiones de ese tipo se encuentran fuera de los límites de este ensayo.
Si todo esto está claro ya con respecto a la revolución de Copérnico, pasemos a un segundo ejemplo bastante diferente, la crisis que precedió a la aparición de la teoría de Lavoisier sobre la combustión del oxígeno. En los años de la dé­cada de 1770, se combinaron muchos factores para generar una crisis en la química y los historia­dores no están completamente de acuerdo ya sea respecto a su naturaleza o a su importancia re­lativa. Pero se acepta generalmente que dos de esos factores tuvieron una importancia de pri­mera magnitud: el nacimiento de la química neu­mática y la cuestión de las relaciones de peso. La historia del primero se inicia en el siglo XVII


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con el desarrollo de la bomba de aire y su utili­zación en la experimentación química. Durante el siglo siguiente, utilizando esa bomba y otros numerosos artefactos neumáticos, los químicos llegaron a comprender, cada vez mejor, que el aire debía ser un ingrediente activo de las reac­ciones químicas. Pero con pocas excepciones —tan equívocas que pueden no ser consideradas como excepciones— los químicos continuaron creyendo que el aire era él único tipo de gas. Hasta 1756, cuando Joseph Black demostró que el aire fijo (CO2) se distinguía claramente del aire normal, se creía que dos muestras de gas eran sólo diferentes por sus impurezas.7
Después del trabajo de Black, la investigación de los gases se llevó a cabo rápidamente, princi­palmente por Cavendish, Priestley y Scheele quie­nes juntos, desarrollaron una serie de técnicas nuevas, capaces de distinguir una muestra de gas de otra. Todos esos hombres, desde Black hasta Scheele, creían en la teoría del flogisto y la em­pleaban a menudo en el diseño y la interpreta­ción de sus experimentos. En realidad, Scheele produjo oxígeno por primera vez, mediante una cadena compleja de experimentos destinados a deflogistizar el calor. Sin embargo, el resultado neto de sus experimentos fue una variedad de muestras de gases y de propiedades de estos tan complejas, que la teoría del flogisto resultó cada vez menos capaz de hacer frente a la experiencia de laboratorio. Aunque ninguno de esos químicos sugirió que era preciso reemplazar la teoría, fue­ron incapaces de aplicarla de manera consistente. Para cuando Lavoisier inició sus experimentos con el aire, durante los primeros años de la década de 1770, había casi tantas versiones de la teoría
7 J. R. Partington, A Short History of Chemistry (2a ed.; Londres, 1951), pp. 48-51, 73-85, 90-120.


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flogística como químicos neumáticos.8 Esta pro­liferación de versiones de una teoría es un sín­toma muy usual de crisis. En su prefacio, Copér-nico se quejaba también de ello.
Sin embargo, la vaguedad creciente y la utili­dad cada vez menor de la teoría del flogisto para la química neumática no fueron las únicas cau­sas de la crisis a que se enfrentó Lavoisier. Es­taba también muy interesado en explicar el au­mento de peso que experimentan la mayoría de los cuerpos cuando se queman o se calientan, y éste es un problema que también tiene una larga prehistoria. Al menos varios químicos del Islam habían reconocido que algunos metales aumen­tan de peso cuando se calientan. En el siglo XVII varios investigadores habían llegado a la conclu­sión, a partir de ese mismo hecho, de que un metal calentado toma algún elemento de la atmós­fera. Pero en el siglo XVII esa conclusión les pareció innecesaria a la mayoría de los químicos. Si las reacciones químicas podían alterar el vo­lumen, el color y la textura de los ingredientes, ¿por qué no podían modificar también el peso? No siempre se consideraba que el peso era la medida de la cantidad de materia; además, el au­mento de peso mediante el calentamiento conti­nuaba siendo un fenómeno aislado. La mayoría de los cuerpos naturales (p. ej. la madera) pier­den peso al ser calentados, como diría más tarde la teoría del flogisto.
Sin embargo, durante el siglo XVIII, esas res­puestas inicialmente adecuadas para el problema
8 Aunque su principal interés se concentra en un pe­riodo ligeramente posterior, hay mucho material impor­tante diseminado en la obra de J. R. Partington y Douglas McKie, "Historical Studies on the Phlogiston Theory", Annals of Science, II (1937), 361-404; III (1938), 1-58, 337-71; y IV (1939), 337-71.


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del aumento de peso se hicieron cada vez más difíciles de sostener. En parte debido a que la balanza se utilizaba cada vez más como instru­mento ordinario de química y en parte porque el desarrollo de la química neumática hizo posi­ble y conveniente retener los productos gaseosos de las reacciones, los químicos descubrieron mu­chos otros casos en los que el calentamiento iba acompañado por un aumento de peso. Simultá­neamente, la asimilación gradual de la teoría gra-vitacional de Newton condujo a los químicos a insistir en que el aumento de peso debía signifi­car un incremento de la cantidad de materia. Esas conclusiones no dieron como resultado el rechazo de la teoría del flogisto, debido a que esta teoría podía ajustarse de muchas formas diferentes. Era posible que el flogisto tuviera un peso negativo o que partículas de fuego o alguna otra cosa entrara al cuerpo calentado, al salir el flogisto. Había otras explicaciones, además. Pero si el problema del aumento de peso no condujo al rechazo, sí llevó a un número cada vez mayor de estudios especiales en los que dicho problema tenía una gran importancia. Uno de ellos "Sobre el flogisto considerado como una sustancia con peso y [analizado] en términos de los cambios de peso que produce en los cuerpos con los que se une", fue leído ante la Academia Francesa en 1772, el año que concluyó con la entrega que hizo Lavoisier de su famosa nota sellada a la Secretaría de la Academia Francesa. Antes de que se escribiera esa nota, un problema que ha­bía estado al borde de la percepción consciente de los químicos durante muchos años, se había convertido en un enigma extraordinario y no re­suelto.9 Se estaban formulando muchas versiones
9 H. Guerlac, Lavoisier; The Crucial Year (Ithaca, N. Y., 1961). Todo el libro documenta la evolución y el primer


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diferentes de la teoría del flogisto para respon­der a él. Como los problemas de la química neu­mática, los del aumento de peso estaban haciendo que resultara cada vez más difícil saber qué era la teoría del flogisto. Aunque todavía era creído y aceptado como instrumento de trabajo, un pa­radigma de la química del siglo XVIII estaba per­diendo gradualmente su status único. Cada vez más, la investigación que guiaba se iba parecien­do a la llevada a cabo por las escuelas en com­petencia del periodo anterior al paradigma, otro efecto típico de la crisis.
Examinemos ahora, como tercer y último ejem­plo, la crisis de la física a fines del siglo XIX, que preparó el camino para el surgimiento de la teo­ría de la relatividad. Una de las raíces de esta crisis puede remontarse en el tiempo hasta el siglo XVII, cuando una serie de filósofos naturales, principalmente Leibniz, criticaron la retención por Newton de una versión modernizada de la concepción clásica del espacio absoluto.10 Eran casi capaces, aunque no completamente, de de­mostrar que las posiciones absolutas y los mo­vimientos absolutos carecían de función en el sis­tema de Newton y lograron adivinar el atractivo estético considerable que llegaría a tener, más adelante, una concepción plenamente relativista del espacio y el movimiento. Pero su crítica era puramente lógica. Como los primeros seguidores de Copérnico que criticaban las pruebas propor­cionadas por Aristóteles sobre la estabilidad de la tierra, no soñaban que la transición a un sis-
reconocimiento de una crisis. En la página 35 puede verse un enunciado claro de la situación con respecto a La-voisier.
10 Max Jammer, Concepts of Space: The History of Theories of Space in Physics (Cambridge, Mass., 1954), pp. 114-24.


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tema relativista pudiera tener consecuencias en la observación. En ningún punto relacionaron sus opiniones con los problemas que se presen­taron al aplicar la teoría de Newton a la natura­leza. Como resultado, sus opiniones murieron al mismo tiempo que ellos, durante las primeras décadas del siglo XVIII, resucitando sólo en las úl­timas décadas del XIX, cuando tenían una rela­ción muy diferente con la práctica de la física. Los problemas técnicos con los cuales, en últi­ma instancia, iba a relacionarse una filosofía re­lativista del espacio, comenzaron a entrar a la ciencia normal con la aceptación de la teoría ondulatoria de la luz, después de 1815, aproxima­damente; aunque no produjeron ninguna crisis hasta los años de la década de 1890. Si la luz es un movimiento ondulatorio que se propaga en un éter mecánico gobernado por las leyes de Newton, entonces tanto la observación del cielo como la experimentación terrestre se hacen potencialmen-te capaces de detectar el desplazamiento a tra­vés del éter. De las observaciones del cielo, sólo las de la aberración prometían una exactitud su­ficiente para proporcionar información importan­te y el descubrimiento del desplazamiento en el éter por medio de mediciones de la aberración se convirtió, por consiguiente, en un problema reconocido para la investigación normal. Se cons­truyó cantidad de equipo especial para resol­verlo. Sin embargo, ese equipo no detectaba nin­gún desplazamiento observable y, así, el problema fue transferido de los experimentadores y los ob­servadores a los teóricos. Durante las décadas de la mitad del siglo, Fresnel, Stokes y otros inven­taron numerosas articulaciones de la teoría del éter destinadas a explicar el fracaso para obser­var el desplazamiento. Cada una de esas articu­laciones suponía que un cuerpo en movimiento


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arrastra consigo una fracción del éter. Y todas ellas tenían un éxito suficiente para explicar los resultados negativos no sólo de las observaciones celestes, sino también de la experimentación te­rrestre, incluyendo el famoso experimento de Mi-chelson y Morley.11 No había todavía conflicto, salvo el que existía entre las diversas articulacio­nes. A falta de técnicas experimentales pertinen­tes, ese conflicto nunca se volvió agudo.
La situación volvió a cambiar sólo con la acep­tación gradual de la teoría electromagnética de Maxwell durante las dos últimas décadas del siglo XIX. Maxwell mismo era un seguidor de Newton, que creía que la luz y el electromagne­tismo en general se debían a desplazamientos va­riables de las partículas de un éter mecánico. Sus primeras versiones de una teoría sobre la elec­tricidad y el magnetismo utilizaron directamente propiedades hipotéticas que atribuía a ese medio. Todo ello fue excluido de su versión final; pero continuó creyendo que su teoría electromagnética era compatible con alguna articulación de la con­cepción mecánica de Newton.12 El desarrollo de una articulación apropiada constituyó un desafío, tanto para él como para sus sucesores. Sin em­bargo, en la práctica, como ha sucedido repetidas veces en el desarrollo científico, la articulación necesaria resultó inmensamente difícil de lograr. Del mismo modo como la proposición astronó­mica de Copérnico, a pesar del optimismo de su autor, creó una crisis cada vez mayor de las teo­rías existentes del movimiento, la teoría de Max-
11     Joseph Larmor, Aether and Matter...  Including a
Discussion of the  Influence of  the  Earth's Motion  on
Optical Phenomena (Cambridge, 1900), pp. 6-20, 320-22.
12   R. T. Glazebrook, James Clerk Maxwell and Modern
Physics (Londres, 1896), cap. IX.   Sobre la actitud final
de Maxwell, véase su propio libro: A Treatise on Elec-
tricity and Magnetism (3a ed., Oxford, 1892), p. 470.


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well, a pesar de su origen newtoniano, produjo en última instancia una crisis para el paradigma del que surgió.13 Además, el punto en el que la crisis se hizo más aguda fue proporcionado por los problemas que acabamos de considerar, los del movimiento con respecto al éter.
La discusión hecha por Maxwell del comporta­miento electromagnético de los cuerpos en mo­vimiento no se refirió al arrastre del éter y, ade­más, resultó muy difícil introducir en su teoría dicho arrastre. Como resultado de ello, toda una serie de observaciones destinadas a detectar el desplazamiento a través del éter se hizo anómala. Por consiguiente, los años posteriores a 1890 co­nocieron una larga serie de intentos, tanto expe­rimentales como teóricos, para detectar el mo­vimiento con respecto al éter y para introducir el arrastre del éter en la teoría de Maxwell. Los primeros carecieron uniformemente de éxito, aun cuando algunos analistas consideraron sus resul­tados como erróneos. Los últimos produjeron una serie de puntos de partida prometedores, sobre todo los de Lorenz y Fitzgerald; pero descubrie­ron también otros enigmas y finalmente dieron como resultado precisamente esa proliferación de teorías en competencia que hemos visto previa­mente como síntoma de crisis.14 Fue en medio de ese momento histórico cuando surgió, en 1905, la teoría especial de la relatividad, de Einstein.
Esos tres ejemplos son casi completamente tí­picos. En cada caso, sólo surgió una nueva teoría después de un fracaso notable de la actividad normal de resolución de problemas. Además, ex­cepto en el caso de Copérnico, en el que ciertos
13 Sobre el papel de la astronomía en el desarrollo de la mecánica, véase Kuhn, op. cit., cap. VII.
14 Whittaker, op. cit.. I, 386410; y II (Londres, 1953), 27-40.


