sábado, 18 de febrero de 2012

Libro: Anne Perry (Las Tumbas del Mañana) Parte 4/5 [Primer Guerra Mundial]


Joseph levantó la vista.
—Probablemente —repuso. Se pasó la mano por la frente—. Me llevará un par de días. Es sólo que no acabo de verle el sentido a nada, como si todo se me escapara de las manos.
—Joe... —dijo Matthew amablemente, inclinándose un poco hacia delante—. Sebastian Allard era un joven de gran talento y podía resultar encantador como ninguno, pero no era perfecto.
Aborrezco decírtelo, pero tienes que renunciar a algunos de tus sueños, pues de lo contrario aún te harán más daño. No hay respuestas fáciles..., tú mismo me lo has dicho infinidad de veces. Y nadie es del todo bueno o malo. Alguien mató a Sebastian, y eso constituye una tragedia, pero no algo inexplicable. Habrá una respuesta que le dé sentido a todo..., una vez que la conozcamos.
Joseph se enderezó.
—Así lo espero. ¿Crees que la razón nos aportará algún consuelo? —Antes de que Matthew tuviera ocasión de contestar agregó—: Los Allard trajeron a Regina Coopersmith con ellos.
—¿Quién es Regina Coopersmith? —preguntó Matthew.
—La prometida de Sebastian —contestó Joseph.
Aquello explicaba muchas cosas. Si Joseph no había estado al corriente de su existencia, debía de haberse sentido excluido. Qué extraño que Sebastian no le hubiese dicho nada. Normalmente, cuando un muchacho se comprometía en matrimonio se lo contaba a todo el mundo. Las muchachas lo hacían invariablemente.
—¿Ha sido idea suya o de su madre? —inquirió Matthew sin rodeos.
Joseph hizo una mueca.
—No lo sé. He hablado un poco con ella. Más bien diría que de su madre. Aunque probablemente eso no tenga ninguna relación con su muerte. —Cambió de tema—. ¿Vas a quedarte en casa?
—Uno o dos días —respondió Matthew, sintiendo que lo invadía la pesadumbre al recordar lo enfadado que se había sentido al hablar con Isenham la semana anterior. La herida aún tardaría en curar. Pensó en su padre y en la interpretación que Isenham había hecho de sus actos, y le dolió como una muela infectada. Casi podía hacerle caso omiso hasta que al tocarla sin querer sentía de nuevo la punzada de dolor.
Joseph aguardaba a que continuase.
—Cuando vine el fin de semana pasado fui a ver a Isenham dijo Matthew en tono pensativo. No quería mentir a Joseph, y tarde o temprano éste le preguntaría, de modo que más valía que sacara el asunto a colación. Además necesitaba compartir el peso de lo que poco a poco se estaba viendo obligado a aceptar—. Se me ocurrió que papá tal vez le hubiera confiado sus temores y que al menos sabría decirme en qué dirección buscar.
Joseph se puso tenso; fue apenas un instante y casi ni se notó, pero el gesto reveló lo mucho que temía lo que estaba a punto de oír. Miró a Matthew con cautela.
—Piensa que papá sacó conclusiones sin fundamento —dijo Matthew. Notó que se le apagaba la voz, pero no pudo evitarlo. Bajó la vista, apartándola de los ojos de Joseph y de la pregunta que éstos formulaban—. Hablé con él durante un buen rato para ver si tenía alguna idea acerca de lo que pensaba papá, pero lo único concreto que saqué en claro fue que papá deseaba la guerra...
—¿Qué? —exclamó Joseph, enojado e incrédulo—. ¡Eso es ridículo! Era el último hombre de la tierra que hubiese deseado la guerra. Está claro que Isenham lo entendió mal. ¡Quizá le dijo que pensaba que la guerra era inevitable! La pregunta es: ¿se refería a Irlanda o a los Balcanes?
—¿Cómo iba papá a saber nada de ninguna de ellas?
Matthew ejercía de abogado del diablo con la esperanza de que Joseph lo venciera. Al menos la discusión y el uso de la razón hacían que éste volviera a ser el de siempre.
—No lo sé —contestó Joseph—. Pero eso no significa que no supiera nada. Tú mismo dijiste que fue muy concreto al referir que había descubierto un documento que explicaba de forma sucinta una conspiración que sería totalmente deshonrosa y que cambiaría...
—Ya lo sé —lo interrumpió Matthew—. A Isenham no le conté nada de eso, pero me dijo que papá había ido a verlo y que estaba...
—¿Qué? ¿Perdiendo el control sobre su imaginación? —inquirió Joseph.
—Más o menos. Lo dio a entender con más tacto, pero en resumidas cuentas vino a decir eso.
Dijo algo así como que «exageró sacando las cosas de quicio, seguramente llevado por el aburrimiento».
—Y la oportunidad de volver a ser importante —señaló Joseph con sorprendente malevolencia—. ¿Te parece que eso es propio de nuestro padre? ¡Si tal caso, no le conocías muy bien, que digamos!
—Entiendo que te enfades —dijo Matthew en voz baja—. Yo también me enfadé y aún no se me ha pasado. Ahora bien, ¿cuál es la verdad, Joe? A nadie le gusta pensar que una persona a quien ama está equivocada o pierde el dominio de sí. Pero el deseo no cambia la realidad.
—La realidad es que él y mamá están muertos —dijo Joseph en tono un tanto vacilante—. Que su coche pisó una hilera de abrojos en la carretera de Hauxton y se estrelló, que los dos murieron y que el documento en cuestión, contuviera lo que contuviese, desapareció tras el accidente. Así pues, cabe suponer que quienquiera que los matara registró el coche y los cadáveres y lo encontró.
Matthew se obligó a pensar con lógica.
—Entonces, ¿por qué registraron también la casa? —preguntó.
—Eso sólo lo suponemos —repuso Joseph con tristeza, antes de esbozar una sonrisa y continuar—. Pero si lo hicieron, señal que lo consideraban lo bastante importante para correr el riesgo de que uno de nosotros regresara antes de lo previsto y los sorprendiese. Y no me vengas con que fue un ladronzuelo. No se llevaron ningún objeto valioso y el jarrón de plata, las cajas de rapé y las miniaturas estaban bien a la vista.
—Tienes razón. —Matthew notó que el nudo que tenía en el estómago empezaba a aflojarse—. Pero aun así puede que fuese un escándalo menor en vez de un acto de espionaje con consecuencias mundiales.
—Era lo bastante importante para matar a dos personas con el fin de ocultarlo —masculló Joseph, apretando la mandíbula—. Y, aparte de eso, papá no era dado a exagerar.
Lo dijo como una mera constatación de hechos, sin ninguna entonación o énfasis especiales.
Distintas imágenes se agolpaban en la cabeza de Matthew: su padre de pie en el jardín, vestido con ropa vieja mirando a Judith recoger moras; sentado en su sillón junto al fuego una velada de invierno, con un libro abierto en el regazo mientras les leía cuentos; en la mesa del comedor un domingo, un poco inclinado hacia delante mientras discutía razonadamente, haciéndole perder los estribos o empujándolo a exagerar sus argumentos. Su padre recitando, sonriente, absurdos poemas humorísticos, cantando canciones de Gilbert y Sullivan mientras conducía por la carretera con la capota del viejo coche bajada.
El dolor de la pérdida traía aparejados dulces recuerdos de aquel hombre, aunque era tan agudo que costaba soportarlo, puesto que todo aquello sólo existía en el recuerdo. Tuvo que aguardar un momento hasta recobrar la firmeza de la voz.
—Iré a ver a Shanley Corcoran. —Suspiró profundamente—. Era el amigo más íntimo de papá. Creo que finalmente podré decirle la verdad, o al menos buena parte de ella. Si papá confió en alguien, seguro que fue en él.
Joseph titubeó por un instante. Matthew no habría sabido decir por dónde discurrían los pensamientos de su hermano.
—Ten cuidado —se limitó a advertirle Joseph.
Matthew pasó la velada en la casa familiar de St. Giles, desde donde telefoneó a Corcoran para preguntar si podía ir a verlo al día siguiente. Su petición obtuvo como respuesta una inmediata invitación a cenar, que fue aceptada sin vacilar.
Estuvo contento de no tener nada que hacer por la mañana, que dedicó junto con Judith a atender pequeñas obligaciones. Luego, en la tranquilidad de la tarde calurosa, ambos se llevaron a Henry a dar un paseo hasta el cementerio y el perro lo pasó en grande correteando entre la hierba alta de los márgenes del camino. Las rosas silvestres ya habían perdido casi todos los pétalos.
Matthew se cambió temprano para cenar y le alegró poner la capota al coche para recorrer la veintena de kilómetros que lo separaban de la magnífica residencia de los Corcoran. Al pasar por Grantchester vio un grupo de muchachos que todavía jugaban a críquet aprovechando las últimas horas de sol, suscitando los vítores y aplausos de un puñado de espectadores. Las chicas llevaban pichis y los sombreros colgados de las cintas. Unos cinco kilómetros más adelante unos niños hacían navegar sus veleros de madera en el estanque del pueblo, sin que los patos, al parecer acostumbrados a su presencia, les hicieran el menor caso. Un organillero hacía sonar su instrumento dándole al manubrio y un vendedor de helados, que ya había vendido toda la mercancía, desmontaba su puesto para marcharse a casa con los bolsillos llenos.
Matthew enfiló la carretera principal que salía de Cambridge hacia el oeste y unos tres kilómetros después, poco antes de Madingley, giró para atravesar la verja de la propiedad de Corcoran. Acababa de apearse del vehículo cuando apareció el mayordomo, solemne y puntilloso.
—Buenas tardes, capitán Reavley. Me alegra volver a verlo, señor. Lo estábamos esperando. ¿Trae algún equipaje que debamos llevar a la casa, señor?
—No, gracias —repuso Matthew con una sonrisa, antes de coger del asiento del acompañante una caja de los bombones preferidos de Orla—. Llevaré esto yo mismo.
—Muy bien, señor. Si me entrega las llaves, haré que Parley aparque el coche en lugar seguro. Tenga la bondad de seguirme, señor.
Matthew lo siguió hasta el pórtico y por la escalinata hasta la puerta principal y entró en el espacioso vestíbulo, cuyo suelo de baldosas blancas y negras semejaba un gran damero de ajedrez. Una armadura medieval completa montaba guardia junto al poste de arranque de la escalera de caoba; su casco reflejaba el sol que penetraba en la estancia por el ventanal del descansillo.
Matthew depositó las llaves del coche en la bandeja que le tendió el mayordomo y se volvió al oír que se abría la puerta del estudio. Allí estaba Shanley Corcoran, con el rostro iluminado por una amplia sonrisa, acercándose a él con los brazos abiertos.
—Cuánto me alegra que hayas venido —dijo con entusiasmo, escrutando el semblante de Matthew—. ¿Qué tal estás? Entra y sentémonos.
Indicó la puerta del estudio y, sin aguardar respuesta, pasó delante.
La estancia presentaba el estilo exuberante típico del gusto de Corcoran; los libros y objetos eran muy originales, y también había curiosidades científicas y exquisitas obras de arte entre las que destacaba un icono ruso, todo oros y sombras, con figuras de rostros benignos y solemnes. Encima de la chimenea colgaba un dibujo de un antiguo maestro italiano que representaba a un hombre a lomos de un asno, probablemente Jesús entrando en Jerusalén el Domingo de Ramos. Un astrolabio de plata bruñida descansaba sobre una mesa Pembroke de caoba junto a la pared, y había un ejemplar ilustrado de Chaucer encima de la que ocupaba el centro de la habitación. Mucho tiempo atrás, Corcoran le había leído pasajes de él. Era subido de tono, vital y divertido. Habían reído con ganas.
—Siéntate, siéntate —lo invitó Corcoran, señalando la butaca.
Matthew se arrellanó, sintiéndose muy a gusto en aquel lugar que tantos recuerdos buenos despertaba en él. Eran las siete y cuarto y sabía que servirían la cena a las ocho. No podía perder el tiempo con una conversación preliminar.
—Gracias. ¿Se ha enterado de la muerte de Sebastian Allard? Su familia está destrozada. Me parece que no comenzarán a recobrarse hasta que averigüen qué sucedió. Sé muy bien cómo se sienten.
—Entiendo tu aflicción —dijo Corcoran, cuyo rostro se ensombreció—. Echo de menos a John. Era el hombre más bueno y honrado que he conocido. Me resulta imposible imaginar siquiera cómo te sientes. —Frunció el ceño con expresión de desconcierto—. Pero ¿qué más hay que saber acerca de su muerte? Nadie fue responsable. Tal vez había una mancha de aceite en la carretera, o algo falló en la dirección del coche. Yo no conduzco. No sé nada sobre mecánica. —Sonrió ante la ironía de la situación—. Entiendo un poco de aviones y mucho de submarinos, pero me figuro que las diferencias son considerables.
Matthew intentó responder con una sonrisa. Estar allí con Corcoran le traía recuerdos de una intensidad que lo piló desprevenido. El velo entre el pasado y el presente era demasiado fino.
—Bueno, ni los aviones ni los submarinos se estrellan al salirse de la carretera, si es eso a lo que se refiere. Pero creo que eso no fue lo que ocurrió. De hecho, estoy seguro. —Advirtió que Corcoran lo miraba con extrañeza—. Joseph y yo fuimos al lugar del accidente —explicó—. Vimos las huellas del patinazo exactamente donde el coche viró. No había aceite. —Titubeó un instante antes de jugarse el todo por el todo—. Sólo una hilera de rasguños, como la que habría dejado una sarta de abrojos de hierro sobre el asfalto.
Se produjo un silencio tan denso que Matthew oía el tictac del reloj de pared del otro extremo como si lo tuviera al lado.
—¿Qué estás diciendo, Matthew? —preguntó Corcoran por fin, con evidente preocupación.
Matthew se inclinó un poco hacia delante.
—Papá iba camino de Londres para reunirse conmigo. La noche anterior me llamó para acordar la cita. Nunca le había oído tan serio.
—Vaya. ¿De qué te habló?
Si Corcoran tenía alguna idea al respecto, su semblante no lo reveló. Matthew buscó algún indicio y se relajó un poco al no percibir temor, sospecha ni ningún otro signo de conocimiento previo.
—Dijo que había descubierto una conspiración sumamente deshonrosa, capaz de afectar el orden internacional —contestó Matthew—. Quería que le diera mi opinión.
