sábado, 18 de febrero de 2012

Libro: Anne Perry (Las Tumbas del Mañana) Parte 2/5 [Primer Guerra Mundial]


—Judith? ¿O Hannah?
—No —repuso Matthew con aplomo—. Hannah tal vez haya echado un vistazo, pero seguro que no ha tocado nada, al menos por el momento. Y lo último que haría Judith sería entrar aquí. A menos que... Preguntaré, pero lo dudo mucho. —Inspiró profundamente—. Son las almohadas. No están como mamá solía ponerlas, y nadie de esta casa las habría dispuesto de este modo.
—¿No es así como las pone la mayoría de la gente?
Joseph dirigió la vista hacia la cama de matrimonio con su cobertor hecho a mano y los cuadrantes a juego, uno al lado del otro. El conjunto presentaba un aspecto de lo más normal, como el de cualquier otro dormitorio. Entonces un breve recuerdo acudió a su mente mientras rememoraba la escena de cuando le había dicho a su madre que Eleanor estaba embarazada. Se había puesto muy contenta. Vio su rostro y la cama tras ella, con los cuadrantes en ángulo, uno un poco encima del otro. El conjunto respiraba una despreocupada comodidad, no la rígida formalidad de ahora.
—Alguien ha estado aquí —convino. El corazón le latía con tanta fuerza que le faltaba el aire—. Han registrado la casa mientras todos asistíamos al funeral. —E1 pulso le golpeaba los oídos—. ¿Buscarían el documento, tal como hicimos nosotros?
—Sí —repuso Matthew—. Eso significa que papá llevaba razón: no cabe duda de que tenía algo. —Hablaba con voz clara y fuerte, como si esperara que lo contradijeran—. Y no se lo arrebataron.
Joseph tragó saliva con dificultad, consciente de la magnitud de lo que se ocultaba detrás de aquella frase.
—Aún no lo tienen, puesto que no estaba aquí. Hemos buscado en todas partes. ¿Dónde crees que puede estar?
—¡No lo sé! —Matthew estaba perplejo. Sus pensamientos corrían más que sus palabras, pero eso no le impedía constatar los hechos—. No sé lo que hizo con él pero desde luego ellos no lo tienen, de lo contrario no seguirían buscando, y nosotros tampoco.
—¿Quienes son «ellos»? —inquirió Joseph.
Matthew se volvió hacia él, desconcertado y con la emoción a flor de piel.
—No tengo ni idea. Te he contado todo lo que él me dijo.
Un rumor de voces subía por la escalera. En algún lugar próximo a la cocina sonó un portazo. Él y Matthew deberían estar abajo atendiendo a los invitados. Era injusto que Judith y Hannah se encargaran solas de darles conversación, agradecerles su presencia allí y aceptar sus condolencias. Miró por encima del hombro.
—¡Joe!
Joseph se volvió otra vez. Matthew lo miraba fijamente con expresión sombría.
—No se trata sólo de qué contenía ese documento y qué ha sido de él —dijo en voz baja, como si le preocupara que alguien pudiera oírlo desde el vestíbulo—. Se trata de a quién implica. ¿De dónde lo sacó papá? Obviamente, quienes quiera que sean ellos, saben que él lo tenía, de lo contrario no hubiesen venido a buscarlo aquí.
Dejó que aquellas palabras flotaran en el aire, apoyando la mano, con los nudillos blancos, en el marco de la puerta.
Joseph fue captando la idea despacio. La enormidad y el espanto que contenía impedía asimilarla de buenas a primeras. Al cabo, una vez asumida, ya no cupo negarla.
—¿Fue un accidente? —preguntó con la boca seca.
Matthew permaneció inmóvil, apenas parecía que respirara.
—No lo sé —respondió—. Si el documento era lo que dijo que era y las personas a quienes se lo había quitado sabían que me lo iba a enseñar, lo más probable es que no.
Oyeron un paso al pie de la escalera.
Joseph giró sobre sus talones. Hannah estaba abajo con la mano apoyada en el poste, muy pálida, esforzándose por conservar la compostura.
—¿Qué pasa? —preguntó abruptamente—. ¡La gente empieza a preguntar dónde estáis! Tenéis que hablar con ellos, no podéis eludir vuestra responsabilidad. Todos nos sentimos como...
—Ya vamos —la interrumpió Joseph, comenzando a bajar la escalera. No debían asustarla con la verdad, por descontado, al menos en aquel momento—. Matthew había perdido algo, pero ya ha recordado dónde lo dejó.
—Tienes que hablar con la gente —repitió Hannah cuando la alcanzó—. Esperan que todos lo hagamos. Tú ya no vives aquí, pero eran los vecinos de mamá y la querían.
Joseph le rodeó el hombro con el brazo.
—Sí, claro que sí. Me consta.
Hannah sonrió, aunque su rostro seguía reflejando enojo y frustración, así como un inmenso dolor imposible de disimular. Hoy había ocupado el lugar de su madre y detestaba todo lo que aquello significaba.
Joseph no volvió a ver a su hermano a solas hasta minutos antes de cenar. Condujo a Henry hasta el jardín al declinar el día y observó cómo iba menguando la luz, que teñía de dorado las copas de los árboles. Levantó la vista hacia las bandadas de estorninos, arremolinándose como hojas secas surcando el cielo luminoso, semejaban una infinidad de motas oscuras que un viento invisible zarandease.
No oyó a Matthew acercarse silenciosamente detrás de él y se sobresaltó cuando el perro se volvió meneando la cola.
—Mañana por la mañana acompañaré a Hannah a la estación —dijo Matthew—. Tomará el tren de las diez y cuarto. Así llegará a Portsmouth cómodamente antes de la hora del té. Hay una buena conexión.
—Supongo que debería regresar a Cambridge —repuso Joseph—. Aquí ya no hay nada más que hacer. Pettigrew nos avisará si nos necesita para algo. Judith se quedará en la casa. Me figuro que ya te lo habrá dicho. De todos modos, a la señora Appleton le vendrá bien tener de quien ocuparse.
Dijo esto último irónicamente. Estaba tan preocupado por Judith como lo habían estado John y Alys. No daba muestras de decidirse por nada y en general parecía no hacer más que perder el tiempo. Ahora que sus padres ya no estarían allí, las circunstancias la obligarían a tomar las riendas de su futuro, pero aún era demasiado pronto para hablar con ella de eso.
—¿Cuánto tiempo puede mantener la casa con el dinero disponible mientras se autentifica el testamento? —preguntó Matthew, metiéndose las manos en los bolsillos y siguiendo la mirada de Joseph a través de los campos hasta un bosquecillo cuya silueta se recortaba contra el cielo.
Ambos estaban evitando decir lo que realmente pensaban: ¿cómo sobrellevaría la pena? ¿Contra quién se rebelaría ahora que Alys no estaría allí? ¿Quién velaría para que no se dejara llevar por el desenfreno hasta hacerse un daño irreparable? ¿Hasta qué punto la conocían como para empezar a mostrar el amor, la paciencia, la mano que la guiase, que súbitamente habían pasado a ser responsabilidad de los hermanos?
Sin embargo, era demasiado pronto. Ninguno de ellos estaba preparado todavía.
—Según dijo Pettigrew, alrededor de un año —respondió Joseph—. Algo más, de ser necesario. Ahora bien, es preciso que haga algo más que perder el tiempo con sus amigos y recorrer la campiña en ese coche que tiene. Ignoro si papá sabía dónde suele ir ni a qué velocidad.
—¡Claro que lo sabía! —replicó Matthew—. Es más, estaba bastante orgulloso de su pericia al volante..., así como del hecho de que sea mejor mecánico que Albert. Apuesto a que empleará parte de su herencia en la compra de un nuevo coche —agregó, encogiéndose de hombros—. Más rápido y elegante que el Modelo T. ¡Eso si no se decide por uno de carreras!
Joseph tendió la mano.
—¿Qué te juegas?
—¡Nada que no pueda perded —respondió Matthew con sequedad—. Supongo que no habrá forma de impedírselo…
—¿Cómo? —preguntó Joseph—. Tiene veintitrés años. Hará lo que quiera.
—¡Siempre ha hecho lo que ha querido! —exclamó Matthew—. ¿Si al menos se hiciera cargo de la realidad! La económica, quiero decir.
No era eso lo que quería decir, y ambos lo sabían. Se trataba de algo que iba más allá del dinero. Judith necesitaba una meta, algo que le permitiera manejar su pesar.
Joseph enarcó las cejas.
—¿Acaso estás insinuando que es responsabilidad mía el decírselo?
¡Claro que era su responsabilidad! Era el hermano mayor, el que iba a ocupar el lugar de su padre, y eso dejando a un lado el hecho de que vivía en Cambridge, que distaba unos cinco kilómetros, mientras que Matthew residía en Londres. Si se sentía contrariado era porque aquello lo cogía desprevenido. En lo profundo de su alma existía un pozo de ira que ni siquiera osaba mentar, un dolor que le daba miedo.
—¡Así es! —convino Matthew con una sonrisa. Ésta se esfumó rápidamente y salió a relucir la oscuridad que lo invadía—. Pero hay algo que debemos hacer antes de que te marches. En realidad, ya tendríamos que haberlo hecho.
Joseph supo lo que iba a decir un instante antes de que lo dijera.
—El accidente. —Matthew empleó la palabra sin excesivo rigor. Una mitad de su rostro era como de bronce a la luz mortecina del ocaso; la otra quedaba oculta en la sombra—. No sé si cabrá discernir algo a estas alturas, pero hemos de intentarlo. No ha llovido desde que ocurrió. De hecho, no recuerdo un verano mejor que éste.
—Yo tampoco. —Joseph miró a lo lejos—. Hoy se jugaba la final de Wimbledon. Ninguna interrupción por el tiempo. Norman Brookes y Anthony Wilding.
No se le podía haber ocurrido nada menos importante pero era un comentario agradable, una manera de sortear el dolor.
—Shearing me ha telefoneado —contestó Matthew—. Me ha dicho que ha ganado Brookes, y Dorothea Chambers se ha proclamado campeona femenina.
—Era de esperar. ¿Quién es Shearing?
Joseph trataba de ubicar a un amigo de la familia, alguien que hubiese llamado para disculparse por no estar presente. Acarició con ternura la cabeza del perro.
—Calder Shearing —respondió Matthew—. Mi jefe en el Servicio de Inteligencia. Sólo quería darme el pésame y, por supuesto, saber cuándo iba a regresar.
Joseph volvió a mirarlo.
—¿Y cuándo lo harás?
Matthew sostuvo su mirada.
—Mañana, una vez hayamos ido a la carretera de Hauxton. No podemos permanecer aquí indefinidamente. Todos debemos seguir adelante con nuestras vidas y, cuanto más lo demoremos, más nos costará hacerlo.
Era horrible pensar que semejante violencia fuese deliberada. No soportaba imaginar que alguien hubiese planeado y llevado a cabo el asesinato de sus padres. Sin embargo, la alternativa era que la mente perspicaz y lógica de John Reavley hubiera perdido el control de sí, llevándolo a huir de una amenaza que no era real sino una disparatada ocurrencia. Eso era mucho peor. Se negaba a creerlo.
—¿Y si no fue un accidente? —preguntó Joseph. ¿Por qué costaba tanto expresarlo en voz alta?
Matthew fijó la vista en el último arrebol bermellón y ámbar que el sol encendía en las nubes del horizonte, yen las sombras de los árboles alargadas a través de los campos. La brisa del crepúsculo traía un penetrante aroma a heno y tierra seca mezclado con el dulzor del césped recién cortado. El tiempo de la siega estaba próximo. Había un puñado de amapolas, escarlatas como un rasguño sanguinolento, en la penumbra dorada del campo. El viento se había llevado todos los pétalos de los espinos de los setos y en unos pocos meses éstos se hallarían cuajados de bayas.
—No lo sé—contestó—. ¡Ésa es la cuestión! No podemos contárselo a nadie porque no sabemos en quién confiar. Nuestro padre no se fió de la policía, de lo contrario no habría emprendido el viaje a Londres. Pero aun así, necesito comprobarlo. ¿Tú no?
Joseph reflexionó por un instante.
—Sí —admitió—. Sí. Necesito saberlo.
A la tarde del día siguiente, 3 de julio, Matthew y Joseph se dirigieron de nuevo a la comisaría de Great Shelford y preguntaron si podían mostrarles sobre un mapa el lugar exacto donde había ocurrido el accidente. El sargento se lo indicó de mala gana.
—No vayan a ver ese sitio —dijo con tristeza—. Es lógico que quieran comprender lo que pasó, pero allí no hay nada que ver. No hubo nadie más implicado, ningún jovenzuelo demasiado borracho conduciendo más deprisa de lo que debía. Le aconsejo que lo olvide.
—Gracias —respondió Matthew con una sonrisa forzada—. Sólo quiero echar un vistazo. ¿Ha dicho que fue aquí? —Señaló el mapa con el dedo.
—Exacto, señor. En dirección al sur.
—¿Ha habido otros accidentes ahí con anterioridad?
—Que yo sepa, no, señor. —El sargento frunció el entrecejo—. No me explico lo ocurrido, pero lo cierto es que a veces las cosas son así. Los Lanchester son buenos coches, capaces de correr a bastante velocidad. No me extrañaría que alcanzaran los ochenta kilómetros por hora. Un pinchazo repentino puede hacerte salir de la carretera. Le pasaría a cualquiera.
—Gracias —dijo Joseph en tono enérgico. Deseaba terminar con aquello e inspeccionar personalmente el lugar de los hechos. Zanjar el asunto. Estaba aterrado. Encontraran lo que encontrasen, su mente recrearía una imagen de lo que allí había sucedido. El resultado final sería el mismo, con independencia de la causa. Se volvió y salió de la comisaría. Fuera el aire era húmedo. Las nubes se apelotonaban en el oeste y unas moscas —las típicas mosquillas negras que anunciaban lluvia— diminutas se le posaban en la piel.
Fue hasta el coche y ocupó su asiento y aguardó a que Matthew hiciera lo mismo.
Se dirigieron hacia el oeste atravesando Little Shelford y Hauxton hasta la carretera de Londres, donde giraron hacia el norte en dirección al puente del molino. Era un trayecto de unos seis kilómetros en total. Matthew pisó a fondo el acelerador, echándole una carrera a la tormenta. No se molestó en dar explicaciones, pues le constaba que Joseph sabía por qué corría.
Llegaron al puente en cuestión de minutos. Matthew se vio obligado a frenar bruscamente para no pasar de largo el lugar indicado en el mapa. Detuvo el coche a un lado de la carretera, levantando una nube de polvo y gravilla con los neumáticos.
—Lo lamento —dijo—. Más vale que nos demos prisa. Empezará a llover en cualquier momento.
Saltó del vehículo, seguido de Joseph.
A sólo unos veinte metros vio el hueco que el coche había abierto en la hierba al salirse de la carretera, cruzando el amplio arcén, aplastando retamas y dedaleras. También había arrancado un árbol joven y esparcido unas cuantas piedras antes de chocar contra un grupo de abedules, dejando marcas en los troncos y desgajando una rama baja que había caído unos metros más adelante, cuyas hojas empezaban a marchitarse.
Matthew se detuvo junto a los arbustos de retama contemplando el estropicio.
Joseph lo alcanzó. De pronto se sintió idiota y más vulnerable a cada instante que pasaba. No tendrían que haber ido allí. Habría sido mucho mejor dejarlo librado a la imaginación. Ahora ya no lograría olvidarlo nunca.
Un sordo retumbar de truenos llegó desde el oeste, semejante al bramido de advertencia de una enorme bestia oculta más allá de los árboles y los campos silenciosos.
—No vamos a sacar nada en claro —dijo Joseph en voz alta—. El coche se salió de la carretera. Nunca sabremos por qué.
Matthew no le hizo el menor caso y siguió escrutando la estela de destrozos producida por el accidente.