CRISIS Y EMERGENCIA DE TEORÍAS         125
factores exteriores a la ciencia desempeñaron un papel muy importante, ese derrumbamiento y la proliferación de teorías, que es su síntoma, tuvie­ron lugar no más de una o dos décadas antes de la enunciación de la nueva teoría. La teoría nue­va parece una respuesta directa a la crisis. Nó­tese también, aun cuando ello pueda no parecer tan típico, que los problemas con respecto a los que se presentan los derrumbamientos, eran to­dos de un tipo reconocido desde mucho tiempo antes. La práctica previa de la ciencia normal había proporcionado toda clase de razones para creerlos resueltos o casi resueltos, lo cual con­tribuye- a explicar por qué el sentimiento de fracaso, al producirse, pudo ser tan agudo. El fra­caso con un problema nuevo es, a veces, decep­cionante; pero nunca sorprendente. Ni los pro­blemas ni los enigmas ceden generalmente ante los primeros ataques. Finalmente, esos ejemplos comparten otra característica que puede contri­buir a hacer que el argumento en pro del papel desempeñado por la crisis, resulte impresionan­te : la solución de todos y cada uno de ellos había sido, al menos en parte, prevista durante un pe­riodo en que no había crisis en la ciencia corres­pondiente; y en ausencia de crisis, esas previ­siones fueron desdeñadas.
La única previsión completa es también la más famosa, la de Copérnico por Aristarco, en el si­glo III a. c. Se dice frecuentemente que si la ciencia griega hubiera sido menos deductiva y menos regida por dogmas, la astronomía helio­céntrica habría podido iniciar su desarrollo die­ciocho siglos antes.15 Pero esto equivale a pasar
15 Sobre el trabajo de Aristarco, véase: Aristarchus of Samos: The Ancient Copernicus, de T. L. Heath (Ox­ford, 1913), Parte II. Para un enunciado extremo sobre la posición tradicional con respecto al desdén por la po-


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por alto todo el contexto histórico. Cuando Aris­tarco hizo su sugerencia, el mucho más razonable sistema geocéntrico no tenía necesidades de las cuales pudiera concebirse que sólo un sistema heliocéntrico pudiera satisfacer. Todo el desa­rrollo de la astronomía de Tolomeo, tanto sus triunfos como su quiebra, corresponde a los si­glos posteriores a la proposición de Aristarco. Además, no había razones evidentes para tomar en serio a Aristarco. Ni siquiera la proposición más completa de Copérnico era más simple o más exacta que el sistema de Tolomeo. Las pruebas de la observación disponibles, como veremos más claramente a continuación, no proporcionaban una base para la elección entre los dos sistemas. En esas circunstancias, uno de los factores que condujeron a los astrónomos hacia Copérnico (factor que no podía haberlos llevado a Aristar­co) fue la crisis reconocida que, en primer lugar, fue responsable de la innovación. La astronomía de Tolomeo no había logrado resolver sus pro­blemas y había llegado el momento de que sur­giera un competidor. Nuestros otros dos ejem­plos no proporcionan previsiones tan completas. Pero, seguramente, una de las razones por las que las teorías de la combustión por absorción de la atmósfera —desarrolladas en el siglo XVII por Rey, Hooke y Mayow— no lograron hacerse escuchar suficientemente, fue que no entraron en contacto con ningún punto en conflicto en la práctica de la ciencia normal.16 Y el prolongado desdén mostrado por los científicos de los si­glos XVIII y XIX hacia las críticas relativistas de
sición de Aristarco, véase: The Sleepwalkers: A History of Man's Changing Vision of the Universe (Londres, 1959), p. 50.
16 Partington, op. cit., pp. 78-85.


CRISIS Y EMERGENCIA DE TEORÍAS               127
Newton, debe haber tenido como causa principal una similar falta de confrontación.
Los filósofos de la ciencia han demostrado re­petidamente que siempre se puede tomar base mas que en una construcción teórica, sobre una colección de datos determinada. La historia de la ciencia indica que, sobre todo en las primeras etapas de desarrollo de un nuevo paradigma, ni siquiera es muy difícil inventar esas alternativas. Pero es raro que los científicos se dediquen a tal invención de alternativas, excepto durante la eta­pa anterior al paradigma del desarrollo de su ciencia y en ocasiones muy especiales de su evo­lución subsiguiente. En tanto los instrumentos que proporciona un paradigma continúan mos­trándose capaces de resolver los problemas que define, la ciencia tiene un movimiento más rá­pido y una penetración más profunda por medio del empleo confiado de esos instrumentos. La razón es clara. Lo mismo en la manufactura que en la ciencia, el volver a diseñar herramientas es una extravagancia reservada para las ocasiones en que sea absolutamente necesario hacerlo. El significado de las crisis es la indicación que pro­porcionan de que ha llegado la ocasión para re-diseñar las herramientas.


VIII. LA RESPUESTA A LA CRISIS
supongamos entonces que las crisis son una con­dición previa y necesaria para el nacimiento de nuevas teorías y preguntémonos después cómo responden los científicos a su existencia. Parte de la respuesta, tan evidente como importante, puede descubrirse haciendo notar primeramente lo que los científicos nunca hacen, ni siquiera cuando se enfrentan a anomalías graves y prolon­gadas. Aun cuando pueden comenzar a perder su fe y, a continuación a tomar en consideración otras alternativas, no renuncian al paradigma que los ha conducido a la crisis. O sea, a no tratar las anomalías como ejemplos en contrario, aun­que, en el vocabulario de la filosofía de la ciencia, eso es precisamente lo que son. Esta generali­zación es en parte, simplemente una afirmación del hecho histórico, basada en ejemplos como los mencionados antes y, de manera más detalla­da, los que se mencionarán a continuación. Esto indica lo que nuestro examen posterior del re­chazo del paradigma establecerá de manera más clara y completa: una vez que ha alcanzado el status de paradigma, una teoría científica se de­clara inválida sólo cuando se dispone de un candi­dato alternativo para que ocupe su lugar. Ningún proceso descubierto hasta ahora por el estudio histórico del desarrollo científico se parece en nada al estereotipo metodológico de la demostra­ción de falsedad, por medio de la comparación directa con la naturaleza. Esta observación no significa que los científicos no rechacen las teo­rías científicas o que la experiencia y la experi­mentación no sean esenciales en el proceso en que lo hacen. Significa (lo que será al fin de 128


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cuentas un punto central) que el acto de juicio que conduce a los científicos a rechazar una teo­ría aceptada previamente, se basa siempre en más de una comparación de dicha teoría con el mun­do. La decisión de rechazar un paradigma es siempre, simultáneamente, la decisión de aceptar otro, y el juicio que conduce a esa decisión in­volucra la comparación de ambos paradigmas con la naturaleza y la comparación entre ellos.
Además, existe una segunda razón para poner en duda que los científicos rechacen paradigmas debido a que se enfrentan a anomalías o a ejem­plos en contrario. Al desarrollarlo, mi argumen­to, por sí solo, delineará otra de las tesis princi­pales de este ensayo. Las razones para dudar que antes bosquejamos eran puramente fácticas; o sea, ellas mismas eran ejemplos en contrario de una teoría epistemológica prevaleciente. Como tal, si mi argumento es correcto, pueden contri­buir cuando mucho a crear una crisis o, de ma­nera más exacta, a reforzar alguna que ya exista. No pueden por sí mismos demostrar que esa teoría filosófica es falsa y no lo harán, puesto que sus partidarios harán lo que hemos visto ya que hacen los científicos cuando se enfrentan a las anomalías. Inventarán numerosas articula­ciones y modificaciones ad hoc de su teoría para eliminar cualquier conflicto aparente. En reali­dad, muchas de las modificaciones y de las cali­ficaciones pertinentes pueden hallarse ya en la literatura. Por consiguiente, si esos ejemplos en contrario epistemológicos llegan a constituir algo más que un ligero irritante, será debido a que contribuyen a permitir el surgimiento de un aná­lisis nuevo y diferente de la ciencia, dentro del que ya no sean causa de dificultades. Además, si se aplica aquí un patrón típico, que observare­mos más adelante en las revoluciones científicas,


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esas anomalías no parecerán ya hechos simples. A partir de una nueva teoría del conocimiento científico, pueden parecerse mucho a tautologías, enunciados de situaciones que no pueden conce­birse que fueran de otro modo.
Por ejemplo, con frecuencia se ha observado que la segunda ley del movimiento de Newton, aun cuando fueron necesarios varios siglos de di­fícil investigación, teórica y fáctica para llegar a ella, desempeña, para los partidarios de la teoría de Newton, un papel muy similar al de un enun­ciado puramente lógico, que ningún número de observaciones podría refutar.1 En la Sección X veremos que la ley química de las proporciones constantes, que antes de Dalton era un descubri­miento experimental ocasional, de aplicación ge­neral muy dudosa, se convirtió, después de su trabajo, en un ingrediente de una definición de compuesto químico que ningún trabajo experi­mental hubiera podido trastornar. Algo muy simi­lar puede suceder también con la generalización de que los científicos dejan de rechazar los para­digmas cuando se enfrentan a anomalías o ejem­plos en contrario. Pueden no hacerlo así y, no obstante, continuar siendo científicos.
Aunque es improbable que la historia recuerde sus nombres, es indudable que algunos hombres han sido impulsados a abandonar la ciencia de­bido a su incapacidad para tolerar la crisis. Como los artistas, los científicos creadores deben ser capaces de vivir, a veces, en un mundo desorde­nado; en otro lugar, he descrito esta necesidad como "la tensión esencial" implícita en la inves­tigación científica.2 Pero este rechazo de la cien-
1  Véase sobre todo la discusión en Patterns of Disco-
very, de N. R. Hanson (Cambridge, 1958), pp. 99-105.
2  T. S. Kuhn, "The Essential Tensión: Tradition and
Innovation in Scientific Research", en The Third (1959)


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cia en favor de alguna otra ocupación es, creo yo, el único tipo de rechazo de paradigma al que pueden, por sí mismos, conducir los ejemplos en contrario. Una vez descubierto un primer para­digma a través del cual ver la naturaleza, no existe ya la investigación con ausencia de para­digmas. El rechazar un paradigma sin reemplazar­lo con otro, es rechazar la ciencia misma. Ese acto no se refleja en el paradigma sino en el hombre. De manera inevitable, será considerado por sus colegas como "el carpintero que culpa a sus he­rramientas".
A la inversa puede llegarse al mismo punto, con una eficiencia, al menos, similar: no existe la investigación sin ejemplos en contrario. ¿Qué es lo que diferencia a la ciencia normal de la ciencia en estado de crisis? Seguramente, no el hecho de que la primera no se enfrente a ejem­plos en contrario. A la inversa, lo que hemos llamado con anterioridad los enigmas que consti­tuyen la ciencia normal, existen sólo debido a que ningún paradigma que proporcione una base para la investigación científica resuelve comple­tamente todos sus problemas. En los pocos casos en que parecen haberlo hecho (p. ej. la visión geométrica), pronto han dejado de constituir pro­blemáticas para la investigación y se han con­vertido en instrumentos para el trabajo práctico. Con excepción de aquellos que son exclusivamen­te instrumentales, todos los problemas que la ciencia normal considera como enigmas pueden, desde otra perspectiva, verse como ejemplos en
University of Utah Research Conference on the Identifi­cation of Creative Scientific Talent, ed. Calvin W. Taylor (Salt Lake City, 1959), pp. 162-77. Sobre un fenómeno comparable entre los artistas, véase "The Psychology of Imagination", de Frank Barron, Scientific American, CXCIX (Septiembre de 1958), 151-66, sobre todo 160.


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contrario y por consiguiente como fuentes de cri­sis. Copérnico consideró ejemplos en contrario lo que la mayor parte de los demás seguidores de Tolomeo habían considerado como enigmas en el ajuste entre la observación y la teoría. La-voisier vio como un ejemplo en contrario lo que Priestley había considerado como un enigma re­suelto con éxito en la articulación de la teoría del flogisto. Y Einstein vio como ejemplos en con­trario lo que Lorentz, Fitzgerald y otros habían considerado como enigmas en la articulación de las teorías de Newton y de Maxwell. Además, ni siquiera la existencia de una crisis transforma por sí misma a un enigma en un ejemplo en con­trario. No existe tal línea divisoria precisa. En lugar de ello, provocando una proliferación de versiones del paradigma, la crisis debilita las re­glas de resolución normal de enigmas, en modos que, eventualmente, permiten la aparición de un nuevo paradigma. Creo que hay solamente dos al­ternativas: o ninguna teoría científica enfrenta nunca un ejemplo en contrario, o todas las teo­rías se ven en todo tiempo confrontadas con ejemplos en contrario.
¿Cómo podía parecer diferente la situación? Esta pregunta conduce, necesariamente, a la elu­cidación histórica y crítica de la filosofía y esos tópicos quedan fuera de este ensayo. Pero, al menos, podemos señalar dos razones por las que la ciencia parece haber proporcionado un ejemplo tan adecuado de la generalización de que la ver­dad y la falsedad se determinan únicamente y de manera inequívoca, por medio de la confron­tación del enunciado con los hechos. La ciencia normal se esfuerza y deberá esforzarse continua­mente por hacer que la teoría y los hechos vayan más de acuerdo y esta actividad puede verse fácil­mente como una prueba o una búsqueda de con-


