¡Porque
estaba, obvia y desesperadamente, solo! Habría dado cualquier cosa por tener a
Eleanor allí, estrecharla entre sus brazos, dejar que lo sostuviera, que
aliviara su pesar compartiendo con él la pérdida.
Sus padres
habían muerto aplastados por culpa de un documento. ¡Y ahora Sebastian! Su
cerebro destruido, hecho trizas por un impacto de bala.
Todo estaba
desvaneciéndose, todo lo que era bueno y valioso y que daba luz y sentido. ¿Qué
quedaba que aún se atreviera a amar? ¿Cuánto tardaría Dios en destruirlo y
arrebatárselo?
Jamás
volvería a permitir que sucediera. No estaba dispuesto a sufrir otro revés como
aquél. Se veía incapaz de exponerse de nuevo al dolor.
La
costumbre le dijo que no era culpa de Dios. ¿Cuántas veces lo había explicado a
otras personas con el alma destrozada por algo que no podían soportar?
¡Sí que lo
era! ¡Podría haber hecho algo! Sino. era capaz, ¿de qué le servía ser Dios?
Y la fría
voz de la razón decía: «Dios no existe. Estás solo.» Ésa era la peor de todas
las verdades: la soledad. Aquella palabra constituía una especie de muerte.
Permaneció
quieto, de pie, por espacio de varios minutos, sin ningún pensamiento coherente
en la cabeza. Poco a poco dejó de sentir frío. Estaba demasiado enojado.
Alguien había matado a John y Alys Reavley y él no tenía recursos para
averiguar quién o por qué. Allí fuera, en el mundo, se tramaba una
conspiración, a saber de qué alcance.
Lo
asaltaron recuerdos de entretenidas mañanas trabajando en el jardín, de John
contando chistes interminables, del olor almizclado del muguete, de Hannah
cepillando el pelo de Alys, de cenas de domingo.
Se apoyó
contra la repisa de la chimenea y lloró, renunciando por fin a contenerse y
dejándose llevar por la aflicción.
* * *
A media
mañana seguía presentando el rostro ceniciento pero había recobrado la
serenidad. La asistenta, una mujer mayor que se encargaba de limpiar y arreglar
las habitaciones de aquella escalera, había pasado por la suya, temblorosa y
llorosa, y había llevado a cabo su tarea. La policía había llegado, encabezada
por un tal inspector Perth, un hombre de aspecto muy corriente, de estatura
normal, con entradas, unas cuantas canas y los dientes, de los que le faltaban
dos, torcidos. Hablaba con calma pero se desenvolvía con una determinación
inquebrantable, y aunque se mostró amable con los afligidos y nerviosos estudiantes,
no permitió que ninguna de sus preguntas quedara sin contestar.
En cuanto
averiguó que el decano se encontraba ausente, en Italia, y que Joseph era
clérigo, le pidió que se quedara cerca.
—Quizá me
sirva de ayuda —dijo, asintiendo con la cabeza. No explicó si pensaba que así
sería más probable que los estudiantes di—j eran la verdad o si quería contar
con él para consolar a los afligidos.
»Al parecer
nadie entró ni salió durante la noche —dijo Perth, mirando a Joseph con sus
penetrantes ojos grises. Estaban solos en el pabellón del bedel, tras mandar a
Mitchell a hacer un recado—. Nadie ha forzado la entrada. Mis hombres han
recorrido todo el recinto. Lo lamento, padre, pero parece que a su joven señor
Allard, el muerto, se entiende, le disparó alguien que estaba dentro de este
colegio. El forense quizá sepa decirnos a qué hora, pero eso no cambia las
cosas en cuanto a quiénes se encontraban aquí. Estaba levantado, vestido y
concentrado en sus libros...
—Le he
tocado la mejilla — interrumpió Joseph—. Cuando he ido a ver qué ocurría. No
estaba fría..., quiero decir.., no del todo.
Se
estremeció al recordarlo. De eso hacía tres horas. Ahora ya estaría frío. El
espíritu, los sueños y la sed de aprender que lo hacían excepcional se habrían
disuelto en... ¿qué? Sabía de sobras cuál se suponía que era la respuesta...,
pero en su fuero interno ningún ardor la corroboraba.
Perth
asentía con la cabeza, mordiéndose el labio inferior.
—Eso
encaja. A juzgar por lo que me han explicado, diría que la víctima conocía a su
asesino. Usted conocía al joven caballero, padre. ¿Era la clase de muchacho que
dejaría entrar a un desconocido a esas horas, creemos que hacia las cinco y
media, mientras se encontraba estudiando?
—No. Se
trataba de un estudiante muy serio —respondió Joseph—. Semejante intromisión le
habría molestado. Normalmente nadie pasa a visitar a un compañero antes del
desayuno, salvo en caso de emergencia.
—Lo suponía
—convino Perth—. Hemos registrado la habitación y el arma no está allí.
Inspeccionaremos todo el colegio, por supuesto. No parece que haya ofrecido
resistencia. Todo indica que lo cogieron desprevenido. Alguien en quien
confiaba.
Joseph
había pensado lo mismo, pero hasta ese momento no lo había expresado con
palabras. Resultaba indescriptiblemente horrible.
Perth lo
miraba fijamente.
—He hablado
con unos cuantos estudiantes, padre. Les he preguntado si han oído un disparo,
puesto que lo ha habido. Un muchacho asegura que oyó un estrépito, aunque no le
hizo más caso. Pensó que sería algo en la calle, un coche tal vez, y no sabe
qué hora era. Se volvió en la cama y siguió durmiendo. —Perth se mordió otra
vez el labio inferior—. Y a nadie se le ocurre un motivo, o al menos no lo
reconocen. Todos se muestran sorprendidos. Pero aún es pronto. ¿Sabe de alguien
que se peleara con él, por celos, quizá? Era un joven muy apuesto. Inteligente,
también, según afirman, buen estudiante, uno de los mejores. Licenciado con
matrícula de honor, tengo entendido.
Su
expresión era cuidadosamente indescifrable.
—¡No se mata
a un compañero porque te eclipse intelectualmente! —espetó Joseph con mayor
brusquedad de la debida. Estaba siendo grosero sin poder remediarlo. Las manos
le temblaban y tenía la boca seca. Le costaba respirar con normalidad.
—¿Ah, no?
—dijo Perth, sentándose en el borde del escritorio del bedel—. ¿Por qué se mata
entonces, padre? A jóvenes caballeros como éstos —prosiguió, tenso—, con todas
las ventajas del mundo y la vida entera por delante... —Con un ademán invitó a
Joseph a tomar asiento—. ¿Qué podría empujar a uno de ellos a coger una
pistola, ir a la habitación de un compañero antes de las seis de la mañana y
dispararle en la cabeza? Tiene que haber sido un motivo de peso, padre, algo
para lo que no cupiera otra actitud.
A Joseph le
flaquearon las piernas y se desplomó en la butaca.
—Ha sido un
acto premeditado —continuó Perth—. Alguien se ha levantado aposta y se ha
procurado un arma, y no ha existido pelea, o de lo contrario no habríamos
encontrado al señor Allard sentado tranquilamente, sin un libro fuera de sitio.
—Se detuvo y aguardó, mirando a Joseph con curiosidad.
—No lo sé
—dijo Joseph.
La tremenda
enormidad de los hechos caía sobre él con un peso tan opresivo que apenas si le
permitía respirar. Joseph pasó revista mentalmente a los estudiantes más
próximos a Sebastian. ¿A quién habría dejado pasar éste a semejantes horas para
conversar en lugar de decirle que regresara a una hora más prudencial? A Elwyn,
por descontado. Pero ¿por qué iba Elwyn a querer verlo tan temprano? Joseph no
se lo había preguntado, pero seguro que Perth lo haría.
Nigel
Eardslie. Él y Sebastian compartían el interés por la poesía griega. Eardslie
era más erudito en lo que a la lengua se refería, conocía un vasto vocabulario,
pero tenía menos intuición para el ritmo y la musicalidad, así como para la
sutileza de la cultura. Formaban un buen equipo y disfrutaban colaborando el
uno con el otro, hasta el punto de que a menudo—publicaban conjuntamente el
resultado de su trabajo en la revista del colegio. Si Eardslie también se había
levantado temprano para estudiar y había encontrado un verso o una frase
especialmente bueno, uno que captara pero no del todo, no habría dudado en
molestar a Sebastian, incluso a esa hora.
Ahora bien,
Joseph no iba a decirle eso a Perth, al menos por el momento.
También
estaban Foubister y Morel, buenos amigos entre sí, con quienes Sebastian y
Peter Rattray solían juntarse para jugar a tenis. Rattray era un entusiasta del
debate, y él y Sebastian habían pasado muchas noches enfrascados en discusiones
para gran regocijo de ambos. Aunque eso no parecía un motivo para ir a la
habitación de nadie tan temprano.
¿Quién más
había? se le ocurrieron al menos otros seis, todos ellos aún en el colegio por
una razón u otra, aunque no se imaginó a ninguno acariciando pensamientos
violentos, y mucho menos llevándolos a la práctica.
Perth lo
observaba sin que al parecer le importara aguardar, paciente como un gato ante
una ratonera.
—No tengo
ni idea —repitió Joseph con un gesto de impotencia, consciente de que Perth
sabría que estaba siendo evasivo. ¿Cómo era posible que un hombre formado para
prestar asistencia espiritual al prójimo, que vivía y trabajaba con un grupo de
estudiantes, fuese totalmente ciego ante una pasión tan intensa como para
conducir al asesinato? Semejante terror u odio no surgía de la nada ni de un
día para otro. ¿Cómo era posible que no se hubiera dado cuenta?
—¿Cuánto
tiempo lleva usted aquí, padre? —preguntó Perth. Joseph notó que se sonrojaba,
el calor casi le dolía en el rostro. —Poco más de un año.
Tendría que
haberlo visto y no había hecho más que negarse a reconocer lo evidente. ¡Qué
estúpido! ¡Era un auténtico inútil!
—¿Y
enseñaba usted al señor Sebastian Allard? Y a su hermano, el señor Elwyn, ¿le
enseñaba también?
—Durante un
tiempo. Latín. Lo dejó.
—¿Por qué?
—Lo
encontraba difícil y consideró que no lo necesitaba para su carrera. Tenía
razón.
—Así pues,
¿no es tan inteligente como su hermano?
—Muy pocos
lo son. Sebastian poseía un talento excepcional. Hubiese... —Las palabras se le
atragantaron. Sin previo aviso, la realidad de la muerte volvió a envolverlo.
La dorada promesa de futuro que había visto para Sebastian ya no existía, como
si la noche hubiese tapado el día. Tuvo que hacer una pausa para recobrar el
dominio de sí mismo antes de seguir hablando—o. Le aguardaba una brillante
carrera —concluyó.
—¿Como qué?
—Perth enarcó las cejas.
—Como lo
que quisiera.
—¿Como
profesor? —Perth frunció el entrecejo—. ¿Como sacerdote?
—Como
poeta, o filósofo. En el Gobierno, si así lo deseara.
Perth se
mostró sumamente perplejo.
—Muchos de
nuestros dirigentes más importantes comenzaron su carrera con una licenciatura
en lenguas clásicas —explicó Joseph—. El señor Gladstone constituye el ejemplo
más obvio.
—¡Vaya, no
lo sabía! —Estaba claro que para Perth resultaba incomprensible.
—No me he
explicado bien —prosiguió Joseph—. En la universidad siempre hay quienes son
más brillantes que quienes poseen un talento espectacular para un campo
concreto. Si no lo sabes al ingresar, seguro que lo aprendes enseguida. Aquí
todos los estudiantes están dotados del talento y la inteligencia necesarios
para triunfar, siempre y cuando se apliquen. No conozco a ninguno lo bastante
tonto para sentir más que un momento pasajero de envidia ante una mente
superior.
Lo dijo con
absoluta certeza, y sólo al reparar en la expresión de Perth cayó en la cuenta
de lo condescendiente que parecía, aunque ya era tarde para retractarse.
—De modo
que no ha notado nada extraño —observó Perth. Resultaba imposible decir si era
sincero, o lo que pensaba de un profesor y sacerdote capaz de ser tan ciego.
Joseph se
sintió como un alumno novato al que reprenden por una equivocación estúpida.
—Nada que a
mi juicio pudiera conducir más que a un distanciamiento pasajero..., a una
cierta frialdad en el trato —se defendió—. Los jóvenes son emotivos, están muy
unidos a veces. Los exámenes...
Se le apagó
la voz, pues no sabía qué más añadir. Estaba intentando explicar una cultura y
un estilo de vida a un hombre que era totalmente ajeno a aquel mundo. El abismo
entre un estudiante de Cambridge y un policía era insalvable. ¿Cómo iba Perth a
comprender las pasiones y sueños que impelían a los hijos de familias
privilegiadas y en la mayor parte de casos acaudaladas, muchachos cuyas dotes
intelectuales eran lo bastante sobresalientes para ganarse una plaza allí? Él
debía de proceder de un hogar común y corriente donde estudiar constituía un
lujo, donde el dinero nunca alcanzaba, donde la necesidad era una fiel
compañera que pisaba los talones al trabajo.
Sintió
escalofríos al caer en la cuenta de que Perth, inevitablemente, sacaría
conclusiones erróneas acerca de aquellos muchachos, interpretaría de forma
incorrecta lo que dijeran e hicieran, confundiría sus motivos y culparía a la
inocencia, sencillamente porque todo aquello le era del todo ajeno. Y el daño
sería irreparable.
Y entonces,
un instante después, su propia arrogancia le golpeó como un puñetazo. Él
pertenecía a su mismo mundo, los conocía desde hacía un año como mínimo, los
había visto casi a diario en la época de clases y, sin embargo, no había tenido
la más remota idea de que se hubiese ido acumulando lentamente un odio tan
grande hasta que había explotado con violencia letal.
Sin duda
debió de haber indicios; los había tomado por inofensivos y no había
comprendido su significado. Ojalá pudiese pensar que lo había hecho por amor al
prójimo pero no era así. No haber visto la verdad denotaba, en el mejor de los
casos, estupidez, y, en el peor, cobardía.
—Si puedo
ayudarle en algo, cuente conmigo —dijo en tono humilde—. Ahora..., estoy... muy
impresionado...
—Es lógico,
padre —dijo Perth con sorprendente amabilidad—. Todo el mundo lo está. Nadie
cuenta con que pueda ocurrirle algo así. Sólo le pido que si recuerda algo, o
si algo le llama la atención, me lo comunique. Y, por supuesto, me figuro que
hará cuanto esté en su mano para ayudar a los jóvenes caballeros. Algunos
parecen muy abatidos.
—Sí...,
naturalmente. ¿Hay algo...?
—Nada,
padre —aseguró Perth.
Joseph le
dio las gracias y se marchó, saliendo a la brillante e implacable luz del
patio. Casi de inmediato topó con Lucian Foubister, que se veía muy pálido, con
el oscuro cabello encrespado como si lo hubiese atusado más de la cuenta.
—¡Profesor
Reavley! —exclamó–, ¡Piensan que lo ha hecho uno de nosotros! No puede ser
verdad. Tiene que haber sido... —Se detuvo delante de Joseph, impidiéndole el
paso. No sabía cómo pedir ayuda, pero sus ojos reflejaban desesperación.
Procedía del norte de Inglaterra, de las afueras de Manchester, y estaba acostumbrado
a las hileras de casas de ladrillo adosadas, sin jardín trasero, propias de las
ciudades industriales, al agua fría y a los retretes comunitarios. Aquel mundo
de rancia e intrincada belleza, de espacios abiertos y tiempo libre, lo había
dejado atónito, cambiándolo para siempre. Nunca terminaría de pertenecer de
veras a él, como tampoco lograría volver a ser quien había sido antes. Parecía
más joven de los veintidós años que ya había cumplido, y más delgado de lo que
Joseph recordaba.
—Me temo
que al parecer ha sido así —dijo Joseph con delicadeza—. Quizá logremos dar con
otra respuesta, pero no hay indicios de que haya entrado nadie, y Sebastian
estaba sentado con toda calma en su butaca, lo cual indica que no temía a su
agresor.
—Entonces
tiene que haber sido un accidente —balbuceó Foubister—. Y... quienquiera que
fuese está demasiado asustado para reconocerlo. Lo que me parece normal, la
verdad. Pero lo dirá en cuanto se dé cuenta de que la policía piensa que se
trata de un asesinato. —Calló de nuevo, buscando en los ojos de Joseph una
señal tranquilizadora.
Joseph
ansiaba creer aquella versión. Quien fuese responsable de tan trágico suceso
debía de estar deshecho. Huir constituía un acto de cobardía, y estaría
avergonzado, pero siempre sería mejor eso que cargar con un asesinato. Además,
significaría que Joseph no había sido ciego ante el odio, pues en tal caso no
habría habido ningún odio en el que reparar.
—Espero que
estés en lo cierto —dijo con la mejor sonrisa que fue capaz de brindarle. Apoyó
una mano en el brazo de Foubister—. Aguardemos hasta ver qué ocurre. Y no
saques conclusiones precipitadas, sean buenas o malas.
Foubister
asintió con la cabeza pero permaneció en silencio. Joseph lo observó alejarse
deprisa hacia el otro extremo del patio. Con la misma certeza que si se lo
hubiese dicho, supo que iba directamente a ver a su amigo Morel.
