sábado, 18 de febrero de 2012

Libro: Anne Perry (Las Tumbas del Mañana) Parte 3/5 [Primer Guerra Mundial]


¡Porque estaba, obvia y desesperadamente, solo! Habría dado cualquier cosa por tener a Eleanor allí, estrecharla entre sus brazos, dejar que lo sostuviera, que aliviara su pesar compartiendo con él la pérdida.
Sus padres habían muerto aplastados por culpa de un documento. ¡Y ahora Sebastian! Su cerebro destruido, hecho trizas por un impacto de bala.
Todo estaba desvaneciéndose, todo lo que era bueno y valioso y que daba luz y sentido. ¿Qué quedaba que aún se atreviera a amar? ¿Cuánto tardaría Dios en destruirlo y arrebatárselo?
Jamás volvería a permitir que sucediera. No estaba dispuesto a sufrir otro revés como aquél. Se veía incapaz de exponerse de nuevo al dolor.
La costumbre le dijo que no era culpa de Dios. ¿Cuántas veces lo había explicado a otras personas con el alma destrozada por algo que no podían soportar?
¡Sí que lo era! ¡Podría haber hecho algo! Sino. era capaz, ¿de qué le servía ser Dios?
Y la fría voz de la razón decía: «Dios no existe. Estás solo.» Ésa era la peor de todas las verdades: la soledad. Aquella palabra constituía una especie de muerte.
Permaneció quieto, de pie, por espacio de varios minutos, sin ningún pensamiento coherente en la cabeza. Poco a poco dejó de sentir frío. Estaba demasiado enojado. Alguien había matado a John y Alys Reavley y él no tenía recursos para averiguar quién o por qué. Allí fuera, en el mundo, se tramaba una conspiración, a saber de qué alcance.
Lo asaltaron recuerdos de entretenidas mañanas trabajando en el jardín, de John contando chistes interminables, del olor almizclado del muguete, de Hannah cepillando el pelo de Alys, de cenas de domingo.
Se apoyó contra la repisa de la chimenea y lloró, renunciando por fin a contenerse y dejándose llevar por la aflicción.
*   *   *
A media mañana seguía presentando el rostro ceniciento pero había recobrado la serenidad. La asistenta, una mujer mayor que se encargaba de limpiar y arreglar las habitaciones de aquella escalera, había pasado por la suya, temblorosa y llorosa, y había llevado a cabo su tarea. La policía había llegado, encabezada por un tal inspector Perth, un hombre de aspecto muy corriente, de estatura normal, con entradas, unas cuantas canas y los dientes, de los que le faltaban dos, torcidos. Hablaba con calma pero se desenvolvía con una determinación inquebrantable, y aunque se mostró amable con los afligidos y nerviosos estudiantes, no permitió que ninguna de sus preguntas quedara sin contestar.
En cuanto averiguó que el decano se encontraba ausente, en Italia, y que Joseph era clérigo, le pidió que se quedara cerca.
—Quizá me sirva de ayuda —dijo, asintiendo con la cabeza. No explicó si pensaba que así sería más probable que los estudiantes di—j eran la verdad o si quería contar con él para consolar a los afligidos.
»Al parecer nadie entró ni salió durante la noche —dijo Perth, mirando a Joseph con sus penetrantes ojos grises. Estaban solos en el pabellón del bedel, tras mandar a Mitchell a hacer un recado—. Nadie ha forzado la entrada. Mis hombres han recorrido todo el recinto. Lo lamento, padre, pero parece que a su joven señor Allard, el muerto, se entiende, le disparó alguien que estaba dentro de este colegio. El forense quizá sepa decirnos a qué hora, pero eso no cambia las cosas en cuanto a quiénes se encontraban aquí. Estaba levantado, vestido y concentrado en sus libros...
—Le he tocado la mejilla — interrumpió Joseph—. Cuando he ido a ver qué ocurría. No estaba fría..., quiero decir.., no del todo.
Se estremeció al recordarlo. De eso hacía tres horas. Ahora ya estaría frío. El espíritu, los sueños y la sed de aprender que lo hacían excepcional se habrían disuelto en... ¿qué? Sabía de sobras cuál se suponía que era la respuesta..., pero en su fuero interno ningún ardor la corroboraba.
Perth asentía con la cabeza, mordiéndose el labio inferior.
—Eso encaja. A juzgar por lo que me han explicado, diría que la víctima conocía a su asesino. Usted conocía al joven caballero, padre. ¿Era la clase de muchacho que dejaría entrar a un desconocido a esas horas, creemos que hacia las cinco y media, mientras se encontraba estudiando?
—No. Se trataba de un estudiante muy serio —respondió Joseph—. Semejante intromisión le habría molestado. Normalmente nadie pasa a visitar a un compañero antes del desayuno, salvo en caso de emergencia.
—Lo suponía —convino Perth—. Hemos registrado la habitación y el arma no está allí. Inspeccionaremos todo el colegio, por supuesto. No parece que haya ofrecido resistencia. Todo indica que lo cogieron desprevenido. Alguien en quien confiaba.
Joseph había pensado lo mismo, pero hasta ese momento no lo había expresado con palabras. Resultaba indescriptiblemente horrible.
Perth lo miraba fijamente.
—He hablado con unos cuantos estudiantes, padre. Les he preguntado si han oído un disparo, puesto que lo ha habido. Un muchacho asegura que oyó un estrépito, aunque no le hizo más caso. Pensó que sería algo en la calle, un coche tal vez, y no sabe qué hora era. Se volvió en la cama y siguió durmiendo. —Perth se mordió otra vez el labio inferior—. Y a nadie se le ocurre un motivo, o al menos no lo reconocen. Todos se muestran sorprendidos. Pero aún es pronto. ¿Sabe de alguien que se peleara con él, por celos, quizá? Era un joven muy apuesto. Inteligente, también, según afirman, buen estudiante, uno de los mejores. Licenciado con matrícula de honor, tengo entendido.
Su expresión era cuidadosamente indescifrable.
—¡No se mata a un compañero porque te eclipse intelectualmente! —espetó Joseph con mayor brusquedad de la debida. Estaba siendo grosero sin poder remediarlo. Las manos le temblaban y tenía la boca seca. Le costaba respirar con normalidad.
—¿Ah, no? —dijo Perth, sentándose en el borde del escritorio del bedel—. ¿Por qué se mata entonces, padre? A jóvenes caballeros como éstos —prosiguió, tenso—, con todas las ventajas del mundo y la vida entera por delante... —Con un ademán invitó a Joseph a tomar asiento—. ¿Qué podría empujar a uno de ellos a coger una pistola, ir a la habitación de un compañero antes de las seis de la mañana y dispararle en la cabeza? Tiene que haber sido un motivo de peso, padre, algo para lo que no cupiera otra actitud.
A Joseph le flaquearon las piernas y se desplomó en la butaca.
—Ha sido un acto premeditado —continuó Perth—. Alguien se ha levantado aposta y se ha procurado un arma, y no ha existido pelea, o de lo contrario no habríamos encontrado al señor Allard sentado tranquilamente, sin un libro fuera de sitio. —Se detuvo y aguardó, mirando a Joseph con curiosidad.
—No lo sé —dijo Joseph.
La tremenda enormidad de los hechos caía sobre él con un peso tan opresivo que apenas si le permitía respirar. Joseph pasó revista mentalmente a los estudiantes más próximos a Sebastian. ¿A quién habría dejado pasar éste a semejantes horas para conversar en lugar de decirle que regresara a una hora más prudencial? A Elwyn, por descontado. Pero ¿por qué iba Elwyn a querer verlo tan temprano? Joseph no se lo había preguntado, pero seguro que Perth lo haría.
Nigel Eardslie. Él y Sebastian compartían el interés por la poesía griega. Eardslie era más erudito en lo que a la lengua se refería, conocía un vasto vocabulario, pero tenía menos intuición para el ritmo y la musicalidad, así como para la sutileza de la cultura. Formaban un buen equipo y disfrutaban colaborando el uno con el otro, hasta el punto de que a menudo—publicaban conjuntamente el resultado de su trabajo en la revista del colegio. Si Eardslie también se había levantado temprano para estudiar y había encontrado un verso o una frase especialmente bueno, uno que captara pero no del todo, no habría dudado en molestar a Sebastian, incluso a esa hora.
Ahora bien, Joseph no iba a decirle eso a Perth, al menos por el momento.
También estaban Foubister y Morel, buenos amigos entre sí, con quienes Sebastian y Peter Rattray solían juntarse para jugar a tenis. Rattray era un entusiasta del debate, y él y Sebastian habían pasado muchas noches enfrascados en discusiones para gran regocijo de ambos. Aunque eso no parecía un motivo para ir a la habitación de nadie tan temprano.
¿Quién más había? se le ocurrieron al menos otros seis, todos ellos aún en el colegio por una razón u otra, aunque no se imaginó a ninguno acariciando pensamientos violentos, y mucho menos llevándolos a la práctica.
Perth lo observaba sin que al parecer le importara aguardar, paciente como un gato ante una ratonera.
—No tengo ni idea —repitió Joseph con un gesto de impotencia, consciente de que Perth sabría que estaba siendo evasivo. ¿Cómo era posible que un hombre formado para prestar asistencia espiritual al prójimo, que vivía y trabajaba con un grupo de estudiantes, fuese totalmente ciego ante una pasión tan intensa como para conducir al asesinato? Semejante terror u odio no surgía de la nada ni de un día para otro. ¿Cómo era posible que no se hubiera dado cuenta?
—¿Cuánto tiempo lleva usted aquí, padre? —preguntó Perth. Joseph notó que se sonrojaba, el calor casi le dolía en el rostro. —Poco más de un año.
Tendría que haberlo visto y no había hecho más que negarse a reconocer lo evidente. ¡Qué estúpido! ¡Era un auténtico inútil!
—¿Y enseñaba usted al señor Sebastian Allard? Y a su hermano, el señor Elwyn, ¿le enseñaba también?
—Durante un tiempo. Latín. Lo dejó.
—¿Por qué?
—Lo encontraba difícil y consideró que no lo necesitaba para su carrera. Tenía razón.
—Así pues, ¿no es tan inteligente como su hermano?
—Muy pocos lo son. Sebastian poseía un talento excepcional. Hubiese... —Las palabras se le atragantaron. Sin previo aviso, la realidad de la muerte volvió a envolverlo. La dorada promesa de futuro que había visto para Sebastian ya no existía, como si la noche hubiese tapado el día. Tuvo que hacer una pausa para recobrar el dominio de sí mismo antes de seguir hablando—o. Le aguardaba una brillante carrera —concluyó.
—¿Como qué? —Perth enarcó las cejas.
—Como lo que quisiera.
—¿Como profesor? —Perth frunció el entrecejo—. ¿Como sacerdote?
—Como poeta, o filósofo. En el Gobierno, si así lo deseara.
Perth se mostró sumamente perplejo.
—Muchos de nuestros dirigentes más importantes comenzaron su carrera con una licenciatura en lenguas clásicas —explicó Joseph—. El señor Gladstone constituye el ejemplo más obvio.
—¡Vaya, no lo sabía! —Estaba claro que para Perth resultaba incomprensible.
—No me he explicado bien —prosiguió Joseph—. En la universidad siempre hay quienes son más brillantes que quienes poseen un talento espectacular para un campo concreto. Si no lo sabes al ingresar, seguro que lo aprendes enseguida. Aquí todos los estudiantes están dotados del talento y la inteligencia necesarios para triunfar, siempre y cuando se apliquen. No conozco a ninguno lo bastante tonto para sentir más que un momento pasajero de envidia ante una mente superior.
Lo dijo con absoluta certeza, y sólo al reparar en la expresión de Perth cayó en la cuenta de lo condescendiente que parecía, aunque ya era tarde para retractarse.
—De modo que no ha notado nada extraño —observó Perth. Resultaba imposible decir si era sincero, o lo que pensaba de un profesor y sacerdote capaz de ser tan ciego.
Joseph se sintió como un alumno novato al que reprenden por una equivocación estúpida.
—Nada que a mi juicio pudiera conducir más que a un distanciamiento pasajero..., a una cierta frialdad en el trato —se defendió—. Los jóvenes son emotivos, están muy unidos a veces. Los exámenes...
Se le apagó la voz, pues no sabía qué más añadir. Estaba intentando explicar una cultura y un estilo de vida a un hombre que era totalmente ajeno a aquel mundo. El abismo entre un estudiante de Cambridge y un policía era insalvable. ¿Cómo iba Perth a comprender las pasiones y sueños que impelían a los hijos de familias privilegiadas y en la mayor parte de casos acaudaladas, muchachos cuyas dotes intelectuales eran lo bastante sobresalientes para ganarse una plaza allí? Él debía de proceder de un hogar común y corriente donde estudiar constituía un lujo, donde el dinero nunca alcanzaba, donde la necesidad era una fiel compañera que pisaba los talones al trabajo.
Sintió escalofríos al caer en la cuenta de que Perth, inevitablemente, sacaría conclusiones erróneas acerca de aquellos muchachos, interpretaría de forma incorrecta lo que dijeran e hicieran, confundiría sus motivos y culparía a la inocencia, sencillamente porque todo aquello le era del todo ajeno. Y el daño sería irreparable.
Y entonces, un instante después, su propia arrogancia le golpeó como un puñetazo. Él pertenecía a su mismo mundo, los conocía desde hacía un año como mínimo, los había visto casi a diario en la época de clases y, sin embargo, no había tenido la más remota idea de que se hubiese ido acumulando lentamente un odio tan grande hasta que había explotado con violencia letal.
Sin duda debió de haber indicios; los había tomado por inofensivos y no había comprendido su significado. Ojalá pudiese pensar que lo había hecho por amor al prójimo pero no era así. No haber visto la verdad denotaba, en el mejor de los casos, estupidez, y, en el peor, cobardía.
—Si puedo ayudarle en algo, cuente conmigo —dijo en tono humilde—. Ahora..., estoy... muy impresionado...
—Es lógico, padre —dijo Perth con sorprendente amabilidad—. Todo el mundo lo está. Nadie cuenta con que pueda ocurrirle algo así. Sólo le pido que si recuerda algo, o si algo le llama la atención, me lo comunique. Y, por supuesto, me figuro que hará cuanto esté en su mano para ayudar a los jóvenes caballeros. Algunos parecen muy abatidos.
—Sí..., naturalmente. ¿Hay algo...?
—Nada, padre —aseguró Perth.
Joseph le dio las gracias y se marchó, saliendo a la brillante e implacable luz del patio. Casi de inmediato topó con Lucian Foubister, que se veía muy pálido, con el oscuro cabello encrespado como si lo hubiese atusado más de la cuenta.
—¡Profesor Reavley! —exclamó–, ¡Piensan que lo ha hecho uno de nosotros! No puede ser verdad. Tiene que haber sido... —Se detuvo delante de Joseph, impidiéndole el paso. No sabía cómo pedir ayuda, pero sus ojos reflejaban desesperación. Procedía del norte de Inglaterra, de las afueras de Manchester, y estaba acostumbrado a las hileras de casas de ladrillo adosadas, sin jardín trasero, propias de las ciudades industriales, al agua fría y a los retretes comunitarios. Aquel mundo de rancia e intrincada belleza, de espacios abiertos y tiempo libre, lo había dejado atónito, cambiándolo para siempre. Nunca terminaría de pertenecer de veras a él, como tampoco lograría volver a ser quien había sido antes. Parecía más joven de los veintidós años que ya había cumplido, y más delgado de lo que Joseph recordaba.
—Me temo que al parecer ha sido así —dijo Joseph con delicadeza—. Quizá logremos dar con otra respuesta, pero no hay indicios de que haya entrado nadie, y Sebastian estaba sentado con toda calma en su butaca, lo cual indica que no temía a su agresor.
—Entonces tiene que haber sido un accidente —balbuceó Foubister—. Y... quienquiera que fuese está demasiado asustado para reconocerlo. Lo que me parece normal, la verdad. Pero lo dirá en cuanto se dé cuenta de que la policía piensa que se trata de un asesinato. —Calló de nuevo, buscando en los ojos de Joseph una señal tranquilizadora.
Joseph ansiaba creer aquella versión. Quien fuese responsable de tan trágico suceso debía de estar deshecho. Huir constituía un acto de cobardía, y estaría avergonzado, pero siempre sería mejor eso que cargar con un asesinato. Además, significaría que Joseph no había sido ciego ante el odio, pues en tal caso no habría habido ningún odio en el que reparar.
—Espero que estés en lo cierto —dijo con la mejor sonrisa que fue capaz de brindarle. Apoyó una mano en el brazo de Foubister—. Aguardemos hasta ver qué ocurre. Y no saques conclusiones precipitadas, sean buenas o malas.
Foubister asintió con la cabeza pero permaneció en silencio. Joseph lo observó alejarse deprisa hacia el otro extremo del patio. Con la misma certeza que si se lo hubiese dicho, supo que iba directamente a ver a su amigo Morel.