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filmación o falsedad. En lugar de ello, su objeto es resolver un enigma para cuya existencia mis­ma debe suponerse la validez del paradigma. El no lograr una solución desacredita sólo al cien­tífico, no a la teoría. En este caso, todavía más que en el anterior, se aplica el proverbio de que: "Es mal carpintero el que culpa a sus herramien­tas". Además, el modo en que la pedagogía de la ciencia embrolla la discusión de una teoría con observaciones sobre ejemplos de sus aplicaciones, ha contribuido a reforzar una teoría de confir­mación extraída principalmente de otras fuentes. Si tiene la menor razón para hacerlo, el hombre que lea un texto científico podrá llegar con faci­lidad a considerar las aplicaciones como la prueba de una teoría, como las razones por las cuales debe creerse en ella. Pero los estudiantes de cien­cias aceptan teorías por la autoridad del profesor y de los textos, no a causa de las pruebas. ¿Qué alternativas tienen, o qué competencia? Las apli­caciones mencionadas en los textos no se dan como pruebas, sino debido a que el aprenderlas es parte del aprendizaje del paradigma dado como base para la práctica corriente. Si se avanzaran las aplicaciones como pruebas, entonces el fra­caso de los textos para sugerir interpretaciones alternativas o para discutir problemas para los que los científicos no han logrado producir solu­ciones paradigmáticas, acusarían a los autores de parcialidad extrema. No existe ninguna razón para semejante acusación.
Así pues, volviendo a la primera pregunta, ¿cómo responden los científicos a la percepción de una anomalía en el ajuste entre la teoría y la natura­leza? Lo que hemos dicho indica que incluso una discrepancia inconmensurablemente mayor que la experimentada en otras aplicaciones de la teoría no debe provocar necesariamente cualquier res-


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puesta profunda. Hay siempre ciertas discrepan­cias. Incluso las más tenaces responden usual-mente, al fin, a la práctica normal. Con mucha frecuencia, los científicos se sienten dispuestos a esperar, sobre todo si disponen de muchos otros problemas en otras partes del campo. Por ejem-plo, ya hemos hecho notar que, durante los sesenta años posteriores al cálculo original de Newton, el movimiento anticipado del perigeo de la Luna continuaba siendo todavía la mitad del observado. Mientras los mejores físicos y matemáticos de Europa continuaron ocupándose sin éxito del pro­blema, se hicieron proposiciones ocasionales para una modificación de la ley del inverso del cua­drado de Newton. Pero nadie tomó muy en serio esas proposiciones y, en la práctica, esa paciencia con una anomalía importante resultó justificada. En 1750, Clairaut logró demostrar que sólo las matemáticas usadas en la aplicación habían es­tado en un error y que la teoría de Newton po­día continuar como antes.3 Incluso en los casos en que no parece posible que se produzcan erro­res simples (quizá debido a que las operaciones matemáticas involucradas son o más sencillas o de un tipo familiar y con buenos resultados en todos los los demás campos), una anomalía reco­nocida y persistente no siempre provoca una cri­sis. Nadie puso seriamente en duda la teoría de Newton a causa de las discrepancias, reconocidas desde hacía mucho tiempo, entre las predicciones de esa teoría y las velocidades tanto del sonido como del movimiento de Mercurio. La primera discrepancia fue finalmente resuelta y de mane­ra inesperada, por medio de experimentos sobre el calor, los que habían sido emprendidos con
3 W. Whewell, History of the Inductive Sciences (ed. rev.; Londres, 1847), II, 220-21.


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otro fin muy diferente; la segunda desapareció al surgir la teoría general de la relatividad, des­pués de una crisis en cuya creación no había tomado parte.4 Aparentemente, tampoco había pa­recido lo suficientemente importante como para provocar el malestar que acompaña a las crisis; pudieron reconocerse como ejemplos en contrario y, no obstante, ser relegados para un trabajo posterior.
De ello se desprende que para que una anoma­lía provoque crisis, debe ser algo más que una simple anomalía. Siempre se presentan dificulta­des en alguna parte en el ajuste del paradigma con la naturaleza; la mayoría de ellas se resuel­ven tarde o temprano, frecuentemente por medio de procesos que no podían preverse. Es raro que el científico que se detenga a examinar todas las anomalías que descubra pueda llevar a cabo al­gún trabajo importante. Debemos por consiguien­te preguntarnos qué es lo que hace que una anomalía parezca merecer un examen de ajuste y para esta pregunta es probable que no exista una respuesta absolutamente general. Los casos que ya hemos examinado son característicos, pero raramente prescriptivos. A veces, una anomalía pondrá claramente en tela de juicio generaliza­ciones explícitas y fundamentales de un paradig­ma, como lo hizo el problema del arrastre del éter para quienes aceptaban la teoría de Max­well. O como en la revolución de Copérnico, una anomalía sin aparente importancia fundamental, puede provocar crisis si las aplicaciones que in-
4 Sobre la velocidad del sonido, véase "The Caloric Theory of Adiabatic Compression", de T. S. Kuhn, Isis, XLIV (1958), 136-37. Sobre el desplazamiento del perihelio de Mercurio, véase: A History of the Theories of Aether and Electricity, de E. T. Whittaker, II (Londres, 1953), 151, 179.


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hibe tienen una importancia práctica particular, en este caso para el calendario y la astrología. O, como en la química del siglo XVIII, el desarro­llo de la ciencia normal puede transformar una anomalía que, anteriormente, había sido sólo una molestia, en causa de crisis: el problema de las relaciones de pesos tuvo un status muy dife­rente después de la evolución de las técnicas quí­micas neumáticas. Probablemente, hay todavía otras circunstancias que pueden hacer que una anomalía resulte especialmente apremiante y, or­dinariamente, se combinarán varias de ellas. Por ejemplo, ya hemos hecho notar que una de las causas de la crisis a que se enfrentó Copérnico fue la sola duración del tiempo durante el que los astrónomos se esforzaron, sin obtener resulta­dos, en reducir las discrepancias residuales del sistema de Ptolomeo.
Cuando por esas razones u otras similares, una anomalía llega a parecer algo más que otro enig­ma más de la ciencia normal, se inicia la transi­ción a la crisis y a la ciencia fuera de lo ordinario. Entonces, la anomalía misma llega a ser recono­cida de manera más general como tal en la profe­sión. Cada vez le presta mayor atención un número mayor de los hombres más eminentes del campo de que se trate. Si continúa oponiendo resisten­cia, lo cual no sucede habitualmente, muchos de ellos pueden llegar a considerar su resolución como el objetivo principal de su disciplina. Para ellos, el campo no parecerá ser ya lo que era antes. Parte de ese aspecto diferente es simple­mente el resultado del nuevo punto de enfoque del examen científico. Una fuente todavía más importante de cambio es la naturaleza divergente de las numerosas soluciones parciales a que se llega por medio de la atención concertada que se presta al problema. Los primeros intentos de re-


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solución del problema seguirán de cerca las reglas establecidas por el paradigma; pero, al continuar adelante sin poder vencer la resistencia, las ten­tativas de resolución involucrarán, cada vez más, alguna coyuntura menor o no tan ligera del pa­radigma, de modo tal que no existan dos de esas articulaciones completamente iguales, con un éxi­to parcial cada una de ellas ni con el suficiente éxito como para poder ser aceptadas como para­digmas por el grupo. A través de esta prolifera­ción de coyunturas divergentes (de manera cada vez más frecuente llegarán a describirse como ajustes ad hoc), las reglas de la ciencia normal se hacen cada vez más confusas. Aun cuando existe todavía un paradigma, pocos de los que practican la ciencia en su campo están completa­mente de acuerdo con él. Incluso las soluciones de algunos problemas aceptadas con anterioridad se ponen en duda.
Cuando es aguda, esta situación es a veces re­conocida por los científicos involucrados. Copér-nico se quejaba de que, en su tiempo, fueran los astrónomos tan "inconsistentes en esas investiga­ciones (astronómicas)... que no pueden ni si­quiera explicar u observar la longitud constante de las estaciones del año". "Con ellos", continuaba diciendo, "es como si un artista tuviera que tomar las manos, los pies, la cabeza y otros miembros de sus cuadros, de modelos diferentes, de tal modo que cada una de las partes estuviera perfec­tamente dibujada; pero sin relación con un cuer­po único, y puesto que no coinciden unas con otras en forma alguna, el resultado sería un monstruo más que un hombre."5 Einstein, limi­tado por el uso corriente a un lenguaje menos florido, escribió solamente: "Es como si le hu-
5 Citado en The Copernican Revolution, de T. S. Kuhn (Cambridge, Mass., 1957), p. 138.


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bieran retirado a uno el terreno que pisaba, sin ver en ninguna parte un punto firme sobre el que fuera posible construir." 6 Y Wolfgang Pauli, en los meses anteriores al momento en que el documento de Heisenberg sobre la mecánica ma-tricial señalara el camino hacia una nueva teoría cuántica, escribió a un amigo: "Por el momento, la física se encuentra otra vez terriblemente con­fusa. De cualquier modo, es demasiado difícil para mí y desearía haber sido actor de cine o algo parecido y no haber oído hablar nunca de la física". Este testimonio es particularmente im­presionante, si se compara con las palabras del mismo Pauli, unos cinco meses más tarde: "El tipo de mecánica de Heisenberg me ha devuelto la esperanza y la alegría de vivir. Indudablemen­te, no proporciona la solución al problema; pero creo que nuevamente es posible seguir adelante." 7 Los reconocimientos explícitos de un derrumba­miento, tales como éste, son extremadamente ra­ros ; pero los efectos de la crisis no dependen en­teramente de su reconocimiento consciente. ¿Qué podemos decir que son esos efectos? Sólo dos de ellos parecen ser universales. Todas las crisis se inician con la confusión de un paradigma y el aflojamiento consiguiente de las reglas para la in­vestigación normal. A este respecto, la investiga­ción durante las crisis se parece mucho a la que tiene lugar en los periodos anteriores a los para­digmas, con excepción de que en el primer caso
8 Albert Einstein, "Autobiographical Note", en Albert Einstein: Philosopher-Scientist, ed. P. A. Schilpp (Evans-ton, III, 1949), p. 45.
7 Ralph Kronig, "The Turning Point", en Theoretical Physics in the Twentieth Century: A Memorial Volume to Wolfgang Pauli, ed. M. Fierz y V. F. Weisskopf (Nueva York, 1960), pp. 22, 25-26. Gran parte de este artículo des­cribe la crisis de la mecánica cuántica en los años inme­diatamente anteriores a 1925.


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el lugar de la diferencia es, a la vez, más pequeño y mejor definido. Y todas las crisis concluyen con la aparición de un nuevo candidato a paradig­ma y con la lucha subsiguiente para su acepta­ción. Éstos son temas que deberán tomarse en consideración en secciones posteriores; pero de­bemos anticipar algo de lo que veremos, con el fin de completar estas observaciones sobre la evo­lución y la anatomía del estado de crisis.
La transición de un paradigma en crisis a otro nuevo del que pueda surgir una nueva tradición de ciencia normal, está lejos de ser un proce­so de acumulación, al que se llegue por medio de una articulación o una ampliación del antiguo paradigma. Es más bien una reconstrucción del campo, a partir de nuevos fundamentos, recons­trucción que cambia algunas de las generaliza­ciones teóricas más elementales del campo, así como también muchos de los métodos y aplica­ciones del paradigma. Durante el periodo de transición habrá una gran coincidencia, aunque nunca completa, entre los problemas que pue­den resolverse con ayuda de los dos paradigmas, el antiguo y el nuevo; pero habrá también una diferencia decisiva en los modos de resolución. Cuando la transición es completa, la profesión habrá modificado su visión del campo, sus mé­todos y sus metas. Un historiador perspicaz, al observar un caso clásico de reorientación de la ciencia mediante un cambio de paradigma, lo des­cribió recientemente como "tomar el otro extre­mo del bastón", un proceso que involucra "ma­nejar el mismo conjunto de datos anteriores, pero situándolos en un nuevo sistema de relaciones concomitantes al ubicarlos en un marco diferen­te".8 Otros que han notado este aspecto del
8 Herbert Butterfield, The Origins of Modern Science, 1300-1800 Londres, 1949), pp. 1-7.


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avance científico han subrayado su similitud con un cambio en la forma de visión: las marcas so­bre el papel que se veían antes como un pájaro, se ven ahora como un antílope, o viceversa.9 Este paralelo puede ser engañoso. Los científicos no ven algo como otra cosa diferente; en lugar de ello, se limitan a verlo. Ya hemos examinado al­gunos de los problemas creados por la pretensión de Priestley al considerar al oxígeno como aire deflogistizado. Además, el científico no preserva la libertad del sujeto para pasar repetidas veces de uno a otro modo de ver las cosas. Sin embar­go, el cambio de forma, sobre todo debido a que es muy familiar en la actualidad, es un prototipo elemental útil para lo que tiene lugar en un cambio de paradigma a escala total.
Lo que acabamos de anticipar puede ayudarnos a reconocer a la crisis como un preludio apro­piado al surgimiento de nuevas teorías, sobre todo debido a que ya hemos examinado una ver­sión en pequeña escala del mismo proceso, al estudiar la aparición de los descubrimientos. De­bido a que el nacimiento de una nueva teoría rompe con una tradición de práctica científica e introduce otra nueva que se lleva a cabo con re­glas diferentes y dentro de un universo de razo­namiento también diferente, esto sólo tiene pro­babilidades de suceder cuando se percibe que una primera tradición ha errado el camino de manera notable. Sin embargo, esta observación no es sino un preludie a la investigación del estado de crisis y, desgraciadamente, las preguntas que plantea exigen la competencia de un psicólogo todavía más que la de un historiador. ¿Qué es una inves­tigación fuera de lo extraordinario? ¿Cómo se hace que una anomalía se conforme a leyes?
9 Hans, op. cit., cap. I.