Joseph siguió su mirada. Al menos la muerte de sus padres debió de ser rápida, advirtió, casi instantánea, un momento de terror al advertir que habían perdido el control, una sensación de velocidad loca y destructora, y luego, tal vez, un ruido metálico y un golpe, nada más. Todo en cuestión de segundos, menos tiempo del que llevaba imaginarlo.
Matthew se volvió y regresó a la carretera bordeando el rastro que había dejado el coche, poniendo mucho cuidado en no pisarlo aunque no hubiera más que plantas destrozadas. El suelo estaba demasiado seco como para que observasen marcas de ruedas.
Joseph estaba a punto de repetir que no había nada que ver allí cuando se dio cuenta de que Matthew se había detenido y observaba detenidamente el suelo.
—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Qué has encontrado?
—El coche iba zigzagueando —contestó Matthew—. ¡Mira eso! —Señaló hacia el borde de la carretera, donde, unos diez metros más adelante, había otro macizo de dedaleras aplastadas—. Ahí es donde se salió de la calzada por primera vez —añadió—. Papá intentó recobrar el control pero no lo consiguió. Un pinchazo no provocaría eso, al menos no de este modo. Lo sé muy bien porque tuve uno.
—Hubo más de un pinchazo —le recordó Joseph—. Los cuatro neumáticos estaban reventados.
—Pues entonces había algo en la carretera que lo causó —afirmó Matthew con convicción—. La posibilidad de que se produzcan cuatro pinchazos espontáneos en el mismo momento ni siquiera merece ser considerada.
Echó a correr hasta la altura del primer macizo de dedaleras rotas, donde aminoró el paso y se puso a inspeccionar el suelo.
Joseph fue tras él, mirando a un lado y a otro, al frente y atrás. Fue el primero en descubrir las diminutas rayas sobre la superficie de macadán. Miró de reojo y vio otra a menos de un palmo, y luego otra más.
—¡Matthew!
—Sí, ya las veo.
Matthew llegó hasta la línea y se puso en cuclillas. Una vez halladas era fácil seguirles el rastro a través de la carretera. Separadas entre sí por una distancia menor a la anchura de un neumático de coche, eran marcas muy superficiales, salvo en dos sitios separados por la longitud del eje, donde parecían más profundas, formando hendiduras en el pavimento. Habida cuenta del calor que imperaba aquel verano, con un día soleado tras otro, el alquitrán se habría reblandecido más de lo habitual, por lo que resultaba más fácil de señalar. En invierno quizá no hubiese quedado rastro alguno.
—¿Qué son? —preguntó Joseph, que no atinaba a entender qué había podido reventar los neumáticos de un coche en movimiento dejando aquellas marcas para luego desaparecer tanto de la carretera como de los neumáticos. Claro que, por otra parte, nadie había buscado algo así.
Matthew se puso de pie. Estaba muy pálido.
—No puede tratarse de clavos —dijo—. ¿Cómo te las arreglarías para sembrar una carretera de clavos con la punta hacia arriba y conseguir no sólo que únicamente el coche que quisieras pasase por encima de ellos, sino que no quedasen hundidos en los neumáticos, de modo que la policía no los encontrara al investigar el accidente?
—Los esperaron —contestó Joseph. El corazón le latía con tanta fuerza que le temblaba todo el cuerpo. Se puso hecho una furia al pensar que alguien pudiera tener la sangre fría de colocar semejante trampa en la carretera para luego ocultarse al acecho de un vehículo y ver cómo éste se estrellaba. Sintió que le faltaba el aire al imaginarlos caminar hacia los restos del coche, no hacer caso de los cuerpos rotos y ensangrentados, quizá todavía con vida, y buscar el documento. Y al no encontrarlo, sencillamente se marcharon, tomando la precaución de llevarse consigo lo que había causado el accidente.
Los odió tanto que en un momento el acaloramiento le dejó la piel bañada en sudor. Al cabo de nada se encontró temblando incontrolablemente, y ello a pesar del calor y de que no soplaba una gota de viento. Más mosquillas se le posaron en el rostro y las manos.
Matthew había vuelto al margen de la carretera, sólo que al lado opuesto del lugar donde el coche había virado bruscamente. Allí la cuneta era más honda y estaba cubierta de prímulas. Había una línea recta y estrecha que las cruzaba justo desde el borde del macadán y se prolongaba a través de la cuneta y más allá de ésta.
Mareado, con la visión borrosa salvo por una claridad cristalina en el centro, Joseph vio un abedul joven junto al seto. Un trozo deshilachado de cuerda colgaba del tronco e iba a clavarse en la corteza a un par de palmos del suelo. Acertó a imaginar la fuerza que lo había causado, podía verlo, el Lanchester amarillo con John Reavley al volante y Alys a su lado, posiblemente a unos setenta y cinco kilómetros por hora, golpeándolo... Pero ¿golpeando el qué?
Se volvió hacia Matthew, deseoso de que éste lo desmintiera, de que borrara lo que acababa de imaginar.
—Abrojos —dijo Matthew en voz baja, meneando como si así fuera a librarse de la idea.
—¿Abrojos? —preguntó Joseph, perplejo.
—Unas piezas de hierro formadas por cuatro puntas o cuchillas dispuestas en tal forma que siempre presentan una hacia arriba —explicó Matthew, juntando los dedos para mostrárselo—. Como las que ponen en el alambre de espino, sólo que más grandes. Se usaban en la Edad Media para derribar a los caballeros de sus monturas.
Los truenos retumbaron de nuevo, esta vez más cerca. Hacía tanto calor que costaba respirar.
—En una cuerda —prosiguió Matthew. No miraba a Joseph, como por miedo a ver su expresión—. Supongo que aguardaron aquí hasta que oyeron que el coche se aproximaba y, entonces, tras comprobar que se trataba del Lanchester, cruzaron la carretera a toda prisa hasta el otro lado y la ataron. —Agachó la cabeza por un instante—. Aunque papá la hubiese visto — añadió con voz quebrada—, le habría sido imposible evitarla. —Titubeó por un instante, inspirando profundamente—. Luego cortaron la cuerda, de un hachazo a juzgar por su aspecto, y se llevaron el horrendo dispositivo consigo.
Al fin estaba claro. Joseph no dijo nada. Todo resultaba espantosamente real, ya no había lugar para la duda. John y Alys Reavley habían sido asesinados: él para que no hablara y recuperar el documento; ella porque la casualidad había querido que lo acompañase. ¡Era algo brutal, monstruoso! El dolor se apoderó de él. Podía ver el terror en el rostro de su madre, a su padre esforzándose desesperadamente para no perder el control del coche sabiendo que no lo conseguiría, la destrucción física, la impotencia. ¿Habían tenido tiempo de comprender que iban a morir y que no podían hacer nada el uno por el otro, ni siquiera tocarse o decirse adiós por última vez?
Y él tampoco podía hacer nada. Era agua pasada, algo concluido, fuera de su alcance. Sólo quedaba la ira. Encontrarían a los responsables. Las víctimas eran su padre y su madre. Alguien había eliminado a dos personas buenas, arrebatándoselas a sus seres queridos. ¿Quién lo había hecho? ¿Qué clase de gente era capaz de algo así, y por qué?
Tenían que hallarlos, detenerlos. Aquello no tenía que ocurrir otra vez.
Haría lo que debía. Sería amable, obediente y honorable, pero no volvería a sufrir de ese modo. Sería incapaz de soportarlo.
—¿Estará a salvo Judith? —preguntó de repente—. ¿Y si vuelven a ir a casa?
La idea de tener que contarle la verdad era muy desagradable, pero ¿cómo evitarlo?
—No volverán. —Matthew se enderezó, un tanto vacilante—. Saben que no está allí, ¡y no tengo ni idea de dónde puede estar!
Estaba a punto de perder el dominio de sí mismo. Miró fijamente a Joseph deseando que le echase una mano, que le diera una respuesta que no lograba encontrar.
Un trueno estalló en el cielo justo encima de ellos y comenzaron a caer las primeras gotas de lluvia, reventando calientes contra ellos y la carretera.
Joseph cogió a Matthew del brazo y ambos se dirigieron hacia el coche, echando una carrera corta antes de montar apresuradamente y desplegar con torpeza la capota mientras el cielo se partía y una lluvia torrencial se arremolinaba sobre los campos y los setos, chorreando en el parabrisas y golpeteando contra el metal de la carrocería. El destello de un rayo iluminó fugazmente la campiña.
Matthew arrancó el motor, cuyo rugido lleno de vida supuso un alivio. Metió la marcha y avanzó lentamente por la carretera cubierta de agua. Ninguno de los dos dijo nada.
Cuando el chaparrón amainó y pudieron abrir las ventanillas, el aire olía intensamente a lluvia recién caída sobre la tierra agostada. Era una fragancia sin igual, tan penetrante y limpia que no se cansaban de respirarla. Volvió a salir el sol e hizo relucir las carreteras mojadas y las brillantes hojas de los setos.
—¿Qué te dijo nuestro padre exactamente? —preguntó Joseph una vez que hubo recobrado el dominio de sí y se sintió nuevamente con fuerzas para hablar casi con normalidad.
—Lo he repetido tantas veces que ya no estoy seguro de nada —contestó Matthew sin apartar los ojos de la carretera—. Pensaba que había dicho que iba a llevármelo a Londres, pero ahora no lo sé... Y puesto que ellos no lo encontraron, y sin duda lo buscaron, igual que nosotros, me parece que la única alternativa es que lo escondiera en algún lugar.
Se mostraba bastante sereno, planteándolo como si se tratara de un problema intelectual que tuviera que resolver, como si la pasión que lo embargaba jamás hubiese existido.
—Hemos de decírselo a Judith —señaló Joseph, atento a la reacción de su hermano—. Aparte de cerrar la casa a cal y canto cuando se quede a solas, tiene derecho a saberlo. Y Hannah también..., aunque quizá más adelante.
Matthew guardó silencio. Otro relámpago brilló a lo lejos y al cabo se oyó un trueno por la parte del sur.
Joseph iba a repetir lo que acababa de decir cuando Matthew se decidió a hablar.
—Supongo que debemos hacerlo, pero deja que sea yo quien se lo diga.
Joseph no discutió. Si Matthew creía que Judith le permitiría eludir algún aspecto sobre el asunto, era que no conocía a su hermana pequeña tan bien como él.
Cuando llegaron a St. Giles comenzó a llover otra vez. Ambos se alegraron de salir del coche y aprovechar el pretexto de estar empapados para evitar conversar de inmediato. Bastante emotivo resultaba ya despedirse de Hannah mientras Albert cargaba su equipaje en el Ford. No quería que nadie la acompañara a la estación.
—¡Prefiero que no vengáis! —dijo con cierta premura—. Si voy a romper a llorar, permitidme que lo haga aquí, no en el andén.
Nadie le llevó la contraria. En el fondo quizá preferían hacerlo así. Hannah los abrazó sin saber qué decir ni cómo evitar que se le quebrara la voz. Luego, levantando tanto la cabeza que a punto estuvo de tropezar con el escalón, aunque éste llevaba allí desde siempre, siguió a Albert hasta el coche. Joseph, Matthew y Judith permanecieron en el umbral hasta que el vehículo se perdió de vista. Entonces Joseph cruzó el césped y cerró la verja.
—Sé perfectamente lo que vais a decirme —dijo Judith a la defensiva cuando aún estaban sentados en el comedor después de cenar. Henry dormía en el suelo. La tormenta hacía rato que había terminado y unos nubarrones dispersos oscurecían intermitentemente las últimas luces del día.
—Me parece que no.
Matthew dejó su taza de café en el plato y contempló a Judith muy serio.
—¿No deberías ser tú quien hiciera ésto? —preguntó ella en tono desafiante, mirando a Joseph, y haciendo patente su furia en la voz y los ojos—. ¿Por qué no me dices lo que tengo que hacer? ¿Te faltan agallas? ¿O es que sabes que será una pérdida de tiempo? ¡Eres sacerdote! ¡Es una cobardía no intentarlo siquiera! ¡Papá siempre lo intentaba!
Lo estaba acusando de no ser como su padre, de no mostrarse lo bastante sensato, paciente y persistente. Joseph sabía que tarde o temprano sucedería. Sentía un profundo dolor y también, igual que ella, una rabia profunda, pues nadie lo había preparado para aquello. John Reavley se había marchado dejando una tarea inconclusa y a nadie para que le reemplazara, como si no le importase.
—Judith... —comenzó Matthew.
—¿Ya lo sé! —lo interrumpió ella—. La casa es de Joseph, pero puedo vivir aquí mientras él no la necesite, y ahora no la necesita. Ya hemos hablado de eso. Pero no puedo seguir perdiendo el tiempo. Ésa es la condición. O bien me caso, o bien encuentro algo provechoso a lo que dedicarme, a ser posible que esté lo bastante bien remunerado para costearme la alimentación y la ropa. —Tenía los ojos enrojecidos y arrasados en lágrimas—. ¿Por qué no tienes el valor de decírmelo? ¡Papá lo habría hecho! Y no necesito un jardinero, una cocinera, un criado y una criada que cuiden de mí. —Lo fulminó con la mirada—. De eso me he dado cuenta sin ayuda de nadie. — Dirigió una mirada de soslayo a Joseph, cargada de desdén.
Joseph se sintió herido, pero carecía de argumentos en su defensa. Era la verdad.
—¡En realidad no iba a decirte nada de eso! —exclamó Matthew en tono áspero—. Joseph me ha explicado que eras perfectamente consciente de la situación. Lo que iba a decirte es por qué papá fue a verme el día que lo mataron y lo que hemos descubierto desde entonces. Hubiese preferido mantenerte al margen, pero creo que no podemos permitírnoslo, y además Joseph piensa que tienes derecho a saberlo.
Una breve expresión de disculpa dejó paso al miedo. Judith se mordió el labio inferior y preguntó con voz ronca:
—¿Saber el qué?
Matthew le refirió sucintamente la llamada telefónica que había recibido de John Reavley, admitiendo que no estaba seguro de cuáles habían sido sus palabras exactas.
—Y mientras nos encontrábamos en el funeral, alguien registró la casa —concluyó—. Por eso Joseph y yo tardamos en reunirnos con vosotras en el comedor.
—Bien, ¿y dónde está? —preguntó Judith, mirando primero a uno y luego al otro. A su enfado se sumaba la confusión y el principio de un acuciante miedo.
—No lo sabemos —contestó Matthew—. Hemos mirado en todos los sitios que se nos han ocurrido. Hasta hemos ido al lavadero y a la leñera esta mañana, pero no hemos encontrado nada.
—Entonces, ¿quién lo tiene? —Judith se volvió hacia Joseph—. Porque existe, ¿verdad?
Joseph no estaba preparado para hacer frente a aquella pregunta, pues ponía en entredicho la fe en su padre, a lo que se negaba en redondo a renunciar.
—Sí, claro que existe —respondió en tono cáustico. Percibió la duda que anidaba en los ojos de su hermana, cuyo esfuerzo por creer y comprender la situación iba mucho más allá de lo que él estaba dispuesto a admitir—. Hemos ido al tramo de carretera donde se produjo el accidente — prosiguió con palabras medidas pero precisas—. Hemos visto el sitio donde el coche comenzó a zigzaguear y donde finalmente salió del arcén y se estrelló contra los árboles...
Matthew fue a decir algo, pero cambió de parecer y, pestañeando deprisa, se volvió.
Judith miraba fijamente a Joseph, aguardando a que justificara lo que le estaba diciendo.
—Una vez que entendimos lo que ocurrió, nos quedó bastante claro —continuó él—. Alguien utilizó una especie de alambre de púas atado a una cuerda... Un extremo todavía estaba anudado al tronco de un árbol joven... Lo extendieron a través de la carretera deliberadamente. Había marcas en el macadán.
Joseph vio la incredulidad reflejada en el rostro de su hermana.
—¡Pero eso es un asesinato! —exclamó Judith.
—En efecto.
Judith meneó la cabeza y por un instante Joseph creyó que le faltaba el aire. Le tendió una mano y ella la agarró con tanta fuerza que se le puso morada.