Gerald y Mary Allard llegaron antes de las doce, pues eran vecinos de Haslingfield, que quedaba a menos de siete kilómetros al sudoeste. La noticia debía de haberles llegado después de desayunar, y seguramente habían quedado demasiado atónitos para reaccionar de inmediato. Probablemente habían tenido que contárselo a distintas personas, quizás a un médico o a un sacerdote, así como a otros miembros de la familia.
Joseph temía el momento de encontrarse con ellos. Le constaba que Mary estaría abrumada por la pena, que sentiría la misma rabia contenida que él. Las palabras de consuelo que con tanta sinceridad le había dicho en el funeral de sus padres carecerían de significado cuando se las repitiera a ella, como entonces nada habían significado para él.
Puesto que le daba miedo, fue a su encuentro sin más dilación pocos minutos después de que su coche se detuviera ante la verja de St. John's Street. Vio que Mitchell los recibía con solemnidad, que estaban aturdidos y tensos por la herida reciente de la pérdida, y que los acompañaba a través de los dos patios hacia la casa del director. Joseph los alcanzó a pocos metros de la puerta principal.
Mary iba vestida de negro, con la falda manchada de polvo en el dobladillo, y llevaba un sombrero de ala ancha que ensombrecía su rostro velado. Junto a ella, Gerald presentaba el aspecto de un hombre que se esforzaba por soportar la mañana tras una noche de juerga y borrachera. Estaba pálido y demacrado, y tenía los ojos inyectados en sangre. Tardó un momento en reconocer a Joseph, y al hacerlo se acercó a él con paso vacilante, desentendiéndose por un instante de su esposa.
—¡Reavley! ¡Gracias a Dios que está usted aquí! ¿Qué ha sucedido? Nadie haría...
Dejó de hablar con un gesto de impotencia, sin saber qué agregar. Necesitaba ayuda, que alguien le dijera que aquello no era verdad liberándolo así de una aflicción que le resultaba insoportable.
Joseph le dio la mano y lo agarró fuertemente del brazo, aguantando parte de su peso cuando se tambaleó.
—No sabemos qué ha ocurrido —dijo con firmeza—. Al parecer ha sido alrededor de las cinco y media de esta mañana, y lo único que puedo confirmar por el momento es que ha sido muy, rápido, un par de segundos, como mucho. No ha sufrido.
Mary estaba delante de él. Sus ojos negros centelleaban incluso a través del velo.
—¿Se supone que eso debe consolarme? —inquirió con voz ronca—. ¡Está muerto! ¡Sebastian ha muerto!
Su pasión estaba demasiado encendida como para que Joseph pudiera hacer nada al respecto y, sin embargo, allí se encontraba él, de pie en medio del patio bajo el sol de julio, tratando de hallar unas palabras que constituyeran algo más que la mera constatación de su propia futilidad. No sabía cómo paliar la pérdida, ni la de ella ni la suya. ¿Dónde estaba el ardor de su fe cuando más lo necesitaba? Cualquiera podía creer sentado en el banco de una iglesia una tranquila mañana de domingo, cuando la vida era plena y segura. La fe sólo es real cuando entre uno y el abismo no hay nada más que un hilo oculto lo bastante fuerte para sostener el mundo.
—Sé que ha muerto, Mary —contestó Joseph—. No estoy en condiciones de decirle por qué ni cómo. Tampoco sé quién lo ha hecho ni si ha sido adrede o involuntariamente. Puede que lo averigüemos todo menos el motivo, pero llevará tiempo.
—¡Lo que quiero saber es el motivo! —exclamó ella con voz temblorosa a causa de la furia—. ¿Por qué Sebastian? Era... ¡encantador!
Joseph sabía que no sólo se refería a su rostro sino a la brillantez de su mente, a la fuerza de sus sueños.
—Sí que lo era —convino.
—¿Y por qué su Dios ha dejado que un estúpido, despreciable... —no se le ocurría una palabra lo bastante gruesa como para transmitir su odio— acabara con su vida? —espetó—. ¡Dígame por qué, reverendo Reavley!
—No lo sé. ¿Pensaba acaso que sería capaz de decírselo? Soy tan humano como usted, tengo la misma necesidad de aprender a tener fe y confianza, no...
—¿Confianza en qué? —lo interrumpió Mary, levantando airada la delgada mano—. ¿En un
Dios que me lo quita todo y permite que el mal aniquile el bien?
—Nada aniquila el bien —dijo Joseph, preguntándose si eso era cierto—. Si el bien nunca se viera amenazado, e incluso vencido en ocasiones, ya no habría ningún bien, pues con el tiempo se convertiría en poco más que sabiduría e interés personal. Si...
Mary le dio la espalda con impaciencia y se fue indignada hacia Connie Thyer, que aguardaba en el umbral de la casa del director.
—Lo siento —masculló Gerald, avergonzado—. Se lo está tomando... Yo... Francamente...
—No pasa nada —lo tranquilizó Joseph. Resultaba doloroso de ver y deseó ponerle fin por el bien de ambos—. Lo comprendo. Mejor será que se reúna con ella. Le necesita.
—No, no nos engañemos—dijo Gerald con amargura. Acto seguido se recompuso, se sonrojó y fue en busca de su esposa. Joseph se encaminó de regreso al primer patio y ya casi había llegado a él cuando vio a una segunda mujer, también con velo y de luto. Al parecer andaba perdida, pues se asomaba al pasadizo abovedado con vacilación. A juzgar por la gracilidad de su postura, era joven y, sin embargo, emanaba una dignidad y una seguridad innata que daban a entender que en otras circunstancias habría demostrado mucho más dominio de sí misma.
—¿Necesita ayuda? —preguntó Joseph, sorprendido aún de su presencia. No acertaba a figurarse qué podía estar haciendo en St. John's ni por qué Mitchell la había dejado entrar.
Ella se aproximó con evidente alivio.
—Gracias, es muy amable de su parte, señor...
—Reavley, Joseph Reavley —se presentó—. Me ha parecido que no estaba segura de hacia dónde ir. ¿Adónde se dirige?
—A la casa del director —contestó ella—. Tengo entendido que es el señor Aidan Thyer. ¿Estoy en lo cierto?
—Sí, pero me temo que en este momento está ocupado y me atrevo a aventurar que lo estará bastante rato. Lo lamento mucho, pero un acontecimiento inesperado ha cambiado los planes de todo el mundo. —No había ninguna necesidad de referirle la tragedia—. Le daré el recado que quiera en cuanto esté libre. ¿No le importaría fijar una cita para visitarlo en otra ocasión?
La joven se irguió.
—Estoy al corriente de los «acontecimientos», señor Reavley, si se refiere a la muerte de Sebastian Allard acaecida esta mañana, como me parece. Me llamo Regina Coopersmith. Era su prometida.
Joseph la miró fijamente como si le hubiese hablado en una lengua extranjera. ¡No podía ser posible! ¿Cómo era posible que Sebastian, el idealista apasionado, el erudito cuya mente bailaba al son de la música del lenguaje, se hubiese enamorado y prometido en matrimonio sin mencionarlo ni una sola vez?
Joseph miraba a Regina Coopersmith sabiendo que debería estar diciéndole lo mucho que lo sentía, ofreciéndole sus condolencias pese a que resultara imposible dar o recibir consuelo, pero su mente se negaba a aceptar sus palabras.
—Lo lamento, señorita Coopersmith—dijo con torpeza—. No lo sabía. —Tenía que añadir algo. Aquella muchacha aparentemente serena había perdido al hombre al que amaba en unas circunstancias atroces—. Acepte mi más sentido pésame.
Era sincero. Sabía lo que sentía al enfrentarse súbitamente a aquel abismo de soledad, sin ninguna clase de aviso. Todo lo que uno tenía se esfumaba en un instante. También le constaba que ninguna frase le serviría de nada.
—Gracias —contestó Regina esbozando una sonrisa.
—¿Me permite acompañarla a casa del director? Es por aquí. —Hizo un gesto hacia su espalda—. Confío que el portero se haya encargado de su equipaje.
—Sí, lo ha hecho. Agradezco su cortesía —repuso Regina.
Joseph se volvió y ambos regresaron al sendero adoquinado. La miró de reojo. El velo sólo le ocultaba el rostro en parte; la boca y el mentón quedaban claramente visibles. Sus rasgos eran marcados, más agradables que delicados. Emanaba dignidad y determinación, pero en modo alguno pasión. ¿Qué había hecho que Sebastian se enamorara de ella? ¿Acaso era la que Mary Allard había elegido para su hijo en lugar de haberlo hecho él mismo? Tal vez fuese rica y estuviera bien relacionada con las familias del condado. En tal caso daría a Sebastian la seguridad y el lustre precisos para emprender una carrera como poeta y filósofo, lo que no solía proporcionar por sí solo esa clase de cosas.
O bien existían aspectos enteros del carácter de Sebastian que Joseph había dado equivocadamente por supuestos.
El sol del mediodía, intenso y ardiente, pintaba sombras con perfiles recortados semejantes a las afiladas realidades del saber.
*   *   *


5
En una silenciosa casa de Marchmont Street, un hombre a quien gustaba que aquellos en quienes confiaba lo llamaran «el Conciliador» estaba de pie junto a la repisa de la chimenea de su sala de estar del piso superior, mirando con ira no disimulada la rígida figura que tenía delante de él.
—¡Registró su despacho y no encontró nada! —masculló.
—Nada de interés para nosotros —puntualizó el otro hombre. Hablaba inglés con absoluta desenvoltura aunque sin expresiones coloquiales—. Atañían a asuntos que ya conocemos. El documento no estaba allí.
—Pues tampoco estaba en casa de los Reavley —dijo el Conciliador—. Fue registrada a conciencia.
—¿De veras? —preguntó el otro con escepticismo—. ¿Cuándo?
—Durante el funeral —contestó el Conciliador, haciendo patente un peligroso mal genio en su voz. No le gustaba que lo cuestionaran, y menos aún un sujeto de rango bastante inferior. Sólo el respeto por su primo lo llevaba a tolerar a aquel hombre hasta el punto en que lo hacía. Al fin y al cabo, se trataba del aliado de su primo.
—Bueno, usted tiene la copia que Reavley llevaba consigo —señaló el hombre—. Seguiré a su hijo. Si sabe dónde está, la encontraré.
El Conciliador, con su porte elegante, daba la impresión, a primera vista, de sentirse muy a gusto. No obstante, un observador perspicaz habría reparado en que tenía los nudillos blancos y en que la tensión de su cuerpo era tal que la tela de la chaqueta le tiraba a la altura de los hombros.
—No hay tiempo —dijo con un tono gélido—. Los acontecimientos no van a aguardar. ¡Si no se da cuenta de eso es que es idiota! Tenemos que utilizarlo en los próximos días, de lo contrario será demasiado tarde. Una semana, dos a lo sumo.
—Una copia...
—¡Tengo que tener las dos! ¡No puedo presentarle una! —Conseguiré otra —propuso el hombre.
El Conciliador palideció.
—¡No puede!
El otro hombre se enderezó como para marcharse.
—Volveré a ir esta noche...
—Será inútil. —El Conciliador levantó la mano—. El káiser está furioso. No encontrará nada. Puede que incluso pierda lo que tenemos —pronunció estas palabras con el inconfundible tono de una orden.
El otro hombre inspiró y espiró lentamente varias veces pero no discutió. Su rostro mostraba enojo y frustración, aunque no contra el hombre conocido como el Conciliador sino contra las circunstancias que se veía obligado a aceptar.
—¿Se encargó del otro asunto? —preguntó el Conciliador. Su voz era poco más que un susurro, su rostro estaba transido de dolor.
—Sí —contestó el hombre.
—¿Cómo consiguió hacerse con él? —preguntó el Conciliador con ceño.
—Él fue quien lo escribió —respondió el otro.
—¿Que lo escribió? —inquirió imperioso el Conciliador.
—Esas cosas tienen que estar escritas a mano —explicó el hombre—. Lo exige la ley.
—¡Maldita sea! —exclamó el Conciliador. Fueron sólo dos palabras, pero tan cargadas de pasión como si se las hubiesen arrancado haciéndole daño. Se inclinó un poco hacia delante, con los hombros encogidos y los músculos en tensión—. ¡No tendría que haber ocurrido de ese modo! ¡No debimos permitirlo! ¡Reavley era un buen hombre, la clase de persona que necesitamos con vida!
—No tiene remedio —explicó el otro con resignación.
—¡Pues debió tenerlo! —replicó el Conciliador, sin disimular su resentimiento—. Tenemos que hacer las cosas mejor.
—Lo intentaremos —repuso el otro con una mueca.
A última hora de la tarde del sábado Matthew fue en coche de Londres a St. Giles. Había sido una jornada desagradable, no por una causa que tuviera prevista, como noticias frescas sobre Irlanda o los Balcanes, sino por un problema interno cada vez más apremiante. Habían encontrado una bomba con la mecha encendida dentro de una iglesia en el corazón de Westminster. Al parecer había sido obra de un grupo de mujeres que luchaban de manera cada vez más violenta para que les concedieran el derecho al voto.
Por suerte no había que lamentar heridos, pero el daño que habría podido causar el artefacto resultaba sumamente alarmante. Como consecuencia de ello Matthew había tenido que abandonar su investigación acerca de Blunden y las armas políticas que cabía utilizar contra él. En su lugar, se había ocupado todo el día de mejorar la seguridad en Londres, por lo que tuvo que pedir permiso a Shearing para marcharse, algo que no habría sido necesario en fin de semana.
La sensación de alivio que experimentó al salir del calor y el encierro de la ciudad a bordo del coche fue tan excitante como escapar del cautiverio. Se sintió embriagado al pisar con fuerza el acelerador y lanzar el Talbot Sunbeam a toda velocidad por la carretera.
Hacía buen tiempo, otro atardecer dorado con grandes nubes amontonándose en el este y el sol resplandeciendo en ellas hasta que fueron alejándose, como blancos galeones con el velamen desplegado, hacia el horizonte. Debajo de ellas los campos ya estaban listos para la cosecha.
La luz se intensificó en los cielos más abiertos del pantanal, casi inmóviles en el ámbar del ocaso.
Matthew se adentró en St. Giles, recorrió la calle mayor hasta más allá de la represa del molino y giró a la derecha en la calle que conducía a la casa. La señora Appleton salió a recibirlo a la puerta principal y se le iluminó la cara en cuanto lo vio.
—Oh, señorito Matthew, qué bien que haya venido. Se quedará, ¿verdad?
Retrocedió para abrirle paso, justo cuando Judith bajaba por la escalera, pues había oído el rechinar de los neumáticos del coche en la grava. Saltó el último par de escalones seguida de Henry, que le pisaba los talones con la cola en alto. Se arrojó al cuello de Matthew y le dio un rápido y estrecho abrazo. Acto seguido se apartó y lo miró más detenidamente.
—Sí, claro que me quedo —dijo él dirigiéndose a la señora Appleton por encima del hombro de Judith—. Al menos hasta mañana a la hora del almuerzo.
—¿Nada más? —inquirió Judith—. ¡Es sábado por la tarde, ahora! ¿Acaso esperan que trabajes todo el tiempo?
Matthew no se molestó en discutir, pues ya lo habían hecho antes y no era nada probable que se pusieran de acuerdo. Sentía una pasión por su trabajo que Judith seguramente nunca comprendería. Si algo iba a conseguir inflamar su voluntad y su imaginación lo bastante como para entregarse a ello de cuerpo y alma, lo cierto era que aún no lo había descubierto.
Saludó al perro y después siguió a su hermana hasta la sala de estar con su viejo y confortable mobiliario y la alfombra un tanto desgastada y descolorida por el tiempo. En cuanto hubo cerrado la puerta, Judith le preguntó si había descubierto algo.
—No —contestó Matthew, retrepándose en el sillón donde solía sentarse su padre. Le dio cierto apuro ocupar su sitio. No obstante, siempre lo había hecho cuando su padre estaba ausente, aunque en ese momento le pareció un gesto de apropiación. Sin embargo, sentarse en otro sitio hubiese resultado forzado, un cambio de hábitos sumamente absurdo, otra diferencia con el pasado que no tenía razón de ser.
Judith lo observaba con el entrecejo fruncido y un brillo de desafío en los ojos.
—Me figuro que lo estás intentando...
—En parte es por eso por lo que he venido este fin de semana..., y a verte a ti, por supuesto. ¿Has tenido noticias de Joseph? —preguntó Matthew.
—Un par de cartas. ¿Y tú?
—No he sabido nada de él desde que regresó a Cambridge.
La miró, tratando de descifrar sus sentimientos basándose en su expresión. Estaba sentada un poco de lado, con los pies encima del sofá, de un modo que Alys siempre le criticaba advirtiéndole que era impropio de una dama. ¿Se sentiría tan serena como aparentaba, con el pelo peinado hacia atrás mostrando su frente tranquila, las tersas mejillas y la boca ancha y vulnerable?