Gerald y
Mary Allard llegaron antes de las doce, pues eran vecinos de Haslingfield, que
quedaba a menos de siete kilómetros al sudoeste. La noticia debía de haberles
llegado después de desayunar, y seguramente habían quedado demasiado atónitos
para reaccionar de inmediato. Probablemente habían tenido que contárselo a
distintas personas, quizás a un médico o a un sacerdote, así como a otros
miembros de la familia.
Joseph
temía el momento de encontrarse con ellos. Le constaba que Mary estaría
abrumada por la pena, que sentiría la misma rabia contenida que él. Las
palabras de consuelo que con tanta sinceridad le había dicho en el funeral de
sus padres carecerían de significado cuando se las repitiera a ella, como
entonces nada habían significado para él.
Puesto que
le daba miedo, fue a su encuentro sin más dilación pocos minutos después de que
su coche se detuviera ante la verja de St. John's Street. Vio que Mitchell los
recibía con solemnidad, que estaban aturdidos y tensos por la herida reciente
de la pérdida, y que los acompañaba a través de los dos patios hacia la casa
del director. Joseph los alcanzó a pocos metros de la puerta principal.
Mary iba
vestida de negro, con la falda manchada de polvo en el dobladillo, y llevaba un
sombrero de ala ancha que ensombrecía su rostro velado. Junto a ella, Gerald
presentaba el aspecto de un hombre que se esforzaba por soportar la mañana tras
una noche de juerga y borrachera. Estaba pálido y demacrado, y tenía los ojos
inyectados en sangre. Tardó un momento en reconocer a Joseph, y al hacerlo se
acercó a él con paso vacilante, desentendiéndose por un instante de su esposa.
—¡Reavley!
¡Gracias a Dios que está usted aquí! ¿Qué ha sucedido? Nadie haría...
Dejó de
hablar con un gesto de impotencia, sin saber qué agregar. Necesitaba ayuda, que
alguien le dijera que aquello no era verdad liberándolo así de una aflicción
que le resultaba insoportable.
Joseph le
dio la mano y lo agarró fuertemente del brazo, aguantando parte de su peso
cuando se tambaleó.
—No sabemos
qué ha ocurrido —dijo con firmeza—. Al parecer ha sido alrededor de las cinco y
media de esta mañana, y lo único que puedo confirmar por el momento es que ha
sido muy, rápido, un par de segundos, como mucho. No ha sufrido.
Mary estaba
delante de él. Sus ojos negros centelleaban incluso a través del velo.
—¿Se supone
que eso debe consolarme? —inquirió con voz ronca—. ¡Está muerto! ¡Sebastian ha
muerto!
Su pasión
estaba demasiado encendida como para que Joseph pudiera hacer nada al respecto
y, sin embargo, allí se encontraba él, de pie en medio del patio bajo el sol de
julio, tratando de hallar unas palabras que constituyeran algo más que la mera
constatación de su propia futilidad. No sabía cómo paliar la pérdida, ni la de
ella ni la suya. ¿Dónde estaba el ardor de su fe cuando más lo necesitaba?
Cualquiera podía creer sentado en el banco de una iglesia una tranquila mañana
de domingo, cuando la vida era plena y segura. La fe sólo es real cuando entre
uno y el abismo no hay nada más que un hilo oculto lo bastante fuerte para
sostener el mundo.
—Sé que ha
muerto, Mary —contestó Joseph—. No estoy en condiciones de decirle por qué ni
cómo. Tampoco sé quién lo ha hecho ni si ha sido adrede o involuntariamente.
Puede que lo averigüemos todo menos el motivo, pero llevará tiempo.
—¡Lo que
quiero saber es el motivo! —exclamó ella con voz temblorosa a causa de la
furia—. ¿Por qué Sebastian? Era... ¡encantador!
Joseph
sabía que no sólo se refería a su rostro sino a la brillantez de su mente, a la
fuerza de sus sueños.
—Sí que lo
era —convino.
—¿Y por qué
su Dios ha dejado que un estúpido, despreciable... —no se le ocurría una
palabra lo bastante gruesa como para transmitir su odio— acabara con su vida?
—espetó—. ¡Dígame por qué, reverendo Reavley!
—No lo sé.
¿Pensaba acaso que sería capaz de decírselo? Soy tan humano como usted, tengo
la misma necesidad de aprender a tener fe y confianza, no...
—¿Confianza
en qué? —lo interrumpió Mary, levantando airada la delgada mano—. ¿En un
Dios que me
lo quita todo y permite que el mal aniquile el bien?
—Nada
aniquila el bien —dijo Joseph, preguntándose si eso era cierto—. Si el bien
nunca se viera amenazado, e incluso vencido en ocasiones, ya no habría ningún
bien, pues con el tiempo se convertiría en poco más que sabiduría e interés
personal. Si...
Mary le dio
la espalda con impaciencia y se fue indignada hacia Connie Thyer, que aguardaba
en el umbral de la casa del director.
—Lo siento
—masculló Gerald, avergonzado—. Se lo está tomando... Yo... Francamente...
—No pasa
nada —lo tranquilizó Joseph. Resultaba doloroso de ver y deseó ponerle fin por
el bien de ambos—. Lo comprendo. Mejor será que se reúna con ella. Le necesita.
—No, no nos
engañemos—dijo Gerald con amargura. Acto seguido se recompuso, se sonrojó y fue
en busca de su esposa. Joseph se encaminó de regreso al primer patio y ya casi
había llegado a él cuando vio a una segunda mujer, también con velo y de luto.
Al parecer andaba perdida, pues se asomaba al pasadizo abovedado con
vacilación. A juzgar por la gracilidad de su postura, era joven y, sin embargo,
emanaba una dignidad y una seguridad innata que daban a entender que en otras
circunstancias habría demostrado mucho más dominio de sí misma.
—¿Necesita
ayuda? —preguntó Joseph, sorprendido aún de su presencia. No acertaba a
figurarse qué podía estar haciendo en St. John's ni por qué Mitchell la había
dejado entrar.
Ella se
aproximó con evidente alivio.
—Gracias,
es muy amable de su parte, señor...
—Reavley,
Joseph Reavley —se presentó—. Me ha parecido que no estaba segura de hacia
dónde ir. ¿Adónde se dirige?
—A la casa
del director —contestó ella—. Tengo entendido que es el señor Aidan Thyer.
¿Estoy en lo cierto?
—Sí, pero
me temo que en este momento está ocupado y me atrevo a aventurar que lo estará
bastante rato. Lo lamento mucho, pero un acontecimiento inesperado ha cambiado
los planes de todo el mundo. —No había ninguna necesidad de referirle la
tragedia—. Le daré el recado que quiera en cuanto esté libre. ¿No le importaría
fijar una cita para visitarlo en otra ocasión?
La joven se
irguió.
—Estoy al
corriente de los «acontecimientos», señor Reavley, si se refiere a la muerte de
Sebastian Allard acaecida esta mañana, como me parece. Me llamo Regina
Coopersmith. Era su prometida.
Joseph la
miró fijamente como si le hubiese hablado en una lengua extranjera. ¡No podía
ser posible! ¿Cómo era posible que Sebastian, el idealista apasionado, el
erudito cuya mente bailaba al son de la música del lenguaje, se hubiese
enamorado y prometido en matrimonio sin mencionarlo ni una sola vez?
Joseph
miraba a Regina Coopersmith sabiendo que debería estar diciéndole lo mucho que
lo sentía, ofreciéndole sus condolencias pese a que resultara imposible dar o
recibir consuelo, pero su mente se negaba a aceptar sus palabras.
—Lo
lamento, señorita Coopersmith—dijo con torpeza—. No lo sabía. —Tenía que añadir
algo. Aquella muchacha aparentemente serena había perdido al hombre al que
amaba en unas circunstancias atroces—. Acepte mi más sentido pésame.
Era
sincero. Sabía lo que sentía al enfrentarse súbitamente a aquel abismo de
soledad, sin ninguna clase de aviso. Todo lo que uno tenía se esfumaba en un
instante. También le constaba que ninguna frase le serviría de nada.
—Gracias
—contestó Regina esbozando una sonrisa.
—¿Me
permite acompañarla a casa del director? Es por aquí. —Hizo un gesto hacia su
espalda—. Confío que el portero se haya encargado de su equipaje.
—Sí, lo ha
hecho. Agradezco su cortesía —repuso Regina.
Joseph se
volvió y ambos regresaron al sendero adoquinado. La miró de reojo. El velo sólo
le ocultaba el rostro en parte; la boca y el mentón quedaban claramente
visibles. Sus rasgos eran marcados, más agradables que delicados. Emanaba
dignidad y determinación, pero en modo alguno pasión. ¿Qué había hecho que
Sebastian se enamorara de ella? ¿Acaso era la que Mary Allard había elegido
para su hijo en lugar de haberlo hecho él mismo? Tal vez fuese rica y estuviera
bien relacionada con las familias del condado. En tal caso daría a Sebastian la
seguridad y el lustre precisos para emprender una carrera como poeta y
filósofo, lo que no solía proporcionar por sí solo esa clase de cosas.
O bien
existían aspectos enteros del carácter de Sebastian que Joseph había dado equivocadamente
por supuestos.
El sol del
mediodía, intenso y ardiente, pintaba sombras con perfiles recortados
semejantes a las afiladas realidades del saber.
* * *
5
En una
silenciosa casa de Marchmont Street, un hombre a quien gustaba que aquellos en quienes
confiaba lo llamaran «el Conciliador» estaba de pie junto a la repisa de la
chimenea de su sala de estar del piso superior, mirando con ira no disimulada
la rígida figura que tenía delante de él.
—¡Registró
su despacho y no encontró nada! —masculló.
—Nada de
interés para nosotros —puntualizó el otro hombre. Hablaba inglés con absoluta
desenvoltura aunque sin expresiones coloquiales—. Atañían a asuntos que ya
conocemos. El documento no estaba allí.
—Pues
tampoco estaba en casa de los Reavley —dijo el Conciliador—. Fue registrada a
conciencia.
—¿De veras?
—preguntó el otro con escepticismo—. ¿Cuándo?
—Durante el
funeral —contestó el Conciliador, haciendo patente un peligroso mal genio en su
voz. No le gustaba que lo cuestionaran, y menos aún un sujeto de rango bastante
inferior. Sólo el respeto por su primo lo llevaba a tolerar a aquel hombre
hasta el punto en que lo hacía. Al fin y al cabo, se trataba del aliado de su
primo.
—Bueno,
usted tiene la copia que Reavley llevaba consigo —señaló el hombre—. Seguiré a
su hijo. Si sabe dónde está, la encontraré.
El
Conciliador, con su porte elegante, daba la impresión, a primera vista, de
sentirse muy a gusto. No obstante, un observador perspicaz habría reparado en
que tenía los nudillos blancos y en que la tensión de su cuerpo era tal que la
tela de la chaqueta le tiraba a la altura de los hombros.
—No hay
tiempo —dijo con un tono gélido—. Los acontecimientos no van a aguardar. ¡Si no
se da cuenta de eso es que es idiota! Tenemos que utilizarlo en los próximos días,
de lo contrario será demasiado tarde. Una semana, dos a lo sumo.
—Una
copia...
—¡Tengo que
tener las dos! ¡No puedo presentarle una! —Conseguiré otra —propuso el hombre.
El
Conciliador palideció.
—¡No puede!
El otro
hombre se enderezó como para marcharse.
—Volveré a
ir esta noche...
—Será
inútil. —El Conciliador levantó la mano—. El káiser está furioso. No encontrará
nada. Puede que incluso pierda lo que tenemos —pronunció estas palabras con el
inconfundible tono de una orden.
El otro
hombre inspiró y espiró lentamente varias veces pero no discutió. Su rostro
mostraba enojo y frustración, aunque no contra el hombre conocido como el
Conciliador sino contra las circunstancias que se veía obligado a aceptar.
—¿Se
encargó del otro asunto? —preguntó el Conciliador. Su voz era poco más que un
susurro, su rostro estaba transido de dolor.
—Sí
—contestó el hombre.
—¿Cómo
consiguió hacerse con él? —preguntó el Conciliador con ceño.
—Él fue
quien lo escribió —respondió el otro.
—¿Que lo
escribió? —inquirió imperioso el Conciliador.
—Esas cosas
tienen que estar escritas a mano —explicó el hombre—. Lo exige la ley.
—¡Maldita
sea! —exclamó el Conciliador. Fueron sólo dos palabras, pero tan cargadas de
pasión como si se las hubiesen arrancado haciéndole daño. Se inclinó un poco
hacia delante, con los hombros encogidos y los músculos en tensión—. ¡No
tendría que haber ocurrido de ese modo! ¡No debimos permitirlo! ¡Reavley era un
buen hombre, la clase de persona que necesitamos con vida!
—No tiene
remedio —explicó el otro con resignación.
—¡Pues
debió tenerlo! —replicó el Conciliador, sin disimular su resentimiento—.
Tenemos que hacer las cosas mejor.
—Lo
intentaremos —repuso el otro con una mueca.
A última
hora de la tarde del sábado Matthew fue en coche de Londres a St. Giles. Había
sido una jornada desagradable, no por una causa que tuviera prevista, como
noticias frescas sobre Irlanda o los Balcanes, sino por un problema interno
cada vez más apremiante. Habían encontrado una bomba con la mecha encendida
dentro de una iglesia en el corazón de Westminster. Al parecer había sido obra
de un grupo de mujeres que luchaban de manera cada vez más violenta para que
les concedieran el derecho al voto.
Por suerte
no había que lamentar heridos, pero el daño que habría podido causar el
artefacto resultaba sumamente alarmante. Como consecuencia de ello Matthew
había tenido que abandonar su investigación acerca de Blunden y las armas
políticas que cabía utilizar contra él. En su lugar, se había ocupado todo el
día de mejorar la seguridad en Londres, por lo que tuvo que pedir permiso a
Shearing para marcharse, algo que no habría sido necesario en fin de semana.
La
sensación de alivio que experimentó al salir del calor y el encierro de la
ciudad a bordo del coche fue tan excitante como escapar del cautiverio. Se
sintió embriagado al pisar con fuerza el acelerador y lanzar el Talbot Sunbeam
a toda velocidad por la carretera.
Hacía buen
tiempo, otro atardecer dorado con grandes nubes amontonándose en el este y el
sol resplandeciendo en ellas hasta que fueron alejándose, como blancos galeones
con el velamen desplegado, hacia el horizonte. Debajo de ellas los campos ya
estaban listos para la cosecha.
La luz se
intensificó en los cielos más abiertos del pantanal, casi inmóviles en el ámbar
del ocaso.
Matthew se
adentró en St. Giles, recorrió la calle mayor hasta más allá de la represa del
molino y giró a la derecha en la calle que conducía a la casa. La señora
Appleton salió a recibirlo a la puerta principal y se le iluminó la cara en
cuanto lo vio.
—Oh,
señorito Matthew, qué bien que haya venido. Se quedará, ¿verdad?
Retrocedió
para abrirle paso, justo cuando Judith bajaba por la escalera, pues había oído
el rechinar de los neumáticos del coche en la grava. Saltó el último par de
escalones seguida de Henry, que le pisaba los talones con la cola en alto. Se
arrojó al cuello de Matthew y le dio un rápido y estrecho abrazo. Acto seguido
se apartó y lo miró más detenidamente.
—Sí, claro
que me quedo —dijo él dirigiéndose a la señora Appleton por encima del hombro
de Judith—. Al menos hasta mañana a la hora del almuerzo.
—¿Nada más?
—inquirió Judith—. ¡Es sábado por la tarde, ahora! ¿Acaso esperan que trabajes
todo el tiempo?
Matthew no
se molestó en discutir, pues ya lo habían hecho antes y no era nada probable
que se pusieran de acuerdo. Sentía una pasión por su trabajo que Judith
seguramente nunca comprendería. Si algo iba a conseguir inflamar su voluntad y
su imaginación lo bastante como para entregarse a ello de cuerpo y alma, lo
cierto era que aún no lo había descubierto.
Saludó al
perro y después siguió a su hermana hasta la sala de estar con su viejo y
confortable mobiliario y la alfombra un tanto desgastada y descolorida por el
tiempo. En cuanto hubo cerrado la puerta, Judith le preguntó si había descubierto
algo.
—No
—contestó Matthew, retrepándose en el sillón donde solía sentarse su padre. Le
dio cierto apuro ocupar su sitio. No obstante, siempre lo había hecho cuando su
padre estaba ausente, aunque en ese momento le pareció un gesto de apropiación.
Sin embargo, sentarse en otro sitio hubiese resultado forzado, un cambio de
hábitos sumamente absurdo, otra diferencia con el pasado que no tenía razón de
ser.
Judith lo
observaba con el entrecejo fruncido y un brillo de desafío en los ojos.
—Me figuro
que lo estás intentando...
—En parte
es por eso por lo que he venido este fin de semana..., y a verte a ti, por
supuesto. ¿Has tenido noticias de Joseph? —preguntó Matthew.
—Un par de
cartas. ¿Y tú?
—No he
sabido nada de él desde que regresó a Cambridge.
La miró,
tratando de descifrar sus sentimientos basándose en su expresión. Estaba
sentada un poco de lado, con los pies encima del sofá, de un modo que Alys
siempre le criticaba advirtiéndole que era impropio de una dama. ¿Se sentiría
tan serena como aparentaba, con el pelo peinado hacia atrás mostrando su frente
tranquila, las tersas mejillas y la boca ancha y vulnerable?