—¿Qué vais a hacer? —preguntó por fin—. Porque vais a hacer algo, ¿verdad?
—¡Por supuesto! —Matthew levantó la cabeza de golpe—. Claro que vamos a hacer algo. Pero todavía no sabemos por dónde empezar. No conseguimos encontrar el documento y, por tanto, desconocemos su contenido.
—¿De dónde lo sacó papá? —preguntó ella, procurando hablar con firmeza y mostrar cierto dominio de sí misma—. Quien se lo dio sabrá de qué iba.
Matthew hizo un gesto de impotencia.
—¡No tengo ni idea! Podría ser cualquier cosa: corrupción gubernamental, un escándalo financiero o, ya puestos, un escándalo que incluyera a miembros de la familia real. Puede ser de índole política o diplomática. Quizá se trate de una solución deshonrosa al problema irlandés.
—El problema irlandés no tiene solución, ni honorable, ni deshonrosa —replicó Judith, al borde de la histeria—. Pero papá seguía en contacto con unos cuantos de sus antiguos colegas del Parlamento. Quizá se lo entregara uno de ellos.
Matthew se inclinó un poco hacia delante.
—¿Ah, sí? ¿Sabes si se había visto con alguien recientemente? Cuando me telefoneó hacía sólo unas horas que obraba en su poder.
—¿Estás seguro? —preguntó Joseph—. Pues de ser así significa que lo obtuvo el mismo sábado antes de morir. Pero si se tomó un tiempo para meditar antes de llamarte, pudo ser el viernes o incluso el jueves.
—Empecemos por el sábado —propuso Matthew, volviendo a mirar a Judith—. ¿Sabes qué hizo el sábado? ¿Estuvo aquí? ¿Salió? ¿Recibió alguna visita?
—No lo sé —contestó Judith en tono de abatimiento—. Entré y salí varias veces... ¡Ahora me acuerdo! Albert tenía que hacer algo en el huerto. La única que podía saberlo debía de ser... mamá. —Tragó saliva e inspiró entrecortadamente. Seguía aferrando la mano de Joseph; tenía los nudillos blancos por la fuerza con que lo hacía—. ¡Pero no puedes dejarlo correr! ¿Piensas hacer algo al respecto? ¡Si no lo haces tú, lo haré yo! ¡No pueden salirse con la suya!
—Sí, claro que haré algo —aseguró Matthew—. ¡Por supuesto que nadie va a salirse con la suya! Pero papá dijo que se trataba de una conspiración. Eso significa que hay varias personas implicadas, y no sabemos quiénes son.
—Pero... —comenzó Judith, y se interrumpió. Bajó mucho la voz y continuó—. Iba a decir que no podía ser nadie que conozcamos pero no es así, ¿verdad?, ¡sino justo lo contrario! Tuvo que ser alguien que confiara en él, o de lo contrario, no le habría entregado el documento.
Matthew no contestó.
—¡Perteneces al Servicio Secreto! —exclamó Judith con rabia y amargura—. ¿No es ésta la clase de cosas a las que os dedicáis? ¿De qué sirves si no eres capaz de atrapar a quienes han matado a nuestra familia? —Fulminó a Joseph con la mirada—. ¡Y como me digas que los perdone, juro por Dios que te arreo!
—No tendrás que hacerlo —prometió Joseph—. No puedo pedirte que hagas algo que yo tampoco soy capaz de hacer.
Judith escrutó el rostro de su hermano como si lo viese por vez primera.
—Jamás te había oído decir algo así en el pasado, por dura que fuese una situación. —Se inclinó hacia delante y apoyó la frente en su hombro—. ¡Joe! ¿Qué nos está pasando? ¿Cómo es posible que ocurra esto?
Joseph la abrazó.
—No lo sé —reconoció–. No lo sé.
Matthew se restregó los ojos y se echó el cabello hacia atrás con fuerza.
—¿Claro que voy a hacer algo! —repitió—. Por eso nuestro padre iba a contarme lo que sabía. —Había orgullo y furia en su voz. Tenía el rostro transido de amargura por la pérdida de algo que no había forma de recuperar. Seguía esforzándose por mostrarse razonable—. Si se tratara de algo que la policía pudiera resolver, habría acudido a ella. —Miró a Joseph—. No debemos confiar en nadie —advirtió a ambos—. Judith, tienes que asegurarte de cerrar bien la casa cada noche, así como siempre que tú y los sirvientes estéis fuera, sólo por precaución. Creo que no regresarán, pues aquí ya han buscado y saben que nosotros no lo tenemos. Aunque si prefieres instalarte...
—¿En casa de una amiga? ¡Ni hablar! —se apresuró a decir. —Judith...
—Si cambio de parecer, iré a casa de los Manning —dijo en tono áspero—. Diré que me siento sola. Lo comprenderán. ¡Lo prometo! Sólo te pido que no me presiones. Haré lo que me plazca.
—¡Esto sí que es una novedad! —Matthew esbozó una sonrisa, como si necesitara aliviar la tensión.
Judith lo miró con acritud, pero enseguida su expresión se suavizó y los ojos se le llenaron de lágrimas.
—Daré con ellos —prometió Matthew con voz ahogada—. No sólo porque mataron a papá y a mamá, sino para evitar que hagan lo que sea que contenga ese documento, si podemos.
—Me alegra que hayas dicho «si podemos» —apuntó Judith devolviéndole la sonrisa—. Dime qué puedo hacer yo.
—En cuanto lo sepa, te lo diré —repuso Matthew—. Prometido. ¡Y llámame si ocurre cualquier cosa! O a Joseph, aunque sólo sea porque tienes ganas de hablar. ¡No dejes de hacerlo!
—¡Deja de decirme lo que tengo que hacer! —exclamó Judith, aunque con evidente alivio en la voz. Había recobrado una pizca de seguridad, una sensación conocida, aunque se tratara de una restricción contra la que rebelarse—. Pero descuida que lo haré. —Se aproximó para tocarlo—. Gracias.
*   *   *


3
Joseph encontró su primer día de regreso en St. John's más difícil de lo que había previsto. La antigua belleza de los edificios, con sus ladrillos añejos, las fachadas almenadas y las ventanas con marcos de piedra, lo tranquilizó. Su calma era indestructible; su dignidad, eterna. Sus habitaciones lo envolvieron como una armadura hecha a medida. Miró complacido los irregulares reflejos de la luz en las viejas librerías acristaladas con el íntimo regocijo que suponía conocer al dedillo todos los volúmenes que contenían, los pensamientos y sueños de grandes hombres de todas las épocas. En la pared que quedaba entre las ventanas que daban al patio interior había pinturas de Verona y Florencia. Recordó haberlas elegido para mantener cerca de su corazón aquellas calles de adoquines desgastados por los pasos de sus héroes. Y, por supuesto, ahí estaba, sobre la repisa, el busto de Dante, ese genio de la poesía, de la imaginación, del arte del relato y, por encima de todo, de la comprensión del bien y el mal.
Hasta Bertie, el gato del colegio universitario, flaco y negro como el carbón, se coló por la ventana y le dio la bienvenida, dignándose aceptar un trocito de chocolate.
Joseph había estado fuera lo suficiente como para que se le acumulara el trabajo, y la concentración necesaria para ponerse al día también constituía una especie de cura. El lenguaje de la Biblia era sutil y distinto del habla moderna. Su propia naturaleza hacía necesario que aludiera a cosas cotidianas comunes a toda la humanidad, como la siembra y la cosecha; el agua de la vida material y espiritual; hombres que caminaban despacio calzando sandalias y que sabían el nombre de todas las ovejas de su rebaño. Los ritmos tenían tiempo de repetirse para permitir que el significado penetrara en la mente; su sabor y musicalidad lo alejaban del presente y, por lo tanto, también de su propia realidad.
Los amigos eran quienes más le recordaban su reciente pérdida. Veía la compasión en sus miradas, la inseguridad sobre si hablar de ello o no, qué decir que no resultase una torpeza. Al parecer, todos los estudiantes estaban al corriente de las muertes, cuando no de los detalles.
El director, Aidan Thyer, se mostró muy considerado al preguntarle a Joseph si se sentía preparado para reincorporarse tan pronto. Naturalmente, era apreciado e irremplazable, pero aun así debía tomarse más tiempo si lo necesitaba.
Joseph contestó que había hecho cuanto tenía que hacer y que sus responsabilidades laborales no suponían una carga sino una bendición. Le dio las gracias y prometió dictar su primera clase a la mañana siguiente.
No fue sencillo retomar el hilo tras una ausencia de casi dos semanas, y conseguirlo le exigió poner los cinco sentidos para que el resultado fuese aceptable. Al final de la jornada se encontraba agotado, y se alegró de salir del refectorio después de cenar dejando atrás las vidrieras con los escudos de armas de benefactores que se remontaban hasta principios del siglo XV, el magnífico techo artesonado, con sus vigas talladas y sus ornamentos dorados, las paredes revestidas con paneles de roble Y—, sobre todo, el parloteo de tantas personas bienintencionadas. Estaba deseando escapar hacia el río.
Comenzó cruzando el estrecho arco del puente de los Suspiros con su calado de piedra como encaje congelado, un pasillo con ventanas hacia los campos de más allá. Pasearía por el césped de los Backs* Jardines traseros de los colegios universitarios de Cambridge. (N. del T.) que se extendía desde el puente de Magdalene hasta el de las Matemáticas pasando por St. John's, Trinity, Gonville and Caius, Ciare y la capilla de King's College. Quizá se llegaría hasta el estanque de Mili y cruzaría el paso elevado de Causeway hasta Lammas Land. Aún hacía calor. El lento y prolongado crepúsculo todavía duraría una hora y media, por lo menos.
Se encontraba en la poco pronunciada cuesta del puente contemplando por la celosía abierta los reflejos del agua cuando oyó pasos detrás de él. Al volverse vio a un muchacho de veintitantos años. Su rostro era hermoso, de rasgos pronunciados y ojos claros, y su cabello castaño estaba desteñido en las puntas por efecto del largo verano.
—¡Sebastian! —lo saludó Joseph, contento.
—¡Profesor Reavley! Yo... —Sebastian Allard se interrumpió. Se ruborizó levemente, pues tomó conciencia de su ineptitud para decir algo que se ajustara a la situación y tal vez también de no haber asistido al funeral—. Lo lamento mucho. No sé cómo decirle lo mal que me siento.
—No tienes por qué hacerlo —lo tranquilizó Joseph de inmediato—. Además, preferiría hablar de cualquier otra cosa.
Sebastian titubeó. Joseph no quería presionarlo, aunque le parecía que Sebastian tenía algo que decirle y, por tanto, no iba a rechazar su compañía. Las familias de ambos llevaban años viviendo en pueblos vecinos, y Joseph vio en el joven Sebastian la promesa de una carrera brillante, alentándolo para que se dedicara a estudiar. El curso anterior había sido su mentor en St. John's y su trato se convirtió en una de esas amistades tan espontáneas que resultaba imposible imaginar que no hubiese surgido.
—Voy a dar un paseo por los Backs —dijo Joseph—. Si te apetece acompañarme, por mí, encantado. —Sonrió y comenzó a volverse, de modo que el muchacho no se sintiera obligado ni confundiera su ofrecimiento con una petición.
Se produjo un instante de silencio y, al cabo, oyó los pasos rápidos y ligeros de Sebastian cruzando el puente tras él, y ambos salieron a la claridad del exterior casi simultáneamente. El clima aún era cálido y el perfume de la hierba cortada flotaba en la suave brisa. El río estaba quieto como una balsa de aceite, apenas agitado por tres o cuatro bateas en el trecho que separaba St. John's de Trinity. En la más cercana un muchacho con pantalones grises de franela y camisa blanca se apoyaba en la pértiga con natural elegancia, dando la espalda al sol que dejaba sus facciones en sombra y dibujaba una aureola alrededor de su cabeza.
Una chica pelirroja iba sentada en la parte trasera, riendo y con la vista levantada hacia él. Su vestido de muselina parecía amarillo pálido en la luz evanescente, aunque en pleno día tal vez fuese de color marfil o incluso blanco. Su tez era ambarina por haber desafiado las convenciones permitiendo que el sol del verano la broncease. Comía cerezas de un cesto y arrojaba los huesos al agua de uno en uno.
El muchacho los saludó haciendo señas y alzando la voz.
Joseph y Sebastian lo saludaron a la vez.
—Es un buen tipo —comentó Sebastian—. Estudia Física en Caius. Terriblemente práctico.
Pareció que iba a agregar algo, pero se metió las manos en los bolsillos y siguió caminando en silencio por la hierba.
Joseph no sentía la menor necesidad de hablar. El ligero chapoteo de las pértigas de las bateas, los sorbos de la corriente del río contra sus cascos de madera y las risas esporádicas componían una especie de música. Ni siquiera la aflicción podía estropear aquella paz eterna.
—¡Tenemos que proteger esto! —dijo Sebastian de improviso, incapaz de disimular la emoción. Se volvió, tenso, hacia los edificios que quedaban al otro lado del agua reluciente—. ¡Todo! Las ideas, la belleza, los conocimientos..., la libertad de pensamiento. —Inspiró profundamente—. Para indagar en la mente. Somos responsables de lo que tenemos ante la humanidad. Ante el futuro.
Joseph quedó perplejo. Se había dejado sumir en una especie de vacío de pensamiento en el que la emoción bastaba. De pronto, las palabras de Sebastian lo devolvían bruscamente al presente. Merecía una respuesta ponderada, y a juzgar por la pasión manifiesta en su rostro, la necesitaba.
—¿Te refieres a Cambridge en concreto? —preguntó, desconcertado ante el acaloramiento del muchacho—. La universidad lleva aquí más de medio milenio, y más bien diría que el tiempo la fortalece en lugar de debilitarla.
Sebastian lo miraba muy serio. El sol le había tostado la piel, que a la luz ambarina se veía dorada.
—Supongo que no habrá tenido tiempo de leer las noticias —apuntó—. O que no le habrá apetecido. —Volvió la cabeza para no inmiscuirse en los sentimientos de Joseph o, tal vez, para ocultar los suyos.
—No mucho —convino Joseph—, aunque estoy al corriente de los asesinatos cometidos en Sarajevo y del descontento que han suscitado en Viena. Los austriacos desean alguna clase de reparación por parte de los serbios. Supongo que cabía esperar algo así.
—¡Si ocupas un país, es de esperar que su población no esté contenta! —respondió Sebastian acaloradamente—. De hecho, cabe esperar toda clase de cosas —insistió con sarcasmo—. Ataque y contraataque, venganza por esto y aquello, justicia según el punto de vista del contrario... ¿Acaso no es responsabilidad de los pensadores interrumpir ese círculo vicioso para alcanzar algo mejor? —Separó los brazos señalando hacia los exquisitos edificios de la otra orilla, cuyas fachadas resplandecían con la luz del atardecer—. ¿No es para eso para lo que sirve todo esto, para enseñarnos algo más elevado que el consabido «ojo por ojo y diente por diente»? ¿No se supone que abrimos camino hacia una moralidad más elevada?
Aquello no, admitía discusión, pues no era sólo el objetivo de la filosofía sino también el del cristianismo, y Sebastian sabía que Joseph no lo podía negar.
—Sí —convino Joseph, buscando el consuelo supremo de la razón—, pero siempre ha habido conquistas, injusticias y rebeliones, o revoluciones si así lo prefieres, y eso nunca ha puesto en peligro el alma del saber.
Sebastian se detuvo. Se oyeron unas risas procedentes del río, donde dos bateas estuvieron en un tris de colisionar cuando los muchachos que las ocupaban, que bebían champaña, trataron de entrechocar sus copas para brindar desde sus respectivas embarcaciones. Uno de ellos perdió el equilibrio y por poco no cayó al agua. Su compañero lo agarró a tiempo por la camisa y lo único que perdió fue su canotier de paja, el cual flotó en la brillante superficie hasta que un muchacho de la otra batea lo pescó con el extremo de su pértiga. Se lo ofreció a su dueño, que lo cogió y se lo puso en la cabeza aunque estaba chorreando, provocando gritos de aprobación y sonoras carcajadas.