Corcoran permaneció imperturbable.
—¿Tu opinión profesional? —preguntó con cautela, casi con un dejo de incredulidad.
—Sí.
—¿Estás seguro de lo que dices? ¿No es posible que entendieras mal?
—No.
Matthew no iba a entrar en detalles, pues no quería dar más pistas a Corcoran. De pronto la conversación dejó de ser fluida, como correspondería a una charla entre amigos. Un silencio expectante se adueñó del estudio.
—Sabía que algo le preocupaba —dijo Corcoran, mirando a Matthew por encima de sus dedos entrecruzados—, pero no llegó a explicarme de qué se trataba. De hecho se mostró educadamente evasivo, de modo que no insistí.
—¿No tiene idea de qué era? —Inexplicablemente, Matthew se sintió decepcionado. No sabía qué había esperado, pero sin duda era más que aquello. ¿Corcoran procuraba ser evasivo adrede o realmente no estaba al corriente de nada?—. ¿Qué le dijo... exactamente? —insistió.
Corcoran pestañeó.
—No mucho; sólo que estaba preocupado por la tensión que imperaba en los Balcanes, lo cual nos ocurre a todos, aunque al parecer para él la situación era más delicada que para mí. —Cor-coran se puso aún más serio—. Parece ser que llevaba razón. El asesinato del archiduque resulta muy inquietante. Los austriacos exigirán reparaciones y, por descontado, Serbia no pagará. Los rusos respaldarán a los serbios y Alemania cerrará filas con Austria. Es inevitable.
—¿Y nosotros? —preguntó Matthew—. Eso sigue quedando lejos de Gran Bretaña y no guarda ninguna relación con nuestro honor.
Corcoran meditó por un instante. El tictac del reloj medía el silencio de la habitación.
—Las alianzas forman una red por toda Europa dijo por fin—. Tenemos constancia de algunas, pero tal vez no de todas. Los miedos y las promesas podrían llevarnos a la perdición.
—¿Cree que mi padre pudo enterarse del asesinato antes de que se produjera?
Se trataba de una idea disparatada, sin duda fruto de la desesperación de Matthew.
Corcoran se encogió muy levemente de hombros, aunque no había incredulidad ni burla en su rostro.
—¡No me figuro cómo! —contestó—. Si tenía algún contacto en esa parte del mundo, jamás me lo mencionó. Conocía a fondo Alemania y Francia, y Bélgica también, me parece. Tenía una parienta casada con un belga, creo, una prima a quien apreciaba mucho.
—Sí, la tía Abigail —corroboró Matthew—. Pero ¿qué relación existe entre Bélgica y Serbia?
—Ninguna, que yo sepa —respondió Corcoran—. Aunque lo que más me desconcierta es que quisiera implicarte a ti profesionalmente. —Lo miró contrito—. Perdóname, Matthew, pero sabes tan bien como yo que aborrecía los Servicios Secretos.
—¡Sí, desde luego! —convino Matthew con acritud—. Quiso que Joseph estudiara Medicina y, cuando éste no lo hizo, quiso que lo hiciera yo. En realidad, nunca dijo por qué... —Se interrumpió al percibir sorpresa y pena en el rostro de Corcoran, que pestañeaba como conteniendo las lágrimas.
—¿No te lo dijo? —preguntó.
Matthew negó con la cabeza. Aún le dolía demasiado explorar aquel rincón de su fuero interno. Siempre había creído que un día se le presentaría la oportunidad de demostrar a su padre el valor de lo que hacía. Discretamente, también salvaba vidas, preservaba la paz necesaria para que las personas pudieran dedicarse sin temor a sus quehaceres cotidianos. Era una de esas profesiones que si se practican con la debida habilidad pasan inadvertidas. Sólo los fracasos resultan visibles. Sin embargo, la muerte de John había hecho que tal demostración fuera imposible, y no sabía cómo enfrentarse a ese dolor no resuelto.
Le molestó que Corcoran lo sacara a colación precisamente en ese momento. Si le hubiese caído peor, de no existir los lazos de mutuo afecto que tanto valoraba se habría negado a permitirlo. No le habría costado nada batirse en retirada, cerrar todas las puertas a la emoción y adoptar una actitud educada pero distante, conversando de trivialidades hasta la hora de regresar a su casa. No obstante, perder el cariño de Corearan, su risa y sus recuerdos comunes, sería como vivir otra muerte en miniatura.
—Fue hace mucho tiempo —comenzó Corcoran, meditabundo—. Cuando éramos jóvenes. Puede que incluso tuviera algo que ver conmigo, no lo sé. Fue durante nuestro primer curso en Cambridge...
—¡No sabía que hubiesen estado en el mismo curso! —lo interrumpió Matthew.
Corearan se ruborizó levemente.
—Yo era un año mayor que él. Estaba allí a expensas de mi padre, y él con una beca. Comenzó estudios de Medicina, ¿sabes? —Aun cuando Matthew no se mostraba asombrado, el rostro de Corcoran dejaba claro que éste sabía que Matthew no estaba al corriente—. Yo estudiaba Física; solíamos pasar horas hablando y soñando con lo que haríamos una vez que obtuviéramos nuestra licenciatura.
Matthew aguardaba, tratando de visualizar a aquellos dos muchachos con la mente puesta en el futuro, llenos de esperanzas y ambiciones. ¿Había sido feliz con sus logros John Reavley? Dolía como un desgarro en la boca del estómago pensar en la posibilidad de que no lo hubiese sido, de que hubiera muerto decepcionado.
—No —dijo Corearan con ternura, escrutando el rostro de Matthew—. Cambió de parecer porque decidió meterse en política. Pensaba que lograría más cosas en ese terreno, de modo que se pasó a clásicas. De ahí es de donde ha salido la mayoría de nuestros líderes, los hombres que aprendieron la disciplina de la mente y la historia del pensamiento y la civilización occidentales. — Soltó un buen suspiro—. Pero a veces se arrepentía. Encontraba que la política era un amo duro y a veces tosco al que servir. En última instancia prefería el individuo a la masa, y pensaba que te haría más feliz y te daría mucha más seguridad.
—Pero usted siguió con la Física... —dijo Matthew.
Corcoran torció el gesto con una sonrisa socarrona aunque evasiva.
—Yo era ambicioso de un modo distinto.
—Mi padre pensaba que éramos solapados, esencialmente traidores. Que utilizábamos deliberadamente a las personas y que no conocíamos la lealtad. No soportaba a la gente artera. Era incapaz de actuar con doblez, de jugar con la vanidad de la gente o de servirse de sus debilidades. Creo que ni siquiera habría sabido cómo hacerlo. Y pensaba que no era lo que nosotros hacíamos.
—¿Y no es así? —preguntó con una especie de irónico pesar. Matthew suspiró, se retrepó de nuevo en la butaca y cruzó las piernas.
—En ocasiones. La mayor parte de las veces nos dedicamos a recabar toda la información que podemos y a juntarla para obtener una visión de conjunto. Ojalá hubiese tenido oportunidad de mostrárselo...
—Matthew —dijo Corcoran con seriedad—. Si iba a acudir a ti en busca de consejo profesional, fuera lo que fuese lo que había descubierto tenía que considerar que se trataba de algo realmente grave y que sólo podía recurrir en busca de ayuda a un miembro de los Servicios Secretos.
—¿Y tiene usted idea de qué era? ¿Qué le contó? ¿Nada? Nombres, lugares, fechas, personas afectadas... ¿Nada de nada? —El tono de Matthew era de súplica—. No sé por dónde empezar y no me fío de nadie, pues me dijo que había personas muy importantes implicadas.
Incluso ante Corcoran se abstuvo de decir que su padre había mencionado a la familia real. Ahora bien, si uno tenía en cuenta lo numerosa que había sido la familia de la reina Victoria, lo cierto era que la red se extendía considerablemente.
Corcoran asintió con la cabeza.
—Por supuesto —convino—. Si hubiese podido confiar en los servicios ordinarios, lo habría hecho.
Llamaron a la puerta y Orla Corearan entró en el estudio. Llevaba un vestido de seda verde azulada con encaje veneciano en los hombros. Poseía la elegancia natural de las prendas muy sencillas que han requerido un diseño virtuoso para caer con tanta perfección y que sin embargo no parecen nada elaboradas. Siguiendo la moda del momento, la cintura era alta y holgada, y el drapeado llegaba casi hasta los tobillos antes de recogerse en la parte trasera, mostrando sólo un trocito de la falda lisa de debajo. Iba decorado con dos rosas carmesíes, una debajo del pecho y otra en la falda. El pelo moreno peinado con rizos sueltos y unas mechas grises en las sienes realzaban el efecto del conjunto.
—Matthew, querido —saludó Orla con una sonrisa—. Me alegro de verte. —Lo miró con mayor detenimiento—. Aunque pareces un poco cansado. ¿Te hacen trabajar demasiado con todo este desdichado asunto de Europa oriental? Los austriacos no parecen manejar muy bien sus asuntos. Espero que no nos arrastren a todos a su desorden.
—Estoy bien de salud, gracias —dijo Matthew, tomando su mano y besándosela—. Por desgracia no me han encargado nada tan interesante como eso. Más bien diría que me pasan los asuntos domésticos de otros a quienes envían a lugares exóticos.
—Vaya, ¡no me digas que te gustaría ir a Serbia! —exclamó Orla al instante—. Tardarías siglos en llegar hasta allí, y luego no entenderías ni una palabra de lo que te dijeran. —Se volvió hacia Corcoran—. Están a punto de servir la cena. Pasemos al comedor y hablemos de cosas más agradables durante un rato. ¿Has ido al teatro últimamente, Matthew? La semana pasada vimos la nueva obra de lady Randolph Churchill en el Prince of Wales. —Abrió la marcha a través del vestíbulo, pasando junto a una sirvienta vestida de negro con un delantal blanco recién planchado, sin dar muestra alguna de verla—. Me pareció bastante desigual —prosiguió—. Mucho dramatismo, pero con momentos bastante flojos.
—Estás repitiendo exactamente lo que dijeron los críticos —señaló Corcoran divertido.
—¡Pues será que por una vez tenían razón! —replicó Orla, entrando en el espléndido comedor decorado en tonos rosas y dorados.
La mesa de caoba era grande, de estilo clásico y sencillo. Las sillas, también de caoba, tenían altos respaldos tapizados que reproducían las curvas de las ventanas. Las cortinas estaban corridas, ocultando la vista del jardín y la campiña.
Tomaron asiento y les sirvieron el primer plato. Puesto que era pleno verano y se trataba de una comida más familiar que formal, la colación fría resultó más que aceptable. El segundo plato consistió en trucha a la parrilla acompañada de verduras, regada con un vino blanco alemán, seco y muy delicado.
Matthew transmitió los cumplidos de rigor a la cocinera, aunque esta vez fueron del todo sinceros.
La conversación abordó distintos temas: las últimas novelas publicadas, relatos de viajes por el norte de África, cotilleos sobre familias de Cambridgeshire, la probabilidad de un invierno frío después de un verano tan caluroso, cualquier cosa salvo Irlanda o Europa. Finalmente mencionaron Turquía, aunque sólo como posible ubicación de las ruinas de la que antaño fuera la gran ciudad de Troya.
—¿No es allí adonde fue Ivor Chetwin? —preguntó Orla, volviéndose hacia Corcoran.
Corcoran lanzó una mirada a Matthew y luego a su mujer.
—No lo sé —contestó.
—Oh, por el amor de Dios! —rezongó Orla con impaciencia, pinchando un pedazo de nectarina con el tenedor—. Matthew sabe de sobra que John riñó con Ivor. No tienes por qué dar un rodeo de puntillas como si fuese un agujero en el que temieses caer. —Se volvió hacia Matthew, con el tenedor aún en la mano—. Ivor y tu padre fueron muy buenos amigos hasta hace nueve o diez años. Ambos conocieron a un hombre que se llamaba Galliford, Galliard o algo por el estilo. Andaba metido en algo serio y un tanto turbio, aunque no sé en qué. Eso nunca te lo dicen. — Comió deprisa el trozo de nectarina—. El caso es que Ivor informó a las autoridades y el hombre fue arrestado.
Corcoran fue a interrumpirla, pero cambió de parecer. El daño estaba hecho.
—Lo cierto es que John nunca se lo perdonó —prosiguió Orla—. Ignoro el motivo, pues al fin y al cabo Galliford, o como quiera que se llamara, era culpable. Eso le valió a Ivor la oportunidad de ingresar en una sección u otra de los Servicios Secretos, y la aprovechó. Después de ese incidente, él y John nunca volvieron a hablar de veras, salvo para cumplir con los mínimos que exige la buena educación. Fue una verdadera lástima, ya que Ivor era un hombre encantador y hasta entonces lo habían pasado la mar de bien juntos.
—No se debió a denunciar a Gallard —dijo Corcoran en voz baja—. Lo que John no pudo perdonarle fue el modo en que lo hizo. John era un hombre muy franco, casi inocente, podría decirse. Esperaba un cierto nivel de sinceridad por parte del prójimo. No soportaba la astucia, y los Servicios Secretos dependen de ella. —Dirigió la mirada a Matthew—. Supongo que así tiene que ser. Es el arma que nuestros enemigos utilizan contra nosotros.
—Eso no podía venirle de nuevo —protestó Orla—. No tenía un pelo de tonto, Shanley. Comprendía la realidad.
—Pero no le gustaba ese elemento de ella. —Había un dejo de advertencia en la voz de Corcoran—. No quería ser parte de eso.
—No se moleste en ser cuidadoso por mí —dijo Matthew con cierta brusquedad—. Tampoco quería que yo lo fuera, aunque nunca me habló de Ivor Chetwin. ¿Estuvo en Turquía?
—¿Claro que estuvo! —respondió Orla—. Pero, regresó.
—¿Es posible que mi padre volviera a verlo recientemente? —preguntó Matthew—. ¿Pongamos durante la última semana antes de su muerte?
Orla se mostró sorprendida.
Corcoran lo entendió de inmediato.
—No lo sé —admitió—. Podría ser.
Orla intervino sin tanta vacilación.
—Claro que podría ser —dijo con una sonrisa—. Me consta que Ivor está aquí porque vive en Haslingfield, y lo vi hace sólo dos semanas. Seguro que si tu padre lo visitó estará encantado de hablar contigo.