¿O acaso la
emoción estaba contenida en su interior, demasiado tierna para mostrarla,
aunque consumiéndola a su antojo? Era la única de ellos que seguía viviendo en
la casa. ¿Cuántas veces habría bajado la escalera, asustándose al constatar que
no había nadie a quien decir «buenos días», aparte de la señora Appleton?
¿Oiría el silencio, las voces desaparecidas, los pasos? ¿Imaginaría los detalles
de la vida familiar, el olor a tabaco de pipa, la puerta del estudio cenada
para indicar que no había que interrumpir a John? ¿Aguzaría el oído para oír a
Alys cantando ensimismada mientras arreglaba unas flores y desempeñaba las
docenas de otras pequeñas tareas que demostraban que en aquella casa vivía
alguien que amaba su hogar y que era feliz en él?
Él podía
escapar. Su vida en Londres era exactamente igual que antes salvo por las
escasas llamadas telefónicas y las visitas a sus padres. Toda la diferencia
radicaba en su interior. Se trataba de un conocimiento que podía dejar de lado
cada vez que era preciso.
Para Hannah
también sería así, igual que para Joseph. Ellos también le preocupaban, aunque
de otra manera. Hannah contaba con el consuelo de Archie, y sus hijos la
necesitaban y ocupaban su tiempo.
El caso de
Joseph era distinto. Desde la muerte de Eleanor, algo en su fuero interno se
había alejado de las emociones para esconderse en la razón. Matthew había
crecido con Joseph, que era siete años mayor y siempre había parecido más
inteligente, sabio y perspicaz. Solía decirse a sí mismo que con el tiempo se
pondría a su altura, pero ya eran adultos y comenzaba a pensar que tal vez
Joseph poseyera un intelecto extraordinariamente dotado. Comprendía con suma
facilidad cuestiones que a los demás les costaba un gran esfuerzo. Alzaba el
vuelo con el pensamiento hasta regiones que la mayoría de la gente a duras
penas imaginaba.
Aunque
también había en ello una evasión de la realidad, sobre todo de ciertas clases
de dolor, y en el transcurso del último año se había escapado casi por
completo. Matthew había visto en los ojos de su hermano, en fugaces momentos de
descuido, que éste era consciente de ello.
Judith lo
observaba, aguardando que prosiguiese.
—He estado
muy ocupado últimamente —dijo él—. La gente no piensa en otra cosa que en
Irlanda y, por supuesto, en el conflicto de los Balcanes.
—Lo de
Irlanda lo comprendo, pero ¿por qué los Balcanes? —Judith enarcó las cejas—. La
verdad es que no tiene nada que ver con nosotros. Serbia está muy lejos, al
otro lado de Italia, por Dios. La idea es repugnante, pero me da la impresión
que los austriacos sencillamente entrarán y tomarán lo que les plazca a modo de
reparación y que castigarán a los responsables. ¿No es lo que suele pasar con
las revoluciones, tanto si tienen éxito y consiguen derrocar al Gobierno como
si son sofocadas? Caramba, cualquiera que piense que un par de asesinos serbios
van a acabar con el Imperio austro—húngaro tiene que estar loco.
Pasó los
pies al otro lado y se arrellanó en los cojines, abrazando uno en el regazo
como si temiera que fuese a escapar si lo soltaba.
Henry se
levantó de donde estaba tumbado y se acomodó más cerca de ella.
—No son
ellos quienes lo harán —dijo en voz baja, preguntándose mientras hablaba si
debía ir más allá. Sólo era especulación, un temor a la peor posibilidad.
—¿Quién,
entonces? —preguntó Judith con ceño—. Pensaba que se trataba de un hatajo de
jóvenes exaltados. ¿Acaso no es así?
—Todo
indica que sí —convino Matthew—. La guerra es sólo el último eslabón de una
cadena de posibles acontecimientos..., pero es casi seguro que alguien con
sentido común tomará cartas en el asunto para evitarla. Aunque sean los
banqueros. ¡Una guerra saldría muy cara!
Judith lo
miró fijamente, con rostro inexpresivo.
—¿Por qué
la mencionas, entonces? —inquirió.
Matthew se
obligó a sonreír.
—Ojalá no
lo hubiese hecho. Sólo quería que supieras que no estoy justificándome. No sé
por dónde empezar. Iré a visitar a Robert Isenham mañana. Supongo que irá a
misa. Lo veré después.
—¿Un
domingo a la hora del almuerzo? —dijo Judith, sorprendida—. ¡No creo que le
entusiasme la idea! ¿Qué quieres preguntarle, a todo esto?
Matthew
meneó la cabeza esbozando una sonrisa.
—No voy a
mostrarme tan franco. ¡Menuda detective estás hecha!
—¡Bueno, de
acuerdo! —dijo Judith, tensa—. ¿Qué piensas que sabe?
Matthew
volvió a ponerse serio.
—Tal vez
nada, pero si padre se confió a alguien, probablemente fuese a Isenham. Quizá
le comentó adónde iba a ir o con quién tenía previsto verse. No sé por dónde
empezar, como no sea entrevistando a todos sus conocidos.
—Eso puede
llevarte siglos. —Judith permaneció muy quieta y pensativa—. ¿Qué piensas que
podría ser, Matthew? Quiero decir..., ¿de qué estaría al corriente papá? Las
personas que traman grandes conspiraciones no van dejando documentos por ahí
para que los encuentre por casualidad el primero que pase.
Matthew
tuvo un escalofrío. Primero no supo muy bien a qué respondía, aunque, desde
luego, a nada agradable. Entonces detectó en los ojos de su hermana un temor
que ésta era incapaz de expresar con palabras.
—Me consta
que no lo encontró por casualidad —contestó—. A no ser que perteneciera a
alguien a quien conocía muy bien...
—Como
Robert Isenham. —Judith acabó la frase por él—. ¡Ten cuidado! —Ahora su miedo
saltaba a la vista.
—No
padezcas —la tranquilizó Matthew—. No tiene nada de sospechoso que vaya a
verlo. Tarde o temprano, lo haría. Era uno de los amigos más próximos de papá,
al menos geográficamente. Sé que no estaban de acuerdo en muchas cosas, pero
eso no quita que se apreciaran mutuamente.
—Puedes
apreciar a una persona y aun así traicionarla —sentenció Judith, con más
realismo del que Matthew hubiese imaginado que poseía—, siempre y cuando sea
por una causa en la que creas con la suficiente pasión. Tienes que traicionar a
los demás antes de traicionarte a ti mismo, llegado el caso. —Entonces, al ver
la sorpresa reflejada en el rostro de Matthew, agregó—: Fuiste tú quien me lo
dijo.
—¿De veras?
No me acuerdo.
—Pues así
es. La Navidad
pasada. Yo no estuve de acuerdo contigo. Reñimos. Me dijiste que era una
ingenua, que los idealistas ponen las causas por encima de todo. Me dijiste que
adoptaba la típica actitud femenina de ver las cosas desde el punto de vista
personal en lugar de tener una visión más amplia.
—De modo
que no estás de acuerdo conmigo pero te permites citar mis palabras contra mí
en una discusión, ¿eh? —replicó Matthew.
—En
realidad sí que estoy de acuerdo contigo, sólo que entonces no quise admitirlo.
Bastante gallito eres ya.
—Tendré
cuidado.
Sonrió
relajado y se inclinó hacia delante para tocarla un instante. Judith le
estrechó con fuerza la mano.
La mañana
siguiente amaneció nublada y la atmósfera, calurosa y húmeda, presagiaba
tormenta. Matthew fue a misa, en buena medida porque quería encontrarse con
Isenham como por casualidad.
El párroco
le vio entre los fieles justo antes de comenzar el sermón. Kerr no era buen
orador, y la presencia de alguien por quien sentía cierta responsabilidad le hizo
perder la concentración. Se sentía incómodo, y fue obvio que recordaba la
última vez que había visto a Matthew, a saber, en el funeral de sus padres.
Entonces no había estado a la altura de las circunstancias, y le constaba que
seguía sin estarlo.
Sentado en
la quinta fila del fondo, Matthew casi podía notar el sudor que iba perlando la
frente de Kerr sólo de pensar que tendría que enfrentarse a él después del
oficio y buscar algo apropiado que decirle. Sonrió para sus adentros y le
sostuvo la mirada con expectación. La única alternativa era marcharse, pero eso
habría sido aún peor.
Kerr llegó
penosamente hasta el final. Tras el último cántico y la bendición, fila tras
fila la congregación salió en tropel al aire húmedo e inmóvil.
Matthew se
acercó a Kerr y le estrechó la mano.
—Gracias,
padre —dijo cortésmente. No podía marcharse sin hablar con él y tampoco quería
que lo entretuviera y perder así la oportunidad de topar con Isenham—. He ido a
casa para ver cómo seguía Judith.
—No pone un
pie en la iglesia —contestó Kerr con pesar—. Quizá podrías hablar con ella. La
fe es un gran consuelo en momentos como éste.
Fue una
torpeza por su parte. No había otros «momentos como éste». ¿A cuántas personas
les asesinaban los padres en un único crimen espantoso? Claro que, por
descontado, Kerr no sabía que se trataba de un asesinato. Ahora bien, habida
cuenta del carácter de Judith, ¡lo último que el pobre Kerr necesitaba era un
encuentro con ella! se esforzaría desesperadamente por mostrarse amable, decir
algo que resultara valioso, y ella se iría impacientando con él hasta dejarle
bien claro que era un inútil.
—Sí, por
supuesto —murmuró Matthew—. Le daré recuerdos de su parte. Gracias.
Al volverse
para alejarse tuvo la sensación de que su madre o Joseph habrían dicho
exactamente lo mismo. Y habrían hablado tan poco en serio como él.
Alcanzó a
Isenham en el sendero a la altura de la entrada techada al cementerio contiguo
a la iglesia. Resultaba fácil reconocerlo incluso desde atrás. Era de estatura
mediana, aunque fornido y con el cabello rubio entrecano cortado al rape, y
caminaba con aire arrogante.
Oyó llegar
a Matthew aun cuando sus pasos apenas sonaban en la superficie de piedra. Se
volvió y sonrió, tendiéndole la mano.
—¿Cómo
estás, Matthew? ¿Más animado? —Fue una pregunta, aunque también una orden.
Isenham
había servido veinte años en el ejército y combatido en la guerra de los Bóers.
Creía firmemente en el valor del estoicismo. La emoción estaba muy bien, era
incluso necesaria, pero uno jamás debía ceder ante ella, salvo en los momentos
y lugares más íntimos, y aun entonces sólo brevemente.
—Sí, señor.
—Matthew sabía a qué atenerse y quería que aquel encuentro le granjeara la
confianza de Isenham para así enterarse de cuanto John Reavley le hubiera
contado, aunque fuese de la forma más velada—. Lo último que habría querido
nuestro padre hubiese sido que nos viniéramos abajo.
—¡Exacto!
¡Exacto! —convino Isenham con firmeza—. Gran hombre, tu padre. Todos lo echamos
de menos.
Matthew
aflojó el paso junto a él como si hubiese estado avanzando en la misma
dirección, aunque, si tenía intención de dirigirse a su casa, en cuanto
llegaran al final del sendero debería girar en sentido contrario.
—Ojalá le
hubiese conocido mejor. —Lo dijo tan en serio que la vehemencia de su deseo se
hizo patente en su voz, más de lo que hubiese querido. Se había propuesto
llevar las riendas de aquella conversación—. Si no me equivoco, ustedes dos
estaban muy unidos —prosiguió con más brío—. Resulta curioso lo diferente que
la familia ve a una persona..., hasta que eres adulto, al menos.
Isenham
asintió con la cabeza.
—Sí. Nunca
me había detenido a pensarlo, pero creo que tienes razón. Es curioso, en
efecto. Uno mira a sus padres con otros ojos, supongo.
Sin darse
cuenta, apretó el paso.
Matthew le
siguió el ritmo con facilidad, pues sus piernas eran un poco más largas.
—Usted
probablemente haya sido la última persona con quien habló de verdad —continuó
Matthew—. Yo no lo había visto el fin de semana anterior, Joseph tampoco, y
Judith sale con tanta frecuencia...
—Sí... Me
figuro que sí. —Isenham metió las manos en los bolsillos—. Corren malos
tiempos. ¿Te has enterado de lo de Sebastian Allard? Qué espanto. —Titubeó por
un instante—. Joseph estará muy disgustado por eso, también. Hizo mucho por ese
muchacho. De hecho, me atrevería a decir que si no llega ser por los ánimos que
le dio Joseph, ni siquiera habría ido a Cambridge.
—¿Se
refiere a Sebastian Allard? —preguntó Matthew, confuso.
Isenham se
volvió hacia él, deteniéndose en el camino justo donde éste se convertía en la
larga avenida arbolada que conducía hasta a su casa.
—Oh, vaya.
No te lo han dicho. —Se mostró un tanto avergonzado—. Seguramente pensaron que
bastante tenías con lo tuyo. Sebastian Allard fue asesinado en Cambridge. En su
mismo colegio... St. John's. Algo diabólico. Ocurrió ayer por la mañana. Acabo
de enterarme por Hutchinson. Conoce—a los Allard desde hace años. Se han
llevado un disgusto tremendo, como comprenderás. —Apretó los labios—. No cabe
esperar que tú sientas lo mismo, por supuesto. Imagino que ya cargas con todo
el pesar que puedes soportar ahora mismo.
—Lo lamento
de verdad —dijo Matthew en voz baja. Reinaba un silencio absoluto al cobijo de
los árboles y no corría ni una gota de aire. Tuvo la impresión de que Isenham
percibía lo conmocio-nado que se sentía—. Qué tragedia tan espantosa —añadió
para romper el silencio—. Tengo que ir a ver a Joseph antes de regresar a
Londres. Debe de estar muy apenado. Hacía años que conocía a Sebastian.
Era
consciente del inmenso dolor que Joseph estaría sintiendo y más tarde tendría
que pensar en qué decirle, pero en ese momento deseaba interrogar a Isenham
acerca de John Reavley. Apartó todos los demás pensamientos de su mente y
siguió caminando junto a él a la sombra de los viejos olmos que tapaban el
cielo sobre sus cabezas.
Las
minúsculas y molestas mosquillas volvían a flotar en el aire. Mató unas cuantas
a manotazos, aun sabiendo que era inútil. ¡Si al menos lloviera de una vez! No
le importaba mojarse, y sería una buena excusa para quedarse un rato en casa de
Isenham.
—La verdad
es que estamos pasando una época muy mala —continuó Matthew—. Conozco a varias
personas que andan seriamente preocupadas por la situación en los Balcanes.
Isenham
sacó las manos de los bolsillos.
—¡Ah! Ése
sí que es un verdadero motivo para inquietarse —admitió con una expresión muy
seria—. Es muy preocupante, ¿sabes? Sí, claro que lo sabes... Me atrevería a
afirmar que mejor que yo mismo, ¿no es cierto?
Miró
fijamente a Matthew, a quien pilló un tanto desprevenido. No había caído en la
cuenta de que Isenham sabía dónde trabajaba. Era de suponer que John se lo
habría contado. ¿Con orgullo o avergonzado? La idea le picó en lo más vivo,
como antaño, multiplicada por el hecho de que Matthew ya nunca podría demostrarle
a su padre el valor de su profesión, ni hacerle ver que no todo eran sucios
tejemanejes, traiciones y compromisos inmorales.
—Sí
—reconoció—, Sí, pinta bastante mal. Austria ha exigido reparaciones y el
káiser ha reiterado la alianza de Alemania con ella. Y, por supuesto, los rusos
sin duda serán leales a Serbia.
Las
primeras gotas de lluvia cayeron sobre las hojas más altas, salpicando
ruidosamente, y a lo lejos retumbó un trueno como un carro cargado sobre una
calle adoquinada, traqueteando y chirriando por el horizonte.
—Guerra
—dijo Isenham sucintamente—. ¡Nos arrastrará a todos, maldita sea! Hay que
estar listos para intervenir; preparar hombres y armas.
—¿Cree que
mi padre lo sabía? —preguntó Matthew. —No estoy seguro, francamente — repuso Isenham.
Fue un comentario inacabado, como si se hubiera interrumpido antes de hablar
más de la cuenta.
Matthew
aguardó.
Isenham se
mostró descontento pero, al parecer, se dio cuenta de que tenía que proseguir.
—Parecía un
poco raro últimamente. Nervioso, ¿sabes? Pensaba... —Meneó la cabeza—. El día
antes de morir daba por supuesto que habría guerra. —Estaba perplejo—. No era
propio de él, en absoluto. —Avivó el paso, erguido y con los hombros en
tensión. La lluvia azotaba la bóveda de hojas que los cubría, comenzando a
traspasarla—. Lo siento, Matthew, pero es así. No puedo mentir al respecto.
Indudablemente, estaba raro.
—¿En qué
sentido? —preguntó Matthew maquinalmente mientras asimilaba aquella
información, cuyo significado le inquietaba. Había algo oscuro y frío en
aquella revelación.
Se alegró
de que el tiempo le facilitara el permanecer junto a Isenham aunque al mismo
tiempo lo dejara sin excusas para eludir formular preguntas todavía más
perspicaces. Por fortuna había poco más de cincuenta metros hasta la casa, de
lo contrario acabarían empapados. Isenham se inclinó hacia delante y echó a
correr.
—¿Vamos!