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¿Cómo proceden los científicos cuando sólo se dan cuenta de que algo va mal fundamentalmente, en un nivel para cuyo manejo la instrucción recibida no los ha preparado? Esas preguntas exigen una investigación mucho más profunda, que no siem­pre será histórica. Lo que sigue será, necesaria­mente, más hipotético y menos completo que lo que hemos visto con anterioridad.
Con frecuencia, surge un nuevo paradigma, al menos en embrión, antes de que una crisis haya avanzado mucho en su desarrollo o de que haya sido reconocida explícitamente. El trabajo de La­voisier nos proporciona un ejemplo al respecto. Su nota sellada fue depositada en la Academia Francesa menos de un año después del estudio profundo de las relaciones de peso en la teoría del flogisto y antes de que las publicaciones de Priestley revelaran la amplitud total de la crisis que sufría la química neumática. Los primeros informes de Thomas Young sobre la teoría ondu­latoria de la luz aparecieron en una etapa muy temprana de una crisis que se estaba desarrollan­do en la óptica y que casi no había sido notable, excepto en que, sin la ayuda de Young, se con­virtió en un escándalo científico internacional en el plazo de una década a partir del momento en que aquél escribió sus primeros informes. En casos como ésos, solo podemos decir que un tras­torno poco importante del paradigma y la pri­mera confusión de sus reglas para la ciencia nor­mal, fueron suficientes para sugerirle a alguien un nuevo método para observar su campo. Lo que tuvo lugar entre la primera sensación de tras­torno y el reconocimiento de una alternativa dis­ponible, debió ser en gran parte inconsciente.
Sin embargo, en otros casos —los de Copérnico, Einstein y la teoría nuclear contemporánea, por ejemplo—, transcurió un periodo considerable


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entre la primera percepción del trastorno y el surgimiento de un nuevo paradigma. Cuando esto sucede, el historiador puede, al menos, lo­grar unas cuantas indicaciones de lo que es la ciencia fuera de lo ordinario. Frente a la ad­misión de una anomalía fundamental en la teo­ría, el primer esfuerzo de un científico será, fre­cuentemente, aislarla de manera más precisa y darle una estructura. Aun cuando se dé cuenta de que ya no pueden ser absolutamente correctas, el científico aplicará las reglas de la ciencia normal con mayor fuerza que nunca, con el fin de ver, en la zona en que haya surgido la dificultad, dón­de y hasta dónde pueden aplicarse. Al mismo tiempo, buscará maneras de realzar la importancia del trastorno, para hacerlo más notable y, quizá, también más sugestivo, de lo que fuera en expe­rimentos en los que se creía conocer de antemano el resultado. Y en el último esfuerzo, más que en cualquier otra parte del desarrollo de una cien­cia en el periodo posterior al paradigma, se ase­mejará mucho a la imagen que predomina del científico. Primeramente, parecerá a menudo un hombre que busca al azar, probando experimen­tos para ver qué sucede, buscando un efecto cuya naturaleza no puede prever. Simultáneamente, puesto que no puede concebirse ningún experi­mento sin algún tipo de teoría, el científico en crisis tratará constantemente de generar teorías especulativas que, si dan buenos resultados, pue­dan mostrar el camino hacia un nuevo paradigma y, si no tienen éxito, puedan desdeñarse con rela­tiva facilidad.
El informe de Kepler sobre su lucha prolon­gada con el movimiento de Marte y la descrip­ción de Priestley de su respuesta a la prolife­ración de nuevos gases, proporcionan ejemplos clásicos de un tipo más fortuito de investigación,


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producido por la percepción de la anomalía.10 Pero probablemente las mejores ilustraciones pro­ceden de la investigación contemporánea en la teoría del campo y en las partículas fundamenta­les. A falta de una crisis que hiciera necesario ver hasta dónde podían llegar las reglas de la ciencia normal, ¿habría parecido justificado el in­menso esfuerzo necesario para detectar el neutri­no? O, si las reglas no hubieran fallado de manera evidente en algún punto no revelado, ¿habría sido sugerida o probada alguna vez la hipótesis ra­dical de la no conservación de la paridad? Como muchas otras investigaciones de física durante la última década, esos experimentos fueron, en parte, intentos para localizar y definir la causa de un conjunto todavía disperso de anomalías.
Este tipo de investigación no-ordinaria a me­nudo —aunque no generalmente— es acompa­ñado por otro. Creo que es, sobre todo, en los periodos de crisis reconocida, cuando los cien­tíficos se vuelven hacia el análisis filosófico como instrumento para resolver los enigmas de su campo. Los científicos generalmente no han ne­cesitado ni deseado ser filósofos. En realidad, la ciencia normal mantiene habitualmente apar­tada a la filosofía creadora y es probable que tenga buenas razones para ello. En la medida en que los trabajos de investigación normal pue­den llevarse a cabo mediante el empleo del para­digma como modelo, no es preciso expresar de manera explícita las reglas y las suposiciones.
10 Para un informe del trabajo de Kepler sobre Marte, véase: A History of Astronomy from Thales to Kepler, de J. L. E. Dreyer (2a ed.; Nueva York, 1953), pp. 380-93. Las inexactitudes ocasionales no impiden que la obra de Dre­yer nos proporcione el material que necesitamos. Sobre Priestley, véase su propia obra, sobre todo. Experiments and Observations on Different Kinds of Air (Londres, 1774-75).


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En la Sección V hicimos notar que no es siquiera necesario que exista todo el conjunto de reglas buscado por medio del análisis filosófico; pero esto no quiere decir que la búsqueda de suposi­ciones (incluso de las no existentes) no pueda ser un modo efectivo para debilitar el dominio de una tradición sobre la mente y para sugerir las bases para otra nueva. No es un accidente que el surgimiento de la física newtoniana en el siglo XVII, y el de la relatividad y de la mecánica cuántica en el xx, hayan sido precedidos y acom­pañados por análisis filosóficos fundamentales de su tradición contemporánea de investigación.11 Tampoco es un accidente que, en esos dos perio­dos, el llamado experimento mental haya desem­peñado un papel tan importante en el progreso de las investigaciones. Como he mostrado en otros lugares, la experimentación mental analíti­ca que ocupa tanto lugar en los escritos de Ga­lileo, Einstein, Bohr y otros, está perfectamente calculada a efecto de exponer el paradigma anti­guo a los conocimientos existentes de modos ta­les que aislen la raíz de la crisis con una claridad inalcanzable en el laboratorio.12
Con el despliegue de esos procedimientos ex­traordinarios, uno por uno o todos juntos, puede suceder otra cosa. Al concentrarse la atención científica en una zona estrecha de trastorno y al prepararse la mentalidad científica para recono­cer las anomalías experimentales, tal y como son,
11 Con respecto al contrapunto filosófico que acompañó a la mecánica del siglo XVII, véase: La mécanique au XVIIe siècle ( Neuchatel, 1954), de Rene Dugas, sobre todo el capítulo XI. Con respecto al episodio similar del siglo XIX, véase el libro anterior del mismo autor, Histoire de la mécanique (Neuchatel, 1950), pp. 419-43.
12 T. S. Kuhn, "A Function for Thought Experiments", en Melanges Alexandre Koyré, ed. R. Taton e I. B. Cohen, que debía publicar Hermann (Paris), en 1963.


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la crisis hace proliferar a menudo los descubri­mientos. Ya hemos hecho notar cómo distin­guen la percepción de la crisis, el trabajo de Lavoisier sobre el oxígeno del de Priestley; y el oxígeno no era el único gas nuevo que eran capa­ces de descubrir en el trabajo de Priestley los químicos que habían percibido la anomalía. O también, nuevos descubrimientos ópticos se acu­mularon rápidamente poco antes de la aparición de la nueva teoría ondulatoria de la luz y du­rante ésta. Algunos de esos descubrimientos, como la polarización por reflexión, fueron resul­tado de los accidentes que hace probables el tra­bajo concentrado en una zona confusa (Malus, que hizo el descubrimiento, estaba apenas ini­ciando su trabajo para el premio de ensayo de la Academia sobre la doble refracción, tema del cual se sabía muy bien que estaba en un estado poco satisfactorio). Otros, como el punto lumino­so en el centro de la sombra de un disco, fueron predicciones hechas a partir de la nueva hipóte­sis, que contribuyeron a que ésta se transformara en un paradigma para trabajos posteriores. Y to­davía otros, como los colores en los rayados en el vidrio y en las placas gruesas, eran efectos que habían sido vistos antes con frecuencia y se­ñalados en ocasiones, pero que, como el oxígeno de Priestley, habían sido asimilados a efectos bien conocidos, de modos que impedían que fueran considerados como lo que eran realmente.13 Po­dría hacerse una enumeración semejante de los múltiples descubrimientos que, a partir de 1895,
13 Con respecto a los nuevos descubrimientos ópticos en general, véase: Histoire de la lumière de V. Ronchi (París, 1956), cap. VII. Con respecto a la explicación inicial de uno de esos efectos, véase: The History and Present State of Discoveries Relating to Vision, Light and Colours de J. Priestley (Londres, 1772), pp. 498-520.


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acompañaron constantemente a la aparición de la mecánica cuántica.
La investigación extraordinaria debe tener to­davía otras manifestaciones y efectos, pero en este terreno apenas hemos comenzado a descu­brir las preguntas a que es preciso responder. Sin embargo, es posible que a esta altura no se necesite más. Las observaciones anteriores de­ben ser suficientes para mostrar cómo las crisis debilitan los estereotipos y, simultáneamente, pro­porcionan los datos adicionales necesarios para un cambio de paradigma fundamental. A veces, la for­ma del nuevo paradigma se vislumbra en la es­tructura que le da a la anomalía la investigación no-ordinaria. Einstein escribió que, antes de que dispusiera de un sustituto para la mecánica clá­sica, podía ver la interrelación existente entre las anomalías conocidas de la radiación de un cuerpo negro, el efecto fotoeléctrico y los calo­res específicos.14 Es más frecuente que no se vea conscientemente de antemano una estructura semejante. En cambio, el nuevo paradigma o un indicio suficiente para permitir una articulación posterior, surge repentinamente, a veces en me­dio de la noche, en la mente de un hombre sumer­gido profundamente en la crisis. Lo que es la naturaleza de esta etapa final —cómo inventa un individuo (o descubre que ha inventado) un modo nuevo de ordenar datos totalmente reuni­dos ya—, deberá permanecer inescrutable aquí y es posible que ese estado sea permanente. So­bre ese punto, señalemos aquí sólo una cosa. Casi siempre, los hombres que realizan esos in­ventos fundamentales de un nuevo paradigma han sido muy jóvenes o muy noveles en el campo
14 Einstein, loc. cit.


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cuyo paradigma cambian.15 Y quizá no fuera necesario expresar explícitamente este punto, ya que, evidentemente, se trata de hombres que, al no estar comprometidos con las reglas tradicio­nales de la ciencia normal debido a que tienen poca práctica anterior, tienen muchas probabili­dades de ver que esas reglas no definen ya un juego que pueda continuar adelante y de conce­bir otro conjunto que pueda reemplazarlas.
La transición consiguiente a un nuevo paradig­ma es la revolución científica, tema al cual es­tamos finalmente listos para acercarnos directa­mente. Sin embargo, nótese primeramente un aspecto final y aparentemente esquivo, para el que ha preparado el camino el material de las últimas tres secciones. Hasta la Sección VI, don­de presentamos por primera vez el concepto de anomalía, los términos de "revolución" y de "cien­cia extraordinaria" pudieron parecer equivalentes. Lo que es más importante, ninguno de esos tér­minos parecía significar otra cosa que "ciencia no normal", circularidad que habrá resultado mo­lesta para algunos lectores al menos. En la prác­tica, no era preciso que fuera así. Estamos a punto de descubrir que una circularidad seme­jante es característica de las teorías científicas. Sin embargo, molesta o no, esta circularidad no
15 Esta generalización sobre el papel de la juventud en la investigación científica fundamental es tan común como una frase gastada. Además, una mirada a casi cual­quier lista de contribuciones fundamentales a la teoría científica, proporcionará una confirmación muy clara. Sin embargo, esa generalización hace muy necesaria una investigación sistemática. Harvey C. Lehman (Age and Achievement [Princeton, 1953]) proporciona muchos datos útiles; pero sus estudios no tratan de aislar contribucio­nes que involucren un reenunciado fundamental. Tampoco pregunta nada sobre las circunstancias especiales, si las hay, que puedan acompañar a la productividad relativa­mente tardía en las ciencias.


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deja ya de estar calificada. En esta sección y en las dos anteriores del ensayo hemos enunciado numerosos criterios de una quiebra de la activi­dad científica normal, criterios que no dependen en absoluto de si a esa quiebra sigue o no una revolución. Al enfrentarse a anomalías o a crisis, los científicos adoptan una actitud diferente ha­cia los paradigmas existentes y en consecuencia, la naturaleza de su investigación cambia. La pro­liferación de articulaciones en competencia, la disposición para ensayarlo todo, la expresión del descontento explícito, el recurso a la filosofía y el debate sobre los fundamentos, son síntomas de una transición de la investigación normal a la no-ordinaria. La noción de la ciencia normal de­pende más de su existencia que de la de las re­voluciones.