La escena emanaba tan buen humor, que Joseph no pudo por menos de sonreír ante aquella celebración de la vida. El cálido sol le daba en la cara y era un placer aspirar el olor a tierra y hierba.
—Es difícil de imaginar, ¿verdad? —dijo Sebastian.
—¿El qué?
—La destrucción..., la guerra —contestó Sebastian, apartando la vista del río para mirar de nuevo a Joseph con ojos ensombrecidos por el peso de sus pensamientos.
Joseph titubeó, no tenía una respuesta preparada. No había reparado en lo profundamente atribulado que se sentía Sebastian.
—¿No está de acuerdo? —dijo éste—. Usted está llorando una pérdida, señor, y lo siento de veras, pero si Europa se ve arrastrada a una guerra, todas las familias de Inglaterra llorarán, no sólo por sus seres queridos, sino por el estilo de vida que hemos cultivado durante más de mil años. Si permitimos que eso suceda, ¡nos convertiremos en auténticos bárbaros! Y seremos mucho más culpables que los godos y los vándalos que saquearon. Roma. Ellos no conocían nada mejor. ¡Nosotros sí!
Hablaba con fiereza, casi al borde del llanto.
Joseph se asustó al percibir aquel dejo de histeria.
—En 1848 se produjo una revolución que sacudió Europa entera —dijo amablemente, eligiendo sus palabras con cuidado para expresar una verdad incontestable—, y no destruyó la civilización. De hecho, ni siquiera acabó con el despotismo al que pretendía poner fin. —Aquello era una manifestación de la razón, una exposición serena de hechos históricos—. Todo volvió a la normalidad en cosa de un año.
—No estará diciendo que eso fue bueno, ¿verdad? —inquirió Sebastian, desafiante, seguro al menos de aquello. Conocía a Joseph demasiado bien para suponer lo contrario.
—No, claro que no —admitió Joseph—. Lo que digo es que el orden establecido se asienta sobre cimientos muy profundos y que será preciso mucho más que el asesinato de un archiduque y su duquesa, por brutal que haya sido, para que se produzca un cambio radical.
Sebastian se agachó, arrancó una ramita y la arrojó hacia el río, pero era demasiado ligera y no alcanzó el agua.
—¿Está seguro? —preguntó.
—Sí—contestó Joseph con certeza. Los pesares personales quizás hicieran temblar su mundo interior arrancándole el corazón, pero la belleza y la razón de la civilización permanecían intactas, inconmensurablemente mayores que el individuo.
Sebastian miraba fijamente hacia el río sin verlo, pues tenía la vista nublada por las imágenes que poblaban su mente.
—Eso es lo que dijo Morel, y también Foubister. Ambos piensan que el mundo nunca cambiará, o que si lo hace será centímetro a centímetro. Otros, como Elwyn, piensan que aunque haya una guerra, todo será rápido y noble, una especie de versión más dramática de un relato de Rider Haggard o Anthony Hope. ¿Conoce El prisionero de Zenda y esa clase de cosas? Todo son altos honores y muertes limpias a punta de espada. ¿Está bien informado sobre la verdad de lo acaecido durante la guerra de los Bóers, señor? ¿Sabe lo que de verdad hicimos allí?
—Un poco —reconoció Joseph. Le constaba que había sido despiadada y que Gran Bretaña tenía mucho de lo que avergonzarse. Aunque quizá no más que los propios bóers—. Pero eso fue en África —añadió levantando la voz—. Y tal vez hayamos aprendido de ello. En Europa sería distinto. Aunque no hay motivos para pensar que habrá guerra, salvo si surgen más problemas en Irlanda y la situación se nos va de las manos.
Sebastián guardó silencio.
—Lo de Sarajevo ha sido el acto aislado de un grupo de asesinos —prosiguió Joseph—. Europa no va a emprender una guerra por eso. Ha sido un crimen, no...
Sebastián se volvió hacia él; sus ojos se veían asombrosamente claros en la luz menguante.
—¿No un acto de guerra? —interrumpió—. ¿Está seguro, señor? Yo no. Sepa que el domingo pasado el káiser reafirmó su alianza con Austria-Hungría.
La brisa crepuscular rizó levemente la superficie del agua. El calor del día aún se notaba como una caricia en la piel.
—Y Serbia es el patio trasero de Rusia —continuó Sebastián—. Si Austria exige una reparación excesiva, no será de extrañar que se involucre. Y no hay que olvidar la antigua enemistad entre Francia y Alemania. Los hombres que combatieron en la guerra franco-prusiana todavía viven, y están amargados.
Echó a andar de nuevo, quizá para evitar el grupo de estudiantes que se aproximaba a ellos. Quedó claro que no deseaba que se metieran en su conversación e interrumpieran unas reflexiones infinitamente más serias.
Joseph adaptó su paso al de Sebastián, adentrándose en la sombra de los árboles, cuyas hojas susurraban quedamente en lo alto.
—Tal vez se ejerza una represión injusta sobre los serbios —admitió, tratando de recobrar la seguridad de la razón—, y el grueso de la población sea castigado por los actos violentos de unos pocos, lo cual está mal, por supuesto. Pero eso dista mucho de la catástrofe para la civilización que estás dando a entender. —Tendió las manos para abarcar la escena que se iba desvaneciendo ante ellos—. Todo esto se encuentra a salvo —añadió con incuestionable certidumbre. Eran mil años de progreso sin interrupciones hacia una humanidad cada vez mejor—. Seguiremos estando aquí, aprendiendo, explorando, creando belleza, aumentando las riquezas del género humano.
Sebastián estudió su rostro, debatiéndose entre la furia y la compasión, casi con ternura.
—Lo cree sinceramente, ¿verdad? —dijo con una incredulidad rayana en el desespero. Luego siguió caminando sin aguardar respuesta. En cierto modo, su actitud daba a entender una especie de rechazo.
Joseph debía intentar que la realidad, el sentido de la proporción, aliviara el temor que con tanto ahínco atormentaba al joven.
—¿Tú qué piensas que va a suceder? —preguntó con firmeza.
—Las tinieblas —contestó Sebastián—. Autocomplacencia sin visión para ver, sin coraje para actuar. ¡Y se necesita coraje! Es preciso ver más allá de lo evidente, de la confortable moralidad con la que todo el mundo está conforme, y entender que en ocasiones, en momentos terribles, el fin justifica los medios. —Bajó la voz—. Incluso cuando el coste es alto. De lo contrario nos llevarán a ciegas por la senda que conduce a una guerra que superará con creces cualquier horror que hayamos imaginado hasta hoy. —Sus palabras eran hirientes y sin el menor titubeo—. No serán unas cuantas cargas de caballería aquí y un puñado de hombres valientes muertos o heridos allí. Veremos a toda la población, al hombre de la calle, arrastrado a un bombardeo incesante de armas más poderosas que arrasarán cuerpos y espíritus. Habrá hambre, miedo y odio hasta que eso sea lo único que conozcamos. —Entrecerró los ojos ya que el sol irradiaba al nivel de las copas de los árboles de poniente y pintaba de fuego la parte alta de los muros de Trinity y Caius—. Piense en los pueblos y ciudades que conoce, St. Giles, Haslingfield, Grantchester y todos los demás, con un crespón en cada ventana, sin bodas ni bautizos, sólo muertes. —Imprimió a su voz un tono de dolorosa ternura—. Piense en la campiña, los campos sin hombres para plantar ni cosechar. Piense en los bosques de abril sin nadie que los vea florecer. Los colegiales ya no soñarán con esto. —Señaló hacia los tejados—. Sólo con llevar armas. Su única ambición será matar y sobrevivir. —Se volvió de nuevo hacia Joseph; sus ojos eran claros como agua de mar—. ¿No merece la pena pagar el precio que sea para evitarlo? ¿No es por eso por lo que hay aquí seres humanos, para alentar y proteger lo que nos ha sido dado y mejorarlo antes de pasarlo a la siguiente generación? ¡Mírelo! —exigió—. ¿No lo ama casi hasta el punto de no soportarlo?
Joseph no necesitaba mirarlo para saber qué responder.
—Sí, en efecto —admitió con la misma gravedad y conocimiento absoluto—. Es la suprema razón de ser de la vida. Al final, es lo único que queda a lo que aferrarse.
Sebastián hizo un gesto de dolor y palideció de pronto.
—Lo siento —susurró. Movió la mano como si se dispusiera a tocar el brazo de Joseph, pero la retiró—. Sin embargo, se trata de una razón universal, ¿no es así? Mayor que cualquiera de nosotros, una meta, una salvación para la humanidad. —Su voz sonaba apremiante, como si le rogara que lo tranquilizase.
—Sí, Sebastián —convino Joseph en tono afable. Y lo pensaba mucho más profundamente de lo que hubiese imaginado, pero, tal como sucedía en tantas ocasiones desde que eran amigos, Sebastián lo había expresado con palabras que formulaban con toda exactitud sus propias creencias—. Y sí, es nuestro deber, el de quienes lo hemos visto y formado parte de ello, protegerlo con todas nuestras fuerzas.
Sebastián esbozó una sonrisa y apartó la vista mientras emprendían el regreso,
—Pero no teme que haya una guerra, ¿verdad, señor? Me refiero a una guerra real, en sentido literal.
—Me daría un miedo espantoso si la considerara un peligro inminente —aseguró Joseph—. Pero no creó que sea el caso. Hemos pasado por muchas guerras con anterioridad, hemos perdido muchos hombres y rechazado a más de un invasor, y no hemos sufrido ningún daño irreparable; más bien nos ha servido para fortalecernos.
—Esta vez no será así —dijo Sebastián con amargura—. Si sucede, no habrá modo de detenerla, será una destrucción ciega.
Joseph lo miró de reojo. Vio reflejado en su rostro el amor hacia todo lo valioso y vulnerable, todo cuanto podía verse roto por la sinrazón. Bajo aquella extraña luz del anochecer que proyectaba sombras tan negras, lo embargó un dolor descarnado.
Habían hablado muchas veces de toda suerte de cosas, sin límite de tiempo y lugar: los hombres medio humanos y medio divinos de las leyendas épicas de Egipto y Babilonia; el Dios del Antiguo Testamento, que era creador de mundos y no obstante hablaba de tú a tú con Moisés, del mismo modo que un hombre habla con otro. Se habían deleitado con la sobria esplendidez de Grecia, la colosal magnificencia de Roma, las intrincadas glorias de Bizancio, la sofisticación de Persia. Todo aquello había poblado sus sueños. Sebastián seguía a Joseph con entusiasmo allí donde fuera, captando cada nueva experiencia con una alegría insaciable.
Casi había oscurecido. El color sólo brillaba en el horizonte, las sombras se adueñaban de los Backs. El agua era pálida y lustrosa como la plata vieja, y añil bajo los puentes.
—Si estalla una guerra podríamos desaparecer en las ruinas del tiempo —continuó Sebastián—. Un día, dentro de mil años, los estudiosos de culturas que somos incapaces de imaginar, jóvenes y curiosos, quizá desentierren lo que quedará de nosotros y, partiendo de unos pocos fragmentos, trozos de escritura, tratarán de averiguar cómo fuimos realmente. Y se equivocarán. El inglés será una lengua muerta, perdida, como el arameo o el etrusco —agregó con pesadumbre—. Adiós al ingenio de Oscar Wilde, o a la grandeza de Shakespeare, adiós al trueno de Milton, la música de Keats o... Sabe Dios cuántos más... Y lo peor de todo, el futuro sacrificado. Esto es lo que quizá consiga la generación actual. Hemos de evitarlo, ¡a toda costa!
—Es absurdo preocuparse más de la cuenta —dijo Joseph con amabilidad—. Todo esto posee un valor infinito. —Tenía que acudir de nuevo a la razón, disipar aquel miedo con realidades duraderas—. No hay nada que tú o yo podamos hacer para alterar el resultado de las disputas entre Austria y Serbia. Siempre habrá enfrentamientos en alguna parte. Y puesto que inventos como el teléfono y el telégrafo van mejorando, cada vez nos enteraremos antes de lo que ocurra. Hace cien años habríamos tardado semanas en saber lo que ha sucedido, suponiendo que hubiésemos llegado a saberlo, y para entonces la crisis ya habría tocado a su fin. Ahora leemos las noticias a diario, de modo que las percibimos como una realidad más inmediata, pero sólo es eso, una percepción. Aférrate a las certidumbres, a aquello que perdura.
Sebastián lo miró dando la espalda a la última luz, de modo que Joseph no llegaba a ver su expresión.
—¿No piensa que esto de ahora es distinto? —inquirió con voz ronca—. Hace cien años faltó poco para que nos conquistara Napoleón.
Joseph se dio cuenta de que había cometido un error táctico al elegir como ejemplo un período de cien años.
—Sí, pero no nos invadieron —dijo confiado—. Ningún soldado francés llegó a pisar suelo inglés, salvo como prisionero.
—Tal como ha dicho, señor, las cosas han cambiado mucho en el último siglo —señaló Sebastián—. Tenemos barcos de vapor, aeroplanos, armas capaces de alcanzar blancos más lejanos y causar una destrucción mayor. Hoy en día un viento del oeste no dejará a las armadas de Europa amarradas en puerto.
—Estás permitiendo que tus temores triunfen fácilmente sobre tu razón —lo censuró Joseph—. Hemos pasado por otros momentos mucho más desesperados y siempre hemos salido airosos. Y desde las guerras napoleónicas no somos más débiles sino más fuertes. Debes tener fe en nosotros... y en Dios.
Sebastián soltó un gruñido, irónico y desdeñoso, como si abrigara otro temor más profundo que fuese incapaz de explicar y que al parecer Joseph rechazaba o no atinaba a comprender.
—¿Por qué? —preguntó amargamente—. Israel era el pueblo elegido, ¿y dónde está ahora? Estudiamos su idioma como una curiosidad. Sólo sigue siendo importante porque es el idioma de Cristo, a quien los judíos negaron y crucificaron. Si la Biblia no hablara de Él, poco nos importaría el hebreo. No podemos decir lo mismo del inglés. ¿Por qué iba nadie a recordarlo, si nos conquistaran? ¿Por Shakespeare? ¿Acaso recordamos el idioma de Aristóteles, Homero o Esquilo? se enseña en las mejores escuelas, a unos pocos privilegiados, como reliquia de una gran civilización del pasado. —La voz se le quebró, e hizo una mueca de dolor—. ¡No quiero convertirme en una reliquia! Quiero que dentro de mil años las personas hablen la misma lengua que yo, que amen la misma belleza, que entiendan mis sueños y lo importantes que fueron para mí. Quiero escribir algo, o incluso hacer algo, que conserve el alma de lo que somos.
La última luz del día no era más que un pálido arrebol sobre la línea del horizonte.
—La guerra nos cambia, aunque ganemos. —Sebastián dio la espalda a Joseph, como si quisiera ocultar su desnudez—. Somos demasiados los que nos volvemos bárbaros de corazón. ¿Tiene idea de cuántos hombres pueden morir, de cuántos de los que sobrevivan se verán consumidos por el odio en toda Europa, cuando todo lo que hay de bueno en ellos haya sido devorado por las cosas que habrán visto o, peor aún, por lo que se habrán visto obligados a hacer?
—¡Eso no sucederá! —exclamó Joseph, aunque de inmediato se preguntó si estaba en lo cierto. Hablaba a ciegas, echando mano de la razón porque era lo único que tenían, e incluso mientras lo hacía, no tuvo más remedio que aceptar que quizá no bastara para contestar al miedo que anidaba en su corazón—. Si no puedes tener fe en las personas, en los dirigentes de las naciones, ten al menos fe en que Dios no permitirá que el mundo se precipite hacia la clase de destrucción que estás imaginando —añadió en voz alta—. ¿A qué propósito Suyo podría servir eso?
Sebastián esbozó una amarga sonrisa.
—¡No tengo ni idea! ¡No conozco los designios de Dios! ¿Usted sí, señor? —La amabilidad de su voz y el que lo llamara «señor» evitaron que sonara ofensivo.