—gritó—, ¡Te vas a calar hasta los huesos, muchacho?
Alcanzaron
la verja del jardín y atravesaron éste como una exhalación hasta la puerta
principal. El sendero ya se había encharcado y el aire olía a tierra caliente y
mojada. Las plantas se inclinaban bajo la violencia del chaparrón que
tamborileaba en las hojas.
Matthew se
volvió para cerrar la verja y vio a un hombre que cruzaba la avenida con el
cuello del abrigo subido y el rostro moreno reluciente de agua, para luego
desaparecer entre los árboles.
Una vez que
se hubo reunido con Isenham en el interior, Matthew permaneció chorreando en
medio del vestíbulo, rodeado por paneles de roble, grabados de escenas de caza
y correas de cuero con toda una colección de medallones de latón de los que
antaño solían emplearse para decorar los arneses de los caballos.
—Gracias.
—Matthew aceptó la toalla que Isenham le ofreció, con la que se secó las manos
y la cara y se echó el pelo hacia atrás. La lluvia no habría podido llegar en
mejor momento—. Me parece que había determinados grupos, o intereses, que
preocupaban a mi padre —prosiguió, retomando el hilo de la conversación
interrumpida por la carrera hasta la casa.
Isenham se
encogió de hombros con un ademán de negación, tomó la toalla húmeda y la arrojó
al suelo con la suya junto a la puerta del guardarropa.
—Me comentó
algo acerca de un complot, pero, para serte franco, todo ello me pareció un
tanto... descabellado. —Se había esforzado por dar con la palabra más cortés
para describirlo, pero el significado real saltaba a la vista en su rostro—. A
juzgar por lo que me dijo, estaba imaginando grandes confabulaciones detrás de
los hechos. —Meneó la cabeza—. Las cosas no son así, y tú lo sabes bien. La
mayor parte de nuestros desastres se ha debido a errores garrafales cometidos
ala antigua usanza británica. Nosotros no tramamos el modo de entrar en guerra,
tropezamos con nuestros propios pies y caemos en ellas sin querer. —Hizo una
mueca de disculpa y se pasó la mano por el cabello mojado—. Si al final
vencemos, es por el mismo principio por el que Dios cuida de los idiotas y los
borrachos. Supongo que también siente cierta debilidad por nosotros.
—¿No cree
que quizá descubriese algo?
—No —repuso
Isenham con expresión grave—. Había perdido el hilo, en serio. Divagaba sobre
el motín en el Curragh, o al menos creo que era de eso de lo que hablaba. No
estaba muy claro, ¿entiendes? Dijo que la situación iba a empeorar mucho, insinuó
que terminaría en una conflagración que afectaría a toda Inglaterra, incluso a
Europa. —Se ruborizó—. Tonterías, ¿no lo ves? El ministro de la Guerra ha dimitido, lo sé,
pero no puede decirse que Europa esté envuelta en llamas. No creo que a nadie al
otro lado del Canal le importe un bledo en un sentido o en otro. Tienen sus
propios problemas. Más vale que te quedes y almuerces algo —agregó, mirando los
pies y los hombros empapados de Matthew—. Tengo teléfono. Llama a Judith y
avísale. No puedes marcharte ahora con esta lluvia.
Se volvió y
echó a andar hacia el comedor, donde la criada había dispuesto carne fría,
encurtidos, pan tierno y mantequilla, un pastel recién salido del horno que
apenas se había enfriado y una jarra de crema de leche.
—Suficiente
para dos, me parece —sentenció. Hizo caso omiso de su ropa mojada, puesto que
no podía hacer nada por la de Matthew. Formaba parte de su código de
hospitalidad sentarse a comer con las perneras de los pantalones empapadas dado
que su huésped se veía obligado a hacer lo mismo.
—¿Entonces
no piensa que la situación que se vive en Irlanda vaya a intensificarse?
—preguntó Matthew cuando hubieron dado buena cuenta de la mitad del exquisito
cordero frío.
—¿Hasta el
punto de involucrar a Europa? Ni por casualidad. Es un asunto interno. Siempre
lo ha sido. —Isenham tomó otro bocado y no siguió hablando hasta que se lo
tragó—. Lo lamento, pero el bueno de John se dejó llevar por conclusiones
erróneas. Suele pasar.
Fue el dejo
de compasión en su voz lo que Matthew no pudo soportar. Pensó en su padre y
evocó su rostro tan vívidamente como si acabara de salir de la habitación,
serio y delicado, con la misma mirada franca de Judith. A veces perdía los
estribos y le costaba tolerar a los vanidosos, pero era un hombre sin malicia.
Oír hablar de él con tanta condescendencia le dolía profundamente, de ahí que
se pusiera a la defensiva.
—¿Qué
quiere decir con que «suele pasar»? —inquirió—. ¿Qué es lo que pasa? —Hizo un
esfuerzo por dominar su disgusto. Se encontraba en casa de Isenham, comiendo de
su comida y, lo que era más importante aún, necesitaba su ayuda—. ¿A qué temía?
—Más vale
olvidarlo —respondió Isenham, bajando la vista a su plato y sosteniendo en
equilibrio, con mucho cuidado, un trozo de encurtido encima de una corteza de
pan.
—¿Me está
diciendo que era un iluso? —En cuanto cerró la boca, Matthew deseó haber
elegido una palabra menos peyorativa. Así delataba su propio dolor, a la vez
que bajaba la guardia. Saboteaba lo que se proponía. Se enfadó consiga mismo. ¡Podía
ser mucho más hábil que eso!
Isenham
levantó la vista, entre airado y abatido.
—No, no,
por supuesto que no. Sólo que estaba un poco... nervioso. Diría que todos lo
estamos, con el ejército amotinándose y esa situación de violencia en los
Balcanes.
—Mi padre
no llegó a enterarse del atentado contra el archiduque —señaló Matthew—. Él y
mi madre fueron muertos ese mismo día.
—¿Fueron
muertos?
Matthew se
corrigió al instante.
—Cuando el
coche se salió de la carretera.
—Ah, claro.
Estoy..., estoy más dolido de lo que acierto a expresar. Oye, ¿no
preferirías...?
—No. Me
gustaría saber qué era lo que le preocupaba tanto. Verá, él me lo mencionó,
pero sólo por encima.
¿Estaría
corriendo un riesgo? En cualquier caso, sería un riesgo deliberado. Observó el
rostro de Isenham minuciosamente para detectar siquiera un parpadeo, el más
leve movimiento de los ojos que revelara más de lo que había dicho, pero no
percibió nada. Isenham sólo se sentía incómodo.
—No sé qué
decirte. No quisiera hacer quedar mal a un viejo amigo. Recuérdale tal como
era, Matthew...
—¿Tan
descaminado iba, realmente? —preguntó Matthew entre dientes. Le impresionó
constatar hasta qué punto estaba ofendido y cuánto le dolía. Estuvo en un tris
de contraatacar.
Isenham se
sonrojó.
—No...,
¡claro que no! Fue sólo que... malinterpretó los hechos, creo, con excesivo
dramatismo, sacando las cosas de quicio. Al fin y al cabo..., —añadió,
intentando arreglarlo, sin demasiada fortuna—, siempre hemos tenido guerras,
aquí o allí, durante los últimos mil años, más o menos. Es nuestro espíritu
nacional, nuestro destino, si quieres. —Fue levantando la voz a medida que ganó
confianza—. Sobreviviremos. Siempre lo hemos hecho. Resultará desagradable
durante un tiempo, aunque me atrevería a decir que no durará más que unos
meses.
Para
Matthew saltaba a la vista que Isenham era consciente de haber revelado el
punto flaco de su amigo al hijo de éste y, para postre, el interesado no estaba
presente para poder defenderse.
—Estoy
seguro de que no habría tardado en darse cuenta de ello —agregó sin convicción.
Matthew se
inclinó hacia delante, apoyando los codos sobre la mesa.
—Pero ¿qué
pensaba él? —El corazón le latía con fuerza.
—Eso es
todo —dijo Isenham, meneando la cabeza—. No fue más explícito. La verdad,
Matthew, ¡no creo que lo supiera! Me parece... No quería decirte esto, pero
puesto que me obligas... —Se mostró resentido, con el rostro colorado pese a su
enrojecimiento habitual—. Me parece que consiguió una información incompleta y
que se imaginó el resto. No me dijo de qué se trataba porque ni él mismo lo
sabía. Aunque tenía algo que ver con el honor... y deseaba la guerra. ¡Ya está!
Lo lamento. Sabía que iba a dolerte, pero has insistido.
Era
ridículo. John Reavley jamás habría deseado la guerra, independientemente de lo
que nadie hubiese hecho. ¡Era una barbaridad, algo repugnante! ¡Atentaba contra
todo aquello en lo que había creído y por lo que había luchado a lo largo de su
vida, contra el sentido de la dignidad que tanto había alimentado y valorado,
contra los principios que profesaba! El verdadero motivo por el que detestaba
de todo corazón los servicios de inteligencia era precisamente que los
consideraba faltos de honradez. En su opinión, además, manipulaban a las
personas para servir a fines nacionalistas y, en última instancia, propiciaban
los conflictos armados.
—¡Él no
hubiese deseado la guerra! —exclamó con voz temblorosa. Había exigido saber y,
sin embargo, deseó que Isenham no le hubiese dicho aquello. No podía ser
cierto. Convertía a su padre en un desconocido, un extraño que infundía miedo.
La sola idea bastó para despojarlo de sus certidumbres.
Sin
embargo, ¿hasta qué punto conocía a su padre? ¿Cuántos hijos conocen a sus
padres como hombres, como luchadores, amantes o amigos? ¿Acaso alguna vez llegamos
a crecer lo bastante para ver con claridad más allá del vínculo del amor?
—¡Jamás
hubiese deseado la guerra! —repitió apasionadamente, fulminando a Isenham con
la mirada.
—Eso es lo
que he dicho. —Isenham asintió con la cabeza—. Tenía una información a medias y
no conseguía darle sentido. Era un buen hombre. Recuerda eso, Matthew, y olvida
el resto. — Engulló otro trozo de pan con encurtido y se sirvió más carne. Con
la boca llena, prosiguió—. Esta clase de tensiones hace que todo el mundo tenga
los nervios a flor de piel. El miedo causa reacciones distintas en las
personas. Hay quien huye y quien va derecho a su encuentro antes de que
aparezca, ¡como intentando provocar que suceda! No soportan la incertidumbre.
Según parece, John era de los segundos. A veces lo he visto en las cacerías, y
con más frecuencia en el ejército. Hay que ser fuerte para esperar.
La
acusación de falta de carácter hizo que Matthew experimentase un dolor casi
físico. ¡John Reavley no era un hombre débil! Respiró hondo, deseando replicar
algo que la desbaratase, pero ni siquiera encontró una idea, y mucho menos
palabras para expresarla.
—Sólo
existen intrigas ocasionales, no grandes conspiraciones —continuó Isenham, como
si fuese consciente de la furia que se estaba desatando dentro de Matthew—. Ya
no estaba en el Gobierno y me parece que lo echaba de menos. Pero mira a tu
alrededor. —Hizo un gesto con la mano que tenía libre—. ¿Qué puede estar
pasando aquí?
Matthew
asumió cuanto de cierto había en ello como una carga que lo aplastara
lentamente: Isenham probablemente tuviera razón, y cuanto más se esforzaba en
no aceptarlo, más agobiado se sentía.
—Debes
recordar lo mejor de tu padre, Matthew —aconsejó Isenham—. Así es como era él
en realidad.
No añadió
«aunque se comportase como un idiota», pero Matthew lo oyó en su cabeza con la
misma claridad que si lo hubiese hecho. Permaneció en silencio.
Isenham
cambió de tema deliberadamente y Matthew permitió que la conversación derivara
hacia asuntos triviales: el tiempo, las gentes del pueblo, el próximo partido
de críquet, las minucias cotidianas de una vida segura y despreocupada en la
paz de un verano perfecto.
Matthew
volvió caminando a casa en cuanto dejó de llover. Los olmos aún chorreaban y la
calle echaba vapor como relumbrantes retales de seda, imposibles de atrapar
pero que, no obstante, tejían una brillante alfombra a sus pies. El perfume de
la tierra era casi embriagador. Las hojas y flores mojadas relucían cuando les
daba el sol.
Al pasar
junto a la iglesia vio a un hombre que se metía con prisas en la sombra de la
entrada techada del cementerio, de modo que la tupida madreselva lo ocultó por
completo. Cuando Matthew llegó a su altura y miró de reojo, había desaparecido.
Estaba convencido, por su figura y la peculiar inclinación de sus hombros, de
que se trataba del mismo hombre que había visto antes, camino de casa de
Isenham. ¿Se dirigía hacia algún sitio y había buscado refugio de la lluvia?
Sin un motivo bien definido, Matthew cruzó la entrada techada y penetró en el
cementerio.
No advirtió
la presencia de nadie. Dio unos pasos entre las lápidas y miró hacia el único
sitio donde alguien podía esconderse. El hombre no había entrado en la iglesia,
cuya puerta Matthew no había perdido de vista en ningún momento.
Avanzó un
poco más y luego torció a la derecha, y entonces vislumbró la silueta del
hombre medio oculta por los troncos de un grupo de tejos. Permanecía inmóvil.
Delante de él sólo estaba la tapia del cementerio, y no miraba hacia abajo como
si contemplara las lápidas, sino hacia fuera, en dirección a los campos vacíos.
Inclinó la
cabeza como para leer la lápida que tenía a sus pies. Estuvo quieto unos
instantes. El hombre que se hallaba entre los tejos tampoco se movió.
Finalmente,
se dirigió a la tumba de sus padres. Había flores frescas. Debía de haberlas
llevado Judith. Todavía no había lápida. Se veía muy desnuda, muy nueva. Dos
semanas antes sus padres aún estaban vivos.
El mundo
parecía el mismo, pero no lo era. Todo había cambiado como cuando una masa de
nubes aparece de pronto tapando el sol. Aunque los contornos son los mismos,
los colores son distintos, más apagados, desprovistos de parte de su vida.
Las marcas
de los abrojos en la carretera habían sido reales, como la cuerda en el árbol
joven, los neumáticos hechos trizas, el registro de la casa y, ahora, aquel
hombre que parecía estar siguiéndolo.
¿O acaso
era eso precisamente lo que su padre había hecho, juntar pequeñas piezas que no
guardaban relación entre sí y construir con ellas un todo que no reflejaba
ninguna realidad? Quizá las marcas no fuesen de abrojos sino de cualquier otra
cosa que había sido puesta allí no en el momento del accidente sino en
cualquier otro del mismo día. ¿Tal vez un labrador se había detenido allí y
había apoyado las cuchillas de una rastra en el asfalto?
¿En verdad
había entrado alguien en la casa, o era sólo que las cosas habían quedado mal
arregladas por la conmoción de la tragedia, un cambio de hábito como tantos
otros?
¿Y qué
demostraba que el hombre que se ocultaba entre los tejos estuviera allí por
Matthew? Podía desear no ser visto por un montón de razones, por ejemplo algo
tan simple como una cita ilícita de domingo por la tarde. ¿Una tumba que
quisiera visitar en privado para ocultar su emoción? ¿Era así como comenzaba el
engaño? ¿Una conmoción, demasiado tiempo para pensar, la necesidad de otorgar
sentido a los hechos hasta el punto de pretender entretejerlos sin que
importase dónde encajaban?
Por un
instante se le ocurrió hablar con el hombre, hacerle un comentario sobre la lluvia,
tal vez, pero decidió no entrometerse en su contemplación. En lugar de eso, se
incorporó y desanduvo lo andado hasta la entrada del cementerio y salió a la
calle sin volverse otra vez a mirar hacia los tejos.
6
A pocos
kilómetros de allí, en Cambridge, el domingo también fue tranquilo y
deprimente. La tormenta amenazó toda la mañana y por la tarde llegó del oeste
con lluvia abundante. Joseph pasó la mayor parte del día a solas. Como todos
los demás, fue a la capilla a las once y durante una hora ahogó 'sus
pensamientos en la música. Almorzó en el refectorio que, pese a su
magnificencia, resultó claustrofóbico debido al calor y el opresivo ambiente
del exterior. Hizo un esfuerzo por entablar una conversación con Harry Beecher
a propósito de los últimos hallazgos de los egiptólogos, sobre los que su
interlocutor se mostró muy entusiasmado. Luego regresó a su habitación para
leer. El Illustrated London News estaba encima de su escritorio, y echó un
vistazo a las secciones de teatro y arte, saltándose las páginas de actualidad,
ilustradas con profusión de fotografías del funeral del gran estadista Joseph
Chamberlain. No abrigaba el menor deseo de contemplar imágenes de dolientes,
fueran quienes fueren.
Pensó en
coger la Biblia pero finalmente decidió perderse en el conocido esplendor del
Infierno de Dame. Su imaginería era tan sugerente que lo arrastraba lejos del
presente, y su sabiduría lo bastante intemporal, al menos por el momento, para
elevarlo por encima de la pena y la confusión.
Presentaba
una justicia infinita, los castigos por pecar no eran infligidos desde fuera,
decididos por una instancia superior, sino que eran los propios pecados
perpetuados eternamente, aunque despojados de las máscaras que una vez los
habían hecho seductores. Quienes se habían rendido a las egoístas tormentas de
la pasión sin tener en cuenta a costa de quién lo hacían, se veían azotados por
temporales incesantes, obligados a hacerles frente sin descanso. Y lo mismo
sucedía, a lo largo de sucesivos círculos, con los pecados de complacencia que
dañaban al propio ser, con los pecados de ira que dañaban al prójimo, y hasta
con la traición y la corrupción, que dañaban a todo el género humano. Aquella
obra poseía un sentido infinito.