IX. NATURALEZA Y NECESIDAD DE LAS REVOLUCIONES CIENTÍFICAS
estas observaciones nos permiten finalmente considerar los problemas que dan título a este ensayo. ¿Qué son las revoluciones científicas y cuál es su función en el desarrollo científico? Gran parte de la respuesta a esas preguntas ha sido anticipada ya en secciones previas. En par­ticular, la discusión anterior ha indicado que las revoluciones científicas se consideran aquí como aquellos episodios de desarrollo no acumulativo en que un antiguo paradigma es reemplazado, com­pletamente o en parte, por otro nuevo e incom­patible. Sin embargo, hay mucho más que decir al respecto y podemos presentar una parte de ello mediante una pregunta más. ¿Por qué debe lla­marse revolución a un cambio de paradigma? Frente a las diferencias tan grandes y esenciales entre el desarrollo político y el científico, ¿qué paralelismo puede justificar la metáfora que en­cuentra revoluciones en ambos?
Uno de los aspectos del paralelismo debe ser ya evidente. Las revoluciones políticas se inician por medio de un sentimiento, cada vez mayor, restringido frecuentemente a una fracción de la comunidad política, de que las instituciones exis­tentes han cesado de satisfacer adecuadamente los problemas planteados por el medio ambiente que han contribuido en parte a crear. De ma­nera muy similar, las revoluciones científicas se inician con un sentimiento creciente, también a menudo restringido a una estrecha subdivisión de la comunidad científica, de que un paradigma existente ha dejado de funcionar adecuadamente en la exploración de un aspecto de la naturaleza,
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hacia el cual, el mismo paradigma había previa­mente mostrado el camino. Tanto en el desarro­llo político como en el científico, el sentimiento de mal funcionamiento que puede conducir a la crisis es un requisito previo para la revolución. Además, aunque ello claramente fuerza la metáfo­ra, este paralelismo es no sólo válido para los principales cambios de paradigmas, como los atri-buibles a Copérnico o a Lavoisier, sino también para los mucho rnás pequeños, asociados a la asimilación de un tipo nuevo de fenómeno, como el oxígeno o los rayos X. Las revoluciones cien­tíficas, como hicimos notar al final de la Sec­ción V, sólo necesitan parecerles revolucionarias a aquellos cuyos paradigmas sean afectados por ellas. Para los observadores exteriores pueden parecer, como las revoluciones balcánicas de co­mienzos del siglo xx, partes normales del proceso de desarrollo. Los astrónomos, por ejemplo, po­dían aceptar los rayos X como una adición simple al conocimiento, debido a que sus paradigmas no fueron afectados por la existencia de la nueva radiación. Pero, para hombres como Kelvin, Cro-okes y Roentgen, cuyas investigaciones trataban de la teoría de la radiación o de los tubos de rayos catódicos, la aparición de los rayos X vio­ló, necesariamente, un paradigma, creando otro. Es por eso por lo que dichos rayos pudieren ser descubiertos sólo debido a que había algo que no iba bien en la investigación normal.
Este aspecto genético del paralelo entre el des­arrollo político y el científico no debería ya dejar lugar a dudas. Sin embargo, dicho paralelo tiene un segundo aspecto, más profundo, del que de­pende la importancia del primero. Las revolucio­nes políticas tienden a cambiar las instituciones políticas en modos que esas mismas institucio­nes prohiben. Por consiguiente, su éxito exige el


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abandono parcial de un conjunto de instituciones en favor de otro y, mientras tanto, la sociedad no es gobernada completamente por ninguna insti­tución. Inicialmente, es la crisis sola la que ate­núa el papel de las instituciones políticas, del mismo modo, como hemos visto ya, que atenúa el papel desempeñado por los paradigmas. En números crecientes, los individuos se alejan cada vez más de la vida política y se comportan de manera cada vez más excéntrica en su interior. Luego, al hacerse más profunda la crisis, muchos de esos individuos se comprometen con alguna proposición concreta para la reconstrucción de la sociedad en una nueva estructura institucio­nal. En este punto, la sociedad se divide en cam­pos o partidos enfrentados, uno de los cuales trata de defender el cuadro de instituciones anti­guas, mientras que los otros se esfuerzan en esta­blecer otras nuevas. Y, una vez que ha tenido lugar esta polarización, el recurso político fracasa. Debido a que tienen diferencias con respecto a la matriz institucional dentro de la que debe tener lugar y evaluarse el cambio político, debido a que no reconocen ninguna estructura suprains-titucional para dirimir las diferencias revolucio­narías, las partes de un conflicto revolucionario deben recurrir, finalmente, a las técnicas de per­suasión de las masas, incluyendo frecuentemente el empleo de la fuerza. Aunque las revoluciones tienen una función vital en la evolución de las instituciones políticas, esa función depende de que sean sucesos parcialmente extrapolíticos o extrainstitucionales.
El resto de este ensayo está dedicado a demos­trar que el estudio histórico del cambio de para­digma revela características muy similares en la evolución de las ciencias. Como la elección entre instituciones políticas que compiten entre sí, la


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elección entre paradigmas en competencia resulta una elección entre modos incompatibles de vida de la comunidad. Debido a que tiene ese carác­ter, la elección no está y no puede estar determi­nada sólo por los procedimientos de evaluación característicos de la ciencia normal, pues éstos dependen en parte de un paradigma particular, y dicho paradigma es discutido. Cuando los para­digmas entran, como deben, en un debate sobre la elección de un paradigma, su función es nece­sariamente circular. Para argüir en la defensa de ese paradigma cada grupo utiliza su propio pa­radigma.
Por supuesto, la circularidad resultante no hace que los argumentos sean erróneos, ni siquiera inefectivos. El hombre que establece como pre­misa un paradigma, mientras arguye en su de­fensa puede, no obstante, proporcionar una mues­tra clara de lo que será la práctica científica para quienes adopten la nueva visión de la naturaleza. Esa muestra puede ser inmensamente persuasiva y, con frecuencia, incluso apremiante. Sin em­bargo, sea cual fuere su fuerza, el status del argu­mento circular es sólo el de la persuasión. No puede hacerse apremiante, lógica ni probable­mente, para quienes rehusan entrar en el círculo. Las premisas y valores compartidos por las dos partes de un debate sobre paradigmas no son suficientemente amplios para ello. Como en las revoluciones políticas sucede en la elección de un paradigma: no hay ninguna norma más ele­vada que la aceptación de la comunidad perti­nente. Para descubrir cómo se llevan a cabo las revoluciones científicas, tendremos, por consi­guiente, que examinar no sólo el efecto de la na­turaleza y la lógica, sino también las técnicas de argumentación persuasiva, efectivas dentro de los


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grupos muy especiales que constituyen la comu­nidad de científicos.
Para descubrir por qué la cuestión de la elec­ción de paradigma no puede resolverse nunca de manera inequívoca sólo mediante la lógica y la experimentación, debemos examinar brevemente la naturaleza de las diferencias que separan a los partidarios de un paradigma tradicional de sus sucesores revolucionarios. Este examen es el ob­jeto principal de esta sección y de la siguiente. Sin embargo, hemos señalado ya numerosos ejem­plos de tales diferencias, y nadie pondrá en duda que la historia puede proporcionar muchos otros. De lo que hay mayores probabilidades de poner en duda que de su existencia —y que, por consi­guiente, deberá tomarse primeramente en consi­deración—, es de que tales ejemplos proporcionan información esencial sobre la naturaleza de la ciencia. Dando por sentado que el rechazo del paradigma ha sido un hecho histórico, ¿ilumina algo más que la credulidad y la confusión huma­nas? ¿Hay razones intrínsecas por las cuales la asimilación de un nuevo tipo de fenómeno o de una nueva teoría científica deba exigir el rechazo de un paradigma más antiguo?
Nótese, primeramente, que si existen esas ra­zones, no se derivan de la estructura lógica del conocimiento científico. En principio, podría sur­gir un nuevo fenómeno sin reflejarse de manera destructiva sobre parte alguna de la práctica cien­tífica pasada. Aunque el descubrimiento de vida en la Luna destruiría paradigmas hoy existentes (que nos indican cosas sobre la Luna que pare­cen incompatibles con la existencia de vida en el satélite), el descubrimiento de vida en algún lu­gar menos conocido de la galaxia no lo haría. Por la misma razón, una teoría nueva no tiene por qué entrar en conflictos con cualquiera de sus


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predecesores. Puede tratar exclusivamente de fe­nómenos no conocidos previamente, como es el caso de la teoría cuántica que trata (de manera significativa, no exclusiva) de fenómenos subató­micos desconocidos antes del siglo xx. O también, la nueva teoría podría ser simplemente de un nivel más elevado que las conocidas hasta ahora, agrupando todo un grupo de teorías de nivel más bajo sin modificar sustancialmente a ninguna de ellas. Hoy en día, la teoría de la conservación de la energía proporciona exactamente ese enla­ce entre la dinámica, la química, la electricidad, la óptica, la teoría térmica, etc. Pueden conce­birse todavía otras relaciones compatibles entre las teorías antiguas y las nuevas. Todas y cada una de ellas podrían ilustrarse por medio del pro­ceso histórico a través del que se ha desarrollado la ciencia. Si lo fueran, el desarrollo científico sería genuinamente acumulativo. Los nuevos tipos de fenómenos mostrarían sólo el orden en un aspecto de la naturaleza en donde no se hubiera observado antes. En la evolución de la ciencia, los conocimientos nuevos reemplazarían a la igno­rancia, en lugar de reemplazar a otros conoci­mientos de tipo distinto e incompatible.
Por supuesto, la ciencia (o alguna otra empre­sa, quizá menos efectiva) podría haberse desarro­llado en esa forma totalmente acumulativa. Mu­cha gente ha creído que eso es lo que ha sucedido y muchos parecen suponer todavía que la acumu­lación es, al menos, el ideal que mostraría el desarrollo histórico si no hubiera sido distorsio­nado tan a menudo por la idiosincrasia humana. Hay razones importantes para esta creencia. En la Sección X descubriremos lo estrechamente que se confunde la visión de la ciencia como acu­mulación con una epistemología predominante que considera que el conocimiento es una cons-


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trucción hecha por la mente directamente sobre datos sensoriales no elaborados. Y en la Sec­ción XI examinaremos el fuerte apoyo propor­cionado al mismo esquema historiográfico por las técnicas de pedagogía efectiva de la ciencia. Sin embargo, a pesar de la enorme plausibilidad de esta imagen ideal, hay cada vez más razones para preguntarse si es posible que sea una imagen de la ciencia. Después del período anterior al pa­radigma, la asimilación de todas las nuevas teo­rías y de casi todos los tipos nuevos de fenómenos ha exigido, en realidad, la destrucción de un para­digma anterior y un conflicto consiguiente entre escuelas competitivas de pensamiento científico. La adquisición acumulativa de novedades no pre­vistas resulta una excepción casi inexistente a la regla del desarrollo científico. El hombre que tome en serio los hechos históricos deberá sospe­char que la ciencia no tiende al ideal que ha forjado nuestra imagen de su acumulación. Quizá sea otro tipo de empresa.
Sin embargo, si los hechos que se oponen pue­den llevarnos tan lejos, una segunda mirada al terreno que ya hemos recorrido puede sugerir que la adquisición acumulativa de novedades no sólo es en realidad rara, sino también en princi­pio, improbable. La investigación normal que es acumulativa, debe su éxito a la habilidad de los científicos para seleccionar regularmente proble­mas que pueden resolverse con técnicas concep­tuales e instrumentales vecinas a las ya existen­tes. (Por eso una preocupación excesiva por los problemas útiles sin tener en cuenta su relación con el conocimiento y las técnicas existentes, puede con tanta facilidad inhibir el desarrollo científico). Sin embargo, el hombre que se es­fuerza en resolver un problema definido por los conocimientos y las técnicas existentes, no se li-


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mita a mirar en torno suyo. Sabe qué es lo que desea lograr y diseña sus instrumentos y dirige sus pensamientos en consecuencia. La novedad inesperada, el nuevo descubrimiento, pueden sur­gir sólo en la medida en que sus anticipaciones sobre la naturaleza y sus instrumentos resulten erróneos. Con frecuencia, la importancia del des­cubrimiento resultante será proporcional a la amplitud y a la tenacidad de la anomalía que lo provocó. Así pues, es evidente que debe haber un conflicto entre el paradigma que descubre una anomalía y el que, más tarde, hace que la ano­malía resulte normal dentro de nuevas reglas. Los ejemplos de descubrimientos por medio de la destrucción de un paradigma que mencionamos en la Sección VI no nos enfrentan a un simple accidente histórico. No existe ningún otro modo efectivo en que pudieran generarse los descubri­mientos.
El mismo argumento se aplica, de manera to­davía más clara, a la invención de nuevas teorías. En principio, hay sólo tres tipos de fenómenos sobre los que puede desarrollarse una nueva teo­ría. El primero comprende los fenómenos que ya han sido bien explicados por los paradigmas exis­tentes y que raramente proporcionan un motivo o un punto de partida para la construcción de una nueva teoría. Cuando lo hacen, como en el caso de las tres famosas predicciones que analiza­mos al final de la sección VII, las teorías resultan­tes son raramente aceptadas, ya que la naturaleza no proporciona terreno para la discriminación. Una segunda clase de fenómenos comprende aque­llos cuya naturaleza es indicada por paradigmas existentes, pero cuyos detalles sólo pueden com­prenderse a través de una articulación ulterior de la teoría. Éstos son los fenómenos a los que dirigen sus investigaciones los científicos, la ma-


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yor parte del tiempo; pero estas investigaciones están encaminadas a la articulación de los para­digmas existentes más que a la creación de otros nuevos. Sólo cuando fallan esos esfuerzos de ar­ticulación encuentran los científicos el tercer tipo de fenómenos, las anomalías reconocidas cuyo rasgo característico es su negativa tenaz a ser asimiladas en los paradigmas existentes. Sólo este tipo produce nuevas teorías. Los paradigmas pro­porcionan a todos los fenómenos, excepto las anomalías, un lugar determinado por la teoría en el campo de visión de los científicos.
Pero si se adelantan nuevas teorías para resol­ver anomalías en la relación entre una teoría existente y la naturaleza, la nueva teoría que tenga éxito deberá permitir ciertas predicciones que sean diferentes de las derivadas de su prede-cesora. Esta diferencia podría no presentarse si las dos teorías fueran lógicamente compatibles. En el proceso de su asimilación, la segunda de­berá desplazar a la primera. Incluso una teoría como la de la conservación de la energía, que hoy en día parece una superestructura lógica que se relaciona con la naturaleza sólo por medio de teorías independientemente establecidas, no se desarrolló históricamente sin destrucción de paradigma. En lugar de ello, surgió de una cri­sis en la que un elemento esencial fue la incom­patibilidad entre la dinámica de Newton y cier­tas consecuencias recientemente formuladas de la teoría calórica. Sólo después del rechazo de la teoría calórica podía la conservación de la ener­gía llegar a ser parte de la ciencia.1 Y sólo des­pués de ser parte de la ciencia durante cierto tiempo, podía llegar o parecer una teoría de un
1 Silvanus P. Thomson, Life of William Thomson Baron Kelvin of Largs (Londres, 1910), I, 266-81.