—Salvar las almas de los hombres —respondió Joseph sin titubeos.
—¿Y qué significa eso? —Sebastián se volvió para mirarlo—. ¿Debo suponer que Él ve las cosas igual que yo?
De nuevo apuntó una sonrisa, esta vez burlándose de sí mismo.
Joseph se vio obligado a devolverle la sonrisa aunque lo asaltó una profunda tristeza, como si el final de la luz fuese algo definitivo.
—No necesariamente —concedió—, pero Él tiene más probabilidades de estar en lo cierto.
Sebastián no contestó, y siguieron caminando por el césped mientras se levantaba un poco de brisa. Todas las bateas habían vuelto a sus atracaderos, y las agujas de piedra del techo arqueado del puente de los Suspiros apenas eran más oscuras que el cielo.
De regreso en Londres, Matthew se dirigió en primer lugar a su piso. Lo encontró exactamente como lo había dejado, sin embargo, notó algo distinto, y no porque la asistenta lo hubiese limpiado. Debería haberle transmitido una sensación hogareña. Era donde había vivido durante los últimos cinco años, desde que había salido de la universidad y comenzado a trabajar para el Servicio Secreto. Allí estaban sus libros: historia moderna, biografías, aventuras... Y también los dibujos y pinturas que componían su colección. Su cuadro favorito, colgado encima de la chimenea, representaba a unas vacas en un rincón campestre. Para él, su afable rumia, sus ojos serenos y su lenta generosidad constituían la suprema cordura del mundo. Sobre la repisa había un jarrón de plata que su madre le había regalado unas navidades y una daga turca con la vaina ricamente ornamentada.
No obstante, el piso parecía extrañamente vacío. Matthew sintió como si estuviera regresando al pasado en lugar de al presente. La última vez que se había sentado en el desgastado sillón de piel o que había comido en aquella mesa, su familia estaba entera y él no tenía conocimiento de ningún documento evanescente que fuera el meollo de una conspiración, de un acto violento, de secretos por los que alguien estaba dispuesto a matar. Tampoco era que entonces el mundo fuese un sitio más seguro, pero los peligros radicaban en lugares remotos y sólo alcanzaban a Inglaterra o al propio Matthew de refilón.
Pasó una larga velada sumido en sus pensamientos. Era la primera vez que estaba a solas, excepto para dormir, desde que había cruzado el prado de Fenner's Field para dar la noticia a Joseph. Las preguntas se agolpaban en su mente.
John Reavley lo había llamado a última hora de la tarde del sábado, no al piso sino a su despacho en el Servicio Secreto. Había trabajado hasta tarde sobre los problemas de Irlanda, como de costumbre. El Gobierno liberal llevaba desde mediados del siglo anterior intentado aprobar un proyecto de ley para conceder autonomía a aquélla, y una vez tras otra los protestantes del Ulster lo habían impedido, negándose de plano a verse separados de Gran Bretaña por la fuerza para pertenecer a la Irlanda católica. Sostenían que tanto su libertad religiosa como su supervivencia económica dependían de que se evitara esa integración forzosa que, en última instancia, sería un sometimiento.
Gobierno tras gobierno el proyecto había tropezado con el mismo escollo, y ahora el Partido Liberal de Asquith precisaba del apoyo del Partido Parlamentario Irlandés para seguir en el poder.
Shearing, el jefe de Matthew, compartía con muchos otros la opinión de que había una buena dosis de estratagema política por parte de Londres detrás del motín de las tropas británicas estacionadas en el Curragh. Cuando los hombres del Ulster, firmemente respaldados por sus mujeres, habían amenazado con una rebelión armada contra el proyecto de ley de autogobierno, las tropas británicas se habían negado a alzar las armas contra ellos. El general Gough había dimitido junto con todos sus oficiales, con lo cual sir John French, jefe del Estado Mayor en Londres, también había presentado su dimisión, imitado de inmediato por sir John Seely, ministro de la Guerra del Gabinete.
No era de extrañar que Shearing y sus hombres trabajaran hasta tarde. La situación amenazaba con convertirse en una crisis tan grave como cualquier otra de los últimos trescientos años.
Matthew se encontraba en su despacho al recibir la llamada de John Reavley para hablarle del documento, anunciarle que iría en coche a Londres al día siguiente y que esperaba llegar entre la una y media y las dos. Llevaría a Alys consigo para dar la impresión de que iban a pasar la tarde en la ciudad y así no llamar la atención.
¿Cómo podía haberse enterado nadie de que estaba en posesión del documento y, más aún, de que iba a llevárselo a Matthew, así como de la hora prevista del viaje? Si iba a ir en coche, la ruta era evidente. Sólo había una carretera principal desde St. Giles hasta Londres.
Matthew rememoró aquella tarde: las oficinas estaban casi en silencio, apenas quedaba nadie, sólo media docena de hombres, talvez un par de oficinistas. Recordó que se hallaba de pie ante su escritorio con el teléfono en la mano, incapaz de dar crédito a lo que su padre le estaba diciendo. Repitió algunas de sus palabras como para cerciorarse de que había oído bien.
Sintió un escalofrío. ¿Sería eso? ¿Era posible que alguien le oyese en el silencio que reinaba en la oficina? Con eso habría bastado. Pero ¿quién? Trató de aclarar sus ideas y pensar quién más había allí, pero no lo consiguió. Una tarde se mezclaba con otra. Había oído pasos, murmullo de voces deliberadamente bajas para no molestar a los demás. Quizá no las hubiese reconocido entonces y, desde luego, ahora le resultaba imposible.
Aunque podría averiguarlo discretamente, seguir el rastro, el cual podía ramificarse hasta implicar a colegas suyos, en quienes sólo una semana antes habría confiado a ciegas.
Cuando a la mañana siguiente acudió al trabajo, todo le resultó familiar, los espacios abarrotados, el eco del suelo entarimado, la cruda luz de las lámparas de sobremesa, innecesaria ahora con el sol que entraba a raudales por las ventanas, los teléfonos negros, las motas de polvo que flotaban en el aire y las superficies desgastadas. Los oficinistas iban y venían afanosamente por los pasillos, con las mangas mugrientas por el incesante trasiego de papeles .y tinta, los cuellos de las camisas rígidos y a menudo un poco torcidos.
Le dieron los buenos días y el pésame, tímidos y torpes, y, según le pareció, sumamente sinceros. Les dio las gracias y se dirigió a su angosto despacho, donde los libros se apretujaban en estanterías demasiado pequeñas y los documentos permanecían dentro de cajones cerrados con llave. El tintero y los papeles secantes estaban como de costumbre, un poco inclinados sobre el escritorio, al lado de sus dos plumas. El papel secante estaba limpio. Nunca dejaba nada que pudiera descifrarse.
Sacó las llaves del bolsillo para abrir el cajón más alto. Al principio la llave se resistió a entrar, por lo que tuvo que forcejear un poco con ella. Se agachó para mirar con mayor detenimiento y entonces observó unos levísimos arañazos en el metal de la cerradura. No estaban cuando él se había ido. Alguien había registrado su despacho durante su ausencia.
Se sentó, turbado y confuso. Lo invadió una sensación de culpa, pues ya no cabía duda de que alguien había oído sus palabras y éstas habían enviado al asesino en pos de John y Alys Reavley.
Encima del escritorio había un montón de informes sobre el motín del Curragh.
El martes 9 de julio Calder Shearing lo hizo llamar, y Matthew se presentó en su despacho poco después de las cuatro de la tarde. Como en todas las dependencias del Servicio Secreto, sólo había los muebles estrictamente necesarios, y tan baratos como fuera posible, pero, a diferencia de otros, Shearing no había añadido nada de su propiedad, ninguna fotografía que hablara de su hogar, ningún libro o recuerdo personal. Los papeles y libros relacionados con el trabajo estaban amontonados sin orden aparente, aunque él sabía con exactitud dónde se encontraba cada uno de ellos.
Shearing no era un hombre alto, pero eso no impedía que su presencia resultara imponente. Su pelo moreno presentaba pronunciadas entradas pero uno apenas se percataba porque tenía las cejas pobladas y expresivas y los ojos, bordeados de largas pestañas, eran tan oscuros que parecían negros. La prominente nariz formaba una curva perfecta y la boca le confería un aire grave y de susceptibilidad.
Estudió pensativo el semblante de Matthew, evaluando hasta qué punto se había recobrado de la pérdida de sus progenitores y, por consiguiente, si estaba en condiciones de cumplir con su deber. Su pregunta fue cuestión de mera cortesía.
—¿Cómo se encuentra, Reavley? ¿Ha resuelto sus asuntos?
—Por el momento sí, señor —contestó Matthew, manteniéndose en posición de firmes.
—¿Seguro que está bien? —insistió Shearing.
—Sí, señor. Gracias.
Shearing siguió mirándolo unos instantes antes de darse por satisfecho.
—Bien. Siéntese. Supongo que ya se habrá puesto al corriente de las últimas novedades. El rey de los belgas está de visita oficial en Suiza, lo cual podría tener su importancia, aunque lo más probable es que se trate de un asunto de rutina. Ayer el Gobierno dijo que quizás aceptará la enmienda de la Cámara de los Lores al proyecto de ley de autogobierno para Irlanda con exclusión del Ulster. Matthew conocía la noticia, aunque no los detalles.
—¿Paz en Irlanda? —preguntó en un tono levemente sarcástico.
Shearing levantó la vista hacia él con expresión de incredulidad.
—Si eso es lo que piensa, quizá sea mejor que se tome unos días más de permiso. ¡Es obvio que no está en condiciones de trabajar!
—Bueno, ¿un paso en la dirección correcta? —corrigió Matthew. Shearing apretó los labios.
—¡Sabe Dios! No veo que la partición de Irlanda vaya a ayudar a nadie. Aunque tampoco lo hará ninguna otra cosa.
Matthew pensaba a toda velocidad. ¿Sería eso de lo que trataba el documento sobre la conspiración? ¿Estaría relacionado con la división de Irlanda en dos países, uno católico independiente y otro protestante en el seno de Gran Bretaña? El mero planteamiento había llevado a las tropas británicas a amotinarse, despojado al ejército de su comandante en jefe, al gabinete de su ministro de la Guerra, y dejado al Ulster al borde de la rebelión armada y la guerra civil. ¿Acaso no era eso terreno abonado para urdir una conspiración que condujera a Gran Bretaña a la ruina y el deshonor?
Sin embargo, corría el mes de julio y desde hacía semanas había una relativa paz. La Cámara de los Lores estaba a punto de aceptar la exclusión del Ulster del proyecto de ley de autogobierno, permitiendo así que sus habitantes siguieran formando parte de Gran Bretaña, un derecho por el que a todas luces no sólo estaban dispuestos a morir, sino a arrastrar consigo al resto de Irlanda y no digamos ya al ejército británico estacionado allí.
—¡Reavley! —dijo Shearing bruscamente, haciendo que Matthew volviera de golpe al presente—. ¡Por el amor de Dios, hombre, si necesita más tiempo, tómeselo! ¡No me sirve de nada que sueñe despierto!
—No, señor —repuso Matthew con aspereza, notando que se ponía tenso y que se sonrojaba— . Estaba pensando en la situación irlandesa, me preguntaba hasta qué punto servirá de algo que el Gobierno acepte la enmienda. Este asunto levanta pasiones que sobrepasan con mucho la razón.
Shearing abrió como platos sus ojos oscuros.
—No necesito que me diga eso, Reavley. Cualquier inglés con dos dedos de frente lo sabe desde hace trescientos años. —Observaba a Matthew fijamente, buscando el pensamiento que ocultaban sus palabras, al tiempo que intentaba juzgar si cabía que éstas fuesen tan vacías como parecían—. ¿Sabe algo que yo no sepa? —preguntó.
Matthew había guardado silencio ante Shearing en alguna ocasión, pero nunca le había mentido. Creía que sería muy peligroso hacerlo. De pronto, por primera vez, consideró la posibilidad de que fuera necesario. Su padre había dicho que la conspiración llegaba hasta la esfera de la familia real y no tenía idea de quién estaba implicado, aunque desde luego debía de haber al menos una persona en su propia oficina. Ahora bien, no podía decírselo a Shearing hasta que tuviera pruebas. ¡Y quizá ni siquiera entonces!
¿Quién era católico, quién era angloirlandés, quién tenía lealtades o intereses creados en un sentido o en el otro? Una rebelión en Irlanda no iba a cambiar el mundo pero quizá John Reavley hubiera sentido que aquél era su mundo. Y el honor de Inglaterra afectaría al imperio, que para él venía a ser el mundo. Quizá no estuviera tan equivocado. Y, por supuesto, había decenas de miles de hombres y mujeres irlandeses en Estados Unidos que seguían sintiendo una apasionada lealtad hacia su tierra de origen. Otros pueblos celtas podrían simpatizar con la causa en Gales, Escocia, Cornualles, desgarrando Gran Bretaña y extendiendo la crisis a otras colonias.
—No, señor —dijo en voz alta, eligiendo con cuidado sus palabras—, pero a veces oigo rumores, y eso ayuda a formarse un juicio sobre la situación y a saber dónde residen las lealtades de cada uno. Siempre estoy oyendo hablar de conspiraciones...
Estuvo atento para detectar algún cambio en la expresión de Shearing.
—¿Para hacer qué? —preguntó Shearing poniendo cuidado en bajar la voz.
Matthew estaba pisando terreno peligroso. ¿Hasta dónde osaría llegar? Un paso en falso y, si Shearing estaba al corriente de la conspiración, o incluso si simpatizaba con ella, Matthew se pondría en evidencia. La idea le resultó mucho más desagradable de lo que había esperado. Se encontraba extraordinariamente solo. Joseph no estaría en condiciones de ayudarlo, y no podía confiar en Shearing ni en ningún otro miembro del Servicio Secreto, sobre todo en los que trabajaban cerca de su despacho.
—Para unificar Irlanda —contestó con atrevimiento. Sin duda aquello era suficientemente radical. Habida cuenta de las circunstancias en el Curragh, eso destrozaría Gran Bretaña y, posiblemente, con ello se sacrificaría tanto el ejército como el Gobierno, lo cual proporcionaría una oportunidad sin precedentes a los enemigos de Gran Bretaña tanto en Europa como en Asia o África. Tal vez John Reavley no hubiese exagerado al fin y al cabo. Podría ser la primera en caer de muchas fichas de dominó, el principio de la desintegración del imperio, lo cual sin lugar a dudas afectaría al mundo entero.
—¿Qué ha oído, exactamente? —inquirió Shearing.
Matthew decidió que era mejor evitar cualquier mención a su padre, pero aun así debía mostrarse preciso en cuanto a los detalles.
—Cosas extrañas sobre una conspiración —dijo, procurando sonar tan cauteloso como preocupado—. Nada concreto, sólo que tendría efectos muy vastos, en todo el mundo, y, aunque es posible que esté exagerando, arruinaría el honor de Inglaterra.
—¿En boca de quién?
Faltó muy poco para que Matthew fuese sincero. Si respondía que de su padre, quedaría fácilmente explicado por qué no había podido hacer más averiguaciones, pero también se aproximaría peligrosamente a la verdad y, por el momento, no podía confiar en Shearing, pues entre otras cosas cabía que éste se lo repitiera a la persona de la oficina que había traicionado a John Reavley. Sería mucho más sensato guardarse esa información.
—Lo oí de pasada en un club —mintió. Era la primera vez que engañaba deliberadamente a Shearing y se sintió sumamente incómodo, no sólo por no decir la verdad a un hombre al que respetaba, sino porque además era peligroso. A Shearing no había que tratarlo a la ligera. Tenía una mente sagaz e incisiva, una imaginación que saltaba de una cosa a otra siguiendo a su instinto con suma rapidez y facilidad. No olvidaba casi nada y perdonaba muy poco.
—¿Quién lo dijo? —repitió.