¿O acaso la emoción estaba contenida en su interior, demasiado tierna para mostrarla, aunque consumiéndola a su antojo? Era la única de ellos que seguía viviendo en la casa. ¿Cuántas veces habría bajado la escalera, asustándose al constatar que no había nadie a quien decir «buenos días», aparte de la señora Appleton? ¿Oiría el silencio, las voces desaparecidas, los pasos? ¿Imaginaría los detalles de la vida familiar, el olor a tabaco de pipa, la puerta del estudio cenada para indicar que no había que interrumpir a John? ¿Aguzaría el oído para oír a Alys cantando ensimismada mientras arreglaba unas flores y desempeñaba las docenas de otras pequeñas tareas que demostraban que en aquella casa vivía alguien que amaba su hogar y que era feliz en él?
Él podía escapar. Su vida en Londres era exactamente igual que antes salvo por las escasas llamadas telefónicas y las visitas a sus padres. Toda la diferencia radicaba en su interior. Se trataba de un conocimiento que podía dejar de lado cada vez que era preciso.
Para Hannah también sería así, igual que para Joseph. Ellos también le preocupaban, aunque de otra manera. Hannah contaba con el consuelo de Archie, y sus hijos la necesitaban y ocupaban su tiempo.
El caso de Joseph era distinto. Desde la muerte de Eleanor, algo en su fuero interno se había alejado de las emociones para esconderse en la razón. Matthew había crecido con Joseph, que era siete años mayor y siempre había parecido más inteligente, sabio y perspicaz. Solía decirse a sí mismo que con el tiempo se pondría a su altura, pero ya eran adultos y comenzaba a pensar que tal vez Joseph poseyera un intelecto extraordinariamente dotado. Comprendía con suma facilidad cuestiones que a los demás les costaba un gran esfuerzo. Alzaba el vuelo con el pensamiento hasta regiones que la mayoría de la gente a duras penas imaginaba.
Aunque también había en ello una evasión de la realidad, sobre todo de ciertas clases de dolor, y en el transcurso del último año se había escapado casi por completo. Matthew había visto en los ojos de su hermano, en fugaces momentos de descuido, que éste era consciente de ello.
Judith lo observaba, aguardando que prosiguiese.
—He estado muy ocupado últimamente —dijo él—. La gente no piensa en otra cosa que en Irlanda y, por supuesto, en el conflicto de los Balcanes.
—Lo de Irlanda lo comprendo, pero ¿por qué los Balcanes? —Judith enarcó las cejas—. La verdad es que no tiene nada que ver con nosotros. Serbia está muy lejos, al otro lado de Italia, por Dios. La idea es repugnante, pero me da la impresión que los austriacos sencillamente entrarán y tomarán lo que les plazca a modo de reparación y que castigarán a los responsables. ¿No es lo que suele pasar con las revoluciones, tanto si tienen éxito y consiguen derrocar al Gobierno como si son sofocadas? Caramba, cualquiera que piense que un par de asesinos serbios van a acabar con el Imperio austro—húngaro tiene que estar loco.
Pasó los pies al otro lado y se arrellanó en los cojines, abrazando uno en el regazo como si temiera que fuese a escapar si lo soltaba.
Henry se levantó de donde estaba tumbado y se acomodó más cerca de ella.
—No son ellos quienes lo harán —dijo en voz baja, preguntándose mientras hablaba si debía ir más allá. Sólo era especulación, un temor a la peor posibilidad.
—¿Quién, entonces? —preguntó Judith con ceño—. Pensaba que se trataba de un hatajo de jóvenes exaltados. ¿Acaso no es así?
—Todo indica que sí —convino Matthew—. La guerra es sólo el último eslabón de una cadena de posibles acontecimientos..., pero es casi seguro que alguien con sentido común tomará cartas en el asunto para evitarla. Aunque sean los banqueros. ¡Una guerra saldría muy cara!
Judith lo miró fijamente, con rostro inexpresivo.
—¿Por qué la mencionas, entonces? —inquirió.
Matthew se obligó a sonreír.
—Ojalá no lo hubiese hecho. Sólo quería que supieras que no estoy justificándome. No sé por dónde empezar. Iré a visitar a Robert Isenham mañana. Supongo que irá a misa. Lo veré después.
—¿Un domingo a la hora del almuerzo? —dijo Judith, sorprendida—. ¡No creo que le entusiasme la idea! ¿Qué quieres preguntarle, a todo esto?
Matthew meneó la cabeza esbozando una sonrisa.
—No voy a mostrarme tan franco. ¡Menuda detective estás hecha!
—¡Bueno, de acuerdo! —dijo Judith, tensa—. ¿Qué piensas que sabe?
Matthew volvió a ponerse serio.
—Tal vez nada, pero si padre se confió a alguien, probablemente fuese a Isenham. Quizá le comentó adónde iba a ir o con quién tenía previsto verse. No sé por dónde empezar, como no sea entrevistando a todos sus conocidos.
—Eso puede llevarte siglos. —Judith permaneció muy quieta y pensativa—. ¿Qué piensas que podría ser, Matthew? Quiero decir..., ¿de qué estaría al corriente papá? Las personas que traman grandes conspiraciones no van dejando documentos por ahí para que los encuentre por casualidad el primero que pase.
Matthew tuvo un escalofrío. Primero no supo muy bien a qué respondía, aunque, desde luego, a nada agradable. Entonces detectó en los ojos de su hermana un temor que ésta era incapaz de expresar con palabras.
—Me consta que no lo encontró por casualidad —contestó—. A no ser que perteneciera a alguien a quien conocía muy bien...
—Como Robert Isenham. —Judith acabó la frase por él—. ¡Ten cuidado! —Ahora su miedo saltaba a la vista.
—No padezcas —la tranquilizó Matthew—. No tiene nada de sospechoso que vaya a verlo. Tarde o temprano, lo haría. Era uno de los amigos más próximos de papá, al menos geográficamente. Sé que no estaban de acuerdo en muchas cosas, pero eso no quita que se apreciaran mutuamente.
—Puedes apreciar a una persona y aun así traicionarla —sentenció Judith, con más realismo del que Matthew hubiese imaginado que poseía—, siempre y cuando sea por una causa en la que creas con la suficiente pasión. Tienes que traicionar a los demás antes de traicionarte a ti mismo, llegado el caso. —Entonces, al ver la sorpresa reflejada en el rostro de Matthew, agregó—: Fuiste tú quien me lo dijo.
—¿De veras? No me acuerdo.
—Pues así es. La Navidad pasada. Yo no estuve de acuerdo contigo. Reñimos. Me dijiste que era una ingenua, que los idealistas ponen las causas por encima de todo. Me dijiste que adoptaba la típica actitud femenina de ver las cosas desde el punto de vista personal en lugar de tener una visión más amplia.
—De modo que no estás de acuerdo conmigo pero te permites citar mis palabras contra mí en una discusión, ¿eh? —replicó Matthew.
—En realidad sí que estoy de acuerdo contigo, sólo que entonces no quise admitirlo. Bastante gallito eres ya.
—Tendré cuidado.
Sonrió relajado y se inclinó hacia delante para tocarla un instante. Judith le estrechó con fuerza la mano.
La mañana siguiente amaneció nublada y la atmósfera, calurosa y húmeda, presagiaba tormenta. Matthew fue a misa, en buena medida porque quería encontrarse con Isenham como por casualidad.
El párroco le vio entre los fieles justo antes de comenzar el sermón. Kerr no era buen orador, y la presencia de alguien por quien sentía cierta responsabilidad le hizo perder la concentración. Se sentía incómodo, y fue obvio que recordaba la última vez que había visto a Matthew, a saber, en el funeral de sus padres. Entonces no había estado a la altura de las circunstancias, y le constaba que seguía sin estarlo.
Sentado en la quinta fila del fondo, Matthew casi podía notar el sudor que iba perlando la frente de Kerr sólo de pensar que tendría que enfrentarse a él después del oficio y buscar algo apropiado que decirle. Sonrió para sus adentros y le sostuvo la mirada con expectación. La única alternativa era marcharse, pero eso habría sido aún peor.
Kerr llegó penosamente hasta el final. Tras el último cántico y la bendición, fila tras fila la congregación salió en tropel al aire húmedo e inmóvil.
Matthew se acercó a Kerr y le estrechó la mano.
—Gracias, padre —dijo cortésmente. No podía marcharse sin hablar con él y tampoco quería que lo entretuviera y perder así la oportunidad de topar con Isenham—. He ido a casa para ver cómo seguía Judith.
—No pone un pie en la iglesia —contestó Kerr con pesar—. Quizá podrías hablar con ella. La fe es un gran consuelo en momentos como éste.
Fue una torpeza por su parte. No había otros «momentos como éste». ¿A cuántas personas les asesinaban los padres en un único crimen espantoso? Claro que, por descontado, Kerr no sabía que se trataba de un asesinato. Ahora bien, habida cuenta del carácter de Judith, ¡lo último que el pobre Kerr necesitaba era un encuentro con ella! se esforzaría desesperadamente por mostrarse amable, decir algo que resultara valioso, y ella se iría impacientando con él hasta dejarle bien claro que era un inútil.
—Sí, por supuesto —murmuró Matthew—. Le daré recuerdos de su parte. Gracias.
Al volverse para alejarse tuvo la sensación de que su madre o Joseph habrían dicho exactamente lo mismo. Y habrían hablado tan poco en serio como él.
Alcanzó a Isenham en el sendero a la altura de la entrada techada al cementerio contiguo a la iglesia. Resultaba fácil reconocerlo incluso desde atrás. Era de estatura mediana, aunque fornido y con el cabello rubio entrecano cortado al rape, y caminaba con aire arrogante.
Oyó llegar a Matthew aun cuando sus pasos apenas sonaban en la superficie de piedra. Se volvió y sonrió, tendiéndole la mano.
—¿Cómo estás, Matthew? ¿Más animado? —Fue una pregunta, aunque también una orden.
Isenham había servido veinte años en el ejército y combatido en la guerra de los Bóers. Creía firmemente en el valor del estoicismo. La emoción estaba muy bien, era incluso necesaria, pero uno jamás debía ceder ante ella, salvo en los momentos y lugares más íntimos, y aun entonces sólo brevemente.
—Sí, señor. —Matthew sabía a qué atenerse y quería que aquel encuentro le granjeara la confianza de Isenham para así enterarse de cuanto John Reavley le hubiera contado, aunque fuese de la forma más velada—. Lo último que habría querido nuestro padre hubiese sido que nos viniéramos abajo.
—¡Exacto! ¡Exacto! —convino Isenham con firmeza—. Gran hombre, tu padre. Todos lo echamos de menos.
Matthew aflojó el paso junto a él como si hubiese estado avanzando en la misma dirección, aunque, si tenía intención de dirigirse a su casa, en cuanto llegaran al final del sendero debería girar en sentido contrario.
—Ojalá le hubiese conocido mejor. —Lo dijo tan en serio que la vehemencia de su deseo se hizo patente en su voz, más de lo que hubiese querido. Se había propuesto llevar las riendas de aquella conversación—. Si no me equivoco, ustedes dos estaban muy unidos —prosiguió con más brío—. Resulta curioso lo diferente que la familia ve a una persona..., hasta que eres adulto, al menos.
Isenham asintió con la cabeza.
—Sí. Nunca me había detenido a pensarlo, pero creo que tienes razón. Es curioso, en efecto. Uno mira a sus padres con otros ojos, supongo.
Sin darse cuenta, apretó el paso.
Matthew le siguió el ritmo con facilidad, pues sus piernas eran un poco más largas.
—Usted probablemente haya sido la última persona con quien habló de verdad —continuó Matthew—. Yo no lo había visto el fin de semana anterior, Joseph tampoco, y Judith sale con tanta frecuencia...
—Sí... Me figuro que sí. —Isenham metió las manos en los bolsillos—. Corren malos tiempos. ¿Te has enterado de lo de Sebastian Allard? Qué espanto. —Titubeó por un instante—. Joseph estará muy disgustado por eso, también. Hizo mucho por ese muchacho. De hecho, me atrevería a decir que si no llega ser por los ánimos que le dio Joseph, ni siquiera habría ido a Cambridge.
—¿Se refiere a Sebastian Allard? —preguntó Matthew, confuso.
Isenham se volvió hacia él, deteniéndose en el camino justo donde éste se convertía en la larga avenida arbolada que conducía hasta a su casa.
—Oh, vaya. No te lo han dicho. —Se mostró un tanto avergonzado—. Seguramente pensaron que bastante tenías con lo tuyo. Sebastian Allard fue asesinado en Cambridge. En su mismo colegio... St. John's. Algo diabólico. Ocurrió ayer por la mañana. Acabo de enterarme por Hutchinson. Conoce—a los Allard desde hace años. Se han llevado un disgusto tremendo, como comprenderás. —Apretó los labios—. No cabe esperar que tú sientas lo mismo, por supuesto. Imagino que ya cargas con todo el pesar que puedes soportar ahora mismo.
—Lo lamento de verdad —dijo Matthew en voz baja. Reinaba un silencio absoluto al cobijo de los árboles y no corría ni una gota de aire. Tuvo la impresión de que Isenham percibía lo conmocio-nado que se sentía—. Qué tragedia tan espantosa —añadió para romper el silencio—. Tengo que ir a ver a Joseph antes de regresar a Londres. Debe de estar muy apenado. Hacía años que conocía a Sebastian.
Era consciente del inmenso dolor que Joseph estaría sintiendo y más tarde tendría que pensar en qué decirle, pero en ese momento deseaba interrogar a Isenham acerca de John Reavley. Apartó todos los demás pensamientos de su mente y siguió caminando junto a él a la sombra de los viejos olmos que tapaban el cielo sobre sus cabezas.
Las minúsculas y molestas mosquillas volvían a flotar en el aire. Mató unas cuantas a manotazos, aun sabiendo que era inútil. ¡Si al menos lloviera de una vez! No le importaba mojarse, y sería una buena excusa para quedarse un rato en casa de Isenham.
—La verdad es que estamos pasando una época muy mala —continuó Matthew—. Conozco a varias personas que andan seriamente preocupadas por la situación en los Balcanes.
Isenham sacó las manos de los bolsillos.
—¡Ah! Ése sí que es un verdadero motivo para inquietarse —admitió con una expresión muy seria—. Es muy preocupante, ¿sabes? Sí, claro que lo sabes... Me atrevería a afirmar que mejor que yo mismo, ¿no es cierto?
Miró fijamente a Matthew, a quien pilló un tanto desprevenido. No había caído en la cuenta de que Isenham sabía dónde trabajaba. Era de suponer que John se lo habría contado. ¿Con orgullo o avergonzado? La idea le picó en lo más vivo, como antaño, multiplicada por el hecho de que Matthew ya nunca podría demostrarle a su padre el valor de su profesión, ni hacerle ver que no todo eran sucios tejemanejes, traiciones y compromisos inmorales.
—Sí —reconoció—, Sí, pinta bastante mal. Austria ha exigido reparaciones y el káiser ha reiterado la alianza de Alemania con ella. Y, por supuesto, los rusos sin duda serán leales a Serbia.
Las primeras gotas de lluvia cayeron sobre las hojas más altas, salpicando ruidosamente, y a lo lejos retumbó un trueno como un carro cargado sobre una calle adoquinada, traqueteando y chirriando por el horizonte.
—Guerra —dijo Isenham sucintamente—. ¡Nos arrastrará a todos, maldita sea! Hay que estar listos para intervenir; preparar hombres y armas.
—¿Cree que mi padre lo sabía? —preguntó Matthew. —No estoy seguro, francamente — repuso Isenham. Fue un comentario inacabado, como si se hubiera interrumpido antes de hablar más de la cuenta.
Matthew aguardó.
Isenham se mostró descontento pero, al parecer, se dio cuenta de que tenía que proseguir.
—Parecía un poco raro últimamente. Nervioso, ¿sabes? Pensaba... —Meneó la cabeza—. El día antes de morir daba por supuesto que habría guerra. —Estaba perplejo—. No era propio de él, en absoluto. —Avivó el paso, erguido y con los hombros en tensión. La lluvia azotaba la bóveda de hojas que los cubría, comenzando a traspasarla—. Lo siento, Matthew, pero es así. No puedo mentir al respecto. Indudablemente, estaba raro.
—¿En qué sentido? —preguntó Matthew maquinalmente mientras asimilaba aquella información, cuyo significado le inquietaba. Había algo oscuro y frío en aquella revelación.
Se alegró de que el tiempo le facilitara el permanecer junto a Isenham aunque al mismo tiempo lo dejara sin excusas para eludir formular preguntas todavía más perspicaces. Por fortuna había poco más de cincuenta metros hasta la casa, de lo contrario acabarían empapados. Isenham se inclinó hacia delante y echó a correr.