Y, no
obstante, la belleza estaba ahí. Cristo aún «caminaba por las aguas de la
laguna Estigia sin mojarse los pies».
Joseph se
ensimismó en su curación. Si el inspector Perth estaba trabajando, no lo vio en
todo el día. Como tampoco vio a Aidan Thyer ni a ningún miembro de la familia
Allard.
Matthew le hizo
una breve visita camino de Londres, sencillamente para comunicarle lo mucho que
lamentaba lo de Sebastian. Fue un gesto noble, lleno de tácita compasión.
—Menudo
desastre —dijo sucintamente, sentándose en la habitación de Joseph a la luz del
crepúsculo—. Lo lamento mucho.
Cientos de
palabras pasaban por la cabeza de Joseph, pero ninguna parecía importante y
menos aún de ayuda. Guardó silencio, contento de que Matthew estuviera allí sin
más.
Sin
embargo, el lunes fue completamente distinto. Era el 13 de julio. Al parecer, la víspera el primer ministro había
hablado largo y tendido acerca de los métodos de reclutamiento que estaba
empleando el ejército. Fue una forma clara y desagradable de recordar que si la
situación en los Balcanes no se resolvía y en efecto había guerra, Gran Bretaña
quizá no estuviera en condiciones de defenderse con garantías.
Más
inmediata para Joseph fue la presencia en St. John's de Perth, que iba
discretamente de un sitio a otro, hablando con una persona tras otra. Joseph
alcanzó a verlo varias veces, siempre marchándose, dejando tras de sí una
estela de muchachos hondamente atribulados.
—¡Es
aborrecible! —exclamó Elwyn cuando se encontró con Joseph cruzando el patio.
Elwyn
parecía aturullado y descontento, como si anduvieran acosándolo desde distintos
frentes, tratando de hacer algo por todos y ansioso por encontrarse a solas y
ocuparse de su propio pesar. Siguió con la mirada la figura de Perth mientras
se alejaba, resuelto y ordinario, sin la gracia y la soltura de los estudiantes
que solían verse en aquel entorno.
—¡Por lo
visto piensa que ha sido uno de nosotros! —exclamó Elwyn, exasperado y a la vez
incrédulo, como si estuviera perdiendo el dominio de sí mismo—. Mi madre lo
observa atenta como un halcón. Cree que resolverá el caso en cualquier momento.
Pero aunque lo hiciera, no conseguiría devolvernos a Sebastian. —Bajó la
vista—. Y eso es lo único que la haría feliz.
Joseph vio
en su rostro todo lo que callaba y lo imaginó con suma facilidad: Mary Allard
loca de pena, arremetiendo contra el primero que se le ponía delante sin darse
cuenta de lo que le estaba haciendo a su otro hijo, mientras Gerald ofrecía
inútiles comentarios de consuelo que sólo conseguían enardecerla aún más y
Elwyn se esforzaba por comportarse como sus padres esperaban que hiciera.
—Me consta
que es espantoso —respondió Joseph—. ¿Te apetece salir un rato del colegio y
dar un paseo por el pueblo? Necesito un par de calcetines nuevos. Olvidé
algunos de los míos en casa.
Elwyn lo
miró con los ojos muy abiertos.
—¿Dios mío!
Me había olvidado de sus padres. ¡Lo siento mucho! Joseph sonrió.
—No pasa
nada. Yo también me olvido a veces. ¿Te apetece ese paseo?
—Sí, señor.
Mucho. La verdad es que necesito unos libros. Iré a Heffer's, y usted puede
probar en Eaden Lilley's. Es la mejor tienda de ropa y accesorios para
caballeros de por aquí.
Cruzaron
juntos el patio y salieron por la verja principal a St. John's Street para
luego girar a la derecha al llegara Sydney Street. El tiempo era bueno después
de la lluvia y el tráfico del lunes por la mañana comprendía no menos de media
docena de coches, además de las consabidas furgonetas de reparto, carros y
carromatos. Los ciclistas y peatones zigzagueaban entre los vehículos con
estudiada velocidad. El ambiente era más relajado que durante el curso
académico debido a la ausencia de las habituales figuras togadas de los
estudiantes.
—Si no
encuentran a nadie, ¿qué ocurrirá? —preguntó Elwyn en cuanto tuvieron ocasión
de oír lo que decían.
—Supongo
que se darán por vencidos —contestó Joseph. Lo miró de soslayo y detectó
inquietud en su rostro. Se imaginó la furia de Mary Allard. Tal vez Elwyn
también estuviera pensando en eso, temiendo lo peor—. Pero lo resolverán.
En cuanto
hubo pronunciado aquellas palabras se dio cuenta de su error. Elwyn adoptó una
sombría expresión de dolor. Joseph se detuvo en la acera y, asiendo a Elwyn del
brazo, le hizo volverse.
—¿Estás
enterado de algo? —preguntó bruscamente—. ¿Tienes miedo de decirlo por si puede
revelar que alguien tenía motivos para matar a Sebastian?
—¡No, no sé
nada! —replicó Elwyn, ruborizado y con los ojos encendidos—. Sebastian no era
ni mucho menos tan perfecto como piensa mi madre, pero en esencia era bastante
buena persona. ¡Usted lo sabe bien! Por supuesto, decía estupideces y podía
hacerte pedazos con su afilada lengua, pero muchas personas son capaces de eso.
Hay que aceptarlo. Es como ser bueno en remo, en boxeo o en cualquier otra
cosa. A veces ganas y a veces pierdes. ¡Ni siquiera aquellos a quienes les caía
mal odiaban a Sebastian! —La emoción lo abrumaba—. Ojalá... ¡Ojalá no tuvieran
que hacer esto!
—Estoy de
acuerdo —dijo Joseph con sinceridad—. Quizás al final resulte que fue un
accidente en vez de un acto deliberado. Elwyn no dio categoría de respuesta a
esas palabras.
—¿Cree que
habrá guerra, señor? —preguntó en cambio, echando a andar de nuevo.
Joseph
recordó las declaraciones del primer ministro.
—Debemos
tener un ejército en condiciones, tanto si hay guerra como si no —razonó—. Y el
motín en el Curragh ha sacado a relucir cierta debilidad.
—¡Y que lo
diga! —Elwyn metió las manos en los bolsillos y echó los hombros hacia atrás,
tenso. Era más ancho de espaldas y más musculoso que Sebastian, aunque el
cabello rubio y el tono de la tez le conferían un notable parecido con su
hermano—. Fue a Alemania en primavera, ¿lo sabía?
—¿Sebastian?
No, no lo sabía —respondió Joseph, perplejo—. Nunca lo mencionó.
Elwyn le
lanzó una mirada, satisfecho de haberse enterado primero.
—Le encantó
—dijo, esbozando una sonrisa—. Tenía intención de regresar en cuanto pudiera.
Estaba leyendo a Schiller en los ratos libres. Y a Goethe, por supuesto. ¡Decía
que había que ser un bárbaro para no amar su música! En toda la historia de la
humanidad sólo ha surgido un Beethoven.
—Me consta
que tenía miedo, por supuesto. Hablamos de ello el otro día.
Elwyn
levantó la cabeza de golpe, con los ojos como platos.
—¡Querrá
decir que estaba preocupado, no que tuviera miedo! ¡Sebastian no era ningún
cobarde! —Dijo la última palabra airado, en tono de desafío.
—Ya lo sé
—repuso Joseph—. Quería decir que tenía miedo de que toda esa belleza fuese
destruida, no por sí mismo.
—Oh. —Elwyn
se serenó. Ese único gesto bastó para que Joseph viera la intensidad de la
pasión de Mary, su orgullo y crispación, la identificación con sus hijos, sobre
todo con el mayor—. Sí, claro —agregó—. Lo lamento.
Joseph
sonrió.
—No le des
más vueltas. Y no pierdas el tiempo pensando quién odiaba a Sebastian o por
qué. Deja que el inspector Perth se encargue de eso. Cuida de ti mismo... y de
tu madre.
—Lo estoy
haciendo —dijo Elwyn—. Hasta donde me es posible.
—Lo sé.
Elwyn
asintió con la cabeza, apesadumbrado.
—Hasta
luego, señor.
Enfiló la
calle de la librería dejando que Joseph siguiera su camino hacia los grandes
almacenes en busca de calcetines.
Una vez
dentro, Joseph deambuló entre las mesas y las estanterías que llegaban hasta el
techo, donde se apilaban en perfecto orden toda suerte de artículos.
Acababa de
salir, con un par de calcetines negros y otro gris oscuro, cuando topó con Edgar
Morel.
Morel se
mostró aturdido.
—Perdón,
señor —se disculpó, haciéndose a un lado—. Estaba en las nubes.
—Todos
andamos un poco alterados —respondió Joseph, y se disponía a alejarse cuando
reparó en que Morel seguía mirándolo.
Una
muchacha pasó junto a ellos. Llevaba un vestido azul marino y blanco, con el
pelo recogido bajo un sombrero de paja. Titubeó por un instante, sonriendo en
dirección a Morel. Éste se sonrojó, pareció ir a decir algo y finalmente desvió
la mirada. La muchacha cambió de parecer y avivó el paso.
—Espero que
no se vaya por culpa mía —dijo Joseph.
—¡No!
—contestó Morel con excesiva vehemencia—. En realidad... era más amiga de
Sebastian que mía. Me figuro que sólo quería darme el pésame o algo por el
estilo.
Joseph
pensó que aquello distaba mucho de ser la verdad. La muchacha había mirado a
Morel con bastante intención.
—¿La
conocía bien? —preguntó. Le parecía bastante atractiva, y elegante, y calculó
que no debía de haber cumplido los veinte.
—No lo sé
—respondió Morel, y esta vez Joseph tuvo claro que mentía—. Lamento haber
chocado con usted, señor —añadió—. Disculpe.
Antes de
que Joseph dijera algo más, Morel se encaminó a toda prisa hacia la puerta de
Eaden Lilley's y desapareció en su interior.
Joseph se
adentró más en el pueblo, deteniéndose un rato en Petty Cury, la calle del
mercado. Pasó por delante de Jas. Smith & Sons, de Star & Garter,
sorteó un par de carretas de reparto y dos bicicletas que pasaron velozmente, y
regresó a St. John's por Trinity Street.
El martes
fue bastante parecido, con las mismas tareas rutinarias sin importancia. Vio al
inspector Perth ajetreado de un lado a otro, pero aun así logró mantener la
muerte de Sebastian alejada de su mente casi todo el tiempo, hasta que Nigel
Eardslie le alcanzó mientras cruzaba el patio a primera hora de la tarde. El
calor volvía a apretar; las ventanas de todas las habitaciones ocupadas estaban
abiertas de par en par y de vez en cuando se oía música y risas procedentes de
ellas.
—¡Profesor
Reavley!
Joseph se
detuvo.
Eardslie,
cuyo rostro más bien cuadrado revelaba ansiedad, fijó en Joseph sus ojos
pardos.
—Ese
policía acaba de hablar conmigo, señor. Me ha formulado un montón de preguntas
acerca de Allard. La verdad es que no sé qué decir. —Parecía incómodo y
preocupado.
—Si sabes
algo que pueda guardar relación con su muerte, tienes que decirle la verdad —
contestó Joseph.
—¡Yo no sé
la verdad! —exclamó Eardslie, desesperado—. Si sólo fuese cuestión de «¿Dónde
se encontraba usted?» o «¿Vio esto o aquello?», claro que podría contestar.
¡Pero quería que le dijera cómo era Allard! ¿Y cómo contesto a eso
decentemente?
—Le
conocías bastante bien —repuso Joseph—. Háblale de su carácter, de cómo
trabajaba, de quiénes eran sus amigos, de sus esperanzas y ambiciones.
—No lo
mataron por nada de eso —dijo Eardslie con un dejo de impaciencia—. ¿Le hablo
también de su sarcasmo? ¿Del modo en que lo hacía pedazos a uno con su lengua
viperina, consiguiendo que se sintiera un perfecto idiota?
Se mostró
tenso y triste a la vez.
Joseph
quiso negarlo. Aquél no era el muchacho que él había conocido. Aunque ningún
estudiante osaría poner de manifiesto su orgullo o su crueldad ante un tutor.
Los bravucones eligen blancos fáciles.
—Podría
decirle lo divertido que era —continuó Eardslie—. A veces me hacía reír hasta
que me faltaba el aire y me dolía el pecho, aunque fuese a costa de un tercero,
sobre todo si éste lo había criticado recientemente.
Joseph no
hizo ningún comentario.
—¿Le cuento
que sabía perdonar generosamente y que contaba con que le perdonaran, hiciera
lo que hiciese, porque era inteligente y guapo? —continuó Eardslie—. Y si
tomabas prestado algo suyo sin pedirlo y lo perdías o lo rompías, era capaz de
restarle importancia y hacerte creer que le daba igual, aun cuando se tratara
de algo que apreciaba. —Apretó un poco los labios y el brillo desapareció de
sus ojos—. Pero si ponías en tela de juicio una de sus opiniones o lo vencías
en algo que de verdad le importaba, ¡era capaz de llevar el rencor hasta
extremos inimaginables! Era generoso... ¡Te lo daba todo! Pero, por Dios,
¡también era cruel! —Miró fijamente a Joseph con expresión de impotencia—. No
puedo decir esto a la policía... Está muerto.
Joseph se
sentía como atontado. Aquél no era el Sebastian que había conocido. ¿Acaso la
de Eardslie era la voz de la envidia? ¿O refería una verdad que Joseph había
rehusado ver en su momento?
—No me
cree, ¿verdad? —espetó Eardslie, desafiante—. Perth quizá sí, pero los demás no
lo harán. Morel sabe que Sebastian le quitó la chica, Abigail no sé qué...,
para luego plantarla. Pienso que lo hizo porque podía, sencillamente. Cuando
conoció a Sebastian ella creyó que se hallaba ante una especie de joven Apolo,
y él permitió que lo creyera. Se sintió halagado...
—Si alguien
se enamora de ti no puedes hacer nada al respecto —arguyó Joseph, aunque
recordó el carácter atribuido al dios griego, la puerilidad, la vanidad, la
mezquindad, así como la belleza.
Eardslie lo
miró casi sin disimular su enojo.
—¡Puedes
decidir qué hacer al respecto! —repuso—. No se le roba la novia a un amigo. ¿O
sí? —Se sonrojó, mostrándose arrepentido—. Lo siento, señor. Ha sido una
grosería y no tenía ningún derecho a decirla. —Levantó el mentón—. Pero Perth
no deja de preguntar. Queremos ser respetuosos con los muertos, además de justos.
Pero alguien lo mató y dicen que fue uno de nosotros. Cada vez que veo a un
compañero me pregunto si fue él.
»Ayer por
la tarde me encontré con Rattray en los Backs; comencé a recordar las peleas
que había tenido con Sebastian y me pregunté si podía ser él. Tiene un genio de
mil demonios. — Volvió a sonrojarse—. Luego recordé una pelea que tuvo conmigo,
¡y me pregunté si estaría pensando lo mismo de mí! —Sus ojos suplicaban alguna
clase de tranquilidad—. ¡Todo el mundo ha cambiado! De pronto tengo la sensación
de que en realidad no conozco a nadie..., y lo que en cierto modo aún es peor,
tampoco creo que nadie se fíe de mí. Yo sé quién soy, y también que no lo
hice..., ¡pero nadie más lo sabe! —Respiró profundamente—. Las amistades que
daba por sentadas ya no existen. ¡Y eso ya: no tiene vuelta de hoja!
—Sí que
existen —dijo Joseph con firmeza—. Pon freno a tu imaginación, Eardslie. Como
es natural, todo el mundo está muy alterado con la muerte de Sebastian, y
también asustado. Pero confío que en un par de días Perth haya resuelto el
caso, y entonces todos os daréis cuenta de que vuestras sospechas eran
infundadas. Una persona ha hecho algo trágico y posiblemente malvado, pero los
demás no habéis cambiado.
Su voz sonó
hueca e irreal. No se creía lo que estaba diciendo: ¿cómo iba a creerle
Eardslie? El muchacho merecía algo mejor que aquello, pero Joseph no tenía nada
que darle que fuese a un tiempo reconfortante y siquiera remotamente sincero.
—Sí, señor
—dijo Eardslie obedientemente—. Gracias, señor. Se volvió y se marchó,
desapareciendo bajo el arco que daba al segundo patio, dejando a Joseph solo.
A la mañana
siguiente Joseph estaba sentado de nuevo en su estudio, tras haber escrito a
Hannah, lo que no le había resultado nada fácil. Comenzar fue bastante sencillo,
pero en cuanto intentaba decirle algo sincero se imaginaba su rostro y cobraba
conciencia de la soledad de su hermana, de la perplejidad que trataba de
ocultar sin éxito. No estaba acostumbrada al dolor. La amabilidad con que
trataba al prójimo estaba enraizada en las certidumbres de su propia vida;
primero sus padres y Joseph, luego Matthew y Judith, más joven y dependiente de
ella, deseosa de parecerse a su hermana mayor. Más adelante había sido Archie.
y por fin los hijos que había tenido con éste.