Matthew sabía que si le daba una respuesta poco satisfactoria, como por ejemplo que no lo sabía, Shearing advertiría que estaba mintiendo. Sería como sembrar la semilla de la desconfianza y, a la larga, acabaría perdiendo el empleo. Puesto que de hecho estaba mintiendo, su historia tenía que ser muy buena. ¿Estaba a la altura de las circunstancias? ¿Sabría alguna vez si había triunfado o fracasado? La respuesta le vino antes de terminar de formular la pregunta. No, nunca lo sabría. Shearing no revelaría nada en su mirada, en la expresión de su rostro, la postura de su cuerpo, la tensión de sus fuertes y pulcras manos apoyadas en el escritorio.
—Un oficial del ejército, un comandante llamado Trenton. —Matthew mencionó a un hombre de quien había obtenido cierta información unas semanas antes y que de vez en cuando frecuentaba el mismo club que él.
Shearing permaneció callado unos instantes.
—Podría ser cualquier cosa —dijo por fin. Torció muy levemente los labios—. Siempre corren rumores de conspiraciones en Irlanda, es parte de la naturaleza de la vida. Se trata de una sociedad dividida por la religión. Si existe alguna solución, no la hemos encontrado en trescientos años y Dios sabe bien que no hemos dejado de intentarlo. Pero si en este momento hay algo concreto, me parece más probable que resida en la política que en un complot personal. Y algo personal no deshonraría a la nación.
—Si no es Irlanda, ¿qué nos queda? —preguntó Matthew. No quería dar el asunto por zanjado. Su padre había muerto de forma violenta por tratar de sacar a la luz y evitar la tragedia que preveía.
Shearing le sostuvo la mirada.
—Los asesinatos en Sarajevo —contestó pensativo—. ¿Fue antes o después de eso? No lo ha dicho:
Aquello semejó un rayo de luz que hendiera la oscuridad.
—Antes —repuso Matthew, sorprendido al percibir que su voz sonaba ronca. ¿Era concebible que su padre hubiese tenido noticia de ello, demasiado tarde? Lo habían matado casi simultáneamente—. ¡Pero eso no afecta a Inglaterra! —añadió casi sin sopesar el significado de sus palabras. Se le hizo un nudo en la garganta—. ¿O es que hay más..., algo que aún no ha sucedido y desconocemos?
—Siempre hay algo más que desconocemos, Reavley —dijo Shearing en un tono levemente irónico—. Si todavía no ha aprendido eso, me temo que no tiene mucho futuro entre nosotros. El káiser reafirmó su alianza con Austria-Hungría hace cuatro días.
—Sí, lo sé.
Matthew aguardó, consciente que Shearing iba a proseguir.
—¿Qué sabe acerca de Su Alteza Serenísima? —preguntó Shearing, con una débil chispa de luz titilando en sus ojos. Matthew lo miró perplejo.
—¿Perdón?
—¡El káiser, Reavley! ¿Qué sabe acerca del káiser Guillermo II del Imperio alemán?
—¿Así es como se hace llamar? —preguntó Matthew con incredulidad mientras ordenaba sus pensamientos acerca de historias que pudiera repetir relacionadas con los berrinches del káiser y sus falsas ideas acerca de que primero su tío, Eduardo VII, y ahora su primo Jorge V lo estaban desairando aposta, ridiculizándolo y menospreciándolo. Habría resultado poco prudente repetir la mayor parte de ellas—. Es primo del rey, y también del zar —comenzó, y al instante vio la impaciencia reflejada en el semblante de Shearing—. Ha estado escribiendo a este último durante un tiempo y se han hecho confidentes —prosiguió con mayor aplomo—, pero odiaba al rey Eduardo porque estaba convencido de que éste conspiraba contra él, de que por alguna razón lo despreciaba, y ha transferido ese sentimiento al monarca actual. Es un hombre muy temperamental, muy orgulloso y susceptible. Y tiene un brazo atrofiado, lo cual posiblemente explique por qué es tan mal jinete. Pierde el equilibrio.
Aguardó a que Shearing hiciera algún comentario. Los labios de éste temblaron, como si estuviera a punto de sonreír, pero se abstuvo de hacerlo.
—¿Su relación con Francia? —inquirió en cambio.
Matthew sabía lo que su superior esperaba. Había leído los informes.
—Mala —contestó—. Siempre ha querido ir a París, pero el presidente francés nunca lo ha invitado, por eso está resentido con él. Está... —Se interrumpió de nuevo. Había estado a punto de decir «rodeado de relaciones difíciles», pero quizás hubiese resultado un poco presuntuoso por su parte. No sabía qué concepto tenía Shearing de la monarquía, aunque fuese extranjera y, además, el káiser era un pariente próximo de Jorge V.
—Lo más importante—señaló Shearing— es que se cree rodeado de enemigos.
Matthew dejó que el peso de esa observación calara hondo en su mente. Vio el reflejo de ella en el rostro de Shearing.
—¿Una conspiración para comenzar una guerra que empezaría en Serbia? —preguntó, tanteando el terreno.
—¿Quién sabe? —respondió Shearing—. Hay nacionalistas serbios dispuestos a cualquier cosa con tal de obtener la libertad, incluso a asesinar al archiduque austriaco, obviamente, pero también hay socialistas radicales por toda Europa...
—Contrarios a la guerra —lo interrumpió Matthew—. Al menos a la guerra internacional. Lo suyo es la guerra de clases. Sin duda no es posible que... —Se calló.
—¡Usted oyó el comentario, Reavley! ¿Es posible o no? —preguntó Shearing con aspereza—, ¿Qué me dice de una revolución socialista paneuropea? El continente entero es un hervidero de conspiraciones: Victor Adler en Viena, Jean Jaurès en Francia, Rosa Luxemburg en todas partes y Dios sabe quién en Rusia. Austria anda buscando pelea y sólo le falta el pretexto, Francia tiene miedo de Alemania, el káiser teme a todo el mundo, y el zar no está al corriente de nada. Elija usted.
Matthew observó que el rostro sombrío y enigmático de Shearing mostraba una especie de humor desconsolado, y se dio cuenta de que llevaba más de un año trabajando con él y no sabía prácticamente nada sobre su persona. Conocía su intelecto y sus aptitudes, pero en lo que a sus pasiones se refería, ni siquiera las imaginaba. No tenía la más remota idea acerca de su procedencia, su familia o su educación, sus gustos o sus aspiraciones. Era un hombre profundamente reservado y además protegía tan bien su vida privada que nadie se daba cuenta de que lo hacía. Uno sólo pensaba en él en relación con su trabajo, como si al salir por la puerta principal dejara de existir.
—Quizá lo mejor será que lo olvide, a no ser que ocurra algo más —dijo Matthew, consciente de no haber averiguado nada y de que, muy probablemente, se había mostrado distraído ante Shearing—. No parece que cuadre con nada.
—Al contrario, cuadra con todo —replicó Shearing—. Se respira un ambiente lleno de conspiraciones aunque, por suerte, la mayor parte no tiene nada que ver con nosotros. Pero siga con los oídos bien abiertos y no deje de acudir a mí si se entera de algo que tenga sentido.
—Sí, señor.
Comentaron otros asuntos durante veinte minutos más, en particular quién iba a suceder al ministro de la Guerra, que había dimitido después del motín. Había dos candidatos principales: Blunden, que estaba a favor de la paz aunque su coste fuese alto, y Wynyard, quien era bastante más beligerante.
—Detalles —dijo Shearing de forma muy significativa—. Todos los detalles que pueda, Reavley. Puntos flacos. ¿Dónde es vulnerable Blunden? Nuestro trabajo consiste en saberlo. No se puede proteger a un hombre hasta que no sabes cómo pueden perjudicarlo.
—Sí, señor —convino Matthew—. Me consta.
Se marchó, olvidando por un instante al ministro de la Guerra y dando vueltas en la cabeza a lo que Shearing había dicho a propósito de la conspiración. Parecía como si él no creyera que John Reavley hubiese encontrado nada que fuera inquietante para Inglaterra.
Recorrió los silenciosos pasillos hasta su despacho, saludando con la cabeza a uno y dando las buenas tardes a otro. Se sentía extraordinariamente solo, pues de pronto cayó en la cuenta de que seguía estando profundamente enfadado, aunque por una razón bien distinta. Shearing había condenado indefectiblemente la idea que John Reavley había tenido de la verdad. Si Shearing estaba en lo cierto, su padre había interpretado de forma incorrecta un trozo de papel y había muerto por nada. Matthew se puso tan a la defensiva ante la insinuación de que su padre era incompetente, que apretaba los puños con fuerza y tuvo que abrirlos deliberadamente para hacer girar el picaporte de la puerta de su despacho y entrar.
¡Pero John Reavley había muerto! Y además había que considerar el resto de cuerda en el árbol y las marcas en la carretera, los arañazos de una línea de abrojos que habían reventado los cuatro neumáticos haciendo que el coche perdiera el control y terminara estrellándose contra los árboles. ¿Dónde podían conseguirse esa clase de clavos? ¿O eran de fabricación casera? Resultaría bastante fácil hacerlos con un poco de alambre grueso, una cizalla y unos alicates. Cualquier hombre estaría en disposición de ello si contaba con el tiempo y la destreza precisos.
Alguien había registrado la casa de St. Giles y su despacho. Pero Matthew no tenía modo de demostrarlo. Las dedaleras aplastadas volverían a crecer, la lluvia, el polvo y el tráfico borrarían las marcas. El trozo de cuerda atado al árbol podía estar allí por una docena de razones. Y nadie más estaría en condiciones de decir si los objetos del estudio y el dormitorio habían sido cambiados de sitio o no. Las pruebas residían en la memoria como una sensación de alteración, pequeñas cosas que no estaban como debían, muescas en una cerradura que quizás hubiese hecho él mismo.
Dirían que John Reavley era un hombre que había dejado el cargo y que, con sus facultades mermadas, veía conspiraciones donde no las había. Matthew y Joseph se habían llevado a engaño arrastrados por la aflicción. Sin duda la pérdida repentina de los padres bastaba para causar, y también para excusar, desarreglos en la capacidad de raciocinio de cualquiera.
Todo aquello era cierto, y la rabia se convirtió en un dolor sordo que lo embotaba. Imaginaba con toda claridad el rostro avispado de su padre. Era un hombre eminentemente razonable, de mente rápida y perfectamente cuerdo. Él era quien ponía freno a los excesos de Judith, quien se mostraba paciente con las dificultades de Hannah para expresarse con fluidez, quien había ocultado su disgusto cuando ninguno de sus hijos había seguido la carrera que tanto deseaba que siguieran.
Había sido amante de las cosas pintorescas y excéntricas de la vida. Mostraba una tolerancia infinita ante la diferencia y sólo perdía los estribos ante la arrogancia y, también, con frecuencia, con los estúpidos que reprimían al prójimo valiéndose de su mezquina parcela de autoridad. A los verdaderos estúpidos, a los simples, los perdonaba al instante.
Matthew apenas podía soportar el dolor de pensar que no había sabido interpretar una ridícula conspiración sin importancia que no iba a dejar huella en la historia y mucho menos a cambiar su curso para arruinar a una nación y con ella al mundo.
Lo irónico del caso era que a su padre le hubiese costado mucho menos que a Matthew aceptar que estaba equivocado. Matthew lo sabía, pero no le servía de nada. Se quedó plantado en medio del despacho y tuvo que hacer un esfuerzo para no romper a llorar.
*   *   *


4
Joseph reanudó la rutina de la enseñanza y se encontró con que los placeres del conocimiento aliviaban un poco la pena que sentía. La música de las palabras en el oído y la mente borraba el pasado, creando un mundo de íntima inmediatez.
De pie en medio del aula veía los rostros serios que tenía ante sí, distintos en cuanto a rasgos y tez pero todos alterados por las sombras de la inquietud. Sólo Sebastian había expresado su preocupación a propósito de una posible guerra en Europa, pero Joseph oía los ecos de esa angustia en todos sus compañeros. Habían llegado noticias de que un avión francés efectuaba vuelos de reconocimiento sobre Alemania, se especulaba sobre las reparaciones que Austria-Hungría exigiría a Serbia e incluso acerca de quién sería el próximo en caer asesinado.
Joseph había hablado un par de veces sobre el asunto con los demás estudiantes. Su información se limitaba a lo que publicaban los periódicos y, por tanto, era de dominio público, pero dado que el decano se había tomado un breve período sabático consideraba que debía ocupar su lugar valiéndose de los recursos espirituales necesarios para cubrir una necesidad como aquélla. Nada era mejor que la razón para contestar al miedo. No había motivos para creer que fuese a desencadenarse un conflicto que involucrara a Inglaterra. Nadie pediría a aquellos muchachos que fueran a luchar y tal vez a morir.
Éstos lo escucharon educadamente, esperando que los tranquilizara, y Joseph supo por la expresión de sus ojos, por la tensión que seguía siendo patente en sus voces, que no bastaría con reconfortarlos.
El sábado, entrada ya la tarde, se presentó en la habitación de Harry Beecher, a quien encontró repantigado en su sillón leyendo la última edición del Illustrated London News. Beecher levantó la vista al tiempo que bajaba el periódico. Joseph alcanzó a reconocer, incluso al revés, la imagen del escenario de un teatro.
Beecher la miró de reojo y sonrió.
—Eugenio Onegin —explicó.
—¿Aquí? —preguntó Joseph, sorprendido.
—No, en San Petersburgo. ¡El mundo es más pequeño de lo que uno piensa! Y Carmen — agregó Beecher señalando la foto de la parte inferior de la página—. Aunque al parecer han repuesto el Mefistófeles de Boito en el Covent Garden, y dicen que es muy bueno. El Ballet Ruso presenta Dafne y Cloe en Drury Lane, aunque eso no va mucho conmigo.
Joseph sonrió.
—Conmigo tampoco —convino—. ¿Te apetece que vayamos a tomar un bocadillo o una empanada y un vaso de sidra al Pickerel? —Se trataba de la taberna más antigua de Cambridge, ubicada a corta distancia calle abajo, al otro lado del puente de la Magdalene. Podrían sentarse en la terraza y contemplar el río aprovechando que el día era largo, tal como Samuel Pepys quizás hiciera cuando estudiaba allí en el siglo XVII, o bien cualquier otro a lo largo de los últimos seiscientos años.
—Buena idea —convino Beecher de inmediato, poniéndose de pie. La habitación era un agradable revoltijo de libros. El latín era su tema, aunque su interés radicaba en los iconos de la fe. Él y Joseph habían pasado infinidad de horas hablando, discutiendo, proponiendo una teoría tras otra, serios, apasionados o divertidos, sobre el concepto de santidad. ¿En qué momento dejaba de ser una ayuda a la concentración, un recordatorio de la fe, para convertirse en el objeto de reverencia propiamente dicho, imbuido de poderes milagrosos?
Beecher cogió su chaqueta del respaldo del viejo sillón de piel, salió detrás de Joseph y cerró la puerta. Bajaron la escalinata y cruzaron el patio interior hasta la enorme verja principal, por cuya puerta accesoria salieron a St. John's Street, enfilando a la izquierda hacia el puente de la Magdalene.
La terraza del Pickerel estaba atestada. Era el lugar perfecto para beber algo y conversar largamente durante las tardes de verano.
Como de costumbre, el río estaba lleno de bateas deslizándose en dirección al puente. Su perfil se recortaba por un instante bajo el arco de éste para acto seguido desaparecer en el meandro a impulsos de la corriente.
Joseph pidió sidra y empanada fría de carne para ambos, llevó el pedido hasta una mesa y se sentó.
Beecher lo miró fijamente por unos instantes.
—¿Estás bien, Joseph? —preguntó gentilmente—. Si necesitas más tiempo, puedo encargarme de parte de tu trabajo. Lo digo en serio.
—Me sienta bien trabajar, gracias —repuso Joseph con una sonrisa.
Beecher seguía observándolo.
—¿Pero? —cuestionó.
—¿Tan obvio resulta?
—Para quien te conoce, sí.