—¿Vamos! —gritó—, ¡Te vas a calar hasta los huesos, muchacho?
Alcanzaron la verja del jardín y atravesaron éste como una exhalación hasta la puerta principal. El sendero ya se había encharcado y el aire olía a tierra caliente y mojada. Las plantas se inclinaban bajo la violencia del chaparrón que tamborileaba en las hojas.
Matthew se volvió para cerrar la verja y vio a un hombre que cruzaba la avenida con el cuello del abrigo subido y el rostro moreno reluciente de agua, para luego desaparecer entre los árboles.
Una vez que se hubo reunido con Isenham en el interior, Matthew permaneció chorreando en medio del vestíbulo, rodeado por paneles de roble, grabados de escenas de caza y correas de cuero con toda una colección de medallones de latón de los que antaño solían emplearse para decorar los arneses de los caballos.
—Gracias. —Matthew aceptó la toalla que Isenham le ofreció, con la que se secó las manos y la cara y se echó el pelo hacia atrás. La lluvia no habría podido llegar en mejor momento—. Me parece que había determinados grupos, o intereses, que preocupaban a mi padre —prosiguió, retomando el hilo de la conversación interrumpida por la carrera hasta la casa.
Isenham se encogió de hombros con un ademán de negación, tomó la toalla húmeda y la arrojó al suelo con la suya junto a la puerta del guardarropa.
—Me comentó algo acerca de un complot, pero, para serte franco, todo ello me pareció un tanto... descabellado. —Se había esforzado por dar con la palabra más cortés para describirlo, pero el significado real saltaba a la vista en su rostro—. A juzgar por lo que me dijo, estaba imaginando grandes confabulaciones detrás de los hechos. —Meneó la cabeza—. Las cosas no son así, y tú lo sabes bien. La mayor parte de nuestros desastres se ha debido a errores garrafales cometidos ala antigua usanza británica. Nosotros no tramamos el modo de entrar en guerra, tropezamos con nuestros propios pies y caemos en ellas sin querer. —Hizo una mueca de disculpa y se pasó la mano por el cabello mojado—. Si al final vencemos, es por el mismo principio por el que Dios cuida de los idiotas y los borrachos. Supongo que también siente cierta debilidad por nosotros.
—¿No cree que quizá descubriese algo?
—No —repuso Isenham con expresión grave—. Había perdido el hilo, en serio. Divagaba sobre el motín en el Curragh, o al menos creo que era de eso de lo que hablaba. No estaba muy claro, ¿entiendes? Dijo que la situación iba a empeorar mucho, insinuó que terminaría en una conflagración que afectaría a toda Inglaterra, incluso a Europa. —Se ruborizó—. Tonterías, ¿no lo ves? El ministro de la Guerra ha dimitido, lo sé, pero no puede decirse que Europa esté envuelta en llamas. No creo que a nadie al otro lado del Canal le importe un bledo en un sentido o en otro. Tienen sus propios problemas. Más vale que te quedes y almuerces algo —agregó, mirando los pies y los hombros empapados de Matthew—. Tengo teléfono. Llama a Judith y avísale. No puedes marcharte ahora con esta lluvia.
Se volvió y echó a andar hacia el comedor, donde la criada había dispuesto carne fría, encurtidos, pan tierno y mantequilla, un pastel recién salido del horno que apenas se había enfriado y una jarra de crema de leche.
—Suficiente para dos, me parece —sentenció. Hizo caso omiso de su ropa mojada, puesto que no podía hacer nada por la de Matthew. Formaba parte de su código de hospitalidad sentarse a comer con las perneras de los pantalones empapadas dado que su huésped se veía obligado a hacer lo mismo.
—¿Entonces no piensa que la situación que se vive en Irlanda vaya a intensificarse? —preguntó Matthew cuando hubieron dado buena cuenta de la mitad del exquisito cordero frío.
—¿Hasta el punto de involucrar a Europa? Ni por casualidad. Es un asunto interno. Siempre lo ha sido. —Isenham tomó otro bocado y no siguió hablando hasta que se lo tragó—. Lo lamento, pero el bueno de John se dejó llevar por conclusiones erróneas. Suele pasar.
Fue el dejo de compasión en su voz lo que Matthew no pudo soportar. Pensó en su padre y evocó su rostro tan vívidamente como si acabara de salir de la habitación, serio y delicado, con la misma mirada franca de Judith. A veces perdía los estribos y le costaba tolerar a los vanidosos, pero era un hombre sin malicia. Oír hablar de él con tanta condescendencia le dolía profundamente, de ahí que se pusiera a la defensiva.
—¿Qué quiere decir con que «suele pasar»? —inquirió—. ¿Qué es lo que pasa? —Hizo un esfuerzo por dominar su disgusto. Se encontraba en casa de Isenham, comiendo de su comida y, lo que era más importante aún, necesitaba su ayuda—. ¿A qué temía?
—Más vale olvidarlo —respondió Isenham, bajando la vista a su plato y sosteniendo en equilibrio, con mucho cuidado, un trozo de encurtido encima de una corteza de pan.
—¿Me está diciendo que era un iluso? —En cuanto cerró la boca, Matthew deseó haber elegido una palabra menos peyorativa. Así delataba su propio dolor, a la vez que bajaba la guardia. Saboteaba lo que se proponía. Se enfadó consiga mismo. ¡Podía ser mucho más hábil que eso!
Isenham levantó la vista, entre airado y abatido.
—No, no, por supuesto que no. Sólo que estaba un poco... nervioso. Diría que todos lo estamos, con el ejército amotinándose y esa situación de violencia en los Balcanes.
—Mi padre no llegó a enterarse del atentado contra el archiduque —señaló Matthew—. Él y mi madre fueron muertos ese mismo día.
—¿Fueron muertos?
Matthew se corrigió al instante.
—Cuando el coche se salió de la carretera.
—Ah, claro. Estoy..., estoy más dolido de lo que acierto a expresar. Oye, ¿no preferirías...?
—No. Me gustaría saber qué era lo que le preocupaba tanto. Verá, él me lo mencionó, pero sólo por encima.
¿Estaría corriendo un riesgo? En cualquier caso, sería un riesgo deliberado. Observó el rostro de Isenham minuciosamente para detectar siquiera un parpadeo, el más leve movimiento de los ojos que revelara más de lo que había dicho, pero no percibió nada. Isenham sólo se sentía incómodo.
—No sé qué decirte. No quisiera hacer quedar mal a un viejo amigo. Recuérdale tal como era, Matthew...
—¿Tan descaminado iba, realmente? —preguntó Matthew entre dientes. Le impresionó constatar hasta qué punto estaba ofendido y cuánto le dolía. Estuvo en un tris de contraatacar.
Isenham se sonrojó.
—No..., ¡claro que no! Fue sólo que... malinterpretó los hechos, creo, con excesivo dramatismo, sacando las cosas de quicio. Al fin y al cabo..., —añadió, intentando arreglarlo, sin demasiada fortuna—, siempre hemos tenido guerras, aquí o allí, durante los últimos mil años, más o menos. Es nuestro espíritu nacional, nuestro destino, si quieres. —Fue levantando la voz a medida que ganó confianza—. Sobreviviremos. Siempre lo hemos hecho. Resultará desagradable durante un tiempo, aunque me atrevería a decir que no durará más que unos meses.
Para Matthew saltaba a la vista que Isenham era consciente de haber revelado el punto flaco de su amigo al hijo de éste y, para postre, el interesado no estaba presente para poder defenderse.
—Estoy seguro de que no habría tardado en darse cuenta de ello —agregó sin convicción.
Matthew se inclinó hacia delante, apoyando los codos sobre la mesa.
—Pero ¿qué pensaba él? —El corazón le latía con fuerza.
—Eso es todo —dijo Isenham, meneando la cabeza—. No fue más explícito. La verdad, Matthew, ¡no creo que lo supiera! Me parece... No quería decirte esto, pero puesto que me obligas... —Se mostró resentido, con el rostro colorado pese a su enrojecimiento habitual—. Me parece que consiguió una información incompleta y que se imaginó el resto. No me dijo de qué se trataba porque ni él mismo lo sabía. Aunque tenía algo que ver con el honor... y deseaba la guerra. ¡Ya está! Lo lamento. Sabía que iba a dolerte, pero has insistido.
Era ridículo. John Reavley jamás habría deseado la guerra, independientemente de lo que nadie hubiese hecho. ¡Era una barbaridad, algo repugnante! ¡Atentaba contra todo aquello en lo que había creído y por lo que había luchado a lo largo de su vida, contra el sentido de la dignidad que tanto había alimentado y valorado, contra los principios que profesaba! El verdadero motivo por el que detestaba de todo corazón los servicios de inteligencia era precisamente que los consideraba faltos de honradez. En su opinión, además, manipulaban a las personas para servir a fines nacionalistas y, en última instancia, propiciaban los conflictos armados.
—¡Él no hubiese deseado la guerra! —exclamó con voz temblorosa. Había exigido saber y, sin embargo, deseó que Isenham no le hubiese dicho aquello. No podía ser cierto. Convertía a su padre en un desconocido, un extraño que infundía miedo. La sola idea bastó para despojarlo de sus certidumbres.
Sin embargo, ¿hasta qué punto conocía a su padre? ¿Cuántos hijos conocen a sus padres como hombres, como luchadores, amantes o amigos? ¿Acaso alguna vez llegamos a crecer lo bastante para ver con claridad más allá del vínculo del amor?
—¡Jamás hubiese deseado la guerra! —repitió apasionadamente, fulminando a Isenham con la mirada.
—Eso es lo que he dicho. —Isenham asintió con la cabeza—. Tenía una información a medias y no conseguía darle sentido. Era un buen hombre. Recuerda eso, Matthew, y olvida el resto. — Engulló otro trozo de pan con encurtido y se sirvió más carne. Con la boca llena, prosiguió—. Esta clase de tensiones hace que todo el mundo tenga los nervios a flor de piel. El miedo causa reacciones distintas en las personas. Hay quien huye y quien va derecho a su encuentro antes de que aparezca, ¡como intentando provocar que suceda! No soportan la incertidumbre. Según parece, John era de los segundos. A veces lo he visto en las cacerías, y con más frecuencia en el ejército. Hay que ser fuerte para esperar.
La acusación de falta de carácter hizo que Matthew experimentase un dolor casi físico. ¡John Reavley no era un hombre débil! Respiró hondo, deseando replicar algo que la desbaratase, pero ni siquiera encontró una idea, y mucho menos palabras para expresarla.
—Sólo existen intrigas ocasionales, no grandes conspiraciones —continuó Isenham, como si fuese consciente de la furia que se estaba desatando dentro de Matthew—. Ya no estaba en el Gobierno y me parece que lo echaba de menos. Pero mira a tu alrededor. —Hizo un gesto con la mano que tenía libre—. ¿Qué puede estar pasando aquí?
Matthew asumió cuanto de cierto había en ello como una carga que lo aplastara lentamente: Isenham probablemente tuviera razón, y cuanto más se esforzaba en no aceptarlo, más agobiado se sentía.
—Debes recordar lo mejor de tu padre, Matthew —aconsejó Isenham—. Así es como era él en realidad.
No añadió «aunque se comportase como un idiota», pero Matthew lo oyó en su cabeza con la misma claridad que si lo hubiese hecho. Permaneció en silencio.
Isenham cambió de tema deliberadamente y Matthew permitió que la conversación derivara hacia asuntos triviales: el tiempo, las gentes del pueblo, el próximo partido de críquet, las minucias cotidianas de una vida segura y despreocupada en la paz de un verano perfecto.
Matthew volvió caminando a casa en cuanto dejó de llover. Los olmos aún chorreaban y la calle echaba vapor como relumbrantes retales de seda, imposibles de atrapar pero que, no obstante, tejían una brillante alfombra a sus pies. El perfume de la tierra era casi embriagador. Las hojas y flores mojadas relucían cuando les daba el sol.
Al pasar junto a la iglesia vio a un hombre que se metía con prisas en la sombra de la entrada techada del cementerio, de modo que la tupida madreselva lo ocultó por completo. Cuando Matthew llegó a su altura y miró de reojo, había desaparecido. Estaba convencido, por su figura y la peculiar inclinación de sus hombros, de que se trataba del mismo hombre que había visto antes, camino de casa de Isenham. ¿Se dirigía hacia algún sitio y había buscado refugio de la lluvia? Sin un motivo bien definido, Matthew cruzó la entrada techada y penetró en el cementerio.
No advirtió la presencia de nadie. Dio unos pasos entre las lápidas y miró hacia el único sitio donde alguien podía esconderse. El hombre no había entrado en la iglesia, cuya puerta Matthew no había perdido de vista en ningún momento.
Avanzó un poco más y luego torció a la derecha, y entonces vislumbró la silueta del hombre medio oculta por los troncos de un grupo de tejos. Permanecía inmóvil. Delante de él sólo estaba la tapia del cementerio, y no miraba hacia abajo como si contemplara las lápidas, sino hacia fuera, en dirección a los campos vacíos.
Inclinó la cabeza como para leer la lápida que tenía a sus pies. Estuvo quieto unos instantes. El hombre que se hallaba entre los tejos tampoco se movió.
Finalmente, se dirigió a la tumba de sus padres. Había flores frescas. Debía de haberlas llevado Judith. Todavía no había lápida. Se veía muy desnuda, muy nueva. Dos semanas antes sus padres aún estaban vivos.
El mundo parecía el mismo, pero no lo era. Todo había cambiado como cuando una masa de nubes aparece de pronto tapando el sol. Aunque los contornos son los mismos, los colores son distintos, más apagados, desprovistos de parte de su vida.
Las marcas de los abrojos en la carretera habían sido reales, como la cuerda en el árbol joven, los neumáticos hechos trizas, el registro de la casa y, ahora, aquel hombre que parecía estar siguiéndolo.
¿O acaso era eso precisamente lo que su padre había hecho, juntar pequeñas piezas que no guardaban relación entre sí y construir con ellas un todo que no reflejaba ninguna realidad? Quizá las marcas no fuesen de abrojos sino de cualquier otra cosa que había sido puesta allí no en el momento del accidente sino en cualquier otro del mismo día. ¿Tal vez un labrador se había detenido allí y había apoyado las cuchillas de una rastra en el asfalto?
¿En verdad había entrado alguien en la casa, o era sólo que las cosas habían quedado mal arregladas por la conmoción de la tragedia, un cambio de hábito como tantos otros?
¿Y qué demostraba que el hombre que se ocultaba entre los tejos estuviera allí por Matthew? Podía desear no ser visto por un montón de razones, por ejemplo algo tan simple como una cita ilícita de domingo por la tarde. ¿Una tumba que quisiera visitar en privado para ocultar su emoción? ¿Era así como comenzaba el engaño? ¿Una conmoción, demasiado tiempo para pensar, la necesidad de otorgar sentido a los hechos hasta el punto de pretender entretejerlos sin que importase dónde encajaban?
Por un instante se le ocurrió hablar con el hombre, hacerle un comentario sobre la lluvia, tal vez, pero decidió no entrometerse en su contemplación. En lugar de eso, se incorporó y desanduvo lo andado hasta la entrada del cementerio y salió a la calle sin volverse otra vez a mirar hacia los tejos.


6
A pocos kilómetros de allí, en Cambridge, el domingo también fue tranquilo y deprimente. La tormenta amenazó toda la mañana y por la tarde llegó del oeste con lluvia abundante. Joseph pasó la mayor parte del día a solas. Como todos los demás, fue a la capilla a las once y durante una hora ahogó 'sus pensamientos en la música. Almorzó en el refectorio que, pese a su magnificencia, resultó claustrofóbico debido al calor y el opresivo ambiente del exterior. Hizo un esfuerzo por entablar una conversación con Harry Beecher a propósito de los últimos hallazgos de los egiptólogos, sobre los que su interlocutor se mostró muy entusiasmado. Luego regresó a su habitación para leer. El Illustrated London News estaba encima de su escritorio, y echó un vistazo a las secciones de teatro y arte, saltándose las páginas de actualidad, ilustradas con profusión de fotografías del funeral del gran estadista Joseph Chamberlain. No abrigaba el menor deseo de contemplar imágenes de dolientes, fueran quienes fueren.
Pensó en coger la Biblia pero finalmente decidió perderse en el conocido esplendor del Infierno de Dame. Su imaginería era tan sugerente que lo arrastraba lejos del presente, y su sabiduría lo bastante intemporal, al menos por el momento, para elevarlo por encima de la pena y la confusión.