Le
recordaba mucho a Alys, no sólo por su aspecto sino por sus gestos, el tono de
su voz, a veces incluso las palabras que empleaba, los colores que le gustaban,
la manera de pelar una manzana o de marcar el punto de un libro que estaba
leyendo con un trozo de papel doblado.
Hannah y
Eleanor habían simpatizado de inmediato, como si hubiesen sido dos amigas que
simplemente llevaban una temporada sin verse. Recordó el inmenso placer que eso
le había proporcionado.
Hannah
había sido la primera en ir a verlo tras la muerte de Eleanor, y la había
echado de menos como nadie, pese a que vivían a kilómetros de distancia. Joseph
sabía que todas las semanas se escribían largas cartas llenas de pensamientos y
sensaciones, detalles triviales de la vida doméstica, y que lo hacían más por
una cuestión de afecto que por mantenerse informadas. Ahora, escribir a Hannah
entrañaba dificultades, pues removía el pasado.
Había
terminado, más o menos satisfactoriamente, y estaba intentando redactar una
carta para Judith, cuando llamaron discretamente a la puerta.
Suponiendo
que sería un estudiante, se limitó a invitarlo a pasar. Fue Perth quien entró y
cerró la puerta.
—Buenos
días, reverendo —saludó alegremente. Seguía llevando el mismo traje oscuro,
ligeramente arrugado en las rodillas, y un cuello duro limpio—. Perdone que
interrumpa su correspondencia.
—Buenos
días, inspector —contestó Joseph poniéndose de pie, en parte por cortesía pero
también porque con el sobresalto se sentía en desventaja sentado—. ¿Tiene
novedades? —Ni siquiera estaba seguro de cuál era la respuesta que deseaba oír.
Tendría que haber una resolución pero todavía no estaba dispuesto a aceptar que
alguien a quien conocía hubiese matado a Sebastian, pese a que su mente le
dijera que tenía que ser así.
—No exactamente
—respondió Perth, meneando la cabeza—. He estado hablando con sus jóvenes
caballeros, por supuesto. —Se pasó una mano por el pelo ralo—. El problema es
que si un hombre afirma que estaba en la cama a las cinco y media de la mañana,
¿quién sabe si está diciendo la verdad o no? Pero no puedo permitirme aceptar
su palabra sin más, ¿comprende? Su caso es distinto, pues sé por el señor
Beecher que usted estaba remando en el río.
—Vaya...
—Joseph se sorprendió. No recordaba haber visto a Beecher. Invitó a Perth a
sentarse—. Lo lamento, pero no sé cómo ayudar. No había nadie por los pasillos
ni en la escalera a esa hora.
—Desgraciadamente
para nosotros. —Perth se sentó en el sillón de enfrente del que Joseph había
ocupado, y Joseph volvió a dejarse caer en el suyo—. No tenemos un solo testigo
—añadió compungido—. De todos modos, las personas no suelen ser lo suficiente
serviciales para cometer un asesinato cuando saben que alguien las está
mirando. Normalmente podemos descartar a un buen puñado porque son capaces de
demostrar que se encontraban en otro sitio. —Estudió a Joseph con seriedad—.
Abordamos un crimen, sobre todo un asesinato, desde tres ángulos distintos,
reverendo. —Levantó un dedo—. En primer lugar, ¿quién tuvo ocasión de
cometerlo? Si alguien no se hallaba presente en el momento del crimen, queda
excluido.
—Naturalmente
—convino Joseph, asintiendo con la cabeza. Perth lo miraba fijamente.
—En segundo
lugar —prosiguió, levantando el dedo siguiente—, está el medio, en este caso un
arma de fuego. ¿Quién disponía de un arma?
—No tengo
ni idea.
—Es una
lástima, ¿sabe?, porque nadie posee una, o al menos es lo que sostienen. —Perth
seguía derrochando simpatía, como si fuese un profesor universitario con un
estudiante brillante, conduciéndolo por los vericuetos de un problema lógico—.
Sabemos que se trató de un arma pequeña, alguna clase de revólver, gracias a la
bala, que hemos encontrado, por cierto.
Joseph hizo
una mueca de horror al imaginar el proyectil atravesando el cerebro de
Sebastian para ir a impactar, seguramente, contra una pared de su habitación.
No lo había buscado. Notaba los ojos de Perth estudiándolo, pero no conseguía
borrar la expresión de repulsa de su semblante, como tampoco reprimir la ligera
sensación de náusea que le oprimía el estómago.
—Además,
habría sido una torpeza pasearse con un rifle o una escopeta en un lugar como
éste —agregó Perth, en tono neutro—. Sería imposible esconderlo de las miradas
indiscretas, excepto en el estuche de una trompeta o algo por el estilo. Ahora
bien, ¿quién se pasea con una trompeta a las cinco de la madrugada?
—Un bate de
críquet —dijo Joseph al instante—. Si... Perth abrió los ojos como platos.
—¡Muy
perspicaz, reverendo! No se me había ocurrido, pero tiene razón. Una buena
sesión de entrenamiento a primera hora en ese hermoso prado que hay junto al
río, o incluso en uno de esos campos de críquet, Fenner's, o, ¿cuál es el otro,
Parker's Piece?
—Parker's
Piece pertenece al municipio —puntualizó Joseph—. La universidad utiliza
Fenner's. Pero uno no juega a críquet en solitario.
—Por
supuesto, juntos pero no revueltos. —Perth asintió con la cabeza, apretando los
labios. La diferencia entre los habitantes de la ciudad y los— estudiantes
universitarios era un abismo insalvable, y Joseph acababa de recordárselo sin
darse cuenta—. Pero eso no quita que nuestro sujeto quizá no se ciñera a las
reglas —añadió con fría formalidad y expresión altanera, a la defensiva—. De
hecho, puede que ni siquiera llegase a jugar, ya que en el estuche no llevaba
un bate sino un arma. —Se inclinó hacia delante—. Sin embargo, puesto que
estamos teniendo muchos problemas para encontrar esa arma, que a estas alturas
puede estar en cualquier parte, eso significa que sólo nos queda un elemento
para atrapar al asesino: el motivo! —Levantó el dedo anular.
Joseph
debería haberse dado cuenta desde el momento en que Perth había llegado, pues
estaba claro que éste no contaba con que Joseph le aclarara nada en cuanto a
los medios o la oportunidad, y tampoco cabía esperar que fuera a verlo con el
propósito de mantenerlo informado acerca de sus progresos.
—Entiendo
—dijo en tono cansino.
—Estoy
seguro, reverendo —convino Perth, con una chispa de satisfacción en la mirada—.
No resulta fácil averiguar eso. Ni siquiera descontando el hecho de que nadie
quiere incriminarse a sí mismo, pues tampoco quiere hablar mal de un difunto.
No es decoroso. La gente dice las estupideces más grandes sobre una persona en
cuanto ésta ha muerto. ¿A qué se deberá, reverendo? Sin duda debe de
encontrarse con muchas situaciones semejantes en su profesión.
—Actualmente
no estoy en activo como sacerdote —explicó Joseph, sorprendido por la punzada
de culpabilidad que le causó el comentario, como si fuese un capitán que
abandona el barco a su suerte, y para colmo delante de su tripulación. Aquello
era ridículo; el trabajo que hacía allí era tanto o más importante, y, además,
encajaba mejor con su manera de ser.
—Pero no ha
renunciado a los votos, supongo —dijo Perth.
—No...
—Tendrá
buen ojo para juzgar a la gente y, si no me equivoco, confiarán en usted más
que en la mayoría y le contarán cosas...
—A veces
—admitió Joseph, precavido, cayendo en la cuenta, con una amarga sensación de
vacuidad, de lo poco que le había sido confiado; de lo contrario no se habría
sentido tan confuso en relación con los motivos de aquel brote de violencia—.
Pero una confidencia es precisamente eso, inspector, y yo no la rompería.
Aunque puedo decirle que no sé quién mató a Sebastian Allard ni por qué.
Perth
asintió lentamente con la cabeza.
—Lo doy por
descontado, reverendo, pero usted conoce a esos muchachos mejor que nadie,
quizás. Y comprenderá que no puedo marcharme de aquí hasta que sepa qué
sucedió. De ahí que tenga que averiguar el porqué. Si descubro algo que no
tenga nada que ver con el asesinato, romperé mis notas y lo olvidaré por
completo.
—¡No se me
ocurre ninguna razón! —protestó Joseph—. ¡Ser sacerdote conlleva que las
personas no se sientan inclinadas a contarle a uno sus pensamientos más
horribles! —Se dio cuenta, consternado, de la verdad que encerraba aquello.
¿Cuántas cosas no había querido ver?, y ¿durante cuánto tiempo? ¿Años? ¿Acaso
su propia pena lo había llevado a apartarse de la realidad buscando refugio en
la futilidad? Entonces, sin acabar de captar el alcance de sus palabras,
exclamó—: ¡Pero lo averiguaré! ¡Tendría que haberlo sabido!
Hablaba en
serio, despiadadamente, con la imperiosa necesidad de aire de un hombre que se
está ahogando. La violencia y el dolor habían destruido sus viejas
certidumbres, y tenía que recobrar la cordura si pretendía sobrevivir. Perth
quizá tuviera que resolver el caso en aras de su reputación profesional, o
incluso para demostrar que los habitantes de la ciudad eran tan buenos como los
estudiantes universitarios, pero Joseph necesitaba hacerlo porque creía en la
razón y en la facultad del hombre de elevarse por encima del caos.
Perth
asintió lentamente con la cabeza, aunque con los ojos bien abiertos y sin
pestañear.
—Muy bien,
reverendo. —Tomó aire como para agregar algo, pero se limitó a asentir de
nuevo.
En cuanto
Perth se hubo marchado Joseph comenzó a percatarse de la enormidad de lo que
había prometido. No tenía sentido aguardar a que la gente fuera a verlo para
confiarle algún motivo de resentimiento contra Sebastian. Si no lo habían hecho
antes, cuando hubiese resultado de lo más inocente, menos aún ahora. Tenía que
salir a buscar la información que precisaba.
La primera
persona con quien habló fue Aidan Thyer. Lo encontró en su casa, al final de un
desayuno más tardío de lo acostumbrado. Presentaba un aspecto de cansancio y
nerviosismo, con el pelo rubio más cano de lo que parecía a primera vista y el
rostro demacrado por la falta de reposo. Levantó la vista sorprendido hacia
Joseph cuando la sirvienta le hizo pasar al comedor.
—Buenos
días, Reavley. No ocurrirá nada malo, espero.
—Nada nuevo
—repuso Joseph no sin cierta aspereza. ¿Té? —ofreció Thyer.
—Gracias.
—Joseph se sentó, no porque le apeteciera especialmente el té, sino para
obligar al director a proseguir la conversación—. ¿Cómo siguen Gerald y Mary?
—Inconsolables
—contestó Thyer con expresión grave—. Supongo que es natural. No me imagino
cómo debe de ser perder a un hijo, y mucho menos de semejante manera. —Dio un
mordisco a su tostada—. Connie hace todo lo que puede, aunque no parece que
sirva de nada.
—Me figuro
que una de las peores cosas es darse cuenta de que alguien lo odiaba hasta el
punto de recurrir al asesinato. Debo admitir que no imaginaba que alguien
pudiese abrigar semejante sentimiento. —Joseph se sirvió té de la tetera de
plata y dio un sorbo para probarlo. Estaba muy caliente; obviamente, alguien la
había rellenado—. Lo cual demuestra que no estaba prestando toda la atención
debida.
Thyer lo
miró sorprendido.
—¡Yo
tampoco lo sabía! Por el amor de Dios, ¿cree que de haberlo sabido...?
—¡No! Claro
que no —lo interrumpió Joseph—, pero se me ocurrió que quizás usted hubiese
sido más consciente que yo de un trasfondo de emoción, una rivalidad, una
afrenta, real o imaginada, o alguna clase de amenaza. —La verdad lo avergonzaba
y le costaba reconocerla—. Yo estaba tan concentrado en el trabajo académico de
los muchachos que apenas presté atención a sus demás pensamientos y
sentimientos. Tal vez usted tuviera una perspectiva más amplia.
—Es usted
un idealista —dijo Thyer, levantando su taza de té, aunque la agudeza de su
mirada no carecía de amabilidad.
Joseph
aceptó el comentario sin rechistar, pero para él constituía una crítica más
dura de lo que Thyer pretendía.
—Y usted no
puede permitirse serlo —respondió ¿Quién odiaba a Sebastian?
—Veo que no
se anda con rodeos.
—En efecto.
—Joseph esbozó una sonrisa—. Me parece que sería mejor que lo supiéramos antes
que Perth, ¿no cree?
Thyer
volvió a dejar la taza en el plato y miró a Joseph fijamente.
—La verdad
es que muchas más personas de las que le gustaría pensar. Me consta que usted
lo apreciaba mucho y que conocía a su familia, tal vez por eso le mostrara lo
mejor de sí mismo.
Joseph
respiró hondo.
—¿Y quién
veía el otro lado? —preguntó.
Recordó de
pronto la mala cara que había puesto Harry Beecher, sentado en el banco del
Pickerel contemplando los botes en el río a la luz del ocaso, y la repentina
tensión en su voz.
Thyer
meditó por un instante.
—Casi todo
el mundo, de una forma u otra. A ver, su trabajo era brillante, en eso llevaba
usted razón y, además, se dio cuenta antes que nadie. Tenía aptitudes para
llegar a destacar algún día, posiblemente como uno de los grandes poetas de la
lengua inglesa. Pero le quedaba un largo trecho que recorrer para alcanzar una
mínima madurez emocional. —Se encogió de hombros—. No es que la madurez
emocional sea necesaria para un poeta. Byron y Shelley, por mencionar sólo a
dos, no destacaron precisamente por ella. Y me inclino a pensar que si ambos se
libraron de morir asesinados, fue más por suerte que por virtud.
—Eso no es
muy concreto, que digamos —dijo Joseph, deseando poder dejar todo aquello en
manos de Perth, contentándose con enterarse de quién lo había hecho sin llegar
a conocer el porqué. Pero ya era demasiado tarde para eso.
Thyer
suspiró.
—Bueno,
siempre está la cuestión de las mujeres, supongo. Sebastian era guapo y
disfrutaba ejerciendo sus encantos, así como el poder que eso le otorgaba. Tal
vez con el tiempo habría aprendido a gobernarlo, aunque, por otra parte, podría
haber ido a peor. Hace falta mucho carácter para tener poder y abstenerse de
usarlo. Y él aún estaba muy lejos de eso. —Su rostro se tensó hasta conferirle
una expresión extrañamente sombría—. Y, por supuesto, siempre cabe la
posibilidad de que no se tratara de una mujer sino de un hombre. A veces
ocurre, sobre todo en un lugar como Cambridge. Un hombre de más edad, un
estudiante lleno de vitalidad, sueños, anhelos... —Se interrumpió. No era
necesario dar más explicaciones ni nombrar los peligros que entrañaban.
Joseph oyó
un ligero ruido en la entrada y al volverse vio a Connie de pie en el umbral,
con la cara muy seria y una chispa de enojo en sus ojos oscuros.
—Buenos
días, profesor Reavley.
Entró y
cerró la puerta a sus espaldas. Llevaba un vestido de color añil, adecuado
tanto para el calor como para la tragedia que afligía a sus huéspedes. La
prenda, muy estrecha a la altura de las rodillas, realzaba su figura, y el
color favorecía a su tez. Incluso en aquellas circunstancias daba gusto
contemplarla.
—La verdad,
Aidan, si tienes que ser tan franco, ¡al menos podrías serlo con más
discreción! — dijo con aspereza, adentrándose en la habitación—. ¿Y si la
señora Allard te hubiese oído sin querer? No soporta oír nada que no sean
alabanzas sobre su hijo, lo cual me figuro que es bastante normal, habida
cuenta de lo que ha ocurrido. No es que yo suponga que el muchacho fuese un
santo, pocos de nosotros lo somos, pero así es como ella necesita verlo en este
momento. Y, aparte de ahorrarle una crueldad innecesaria, lo último que deseo
es tener que habérmelas con un ataque de histeria. —Apartó la vista de su
marido, posiblemente sin advertir el cambio de expresión de su rostro, como si
hubiese recibido un golpe que casi esperaba—. ¿Le apetece desayunar, profesor
Reavley? —añadió—. No me cuesta nada pedir a la cocinera que le prepare algo.
—No,
gracias —repuso Joseph, molesto consigo mismo por haber obligado a Thyer a
hablar con tanta franqueza e incómodo por haber presenciado un momento de
tensión conyugal—. Me temo que los comentarios del director han sido culpa mía
—dijo dirigiéndose a Connie—. Le estaba preguntando porque creo conveniente que
sepamos la verdad, a ser posible antes de que la policía saque a la luz los
errores de juicio de cualquier estudiante, o de uno de nosotros, en realidad.
La más insignificante rivalidad se convierte en una atrocidad imposible de
olvidar. — Estaba hablando más de la cuenta, dando más explicaciones de las
precisas, pero no podía detenerse—. Los estudiantes se están poniendo nerviosos,
a la defensiva, y sospechan los unos de los otros. He presenciado media docena
de discusiones que han acabado a puñetazos en estos últimos días, y al menos
dos personas que conozco han dicho mentiras estúpidas, no para ocultar el
crimen sino porque se sienten en evidencia. Me he resistido a admitirlo hasta
que Perth ha ido a verme esta mañana, y la situación no hará más que empeorar
mientras no se sepa la verdad.