Corcoran miró a su esposa y luego a Matthew con expresión dubitativa.
Matthew no podía permitirse dar demasiada importancia a una antigua desavenencia. Cabía la posibilidad de que Ivor Chetwin fuese el hombre que estaba detrás de la conspiración que John Reavley había descubierto. De pronto revestía la mayor importancia saber si se habían reunido, aunque tendría que actuar con suma prudencia. Quienquiera que fuese no dudaba en matar. Una vez más lo invadió una rabia incontenible al pensar que su padre había sido tan ingenuo como para confiar en terceros, adjudicándoles una rectitud que a todas luces no poseían.
—Matthew... —comenzó Corcoran, con expresión seria y afectuosa.
—¡Sí! —dijo Matthew al instante—. Tendré mucho cuidado. Mi padre y yo éramos bastante diferentes. Yo no me fío de nadie.
Deseaba explicarles lo que se proponía hacer. Sin embargo, aún no lo tenía muy claro y necesitaba ser libre para cambiar de parecer sobre la marcha. Pero, por encima de todo, no deseaba tener a un amigo de su padre cubriéndole la espalda para ser testigo de sus flaquezas o de su dolor si lo que descubría era triste o confidencial, haciéndolo vulnerable.
—No es eso lo que te iba a decir —lo censuró Corcoran con un amago de sonrisa—. Ivor Chetwin era un hombre decente cuando lo conocí, pero dudo que tu padre le confiara algo antes de contártelo a ti. ¿Has tomado en consideración que el asunto que tanto le preocupaba podría ser un simple politiqueo que considerara deshonesto en vez de lo que para ti y para mí sería una auténtica conspiración? John era un poco... idealista.
—¿Conspiración? —Orla miró alternativamente a Matthew y a su marido.
—Probablemente no sea nada —aclaró Corcoran esbozando una sonrisa—. Me imagino que lo habría descubierto si hubiese tenido ocasión.
Matthew quería discutir, pero no disponía de elementos para hacerlo. No podía defender a su padre, pues lo único con que contaba eran frases recordadas que había repetido tantas veces que ya sólo se oía a sí mismo cuando volvía a pronunciarlas. No había nada tangible excepto la muerte, la espantosa ausencia de unos seres queridos, el sobresalto de las habitaciones vacías, las llamadas telefónicas que nadie contestaba desde el estudio.
—Por supuesto —dijo sin estar de acuerdo, evitando la mirada de Corcoran y siguiéndole la corriente para no inquietar a Orla—. Ojalá no tuviera que regresar tan pronto a Londres. Se respira una paz muy grata aquí.
—¿Te apetece una copa de oporto? —propuso Corcoran—. Tengo un auténtico añejo.
Matthew titubeó.
—¡Vamos, es una cosecha excelente! —aseguró Corcoran—. Sin corcho ni posos, lo prometo.
Matthew cedió.
Avisaron al mayordomo y lo mandaron a buscar una de las mejores botellas.
Regresó con ella envuelta en una servilleta.
—¡Estupenda! —exclamó Corcoran con entusiasmo—. ¡Ésta la abriré yo mismo! Me aseguraré que sea perfecta. Gracias, Truscott.
—Sí, señor —dijo el mayordomo, entregándosela con resignación.
—Realmente, Shanley... —protestó Orla, aun sabiendo que no serviría de nada—. Lo lamento —añadio dirigiéndose a Matthew con afectada tribulación—. Está muy orgulloso de sus vinos.
Matthew sonrió. Saltaba a la vista que se trataba de un ritual importante para Corcoran, y lo pasó bien observando cómo éste los conducía a la cocina, calentaba las tenacillas en la lumbre y luego agarraba la botella con ellas por el cuello. Truscott le alcanzó una pluma de ganso y un plato con hielo. Corcoran pasó la pluma por el hielo y luego, con cuidado, por el cuello de la botella.
—¡Ya está! —exclamó triunfante cuando el cristal se partió en un círculo perfecto, cortando limpiamente la parte del corcho—. ¿Has visto?
—¿Bravo! —Matthew rió.
Corcoran sonreía de oreja a oreja, con el rostro iluminado por el éxito de la operación.
—¡Aquí tiene, Truscott! Ahora puede decantarlo y llevárnoslo al comedor. La señora Corcoran tomará un madeira. Vamos...
Regresaron a la sala rosa y dorada.
A última hora de la tarde del domingo Matthew fue a Haslingfield a visitar a Ivor Chetwin. Le había costado decidir qué decirle. Que fuese realmente cierto o no era lo de menos; lo único importante era que resultase verosímil. Ello suponía tomarse ciertas libertades con las intenciones de su padre, pero lo haría por una causa que sin duda hubiese contado con la aprobación de éste.
Chetwin no vivía con tanta magnificencia como los Corcoran, aunque su casa también era muy acogedora. Se trataba de una casa solariega de estilo georgiano que quedaba a un par de kilómetros de Haslingfield, y el largo camino que la unía con la carretera trazaba una elegante curva en torno a un bosquecillo de abedules cuyas hojas titilaban delicadamente mecidas por una brisa amable y cuyos troncos el viento preponderante en la región había inclinado con una armonía inenarrable.
Una sirvienta recibió a Matthew, si bien el propio Chetwin se presentó casi de inmediato con un entusiasmado cachorro de spaniel pisándole los talones.
—Te hubiese reconocido —dijo Chetwin sin titubeos, tendiendo la mano a Matthew. Su voz, inusualmente grave, aún conservaba reminiscencias del acento propio de su Gales natal—. Te pareces a tu padre... en la mirada.
La lealtad se afianzó todavía más en el fuero interno de Matthew, acosado por el recuerdo.
—Gracias por avenirse a recibirme aunque le avisara con tan poca antelación, señor — respondió—. Sólo estoy aquí el fin de semana. Paso la mayor parte del tiempo en Londres.
—Me temo que estamos en las mismas; por el momento, sólo vengo un fin de semana de vez en cuando —convino Chetwin. Se volvió y, seguido por el cachorro, condujo a Matthew a una sala de estar muy informal que daba a un originalísimo jardín con el suelo cubierto de losas y grava, en buena parte a la sombra de los árboles. Los arbustos y matas de los lados estaban en flor y entre las losas crecían macizos de plantas cuyas hojas eran de un exquisito gris plateado. Lo más extraordinario era que todas las flores eran blancas.
Chetwin advirtió que Matthew reparaba en ello.
—Mi jardín blanco —explicó—. Lo encuentro muy apacible. Siéntate, por favor. Oh, puedes apartar el gato sin miramientos. —Señaló un gato negro que se había instalado en la segunda butaca y que parecía poco dispuesto a cambiar de sitio.
Matthew acarició el gato con delicadeza y notó más que oyó su ronroneo. Lo levantó y, una vez hubo tomado asiento, se lo puso en el regazo. El animal acabó de acomodarse y volvió a dormirse.
—Mi padre tenía intención de venir a verlo —dijo con la misma certeza que si fuese verdad—. No tuve ocasión de preguntarle si llegó a hacerlo.
Se había planteado añadir que John Reavley lamentaba haber perdido su amistad, pero cabía la posibilidad de que hubiese visitado a Chetwin, con lo cual la mentira saldría a relucir.
Observó el rostro de Chetwin. Tenía ojos oscuros, una mandíbula redonda y poderosa, y el cabello moreno un poco canoso y con entradas. Su expresión no le dijo nada. Era la clase de rostro que podía transmitir exactamente lo que su propietario desease. No había nada ingenuo ni obviamente engañoso en Ivor Chetwin. Rebosaba imaginación y sutileza. Matthew sólo llevaba allí unos pocos minutos y, sin embargo, ya se había hecho una idea de la fuerza interior de Chetwin.
—Lamento que no lo hiciera —contestó Chetwin en tono de tristeza. Si estaba actuando, era un actor espléndido. Ahora bien, Matthew había conocido hombres que traicionaban a sus amigos, incluso a sus familias, y a los que por más profundamente que lamentaran lo que veían como una necesidad, nada detenía en su propósito.
—¿No se puso en contacto con usted? —insistió Matthew. No tenía por qué estar decepcionado, pero aun así lo estaba. Había contado con que Chetwin le proporcionara una idea, un hilo, por fino que fuese, que le condujera a alguna parte. De pronto caía en la cuenta de lo poco razonable que era tal esperanza. John Reavley habría acudido a Matthew antes de confiar en otra persona, incluido el mucho más experimentado Chetwin.
¿O acaso conocía a Chetwin demasiado bien para confiar en él? ¿Se trataba de una vieja decepción no perdonada o del temor a una nueva traición? ¿O quizá se había encontrado con Chetwin en cualquier otro lugar y éste estaba mintiendo?
—Ojalá lo hubiese hecho. —El rostro de Chetwin seguía presentando la misma tristeza—. Hubiese ido a visitarle pero no estaba seguro de que quisiera verme. —Los ojos se le ensombrecieron—. Ése es uno de los mayores pesares de la muerte: las cosas que pensaste hacer y fuiste posponiendo hasta que ya es demasiado tarde para hacerlas.
—Sí, sé a qué se refiere —convino Matthew con más emoción de la que se había propuesto manifestar. Se sintió como si estuviera poniendo un arma encima de la mesa con el filo apuntando hacia él y el puño al alcance de un enemigo en potencia. No obstante, de haberse mostrado menos vulnerable, Chetwin lo habría notado y habría sabido que estaba protegiéndose.
—Todos los días se me ocurre algo que me habría gustado decirle. Me figuro que éste es el verdadero motivo de mi visita. Usted lo conoció en una época en la que yo era tan joven que sólo acertaba a verlo como a mi padre, no como a una persona que tenía una vida más allá de St. Giles.
—Es la ceguera propia de la juventud —dijo Chetwin quitándole importancia—. Aunque me parece que lo que habrías oído de tu padre te hubiese complacido. —Sonrió—. A veces se mostraba testarudo; poseía una arrogancia intelectual de la que ni siquiera era consciente. Era fruto de una inteligencia natural y, sin embargo, poseía una paciencia infinita con quienes consideraba verdaderamente limitados. A quienes no toleraba era a los perezosos y a los deshonestos. Y tampoco, ami entender, a los cobardes incapaces de enfrentarse a una verdad desagradable. —Levantó la vista hacia el techo, sumergiéndose en el recuerdo—. Era un buen hombre, cortés por naturaleza. Trataba a los ancianos, los pobres y los incultos con dignidad. Para él, no había peor pecado que la falta de amabilidad. —Seguía con la mirada perdida en algún rincón de su memoria. Volvía a visitar el pasado anterior a la riña que había puesto fin a su relación.
Matthew decidió correr el riesgo de intentar sonsacarle.
—Lo recuerdo completamente desprovisto de astucia —dijo—. ¿Estaba en lo cierto, o era sólo lo que me gustaba pensar?
Chetwin soltó una carcajada seca, como burlándose de sí mismo.
—¡Vaya si era cierto! Era incapaz de decir una mentira para encubrirse, y tampoco era de los que cambian su forma de ser para complacer o engañar a nadie, ni siquiera para lograr sus propios fines. —Volvió a ensombrecérsele el rostro, aunque la mirada de sus ojos negros era indescifrable. Si sentía pena, la ocultaba muy bien—. A menudo pienso que eso constituía al mismo tiempo su mayor defecto y su mayor virtud. Era uno de los hombres más inteligentes que he conocido, y probablemente el de mejor corazón, pero ello le impedía ser un político efectivo, salvo cuando obtenía un consenso porque la idea que defendía era tan buena que nadie podía justificar votar en su contra. La artería no iba con él, y ésa es el arma más poderosa de todo político.
Matthew titubeó, preguntándose si debía admitir que pertenecía a los Servicios de Inteligencia, sabiendo que Chetwin también. Quizá se tratara de un atajo para ganarse su confianza. Ahorraría tiempo y se acercaría más a la verdad. ¿O sería preferible guardar la poca munición con que contaba? ¿Dónde residían las lealtades de Chetwin? No costaba simpatizar con él, y los vínculos del pasado eran fuertes. Ahora bien, ¡quizá fuese eso precisamente lo que le había costado la vida a John Reavley!
—Le preocupaba mucho la situación actual en los Balcanes —dijo—. Aunque murió el día del magnicidio y, por lo tanto, no llegó a enterarse.
—Sí —convino Chetwin, adoptando una actitud seria—. Siempre mostró un interés considerable por los asuntos de Alemania y tenía muchos amigos alemanes. Cuando era más joven, iba de vez en cuando a escalar al Tirol austriaco. Le encantaba Viena, su música y su cultura, y leía en alemán, por supuesto.
—¿Habló con usted al respecto?
—Por supuesto. En aquellos tiempos teníamos muchos amigos en común.
Había tristeza en su voz, y también una delicadeza que parecía enteramente humana y vulnerable. Ahora bien, si era listo, ¡no iba a actuar de otro modo!
—¿Sabe si seguía en contacto con ellos? —preguntó. Iba a seguir la pista de aquel fino hilo de verdad delante de Chetwin para ver si se daba por aludido o incluso si caía en la cuenta.
Matthew no percibió ningún indicio de cautela en el inteligente rostro de Chetwin.
—Me figuro que sí. Era un hombre que cultivaba sus amistades... —Hizo una mueca—. Salvo en mi caso, por supuesto. Pero eso fue porque no aprobó el giro que dio mi vida profesional. A su juicio era inmoral, engañoso, si lo prefieres.
Matthew respiró hondo. Estaba pisando terreno resbaladizo.
—Los Servicios de Inteligencia..., sí, lo sé. —Vio que Chetwin se estremecía, pero fue un gesto tan mínimo que, de no haber estado atento, le habría pasado por alto—. Me parece que fue por usted por lo que se decepcionó tanto cuando yo ingresé —prosiguió, y esta vez la sorpresa de su interlocutor fue genuina. Ahora bien, si éste estaba detrás de la muerte de John Reavley, podría haber investigado a Matthew cuando hubiese querido. Dentro del Servicio no le habría costado nada averiguarlo—. ¿No lo sabía? —agregó.
Chetwin soltó el aire muy despacio.
—No..., no lo sabía. —Un destello cruzó su mirada. No obstante, nadie habría sabido descifrar su expresión.
Matthew se encontraba en presencia de un experto en astucia y lo sabía. Aunque él también podía jugar a aquel juego.