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tipo lógicamente más elevado, que no estuviera en conflicto con sus predecesoras. Es difícil ver cómo pueden surgir nuevas teorías sin esos cam­bios destructores en las creencias sobre la natu­raleza. Aunque la inclusión lógica continúa sien­do una visión admisible de la relación entre teorías científicas sucesivas, desde el punto de vista his­tórico no es plausible.
Creo que hace un siglo hubiera sido posible dejar en este punto el argumento en pro de la necesidad de las revoluciones. Pero, desgraciada­mente, hoy en día no puede hacerse eso, debido a que la visión del tema antes desarrollado no puede mantenerse si se acepta la interpretación contemporánea predominante de la naturaleza y la función de la teoría científica. Esta interpre­tación, asociada estrechamente con el positivismo lógico inicial y que no ha sido rechazada categó­ricamente por sus sucesores, restringiría el al­cance y el significado de una teoría aceptada, de tal modo que no pudiera entrar en conflicto con ninguna teoría posterior que hiciera pre­dicciones sobre algunos de los mismos fenómenos naturales.
El argumento mejor conocido y más fuerte a favor de esta concepción restringida de una teoría científica surge en discusiones sobre la relación entre la dinámica contemporánea de Einstein y las ecuaciones dinámicas, más anti­guas, que descienden de los Principia de Newton. Desde el punto de vista de este ensayo, esas dos teorías son fundamentalmente incompatibles en el sentido ilustrado por la relación de la astro­nomía de Copérnico con la de Tolomeo: sólo puede aceptarse la teoría de Einstein reconocien­do que la de Newton estaba equivocada. En la actualidad, esta opinión continúa siendo minori-


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taria.2 Por consiguiente, debemos examinar las objeciones mas importantes que se le hacen.
La sustancia de esas objeciones puede desarro­llarse corno sigue. La dinámica relativista no pue­de haber demostrado que la de Newton fuera errónea, debido a que esta última es usada toda­vía, con muy buenos resultados, por la mayoría de los ingenieros y, en ciertas aplicaciones selec­cionados, por muchos físicos. Además, lo apro­piado del empleo de la teoría más antigua puede probarse a partir de la misma teoría moderna que, en otros aspectos, la ha reemplazado. Puede utilizarse la teoría de Einstein para demostrar que las predicciones de las ecuaciones de Newton serán tan buenas como nuestros instrumentos de medición en todas las aplicaciones que satisfa­gan un pequeño número de condiciones restric­tivas. Por ejemplo, para que la teoría de Newton proporcione una buena solución aproximada, las velocidades relativas de los cuerpos estudiados deberán ser pequeñas en comparación con la ve­locidad de la luz. Sujeta a esta condición y a unas cuantas más, la teoría de Newton parece ser deducible de la de Einstein, de la que, por consi­guiente, es un caso especial.
Pero, añade la misma objeción, ninguna teoría puede entrar en conflicto con uno de sus casos especiales. Si la ciencia de Einstein parece con­firmar que la dinámica newtoniana es errónea, ello se debe solamente a que algunos newtonia-nos fueron tan incautos como para pretender que la teoría de Newton daba resultados absolu­tamente precisos o que era válida a velocidades relativas muy elevadas. Puesto que no pudieron disponer de ninguna evidencia para confirmarlo,
2 Véanse, por ejemplo, las observaciones de P. P. Wie­ner, en Philosophy of Science, XXV (1958), 298.


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traicionaron las normas de la ciencia al hacerlo. Hasta donde la teoría de Newton ha sido una verdadera teoría científica apoyada en pruebas válidas, todavía lo es. Sólo las pretensiones ex­travagantes sobre la teoría —que nunca forma­ron realmente parte de la ciencia— pudieron, de acuerdo con la teoría de Einstein, mostrarse erróneas. Eliminando esas extravagancias pura­mente humanas, la teoría de Newton no ha sido puesta en duda nunca y no puede serlo.
Alguna variante de este argumento es amplia­mente suficiente para hacer que cualquier teoría que haya sido empleada alguna vez por un grupo significativo de científicos competentes, sea in­mune a los ataques. La tan calumniada teoría del flogisto, por ejemplo, explicaba gran número de fenómenos físicos y químicos. Explicaba por qué ardían los cuerpos —eran ricos en flogisto— y por qué los metales tenían más propiedades en común que sus minerales. Los metales estaban compuestos todos por diferentes tierras elemen­tales combinadas con flogisto, y este último, co­mún a todos los metales, producía propiedades comunes. Además, la teoría del flogisto explicaba numerosas reacciones en las que se formaban ácidos mediante la combustión de sustancias ta­les como el carbono y el azufre. Explicaba asi­mismo, la disminución de volumen cuando tiene lugar la combustión en un volumen confinado de aire —el flogisto liberado por la combustión "es­tropeaba" la elasticidad del aire que lo absorbía, del mismo modo como el fuego "estropea" la elasticidad de un resorte de acero.3 Si esos fenó­menos hubieran sido los únicos que los teóricos
3 James B. Conant, Overthrow of the Phlogiston Theory (Cambridge, 1950), pp. 13-16; y J. R. Partington, A Short History of Chemistry (2? ed.; "Londres, 1951), pp. 85-88. El informe más completo y simpático sobre los logros de la


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del flogisto hubieran pretendido explicar median­te su teoría, no habría sido posible atacarla nun­ca. Un argumento similar sería suficiente para cualquier teoría que alguna vez haya tenido éxi­to en su aplicación a cualquier conjunto de fe­nómenos.
Pero, para salvar en esta forma a las teorías, deberá limitarse su gama de aplicación a los fe­nómenos y a la precisión de observación de que tratan las pruebas experimentales que ya se ten­gan a mano.4 Si se lleva un paso más adelante (y es difícil no dar ese paso una vez dado el pri­mero), esa limitación prohibe a los científicos la pretensión de hablar "científicamente" sobre fe­nómenos que todavía no han sido observados. Incluso en su forma actual, la restricción pro­hibe al científico basarse en una teoría en sus propias investigaciones, siempre que dichas inves­tigaciones entren a un terreno o traten de obtener un grado de precisión para los que la práctica anterior a la citada teoría no ofrezca precedentes. Lógicamente, esas prohibiciones no tienen excep­ciones; pero el resultado de aceptarlas sería el fin de la investigación por medio de la que la cien­cia puede continuar desarrollándose.
A esta altura, este punto también es virtual-mente una tautología. Sin la aceptación de un paradigma no habría ciencia normal. Además, esa aceptación debe extenderse a campos y a grados de precisión para los que no existe ningún pre­cedente completo. De no ser así, el paradigma no podrá proporcionar enigmas que no hayan sido
teoría del flogisto lo hace H. Metzger, en Newton, Stahl. Boerhaave et la doctrine chimique (Paris, 1930), 2a Parte. 4 Compárense las conclusiones obtenidas por medio de un tipo muy diferente de análisis, por R. B. Braithewaite, Scientific Explanation (Cambridge, 1953), pp. 50-87, sobre todo la p. 76.


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todavía resueltos. Además, no sólo la ciencia normal depende de la aceptación de un paradig­ma. Si las teorías existentes sólo ligan a los cien­tíficos con respecto a las aplicaciones existentes, no serán posibles las sorpresas, las anomalías o las crisis. Pero éstas son precisamente las seña­les que marcan el camino hacia la ciencia no-ordinaria. Si se toman literalmente las restric­ciones positivistas sobre la gama de aplicabilidad legítima de una teoría, el mecanismo que indica a la comunidad científica qué problemas pueden conducir a un cambio fundamental dejará de fun­cionar. Y cuando esto tenga lugar, la comunidad inevitablemente regresará a algo muy similar al estado anterior al paradigma, condición en la que todos los miembros practican la ciencia, pero en la cual sus productos en conjunto se parecen muy poco a la ciencia. ¿Es realmente sorpren­dente que el precio de un avance científico im­portante sea un compromiso que corre el riesgo de ser erróneo?
Lo que es más importante, hay en la argumen­tación de los positivistas una reveladora laguna lógica que vuelve inmediatamente a presentarnos la naturaleza del cambio revolucionario. ¿Puede realmente derivarse la dinámica de Newton de la dinámica relativista? ¿Cómo sería esa deriva­ción? Imaginemos un conjunto de enunciados, E1 E2,..., En, que, en conjunto, abarcaran las leyes de la teoría de la relatividad. Estos enunciados contienen variables y parámetros que represen­tan la posición espacial, el tiempo, la masa en reposo, etc. A partir de ellos, con ayuda del apa­rato de la lógica y la matemática, puede dedu­cirse todo un conjunto de enunciados ulteriores, incluyendo algunos que pueden verificarse por medio de la observación. Para probar lo apro­piado de la dinámica newtoniana como caso espe-


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cial, debemos añadir a los Ei enunciados adicio­nales, como (v/c)2 << l, que restringen el alcance de los parámetros y las variables. Este conjunto incrementado de enunciados es manipulado, a continuación, para que produzca un nuevo con­junto, N1 N2 ..., Nm que es idéntico, en la forma, a las leyes de Newton sobre el movimiento, la ley de gravedad, etc. Aparentemente, la dinámica de Newton se deriva de la de Einstein, sometida a unas cuantas condiciones que la limitan.
Sin embargo, la derivación es ilegítima, al me­nos hasta este punto. Aunque el conjunto Ni es un caso especial de las leyes de la mecánica rela­tivista, no son las leyes de Newton. O, al menos, no lo son si dichas leyes no se reinterpretan de un modo que hubiera sido imposible hasta des­pués de los trabajos de Einstein. Las variables y parámetros que en la serie einsteiniana E1 repre­sentaban la posición espacial, el tiempo, la masa, etc., se presentan todavía en Ni; y continúan representando allí espacio, tiempo y masa einstei-nianos. Pero las referencias físicas de esos con­ceptos einsteinianos no son de ninguna manera idénticos a las de los conceptos newtonianos que llevan el mismo nombre. (La masa newtoniana se conserva; la einsteiniana es transformable por medio de la energía. Sólo a bajas velocidades re­lativas pueden medirse ambas del mismo modo e, incluso en ese caso, no deben ser consideradas idénticas). A menos que cambiemos las defini­ciones de las variables en Ni  los enunciados deri­vados no serán newtonianos. Si las cambiamos, no podremos de manera apropiada decir que he­mos derivado las leyes de Newton, al menos no en cualquiera de los sentidos que se le reconocen actualmente al verbo "derivar". Por supuesto, nuestra argumentación ha explicado por qué las leyes de Newton parecían ser aplicables. Al ha-


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cerlo así ha justificado, por ejemplo, a un auto­movilista que actúe como si viviera en un universo newtoniano. Una argumentación del mismo tipo se utiliza para justificar la enseñanza por los agri­mensores de la astronomía centrada en la Tierra. Pero la argumentación no ha logrado todavía lo que se proponía. O sea, no ha demostrado que las leyes de Newton sean un caso limitado de las de Einstein, ya que al transponer el límite, no sólo han cambiado las formas de las leyes; simul­táneamente, hemos tenido que modificar los ele­mentos estructurales fundamentales de que se compone el Universo al cual se aplican.
Esta necesidad de cambiar el significado de conceptos establecidos y familiares, es crucial en el efecto revolucionario de la teoría de Einstein. Aunque más sutil que los cambios del geocen­trismo al heliocentrismo, del flogisto al oxígeno o de los corpúsculos a las ondas, la transforma­ción conceptual resultante no es menos decisiva­mente destructora de un paradigma previamente establecido. Incluso podemos llegar a conside­rarla como un prototipo para las reorientaciones revolucionarias en las ciencias. Precisamente por­que no implica la introducción de objetos o con­ceptos adicionales, la transición de la mecánica de Newton a la de Einstein ilustra con una cla­ridad particular la revolución científica como un desplazamiento de la red de conceptos a través de la que ven el mundo los científicos.
Estas observaciones deberían bastar para de­mostrar lo que, en otro clima filosófico, se hubie­ra dado por sentado. Al menos para los cientí­ficos, la mayoría de las diferencias aparentes entre una teoría científica descartada y su suce-sora, son reales. Aun cuando una teoría anticuada pueda verse siempre como un caso especial de su sucesora más moderna, es preciso que sufra