Beecher dio un buen trago a su sidra y dejó el vaso en la mesa. No insistió para obtener contestación. Eran amigos desde que estudiaron juntos allí y habían pasado muchas vacaciones recorriendo a pie la región de Lake District y la antigua muralla romana que atravesaba Northumberland y Cumbria desde el mar del Norte hasta el Atlántico. Se habían imaginado a los legionarios de los césares que la guarnecieron cuando constituía la última frontera del imperio contra los bárbaros.
Caminaban durante kilómetros y se sentaban al sol para contemplar el juego de luces y sombras en los páramos, comían pan crujiente con queso y bebían vino tinto barato. Y hablaban de todo y de nada, y no paraban de contar chistes, y reían.
Joseph se preguntó si comentar algo a Beecher acerca de la muerte de su padre y del miedo a una conspiración de la magnitud que éste había dado a entender, pero él y Matthew habían acordado no hablar de ello ni siquiera con los amigos más íntimos.
—Estaba pensando en la alarmante situación en que se encuentra Europa —dijo—. Me preguntaba qué clase de futuro aguarda a los muchachos que se licencian este año. Desde luego, más sombrío que el que nos correspondió a nosotros. —Miró su vaso de sidra, que centelleaba bajo la ambarina luz del atardecer—. Cuando me licencié, la guerra de los Bóers ya había terminado y el mundo bullía con todo el entusiasmo de un nuevo siglo. Parecía que nada fuese a cambiar salvo para mejor; mayor sabiduría, mejores leyes más liberales, viajes, nuevas corrientes artísticas.
Beecher, de habitual inclinado al buen humor y un tanto mordaz, lo miró seriamente.
—El poder siempre está cambiando de manos y el socialismo es una fuerza emergente que a mi juicio nada conseguirá detener —dijo—, ni falta que hace, pues avanzamos hacia un progresismo real. Hasta las mujeres tendrán derecho a voto con el tiempo.
—Me refería más bien a la crisis en los Balcanes —dijo Joseph meditabundo. Dio otro bocado a su empanada y hablando con la boca llena prosiguió—: Creo que eso es lo que preocupa a muchos de nuestros estudiantes.
Dijo «muchos» cuando en realidad pensaba en Sebastian. Consideraba que no había logrado apaciguar sus acuciantes temores.
—No creo que ninguno de nuestros estudiantes vaya a incorporarse al ejército —dijo Beecher, antes de tragarse el último bocado de su porción de empanada—. Y por más que se enciendan los ánimos entre Austria y Serbia, eso nos queda muy lejos. No es asunto nuestro, a menos que deseemos que sí lo sea. Los jóvenes siempre andan preocupados antes de abandonar la universidad y salir al mundo real. —Sonrió de oreja a oreja—. A pesar de la competencia, aquí hay una especie de seguridad e infinidad de distracciones. El colegio universitario ofrece un semillero de ideas que la mayoría de ellos ni siquiera había imaginado jamás, así como las primeras tentaciones de la edad adulta. Sin embargo, el único patrón real es tu propia capacidad. Puede que no seas el mejor, pero la única persona capaz de impedirte tener éxito eres tú mismo. Fuera es distinto. El mundo es más duro y frío. Los más preparados lo saben de sobra. —Terminó su sidra—. Deja que se preocupen, Joseph. Eso forma parte del crecimiento de las personas.
Joseph volvió a pensar en el rostro atormentado de Sebastian cuando miraba a través del agua bruñida hacia la oscura silueta del colegio.
—No es tanto inquietud por uno mismo como por las consecuencias que una guerra en Europa podría tener sobre la civilización en general.
Beecher le dedicó una sonrisa de indulgencia.
—Demasiado estudio minucioso de lenguas muertas, Joseph. Siempre hay algo inefablemente triste en una cultura cuyo pueblo ha desaparecido cuando un eco de su belleza permanece, sobre todo si forma parte de la música de la nuestra.
—Él pensaba que nuestro idioma sería aniquilado y nuestra forma de pensar se perdería —dijo Joseph.
—¿Él? —Beecher enarcó las cejas—. ¿Tienes en mente a alguien en concreto?
—A Sebastian. Allard... —Joseph apenas había terminado de pronunciar su nombre cuando percibió una sombra en los ojos de Beecher. La apacible luz del ocaso no había cambiado, las risas de un grupo de muchachos flotaba en la brisa crepuscular procedente de la verde penumbra de los Backs pero, inexplicablemente, el aire le pareció más frío—. Es más despierto que los demás — explicó.
—Posee una inteligencia notable —convino Beecher, aunque sin mirar a Joseph. Había algo oculto en su voz.
—Es algo más que inteligencia. —Joseph sintió la necesidad de defenderse a sí mismo y tal vez a Sebastian—. Puedes tener una mente brillante sin delicadeza, ardor ni visión... —Había empleado la misma palabra otra vez, pero no había ninguna otra que describiera lo que él sabía de Sebastian. En sus traducciones captaba la música y entendía no sólo lo que los poetas y filósofos del pasado habían escrito, sino las vastas regiones de sueños y pasión que alimentaban los textos. Enseñar a una mente como la suya era el deseo de todos cuantos anhelaban transmitir la belleza que ellos mismos habían visto—. ¡Lo sabes de sobra! —añadió con más ímpetu del que pretendía.
—No corremos el peligro de acabar como Cartago o Etruria. —Beecher sonrió, aunque el gesto no alcanzó sus ojos—. Los bárbaros no están a nuestras puertas. Si existen, se encuentran entre nosotros. —Miró su vaso vacío, pero no se molestó en llamar al camarero—. Me parece que estamos en condiciones de mantenerlos a raya, al menos la mayor parte de las veces.
Joseph percibió una nota de pesar en su voz y supo que era real, el atisbo de algo que no había visto antes.
—Pero ¿no siempre? —preguntó con tacto.
Entonces reaparecieron en su mente las dedaleras aplastadas en el arcén de la carretera, las marcas de los abrojos en el macadán, los chirridos metálicos que había imaginado y la sangre. Y comprendió la violencia y la rabia por completo, así como el temor.
—Por supuesto, no a todos —respondió Beecher, mirando más allá de Joseph, sin darse cuenta de la emoción que lo embargaba—. Son mentes jóvenes llenas de energía y promesas, pero a veces carecen de disciplina moral. Están comenzando a aprender cómo es el mundo y cómo son ellos. Tienen el privilegio de educarse en la mejor escuela que existe y de que los enseñen, modestia aparte, algunos de los mejores profesores de habla inglesa. Viven en una de las culturas más sutiles y tolerantes de Europa. Y tienen la inteligencia y la ambición, el empuje y el ardor necesarios para sacar buen provecho de ello. Al menos en su mayoría. —Se volvió para mirar a Joseph a los ojos—. Nuestro deber también consiste en civilizarlos, en enseñarles la tolerancia y la compasión, a aceptar el fracaso además del éxito, a no culpar a los demás ni a sí mismos en exceso para poder seguir adelante e intentarlo de nuevo como si no les doliera. Eso sucede con frecuencia en la vida, de modo que es necesario acostumbrarse a poner las cosas en su sitio. Resulta duro, cuando eres joven. Son muy orgullosos y todavía no tienen demasiado sentido de la proporción.
—Pero ponen coraje —apuntó Joseph—. ¡Y se preocupan apasionadamente!
Beecher se miró las manos apoyadas en la mesa.
—Claro que sí. ¡Por Dios, si los jóvenes no se preocupan, pocas esperanzas nos quedan a los demás! Pero aun así a veces son egoístas. Más, me parece a mí, de lo que tú estás dispuesto a aceptar.
—¡Ya lo sé! Pero es algo inocente —arguyó Joseph, inclinándose un poco hacia delante—. También son generosos e idealistas. Están descubriendo el mundo y todo les resulta valiosísimo. Y ahora tienen miedo de perderlo. ¿Qué puedo decirles? —inquirió en tono de súplica—. ¿Cómo puedo hacer llevadero ese temor?
—No puedes —contestó Beecher, meneando la cabeza—. No puedes cargar con el mundo, y si lo intentas lo único que conseguirás será hacerte un esguince y, probablemente, se te caerá. ¡Deja eso para Atlas! —Retiró su silla y se levantó—. ¿Quieres otra sidra?
Sin aguardar respuesta cogió su vaso y el de Joseph y se alejó.
Joseph permaneció sentado envuelto en el murmullo de voces, el tintineo de vasos y las risas ocasionales, y se sintió solo. No se había dado cuenta hasta entonces de que a Beecher le caía mal Sebastian. No fue sólo por sus desdeñosas palabras sino por la inexpresividad de su rostro al pronunciarlas. Joseph se sintió distanciado, aislado de la comprensión que había esperado hallar en su amigo.
No se quedó mucho más rato. En cuanto oscureció se excusó y regresó a St. John's caminando lentamente.
Joseph estaba cansado pero no durmió bien. Finalmente se despertó poco antes de las seis y decidió no perder más tiempo tumbado en la cama pensando. Se levantó, se vistió con ropa vieja, salió y se encaminó hacia el río. Aquella mañana reinaba una calma total, hasta las hojas más altas de los árboles estaban quietas contra el azul del cielo. La pálida claridad del amanecer era tan nítida que cada brizna de hierba brillaba con el rocío y no había una sola señal sobre la tersa superficie del agua.
Desamarró uno de los botes y se sentó en él, desató los remos y remó hasta más allá de Trinity, en dirección al este, notando el calor del sol en la espalda. Ciaba sin parar con todas sus fuerzas. El ritmo lo tranquilizaba, y recorrió a buen ritmo todo el trecho hasta el puente de las Matemáticas antes de dar media vuelta y emprender el regreso. Su mente se vació de todo pensamiento, y sólo sentía el puro placer físico del esfuerzo.
Se encontraba de nuevo en sus habitaciones, afeitándose, con el torso desnudo, cuando alguien llamó con apremio, casi con histeria, a su puerta. Fue a abrir sin calzarse.
Elwyn Allard se encontraba en el umbral con el rostro crispado, el cabello revuelto sobre la frente y la mano derecha alzada a punto de aporrear de nuevo la puerta.
—¡Elwyn! —Joseph estaba horrorizado—. ¿Qué ha sucedido? Entra. —Se apartó para permitirle pasar—. Tienes un aspecto terrible. ¿Qué ocurre?
Elwyn temblaba. Respiraba entrecortadamente y comenzó a hablar por dos veces antes de lograr articular una frase coherente.
—¡Han disparado a Sebastian! ¡Está muerto! Estoy seguro de que está muerto. ¡Tiene que ayudarme!
Joseph precisó unos instantes para captar el significado de lo que Elwyn acababa de decir y se negó a aceptarlo. ¡Era imposible!
—¡Ayúdeme! —suplicó Elwyn, dejándose caer contra la jamba de la puerta ya que necesitaba un apoyo para sostenerse en pie. —Por supuesto.
Joseph cogió su batín, que estaba colgado detrás de la puerta, y no se molestó en ponerse las zapatillas. Preocuparse por la vestimenta habría resultado ridículo. Seguro que Elwyn se equivocaba. La situación no podía ser tan grave. Lo más probable era que Sebastian estuviese enfermo o... ¿O qué? Elwyn había mencionado un disparo. En Cambridge la gente no iba pegándose tiros. ¡Nadie tenía armas! Era algo impensable.
Bajó corriendo por la escalera detrás de Elwyn y cruzaron el patio sumido en el silencio de la primera hora de la mañana; la hierba estaba casi seca salvo en las partes aún en sombra. Entraron por otra puerta y Elwyn subió la escalera a trompicones, tambaleándose. En el primer descansillo giró a la derecha y al llegar a la segunda puerta arremetió con el hombro como si no pudiera hacer girar el picaporte, aun cuando lo cogió con las dos manos.
Joseph lo adelantó y abrió sin dificultad.
Las cortinas se hallaban descorridas y los primeros rayos de sol bañaban la escena con su luz implacable. Sebastian estaba sentado en su butaca, un poco inclinado hacia atrás. La mesa baja que tenía al lado estaba cubierta de libros, no desparramados sino cuidadosamente apilados uno encima del otro; algunos trozos de papel asomaban entre las páginas a modo de punto. Tenía un libro abierto en el regazo y sus manos, largas, fuertes y bronceadas por el sol, yacían inertes encima de él. Con la cabeza echada hacia atrás, el rostro perfectamente sereno, sin rastro de miedo o dolor, los ojos cerrados y el pelo rubio apenas revuelto, podría haber estado durmiendo a no ser por la herida escarlata que presentaba en la sien derecha y la sangre que salpicaba el brazo del asiento y el suelo, procedente del agujero abierto en el otro lado. Elwyn llevaba razón, con una lesión como aquélla tenía que estar muerto.
Joseph se acercó a él instintivamente, como si de un modo u otro hasta el fútil gesto de socorrerlo siguiera siendo necesario. De pronto se quedó quieto y sintió un tremendo escalofrío mientras contemplaba con angustiada consternación a la tercera persona que le habían arrebatado de un modo inhumano en el espacio de dos semanas. Era como si hubiese despertado de una pesadilla para sumergirse en otra.
Alargó el brazo y tocó la mejilla de Sebastian. Estaba más fría de lo normal pero aún no del todo.
El grito ahogado de Elwyn lo sacó de su estupor. Con un esfuerzo infinito reprimió su propio horror y se volvió hacia el muchacho. Tenía la tez cenicienta y los ojos hundidos por la conmoción. El sudor le perlaba la frente y los labios. Temblaba de la cabeza a los pies y respiraba entrecortadamente mientras intentaba conservar cierto dominio de sí mismo.
—No puedes hacer nada por él —dijo Joseph, sorprendido por la firmeza con que su voz resonó en la habitación silenciosa. Todavía no había nadie en el patio, ni se oían pasos en la escalera—. Ve a buscar al bedel.
Elwyn no se movió.
—¿Quién..., quién ha podido hacer algo así? —balbuceó, casi sin aliento—. ¿Quién...? —Se interrumpió, con los ojos arrasados en lágrimas.
—No lo sé, pero vamos a averiguarlo —respondió Joseph. No había ninguna arma en la mano de Sebastian, y tampoco en el suelo, donde habría caído si la hubiese usado contra sí mismo—. Ve a buscar al bedel —repitió—. No hables con nadie más. —Paseó la mirada por la habitación. Su mente comenzaba a recobrar cierta claridad. El reloj de la repisa marcaba las siete menos tres minutos. Se encontraban en el primer piso. Las ventanas estaban cerradas, con el cerrojo echado y todos los cristales intactos. No había nada forzado o roto en ellas y la puerta tampoco presentaba marcas. La espantosa evidencia ya le rondaba la mente: aquello era obra de alguien perteneciente al colegio, alguien a quien Sebastian conocía y a quien había dejado entrar.
—Sí... —dijo Elwyn obedientemente—. Sí... —Giró sobre sus talones y se fue dando un traspié, dejando la puerta abierta. Joseph oyó sus pasos pesados y torpes bajar la escalera.
Joseph cerró la puerta, se volvió y miró con detenimiento a Sebastian. Su rostro parecía tranquilo pero muy cansado, como si por fin se hubiese librado de una carga terrible permitiendo que lo venciera el sueño. Quienquiera que hubiese estado allí empuñando un arma, Sebastian no había tenido tiempo de darse cuenta de lo que iba a hacer o quizá no había creído que la cosa fuese en serio.
El dolor era demasiado atroz aún como para dejar paso ala ira. Su mente no podía aceptarlo. ¿Quién haría algo semejante? Y ¿por qué?
Los muchachos eran de natural vehementes, se encontraban al comienzo de la vida y para ellos todo resultaba más intenso y profundo: el primer amor verdadero; el despertar de la ambición; el triunfo y el desengaño eran abrumadores; el poder de los sueños, incalculable; la mente remontaba el vuelo y probaba el gozo de las alturas. Pasiones de toda índole cobraban forma, pero la violencia rara vez iba más allá de una pelea a puñetazos o una reyerta cuando alguien bebía más de la cuenta.