Presentaba una justicia infinita, los castigos por pecar no eran infligidos desde fuera, decididos por una instancia superior, sino que eran los propios pecados perpetuados eternamente, aunque despojados de las máscaras que una vez los habían hecho seductores. Quienes se habían rendido a las egoístas tormentas de la pasión sin tener en cuenta a costa de quién lo hacían, se veían azotados por temporales incesantes, obligados a hacerles frente sin descanso. Y lo mismo sucedía, a lo largo de sucesivos círculos, con los pecados de complacencia que dañaban al propio ser, con los pecados de ira que dañaban al prójimo, y hasta con la traición y la corrupción, que dañaban a todo el género humano. Aquella obra poseía un sentido infinito.
Y, no obstante, la belleza estaba ahí. Cristo aún «caminaba por las aguas de la laguna Estigia sin mojarse los pies».
Joseph se ensimismó en su curación. Si el inspector Perth estaba trabajando, no lo vio en todo el día. Como tampoco vio a Aidan Thyer ni a ningún miembro de la familia Allard.
Matthew le hizo una breve visita camino de Londres, sencillamente para comunicarle lo mucho que lamentaba lo de Sebastian. Fue un gesto noble, lleno de tácita compasión.
—Menudo desastre —dijo sucintamente, sentándose en la habitación de Joseph a la luz del crepúsculo—. Lo lamento mucho.
Cientos de palabras pasaban por la cabeza de Joseph, pero ninguna parecía importante y menos aún de ayuda. Guardó silencio, contento de que Matthew estuviera allí sin más.
Sin embargo, el lunes fue completamente distinto. Era el 13 de julio. Al parecer, la víspera el primer ministro había hablado largo y tendido acerca de los métodos de reclutamiento que estaba empleando el ejército. Fue una forma clara y desagradable de recordar que si la situación en los Balcanes no se resolvía y en efecto había guerra, Gran Bretaña quizá no estuviera en condiciones de defenderse con garantías.
Más inmediata para Joseph fue la presencia en St. John's de Perth, que iba discretamente de un sitio a otro, hablando con una persona tras otra. Joseph alcanzó a verlo varias veces, siempre marchándose, dejando tras de sí una estela de muchachos hondamente atribulados.
—¡Es aborrecible! —exclamó Elwyn cuando se encontró con Joseph cruzando el patio.
Elwyn parecía aturullado y descontento, como si anduvieran acosándolo desde distintos frentes, tratando de hacer algo por todos y ansioso por encontrarse a solas y ocuparse de su propio pesar. Siguió con la mirada la figura de Perth mientras se alejaba, resuelto y ordinario, sin la gracia y la soltura de los estudiantes que solían verse en aquel entorno.
—¡Por lo visto piensa que ha sido uno de nosotros! —exclamó Elwyn, exasperado y a la vez incrédulo, como si estuviera perdiendo el dominio de sí mismo—. Mi madre lo observa atenta como un halcón. Cree que resolverá el caso en cualquier momento. Pero aunque lo hiciera, no conseguiría devolvernos a Sebastian. —Bajó la vista—. Y eso es lo único que la haría feliz.
Joseph vio en su rostro todo lo que callaba y lo imaginó con suma facilidad: Mary Allard loca de pena, arremetiendo contra el primero que se le ponía delante sin darse cuenta de lo que le estaba haciendo a su otro hijo, mientras Gerald ofrecía inútiles comentarios de consuelo que sólo conseguían enardecerla aún más y Elwyn se esforzaba por comportarse como sus padres esperaban que hiciera.
—Me consta que es espantoso —respondió Joseph—. ¿Te apetece salir un rato del colegio y dar un paseo por el pueblo? Necesito un par de calcetines nuevos. Olvidé algunos de los míos en casa.
Elwyn lo miró con los ojos muy abiertos.
—¿Dios mío! Me había olvidado de sus padres. ¡Lo siento mucho! Joseph sonrió.
—No pasa nada. Yo también me olvido a veces. ¿Te apetece ese paseo?
—Sí, señor. Mucho. La verdad es que necesito unos libros. Iré a Heffer's, y usted puede probar en Eaden Lilley's. Es la mejor tienda de ropa y accesorios para caballeros de por aquí.
Cruzaron juntos el patio y salieron por la verja principal a St. John's Street para luego girar a la derecha al llegara Sydney Street. El tiempo era bueno después de la lluvia y el tráfico del lunes por la mañana comprendía no menos de media docena de coches, además de las consabidas furgonetas de reparto, carros y carromatos. Los ciclistas y peatones zigzagueaban entre los vehículos con estudiada velocidad. El ambiente era más relajado que durante el curso académico debido a la ausencia de las habituales figuras togadas de los estudiantes.
—Si no encuentran a nadie, ¿qué ocurrirá? —preguntó Elwyn en cuanto tuvieron ocasión de oír lo que decían.
—Supongo que se darán por vencidos —contestó Joseph. Lo miró de soslayo y detectó inquietud en su rostro. Se imaginó la furia de Mary Allard. Tal vez Elwyn también estuviera pensando en eso, temiendo lo peor—. Pero lo resolverán.
En cuanto hubo pronunciado aquellas palabras se dio cuenta de su error. Elwyn adoptó una sombría expresión de dolor. Joseph se detuvo en la acera y, asiendo a Elwyn del brazo, le hizo volverse.
—¿Estás enterado de algo? —preguntó bruscamente—. ¿Tienes miedo de decirlo por si puede revelar que alguien tenía motivos para matar a Sebastian?
—¡No, no sé nada! —replicó Elwyn, ruborizado y con los ojos encendidos—. Sebastian no era ni mucho menos tan perfecto como piensa mi madre, pero en esencia era bastante buena persona. ¡Usted lo sabe bien! Por supuesto, decía estupideces y podía hacerte pedazos con su afilada lengua, pero muchas personas son capaces de eso. Hay que aceptarlo. Es como ser bueno en remo, en boxeo o en cualquier otra cosa. A veces ganas y a veces pierdes. ¡Ni siquiera aquellos a quienes les caía mal odiaban a Sebastian! —La emoción lo abrumaba—. Ojalá... ¡Ojalá no tuvieran que hacer esto!
—Estoy de acuerdo —dijo Joseph con sinceridad—. Quizás al final resulte que fue un accidente en vez de un acto deliberado. Elwyn no dio categoría de respuesta a esas palabras.
—¿Cree que habrá guerra, señor? —preguntó en cambio, echando a andar de nuevo.
Joseph recordó las declaraciones del primer ministro.
—Debemos tener un ejército en condiciones, tanto si hay guerra como si no —razonó—. Y el motín en el Curragh ha sacado a relucir cierta debilidad.
—¡Y que lo diga! —Elwyn metió las manos en los bolsillos y echó los hombros hacia atrás, tenso. Era más ancho de espaldas y más musculoso que Sebastian, aunque el cabello rubio y el tono de la tez le conferían un notable parecido con su hermano—. Fue a Alemania en primavera, ¿lo sabía?
—¿Sebastian? No, no lo sabía —respondió Joseph, perplejo—. Nunca lo mencionó.
Elwyn le lanzó una mirada, satisfecho de haberse enterado primero.
—Le encantó —dijo, esbozando una sonrisa—. Tenía intención de regresar en cuanto pudiera. Estaba leyendo a Schiller en los ratos libres. Y a Goethe, por supuesto. ¡Decía que había que ser un bárbaro para no amar su música! En toda la historia de la humanidad sólo ha surgido un Beethoven.
—Me consta que tenía miedo, por supuesto. Hablamos de ello el otro día.
Elwyn levantó la cabeza de golpe, con los ojos como platos.
—¡Querrá decir que estaba preocupado, no que tuviera miedo! ¡Sebastian no era ningún cobarde! —Dijo la última palabra airado, en tono de desafío.
—Ya lo sé —repuso Joseph—. Quería decir que tenía miedo de que toda esa belleza fuese destruida, no por sí mismo.
—Oh. —Elwyn se serenó. Ese único gesto bastó para que Joseph viera la intensidad de la pasión de Mary, su orgullo y crispación, la identificación con sus hijos, sobre todo con el mayor—. Sí, claro —agregó—. Lo lamento.
Joseph sonrió.
—No le des más vueltas. Y no pierdas el tiempo pensando quién odiaba a Sebastian o por qué. Deja que el inspector Perth se encargue de eso. Cuida de ti mismo... y de tu madre.
—Lo estoy haciendo —dijo Elwyn—. Hasta donde me es posible.
—Lo sé.
Elwyn asintió con la cabeza, apesadumbrado.
—Hasta luego, señor.
Enfiló la calle de la librería dejando que Joseph siguiera su camino hacia los grandes almacenes en busca de calcetines.
Una vez dentro, Joseph deambuló entre las mesas y las estanterías que llegaban hasta el techo, donde se apilaban en perfecto orden toda suerte de artículos.
Acababa de salir, con un par de calcetines negros y otro gris oscuro, cuando topó con Edgar Morel.
Morel se mostró aturdido.
—Perdón, señor —se disculpó, haciéndose a un lado—. Estaba en las nubes.
—Todos andamos un poco alterados —respondió Joseph, y se disponía a alejarse cuando reparó en que Morel seguía mirándolo.
Una muchacha pasó junto a ellos. Llevaba un vestido azul marino y blanco, con el pelo recogido bajo un sombrero de paja. Titubeó por un instante, sonriendo en dirección a Morel. Éste se sonrojó, pareció ir a decir algo y finalmente desvió la mirada. La muchacha cambió de parecer y avivó el paso.
—Espero que no se vaya por culpa mía —dijo Joseph.
—¡No! —contestó Morel con excesiva vehemencia—. En realidad... era más amiga de Sebastian que mía. Me figuro que sólo quería darme el pésame o algo por el estilo.
Joseph pensó que aquello distaba mucho de ser la verdad. La muchacha había mirado a Morel con bastante intención.
—¿La conocía bien? —preguntó. Le parecía bastante atractiva, y elegante, y calculó que no debía de haber cumplido los veinte.
—No lo sé —respondió Morel, y esta vez Joseph tuvo claro que mentía—. Lamento haber chocado con usted, señor —añadió—. Disculpe.
Antes de que Joseph dijera algo más, Morel se encaminó a toda prisa hacia la puerta de Eaden Lilley's y desapareció en su interior.
Joseph se adentró más en el pueblo, deteniéndose un rato en Petty Cury, la calle del mercado. Pasó por delante de Jas. Smith & Sons, de Star & Garter, sorteó un par de carretas de reparto y dos bicicletas que pasaron velozmente, y regresó a St. John's por Trinity Street.
El martes fue bastante parecido, con las mismas tareas rutinarias sin importancia. Vio al inspector Perth ajetreado de un lado a otro, pero aun así logró mantener la muerte de Sebastian alejada de su mente casi todo el tiempo, hasta que Nigel Eardslie le alcanzó mientras cruzaba el patio a primera hora de la tarde. El calor volvía a apretar; las ventanas de todas las habitaciones ocupadas estaban abiertas de par en par y de vez en cuando se oía música y risas procedentes de ellas.
—¡Profesor Reavley!
Joseph se detuvo.
Eardslie, cuyo rostro más bien cuadrado revelaba ansiedad, fijó en Joseph sus ojos pardos.
—Ese policía acaba de hablar conmigo, señor. Me ha formulado un montón de preguntas acerca de Allard. La verdad es que no sé qué decir. —Parecía incómodo y preocupado.
—Si sabes algo que pueda guardar relación con su muerte, tienes que decirle la verdad — contestó Joseph.
—¡Yo no sé la verdad! —exclamó Eardslie, desesperado—. Si sólo fuese cuestión de «¿Dónde se encontraba usted?» o «¿Vio esto o aquello?», claro que podría contestar. ¡Pero quería que le dijera cómo era Allard! ¿Y cómo contesto a eso decentemente?
—Le conocías bastante bien —repuso Joseph—. Háblale de su carácter, de cómo trabajaba, de quiénes eran sus amigos, de sus esperanzas y ambiciones.
—No lo mataron por nada de eso —dijo Eardslie con un dejo de impaciencia—. ¿Le hablo también de su sarcasmo? ¿Del modo en que lo hacía pedazos a uno con su lengua viperina, consiguiendo que se sintiera un perfecto idiota?
Se mostró tenso y triste a la vez.
Joseph quiso negarlo. Aquél no era el muchacho que él había conocido. Aunque ningún estudiante osaría poner de manifiesto su orgullo o su crueldad ante un tutor. Los bravucones eligen blancos fáciles.
—Podría decirle lo divertido que era —continuó Eardslie—. A veces me hacía reír hasta que me faltaba el aire y me dolía el pecho, aunque fuese a costa de un tercero, sobre todo si éste lo había criticado recientemente.
Joseph no hizo ningún comentario.
—¿Le cuento que sabía perdonar generosamente y que contaba con que le perdonaran, hiciera lo que hiciese, porque era inteligente y guapo? —continuó Eardslie—. Y si tomabas prestado algo suyo sin pedirlo y lo perdías o lo rompías, era capaz de restarle importancia y hacerte creer que le daba igual, aun cuando se tratara de algo que apreciaba. —Apretó un poco los labios y el brillo desapareció de sus ojos—. Pero si ponías en tela de juicio una de sus opiniones o lo vencías en algo que de verdad le importaba, ¡era capaz de llevar el rencor hasta extremos inimaginables! Era generoso... ¡Te lo daba todo! Pero, por Dios, ¡también era cruel! —Miró fijamente a Joseph con expresión de impotencia—. No puedo decir esto a la policía... Está muerto.
Joseph se sentía como atontado. Aquél no era el Sebastian que había conocido. ¿Acaso la de Eardslie era la voz de la envidia? ¿O refería una verdad que Joseph había rehusado ver en su momento?
—No me cree, ¿verdad? —espetó Eardslie, desafiante—. Perth quizá sí, pero los demás no lo harán. Morel sabe que Sebastian le quitó la chica, Abigail no sé qué..., para luego plantarla. Pienso que lo hizo porque podía, sencillamente. Cuando conoció a Sebastian ella creyó que se hallaba ante una especie de joven Apolo, y él permitió que lo creyera. Se sintió halagado...
—Si alguien se enamora de ti no puedes hacer nada al respecto —arguyó Joseph, aunque recordó el carácter atribuido al dios griego, la puerilidad, la vanidad, la mezquindad, así como la belleza.
Eardslie lo miró casi sin disimular su enojo.
—¡Puedes decidir qué hacer al respecto! —repuso—. No se le roba la novia a un amigo. ¿O sí? —Se sonrojó, mostrándose arrepentido—. Lo siento, señor. Ha sido una grosería y no tenía ningún derecho a decirla. —Levantó el mentón—. Pero Perth no deja de preguntar. Queremos ser respetuosos con los muertos, además de justos. Pero alguien lo mató y dicen que fue uno de nosotros. Cada vez que veo a un compañero me pregunto si fue él.
»Ayer por la tarde me encontré con Rattray en los Backs; comencé a recordar las peleas que había tenido con Sebastian y me pregunté si podía ser él. Tiene un genio de mil demonios. — Volvió a sonrojarse—. Luego recordé una pelea que tuvo conmigo, ¡y me pregunté si estaría pensando lo mismo de mí! —Sus ojos suplicaban alguna clase de tranquilidad—. ¡Todo el mundo ha cambiado! De pronto tengo la sensación de que en realidad no conozco a nadie..., y lo que en cierto modo aún es peor, tampoco creo que nadie se fíe de mí. Yo sé quién soy, y también que no lo hice..., ¡pero nadie más lo sabe! —Respiró profundamente—. Las amistades que daba por sentadas ya no existen. ¡Y eso ya: no tiene vuelta de hoja!
—Sí que existen —dijo Joseph con firmeza—. Pon freno a tu imaginación, Eardslie. Como es natural, todo el mundo está muy alterado con la muerte de Sebastian, y también asustado. Pero confío que en un par de días Perth haya resuelto el caso, y entonces todos os daréis cuenta de que vuestras sospechas eran infundadas. Una persona ha hecho algo trágico y posiblemente malvado, pero los demás no habéis cambiado.
Su voz sonó hueca e irreal. No se creía lo que estaba diciendo: ¿cómo iba a creerle Eardslie? El muchacho merecía algo mejor que aquello, pero Joseph no tenía nada que darle que fuese a un tiempo reconfortante y siquiera remotamente sincero.
—Sí, señor —dijo Eardslie obedientemente—. Gracias, señor. Se volvió y se marchó, desapareciendo bajo el arco que daba al segundo patio, dejando a Joseph solo.
A la mañana siguiente Joseph estaba sentado de nuevo en su estudio, tras haber escrito a Hannah, lo que no le había resultado nada fácil. Comenzar fue bastante sencillo, pero en cuanto intentaba decirle algo sincero se imaginaba su rostro y cobraba conciencia de la soledad de su hermana, de la perplejidad que trataba de ocultar sin éxito. No estaba acostumbrada al dolor. La amabilidad con que trataba al prójimo estaba enraizada en las certidumbres de su propia vida; primero sus padres y Joseph, luego Matthew y Judith, más joven y dependiente de ella, deseosa de parecerse a su hermana mayor. Más adelante había sido Archie. y por fin los hijos que había tenido con éste.