—Pues así es. Él no lo aprobó, por supuesto —dijo, compungido—, pero sabía que somos de utilidad. A veces no hay nadie más a quien recurrir.
Esta vez Chetwin titubeó.
Matthew sonrió.
—Pues entonces cambió —dijo Chetwin despacio—. Solía pensar que siempre había una vía mejor, pero supongo que eso también lo sabes...
—Digamos que sí —contestó Matthew sin comprometerse demasiado. Se afanaba en dar con otros cabos de los que tirar. No podía irse de casa de Chetwin, probablemente la mejor fuente de información secreta sobre su padre, sin explorar todas las posibilidades.
»A decir verdad, creo que en efecto cambió —añadió de pronto—. Hace bastante tiempo me dijo algo que me llevó a pensar que había comenzado a apreciar el valor de la información discreta.
Chetwin enarcó las cejas.
—¿De veras? —preguntó sin ocultar su interés.
Matthew titubeó, pues tenía claro el peligro que entrañaba revelarle demasiado a Chetwin.
—Sólo el valor de la información —dijo sin darle importancia, sonriendo y apoyándose en el respaldo del sillón—. No llegué a enterarme del resto. Se me ocurrió que quizá fuese importante. ¿A quién cree que habría acudido?
—¿Información acerca de qué? —preguntó Chetwin. Matthew fue muy precavido.
—No estoy seguro. Tal vez sobre la situación en Alemania.
Probablemente, aquello quedaba lo bastante lejos de los problemas tanto de Irlanda como de los Balcanes para permanecer a salvo.
Chetwin reflexionó por un instante, apretando los labios meditabundo.
—Siempre es mejor acudir al hombre que está en lo más alto dijo por fin—. Si era importante, tarde o temprano llegaría a oídos de Dermot Sandwell.
—¡Sandwell! —Matthew se sorprendió. Dermot Sandwell era un ministro muy respetado en el Foreign Office. Se trataba de un destacado lingüista, gran viajero, un clasicista erudito—. Sí, supongo que sí. Gracias.
Se quedó un rato más. La conversación pasó de un tema a otro: política, recuerdos, chismorreos sobre familias de Cambridgeshire. Chetwin se expresaba de una forma muy vívida y personal al describir a la gente, haciendo gala de un agudo ingenio. Matthew vio claramente por qué le había gustado tanto a su padre.
Media hora después se levantó para irse, todavía inseguro sobre si John Reavley le había confiado algo acerca del documento a Chetwin o no, y, caso que sí, si el hacerlo había sido el catalizador de su propia muerte.
Matthew condujo de regreso a Londres bajo un cielo tormentoso, deseando que la tempestad se desatara y convirtiese el aire gris y asfixiante en un chaparrón que limpiara la atmósfera.
A eso de las seis y media, encontrándose ya a unos treinta kilómetros al sur de Cambridge, los truenos retumbaban amenazadores por el borde occidental de las nubes mientras el coche se deslizaba entre tupidos setos vivos. Diez minutos después un relámpago se clavó en el suelo y una lluvia torrencial cayó a cántaros, rebotando en la negra carretera, hasta que se sintió como si se estuviera ahogando debajo de una cascada. Aminoró la marcha, casi cegado por el agua.
Cuando la tormenta pasó, la reluciente superficie de asfalto emanaba vapor y todo olía igual que un baño turco.
El lunes por la mañana los periódicos referían al público que el rey había pasado revista a doscientos sesenta buques de la Royal Navy en la base de Spithead y que las reservas navales habían sido llamadas a filas obedeciendo órdenes del lord del Almirantazgo, Winston Churchill, y del comandante en jefe de la Armada, el príncipe Louis de Battenberg. No mencionaron, en cambio, el ultimátum de Austria a Serbia con las reparaciones exigidas por la muerte del archiduque.
Shearing estaba sentado a su escritorio, muy serio, con la mirada perdida en el vacío.
Matthew permanecía de pie, pues no le habían dado permiso para sentarse.
—No significa nada —dijo Shearing con expresión sombría—. Me han informado de que ayer se celebró una reunión secreta en Viena. No me sorprendería que apretaran las clavijas al máximo. Austria no puede dar la impresión de volverse atrás. Si lo hiciera, todos en sus territorios pensarían que pueden asesinar a cualquier dignatario impunemente. Ésta es la verdadera ignominia, maldita sea. —Masculló algo y Matthew no pidió que lo repitiera—. ¡Siéntese! —exclamó con impaciencia—. No se quede ahí vacilando como si fuera a marcharse. ¡No va a ir a ninguna parte! Tenemos que revisar todos estos informes. —Señaló el montón de papeles que había encima del escritorio.
El despacho de Shearing era confortable pero no había en él ninguna foto de familia, nada que indicara dónde había nacido o crecido. Hasta su funcionalidad resultaba anónima, inteligente más que personal. El plato y el cuenco árabes de latón eran bellos pero carecían de significado. Matthew le había preguntado por ellos en una ocasión. De modo parecido, la acuarela de una tormenta soplando en los South Downs y otra de los muelles de Londres bajo una mortecina luz invernal, con los palos negros de un clíper recortados contra el cielo, tampoco aportaban ningún indicio sobre la identidad de su dueño.
La conversación derivó hacia Irlanda y la situación en el Curragh, que seguía siendo motivo de inquietud, pues distaba mucho de estar resuelta.
Shearing protestó en voz baja y con imaginación, más para sí mismo que para que Matthew lo oyera.
—¿Cómo hemos podido ser tan condenadamente estúpidos como para meternos en este lío! — exclamó, apretando la mandíbula hasta que se le marcaron los músculos del cuello—. Los protestantes nunca iban a permitir que el sur católico los absorbiera. Estaba claro que recurrirían a la violencia y que nuestros hombres no abrirían fuego contra ellos. Cualquier maldito idiota sabe que no dispararán contra los suyos: ¡por eso se produjo el motín! —Su rostro moreno estaba rojo de ira—. ¡Y un motín no puede quedar impune, de modo que nos hemos metido en un buen problema! ¿Cuánta estupidez se precisa para no prevenir algo así? ¡Es como que la nieve te pille desprevenido en pleno enero!
—Tenía entendido que el Gobierno iba a consultarlo con el rey dijo Matthew.
Shearing levantó la vista hacia él.
—¡Y lo está haciendo! ¡Vaya que sí! ¿Y qué pasa si el rey toma partido por los unionistas del Ulster? ¿Alguien se ha tomado la molestia de pensarlo?
Matthew se sintió consternado. Había estado tan absorto en el asesinato de su padre y el asunto del documento y su posible contenido que no había tomado en consideración semejante idea. Ahora lo hacía y le parecía espantosa.
—¡No puede! ¿O sí? —inquirió.
La expresión de ira de Shearing fue tan terrible que llenó la habitación.
—¡Claro que puede! —espetó, fulminando a Matthew con la mirada.
—¿Cuándo llegarán a una decisión y nos informarán?
—Hoy... ¡Mañana! ¿Quién sabe? Entonces veremos cuál es el verdadero problema. —Advirtió la pregunta que encerraba la mirada de Matthew—. Sí, Reavley —añadió con una serenidad crispante—. El asesinato de Serbia es un mal asunto, pero, créame, no sería nada comparado con uno que se cometiera en suelo patrio.
—¡Un asesinato! —exclamó Matthew.
Shearing enarcó las cejas.
—¿Por qué no? —dijo Shearing—. ¿Dónde está la diferencia? Serbia se halla sometida al Imperio austro—húngaro y algunos de sus ciudadanos piensan que el asesinato de un duque real allana el camino hacia la libertad y la independencia. Irlanda forma parte del Imperio británico. ¿Por qué no iban a suponer algunos de sus súbditos que el asesinato de un rey les proporcionaría la libertad que desean?
—La Irlanda del Norte protestante quiere seguir formando parte del Imperio británico —replicó Matthew, a quien le costaba mantener la voz calmada—. ¡Eso es lo que significa el término «unionista»! ¡No quieren que se los trague la Irlanda católica romana!
Sin embargo, mientras decía eso, sabía que sus palabras eran huecas.
—Muy racional —señaló Shearing en tono sarcástico—. Seguro que si lo dice un poco más alto todos los locos con los sesos sorbidos por la gloria depondrán las armas y regresarán a sus casas. —Sacó un fajo de papeles del cajón del escritorio y se lo alcanzó—. Vaya a echar un vistazo a esto, a ver qué conclusiones saca.
Matthew cogió los papeles.
—Sí, señor —dijo, y volvió a su despacho con los dedos entumecidos y la cabeza llena de ideas.
Intentó trabajar con los documentos toda la jornada. Consistían en las habituales notas sobre informaciones de inteligencia interceptadas, informes referidos a los movimientos de hombres de quienes se conocían o sospechaban sus simpatías para con los independentistas irlandeses. Seguía buscando cualquier indicio de amenaza para Blunden y su nombramiento como ministro de la Guerra, con el evidente efecto que esto tendría sobre las futuras acciones militares en Irlanda, cuya necesidad parecía casi segura.
Si el cargo lo ocupaba Wynyard, con sus opiniones enérgicas y un juicio más voluble, la escalada de violencia no sólo se aceleraría sino que la empeoraría, hasta el punto de que el conflicto quizá se extendiera a la propia Inglaterra.
Le costó trabajo mantenerse concentrado en el tema, pues resultaba muy nebuloso para captar una visión de conjunto, habida cuenta de lo remotas que eran las conexiones.
Sólo una aparecía repetidas veces, la de Patrick Hannassey. Nacido en Dublín en 1861, era el segundo hijo de un médico y gran patriota irlandés. Su hermano mayor se había hecho abogado y había muerto joven en un naufragio frente a las costas del condado de Waterford. Patrick también había estudiado Derecho durante un tiempo, se había casado y había tenido una hija. Entonces la tragedia había asestado un nuevo golpe a la familia. Su esposa había fallecido durante una vana y violenta refriega entre católicos y protestantes, y Patrick, llevado por la aflicción, había abandonado el lento funcionamiento de la ley en favor de la más inmediata rapidez de la política, e incluso de la guerra civil.
Convendría sobremanera a sus declaradas aspiraciones acceder al cargo de ministro de la Guerra, donde podría verse hostigado, desafiado y zaherido lo bastante para decidir entrar en acción, lo cual parecería justificar una represalia armada y el inicio de una guerra abierta. Preconizaba el alzamiento, pero lo hacía de manera sutil, y era un hombre difícil de aprehender; escurridizo, inteligente, nunca demasiado ambicioso por culpa de la arrogancia, incapaz de traicionar a quienes confiaban en él, no buscaba el poder personal y mucho menos le importaba el dinero.
Poco antes de las seis Matthew regresó al despacho de Shearing, pues sabía que aún encontraría a éste allí.
—¿Sí? —Shearing levantó la vista. Tenía los ojos enrojecidos y la tez descolorida.
—Patrick Hannassey —respondió Matthew sin más preámbulos dejando los papeles encima del escritorio—. Quisiera su permiso para darle caza. Representa la amenaza más seria para Blunden, ya que, sinceramente, es bastante más listo. Blunden no reacciona por instinto, pero Hannassey es capaz de hacerle parecer un cobarde, comparado con Wynyard.
—Denegado —contestó Shearing.
—Pero si es... —comenzó Matthew.
—Lo sé —lo interrumpió Shearing—. Y no le falta razón. Pero no sabemos dónde se encuentra y sus hombres jamás lo traicionarán. Por el momento está desaparecido. Averigüe lo que pueda sobre él, pero con discreción, si tiene tiempo. Persiga a Michael Neill, su lugarteniente, obtendrá plena cooperación en eso.
El tono de abatimiento de Shearing alarmó a Matthew, quien lo interpretó como un signo de derrota.
—¿Qué sucede? —preguntó, un tanto tenso.
—EI rey ha respaldado a los unionistas —explicó Shearing, lanzándole una mirada sombría y atormentada—. Vaya a ver si logra averiguar qué anda tramando Neill, o si hay alguien dispuesto a traicionarlo. Cualquier cosa que nos sea de utilidad.
—Señor...
—¿Qué?
¿Debía mencionar el documento de John Reavley? ¿Guardaba relación con aquello y de pronto se le presentaba la ocasión de otorgarle la importancia debida? ¿Quizás hasta para evitar que el país se precipitara a la guerra civil? Por otro lado, Shearing podía ser parte de la conspiración.
—Reavley, si tiene algo que decir, ¡dígalo! —espetó Shearing—. ¡No tengo tiempo para hacer de niñera de sus sentimientos! ¡Suéltelo de una vez, hombre!
¿Qué podía decir? ¿Que su padre sabía de la existencia de una conspiración?
Shearing respiró hondo, produciendo un leve silbido entre los dientes, con evidente impaciencia.
—Es sólo que pienso que tiene razón, señor—dijo Matthew en voz alta—. Uno de mis informadores creía que realmente existía una conspiración.
—¿Y por qué diablos no me lo ha dicho antes? —inquirió Shearing lanzándole una mirada penetrante.
—Porque no tenía datos concretos —respondió Matthew con similar aspereza—. Ningún nombre, ninguna fecha, ningún lugar, nada más que una creencia.
—¿Basada en qué? —Shearing lo fulminó con la mirada, retándolo a contestar.
—No lo sé, señor. Fue asesinado antes de que pudiera contármelo. —¡Qué duro resultaba decirlo a pesar del enojo!
—¿Asesinado? —dijo Shearing en voz baja, mudando el semblante. La muerte de uno de sus hombres siempre le dolía más de lo que Matthew esperaba—. ¿Cómo? ¿Me está diciendo que lo mataron por culpa de esos datos? —Su ira explotó en un gruñido que liberó una impotencia que ya no podía seguir ocultando—. ¿Qué demonios le pasa? ¿Por qué no me lo dijo? —inquirió en tono acusador—. Si el fallecimiento de sus padres ha afectado hasta tales extremos su capacidad de raciocinio... más vale que... —Se interrumpió.
En ese preciso instante Matthew supo que Shearing había caído en la cuenta.
¿Había ido demasiado lejos? ¿Acababa de hacer justamente lo que su padre le había advertido que no hiciera?
—¿Era su padre, Reavley? —preguntó Shearing, adoptando una expresión de pesar, incluso de compasión.
No tenía objeto mentir. Shearing lo sabría, si no en ese momento, más adelante. Perdería su confianza, se mostraría como un idiota y no ganaría nada con ello.