Sin embargo, lo que tenía ante sus ojos era de una maldad ajena a todo cuanto conocía y amaba de Cambridge, de la vida que allí se llevaba y lo que ésta significaba. De pronto recordó lo que Sebastian había dicho acerca del modo en que la guerra cambiaba los corazones, de cómo los ignorantes destruían la belleza y la luz que guiaba al espíritu. Fue como si con aquellas breves palabras hubiese escrito su propio epitafio.
Oyó que la puerta se abría a sus espaldas y se volvió para ver al bedel de pie en la entrada, con el pelo alborotado y el rostro arrugado con expresión de alarma. Miró primero a Joseph y luego más allá, en dirección a Sebastian, y palideció. Tuvo una arcada que a duras penas logró controlar.
—Mitchell, por favor, cierre esta habitación con llave y luego llévese al señor Allard... —con un ademán de la cabeza señaló a Elwyn, que estaba en el pasillo a un par de pasos tras él—. Dele una taza de té bien caliente con un buen chorro de coñac. Cuide de él, haga el favor. —Suspiró con un estremecimiento—. Habrá que avisar a la policía, de modo que nadie debe subir ni bajar por esta escalera, de momento. Diga a los demás caballeros que normalmente pasan por aquí que permanezcan en sus habitaciones hasta nuevo aviso. Explíqueles que ha ocurrido un accidente. ¿Entendido?
—Sí, profesor Reavley... Yo...
Mitchell llevaba más de veinte años trabajando en St. John's y era un buen hombre capaz de hacer frente de la manera apropiada a la mayor parte de los momentos difíciles, desde las peleas entre borrachos que en ocasiones acababan con un hueso roto o dislocado hasta los casos de estudiantes excesivamente entusiastas que se encaramaban al tejado y luego les daba miedo bajar. Ahora bien, los peores crímenes habían sido el robo de un puñado de libras o copiar en un examen. Aquello era de una naturaleza bien distinta, algo que se inmiscuía en su mundo.
—Gracias —dijo Joseph, saliendo al pasillo. Miró a Elwyn por encima del hombro de Mitchell—. Iré a ver al director para hacer lo que sea necesario. Ve con Mitchell y quédate con él.
—Sí..., sí... —musitó Elwyn, que permaneció inmóvil hasta que Mitchell hubo cerrado la puerta. Entonces Joseph lo cogió del brazo con delicadeza, obligándolo a volverse, y lo guió hasta la escalera, que bajaron juntos lentamente.
Una vez en el patio, Joseph caminó a paso vivo por el sendero adoquinado hasta el patio siguiente, que era más pequeño y silencioso, yen cuya parte izquierda se alzaba un árbol solitario. Al otro lado estaba la verja de hierro forjado que conducía al jardín de Fellow's Garden. A esa hora estaría cerrada, como de costumbre. La vivienda del director tenía dos puertas, una que daba a Fellow's Garden y la otra a aquel patio.
Pasó por una parte en sombra aún húmeda del rocío y de pronto recordó que iba descalzo. Tenía los pies fríos. Ni siquiera se le había pasado por la cabeza regresar a su habitación para ponerse las zapatillas. Ahora ya era demasiado tarde.
Llamó a la puerta y se apartó el cabello del rostro, pues de pronto cayó en la cuenta del aspecto que presentaría si la abría Connie Thyer en lugar del propio director.
El caso fue que tuvo que llamar dos veces más hasta oír pasos en el interior. Entonces el pomo giró y apareció Aidan Thyer pestañeando.
Por Dios, Reavley! ¿Sabe qué hora es? —inquirió. Su rostro largo y pálido aún estaba aturdido por el sueño y el pelo rubio le caía sobre la frente. Miró el batín de Joseph y sus pies descalzos y subió la vista de inmediato, parpadeando con inquietud—. ¿Qué sucede? ¿Algo va mal?
—Han matado a Sebastian Allard de un tiro —respondió Joseph. En cierto modo las palabras otorgaron una espantosa realidad a la pesadilla. El mero hecho de comunicar el suceso aumentaba la sensación de que era cierto. Al advertir la confusión de Thyer comprendió que éste no había captado que Joseph se refería a un acto de violencia mental además de física. No había empleado la palabra «asesinato», aunque eso era lo que quería decir—. Elwyn acaba de avisarme —agregó— . Si no le importa, entraré un momento.
—¡Oh! —Thyer reaccionó avergonzado—. Sí, claro. Disculpe. —Abrió la puerta de par en par y retrocedió.
Joseph entró y agradeció pisar una alfombra después de las piedras frías del sendero. No se había dado cuenta, pero estaba temblando.
—Vayamos al estudio —propuso Thyer.
Joseph cerró la puerta principal y lo siguió. Se sentó en uno de los grandes sillones mientras Thyer le servía una generosa copa de coñac de una botella del aparador y se la ofreció, antes de volverse y llenar una segunda para él.
—Cuénteme lo que ha ocurrido —pidió—. ¿Dónde estaban?
—Echó un vistazo al reloj de caoba de la repisa de la chimenea—. El pobre Elwyn debe de estar descompuesto. ¿Quiénes más se hallaban presentes? —Cerró los ojos un instante—. Por el amor de Dios, ¿cómo se las han arreglado para disparar a un compañero?
Joseph no sabía a ciencia cierta qué se imaginaba Thyer. ¿Prácticas de tiro, un trágico descuido?
—En su habitación —contestó—. Debió de levantarse muy temprano para estudiar. Es..., era uno de mis mejores estudiantes. —Procuró tranquilizarse. Tenía que ceñirse a lo práctico, apartar de su mente los aspectos personales—. Estaba en su butaca, a solas, salvo por la persona que le disparó. Las ventanas se encontraban cerradas y con el cerrojo echado, y no hay indicios desque hayan forzado la puerta. Un único disparo, en un lado de la cabeza, pero el arma no está allí.
Thyer, cuyo rostro se crispó, agarró con fuerza los brazos de su asiento. Se inclinó un poco hacia delante.
—¿Qué me está diciendo, Joseph?
—Que alguien le pegó un tiro y se marchó llevándose el arma consigo —contestó Joseph—. Es la única explicación que veo.
¿Cómo era posible que en el espacio de dos semanas hablara de asesinato como un entendido?
Thyer permaneció inmóvil por unos instantes. Joseph oyó un frufrú a sus espaldas y al volverse vio a Connie en el umbral de la puerta abierta, con la morena cabellera suelta sobre los hombros y envuelta en un salto de cama de satén claro que la cubría del cuello a los pies.
Ambos hombres se levantaron.
—¿Qué sucede? —preguntó Connie en voz baja. Su rostro denotaba preocupación, lo que hacía que pareciese más joven y mucho más vulnerable que la hermosa mujer segura de sí misma que solía mostrar en público. Era la primera vez que Joseph la veía sin que ella interpretara, por encima de todo, el papel de esposa del director.
»Profesor Reavley, ¿se encuentra bien? —preguntó con inquietud—. Tiene mala cara. Me temo que estos últimos tiempos han sido muy duros para usted. —Entró en la habitación, pasando por alto el hecho de que en realidad no iba vestida adecuadamente para recibir a nadie—. Si molesto, díganmelo, por favor. Pero si puedo ayudar en algo..., lo que sea...
Joseph fue consciente de la calidez que irradiaba aquella mujer, no sólo por su proximidad física, el leve perfume de su pelo y su piel y el deslizarse de la seda al moverse, sino por la dulzura de su rostro, por su comprensión de lo que significaba sufrir.
—Gracias, señora Thyer —dijo Joseph intentando sin éxito esbozar una sonrisa—. Me temo que ha ocurrido algo espantoso. Yo...
—No hay nada que puedas hacer al respecto, querida —lo interrumpió Thyer. Joseph tuvo la sensación de que había cometido una torpeza. Sin embargo, carecía de sentido protegerla de la realidad. En cuestión de horas todo St. John's estaría al corriente.
—¡Tonterías! —replicó Connie con brusquedad—. Siempre hay cosas que hacer, aunque sólo sea velar por la continuidad de la vida doméstica. Pase lo que pase, no podemos dejar de comer y ponernos ropa limpia, y de nada sirve tener al servicio desconcertado. ¿Qué es lo que ha sucedido?
El rostro de Thyer se endureció.
—Han matado a Sebastian Allard. Según parece, hay que descartar que se trate de un accidente.
La miró con expresión contrita y la vio palidecer.
Joseph se acercó a ella y por poco perdió el equilibrio al tender las manos para sostenerla, notando que los músculos de sus brazos se tensaban con una fuerza sorprendente.
—Gracias, profesor Reavley —dijo Connie con voz muy baja pero haciendo gala de un dominio casi absoluto de sí misma—. Estoy bien. ¡Qué horror! ¿Se sabe quién es el responsable?
Thyer también avanzó hasta ella, aunque se abstuvo de tocarla.
—No. Eso es precisamente lo que Joseph espera que hagamos, avisar a la policía, ¿me equivoco?
—Es inevitable, señor director —contestó Joseph, dejando caer los brazos a los costados—. Y si me disculpan, tengo que ir a ver de qué modo puedo consolar a Elwyn. El decano... —no terminó la frase.
Thyer salió al vestíbulo, donde había un teléfono sobre una mesa accesoria. Levantó el auricular y Joseph le oyó pedir a la operadora que lo pusiera con la comisaría.
Connie miró fijamente a Joseph tratando de hallar alguna respuesta al miedo que ya anidaba en su interior.
—A veces... —comenzó, y se dio cuenta de que no sabía cómo seguir. Ella contaba con que él, como hombre que predicaba la fe en Dios, se lo explicara en términos que tuvieran sentido. Recordó de pronto las frases idiotas que la gente le había dicho tras la muerte de Eleanor, alusiones a que la voluntad divina escapaba a la comprensión de los hombres, que la obediencia radicaba en la aceptación y cosas por el estilo. Entonces le parecieron sin sentido y ahora incluso más, dado que se trataba de un acto violento deliberado y personal.
»No lo sé —admitió, percibiendo desconcierto en el rostro de Connie. Con aquello no bastaba—. Aunque tiene usted razón —se obligó a mostrarse seguro—. Es preciso que cumplamos con los deberes de la vida cotidiana para darnos apoyo mutuo. Aprecio su sensatez. Los estudiantes que están aquí se sentirán acongojados. Por su bien, no podemos perder la cabeza. Resultará muy desagradable tener a la policía aquí haciendo preguntas, pero hemos de pasar por ello con tanta dignidad como sea posible.
Connie, al parecer más serena, esbozó una sonrisa.
—Por supuesto. Si tenía que ocurrir algo tan espantoso, no sabe lo mucho que me alegra el que se encuentre usted aquí. Usted siempre capta el meollo de las cosas, otras personas no ven más allá de la superficie.
Joseph se sintió incómodo. Connie había visto en él más de lo que realmente había. Ahora bien, si eso la confortaba, no se permitiría la sinceridad de negarlo.
—Es algo bueno tener algo que hacer, ¿verdad? —prosiguió ella con un dejo de ironía—. Alguien a quien ayudar. Así te concentras en su dolor y no en el tuyo. Qué sabio es usted. Eso al menos nos permitirá soportar los peores momentos con entereza y honor. Mejor será que me vista. Imagino que la policía se presentará aquí de inmediato. El director informará a la familia de ese pobre muchacho y debo procurarles alojamiento aquí, por si deciden quedarse. Por suerte, en esta época del año hay un montón de habitaciones vacías. —Soltó una risilla nerviosa—. Práctica y hogareña como de costumbre. No se me ocurre qué decirle a una mujer cuyo hijo ha sido... ¡asesinado!
Joseph pensó en Mary Allard y en lo mucho que la consumiría la aflicción. Ninguna madre soporta la muerte de un hijo, pero Mary amaba a Sebastian con un orgullo desmedido. Veía en él cuanto alimentaban su ambición y sus sueños.
¡Qué poco le costaba comprenderla! Sebastian poseía una fuerza de espíritu que encendía no sólo su propia visión del mundo sino también la de los demás. Había hecho mella en sus vidas tanto si lo deseaban como si no. Resultaba imposible creer que su mente ya no existía. ¿Cómo iba a soportarlo Mary Allard?
—Sí —dijo, volviéndose hacia ella con súbito apremio—. Tendrá que atenderlos... y no darse por aludida ni mostrarse consternada si manifiestan esa clase de dolor que a veces, por descuido, hiere al prójimo sin querer... o incluso adrede. En ocasiones, cuando nos hallamos sumidos en la aflicción arremetemos contra quien está más a mano... Es como si la furia lo hiciese todo más llevadero...
Aquello era terriblemente cierto y, sin embargo, no lo dijo movido por su propia pasión sino sirviéndose de los lugares comunes al uso que venía utilizando desde hacía años. Se avergonzaba de sí mismo pero no sabía qué otra cosa decir. Si abría su corazón permitiría que Connie viera la ira y la confusión que anidaban en su fuero interno, y eso no se lo podía permitir. La ferocidad de sus sentimientos le repugnaría, llegando tal vez a asustarla.
—Ya lo sé... —Connie sonrió con suma dulzura—. No hace falta que me lo diga... ni que se preocupe por ellos. —Habló como si Joseph hubiese respondido a su necesidad—. Gracias...
Joseph tenía que escapar antes de echar a perder la gracia del juicio de Connie.
—Gracias a usted. Voy a ver qué más puedo hacer.
Se disculpó y se marchó, todavía descalzo y sintiéndose ridículo a plena luz del día. No había sido capaz de dar una sola respuesta, al menos guiado por la fe. Se había limitado a dar consejos de sentido común. Ocúpese de lo que pueda. Haga lo que esté en su mano.
Cruzó el pasadizo abovedado hasta su patio. Dos estudiantes que regresaban de una sesión matutina de ejercicio lo miraron divertidos conteniendo la risa. ¿Acaso se figuraban que regresaba en pijama después de una cita? En otro momento se habría ocupado de sacarlos de dudas, pero ahora las palabras murieron en su boca. Era como si existiesen dos realidades paralelas, brillantes como cristales rotos, una en la que la muerte era violenta y terrible, el olor de la sangre llenaba la garganta y las imágenes flotaban ante los ojos, incluso cuando estaban cerrados, y que habría dado cualquier cosa con tal de olvidar, y otra en la que meramente aparecía ridículo deambulando en batín.
No se atrevió a hablarles por miedo a informarles a gritos de la espantosa verdad. Oía su propia voz alzándose descontrolada dentro de su cabeza.
Corrió con torpeza para salvar el último trecho hasta el portal y luego escaleras arriba, y al llegar a su habitación cerró la puerta dando un portazo.
Se plantó en medio de la habitación, jadeando. Debía recobrar el dominio de sí mismo. Había cosas que hacer, obligaciones, que siempre resultaban de ayuda. En primer lugar, acabar de afeitarse y vestirse. Tenía que presentar un aspecto respetable. Se sentiría mejor. ¡Y comer algo! Sólo que sentía un nudo en el estómago y la garganta le dolía tanto que sería incapaz de tragar.
Se quitó el batín.
El día era caluroso y, sin embargo, tenía frío. Olía a sangre, y a miedo, como si estuviera bañado en ella.
Con sumo cuidado, pues tenía las manos agarrotadas, abrió el grifo del agua caliente y se lavó. Luego se miró en el espejo. Los ojos negros le devolvían la mirada desde encima de los pómulos altos, la prominente nariz un poco aguileña y la personalísima boca. La piel se veía gris, incluso a través de la barba a medio afeitar.
Terminó de afeitarse con mucho cuidado y aun así no pudo evitar cortarse. Se puso una camisa limpia y sus dedos no conseguían encontrar los botones ni pasarlos por los ojales.
¡Todo resultaba absurdo, ridículo! Los estudiantes habían supuesto que regresaba de un encuentro amoroso. ¿Con semejante aspecto? Era un hombre atrapado en una pesadilla. Y, sin embargo, había sido tan consciente de Connie Thyer... su afectuosa acogida, la dulzura de su olor, su proximidad. ¿Cómo era posible que pensase en eso ahora?

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