Le recordaba mucho a Alys, no sólo por su aspecto sino por sus gestos, el tono de su voz, a veces incluso las palabras que empleaba, los colores que le gustaban, la manera de pelar una manzana o de marcar el punto de un libro que estaba leyendo con un trozo de papel doblado.
Hannah y Eleanor habían simpatizado de inmediato, como si hubiesen sido dos amigas que simplemente llevaban una temporada sin verse. Recordó el inmenso placer que eso le había proporcionado.
Hannah había sido la primera en ir a verlo tras la muerte de Eleanor, y la había echado de menos como nadie, pese a que vivían a kilómetros de distancia. Joseph sabía que todas las semanas se escribían largas cartas llenas de pensamientos y sensaciones, detalles triviales de la vida doméstica, y que lo hacían más por una cuestión de afecto que por mantenerse informadas. Ahora, escribir a Hannah entrañaba dificultades, pues removía el pasado.
Había terminado, más o menos satisfactoriamente, y estaba intentando redactar una carta para Judith, cuando llamaron discretamente a la puerta.
Suponiendo que sería un estudiante, se limitó a invitarlo a pasar. Fue Perth quien entró y cerró la puerta.
—Buenos días, reverendo —saludó alegremente. Seguía llevando el mismo traje oscuro, ligeramente arrugado en las rodillas, y un cuello duro limpio—. Perdone que interrumpa su correspondencia.
—Buenos días, inspector —contestó Joseph poniéndose de pie, en parte por cortesía pero también porque con el sobresalto se sentía en desventaja sentado—. ¿Tiene novedades? —Ni siquiera estaba seguro de cuál era la respuesta que deseaba oír. Tendría que haber una resolución pero todavía no estaba dispuesto a aceptar que alguien a quien conocía hubiese matado a Sebastian, pese a que su mente le dijera que tenía que ser así.
—No exactamente —respondió Perth, meneando la cabeza—. He estado hablando con sus jóvenes caballeros, por supuesto. —Se pasó una mano por el pelo ralo—. El problema es que si un hombre afirma que estaba en la cama a las cinco y media de la mañana, ¿quién sabe si está diciendo la verdad o no? Pero no puedo permitirme aceptar su palabra sin más, ¿comprende? Su caso es distinto, pues sé por el señor Beecher que usted estaba remando en el río.
—Vaya... —Joseph se sorprendió. No recordaba haber visto a Beecher. Invitó a Perth a sentarse—. Lo lamento, pero no sé cómo ayudar. No había nadie por los pasillos ni en la escalera a esa hora.
—Desgraciadamente para nosotros. —Perth se sentó en el sillón de enfrente del que Joseph había ocupado, y Joseph volvió a dejarse caer en el suyo—. No tenemos un solo testigo —añadió compungido—. De todos modos, las personas no suelen ser lo suficiente serviciales para cometer un asesinato cuando saben que alguien las está mirando. Normalmente podemos descartar a un buen puñado porque son capaces de demostrar que se encontraban en otro sitio. —Estudió a Joseph con seriedad—. Abordamos un crimen, sobre todo un asesinato, desde tres ángulos distintos, reverendo. —Levantó un dedo—. En primer lugar, ¿quién tuvo ocasión de cometerlo? Si alguien no se hallaba presente en el momento del crimen, queda excluido.
—Naturalmente —convino Joseph, asintiendo con la cabeza. Perth lo miraba fijamente.
—En segundo lugar —prosiguió, levantando el dedo siguiente—, está el medio, en este caso un arma de fuego. ¿Quién disponía de un arma?
—No tengo ni idea.
—Es una lástima, ¿sabe?, porque nadie posee una, o al menos es lo que sostienen. —Perth seguía derrochando simpatía, como si fuese un profesor universitario con un estudiante brillante, conduciéndolo por los vericuetos de un problema lógico—. Sabemos que se trató de un arma pequeña, alguna clase de revólver, gracias a la bala, que hemos encontrado, por cierto.
Joseph hizo una mueca de horror al imaginar el proyectil atravesando el cerebro de Sebastian para ir a impactar, seguramente, contra una pared de su habitación. No lo había buscado. Notaba los ojos de Perth estudiándolo, pero no conseguía borrar la expresión de repulsa de su semblante, como tampoco reprimir la ligera sensación de náusea que le oprimía el estómago.
—Además, habría sido una torpeza pasearse con un rifle o una escopeta en un lugar como éste —agregó Perth, en tono neutro—. Sería imposible esconderlo de las miradas indiscretas, excepto en el estuche de una trompeta o algo por el estilo. Ahora bien, ¿quién se pasea con una trompeta a las cinco de la madrugada?
—Un bate de críquet —dijo Joseph al instante—. Si... Perth abrió los ojos como platos.
—¡Muy perspicaz, reverendo! No se me había ocurrido, pero tiene razón. Una buena sesión de entrenamiento a primera hora en ese hermoso prado que hay junto al río, o incluso en uno de esos campos de críquet, Fenner's, o, ¿cuál es el otro, Parker's Piece?
—Parker's Piece pertenece al municipio —puntualizó Joseph—. La universidad utiliza Fenner's. Pero uno no juega a críquet en solitario.
—Por supuesto, juntos pero no revueltos. —Perth asintió con la cabeza, apretando los labios. La diferencia entre los habitantes de la ciudad y los— estudiantes universitarios era un abismo insalvable, y Joseph acababa de recordárselo sin darse cuenta—. Pero eso no quita que nuestro sujeto quizá no se ciñera a las reglas —añadió con fría formalidad y expresión altanera, a la defensiva—. De hecho, puede que ni siquiera llegase a jugar, ya que en el estuche no llevaba un bate sino un arma. —Se inclinó hacia delante—. Sin embargo, puesto que estamos teniendo muchos problemas para encontrar esa arma, que a estas alturas puede estar en cualquier parte, eso significa que sólo nos queda un elemento para atrapar al asesino: el motivo! —Levantó el dedo anular.
Joseph debería haberse dado cuenta desde el momento en que Perth había llegado, pues estaba claro que éste no contaba con que Joseph le aclarara nada en cuanto a los medios o la oportunidad, y tampoco cabía esperar que fuera a verlo con el propósito de mantenerlo informado acerca de sus progresos.
—Entiendo —dijo en tono cansino.
—Estoy seguro, reverendo —convino Perth, con una chispa de satisfacción en la mirada—. No resulta fácil averiguar eso. Ni siquiera descontando el hecho de que nadie quiere incriminarse a sí mismo, pues tampoco quiere hablar mal de un difunto. No es decoroso. La gente dice las estupideces más grandes sobre una persona en cuanto ésta ha muerto. ¿A qué se deberá, reverendo? Sin duda debe de encontrarse con muchas situaciones semejantes en su profesión.
—Actualmente no estoy en activo como sacerdote —explicó Joseph, sorprendido por la punzada de culpabilidad que le causó el comentario, como si fuese un capitán que abandona el barco a su suerte, y para colmo delante de su tripulación. Aquello era ridículo; el trabajo que hacía allí era tanto o más importante, y, además, encajaba mejor con su manera de ser.
—Pero no ha renunciado a los votos, supongo —dijo Perth.
—No...
—Tendrá buen ojo para juzgar a la gente y, si no me equivoco, confiarán en usted más que en la mayoría y le contarán cosas...
—A veces —admitió Joseph, precavido, cayendo en la cuenta, con una amarga sensación de vacuidad, de lo poco que le había sido confiado; de lo contrario no se habría sentido tan confuso en relación con los motivos de aquel brote de violencia—. Pero una confidencia es precisamente eso, inspector, y yo no la rompería. Aunque puedo decirle que no sé quién mató a Sebastian Allard ni por qué.
Perth asintió lentamente con la cabeza.
—Lo doy por descontado, reverendo, pero usted conoce a esos muchachos mejor que nadie, quizás. Y comprenderá que no puedo marcharme de aquí hasta que sepa qué sucedió. De ahí que tenga que averiguar el porqué. Si descubro algo que no tenga nada que ver con el asesinato, romperé mis notas y lo olvidaré por completo.
—¡No se me ocurre ninguna razón! —protestó Joseph—. ¡Ser sacerdote conlleva que las personas no se sientan inclinadas a contarle a uno sus pensamientos más horribles! —Se dio cuenta, consternado, de la verdad que encerraba aquello. ¿Cuántas cosas no había querido ver?, y ¿durante cuánto tiempo? ¿Años? ¿Acaso su propia pena lo había llevado a apartarse de la realidad buscando refugio en la futilidad? Entonces, sin acabar de captar el alcance de sus palabras, exclamó—: ¡Pero lo averiguaré! ¡Tendría que haberlo sabido!
Hablaba en serio, despiadadamente, con la imperiosa necesidad de aire de un hombre que se está ahogando. La violencia y el dolor habían destruido sus viejas certidumbres, y tenía que recobrar la cordura si pretendía sobrevivir. Perth quizá tuviera que resolver el caso en aras de su reputación profesional, o incluso para demostrar que los habitantes de la ciudad eran tan buenos como los estudiantes universitarios, pero Joseph necesitaba hacerlo porque creía en la razón y en la facultad del hombre de elevarse por encima del caos.
Perth asintió lentamente con la cabeza, aunque con los ojos bien abiertos y sin pestañear.
—Muy bien, reverendo. —Tomó aire como para agregar algo, pero se limitó a asentir de nuevo.
En cuanto Perth se hubo marchado Joseph comenzó a percatarse de la enormidad de lo que había prometido. No tenía sentido aguardar a que la gente fuera a verlo para confiarle algún motivo de resentimiento contra Sebastian. Si no lo habían hecho antes, cuando hubiese resultado de lo más inocente, menos aún ahora. Tenía que salir a buscar la información que precisaba.
La primera persona con quien habló fue Aidan Thyer. Lo encontró en su casa, al final de un desayuno más tardío de lo acostumbrado. Presentaba un aspecto de cansancio y nerviosismo, con el pelo rubio más cano de lo que parecía a primera vista y el rostro demacrado por la falta de reposo. Levantó la vista sorprendido hacia Joseph cuando la sirvienta le hizo pasar al comedor.
—Buenos días, Reavley. No ocurrirá nada malo, espero.
—Nada nuevo —repuso Joseph no sin cierta aspereza. ¿Té? —ofreció Thyer.
—Gracias. —Joseph se sentó, no porque le apeteciera especialmente el té, sino para obligar al director a proseguir la conversación—. ¿Cómo siguen Gerald y Mary?
—Inconsolables —contestó Thyer con expresión grave—. Supongo que es natural. No me imagino cómo debe de ser perder a un hijo, y mucho menos de semejante manera. —Dio un mordisco a su tostada—. Connie hace todo lo que puede, aunque no parece que sirva de nada.
—Me figuro que una de las peores cosas es darse cuenta de que alguien lo odiaba hasta el punto de recurrir al asesinato. Debo admitir que no imaginaba que alguien pudiese abrigar semejante sentimiento. —Joseph se sirvió té de la tetera de plata y dio un sorbo para probarlo. Estaba muy caliente; obviamente, alguien la había rellenado—. Lo cual demuestra que no estaba prestando toda la atención debida.
Thyer lo miró sorprendido.
—¡Yo tampoco lo sabía! Por el amor de Dios, ¿cree que de haberlo sabido...?
—¡No! Claro que no —lo interrumpió Joseph—, pero se me ocurrió que quizás usted hubiese sido más consciente que yo de un trasfondo de emoción, una rivalidad, una afrenta, real o imaginada, o alguna clase de amenaza. —La verdad lo avergonzaba y le costaba reconocerla—. Yo estaba tan concentrado en el trabajo académico de los muchachos que apenas presté atención a sus demás pensamientos y sentimientos. Tal vez usted tuviera una perspectiva más amplia.
—Es usted un idealista —dijo Thyer, levantando su taza de té, aunque la agudeza de su mirada no carecía de amabilidad.
Joseph aceptó el comentario sin rechistar, pero para él constituía una crítica más dura de lo que Thyer pretendía.
—Y usted no puede permitirse serlo —respondió ¿Quién odiaba a Sebastian?
—Veo que no se anda con rodeos.
—En efecto. —Joseph esbozó una sonrisa—. Me parece que sería mejor que lo supiéramos antes que Perth, ¿no cree?
Thyer volvió a dejar la taza en el plato y miró a Joseph fijamente.
—La verdad es que muchas más personas de las que le gustaría pensar. Me consta que usted lo apreciaba mucho y que conocía a su familia, tal vez por eso le mostrara lo mejor de sí mismo.
Joseph respiró hondo.
—¿Y quién veía el otro lado? —preguntó.
Recordó de pronto la mala cara que había puesto Harry Beecher, sentado en el banco del Pickerel contemplando los botes en el río a la luz del ocaso, y la repentina tensión en su voz.
Thyer meditó por un instante.
—Casi todo el mundo, de una forma u otra. A ver, su trabajo era brillante, en eso llevaba usted razón y, además, se dio cuenta antes que nadie. Tenía aptitudes para llegar a destacar algún día, posiblemente como uno de los grandes poetas de la lengua inglesa. Pero le quedaba un largo trecho que recorrer para alcanzar una mínima madurez emocional. —Se encogió de hombros—. No es que la madurez emocional sea necesaria para un poeta. Byron y Shelley, por mencionar sólo a dos, no destacaron precisamente por ella. Y me inclino a pensar que si ambos se libraron de morir asesinados, fue más por suerte que por virtud.
—Eso no es muy concreto, que digamos —dijo Joseph, deseando poder dejar todo aquello en manos de Perth, contentándose con enterarse de quién lo había hecho sin llegar a conocer el porqué. Pero ya era demasiado tarde para eso.
Thyer suspiró.
—Bueno, siempre está la cuestión de las mujeres, supongo. Sebastian era guapo y disfrutaba ejerciendo sus encantos, así como el poder que eso le otorgaba. Tal vez con el tiempo habría aprendido a gobernarlo, aunque, por otra parte, podría haber ido a peor. Hace falta mucho carácter para tener poder y abstenerse de usarlo. Y él aún estaba muy lejos de eso. —Su rostro se tensó hasta conferirle una expresión extrañamente sombría—. Y, por supuesto, siempre cabe la posibilidad de que no se tratara de una mujer sino de un hombre. A veces ocurre, sobre todo en un lugar como Cambridge. Un hombre de más edad, un estudiante lleno de vitalidad, sueños, anhelos... —Se interrumpió. No era necesario dar más explicaciones ni nombrar los peligros que entrañaban.
Joseph oyó un ligero ruido en la entrada y al volverse vio a Connie de pie en el umbral, con la cara muy seria y una chispa de enojo en sus ojos oscuros.
—Buenos días, profesor Reavley.
Entró y cerró la puerta a sus espaldas. Llevaba un vestido de color añil, adecuado tanto para el calor como para la tragedia que afligía a sus huéspedes. La prenda, muy estrecha a la altura de las rodillas, realzaba su figura, y el color favorecía a su tez. Incluso en aquellas circunstancias daba gusto contemplarla.
—La verdad, Aidan, si tienes que ser tan franco, ¡al menos podrías serlo con más discreción! — dijo con aspereza, adentrándose en la habitación—. ¿Y si la señora Allard te hubiese oído sin querer? No soporta oír nada que no sean alabanzas sobre su hijo, lo cual me figuro que es bastante normal, habida cuenta de lo que ha ocurrido. No es que yo suponga que el muchacho fuese un santo, pocos de nosotros lo somos, pero así es como ella necesita verlo en este momento. Y, aparte de ahorrarle una crueldad innecesaria, lo último que deseo es tener que habérmelas con un ataque de histeria. —Apartó la vista de su marido, posiblemente sin advertir el cambio de expresión de su rostro, como si hubiese recibido un golpe que casi esperaba—. ¿Le apetece desayunar, profesor Reavley? —añadió—. No me cuesta nada pedir a la cocinera que le prepare algo.
—No, gracias —repuso Joseph, molesto consigo mismo por haber obligado a Thyer a hablar con tanta franqueza e incómodo por haber presenciado un momento de tensión conyugal—. Me temo que los comentarios del director han sido culpa mía —dijo dirigiéndose a Connie—. Le estaba preguntando porque creo conveniente que sepamos la verdad, a ser posible antes de que la policía saque a la luz los errores de juicio de cualquier estudiante, o de uno de nosotros, en realidad. La más insignificante rivalidad se convierte en una atrocidad imposible de olvidar. — Estaba hablando más de la cuenta, dando más explicaciones de las precisas, pero no podía detenerse—. Los estudiantes se están poniendo nerviosos, a la defensiva, y sospechan los unos de los otros. He presenciado media docena de discusiones que han acabado a puñetazos en estos últimos días, y al menos dos personas que conozco han dicho mentiras estúpidas, no para ocultar el crimen sino porque se sienten en evidencia. Me he resistido a admitirlo hasta que Perth ha ido a verme esta mañana, y la situación no hará más que empeorar mientras no se sepa la verdad.