—Sí, señor —admitió—. Lo mataron en un supuesto accidente de coche cuando se dirigía a verme. Lo único que puedo decirle es que me habló de una conspiración que deshonraría a Inglaterra. —Era ridículo, le costaba mantener la voz firme—. Y que llegaba hasta las esferas de la familia real.
Aquello no era toda la verdad. Omitió las repercusiones a escala mundial. Se trataba tan sólo de la opinión de su padre y quizás él otorgara demasiada importancia al lugar que ocupaba Inglaterra. No mencionó las marcas en la carretera ni su convencimiento de que había sido un asesinato.
—Vaya. —Bajo la luz oblicua de las ventanas las minúsculas arrugas de la piel de Shearing resaltaban claramente. Su emoción y su fatiga quedaban al descubierto, pero sus pensamientos permanecían tan ocultos como siempre—. En ese caso, será mejor que lo investigue y averigüe cuanto pueda. —Apretó los labios. Era imposible imaginar sus pensamientos—. Me figuro que lo iba a hacer de todos modos. Hágalo como es debido.
—¿Y Neill? —preguntó Matthew—. ¿Blunden?
Los ojos de Shearing brillaron, como si le divirtiera algo que no podía decir.
—Tengo otros hombres capacitados para encargarse de eso, Reavley. Usted no es indispensable. Me será más útil haciendo un trabajo como Dios manda que dos a medias.
Matthew se guardó mucho de demostrar su gratitud. Shearing no tenía por qué saber hasta qué punto estaba en deuda con él.
—Gracias, señor. —Soltó el aire lentamente—. Informaré en cuanto tenga algo.
Se volvió sin dar pie a que Shearing agregara nada más y salió, cerrando la puerta a sus espaldas. Le invadió una curiosa sensación de libertad, y también de peligro.
Matthew comenzó de inmediato, y su primera visita fue, tal como había sugerido Chetwin, a. Dermot Sandwell. Preguntó si podría recibirle con carácter de urgencia en relación con el reciente anuncio del rey brindando su apoyo a los unionistas del Ulster. Dio su nombre y rango, e hizo saber que pertenecía a los Servicios Secretos de Inteligencia. No tenía sentido ocultarlo, puesto que a Sandwell no le costaría nada averiguarlo y, además, de no hacerlo era muy probable que no le concediera audiencia.
Sólo tuvo que aguardar un cuarto de hora antes de que lo acompañaran primero a la antesala y luego a su despacho. Era una hermosa estancia con vistas a Horse guards' Parade, amueblada con una agradable y original mezcla de estilos clásico y de Oriente Medio. El escritorio de nogal estaba flanqueado por sillas del período de la reina Ana. Una mesa italiana de petra dura exhibía una colección de objetos turcos de latón. Miniaturas persas pintadas sobre hueso decoraban una pared y encima de la chimenea había un Turner pequeño de exquisita belleza que probablemente valía tanto como lo que Matthew ganaría en diez años.
Sandwell era alto y muy delgado, pero su enjuta y nervuda elegancia sugería fortaleza. Su cabello y su piel eran claros, y sus ojos de un azul excepcionalmente vivo. Su rostro poseía una intensidad que le habría conferido un aspecto fuera de lo común aunque el resto de su persona hubiese sido normal y corriente.
Atraía de inmediato la atención de cualquiera que estuviera en su compañía.
Se aproximó a Matthew, le estrechó la mano con firmeza y dio un paso atrás.
—Encantado, Reavley. ¿Qué puedo hacer por usted?
Con un ademán indicó en qué silla debía sentarse Matthew antes de hacer lo propio en su sillón, sin apartar la vista del rostro de su visitante. Siguió llenando de vida y tensión el despacho pese a permanecer absolutamente inmóvil. Matthew observó que sobre el escritorio había un cenicero de mosaico con no menos de media docena de colillas.
—Como bien sabe, señor, Su Majestad ha manifestado su apoyo a los unionistas del Ulster — comenzó—, y nos preocupa que al hacerlo se haya puesto en una situación que entraña cierto peligro debido a los nacionalistas.
—En mi opinión, no cabe duda de que así es —convino Sandwell con sólo un atisbo de impaciencia.
—Tenemos motivos, inconsistentes pero aun así preocupantes, para creer que puede existir un complot para asesinarlo —prosiguió Matthew.
Sandwell no pestañeó, pero dentro de él algo se puso más tenso. Soltó el aire lentamente.
—¿Los tienen, de veras? Debo admitir que me sorprende, pues no tenía idea de que fueran tan... ¡temerarios! ¿Sabe quién está detrás de ese complot?
—En eso es en lo que estoy trabajando —contestó Matthew—. Hay varias posibilidades, pero lo más probable es que se trate de un hombre llamado Patrick Hannassey.
Sandwell asintió muy despacio con la cabeza.
—Un nacionalista con un largo historial de actividad —convino—. Yo mismo tuve algún trato con él, aunque de eso hace ya tiempo.
—Nadie lo ha visto desde hace más de dos meses —dijo Matthew con sequedad—, y ése es uno de los hechos que nos preocupa. Ha desaparecido sin dejar rastro. Ninguno de nuestros contactos sabe dónde se encuentra.
—¿Y qué es lo que espera de mí? —preguntó Sandwell.
—Cualquier información que obre en su poder sobre contactos anteriores de Hannassey — respondió Matthew—. Cualquier cosa acerca de él que quizá nosotros no sepamos, conexiones en el extranjero, amigos, enemigos, flaquezas..., lo que sea. —Decidió no mencionar a Michael Neill. Nunca había que pasar información gratuita.
Sandwell reflexionó en silencio tan largamente que Matthew temió que no fuera a contestarle.
Finalmente, Sandwell habló. Lo hizo en voz muy baja, un poco ronca y sorprendentemente cargada de emoción.
—Hannassey luchó en la guerra de los Bóers..., en el bando bóer, por supuesto. —Miraba fijamente a Matthew—. Fue capturado por los británicos y retenido en un campo de concentración durante un tiempo. No sé cuánto, pero un mínimo de varios meses. Si usted hubiese visto aquello... —Se le quebró la voz—. La guerra puede privar a los hombres de su humanidad —prosiguió tan quedamente que Matthew se inclinó por instinto hacia delante para no perder palabra—. Hombres que hubieses jurado que eran decentes y que en efecto lo eran antes del miedo, el dolor, el hambre y la propaganda del odio, se despojaban de esa decencia quedándose sólo con el ansia animal de sobrevivir.
Sus ojos azules centellearon y se clavaron en los de Matthew con una tormenta de sentimientos que su innata e informal elegancia había disimulado por completo.
—La civilización es frágil, capitán Reavley, desesperadamente frágil, un barniz como una fina capa de pintura, pero es lo único que tenemos entre nosotros y las tinieblas. Debemos aferrarnos a ella a toda costa porque si la perdemos nos enfrentamos al caos.
Hablaba en voz baja pero cargada de ira y de un desprecio que no lograba dominar.
—Créame, capitán Reavley —añadió—, todo eso puede desaparecer y nosotros convertirnos en salvajes espantosos, reduciéndonos a un horror que nunca más te limpias del alma. —Su voz era poco más que un susurro—. Te despiertas sudando en plena noche, con la piel de gallina, pero la pesadilla está dentro de ti, pues cabe la posibilidad de que así es como seamos todos... bajo las sonrientes máscaras.
A Matthew no se le ocurrió qué decir. Obviamente carecía de argumentos. Sandwell estaba hablando de algo que él desconocía por completo. Sólo había oído retazos de acusaciones y desmentidos, rumores de una violencia que pertenecía a otro mundo, a otras gentes muy distintas.
Sandwell sonrió, pero sólo fue una mueca, un intento por ocultar de nuevo parte de la pasión descarnada que se había permitido exhibir.
—Tenemos que aferrarnos a la civilización, Reavley, pagar el precio que sea por conservarla para nosotros y las generaciones venideras. Custodiar las puertas de la cordura para que la locura no vuelva. En nuestra mano está hacerlo por el prójimo... Es nuestro deber. Si no lo conseguimos, lo demás no merece la pena. Usted quiere encontrar a Hannassey y yo voy a ayudarlo. Si llega a asesinar al rey, ¡sabe Dios qué odios nos aguardan? Hasta podríamos acabar imponiendo la ley marcial, persiguiendo a miles de ciudadanos irlandeses absolutamente inocentes por el mero hecho de serlo. Tal como están las cosas, será preciso el esfuerzo de todos los buenos hombres de Europa para mantener tapado el asunto entre Austria y Serbia después del asesinato del archiduque. Ningún bando puede permitirse echarse para atrás, y ambos andan buscando aliados allí donde pueden: Rusia para los serbios, Alemania para los austriacos, naturalmente.
Cogió una pitillera de piel negra y sacó un cigarrillo con un gesto tan automático que pareció inconsciente. Lo encendió y aspiró una bocanada de humo.
—Además de los irlandeses, debería poner en su punto de mira a algunos grupos socialistas — continuó—. Los hombres como Hannassey establecen alianzas con quien se preste a ello. Las aspiraciones de los socialistas van mucho más allá de lo que la mayoría piensa. Considere a Jaurès, a Rosa Luxemburg, a Adler, el malestar que cunde en todas partes. Cuente con mi ayuda, toda la información de esta oficina está a su entera disposición, pero el tiempo apremia... y mucho.
—Gracias, señor —dijo Matthew sin más. Estaba profundamente agradecido. De pronto salía disparado hacia delante con una velocidad de vértigo. Había pasado de estar solo a tener de su lado a uno de los hombres más influyentes y discretos del Ministerio de Asuntos Exteriores, dispuesto a escucharlo y a compartir información. Tal vez la verdad se encontrara casi al alcance de la vista. En cuestión de días, una semana a lo sumo, se enfrentaría a la verdad de la muerte de sus padres. John Reavley tenía razón, había una conspiración en marcha—. Gracias, señor — repitió, poniéndose de pie—. Se lo agradezco mucho.
Pobres palabras para transmitir su entusiasmo y la aprensión que lo embargaba.
*   *   *


8
Joseph pasó la mañana del lunes 20 de julio enfrascado en un animado y más bien errático debate con media docena de estudiantes en el que dudaba que alguien hubiese aprendido gran cosa.
Mientras atravesaba el patio de regreso a su habitación, se sintió cansado y deseó profundamente disfrutar de la paz que le proporcionaban sus libros y cuadros y, sobre todo, el silencio. Era catorce o quince años mayor que la mayoría de los muchachos con que acababa de estar, pero en esta ocasión le pareció que lo separaba de ellos más de una generación. Estaban asustados, quizás ante la idea de una guerra en Europa, aunque se tratara de un asunto distante y problemático.
Mucho más inmediata resultaba la investigación del asesinato de Sebastian Allard por parte de la policía. De ésa no se libraba nadie. Él estaba muerto; su afligida madre paseaba su luto por el jardín de Fellow's Garden aguardando a que se hiciera justicia, consumida por la rabia y el dolor. Daba la impresión de haberse aislado voluntariamente del resto del mundo. El inspector Perth iba haciendo preguntas a diestro y siniestro sin contar a nadie las conclusiones que sacaba de las respuestas. Y para colmo todo el mundo sabía que uno de aquellos jóvenes eruditos que estudiaban el pensamiento humano de todas las épocas era el autor del disparo. ¿Qué emoción había roto el caparazón de la razón para estallar con semejante brutalidad?
Joseph casi había llegado a la puerta cuando oyó unos pasos rápidos a sus espaldas y se volvió para encontrar a Perth a un par de metros. Como siempre, vestía un traje pulcro y muy ordinario que sin quedarle mal no era nada elegante. Llevaba el pelo peinado hacia atrás y el bigote perfilado. Sostenía una pipa por la cazoleta, como si no acabara de decidirse a encenderla.
—¡Oh! Qué bien. Reverendo Reavley..., me alegra haberlo alcanzado, señor —dijo alegremente—. ¿Iba a entrar?
—Sí. Acabo de terminar un debate con un grupo de estudiantes.
—No me figuraba que trabajaran ustedes tan duro, incluso en época de vacaciones —comentó Perth, entrando detrás de Joseph por el portal de piedra tallada hasta el pie de la escalera de roble, casi negra por el paso de los años, con la parte central de los peldaños desgastada tras siglos de uso.
—No son pocos los licenciados que deciden quedarse aquí para trabajar en sus doctorados — respondió Joseph comenzando a subir—. Y también hay estudiantes que aprovechan para cursar otras asignaturas.
—Oh, sí, los estudiantes.
Perth le pisaba los talones.
Llegaron al descansillo y Joseph abrió la puerta de su habitación.
—¿Puedo hacer algo por usted, inspector?
Procuró mostrarse desagradable para poner a Perth en una situación poco o nada propicia a la conversación informal. Perth sonrió, dándose por aludido.
—Bueno, ya que lo pregunta, reverendo, lo cierto es que sí. —Permaneció en el umbral, sin moverse.
Joseph se dio por vencido y lo invita a entrar.
—¿De qué se trata? —preguntó.
—Creo que no me equivoco al decir que usted conocía al señor Allard mejor que cualquiera de los demás caballeros de esta institución.
—Es posible —convino Joseph.
Perth metió las manos en los bolsillos.
—Verá, reverendo, he estado conversando con la señorita Coopersmith, la prometida del señor Allard. Una muchacha encantadora, muy comedida. Nada de llantos y gemidos, sólo una serena aflicción. La verdad es que la admiro, ¿usted no?
—Sí —repuso Joseph—. Parece una buena muchacha.
—¿Usted ya la conocía, reverendo? En vista de que conoce a la familia Allard y, sobre todo, a Sebastian... La gente dice que estaban muy unidos, que no se cansaba usted de aconsejarle en sus estudios, que velaba por él, podríamos decir.
—Sólo en asuntos académicos —señaló Joseph, plenamente consciente de lo acertado que era aquel matiz—. Apenas sabía nada sobre su vida personal —agregó—. Tengo bastantes estudiantes a mi cargo, inspector. Sebastian Allard era uno de los más brillantes, pero no el único. Me avergonzaría profundamente haber desatendido a cualquiera de los otros por tener menos talento que él. Y, contestando a su pregunta, no, no conocía a la señorita Coopersmith.