Connie se
sentó a la cabecera de la Mesa, venciendo la estrechez de la falda con una
gracia extraordinaria, y Joseph percibió el leve perfume de muguete que
llevaba. Lo invadió un sentimiento de pérdida por Alys, que por un momento
resultó abrumador.
Si Connie
se percató, tuvo la delicadeza suficiente para obviarlo.
—Supongo
que tiene razón —concedió—. A veces el miedo es peor que la verdad. Al menos la
verdad sólo arruinará la vida de una persona. ¿O acaso estoy equivocada?
Thyer dio
muestras de ir a decir algo, pero cambió de parecer y permaneció callado.
—Sí... Lo
siento, pero creo que sí —dijo Joseph—. Los estudiantes me han preguntado si
deberían contar al inspector lo que saben acerca de Sebastian, o si deben ser
fieles al recuerdo de éste y ocultarlo. Les he dicho que cuenten la verdad y,
debido a ello, Foubister y Morel, que han sido amigos desde que ingresaron, han
reñido de tal modo que ambos se sienten traicionados. Y todos nos hemos
enterado de cosas sobre los demás que hubiésemos preferido no saber.
Sin mirar a
su marido, Connie tendió la mano y la apoyó en el brazo de Joseph.
—Me temo que
al parecer la ignorancia es un lujo que ya no podemos permitirnos. Sebastian
era encantador, y sin duda poseía talento, pero también presentaba facetas más
oscuras. Me consta que usted hubiese preferido no verlas, y su caridad habla
mucho en su favor...
—No, no es
cierto —la contradijo Joseph abatido—. No lo hacía por generosidad de espíritu
sino para protegerme a mí mismo. Más bien creo que habría que llamarlo
cobardía.
—Es
demasiado severo consigo mismo —opinó Connie con suma ternura. La delicadeza de
su rostro siempre le había gustado. Se detuvo un instante a pensar, con un
respeto que lo sorprendió, lo afortunado que era Aidan Thyer.
—Gracias
—dijo Joseph con una sonrisa—. Es muy generoso de su parte, pero digamos la
verdad sobre nosotros también. Creo que es lo menos que podemos hacer ahora.
Al
atardecer, Joseph fue, como de costumbre, al reservado de los profesores para
disfrutar de unos momentos de camaradería y descanso antes de pasar a cenar. En
cuanto entró vio a Harry Beecher sentado en uno de los cómodos sillones que
había junto a la ventana, sosteniendo en la mano un vaso de lo que parecía
ginebra con tónica.
Joseph fue
a reunirse con él, contento de encontrarlo allí. Había compartido muchos años
de amistad con Beecher y nunca había hallado en él una pizca de mezquindad ni
ese ensimismamiento que lleva a la gente a no percibir los sentimientos del
prójimo.
—¿Lo de
costumbre, señor? —preguntó el camarero, y Joseph aceptó, tomando asiento muy a
gusto en la lujosa familiaridad del entorno, de las personas que había conocido
y encontrado tan agradables a lo largo de aquel último y difícil año. En su
mayoría pensaban como él. Tenían el mismo patrimonio cultural y los mismos
valores. Las discrepancias eran de orden menor yen general añadían interés a lo
que de otro modo seguramente habría acabado siendo insulso. Poner en entredicho
una idea constituía la sal de la vida. Que siempre le dieran la razón a uno
tenía que conducir a una soledad insoportable a la larga, como estar anclado
entre infinitos espejos de la mente, estériles de toda novedad.
—Parece que
el presidente francés va a ir a Rusia para hablar con el zar —comentó Beecher,
dando un sorbo a su vaso.
—¿Acerca de
Serbia? —preguntó Joseph, aunque se trataba de una pregunta retórica. La
respuesta era obvia.
—Menudo
lío. —Beecher sacudió la cabeza—. Walcott piensa que habrá guerra. —Walcott era
catedrático de Historia Moderna y ambos lo conocían medianamente bien—. Aunque
podría ser un poco más discreto con sus opiniones. —Hizo una mueca de
desagrado—. Bastante caldeado está ya el ambiente para echar más leña al fuego.
Joseph tomó
el vaso que le ofreció el camarero, le dio las gracias a éste y aguardó a que
se alejara.
—Sí, tienes
razón —dijo apenado—. Varios estudiantes me han hablado de ello. No es de
extrañar que estén inquietos.
—Incluso en
el peor de los casos, supongo que no nos veremos envueltos. —Beecher desechó la
idea y tomó otro sorbo de ginebra—. Pero en caso de que sí nos veamos
implicados, pongamos que para ayudar, me pregunto a quién. —Enarcó las cejas
con expresión de ironía—. No parece que estemos demasiado preocupados por los
austriacos o los serbios, la verdad; pero sea como fuere, nosotros no cumplimos
el servicio militar. Todos nuestros soldados son voluntarios. — Sonrió
torciendo el gesto—. En mi opinión están muy alterados por la muerte de
Sebastian Allard, y eso es lo que en verdad les preocupa. Alguien lo mató.
—Apretó un momento los labios—. Y, por desgracia, según indican las pruebas,
debió de hacerlo un miembro de este colegio. —Miró a Joseph con súbita e
intensa franqueza—. Supongo que no tienes ninguna idea, ¿verdad? No
considerarías un deber religioso proteger a...
—¡No, claro
que no! —exclamó Joseph, perplejo. Todavía brotaba una furia encendida en su
fuero interno al pensar en la vitalidad y los sueños de Sebastian segados. En
su lugar sólo había quedado una hiriente desolación, teñida de remordimiento y
culpabilidad. Y ésa siempre estaría ahí, olvidada por un tiempo para luego
reaparecer como el estribillo de una vieja canción, sorprendiendo a la mente
con una punzada de dolor—. No sé nada —añadió, muy serio—. Pero siento el deber
de saberlo. He repasado cuanto recuerdo de los últimos días que vi a Sebastian
pero estuve fuera, debido al fallecimiento de mis padres, durante bastante
tiempo justo antes de que lo mataran. No pude ver nada.
—¿Piensas
que era previsible? —preguntó Beecher con curiosidad. Se olvidó de su bebida
sin terminar.
—No lo sé
—admitió Joseph—, pero no puede haber sucedido sin un motivo que fuera en
aumento durante cierto tiempo, salvo si se trató de un accidente, lo cual
constituiría la mejor respuesta posible, por descontado. Aunque no acierto a
imaginar qué sucedió en ese caso. ¿Tú sí?
—No
—respondió Beecher con contenido pesar. La luz del ocaso a través de los
ventanales resaltaba las pequeñas arrugas que rodeaban su boca y sus ojos.
Estaba más cansado de lo que reconocía y quizá mucho más preocupado también—.
No, me temo que sería llevarse a engaño — agregó—. Alguien lo mató con toda la
intención. Y no sé si deberíamos haberlo visto venir o no. — Alcanzó de nuevo
su vaso, dio un sorbo y lo saboreó, aunque se adivinaba que no le causaba
ningún placer. Su expresión era tensa, introvertida—. Desde luego su trabajo
estaba empeorando estas últimas semanas. Y, para serte sincero —lanzó a Joseph
una mirada de disculpa—, últimamente percibí un tono más duro y cierta falta de
delicadeza. Pensé que podía deberse a una incómoda transición de un estilo a
otro, efectuada sin la gracia que le caracterizaba. —Lo dijo casi como una
pregunta.
—¿Pero?
—instó Joseph. Sabía que a Beecher no le gustaba Sebastian y no tenía ganas de
oír lo que iba a decirle, pero no podía seguir pasando por alto la verdad, por
más valiosas que fueran las ilusiones que ésta pudiera romper.
—Pero mirándolo
en perspectiva, no se trataba tan sólo de su trabajo —dijo Beecher—. Saltaba
por nada, tenía el genio más vivo que de costumbre. Daba la impresión de no
dormir bien y, hasta donde yo sé, se vio envuelto en un par de riñas de lo más
estúpidas.
—¿Riñas por
qué? ¿Con quién?
—Por la
guerra y el nacionalismo —respondió Beecher—, ideas equivocadas sobre el honor.
Y con varias personas, con cualquiera lo bastante idiota como para apasionarse
por el tema.
—¿Por qué
no me lo dijiste?
Joseph se
asustó. No había visto nada por el estilo. ¿Había estado totalmente ciego? ¿O
acaso Sebastian se lo había ocultado de forma deliberada? ¿Lo había hecho para
protegerse porque deseaba conservar la imagen que Joseph se había formado de
él, y así contar con una persona que consideraba sólo los aspectos positivos de
su carácter? ¿O acaso no confiaba en él, sencillamente, y su amistad sólo era
producto de la imaginación y la vanidad de Joseph?
Beecher
estaba incómodo. Joseph lo notó en su rostro, en el modo en que deseaba apartar
la vista, evitando hacerlo porque sabía que entonces delataría lo que en verdad
pensaba.
—Di por
sentado que Sebastian confiaba en ti —dijo—. Hasta el otro día no caí en la
cuenta de que no era así. Lo lamento.
—No dijiste
nada en su momento —señaló Joseph—. Reparaste en que algo malo le pasaba, pero
no me preguntaste si yo también lo había advertido y sabía de qué se trataba.
Tal vez juntos hubiésemos podido hacer algo al respecto.
Beecher
miró un poco más allá de Joseph; esta vez no fue una estratagema sino fruto de
la concentración.
—Sebastian
no me caía tan bien como a ti —dijo despacio—. Percibía su encanto, pero
también el modo en que lo usaba. Me planteé preguntarte si sabías qué era lo
que tanto le preocupaba, pues creo que se trataba de algo profundo. En realidad
lo saqué a colación una vez, y sin embargo no te diste por aludido. Alguien nos
interrumpió y no volví a mencionarlo. No quería discutir contigo.
Levantó los
ojos, brillantes y llenos de preocupación y, por una vez, carentes de toda chispa
de humor.
Joseph
quedó anonadado. Había esperado dolor, pero aquel golpe fue mucho más duro de
lo previsto. Beecher había intentado protegerlo porque pensaba que Joseph no
era lo bastante fuerte para aceptar la verdad o enfrentarse a ella. Había creído
que se apartaría de un amigo con tal de no mirarla de frente.
¿Cómo era
posible? ¿Qué había dicho o hecho Joseph para que incluso Beecher lo
considerase no sólo ciego sino moralmente cobarde?
¿Era por
eso por lo que no le había contado nada Sebastian? se había referido al miedo a
la guerra y a la destrucción de la belleza que amaba, pero desde luego eso no
bastaría para trastornarlo del modo que Beecher había dado a entender. Y,
obviamente, había comenzado semanas antes de que se cometiera el magnicidio en
Sarajevo.
Elwyn se le
había echado encima al instante cuando Joseph mencionó ese miedo, negando
acaloradamente que Sebastian fuese un cobarde, acusación que a Joseph jamás se
le había ocurrido lanzar. ¿Debería haberlo hecho? ¿Acaso Sebastian se había sentido
incapaz, por miedo, de confiárselo a Joseph, quien supuestamente era su amigo?
¿Qué valía aquella amistad, si uno tenía que llevar una máscara para ocultar
los pensamientos que realmente le dolían y sentía la necesidad de presentar un
rostro más agradable por el bien de Joseph?
No gran
cosa. Sin sinceridad, compasión y voluntad de entendimiento, devenía poco más
que una relación social y, para colmo, ni siquiera de las buenas.
La
condescendencia de Beecher no era mejor. Había piedad en ella, incluso amabilidad,
pero carecía de ecuanimidad y, por descontado, de respeto.
—Ojalá lo
hubiese sabido —dijo Joseph con amargura—. Ahora lo único que nos queda es que
alguien lo odiaba tan incontrolablemente que fue a su habitación de madrugada y
le pegó un tiro en la cabeza. Eso es un odio muy profundo, Harry. No sólo no
supimos verlo antes, sino que tampoco acertamos a verlo ahora, ¡y sabe Dios que
tengo los ojos bien abiertos!
Al día
siguiente, entrada la mañana, Joseph fue .a ver a Mary y Gerald Allard, quienes
seguirían instalados en casa del director al menos hasta el funeral, que la
policía había retrasado debido a la investigación. Se conocían desde hacía
tiempo. No se le ocurría nada que decir para aliviar su pesar, pero eso no lo
eximía de la obligación de manifestar su preocupación. Por otra parte, debía
enterarse por ellos de cuanto pudiera ayudarlo a conocer mejor a Sebastian.
—Pase —dijo
Connie en cuanto la sirvienta lo condujo del vestíbulo a su sala de estar.
Joseph vio de inmediato que ninguno de los Allard se encontraba aún allí. Esto
le permitía retrasar un poco más el encuentro, y se avergonzó por sentirse tan
aliviado.
—Siéntese,
profesor Reavley —lo invitó Connie, con una sonrisa y un brillo de humor
cómplice en los ojos, como si le leyera el pensamiento.
Joseph
aceptó. La habitación era de lo más ecléctica. Por supuesto, formaba parte del
colegio y no había forma de introducir grandes cambios, pero Thyer tenía un
gusto conservador y casi toda la casa estaba amueblada en consecuencia. No
obstante, aquella habitación era el feudo de su esposa, y una bailaora de
flamenco daba vueltas como un remolino escarlata en el cuadro que había encima
de la repisa de la chimenea. Irradiaba vitalidad. Se trataba de una obra un
poco tosca y de bastante mal gusto, pero de un colorido espléndido. Joseph
sabía que Thyer la detestaba. Le había regalado un moderno y costoso cuadro
impresionista que le disgustaba, pensando que a ella le complacería y que al
menos sería digno de estar colgado en la casa. Ella lo había aceptado y lo
había puesto en el comedor. Tal vez sólo Joseph supiera que tampoco le gustaba.
Se sentó
junto a la manta marroquí de vivos tonos tierra y se arrellanó, sin prestar
ninguna atención al gran narguile de latón que ocupaba la mesa contigua. Por
extraño que pudiera parecer, encontró acogedor el insólito ambiente de la sala.
—¿Cómo está
la señora Allard? —preguntó.
—Debatiéndose
entre la pena y la ira —contestó Connie con irónica sinceridad—. No sé qué
hacer por ella. El director tiene que continuar atendiendo a sus obligaciones
para con el resto del colegio, por supuesto, pero yo he estado haciendo lo poco
que está en mi mano para cuidar al menos de su bienestar físico, aunque
confieso que me veo impotente. —Le dedicó una sonrisa espontánea y sincera—.
¡Me alegra tanto que haya venido! Estoy desesperada. Nunca sé si lo que digo
está bien o mal.
Joseph se
sintió vagamente cómplice, lo cual lo tranquilizó.
—¿Dónde se
encuentra ahora? —preguntó.
—En
Fellow's Garden —contestó Connie—. Ese policía la interrogó ayer por la tarde y
ella lo amonestó porque todavía no había arrestado a nadie. —Adoptó una
expresión más seria, apretando un poco los labios en un gesto de lástima—. Dijo
que no podía haber más de una o dos personas que odiaran a Sebastian y que por
tanto tendría que resultar bastante sencillo encontrarlas. —Bajó la voz—. Me
temo que eso no es del todo cierto. El trato con Sebastian no siempre resultaba
fácil. Veo a esa pobre muchacha, la señorita Coopersmith, y me pregunto qué
estará sintiendo. Su rostro no me dice nada, y la señora Allard está tan
ensimismada en su pérdida que apenas le dedica ninguna atención.
Joseph no
se sorprendió, aunque lo lamentó.
—El bueno
de Elwyn hace cuanto puede —prosiguió Connie—, pero ni siquiera él consigue
consolar a su madre. Aunque me parece que es un buen apoyo para su padre. Me
parece que está pasando un verdadero calvario.
No entró en
detalles, y sus ojos buscaron los de Joseph con un amago de sonrisa.
Joseph la
entendió perfectamente pero no estaba dispuesto a permitir que ella lo viera,
al menos por el momento. La debilidad de Gerald le inspiraba una piedad
desgarradora, y eso le obligaba a ocultarlo, incluso ante Connie.
Se puso de
pie.
—Gracias.
Me ha brindado la oportunidad de ordenar mis ideas. Creo que más vale que vaya
a hablar con la señora Allard aunque no vaya a servir de mucho.
Connie
asintió con la cabeza y lo condujo por el pasillo hasta la puerta lateral que
daba al jardín. Joseph le dio las gracias de nuevo y salió al sol, al calor
quieto y perfumado donde las flores resplandecían en una profusión de rojos y
púrpuras, bordeando los caminos enlosados con esmero que discurrían entre los
arriates. Llameantes capuchinas se derramaban de una vasija vieja de terracota
dejada caer de lado. Agujas de salvia azul formaban un solemne telón de fondo
para un derroche de pensamientos que rivalizaban para llamar la atención. Las
espuelas de caballero se alzaban casi hasta el nivel de los ojos y las
desgreñadas clavelinas desprendían su perfume embriagador. Una mariposa iba
haciendo eses como un alegre borrachín y el zumbido de las abejas ponía una
constante y adormecedora música de fondo.
Mary Allard
estaba de pie en medio del jardín contemplando un macizo de oscuras rosas
burdeos. Iba vestida de luto riguroso y Joseph no pudo por menos de pensar que
debía de estar asándose de calor. A pesar del sol, no llevaba velo ni se
protegía con una sombrilla. La luz intensa resaltaba las pequeñas arrugas de su
piel, reveladoras del dolor que le devoraba las entrañas.