Connie se sentó a la cabecera de la Mesa, venciendo la estrechez de la falda con una gracia extraordinaria, y Joseph percibió el leve perfume de muguete que llevaba. Lo invadió un sentimiento de pérdida por Alys, que por un momento resultó abrumador.
Si Connie se percató, tuvo la delicadeza suficiente para obviarlo.
—Supongo que tiene razón —concedió—. A veces el miedo es peor que la verdad. Al menos la verdad sólo arruinará la vida de una persona. ¿O acaso estoy equivocada?
Thyer dio muestras de ir a decir algo, pero cambió de parecer y permaneció callado.
—Sí... Lo siento, pero creo que sí —dijo Joseph—. Los estudiantes me han preguntado si deberían contar al inspector lo que saben acerca de Sebastian, o si deben ser fieles al recuerdo de éste y ocultarlo. Les he dicho que cuenten la verdad y, debido a ello, Foubister y Morel, que han sido amigos desde que ingresaron, han reñido de tal modo que ambos se sienten traicionados. Y todos nos hemos enterado de cosas sobre los demás que hubiésemos preferido no saber.
Sin mirar a su marido, Connie tendió la mano y la apoyó en el brazo de Joseph.
—Me temo que al parecer la ignorancia es un lujo que ya no podemos permitirnos. Sebastian era encantador, y sin duda poseía talento, pero también presentaba facetas más oscuras. Me consta que usted hubiese preferido no verlas, y su caridad habla mucho en su favor...
—No, no es cierto —la contradijo Joseph abatido—. No lo hacía por generosidad de espíritu sino para protegerme a mí mismo. Más bien creo que habría que llamarlo cobardía.
—Es demasiado severo consigo mismo —opinó Connie con suma ternura. La delicadeza de su rostro siempre le había gustado. Se detuvo un instante a pensar, con un respeto que lo sorprendió, lo afortunado que era Aidan Thyer.
—Gracias —dijo Joseph con una sonrisa—. Es muy generoso de su parte, pero digamos la verdad sobre nosotros también. Creo que es lo menos que podemos hacer ahora.
Al atardecer, Joseph fue, como de costumbre, al reservado de los profesores para disfrutar de unos momentos de camaradería y descanso antes de pasar a cenar. En cuanto entró vio a Harry Beecher sentado en uno de los cómodos sillones que había junto a la ventana, sosteniendo en la mano un vaso de lo que parecía ginebra con tónica.
Joseph fue a reunirse con él, contento de encontrarlo allí. Había compartido muchos años de amistad con Beecher y nunca había hallado en él una pizca de mezquindad ni ese ensimismamiento que lleva a la gente a no percibir los sentimientos del prójimo.
—¿Lo de costumbre, señor? —preguntó el camarero, y Joseph aceptó, tomando asiento muy a gusto en la lujosa familiaridad del entorno, de las personas que había conocido y encontrado tan agradables a lo largo de aquel último y difícil año. En su mayoría pensaban como él. Tenían el mismo patrimonio cultural y los mismos valores. Las discrepancias eran de orden menor yen general añadían interés a lo que de otro modo seguramente habría acabado siendo insulso. Poner en entredicho una idea constituía la sal de la vida. Que siempre le dieran la razón a uno tenía que conducir a una soledad insoportable a la larga, como estar anclado entre infinitos espejos de la mente, estériles de toda novedad.
—Parece que el presidente francés va a ir a Rusia para hablar con el zar —comentó Beecher, dando un sorbo a su vaso.
—¿Acerca de Serbia? —preguntó Joseph, aunque se trataba de una pregunta retórica. La respuesta era obvia.
—Menudo lío. —Beecher sacudió la cabeza—. Walcott piensa que habrá guerra. —Walcott era catedrático de Historia Moderna y ambos lo conocían medianamente bien—. Aunque podría ser un poco más discreto con sus opiniones. —Hizo una mueca de desagrado—. Bastante caldeado está ya el ambiente para echar más leña al fuego.
Joseph tomó el vaso que le ofreció el camarero, le dio las gracias a éste y aguardó a que se alejara.
—Sí, tienes razón —dijo apenado—. Varios estudiantes me han hablado de ello. No es de extrañar que estén inquietos.
—Incluso en el peor de los casos, supongo que no nos veremos envueltos. —Beecher desechó la idea y tomó otro sorbo de ginebra—. Pero en caso de que sí nos veamos implicados, pongamos que para ayudar, me pregunto a quién. —Enarcó las cejas con expresión de ironía—. No parece que estemos demasiado preocupados por los austriacos o los serbios, la verdad; pero sea como fuere, nosotros no cumplimos el servicio militar. Todos nuestros soldados son voluntarios. — Sonrió torciendo el gesto—. En mi opinión están muy alterados por la muerte de Sebastian Allard, y eso es lo que en verdad les preocupa. Alguien lo mató. —Apretó un momento los labios—. Y, por desgracia, según indican las pruebas, debió de hacerlo un miembro de este colegio. —Miró a Joseph con súbita e intensa franqueza—. Supongo que no tienes ninguna idea, ¿verdad? No considerarías un deber religioso proteger a...
—¡No, claro que no! —exclamó Joseph, perplejo. Todavía brotaba una furia encendida en su fuero interno al pensar en la vitalidad y los sueños de Sebastian segados. En su lugar sólo había quedado una hiriente desolación, teñida de remordimiento y culpabilidad. Y ésa siempre estaría ahí, olvidada por un tiempo para luego reaparecer como el estribillo de una vieja canción, sorprendiendo a la mente con una punzada de dolor—. No sé nada —añadió, muy serio—. Pero siento el deber de saberlo. He repasado cuanto recuerdo de los últimos días que vi a Sebastian pero estuve fuera, debido al fallecimiento de mis padres, durante bastante tiempo justo antes de que lo mataran. No pude ver nada.
—¿Piensas que era previsible? —preguntó Beecher con curiosidad. Se olvidó de su bebida sin terminar.
—No lo sé —admitió Joseph—, pero no puede haber sucedido sin un motivo que fuera en aumento durante cierto tiempo, salvo si se trató de un accidente, lo cual constituiría la mejor respuesta posible, por descontado. Aunque no acierto a imaginar qué sucedió en ese caso. ¿Tú sí?
—No —respondió Beecher con contenido pesar. La luz del ocaso a través de los ventanales resaltaba las pequeñas arrugas que rodeaban su boca y sus ojos. Estaba más cansado de lo que reconocía y quizá mucho más preocupado también—. No, me temo que sería llevarse a engaño — agregó—. Alguien lo mató con toda la intención. Y no sé si deberíamos haberlo visto venir o no. — Alcanzó de nuevo su vaso, dio un sorbo y lo saboreó, aunque se adivinaba que no le causaba ningún placer. Su expresión era tensa, introvertida—. Desde luego su trabajo estaba empeorando estas últimas semanas. Y, para serte sincero —lanzó a Joseph una mirada de disculpa—, últimamente percibí un tono más duro y cierta falta de delicadeza. Pensé que podía deberse a una incómoda transición de un estilo a otro, efectuada sin la gracia que le caracterizaba. —Lo dijo casi como una pregunta.
—¿Pero? —instó Joseph. Sabía que a Beecher no le gustaba Sebastian y no tenía ganas de oír lo que iba a decirle, pero no podía seguir pasando por alto la verdad, por más valiosas que fueran las ilusiones que ésta pudiera romper.
—Pero mirándolo en perspectiva, no se trataba tan sólo de su trabajo —dijo Beecher—. Saltaba por nada, tenía el genio más vivo que de costumbre. Daba la impresión de no dormir bien y, hasta donde yo sé, se vio envuelto en un par de riñas de lo más estúpidas.
—¿Riñas por qué? ¿Con quién?
—Por la guerra y el nacionalismo —respondió Beecher—, ideas equivocadas sobre el honor. Y con varias personas, con cualquiera lo bastante idiota como para apasionarse por el tema.
—¿Por qué no me lo dijiste?
Joseph se asustó. No había visto nada por el estilo. ¿Había estado totalmente ciego? ¿O acaso Sebastian se lo había ocultado de forma deliberada? ¿Lo había hecho para protegerse porque deseaba conservar la imagen que Joseph se había formado de él, y así contar con una persona que consideraba sólo los aspectos positivos de su carácter? ¿O acaso no confiaba en él, sencillamente, y su amistad sólo era producto de la imaginación y la vanidad de Joseph?
Beecher estaba incómodo. Joseph lo notó en su rostro, en el modo en que deseaba apartar la vista, evitando hacerlo porque sabía que entonces delataría lo que en verdad pensaba.
—Di por sentado que Sebastian confiaba en ti —dijo—. Hasta el otro día no caí en la cuenta de que no era así. Lo lamento.
—No dijiste nada en su momento —señaló Joseph—. Reparaste en que algo malo le pasaba, pero no me preguntaste si yo también lo había advertido y sabía de qué se trataba. Tal vez juntos hubiésemos podido hacer algo al respecto.
Beecher miró un poco más allá de Joseph; esta vez no fue una estratagema sino fruto de la concentración.
—Sebastian no me caía tan bien como a ti —dijo despacio—. Percibía su encanto, pero también el modo en que lo usaba. Me planteé preguntarte si sabías qué era lo que tanto le preocupaba, pues creo que se trataba de algo profundo. En realidad lo saqué a colación una vez, y sin embargo no te diste por aludido. Alguien nos interrumpió y no volví a mencionarlo. No quería discutir contigo.
Levantó los ojos, brillantes y llenos de preocupación y, por una vez, carentes de toda chispa de humor.
Joseph quedó anonadado. Había esperado dolor, pero aquel golpe fue mucho más duro de lo previsto. Beecher había intentado protegerlo porque pensaba que Joseph no era lo bastante fuerte para aceptar la verdad o enfrentarse a ella. Había creído que se apartaría de un amigo con tal de no mirarla de frente.
¿Cómo era posible? ¿Qué había dicho o hecho Joseph para que incluso Beecher lo considerase no sólo ciego sino moralmente cobarde?
¿Era por eso por lo que no le había contado nada Sebastian? se había referido al miedo a la guerra y a la destrucción de la belleza que amaba, pero desde luego eso no bastaría para trastornarlo del modo que Beecher había dado a entender. Y, obviamente, había comenzado semanas antes de que se cometiera el magnicidio en Sarajevo.
Elwyn se le había echado encima al instante cuando Joseph mencionó ese miedo, negando acaloradamente que Sebastian fuese un cobarde, acusación que a Joseph jamás se le había ocurrido lanzar. ¿Debería haberlo hecho? ¿Acaso Sebastian se había sentido incapaz, por miedo, de confiárselo a Joseph, quien supuestamente era su amigo? ¿Qué valía aquella amistad, si uno tenía que llevar una máscara para ocultar los pensamientos que realmente le dolían y sentía la necesidad de presentar un rostro más agradable por el bien de Joseph?
No gran cosa. Sin sinceridad, compasión y voluntad de entendimiento, devenía poco más que una relación social y, para colmo, ni siquiera de las buenas.
La condescendencia de Beecher no era mejor. Había piedad en ella, incluso amabilidad, pero carecía de ecuanimidad y, por descontado, de respeto.
—Ojalá lo hubiese sabido —dijo Joseph con amargura—. Ahora lo único que nos queda es que alguien lo odiaba tan incontrolablemente que fue a su habitación de madrugada y le pegó un tiro en la cabeza. Eso es un odio muy profundo, Harry. No sólo no supimos verlo antes, sino que tampoco acertamos a verlo ahora, ¡y sabe Dios que tengo los ojos bien abiertos!
Al día siguiente, entrada la mañana, Joseph fue .a ver a Mary y Gerald Allard, quienes seguirían instalados en casa del director al menos hasta el funeral, que la policía había retrasado debido a la investigación. Se conocían desde hacía tiempo. No se le ocurría nada que decir para aliviar su pesar, pero eso no lo eximía de la obligación de manifestar su preocupación. Por otra parte, debía enterarse por ellos de cuanto pudiera ayudarlo a conocer mejor a Sebastian.
—Pase —dijo Connie en cuanto la sirvienta lo condujo del vestíbulo a su sala de estar. Joseph vio de inmediato que ninguno de los Allard se encontraba aún allí. Esto le permitía retrasar un poco más el encuentro, y se avergonzó por sentirse tan aliviado.
—Siéntese, profesor Reavley —lo invitó Connie, con una sonrisa y un brillo de humor cómplice en los ojos, como si le leyera el pensamiento.
Joseph aceptó. La habitación era de lo más ecléctica. Por supuesto, formaba parte del colegio y no había forma de introducir grandes cambios, pero Thyer tenía un gusto conservador y casi toda la casa estaba amueblada en consecuencia. No obstante, aquella habitación era el feudo de su esposa, y una bailaora de flamenco daba vueltas como un remolino escarlata en el cuadro que había encima de la repisa de la chimenea. Irradiaba vitalidad. Se trataba de una obra un poco tosca y de bastante mal gusto, pero de un colorido espléndido. Joseph sabía que Thyer la detestaba. Le había regalado un moderno y costoso cuadro impresionista que le disgustaba, pensando que a ella le complacería y que al menos sería digno de estar colgado en la casa. Ella lo había aceptado y lo había puesto en el comedor. Tal vez sólo Joseph supiera que tampoco le gustaba.
Se sentó junto a la manta marroquí de vivos tonos tierra y se arrellanó, sin prestar ninguna atención al gran narguile de latón que ocupaba la mesa contigua. Por extraño que pudiera parecer, encontró acogedor el insólito ambiente de la sala.
—¿Cómo está la señora Allard? —preguntó.
—Debatiéndose entre la pena y la ira —contestó Connie con irónica sinceridad—. No sé qué hacer por ella. El director tiene que continuar atendiendo a sus obligaciones para con el resto del colegio, por supuesto, pero yo he estado haciendo lo poco que está en mi mano para cuidar al menos de su bienestar físico, aunque confieso que me veo impotente. —Le dedicó una sonrisa espontánea y sincera—. ¡Me alegra tanto que haya venido! Estoy desesperada. Nunca sé si lo que digo está bien o mal.
Joseph se sintió vagamente cómplice, lo cual lo tranquilizó.
—¿Dónde se encuentra ahora? —preguntó.
—En Fellow's Garden —contestó Connie—. Ese policía la interrogó ayer por la tarde y ella lo amonestó porque todavía no había arrestado a nadie. —Adoptó una expresión más seria, apretando un poco los labios en un gesto de lástima—. Dijo que no podía haber más de una o dos personas que odiaran a Sebastian y que por tanto tendría que resultar bastante sencillo encontrarlas. —Bajó la voz—. Me temo que eso no es del todo cierto. El trato con Sebastian no siempre resultaba fácil. Veo a esa pobre muchacha, la señorita Coopersmith, y me pregunto qué estará sintiendo. Su rostro no me dice nada, y la señora Allard está tan ensimismada en su pérdida que apenas le dedica ninguna atención.
Joseph no se sorprendió, aunque lo lamentó.
—El bueno de Elwyn hace cuanto puede —prosiguió Connie—, pero ni siquiera él consigue consolar a su madre. Aunque me parece que es un buen apoyo para su padre. Me parece que está pasando un verdadero calvario.
No entró en detalles, y sus ojos buscaron los de Joseph con un amago de sonrisa.
Joseph la entendió perfectamente pero no estaba dispuesto a permitir que ella lo viera, al menos por el momento. La debilidad de Gerald le inspiraba una piedad desgarradora, y eso le obligaba a ocultarlo, incluso ante Connie.
Se puso de pie.
—Gracias. Me ha brindado la oportunidad de ordenar mis ideas. Creo que más vale que vaya a hablar con la señora Allard aunque no vaya a servir de mucho.
Connie asintió con la cabeza y lo condujo por el pasillo hasta la puerta lateral que daba al jardín. Joseph le dio las gracias de nuevo y salió al sol, al calor quieto y perfumado donde las flores resplandecían en una profusión de rojos y púrpuras, bordeando los caminos enlosados con esmero que discurrían entre los arriates. Llameantes capuchinas se derramaban de una vasija vieja de terracota dejada caer de lado. Agujas de salvia azul formaban un solemne telón de fondo para un derroche de pensamientos que rivalizaban para llamar la atención. Las espuelas de caballero se alzaban casi hasta el nivel de los ojos y las desgreñadas clavelinas desprendían su perfume embriagador. Una mariposa iba haciendo eses como un alegre borrachín y el zumbido de las abejas ponía una constante y adormecedora música de fondo.
Mary Allard estaba de pie en medio del jardín contemplando un macizo de oscuras rosas burdeos. Iba vestida de luto riguroso y Joseph no pudo por menos de pensar que debía de estar asándose de calor. A pesar del sol, no llevaba velo ni se protegía con una sombrilla. La luz intensa resaltaba las pequeñas arrugas de su piel, reveladoras del dolor que le devoraba las entrañas.