Perth asintió con la cabeza, como si corroborara algo que ya sabia. Cerró la puerta a sus espaldas pero se quedó de pie en medio de la habitación, como si se encontrara incómodo en ella. Era territorio ajeno, con su silencio y sus libros.
—A quien sí conoce es a la señora Allard, ¿verdad? —preguntó. —Un poco. ¿Qué es lo que anda buscando, inspector? Perth sonrió excusándose.
—Iré al grano, reverendo. La señora Allard me dijo a qué hora salió Sebastian de su casa para regresar al colegio el domingo 28 de junio. Había pasado el sábado en Londres, pero regresó al anochecer. —Su rostro adoptó una expresión sombría—. Fue el día del magnicidio, aunque, naturalmente, eso no lo sabíamos entonces. Y el señor Mitchell, el portero, me dijo a qué hora llegó aquí.
—El propósito... —le recordó Joseph. Puesto que Perth no se sentaba, se sentía obligado a no hacerlo él.
—A eso voy —dijo Perth con tristeza—. Le dijo a su madre que tenía que regresar para asistir a una reunión aquí..., lo cual hizo. Seis personas pueden confirmarlo.
—No lo mataron el 28 —señaló Joseph—. Fue varios días después; en realidad, una semana. Lo recuerdo porque fue después del funeral de mis padres, y yo ya había vuelto.
El rostro de Perth denotó sorpresa y acto seguido lástima. —Lo siento, reverendo. Fue espantoso. Pero la cuestión es que, igual que usted, los señores Allard viven bastante cerca de aquí, a no más de quince kilómetros. ¿Cuánto tiempo diría que necesita un muchacho con un coche veloz como el suyo para cubrir esa distancia?
—Media hora —contestó Joseph—. Probablemente menos, según el tráfico que haya. Pongamos veinte minutos. ¿Por qué?
—Cuando salió de casa explicó a sus padres que iba a visitar a la señorita Coopersmith, con quien pasaría un par de horas —respondió Perth—. Sin embargo, ella afirma que apenas pasaron diez minutos juntos. Se marchó alrededor de las tres para dirigirse a Cambridge pasando por el pueblo de St. Giles. —Meneó la cabeza. Seguía sosteniendo la pipa por la cazoleta—. Eso significa que debería haber llegado aquí a las cuatro menos cuarto, como muy tarde. Ahora bien, según el señor Mitchell, en realidad no llegó hasta poco después de las seis.
—De modo que estuvo en alguna otra parte —razonó Joseph—. Cambió de parecer, encontró a un amigo o se detuvo en el pueblo antes de venir. ¿Qué importancia tiene eso?
—Es sólo un ejemplo, reverendo —dijo Perth—. He estado haciendo preguntas por ahí. Al parecer hacía esa clase de cosas con cierta frecuencia; un par de horas aquí, otro par por allí. Se me ocurrió que tal vez usted supiera dónde pasaba esos ratos y por qué mentía al respecto.
—Pues no tengo ni idea.
Resultaba desagradable pensar que Sebastian hiciera con regularidad algo que prefería o necesitaba ocultar a sus amigos. No obstante, esa desazón quedó ahogada en la mente de Joseph por otra idea, clara y nítida como una cuchilla bajo un súbito fogonazo. Si Perth era exacto en lo referente a la hora en que Sebastian había salido de su casa y a que había ido a Cambridge pasando por St. Giles, siguiendo la ruta más lógica y habitual, también había tenido que pasar por el lugar de la carretera de Hauxton donde John y Alys Reavley habían sido asesinados, minutos antes o después del suceso.
Si había sido justo antes, no significaba nada; era una mera coincidencia, fácilmente explicable por las circunstancias. Ahora bien, si había sido justo después, ¿qué había visto? Y ¿por qué no había dicho nada?
Perth lo miraba fijamente, inexpresivo, paciente, como si estuviera dispuesto a aguardar toda la vida. Joseph se obligó a mirarlo a los ojos, incómodo al constatar la inteligencia que brillaba en ellos; Perth era mucho más astuto de lo que había imaginado.
—Lo lamento, pero no sé nada —dijo—. Si me entero de algo se lo haré saber. Ahora, si me perdona, tengo que hacer un recado antes de dar mi próxima clase.
No era verdad, pero necesitaba pasar un rato a solas y aclarar sus ideas.
Perth se mostró un tanto sorprendido, como si tal posibilidad no le cupiera en la sesera.
—Vaya. ¿Seguro que no sabe lo que hacía? Usted conoce a sus estudiantes mejor que yo, reverendo. ¿De qué podía tratarse? ¿Qué hacen estos muchachos cuando no están estudiando, atendiendo a una clase o cumpliendo con cualquier otra obligación? —Miró a Joseph con inocencia.
—Conversar —repuso Joseph—. A veces salen en bote, van a la taberna, a la biblioteca, pasean por los Backs. Los hay que hacen ciclismo o juegan al críquet. Y, por supuesto, siempre tienen trabajos que redactar.
—Qué interesante —dijo Perth, mordiendo su pipa—. No parece que valga la pena mentir por nada de eso, ¿verdad? —Sonrió, con un gesto menos amistoso que de satisfacción—. Tiene una imagen muy inocente de sus muchachos, reverendo. —Volvió a sacarse la pipa de la boca, como si acabara de recordar que la tenía allí—. ¿Es eso lo que hacía usted cuando era estudiante? Quizá los estudiantes de Teología lleven una vida mucho más recta que los demás. —Si el comentario era sarcástico, lo supo disimular muy bien.
Joseph se sintió incómodo, no sólo por parecer mojigato, sino porque tal vez se había mostrado tan ciego como para parecerlo, mientras que Penh no lo era en absoluto. Recordaba perfectamente su época estudiantil, y ésta distaba mucho de parecerse a la imagen idealizada que acababa de presentar. Los estudiantes de Teología, junto con los de Medicina, se contaban entre los más bebedores, por no mencionar otras aficiones bastante menos edificantes.
—Comencé Medicina —dijo—, y recuerdo que a ninguno de nosotros nos gustaba que nos obligaran a dar cuentas de nuestro tiempo libre.
—¿De veras? —Perth estaba asombrado—. ¿Estudiante de Medicina? ¿Usted? Eso no lo sabía. Entonces estará familiarizado con toda clase de excesos juveniles, incluso los menos dignos de admiración, ¿no?
—Por supuesto —contestó Joseph con cierta sorpresa—. Me ha preguntado lo que sabía sobre Sebastian, no lo que era razonable suponer.
—Entiendo lo que quiere decir —repuso Perth—. Gracias por su ayuda, reverendo. —Asintió varias veces con la cabeza—. Seguiré investigando, pues.
Se volvió, salió por la puerta y por fin sacó una petaca de piel para llenar la pipa mientras bajaba por la escalera, en cuyo último y más desigual escalón resbaló, dando un traspié.
Joseph salió poco después y atravesó el patio a paso vivo hasta salir por la verja principal a St. John's Street, donde en vez de girar a la derecha para dirigirse al pueblo, fue hacia la izquierda por Bridge Street, cruzando a la altura de la carretera en dirección al prado de Jesus Green, desde donde se dominaban los pastos comunales de Midsummer Common.
Todo ese tiempo le dio vueltas al hecho de que Sebastian había pasado por el lugar de la carretera de Hauxton donde habían matado a John y Alys Reavley, casi con seguridad pocos minutos antes o después del suceso. Se preguntó si habría presenciado lo ocurrido y sabría que no se trataba de un accidente, si habría visto incluso a quienes estaban al acecho salir de la cuneta y registrar los cadáveres. En tal caso, habría sabido demasiado para su propia seguridad.
Puesto que él también iba en coche los malhechores tuvieron que verlo y comprender que se daba cuenta de lo que estaba ocurriendo. ¿Habrían tratado de seguirlo?
No, si iban a pie por haber escondido el coche, no habrían podido ir tras él. Aunque bastaba un poco de inteligencia y unas cuantas preguntas para averiguar quién era el propietario del automóvil y dónde vivía. Con esos datos, sería muy fácil seguirle la pista hasta Cambridge.
¿Había sido Sebastian consciente de ello? ¿Era ése el motivo por el que estaba tan tenso, tan lleno de temores e ideas sombrías? ¿Acaso su estado de ánimo no guardaba relación con Austria o la destrucción que traería aparejada una guerra en Europa, sino con la angustia de haber presenciado un asesinato?
Joseph avanzaba por el prado. El sol le calentaba la mejilla derecha. No había nada de tráfico en la carretera de Chesterton, y sólo dos muchachos con pantalones blancos y suéteres de críquet caminando a unos cien metros de él, probablemente estudiantes de Jesus College, enfrascados en una acalorada conversación, totalmente ajenos a cuanto los rodeaba.
¿Por qué no había dicho nada Sebastian? Aunque entonces ignorase que las víctimas eran John y Alys Reavley, más adelante había tenido que saberlo. ¿Qué era lo que temía? Incluso si había sopesado el riesgo de que siguieran la pista de su coche, puesto que no los había reconocido, ¿qué amenaza representaba para ellos?
Entonces se le ocurrió una respuesta, amenazadora e inquietante a un tiempo: ¡tal vez los conocía!
Si eran los responsables de su muerte, sólo cabía una espantosa e ineludible conclusión: ¡se trataba de alguien del colegio! Nadie había forzado la entrada. El asesino de Sebastian era uno de los que seguían allí, alguien por todos conocido y cuya presencia formaba parte de su vida cotidiana.
Ahora bien, ¿por qué Sebastian no se lo había dicho a nadie? ¿Se trataba acaso de alguien tan próximo, tan inconcebible, que no se había atrevido a confiarle a nadie la verdad, ni siquiera a Joseph, cuyos padres eran las víctimas?
El sol brillaba en el silencio del césped recién cortado. El tráfico parecía pertenecer a otro mundo. Joseph caminaba sin sensación de movimiento, como atrapado en un bucle de tiempo, separado de cuanto lo rodeaba.
¿Había sido el temor por su propia seguridad lo que lo había mantenido callado? ¿Era probable que hubiera guardado silencio para proteger a los criminales? ¿Por qué iba a hacer algo semejante?
Joseph llegó al linde de Jesus Green y cruzó la carretera hasta Midsummer Common, avanzando hacia el sur en dirección al sol.
Sin embargo, si Sebastian había pensado que se trataba de un accidente y era quien había dado parte del mismo, ¿por qué ocultar ese hecho? Si no se había detenido, ¿por qué había obrado así? ¿Tan cobarde era para no acercarse al coche como mínimo para ver si podía ayudar?
¿O quizás había reconocido a quienes tendieron la trampa de abrojos y luego la retiraron, decidiendo mantener la boca cerrada porque los conocía? ¿Había callado para encubrirlos o debido a sus amenazas?
¿Y luego lo habían matado de todos modos?
¿Por eso no había ido directamente al colegio aquel día? ¿Por miedo? ¿Y qué pasaba con las demás ocasiones alas que Perth había aludido? Joseph tuvo una extraña sensación de deslealtad al sorprenderse pensando semejantes cosas. Había tratado a Sebastian durante años, había visto su apasionada mirada cuando hablaban de sueños e ideas, de la belleza del pensamiento, de la música del ritmo y la rima, de las aspiraciones de los hombres de todas las épocas desde las primeras balbucientes palabras escritas de la historia. ¿Debía poner en tela de juicio su mutua confianza? ¿Sólo habían sido dos niños jugando con conceptos de honor, del modo en que los niños de verdad construían castillos de arena para que los derribara la primera ola de realidad?
No le cabía en la cabeza. Sebastian había tenido que salir camino de Cambridge más temprano de lo que recordaba Regina Coopersmith, pasando por la carretera de Hauxton antes del accidente. De lo contrario había decidido dar un paseo y seguir otra ruta. Quien quiera que lo asesinara lo había hecho por un motivo que no tenía nada que ver con la muerte de John y Alys Reavley. Ésa era la única respuesta posible.
¡Ahora tenía que demostrarlo!
Giró hacia St. John's y avivó el paso. Había lugares concretos por los que empezar. Tanto se había dicho acerca de Sebastian y de las heridas que la gente aseguraba haber sufrido en sus manos, que investigar más detenidamente algunas de ellas lo llevarían a demostrar que eran trivialidades, apenas la irritación que suele surgir en cualquier grupo de personas que viven y trabajan juntas, o, en última instancia, a averiguar el motivo de su trágico final.
Lo primero que acudió a su mente fue el curioso encuentro con Eardslie frente a los almacenes Eaden Lilley's y la muchacha que caminaba con tanto garbo y que pareció que iba a hablarles para acto seguido cambiar de parecer. Le habían dado a entender que Sebastian le había robado la prometida a un compañero, sencillamente para demostrar que podía hacerlo, y que luego la había dejado plantada. ¿Sería verdad?
Joseph hubiese preferido no saber la respuesta, pero ya no podía seguir justificando esa clase de cobardía, ni siquiera con las palabras más sutiles. La ausencia de criterio que le permitía desdibujar los contornos de la realidad en nombre de una supuesta amabilidad había tocado a su fin.
Le llevó un cuarto de hora encontrar a Eardslie, que estaba sentado en la hierba en los Backs, apoyado contra el tronco de un árbol, rodeado de libros. Levantó sorprendido la vista hacia Joseph e hizo ademán de ponerse de pie.
—No te levantes —dijo Joseph enseguida, sentándose en el suelo delante de él, con las piernas cruzadas—. Quería hablar contigo. ¿Recuerdas a la muchacha que vimos en Eaden Lilley's el otro día?
Eardslie inspiró y se dispuso a negarlo.
—Tal vez no debería plantearlo como una pregunta —corrigió Joseph—. Saltaba a la vista que la conocías, mucho o poco, y que al verme allí decidió no hablar contigo.
Eardslie se mostró incómodo. Era un muchacho muy serio, hijo mayor de una familia que tenía grandes expectativas puestas en él, y el peso de esa responsabilidad a menudo le resultaba una carga muy pesada. En ese instante, en concreto, parecía muy consciente de esa obligación para con sus padres.
—Probablemente lo hiciera por una cuestión de tacto, señor —sugirió.
—Sin duda. ¿A propósito de qué debería tener tacto?
Eardslie se ruborizó levemente. Las evasivas no eran su fuerte. Miró a Joseph a los ojos y comprendió que no podía eludir la verdad.