—Señora Allard
—dijo en voz baja.
La súbita
tensión de su cuerpo bajo la seda hizo evidente que no se había percatado de su
presencia.
—¡Reverendo
Reavley!
No agregó
nada más, pero tanto su porte como su mirada tenían algo de desafío. Aquel
encuentro iba a ser más arduo de lo que Joseph había pensado.
—He venido
a verla —dijo él, aun sabiendo que se trataba de una perogrullada, pero
preguntarle cómo se encontraba hubiese sido igualmente vano. La aflicción la
atormentaba y cualquiera podía verlo a simple vista.
—¿Tiene
alguna novedad sobre quién mató a Sebastian? —inquirió Mary Allard—. ¡Ese
policía es un perfecto inútil! Estoy empezando a pensar que no quiere
descubrirlo. Da la impresión de no entender nada.
Joseph
cambió de estrategia sobre la marcha. Cualquier intento por consolarla estaba
condenado al fracaso, así que trataría de averiguar lo que le interesaba, lo
cual, a fin de cuentas, también era lo que ella quería saber.
—¿El
inspector le ha dicho qué piensa? —preguntó Joseph.
Lo miró
perpleja, como si hubiese esperado que Joseph le llevara la contraria e
insistiese en que Perth estaba haciendo cuanto podía, o que lo defendiera
arguyendo lo difícil que era su cometido.
—Anda por
ahí buscando razones para odiar a Sebastian —contestó con mordacidad—. Envidia,
ésa es la única razón. Se lo he dicho, pero no me hace caso.
—¿Por
motivos académicos? —preguntó Joseph. ¿O quizá personales? ¿Por algo en
concreto?
—¿Por qué?
—Mary Allard dio un paso hacia él—. ¿Se ha enterado de algo?
—No —repuso
Joseph—, pero tengo muchas ganas de descubrir quién mató a Sebastian, por un
sinnúmero de razones.
—¡Para
ocultar su propio fracaso! —espetó Mary—. ¡Fue idea suya que lo mandáramos aquí
a estudiar! Lo pusimos en sus manos y usted ha dejado que un... ser... lo
matara. ¡Quiero que se haga justicia! —Las lágrimas asomaron a sus ojos, y
apartó la mirada—. Nada va a devolvérmelo — añadió con voz ronca—, pero quiero
que el culpable sufra las consecuencias.
Joseph no
encontró el modo de defenderse. Mary tenía razón: había fracasado en proteger a
Sebastian porque sólo había visto lo que había querido ver, obviando las
envidias y odios que sin duda el muchacho suscitaba. Había pensado que trataba
con la verdad, con una visión más elevada y sensata del hombre, cuando en
realidad había buscado su propia comodidad.
Tampoco
tenía sentido discutir sobre la justicia o decirle que no le aportaría ningún
alivio. Moralmente estaba mal, y era casi seguro que nunca llegaría a saber
toda la verdad sobre lo sucedido. Decirle que lo mejor era mostrarse piadoso, y
así como ella necesitaría piedad cuando le llegara la hora del juicio, no haría
más que incrementar su furia. No lo escucharía. Y si era sincero, su propia
cólera por la violencia y la muerte sin sentido estaba tan a flor de piel que
hubiese sido una hipocresía soltarle un sermón. No podía olvidar cómo se había
sentido en la carretera de Hauxton al comprender lo que significaban las marcas
de los abrojos y formarse una imagen mental de lo que había ocurrido allí.
—Yo también
quiero que sufra —confesó Joseph en voz baja. Mary levantó la cabeza y se
volvió lentamente hacia él con los ojos muy abiertos.
—Perdóneme
—susurró—. Pensaba que iba a darme un sermón. Gerald no para de repetir que no
debería sentirme así, que no es propio de mí lo que digo y que luego me
arrepentiré de haberlo dicho.
— Yo
también, tal vez —admitió Joseph con una sonrisa—. Pero así es como me siento
ahora.
Mary volvió
a torcer el gesto.
—¿Por qué
le hicieron esto, Joseph? ¿Cómo es posible envidiar tanto? ¿Acaso lo normal no
sería amar la belleza de la mente y desear ayudarla y protegerla? Le he
preguntado al director si Sebastian era candidato a premios u honores en
detrimento de otros compañeros, pero me ha dicho que no le consta que sea así.
—Juntó sus oscuras cejas—. ¿Cree... que pudo hacerlo una mujer? ¿Una muchacha
enamorada, obsesionada con él, que no aceptaba verse rechazada? Las chicas son
capaces de ponerse muy histéricas. A veces piensan que un hombre siente algo
por ellas cuando no se trata más que de una admiración pasajera, poco más que
buenos modales, en realidad.
—Podría ser
por causa de una mujer... —comenzó Joseph.
—¡Claro que
sí! —lo interrumpió Mary, aferrándose con avidez a la idea. Se le iluminó el
rostro, y se relajó un poco. Joseph reparó en el brillo de la seda del vestido
y en la tirantez que presentaba en los hombros—. ¡Esto sí tiene sentido! ¡Una
muchacha enamorada de Sebastian y un rival celoso al sentirse traicionado por
ella! —Alargó una mano titubeante y la posó en el brazo de Joseph—. Se lo
agradezco. Al menos ha conseguido dar sentido a las tinieblas. Si su intención
era consolarme, lo ha conseguido y le quedo agradecida.
No era así
como Joseph había previsto triunfar, pero tampoco sabía cómo retractarse.
Recordó a la muchacha que había visto en la calle frente a Eaden Lilley's y lo
que Eardslie le había dicho sobre Morel, y deseó no haberse enterado de nada de
aquello.
Seguía
buscando una respuesta cuando Gerald Allard entró al jardín por la verja que
daba al patio, caminando con mucho cuidado por el centro del sendero entre los
macizos de nébedas y clavelinas. Joseph tardó un momento en darse cuenta de que
su comedida forma de andar se debía al hecho de que a pesar de la hora que era
ya había tomado más de lo que podía absorber. Miró con curiosidad a Joseph y
luego a su esposa.
Mary
frunció el entrecejo al verlo.
—¿Cómo te
encuentras, querida? —inquirió él muy solícito—. Buenos días, Reavley.
Agradezco su amable visita. No obstante, me parece que deberíamos hablar de
otras cosas durante un rato. Resulta...
—¡Basta ya!
—dijo Mary entre dientes—. ¡No puedo pensar en otras cosas! ¡No quiero
intentarlo siquiera! ¡Sebastian está muerto! ¡Alguien lo mató! ¡Mientras no
sepamos quién fue y le veamos arrestado y ahorcado, no hay ninguna otra cosa!
—Querida,
deberías... —comenzó Gerald.
Mary giró
en redondo y la fina seda de la manga se le enganchó con una espina de rosal.
Se marchó hecha una furia, indiferente al roto de la tela, y desapareció por la
puerta de la sala de estar de la casa del director.
—Lo siento
—musitó Gerald con torpeza—. Realmente no sé... —No terminó la frase. La había
empezado sin saber qué iba a decir y su rostro lo reflejó con claridad.
—He
conocido a la señorita Coopersmith —dijo Joseph de pronto—. Me pareció una
muchacha muy agradable.
—Oh... ¿Regina?
Sí, es encantadora —convino Gerald—. Buena familia; los conozco desde hace
años. Su padre es propietario de una gran finca no lejos de aquí, por la parte
de Madingley.
—Sebastian
nunca me habló de ella.
Gerald
hundió más las manos en los bolsillos.
—¿No?
Tampoco es que me sorprenda. Quiero decir... —Volvió a interrumpirse.
Joseph
aguardó.
—Bueno, son
vidas aparte —prosiguió Gerald un tanto incómodo—. La de casa... y la de aquí.
Esto es un mundo de hombres.
—Hizo un
amplio y vacilante ademán con el brazo—. No es el mejor lugar para hablar de
mujeres, ¿no le parece?
—¿Cuenta
con la aprobación de la señora Allard?
Gerald
abrió desmesuradamente los ojos.
—¡Ni idea!
¡Sí! Bueno, supongo... Sí, tenía que gustarle la chica.
—Lo ha
expresado en pasado —señaló Joseph.
—Oh! Bueno,
Sebastian está muerto, ¿verdad? Dios nos asista. —Encogió un poco los hombros—.
La próxima Navidad será insoportable. Siempre la pasamos con la hermana de
Mary, ¿sabe? Una mujer temible. Tres hijos. Todos triunfadores, cada uno en lo
suyo. Orgullosa como Lucifer.
Joseph no
supo qué decir. Lo más probable era que luego Gerald lamentara haber hecho
aquella observación. Más valía no ahondar en el asunto. Con el calor como
pretexto, dejó a Gerald vagando sin rumbo entre las flores y volvió a entrar en
la casa.
Se dirigió
a la sala de estar para dar las gracias a Connie antes de marcharse. Vio la
figura de una mujer de pie junto a la chimenea, y pese a que era más o menos de
una misma estatura y complexión que Connie, supo al instante que se trataba de
otra persona. Las palabras murieron en sus labios cuando reparó en el elegante
vestido negro, con una amplia faja en la cintura y una especie de túnica doble
plisada cubriendo la falda larga y estrecha.
La mujer se
volvió y exclamó con expresión de alivio.
—¡Reverendo
Reavley! Qué agradable sorpresa.
—Señorita
Coopersmith. ¿Cómo está usted? —Cerró la puerta a sus espaldas. Aprovecharía la
ocasión para hablar con ella, que había conocido una faceta de Sebastian que él
ignoraba por completo.
Regina
encogió levemente los hombros en un ademán de pesadumbre.
—Esto me
resulta difícil. Realmente no sé qué estoy haciendo aquí. Contaba con ser de
algún consuelo para la señora Allard pero me consta que no lo consigo. La
señora Thyer es muy amable conmigo, pero ¿qué se hace con una prometida que no
es viuda? —Su rostro decidido y franco adoptó una expresión burlona para
disimular la humillación que sentía—. Soy un huésped imposible para mi
anfitriona.
Soltó una
risilla nerviosa y Joseph se dio cuenta de lo poco que le faltaba para perder
el dominio de sí misma.
—¿Hacía
mucho que conocía a Sebastian? —preguntó—. Yo sí, pero sólo la faceta académica
de su vida.
Se hacía
raro decirlo en voz alta; no había imaginado que fuese cierto y en ese momento
resultaba incuestionable.
—Ésa era la
faceta más destacada —contestó Regina—. Le importaba más que cualquier otra
cosa, creo. Por eso le aterraba tanto la posibilidad de que estallara una
guerra.
—Sí. Me
habló de sus temores uno o días antes de que... muriera. —Joseph recordó el
largo paseo que habían dado por los Backs al atardecer como si hubiese tenido
lugar la víspera. Aún recordaba la luz del ocaso en el rostro de Sebastian, el
apasionamiento de éste al referirse a la destrucción de la belleza, que tanto
temía.
—Viajó
mucho este verano —prosiguió Regina con la mirada perdida—. No solía hablar de
ello, pero cuando lo hacía saltaba a la vista lo mucho que le importaba. Me
parece que fue usted, reverendo, quien le enseñó a apreciar el encanto y la
importancia de todos los pueblos, a abrir la mente y contemplar el mundo sin
prejuicios. No sabe lo mucho que se entusiasmaba. Deseaba ardientemente vivir
con más... —buscó la palabra— abundancia de la que uno conoce cuando se
encierra en los límites del nacionalismo.
Al oírla,
Joseph recordó otras cosas que Sebastian había dicho sobre la riqueza y la
diversidad de Europa, pero no la interrumpió.
Regina
continuó, controlando su trémula voz con dificultad.
—Pese a ese
gran entusiasmo por otras culturas, sobre todo por las antiguas, en el fondo
era tremendamente inglés, ¿sabe?—Se mordió el labio inferior para salvar un
momento de titubeo, procurando serenarse antes de continuar—. Habría dado
cualquier cosa con tal de proteger la belleza de este país, las cosas
pintorescas y curiosas que posee, la tolerancia y la excentricidad, la grandeza
y los pequeños secretos que uno descubre a solas. Habría dado la vida para
salvar un brezal con sus alondras o un bosque lleno de jacintos silvestres. —La
voz estuvo a punto de quebrársele—. Un lago frío con juncos, una costa
solitaria donde la luz cae sobre pálidas barras de arena... —Tragó saliva—.
Cuesta creer que todo eso siga igual y que él ya no pueda verlo.
Joseph se
emocionó hasta el punto de sentirse incapaz de hablar, y sus pensamientos abrazaron
también a su padre y a la multitud de cosas que éste valoraba.
—Pero cada
cual ama lo que ama, ¿no es cierto? —añadió Regina mirándolo fijamente—. Y
había aspectos de él que yo desconocía por completo. A veces se ponía furioso
cuando pensaba en lo que algunos políticos estaban haciendo, en el modo en que
permitían que Europa se viera abocada a la guerra porque estaban demasiado
ocupados en proteger sus pocos kilómetros cuadrados de territorio. Detestaba
profundamente la patriotería. Yo le he visto rojo de rabia, casi incapaz de
hablar por la ira que le inspiraba. —Suspiró—. ¿Cree que habrá guerra, señor
Reavley? ¿Vamos camino de una catástrofe como nunca se ha visto antes? Eso es
lo que él temía, ¿sabe? Deseaba tanto la paz!
Joseph
volvió a visualizar el semblante de Sebastian bajo la luz del ocaso con la
misma claridad que si se encontrara en la habitación con ellos.
—Sí, lo sé
—dijo con voz temblorosa—. Me consta.
—Me
pregunto si se sorprendería al ver la confusión que ha sembrado al marcharse...
—Regina soltó una brevísima carcajada, semejante aun hipido—. Se nos enciende
la sangre tratando de averiguar quién lo mató y, ¿sabe una cosa?, no estoy
segura de si quiero descubrirlo. ¿Es perverso o irresponsable por mi parte?
—Me parece
que no tenemos elección —contestó Joseph—. Nos veremos obligados a saberlo.
—¡Me da
tanto miedo! —Regina lo miró, buscando en su rostro algún indicio de
comprensión.
—Sí
—convino Joseph—. A mí también.
* * *
7
La tarde
del viernes 17 de julio, Matthew volvió a salir de Londres en su coche, rumbo a
Cambridge. Una brisa ligera amontonaba nubes que formaban brillantes torres de
luz en lo alto de un cielo azul cobalto. Hacía un tiempo perfecto para conducir
más allá de los limites de la ciudad. El campo abierto se extendía delante de
él, y aumentó la velocidad hasta que sintió que el viento tiraba de su pelo y
le aguijoneaba la cara, haciendo que se preguntase cómo sería volar.
Hacia las
siete y cuarto llegó a Cambridge, donde se vio obligado a aminorar la marcha
hasta circular a ritmo de paseo. Enfiló Trumpington Road con el río a su
izquierda y Lammas Land en la otra orilla, pasando por Fitzwilliam, Peterhouse,
Pembroke y Corpus Christi para luego subir por la elegante y amplia King's
Parade, con sus tiendas y casas a mano derecha y sus intrincadas rejas de
hierro forjado a mano izquierda. Dejó atrás las ornamentadas agujas de la tapia
que cerraba el patio delantero de King's College y después la clásica
perfección de Senate House, con Great St. Mary's enfrente, y las hermosas
torres de Gonville and Caius, Trinity y por último St. John's.
Detuvo el
coche junto a la verja principal y se apeó. Sentía las piernas entumecidas, y
le hizo bien estirarlas un poco. Fue hasta la portería y se disponía a decirle
a Mitchell quién era y que venía a visitar a Joseph cuando aquél lo reconoció.
En cuestión
de un cuarto de hora tenía el coche estacionado a buen recaudo y se encontraba
en la habitación de Joseph. El sol dibujaba manchas brillantes sobre la
alfombra y hacía brillar las letras doradas de los libros de la estantería. El
gato del colegio, Bertie, dormitaba y de vez en cuando movía la cola.
Joseph
estaba sentado en la sombra, pero aun así Matthew percibió la fatiga y la
incertidumbre pintadas en su semblante. Tenía los ojos hundidos pese a ser de
pómulos altos y presentaba un aspecto en general demacrado.
—¿Saben ya
quién mató a Sebastian? —preguntó Matthew.
—No.
—Joseph negó levemente con la cabeza—. En realidad, me parece que no tienen la
más remota idea.
—¿Cómo está
Mary Allard? Me han dicho que se hospeda aquí.
—Sí. Ella y
Gerald se alojan en casa del director. El funeral se ha celebrado hoy. Ha sido
espantoso.
—¿No han
vuelto a su casa?
—Todavía
abrigan esperanzas de que la policía descubra algo en cualquier momento.
Matthew lo
miró preocupado. Su hermano daba la impresión de no poseer ninguna vitalidad,
como si algo en su fuero interno se hubiese agotado.
—Joe,
¡tienes un aspecto horrible! —exclamó de golpe—. ¿Crees que vas a recuperarte?
Se trataba
de una pregunta vana, pero tenía que hacerla. Le constaba que Joseph apreciaba
mucho a Sebastian Allard, y conocía su profundo sentido de la responsabilidad,
el cual a veces hacía que se tomara las cosas demasiado a pecho. ¿Acaso aquel
golpe adicional había sido demasiado para él?
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