—Señora Allard —dijo en voz baja.
La súbita tensión de su cuerpo bajo la seda hizo evidente que no se había percatado de su presencia.
—¡Reverendo Reavley!
No agregó nada más, pero tanto su porte como su mirada tenían algo de desafío. Aquel encuentro iba a ser más arduo de lo que Joseph había pensado.
—He venido a verla —dijo él, aun sabiendo que se trataba de una perogrullada, pero preguntarle cómo se encontraba hubiese sido igualmente vano. La aflicción la atormentaba y cualquiera podía verlo a simple vista.
—¿Tiene alguna novedad sobre quién mató a Sebastian? —inquirió Mary Allard—. ¡Ese policía es un perfecto inútil! Estoy empezando a pensar que no quiere descubrirlo. Da la impresión de no entender nada.
Joseph cambió de estrategia sobre la marcha. Cualquier intento por consolarla estaba condenado al fracaso, así que trataría de averiguar lo que le interesaba, lo cual, a fin de cuentas, también era lo que ella quería saber.
—¿El inspector le ha dicho qué piensa? —preguntó Joseph.
Lo miró perpleja, como si hubiese esperado que Joseph le llevara la contraria e insistiese en que Perth estaba haciendo cuanto podía, o que lo defendiera arguyendo lo difícil que era su cometido.
—Anda por ahí buscando razones para odiar a Sebastian —contestó con mordacidad—. Envidia, ésa es la única razón. Se lo he dicho, pero no me hace caso.
—¿Por motivos académicos? —preguntó Joseph. ¿O quizá personales? ¿Por algo en concreto?
—¿Por qué? —Mary Allard dio un paso hacia él—. ¿Se ha enterado de algo?
—No —repuso Joseph—, pero tengo muchas ganas de descubrir quién mató a Sebastian, por un sinnúmero de razones.
—¡Para ocultar su propio fracaso! —espetó Mary—. ¡Fue idea suya que lo mandáramos aquí a estudiar! Lo pusimos en sus manos y usted ha dejado que un... ser... lo matara. ¡Quiero que se haga justicia! —Las lágrimas asomaron a sus ojos, y apartó la mirada—. Nada va a devolvérmelo — añadió con voz ronca—, pero quiero que el culpable sufra las consecuencias.
Joseph no encontró el modo de defenderse. Mary tenía razón: había fracasado en proteger a Sebastian porque sólo había visto lo que había querido ver, obviando las envidias y odios que sin duda el muchacho suscitaba. Había pensado que trataba con la verdad, con una visión más elevada y sensata del hombre, cuando en realidad había buscado su propia comodidad.
Tampoco tenía sentido discutir sobre la justicia o decirle que no le aportaría ningún alivio. Moralmente estaba mal, y era casi seguro que nunca llegaría a saber toda la verdad sobre lo sucedido. Decirle que lo mejor era mostrarse piadoso, y así como ella necesitaría piedad cuando le llegara la hora del juicio, no haría más que incrementar su furia. No lo escucharía. Y si era sincero, su propia cólera por la violencia y la muerte sin sentido estaba tan a flor de piel que hubiese sido una hipocresía soltarle un sermón. No podía olvidar cómo se había sentido en la carretera de Hauxton al comprender lo que significaban las marcas de los abrojos y formarse una imagen mental de lo que había ocurrido allí.
—Yo también quiero que sufra —confesó Joseph en voz baja. Mary levantó la cabeza y se volvió lentamente hacia él con los ojos muy abiertos.
—Perdóneme —susurró—. Pensaba que iba a darme un sermón. Gerald no para de repetir que no debería sentirme así, que no es propio de mí lo que digo y que luego me arrepentiré de haberlo dicho.
— Yo también, tal vez —admitió Joseph con una sonrisa—. Pero así es como me siento ahora.
Mary volvió a torcer el gesto.
—¿Por qué le hicieron esto, Joseph? ¿Cómo es posible envidiar tanto? ¿Acaso lo normal no sería amar la belleza de la mente y desear ayudarla y protegerla? Le he preguntado al director si Sebastian era candidato a premios u honores en detrimento de otros compañeros, pero me ha dicho que no le consta que sea así. —Juntó sus oscuras cejas—. ¿Cree... que pudo hacerlo una mujer? ¿Una muchacha enamorada, obsesionada con él, que no aceptaba verse rechazada? Las chicas son capaces de ponerse muy histéricas. A veces piensan que un hombre siente algo por ellas cuando no se trata más que de una admiración pasajera, poco más que buenos modales, en realidad.
—Podría ser por causa de una mujer... —comenzó Joseph.
—¡Claro que sí! —lo interrumpió Mary, aferrándose con avidez a la idea. Se le iluminó el rostro, y se relajó un poco. Joseph reparó en el brillo de la seda del vestido y en la tirantez que presentaba en los hombros—. ¡Esto sí tiene sentido! ¡Una muchacha enamorada de Sebastian y un rival celoso al sentirse traicionado por ella! —Alargó una mano titubeante y la posó en el brazo de Joseph—. Se lo agradezco. Al menos ha conseguido dar sentido a las tinieblas. Si su intención era consolarme, lo ha conseguido y le quedo agradecida.
No era así como Joseph había previsto triunfar, pero tampoco sabía cómo retractarse. Recordó a la muchacha que había visto en la calle frente a Eaden Lilley's y lo que Eardslie le había dicho sobre Morel, y deseó no haberse enterado de nada de aquello.
Seguía buscando una respuesta cuando Gerald Allard entró al jardín por la verja que daba al patio, caminando con mucho cuidado por el centro del sendero entre los macizos de nébedas y clavelinas. Joseph tardó un momento en darse cuenta de que su comedida forma de andar se debía al hecho de que a pesar de la hora que era ya había tomado más de lo que podía absorber. Miró con curiosidad a Joseph y luego a su esposa.
Mary frunció el entrecejo al verlo.
—¿Cómo te encuentras, querida? —inquirió él muy solícito—. Buenos días, Reavley. Agradezco su amable visita. No obstante, me parece que deberíamos hablar de otras cosas durante un rato. Resulta...
—¡Basta ya! —dijo Mary entre dientes—. ¡No puedo pensar en otras cosas! ¡No quiero intentarlo siquiera! ¡Sebastian está muerto! ¡Alguien lo mató! ¡Mientras no sepamos quién fue y le veamos arrestado y ahorcado, no hay ninguna otra cosa!
—Querida, deberías... —comenzó Gerald.
Mary giró en redondo y la fina seda de la manga se le enganchó con una espina de rosal. Se marchó hecha una furia, indiferente al roto de la tela, y desapareció por la puerta de la sala de estar de la casa del director.
—Lo siento —musitó Gerald con torpeza—. Realmente no sé... —No terminó la frase. La había empezado sin saber qué iba a decir y su rostro lo reflejó con claridad.
—He conocido a la señorita Coopersmith —dijo Joseph de pronto—. Me pareció una muchacha muy agradable.
—Oh... ¿Regina? Sí, es encantadora —convino Gerald—. Buena familia; los conozco desde hace años. Su padre es propietario de una gran finca no lejos de aquí, por la parte de Madingley.
—Sebastian nunca me habló de ella.
Gerald hundió más las manos en los bolsillos.
—¿No? Tampoco es que me sorprenda. Quiero decir... —Volvió a interrumpirse.
Joseph aguardó.
—Bueno, son vidas aparte —prosiguió Gerald un tanto incómodo—. La de casa... y la de aquí. Esto es un mundo de hombres.
—Hizo un amplio y vacilante ademán con el brazo—. No es el mejor lugar para hablar de mujeres, ¿no le parece?
—¿Cuenta con la aprobación de la señora Allard?
Gerald abrió desmesuradamente los ojos.
—¡Ni idea! ¡Sí! Bueno, supongo... Sí, tenía que gustarle la chica.
—Lo ha expresado en pasado —señaló Joseph.
—Oh! Bueno, Sebastian está muerto, ¿verdad? Dios nos asista. —Encogió un poco los hombros—. La próxima Navidad será insoportable. Siempre la pasamos con la hermana de Mary, ¿sabe? Una mujer temible. Tres hijos. Todos triunfadores, cada uno en lo suyo. Orgullosa como Lucifer.
Joseph no supo qué decir. Lo más probable era que luego Gerald lamentara haber hecho aquella observación. Más valía no ahondar en el asunto. Con el calor como pretexto, dejó a Gerald vagando sin rumbo entre las flores y volvió a entrar en la casa.
Se dirigió a la sala de estar para dar las gracias a Connie antes de marcharse. Vio la figura de una mujer de pie junto a la chimenea, y pese a que era más o menos de una misma estatura y complexión que Connie, supo al instante que se trataba de otra persona. Las palabras murieron en sus labios cuando reparó en el elegante vestido negro, con una amplia faja en la cintura y una especie de túnica doble plisada cubriendo la falda larga y estrecha.
La mujer se volvió y exclamó con expresión de alivio.
—¡Reverendo Reavley! Qué agradable sorpresa.
—Señorita Coopersmith. ¿Cómo está usted? —Cerró la puerta a sus espaldas. Aprovecharía la ocasión para hablar con ella, que había conocido una faceta de Sebastian que él ignoraba por completo.
Regina encogió levemente los hombros en un ademán de pesadumbre.
—Esto me resulta difícil. Realmente no sé qué estoy haciendo aquí. Contaba con ser de algún consuelo para la señora Allard pero me consta que no lo consigo. La señora Thyer es muy amable conmigo, pero ¿qué se hace con una prometida que no es viuda? —Su rostro decidido y franco adoptó una expresión burlona para disimular la humillación que sentía—. Soy un huésped imposible para mi anfitriona.
Soltó una risilla nerviosa y Joseph se dio cuenta de lo poco que le faltaba para perder el dominio de sí misma.
—¿Hacía mucho que conocía a Sebastian? —preguntó—. Yo sí, pero sólo la faceta académica de su vida.
Se hacía raro decirlo en voz alta; no había imaginado que fuese cierto y en ese momento resultaba incuestionable.
—Ésa era la faceta más destacada —contestó Regina—. Le importaba más que cualquier otra cosa, creo. Por eso le aterraba tanto la posibilidad de que estallara una guerra.
—Sí. Me habló de sus temores uno o días antes de que... muriera. —Joseph recordó el largo paseo que habían dado por los Backs al atardecer como si hubiese tenido lugar la víspera. Aún recordaba la luz del ocaso en el rostro de Sebastian, el apasionamiento de éste al referirse a la destrucción de la belleza, que tanto temía.
—Viajó mucho este verano —prosiguió Regina con la mirada perdida—. No solía hablar de ello, pero cuando lo hacía saltaba a la vista lo mucho que le importaba. Me parece que fue usted, reverendo, quien le enseñó a apreciar el encanto y la importancia de todos los pueblos, a abrir la mente y contemplar el mundo sin prejuicios. No sabe lo mucho que se entusiasmaba. Deseaba ardientemente vivir con más... —buscó la palabra— abundancia de la que uno conoce cuando se encierra en los límites del nacionalismo.
Al oírla, Joseph recordó otras cosas que Sebastian había dicho sobre la riqueza y la diversidad de Europa, pero no la interrumpió.
Regina continuó, controlando su trémula voz con dificultad.
—Pese a ese gran entusiasmo por otras culturas, sobre todo por las antiguas, en el fondo era tremendamente inglés, ¿sabe?—Se mordió el labio inferior para salvar un momento de titubeo, procurando serenarse antes de continuar—. Habría dado cualquier cosa con tal de proteger la belleza de este país, las cosas pintorescas y curiosas que posee, la tolerancia y la excentricidad, la grandeza y los pequeños secretos que uno descubre a solas. Habría dado la vida para salvar un brezal con sus alondras o un bosque lleno de jacintos silvestres. —La voz estuvo a punto de quebrársele—. Un lago frío con juncos, una costa solitaria donde la luz cae sobre pálidas barras de arena... —Tragó saliva—. Cuesta creer que todo eso siga igual y que él ya no pueda verlo.
Joseph se emocionó hasta el punto de sentirse incapaz de hablar, y sus pensamientos abrazaron también a su padre y a la multitud de cosas que éste valoraba.
—Pero cada cual ama lo que ama, ¿no es cierto? —añadió Regina mirándolo fijamente—. Y había aspectos de él que yo desconocía por completo. A veces se ponía furioso cuando pensaba en lo que algunos políticos estaban haciendo, en el modo en que permitían que Europa se viera abocada a la guerra porque estaban demasiado ocupados en proteger sus pocos kilómetros cuadrados de territorio. Detestaba profundamente la patriotería. Yo le he visto rojo de rabia, casi incapaz de hablar por la ira que le inspiraba. —Suspiró—. ¿Cree que habrá guerra, señor Reavley? ¿Vamos camino de una catástrofe como nunca se ha visto antes? Eso es lo que él temía, ¿sabe? Deseaba tanto la paz!
Joseph volvió a visualizar el semblante de Sebastian bajo la luz del ocaso con la misma claridad que si se encontrara en la habitación con ellos.
—Sí, lo sé —dijo con voz temblorosa—. Me consta.
—Me pregunto si se sorprendería al ver la confusión que ha sembrado al marcharse... —Regina soltó una brevísima carcajada, semejante aun hipido—. Se nos enciende la sangre tratando de averiguar quién lo mató y, ¿sabe una cosa?, no estoy segura de si quiero descubrirlo. ¿Es perverso o irresponsable por mi parte?
—Me parece que no tenemos elección —contestó Joseph—. Nos veremos obligados a saberlo.
—¡Me da tanto miedo! —Regina lo miró, buscando en su rostro algún indicio de comprensión.
—Sí —convino Joseph—. A mí también.
*   *   *


7
La tarde del viernes 17 de julio, Matthew volvió a salir de Londres en su coche, rumbo a Cambridge. Una brisa ligera amontonaba nubes que formaban brillantes torres de luz en lo alto de un cielo azul cobalto. Hacía un tiempo perfecto para conducir más allá de los limites de la ciudad. El campo abierto se extendía delante de él, y aumentó la velocidad hasta que sintió que el viento tiraba de su pelo y le aguijoneaba la cara, haciendo que se preguntase cómo sería volar.
Hacia las siete y cuarto llegó a Cambridge, donde se vio obligado a aminorar la marcha hasta circular a ritmo de paseo. Enfiló Trumpington Road con el río a su izquierda y Lammas Land en la otra orilla, pasando por Fitzwilliam, Peterhouse, Pembroke y Corpus Christi para luego subir por la elegante y amplia King's Parade, con sus tiendas y casas a mano derecha y sus intrincadas rejas de hierro forjado a mano izquierda. Dejó atrás las ornamentadas agujas de la tapia que cerraba el patio delantero de King's College y después la clásica perfección de Senate House, con Great St. Mary's enfrente, y las hermosas torres de Gonville and Caius, Trinity y por último St. John's.
Detuvo el coche junto a la verja principal y se apeó. Sentía las piernas entumecidas, y le hizo bien estirarlas un poco. Fue hasta la portería y se disponía a decirle a Mitchell quién era y que venía a visitar a Joseph cuando aquél lo reconoció.
En cuestión de un cuarto de hora tenía el coche estacionado a buen recaudo y se encontraba en la habitación de Joseph. El sol dibujaba manchas brillantes sobre la alfombra y hacía brillar las letras doradas de los libros de la estantería. El gato del colegio, Bertie, dormitaba y de vez en cuando movía la cola.
Joseph estaba sentado en la sombra, pero aun así Matthew percibió la fatiga y la incertidumbre pintadas en su semblante. Tenía los ojos hundidos pese a ser de pómulos altos y presentaba un aspecto en general demacrado.
—¿Saben ya quién mató a Sebastian? —preguntó Matthew.
—No. —Joseph negó levemente con la cabeza—. En realidad, me parece que no tienen la más remota idea.
—¿Cómo está Mary Allard? Me han dicho que se hospeda aquí.
—Sí. Ella y Gerald se alojan en casa del director. El funeral se ha celebrado hoy. Ha sido espantoso.
—¿No han vuelto a su casa?
—Todavía abrigan esperanzas de que la policía descubra algo en cualquier momento.
Matthew lo miró preocupado. Su hermano daba la impresión de no poseer ninguna vitalidad, como si algo en su fuero interno se hubiese agotado.
—Joe, ¡tienes un aspecto horrible! —exclamó de golpe—. ¿Crees que vas a recuperarte?
Se trataba de una pregunta vana, pero tenía que hacerla. Le constaba que Joseph apreciaba mucho a Sebastian Allard, y conocía su profundo sentido de la responsabilidad, el cual a veces hacía que se tomara las cosas demasiado a pecho. ¿Acaso aquel golpe adicional había sido demasiado para él?

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