—Se llama Abigail Trethowan —admitió con desgana—. Estaba más o menos comprometida con Morel, pero entonces conoció a Sebastian y digamos que... —No supo cómo expresar lo que quería decir, pues no se le ocurría cómo hacerlo para que sonase como deseaba.
—Se enamoró de Sebastian —apuntó Joseph, terminando la frase por él.
Eardslie asintió con la cabeza.
—¿Estás dando a entender que Sebastian provocó que sucediera eso deliberadamente? — preguntó Joseph, enarcando las cejas. Eardslie se puso más rojo y bajó la vista.
—Sí, ésa fue la impresión que dio. Y luego la dejó plantada. La pobre se llevó un buen disgusto.
—¿Y Morel?
—¿Cómo se sentiría usted, señor? —dijo Eardslie furioso—. Un sujeto te quita la novia, sólo para demostrar que puede hacerlo, y luego resulta que ni siquiera la quiere y la planta, como quien se deshace de un equipaje molesto. No puedes aceptarla de nuevo so pena de parecer un perfecto idiota, y ella se siente como..., como una... —Se dio por vencido, incapaz de hallar una palabra suficientemente despiadada.
Joseph reparó en el afecto que Eardslie le profesaba a la muchacha, seguramente mayor de lo que él mismo reconocía.
—¿Dónde vive? —inquirió Joseph.
Eardslie abrió los ojos como platos.
—¡No irá a decirle nada! —exclamó horrorizado—. ¡Sería humillante para ella, señor! ¡No puede hacerlo!
—¿Consideras que es la clase de mujer que ocultaría la verdad sobre un asesinato con tal de evitar una situación embarazosa? —preguntó Joseph.
El debate interior de Eardslie se hizo patente en su semblante. Joseph aguardó.
—Está en el Fitzwilliam, señor. Pero, por favor... —Se interrumpió—. ¿Tiene que hacerlo?
Joseph se levantó.
—Por supuesto que tengo que hacerlo. ¿Prefieres que le pida a Perth que lo haga?
Encontró a Abigail Trethowan en la biblioteca del Fitzwilliam. Se presentó y le preguntó si podía hablar con ella. La muchacha lo acompañó con considerable aprensión a un salón de té que había a la vuelta de la esquina y, después de pedir para ambos, Joseph abordó el tema.
—Le ruego me perdone por hablar de algo que sin duda es doloroso para usted, señorita Trethowan, pero el asunto de la muerte de Sebastian no quedará zanjado hasta que se resuelva.
Abigail estaba sentada muy derecha en la silla, como una colegiala con una regla en la espalda. Joseph recordó que Alys solía recalcar a Hannah y Judith la importancia de la postura, metiendo una cuchara de madera entre los barrotes de las sillas de la cocina para demostrarlo, alcanzándolas en medio de la columna vertebral. Abigail Trethowan era tan joven como sus hermanas entonces y parecía tan orgullosa y vulnerable como ellas. No le resultaría fácil perdonar a Sebastian si había hecho lo que Eardslie pensaba.
—Lo sé —dijo Abigail en voz baja, evitando mirar a Joseph a los ojos.
¿Cómo interrogarla sin resultar cruel?
En el establecimiento sólo se oía el entrechocar de la porcelana y el murmullo de la conversación de las señoras que tomaban el té intercambiando chismorreos, en muchos casos con bolsas y cajas apiladas junto a sus pies tras haber ido de compras. Ninguna era tan vulgar como para mirar abiertamente a Joseph y Abigail, aunque a él no le cabía la menor duda de que los estaban repasando de la cabeza a los pies, especulando con buenas dosis de inventiva.
Joseph sonrió e interpretó la chispa de humor que brillaba en los ojos de Abigail como signo de que era tan consciente de ello como él.
—Podría hacerte preguntas —dijo Joseph con toda sinceridad—, pero quizá sería mejor que tú misma me contaras.
A Abigail se le encendieron las mejillas, pero le sostuvo la mirada.
—Estoy avergonzada —susurró—. Confiaba en no tener que volver a pensar en ello nunca más, y mucho menos contarlo.
—Lo lamento, Abigail, pero me temo que no hay alternativa —dijo—. Se lo debemos a todas las personas afectadas.
La camarera regresó con té y bollos. Una vez que se hubo retirado tras servirlos, Abigail comenzó a relatar su historia.
Abigail sirvió el té, que todavía estaba demasiado caliente para beberlo.
—Conocí a Edgar Morel. Me gustaba mucho y poco a poco fue surgiendo el amor, o al menos eso pensé. La verdad es que era la primera vez que me enamoraba, de modo que no sabía a qué atenerme. —Lanzó una mirada a Joseph y volvió a bajar la vista a sus manos. Las mantenía cruzadas delante de ella; eran unas manos fuertes y bien formadas, y no llevaba anillos—. Me pidió que me casara con él y respondí que necesitaba tiempo para pensarlo. Me parecía que era demasiado pronto para dar ese paso. —Respiró hondo—. Entonces conocí a Sebastian. Era el hombre más guapo que había visto jamás.
Buscó la mirada de Joseph. Las lágrimas asomaban a sus ojos. Él deseaba ayudarla, pero lo único que podía hacer era escuchar. Si no la interrumpía tardaría menos en terminar.
—Era muy inteligente y perspicaz —prosiguió Abigail compungida y obviamente extrañada de la ironía del asunto—, y también muy divertido. Creo que no me había reído tanto en la vida. —Hizo una pausa—. En realidad nunca había reído con ganas, me refiero a esa risa incontrolable que a mi madre le parecería absolutamente indecorosa. ¡Lo pasábamos tan bien juntos! Hablábamos de toda clase de cosas y era como si pudiéramos volar con la imaginación. ¿Sabe a qué me refiero, señor Reavley?
—Sí, desde luego que lo sé —respondió Joseph, y a punto estuvo de quebrársele la voz, en parte por Sebastian, en parte por Eleanor y tal vez más que nada por su propia soledad, por algo que necesitaba y no tenía.
Abigail tomó un sorbo de té.
Joseph untó un bollo con mantequilla y le puso mermelada y crema de leche. Estaba delicioso.
Abigail prosiguió, más decidida.
—Me di cuenta de que estaba enamorada de Sebastian. Por más encantador que fuera Edgar, nunca sentiría lo mismo por él. No podíamos casarnos. Habría sido una mentira imposible. Se lo dije y tuvo un disgusto tremendo. ¡Fue espantoso!
—Sí, no me cabe duda —convino Joseph—. Pocas cosas duelen tanto como que te rechacen cuando estás enamorado.
—Me consta —susurró Abigail.
Joseph aguardó.
Abigail se sorbió la nariz y tomó otro sorbo de té.
—Sebastian me rechazó. Eso sí, con muy buenos modos. No le faltó delicadeza. Dijo que me apreciaba mucho, pero que también apreciaba a Edgar y que, por lo tanto, no podía hacer lo que moralmente vendría a ser como robarle la chica. —Soltó un suspiro entrecortado—. Después de eso nunca volvimos a vernos a solas. No sabe cuánta vergüenza me dio. Pasé siglos sin querer ver a nadie. Pero supongo que son cosas que pasan. Todos sobrevivimos.
—No todos —la corrigió Joseph—. Sebastian está muerto. Abigail palideció y lo miró horrorizada.
—No..., no pensará que Edgar... ¡Oh, no! ¡No! ¡Estaba ofendido pero nunca haría algo así! Además, en realidad no fue culpa de Sebastian. ¡Él no hizo nada para alentarme!
—¿No te sentirías mejor si estuvieras en el sitio de Edgar? —preguntó—. A mí no me reconfortaría saber que alguien me ha quitado la mujer a quien amo sin siquiera proponérselo.
Abigail cerró los ojos y las lágrimas comenzaron a correr por sus mejillas.
—No... —dijo con voz ronca—. No, creo que me sentiría peor. Sigo pensando que Edgar sería incapaz de matarlo. No me quería tanto, al menos para cometer un asesinato. Es un buen hombre, bueno de verdad, sólo que no tan... animado y alegre como Sebastian.
—No siempre es el valor de lo que nos quitan lo que nos hace odiar —señaló Joseph—. A veces basta el mero hecho de que nos hayan robado. Es una cuestión de orgullo.
Le fastidió decir algo tan desagradable, y entendía que Morel se sintiera herido, pero lo invadió una grata sensación de alivio al constatar que, al menos en una cosa, Sebastian había sido justo e incluso generoso. Se había comportado como el hombre que Joseph conocía.
—Nunca lo haría —repitió Abigail—. Si piensa que lo hizo, es que no lo conoce.
Quizá tuviera razón, pero Joseph se preguntó si no lo estaría defendiendo porque cargaba con la culpa de haberlo decepcionado. Constituiría una manera de saldar parte de la deuda.
Sin embargo, el hombre que él conocía no habría matado por ese motivo. No le costaba nada imaginarlo peleando, incluso dando una paliza tal a Sebastian como para matarlo sin querer, pero no deliberadamente y sirviéndose de un arma, pues de ese modo no liberaría la violencia puramente física. Seguiría sintiéndose vacío, y consumido no sólo por la culpa sino también por el miedo.
—Tienes razón, en el fondo yo tampoco creo que lo hiciera —admitió Joseph.
—¿Tiene que contárselo a ese policía?
—No lo haré salvo si ocurre algo que cambie las cosas —prometió Joseph—. Por desgracia, existen muchas otras posibilidades, y muy pocos de nosotros podemos demostrar que no lo hicimos. Por favor, come un bollo de éstos. Son exquisitos.
Ella sonrió y tendió la mano para coger uno.
El martes por la tarde Joseph fue en tren a Londres, y cuando Matthew llegó a su piso lo encontró aguardándole.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó Matthew al entrar en el salón y ver a Joseph repantigado en su sillón favorito. Iba de uniforme y se le veía cansado y agobiado por el trabajo, pálido, con el rubio cabello revuelto y, cosa rara en él, reclamando un buen corte.
—El portero me ha abierto —contestó Joseph, poniéndose de pie para dejar libre el sillón—. ¿Has cenado? —Ya había pasado la hora de cenar. En la cocina había encontrado pan, paté, un poco de queso y una botella de vino tinto, que había descorchado—. ¿Te preparo algo?
—¿Como qué? —dijo Matthew no sin cierto sarcasmo, aunque se sentó en el sillón con intención de relajarse.
—¿Pan y paté? Me he terminado el queso —contestó Joseph—. ¿Vino o té?
—Vino, ¡si es que no te lo has terminado también! ¿A qué has venido? ¡A cenar no será!
Joseph no le hizo caso hasta después de cortar tres rebanadas de pan, que era fresco y muy bueno, y llevárselas junto con la mantequilla, el paté, la botella de vino y una copa.
—Gracias —aceptó Matthew—. No has contestado a mi pregunta. Tienes mal aspecto. ¿Ha ocurrido algo más?
—Tú también tienes mal aspecto —dijo Joseph. Sé sentó en el otro sillón y cruzó las piernas—. ¿Has hecho algún progreso?
Matthew sonrió un tanto atribulado y su expresión de hastío desapareció en parte.
—Sé más cosas. Lo que no tengo tan claro es hasta qué punto son relevantes. Británicos e irlandeses se reunieron en palacio pero no llegaron a ningún acuerdo. Supongo que era de esperar. Ayer el rey manifestó su apoyo a los unionistas, aunque seguro que ya estás al corriente.
—Pues no —reconoció Joseph—, Pero me refería a la muerte de nuestros padres y el documento.
—Ya lo sé. ¡Déjame terminar! —exclamó Matthew—. He hablado con varias personas: Shanley Corcoran, Chetwin, que fue amigo de papá hace tiempo, Shearing, mi jefe, y Dermot Sandwell, del Foreign Office. La verdad es que la visita a Sandwell fue la más provechosa. Por lo que he logrado deducir, es muy probable que exista un complot irlandés para asesinar al rey... —Se interrumpió al ver la expresión de Joseph—. Encaja con lo que opinaba nuestro padre —señaló en voz muy baja—. Imagina cómo sería la reacción británica.
Joseph cerró los ojos un momento. Visiones de furia, derramamientos de sangre, ley marcial y opresión llenaron su mente, haciéndole sentir asqueado. Deseaba que su padre estuviera en lo cierto para justificarlo y no considerarlo un tonto, pero no a semejante precio. Miró a Matthew y al ver su desolación comprendió que tenía razón.
—¿Podemos hacer algo? —preguntó.
—No lo sé. Al menos Sandwell está enterado. Me figuro que advertirá al rey.
—¿Tú crees? Quiero decir, ¿piensas que podrá acceder a verlo sin alarmar...
—Dalo por hecho. Me parece que tiene algún vínculo de parentesco más o menos distante. Uno de los tantísimos matrimonios de los hijos de Victoria. Lo que ya no sé es si conseguirá que le crea. Nadie ha asesinado jamás a un monarca británico.
—Asesinado tal vez no —convino Joseph—, pero desde luego hemos tenido unos cuantos a los que mataron, destronaron, ejecutaron o eliminaron de un modo u otro. Aunque el último caso fue sin derramamiento de sangre y hace mucho tiempo; en 1688 para ser exactos.
—Dudo que eso lo recuerden los ciudadanos corrientes —comentó Matthew—. ¿Has venido para preguntarme qué he descubierto hasta ahora? —Dio otro bocado al pan con paté.
—No. He venido para decirte que Sebastian mintió acerca de la hora en que se marchó de su casa para volver a Cambridge el día que mataron a nuestros padres. En realidad salió un par de horas antes.
Matthew quedó perplejo.
—Pensaba que lo habían matado una semana después. ¿Qué importancia tiene? Parece una tontería mentir, pero sus idas y venidas sólo eran de su incumbencia, ¿no crees?
Joseph meneó la cabeza.
—El caso es que mintió al respecto. ¿Por qué iba a hacerlo si no se trataba de algo que pretendía ocultar? Tal como has dicho, sólo era asunto suyo.
Matthew se encogió de hombros.
—Así pues, tenía un secreto —dijo con la boca llena—. Probablemente estuviera viendo a una chica sin la aprobación de sus padres, o anduviese enredado en una aventura con otra mujer, posiblemente casada. Lo siento, Joe, pero era un muchacho muy apuesto, algo que él sabía muy bien, y distaba de ser el santo que a ti te gusta creer.