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antes una transformación. Y la transformación sólo puede llevarse a cabo con las ventajas de la visión retrospectiva, la guía explícita de la teoría más reciente. Además, incluso en el caso de que esa transformación fuera un dispositivo legítimo que pudiera emplearse para interpretar la teoría más antigua, el resultado de su aplica­ción sería una teoría tan restringida que sólo podría reenunciar lo ya conocido. A causa de su economía, esa reenunciación, podría resultar útil, pero no sería suficiente para guiar las investi­gaciones.
Por consiguiente, demos ahora por sentado que las diferencias entre paradigmas sucesivos son necesarias e irreconciliables. ¿Podremos decir, entonces, de manera más explícita cuáles son esos tipos de diferencias? El tipo más evidente ha sido ilustrado ya repetidamente. Los paradig­mas sucesivos nos indican diferentes cosas sobre la población del Universo y sobre el comporta­miento de esa población. O sea, presentan dife­rencias en problemas tales como la existencia de partículas subatómicas, la materialidad de la luz y la conservación del calor o de la energía. Éstas son las diferencias principales entre para­digmas sucesivos y no requieren una mayor ilus­tración. Pero los paradigmas se diferencian en algo más que la sustancia, ya que están dirigidos no sólo hacia la naturaleza, sino también hacia la ciencia que los produjo. Son la fuente de los métodos, problemas y normas de resolución acep­tados por cualquier comunidad científica madura, en cualquier momento dado. Como resultado de ello, la recepción de un nuevo paradigma fre­cuentemente hace necesaria una redefinición de la ciencia correspondiente. Algunos problemas an­tiguos pueden relegarse a otra ciencia o ser decla­rados absolutamente "no científicos". Otros que


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anteriormente eran triviales o no existían siquie­ra, pueden convertirse, con un nuevo paradigma, en los arquetipos mismos de la realización cien­tífica de importancia. Y al cambiar los problemas también lo hacen, a menudo, las normas que dis­tinguen una solución científica real de una sim­ple especulación metafísica, de un juego de pala­bras o de un juego matemático. La tradición científica normal que surge de una revolución cien­tífica es no sólo incompatible sino también a me­nudo realmente incomparable con la que existía con anterioridad.
El efecto del trabajo de Newton sobre la tra­dición normal de práctica científica del siglo XVII proporciona un ejemplo sorprendente de los efec­tos más sutiles del desplazamiento de paradigma. Antes de que naciera Newton, la "nueva ciencia" del siglo había logrado finalmente rechazar las explicaciones aristotélicas y escolásticas, que se expresaban en términos de las esencias de los cuerpos materiales. El decir que una piedra cae porque su "naturaleza" la impulsa hacia el centro del Universo se había convertido en un simple juego tautológico de palabras, algo que no había sido antes. A partir de entonces, todo el con­junto de percepciones sensoriales, incluyendo el color, el gusto e incluso el peso, debían explicarse en términos del tamaño, la forma, la posición y el movimiento de los corpúsculos elementales de la materia base. La atribución de otras cuali­dades a los átomos elementales era recurrir a lo oculto y, por consiguiente, se encontraba fuera del alcance de la ciencia. Moliere recogió ese nuevo espíritu con precisión, cuando ridiculizó al doctor que explicaba la eficacia del opio como soporífero atribuyéndole una potencia adormece­dora. Durante la segunda mitad del siglo XVII, muchos científicos preferían decir que la forma


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redondeada de las partículas de opio les permi­tía suavizar los nervios en torno a los que se movían.5
Durante un periodo anterior, las explicaciones en términos de cualidades ocultas habían sido una parte integrante del trabajo científico fecun­do. Sin embargo, en el siglo XVII, el nuevo com­promiso con la explicación mecánico-corpuscular resultó inmensamente fructífero para una serie de ciencias, al eliminar los problemas que ha­bían desafiado todas las soluciones generalmente aceptadas y sugerir otros nuevos para reemplazar­los. En la dinámica, por ejemplo, las tres leyes del movimiento de Newton son menos el produc­to de nuevos experimentos que el de un intento de volver a interpretar observaciones conocidas, en términos de movimientos y acciones recípro­cas de los corpúsculos neutrales primarios. Exa­minemos sólo un ejemplo concreto. Puesto que los corpúsculos neutrales sólo podían actuar unos sobre otros por contacto, la visión mecánico-cor­puscular de la naturaleza dirigió la atención cien­tífica hacia un tema absolutamente nuevo de estudio, la alteración del movimiento de las par­tículas por medio de colisiones. Descartes anun­ció el problema y proporcionó su primera solu­ción supuesta. Huyghens, Wren y Wallis fueron todavía más allá, en parte mediante experimen­tos con discos de péndulos que entraban en coli­sión; pero, principalmente, mediante la aplica­ción de características previamente conocidas del movimiento al nuevo problema. Y Newton in­cluyó sus resultados en sus leyes del movimiento. La "acción" y "reacción" iguales de la tercera
5 Sobre el corpuscularismo en general, véase "The Es­tablishment of the Mechanical Philosophy", de Marie Boas. Osiris, X (1952), 412-541. Sobre el efecto de la forma de las partículas sobre el gusto, véase idem., p. 483.


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ley son los cambios en la cantidad de movimiento que experimentan las dos partes que entran en colisión. El mismo cambio de movimiento pro­porciona la definición de la fuerza dinámica im­plícita en la segunda ley. En este caso, como en muchos otros durante el siglo XVII, el paradigma corpuscular engendró un nuevo problema y una parte importante de su solución.6
Sin embargo, aunque gran parte del trabajo de Newton iba dirigido a problemas e incluía nor­mas derivadas de la visión mecánico-corpuscular del mundo, el efecto del paradigma que resultó de su trabajo fue un cambio ulterior y parcial­mente destructor de los problemas y las normas legitimadas por la ciencia. La gravedad, interpre­tada como una atracción innata entre cualquier par de partículas de materia, era una cualidad oculta en el mismo sentido que lo había sido la "tendencia a caer" de los escolásticos. Por con­siguiente, aunque continuaban siendo efectivas las normas del corpuscularismo, la búsqueda de una explicación mecánica de la gravedad fue uno de los problemas más difíciles para quienes acepta­ban los Principia como paradigma. Newton le dedicó mucha atención, lo mismo que muchos de sus sucesores del siglo XVIII. La única opción aparente era la de rechazar la teoría de Newton debido a que no lograba explicar la gravedad, y también esta alternativa fue adoptada amplia­mente. Sin embargo, en última instancia, ningu­na de esas opiniones triunfó. Incapaces de prac­ticar la ciencia sin los Principia o de hacer que ese trabajo se ajustara a las normas corpuscula­res del siglo XVII, los científicos aceptaron gra­dualmente la idea de que la gravedad, en realidad, era innata. Hacia mediados del siglo XVIII esa
6 Dugas, La mécanique au XVIIe siècle (Neuchatel, 1954), pp. 177-85, 284-98, 345-56.


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interpretación había sido casi universalmente aceptada y el resultado fue una reversión ge-nuina (que no es lo mismo que retroceso) a una norma escolástica. Las atracciones y repulsiones innatas se unían al tamaño, a la forma, a la posi­ción y al movimiento como propiedades primarias, físicamente irreductibles, de la materia.7
El cambio resultante en las normas y proble­mas de la ciencia física fue una vez más de con­secuencias. Por ejemplo, hacia los años de la década de 1740, los electricistas podían hablar de la "virtud" atractiva del fluido eléctrico, sin in­currir en el ridículo que había acogido al doctor de Moliere un siglo antes. Al hacerlo así, los fenómenos eléctricos exhibieron, cada vez más, un orden diferente del que habían mostrado cuan­do se consideraban como los efectos de un efluvio mecánico que sólo podía actuar por contacto. En particular, cuando la acción eléctrica a dis­tancia se convirtió por derecho propio en tema de estudio, pudo reconocerse como uno de sus efectos el fenómeno que ahora conocemos como carga por inducción. Previamente, cuando se ob­servaba, se lo atribuía a la acción directa de "atmósferas" eléctricas o a las pérdidas inevita­bles en cualquier laboratorio eléctrico. La nueva visión de los efectos de inducción fue, a su vez, la clave para el análisis que hizo Franklin de la botella de Leyden y, en esa forma, para el surgi­miento de un paradigma nuevo y newtoniano para la electricidad. La dinámica y la electricidad no fueron tampoco los únicos campos científicos afectados por la legitimación de la búsqueda de fuerzas innatas de la materia. El gran caudal
7 I. B. Cohen, Franklin and Newton: An Inquiry into Speculative Newtonian Experimental Science and Fran­klin's Work in Electricity as an Example Thereof (Filadel-fia, 1956), caps, VI-VII.


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de literatura del siglo XVIII sobre afinidades quí­micas y series de reemplazo, se deriva también de este aspecto supramecánico del newtonismo. Los químicos que creían en esas atracciones diferen­ciales entre las diversas especies químicas, pre­pararon experimentos que no hubieran podido concebir antes y buscaron nuevos tipos de reac­ciones. Sin los datos y los conceptos químicos que se desarrollaron en el curso de este proceso, el trabajo posterior de Lavoisier y, de manera especial, el de Dalton, hubieran sido incompren­sibles.8 Los cambios en las normas que rigen los problemas, conceptos y explicaciones admisibles, pueden transformar una ciencia. En la sección siguiente sugeriré incluso un sentido en el que pueden transformar al mundo.
En la historia de cualquier ciencia, casi en cual­quier periodo de su desarrollo, pueden encon­trarse otros ejemplos de esas diferencias no sustantivas entre paradigmas sucesivos. Por el momento, contentémonos con otras dos ilustra­ciones, mucho más breves. Antes de la revolución química, una de las tareas reconocidas de la quí­mica era la de explicar las cualidades de las sustancias químicas y los cambios que sufrían esas cualidades durante las reacciones químicas. Con la ayuda de un número reducido de "princi­pios" elementales —uno de los cuales era el flo-gisto—, el químico debía explicar por qué algu­nas sustancias son acidas, otras básicas, combus­tibles, y así sucesivamente. En este sentido, se habían logrado ciertos éxitos. Ya hemos hecho notar que el flogisto explicaba por qué los me­tales eran tan similares y hubiéramos podido desarrollar una argumentación similar para los
8 Sobre la electricidad, véase idem, caps, VIII-IX. Sobre la química, véase Metzger, op. cit., 1a Parte.


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ácidos. Sin embargo, la reforma de Lavoisier, eli­minó finalmente los "principios" químicos y, de ese modo, le quito a la química algo del poder real de explicación y gran parte del potencial. Para compensar esa pérdida, era necesario un cambio en las normas. Durante gran parte del siglo XIX, el no lograr explicar las cualidades de los compuestos no era acusación contra una teo­ría química.9
También Clerk Maxwell compartía con otros proponentes del siglo XIX de la teoría ondulatoria de la luz, la convicción de que las ondas de luz debían propagarse a través de un éter material. El diseño de un medio mecánico para sostener a esas ondas fue un problema normal para mu­chos de sus más capaces contemporáneos. Sin embargo, su propia teoría electromagnética de la luz, no dio ninguna explicación sobre un medio capaz de soportar las ondas de luz y claramente hizo que dar tal explicación resultara mucho más difícil de lo que había parecido antes. Inicialmen-te, la teoría de Maxwell fue ampliamente recha­zada por esas razones; pero, como la teoría de Newton, la de Maxwell resultó difícil de excluir y cuando alcanzó el status de paradigma, cambió la actitud de la comunidad hacia ella. Durante las primeras décadas del siglo xx, la insistencia de Maxwell en la existencia de un éter mecánico pa­reció ser cada vez más algo así como un mero reconocimiento verbal y se abandonaron los in­tentos para diseñar un medio etéreo de ese tipo. Los científicos no consideraron ya como no cien­tífico el hablar de un "desplazamiento" eléctrico, sin especificar qué estaba siendo desplazado. El resultado, nuevamente, fue un nuevo conjunto
9 E. Meyerson, Identity and Reality (Nueva York, 1930). cap. x.


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de problemas y normas que, en realidad, tuvo mucho que ver con la aparición de la teoría de la relatividad.10
Esos cambios característicos en la concepción de la comunidad científica sobre sus problemas y sus normas legítimos tendrían menos importan­cia para la tesis de este ensayo si fuera posible suponer que siempre tuvieron lugar de un tipo metodológico más bajo a otro más elevado. En este caso, asimismo, sus efectos parecerían ser acumulativos. No es extraño que algunos histo­riadores hayan argumentado que la historia de la ciencia registra un aumento continuo de la madurez y el refinamiento de la concepción del hombre sobre la naturaleza de la ciencia.11 Sin embargo, el argumento en pro del desarrollo acu­mulativo de los problemas y las normas de la ciencia es todavía más difícil de establecer que el de la acumulación de las teorías. El intento para explicar la gravedad, aunque abandonado convenientemente por la mayoría de los científi­cos del siglo XVIII, no iba dirigido a un problema intrínsecamente ilegítimo; las objeciones a las fuerzas innatas no eran inherentemente no cien­tíficas ni metafísicas en sentido peyorativo. No existen normas externas que permitan ese juicio. Lo que ocurrió no fue ni un trastorno ni una elevación de las normas, sino simplemente un cambio exigido por la adopción de un nuevo paradigma. Además, desde entonces, ese cambio fue invertido, y puede volver a serlo. En el si­glo xx, Einstein logró explicar las atracciones
10  E. T. Whittaker, A History of the Theories of Aether
and Electricity, II (Londres, 1953), 28-30.
11 Sobre   una   tentativa brillante   y   absolutamente   al
día de encajar el desarrollo científico en este lecho de
Procusto, véase
The Edge of Objectivity: An Essay in the
History of Scientific Ideas,
de C. C. Gillispie (Princeton,
1960).


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gravitacionales y esta explicación hizo que la ciencia regresara a un conjunto de cánones y problemas, a este respecto, que se parece más a los de los predecesores de Newton que a los de sus sucesores. Asimismo, el desarrollo de la mecánica cuántica ha invertido la prohibición me­todológica que tuvo su origen en la revolución química. Los químicos actualmente intentan, y con gran éxito, explicar el color, el estado de agregación y otras cualidades de las sustancias utilizadas y producidas en sus laboratorios. Es posible que esté teniendo lugar también una in­versión similar en la teoría electromagnética. El espacio, en la física contemporánea, no es el sus­trato inerte y homogéneo empleado tanto en la teoría de Newton como en la de Maxwell; algu­nas de sus nuevas propiedades no son muy dife­rentes de las atribuidas antiguamente al éter; es posible que lleguemos a saber, algún día, qué es un desplazamiento eléctrico.
Cambiando el acento de las funciones cognosci­tivas a las normativas de los paradigmas, los ejemplos anteriores aumentan nuestra compren­sión de los modos en que dan forma los para­digmas a la vida científica. Previamente, hemos examinado, sobre todo, el papel desempeñado por un paradigma como vehículo para la teoría cien­tífica. En este papel, su función es la de decir a los científicos qué entidades contiene y no contiene la naturaleza y cómo se comportan esas entida­des. Esta información proporciona un mapa cu­yos detalles son elucidados por medio de las investigaciones científicas avanzadas. Y puesto que la naturaleza es demasiado compleja y va­riada como para poder estudiarla al azar, este mapa es tan esencial como la observación y la experimentación para el desarrollo continuo de la ciencia. A través de las teorías que engloban,


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los paradigmas resultan esenciales para las acti­vidades de investigación. Sin embargo, son tam­bién esenciales para la ciencia en otros aspectos y esto es lo que nos interesa en este momento. En particular, nuestros ejemplos más recientes muestran que los paradigmas no sólo proporcio­nan a los científicos mapas sino también algunas de las indicaciones principales para el estableci­miento de mapas. Al aprender un paradigma, el científico adquiere al mismo tiempo teoría, mé­todos y normas, casi siempre en una mezcla inse­parable. Por consiguiente, cuando cambian los paradigmas, hay normalmente transformaciones importantes de los criterios que determinan la legitimidad tanto de los problemas como de las soluciones propuestas.
Esta observación nos hace regresar al punto en que se inició esta sección, pues nos proporcio­na nuestra primera indicación explícita de por qué la elección entre paradigmas en competencia plantea regularmente preguntas que no pueden ser contestadas por los criterios de la ciencia normal. Hasta el punto, tan importante como incompleto, en el que dos escuelas científicas que se encuentren en desacuerdo sobre qué es un pro­blema y qué es una solución, inevitablemente ten­drán que chocar al debatir los méritos relativos de sus respectivos paradigmas. En los argumen­tos parcialmente circulares que resultan regular­mente, se demostrará que cada paradigma satis­face más o menos los criterios que dicta para sí mismo y que sé queda atrás en algunos de los dictados por su oponente. Hay también otras ra­zones para lo incompleto del contacto lógico que caracteriza siempre a los debates paradigmáticos. Por ejemplo, puesto que ningún paradigma re­suelve todos los problemas que define y puesto que no hay dos paradigmas que dejen sin resol-


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ver los mismos problemas, los debates paradig­máticos involucran siempre la pregunta: ¿Qué problema es más significativo resolver? Como la cuestión de la competencia de normas, esta cues­tión de valores sólo puede contestarse en térmi­nos de criterios que se encuentran absolutamente fuera de la ciencia normal y es ese recurso a cri­terios externos lo que de manera más obvia hace revolucionarios los debates paradigmáticos. Sin embargo, se encuentra también en juego algo más fundamental que las normas y los valores. Hasta ahora, sólo he argüido que los paradigmas son parte constitutiva de la ciencia. A continua­ción, deseo mostrar un sentido en que son tam­bién parte constitutiva de la naturaleza.



X. LAS REVOLUCIONES COMO CAMBIOS DEL CONCEPTO DEL MUNDO
examinando el registro de la investigación pa­sada, desde la atalaya de la historiografía contem­poránea, el historiador de la ciencia puede sen­tirse tentado a proclamar que cuando cambian los paradigmas, el mundo mismo cambia con ellos. Guiados por un nuevo paradigma, los científicos adoptan nuevos instrumentos y buscan en luga­res nuevos. Lo que es todavía más importante, durante las revoluciones los científicos ven cosas nuevas y diferentes al mirar con instrumentos co­nocidos y en lugares en los que ya habían buscado antes. Es algo así como si la comunidad profe­sional fuera transportada repentinamente a otro planeta, donde los objetos familiares se ven bajo una luz diferente y, además, se les unen otros objetos desconocidos. Por supuesto, no sucede nada de eso: no hay transplantación geográfica; fuera del laboratorio, la vida cotidiana continúa como antes. Sin embargo, los cambios de para­digmas hacen que los científicos vean el mundo de investigación, que les es propio, de manera diferente. En la medida en que su único acceso para ese mundo se lleva a cabo a través de lo que ven y hacen, podemos desear decir que, des­pués de una revolución, los científicos respon­den a un mundo diferente.
Las demostraciones conocidas de un cambio en la forma (Gestalt) visual resultan muy suges­tivas como prototipos elementales para esas trans­formaciones del mundo científico. Lo que antes de la revolución eran patos en el mundo del científico, se convierte en conejos después. El hombre que veía antes el exterior de la caja

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desde arriba, ve ahora su interior desde abajo. Las transformaciones como ésas, aunque habi-tualmente más graduales y casi siempre irrever­sibles, son acompañantes comunes de la prepa­ración de los científicos. Al mirar el contorno de un mapa, el estudiante ve líneas sobre un pa­pel, mientras que el cartógrafo ve una fotografía de un terreno. Al examinar una fotografía de cámara de burbujas, el estudiante ve líneas inte­rrumpidas que se confunden, mientras que el fí­sico un registro de sucesos subnucleares que le son familiares. Sólo después de cierto número de esas transformaciones de la visión, el estu­diante se convierte en habitante del mundo de los científicos, ve lo que ven los científicos y responde en la misma forma que ellos. Sin em­bargo, el mundo al que entonces penetra el estu­diante no queda fijo de una vez por todas, por una parte, por la naturaleza del medio ambien­te y de la ciencia, por la otra. Más bien, es conjuntamente determinado por el medio ambien­te y por la tradición particular de la ciencia normal que el estudiante se ha preparado a se­guir. Por consiguiente, en tiempos de revolución, cuando la tradición científica normal cambia, la percepción que el científico tiene de su medio ambiente debe ser reeducada, en algunas situacio­nes en las que se ha familiarizado, debe aprender a ver una forma (Gestalt) nueva. Después de que lo haga, el mundo de sus investigaciones pare­cerá, en algunos aspectos, incomparable con el que habitaba antes. Ésa es otra de las razones por las que las escuelas guiadas por paradigmas diferentes se encuentran siempre, ligeramente, en pugna involuntaria.
Por supuesto, en su forma más usual, los expe­rimentos de forma (Gestalt) ilustran sólo la na­turaleza de las transformaciones perceptuales.


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No nos indican nada sobre el papel desempeñado por los paradigmas o el de las experiencias pre­viamente asimiladas en el proceso de percepción. Pero sobre ese punto existe un caudal impor­tante de literatura psicológica, gran parte de la cual procede de los trabajos pioneros del Hano­ver Institute. Un sujeto experimental que se pone anteojos ajustados con lentes inversos verá ini-cialmente todo el mundo cabeza abajo. Al prin­cipio este cuadro de percepción funciona como si hubiera sido preparado para que funcionara a falta de lentes y el resultado es una gran des­orientación y una crisis personal aguda. Pero después de que el sujeto ha comenzado a apren­der a conducirse en su nuevo mundo, todo su campo visual se transforma, habitualmente des­pués de un periodo intermedio en el que la visión resulta simplemente confusa. Después, los obje­tos pueden nuevamente verse como antes de uti­lizar los lentes. La asimilación de un campo de visión previamente anómalo ha reaccionado so­bre el campo mismo, haciéndolo cambiar.1 Tanto literal como metafóricamente, el hombre acos­tumbrado a los lentes inversos habrá sufrido una transformación revolucionaria de la visión.
Los sujetos del experimento de las cartas anó­malas de la baraja, que vimos en la sección VI, sufrieron una transformación muy similar. Hasta que aprendieron, por medio de una prolongada exposición, que el Universo contenía cartas anó­malas, vieron sólo los tipos de cartas para los que experiencias previas los habían preparado. Sin
1 Los experimentos originales fueron llevados a cabo, por George M. Stratton, "Vision without Inversion of the Retinal Image", Psychological Review, IV (1897), 341-60, 463-81. Una revisión más al día es proporcionada por Harvey A. Carr, en An Introduction to Space Perception (Nueva York, 1935), pp. 18-57.


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embargo, una vez que la experiencia les propor­cionó las categorías complementarias necesarias, fueron capaces de ver todas las cartas anómalas durante una primera inspección suficientemente larga como para permitir cualquier identifica­ción. Otros experimentos han demostrado que el tamaño, el color, etc., percibidos en objetos ex-perimentalmente exhibidos, varían también de acuerdo con la preparación y el adiestramiento previos de los sujetos.2 Al examinar la rica lite­ratura experimental de que hemos extraído esos ejemplos, podemos llegar, a sospechar que es ne cesario algo similar a un paradigma como requi­sito previo para la percepción misma. Lo que ve un hombre depende tanto de lo que mira como de lo que su experiencia visual y conceptual pre­via lo ha preparado a ver. En ausencia de esa preparación sólo puede haber, en opinión de William James, "una confusión floreciente y zum­bante" ("a bloomin' buzzin' confusión").
En los últimos años, varios de los eruditos in­teresados en la historia de la ciencia han consi­derado los tipos de experimentos descritos antes como muy sugestivos. En particular, N. R. Han­son ha utilizado demostraciones de forma (Ges-talt) para elaborar algunas de las mismas con­secuencias de las creencias científicas que me ocupan en este ensayo.3 Otros colegas han hecho notar repetidamente que la historia/de la ciencia tendría un sentido más claro y coherente si se
2 Para ejemplos, véase "The Influence of Suggestion on the Relationship between Stimulus Size and Perceived Distance", de Albert H. Hastrof. Journal of Psychology, XXIX (1950). 195-217; y "Expectations and the Perception of Color", de Jerome S. Bruner, Leo Postman y John Rodrigues, American Journal of Psychology, LXIV (1951), 216-27.
3 N. R. Hanson. Patterns of Discovery (Cambridge, 1958), cap. I.


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pudiera suponer que los científicos experimen­tan, a veces, cambios de percepción como los que acabamos de describir. Sin embargo, aun cuan­do los experimentos psicológicos son sugestivos, no pueden ser más que eso, dada la naturaleza del caso. Muestran características de percepción que podrían ser cruciales para el desarrollo cien­tífico; pero no demuestran que la observación cuidadosa y controlada de los científicos investi­gadores comparta en absoluto esas características. Además, la naturaleza misma de esos experimen­tos hace que resulte imposible cualquier demos­tración directa de ese punto. Para que el ejemplo histórico pueda hacer que esos experimentos psi­cológicos parezcan ser importantes, deberemos anotar primeramente los tipos de pruebas que podemos esperar que nos proporcione la historia y los que no podremos encontrar en ella.
El sujeto de una demostración de forma (Ges-talt) sabe que su percepción ha cambiado debido a que puede cambiarla en ambos sentidos repeti­damente, mientras sostiene el mismo libro o la misma hoja de papel en la mano. Dándose cuen­ta de que no hay nada en su medio ambiente que haya cambiado, dirige cada vez más su atención no a la figura (pato o conejo) sino a las líneas del papel que está observando. Finalmente, pue­de aprender incluso a ver esas líneas, sin ver ninguna de las figuras y puede decir (lo que no hubiera podido decir legítimamente antes) que lo que ve realmente son esas líneas; pero que, alternativamente, las ve como un pato y como un conejo. Por el mismo motivo, el sujeto del expe­rimento de cartas anómalas sabe (o, más exacta­mente, puede ser persuadido de) que su percep­ción debe haber cambiado porque una autoridad externa, el experimentador, le asegura que, a pe­sar de lo que haya visto, estuvo mirando siempre

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