—¡Ya sé que no era un santo! —exclamó Joseph con cierta brusquedad—. Aunque su comportamiento con las mujeres podía ser perfectamente decente. Y estaba prometido en matrimonio con Regina Coopersmith, de modo que es lógico que deseara ocultar cualquier otro posible lío de faldas. Ahora bien, el motivo por el que te lo cuento no tiene nada que ver con todo esto. Lo importante es que para ir en coche de Haslingfield a Cambridge tuvo que tomar la carretera de Hauxton, en dirección norte, y todo indica que lo hizo al mismo tiempo que nuestros padres se dirigían al sur.
Matthew se puso tenso.
—¿Me estás dando a entender que tuvo ocasión de presenciar el accidente? Por el amor de Dios, ¿por qué no lo dijo?
—Porque tenía miedo —respondió Joseph. Se le hizo un nudo en el estómago—. Tal vez reconociera a los criminales y supiese que lo habían visto.
Matthew miraba fijamente a Joseph.
—¿Y lo mataron por lo que vio?
—¿No te parece plausible? —preguntó Joseph—. ¡Alguien lo mató! Naturalmente, también es posible que pasara antes del choque y que no se enterase de nada.
—Pero si en efecto lo vio, eso explicaría su muerte. —Matthew se olvidó de su cena y se concentró en la idea, inclinándose hacia delante en el sillón—. ¿Se te ha ocurrido algún otro motivo que explique lo que a todas luces parece un homicidio a sangre fría?
—¿A sangre fría?
—¿Es habitual que tus estudiantes se hagan visitas a las cinco y media de la madrugada llevando un arma encima?
—No tienen armas —replicó Joseph.
—¿De dónde salió la del crimen?
—No sabemos de dónde salió ni dónde fue a parar. Nadie la ha visto.
—Salvo el que la usó —señaló Matthew—. Aunque me figuro que nadie habrá abandonado el colegio después que Elwyn Allard hallara el cadáver. ¿Quién se marchó antes? ¿No tienen que pasar por la portería que hay junto a la verja?
—No lo sabemos. La policía lo ha registrado todo, por descontado. Matthew se mordió el labio inferior.
—Empiezo a pensar que realmente tenéis a alguien muy peligroso en tu colegio, Joe. Ten cuidado. No vayas dando tumbos por ahí haciendo preguntas.
—¡Yo no hago eso! —exclamó Joseph con aspereza, picado por la implicación no sólo de falta de norte sino también de incompetencia para cuidar de sí mismo.
Matthew se armó de paciencia.
—¿Quieres decir que me has contado esto sobre Sebastian para que me encargue de investigarlo? Yo no estoy en Cambridge, y además no conozco a esa gente.
—No, claro que no quiero decir eso! —replicó Joseph, haciendo un considerable esfuerzo para mantener a raya su furia y su frustración—. Soy tan capaz como tú de formular preguntas inteligentes y discretas para deducir una respuesta racional sin levantar las sospechas de todo el mundo.
—¿Y piensas hacerlo?
—¡Claro que sí! Tal como has señalado, tú no estás en posición de hacerlo. Y puesto que Perth no sabe nada al respecto, tampoco lo hará. ¿Qué me sugieres?
De pronto Matthew se dio cuenta del alcance de su compromiso. Realmente no tenía otra opción.
—Sólo que tengas cuidado —advirtió, con los nervios a flor de piel—. Eres igual que papá, vas por la vida dando por sentado que los demás son tan sinceros y honestos como tú. Crees que lo moral y caritativo es pensar bien del prójimo. Y así es. ¡Pero también es una maldita estupidez!
Su rostro presentaba una mezcla de enojo y ternura. Joseph se parecía mucho a su padre, tenía el mismo rostro largo y de perfil aquilino, el mismo cabello moreno, la misma clase de inocencia inmensamente razonable que los desarmaba para enfrentarse a las traiciones y crueldades de la vida. Matthew nunca había sido capaz de protegerlo y probablemente nunca lo sería. Joseph seguiría siendo lógico y cándido. Y lo que más sacaba de quicio a Matthew era que en el fondo no deseaba que cambiase.
—Y no puedo permitirme que hagas que te maten —continuó—. De modo que más vale que te limites a seguir enseñando a tus pupilos y que dejes las preguntas a la policía. Si pillan al asesino de Sebastian, tendremos una pista para descubrir quién anda detrás de la conspiración resumida en el documento.
—Muy reconfortante —dijo Joseph con sarcasmo—. Seguro que la reina se sentirá mucho mejor.
—¿Qué tiene que ver la reina en todo esto?
—Bueno, será un poco tarde para salvar al rey, ¿no te parece? Matthew enarcó las cejas.
—¿Y crees que averiguar quién mató a Sebastian Allard pondrá al rey a salvo de los irlandeses?
—Francamente, si están resueltos a acabar con su vida me parece muy poco probable que nada logre salvarlo, excepto una serie de desatinos y torpezas como los que casi salvan al archiduque de Austria.
—¿Los irlandeses tropezando con sus propios pies? —preguntó Matthew con incredulidad—. ¡Yo no contaría con ello! Algo me dice que cabe esperar bastante más del SIS. —Miró a Joseph con una mezcla de angustia e impotencia—. ¡Pero tú mantente al margen! No estás preparado para esta clase de cosas.
A Joseph le molestó tanta condescendencia, fuera ésta intencionada o no. A veces parecía que Matthew lo considerara un idiota benévolo que viviera en otro mundo. Una parte de él sabía de sobra que a Matthew le dolía la pérdida de su padre tanto como a él y que se resistía a admitir que temía perder a su hermano también. Probablemente jamás llegaría a expresarlo en voz alta.
Sin embargo, la razón no iba a bastar para aplacar el genio de Joseph.
—¡No seas tan puñeteramente condescendiente! —le espetó—. Conozco el lado oscuro de la naturaleza humana tan bien como tú. ¡He sido párroco! Si piensas que por el mero hecho de ir a misa la gente se comporta con caridad cristiana, quizá deberías ir a la iglesia algún día y así saldrías de tu error. Allí encontrarás una realidad lo bastante desagradable para reproducir un microcosmos del mundo. No se matan los unos a los otros, al menos físicamente, pero todas las emociones están ahí. Lo único que les falta es la oportunidad de salir indemnes. —Respiró hondo—. Y ya que estamos, nuestro padre no era tan cándido como crees. Fue diputado en el Parlamento, y si piensas que en ese sitio no se airea el lado más repugnante de la naturaleza humana, es que nunca has estado allí. No lo mataron porque fuese un memo, sino porque descubrió algo de gran alcance y...
—¡Ya lo sé! —lo interrumpió Matthew. Lo hizo con tanta brusquedad que Joseph se dio cuenta de que había puesto el dedo en la llaga; eso era precisamente lo que Matthew temía y no soportaba. Lo reconoció porque también estaba en su fuero interno; era la necesidad de negar y al mismo tiempo proteger. Visualizó el rostro de su padre tan claramente como si acabara de salir de la habitación.
»Lo sé —repitió Matthew, apartando la vista—. ¡Sólo te pido que vayas con cuidado!
—Lo haré. —Esta vez la promesa fue sincera—. No tengo el menor deseo de que me peguen un tiro. Además, uno de nosotros debe controlar a Judith en la medida de lo posible... ¡y no serás tú quien lo haga!
Matthew no pudo evitar sonreír.
—¡Tampoco tú, Joe, créeme!
Joseph cogió la botella de vino y permaneció callado por unos instantes.
—Si papá llevaba consigo el documento para entregártelo en Londres —dijo al cabo—, y quien lo mató se lo llevó del coche, ¿por qué registraron la casa?
Matthew reflexionó un momento.
—Si realmente estamos ante un complot, irlandés o no, para asesinar al rey, es posible que existan al menos dos copias del documento —respondió—. Cogieron la que papá llevaba consigo, pero también necesitan la otra. Supone un grave peligro dejarla donde alguien pueda encontrarlas, sobre todo si en efecto deciden llevar a cabo sus planes.
Aquello tenía sentido. Por fin había una pieza que encajaba. Intelectualmente constituía un consuelo, algo a lo que la razón podía aferrarse. Emocionalmente, en cambio, conllevaba el oscurecimiento de las sombras y el despertar de un miedo más acuciante.
*   *   *


9
Joseph regresó a Cambridge a la mañana siguiente, día 22 de julio. El tren dejó atrás las calles y tejados adentrándose en campo abierto hacia el norte.
Tenía prisa por llegar de nuevo al colegio y mirar con ojos nuevos y mucho más penetrantes a las personas que conocía. Era consciente de que vería cosas que preferiría no ver: flaquezas que afectaban a su conciencia; la furia de Morel y quizá sus celos por el hecho de que Abigail se hubiera enamorado de Sebastian. ¿Se había desquitado al no soportar más la rabia acumulada? ¿Era la ofensa a Abigail lo que había vengado? ¿O acaso no tenía nada que ver con ellos sino con otra de las crueldades atribuidas a Sebastian? ¿Alguien había copiado en un examen resultando descubierto? ¿Era concebible que un hombre matase para salvar su carrera? Si a uno lo expulsaban por hacer trampas, su futuro profesional y social se veía arruinado sin remedio.
La pregunta de Matthew a propósito del arma acudió otra vez a su mente. ¿De dónde había salido? Perth había dicho que se trataba de un revólver. Joseph no era entendido en armas; le repugnaban. Pese a vivir en el campo, entre bosques y cursos de agua, no conocía a nadie que tuviera revólver.
En cuanto llegó al colegio se dirigió a su habitación, se lavó y cambió, y se dispuso a repasar cuanto sabía hasta el momento. Fue como ir quitando los vendajes de una herida para descubrir dónde estaba la infección, la parte sin curar, y comprobar cuán profunda era. A decir verdad, le constaba que llegaba hasta el hueso.
Iba siendo hora de abordar el siguiente asunto del que tenía conocimiento. ¿Alguien había copiado a Sebastian o viceversa? Le habían dado a entender que Foubister lo había hecho, y Joseph tenía claro el motivo. Foubister procedía de una familia de clase obrera de los suburbios de Manchester. Había estudiado en el Manchester Grammar School, uno de los mejores del país, y para ingresar en el cual había que pasar un examen de aptitud, y había llegado a Cambridge con una beca. Sus padres sin duda habían ahorrado hasta el último penique para cubrir necesidades tan elementales como la ropa y el coste del viaje. La conmoción de salir de las estrechas casas adosadas sin jardín trasero de aquella ciudad industrial norteña para aparecer en la vasta campiña de Cambridge, la antigua ciudad empapada de saber, la inmensa riqueza tras siglos de donaciones, era algo que no podía ocultar.
Su mente era excepcional, rápida, imprevisible, sumamente personal, pero su trasfondo cultural adolecía de pobreza no sólo en lo referente al entorno material sino a conocimientos de arte, literatura, historia del pensamiento e ideas occidentales en general. Disponer de tiempo libre para crear cosas bellas pero sin utilidad práctica inmediata era una idea totalmente ajena a cuantas personas había conocido antes de llegar allí. Costaba un gran esfuerzo de imaginación aceptar que hubiese dado con la misma frase feliz para traducir un pasaje del griego o el hebreo que Sebastian Allard, cuya formación era tan radicalmente distinta, nutrida de referencias clásicas desde el primer día de colegio.
Joseph se puso de pie venciendo el hastío y fue en busca de Foubister. Tenía que enfrentar el problema. Lo encontró bajando la escalera que conducía a su habitación. Se reunieron al pie de la misma, junto a la puerta que se abría al patio.
—Buenos días, señor —lo saludó Foubister en tono cansino—. Ese condenado policía aún no ha descubierto nada, ¿sabe? —Estaba pálido y tenía una mirada desafiante, como si hubiese adivinado las intenciones de Joseph—. Anda husmeando en los asuntos de todos, haciendo preguntas sobre quién dijo qué. Incluso ha revisado las notas de los últimos exámenes, ¿se lo puede creer?
¡De modo que Perth ya estaba investigando la idea de alguien que hubiese copiado! ¿Acaso comprendía que semejante acusación perseguiría a un hombre toda la vida? Un rumor bastaría para negarle una carrera, el ingreso a los clubes e incluso a los círculos sociales. ¿Era capaz de captar algo así un hombre como Perth?
Alguien había matado a Sebastian. Si no era por eso, sería por algo igualmente espantoso, e incluso peor si la causa era por un motivo trivial.
Contempló la expresión de abatimiento de Foubister, su enojo, su desesperación. Sobre sus hombros pesaba una carga de confianza, esperanza y sacrificio que habría aplastado a otros muchachos. Por añadidura, estudiar donde lo hacía le había abierto las puertas de un mundo que nunca olvidaría. Su hogar, la familia que lo había criado y amado con tanta generosidad, ya pertenecía a un lugar al que jamás podría regresar por completo. El abismo que los separaba crecía día tras día. Apenas se le notaba ya el acento de su Lancashire natal, a excepción de alguna que otra vocal rara que se le escapaba de vez en cuando. Sin duda había hecho un esfuerzo tremendo para conseguirlo.
Foubister leyó el pensamiento de Joseph como si éste lo hubiese expresado en voz alta.
—¡Nunca he copiado! —exclamó con furia y dolor.
—Habría sido una insensatez por tu parte —respondió Joseph—. Tu estilo no se parece en nada al suyo. —A renglón seguido, por si había sonado como un insulto, agregó—: El tuyo es muy personal. Ahora bien, ¿consideras posible que alguien copiara y que Sebastian lo supiera?
—Supongo que sí —admitió Foubister a regañadientes, pasando el peso del cuerpo de un pie al otro—, pero sería una estupidez. Usted habría distinguido un estilo de otro por la forma de pensar, las palabras, las frases, la clase de ideas. Aunque no hubiese estado seguro, lo habría sospechado.
Era verdad. Joseph conocía cada una de las voces de sus alumnos con tanta precisión como la pincelada de un pintor o el fraseo de un compositor.
—Sí, por supuesto —convino—. Sólo estoy buscando un motivo.
—Todos lo hacemos —dijo Foubister nervioso, apretando con fuerza el libro que llevaba en la mano—. Vamos de un lado a otro haciéndonos trizas. ¡Él no lo entiende! —Lanzó el brazo hacia atrás aludiendo a Perth, que se encontraba en algún lugar del colegio, a sus espaldas—. ¡No sabe absolutamente nada acerca de nosotros! ¿Cómo iba a saberlo? Nunca ha estado en un mundo como éste.
No lo dijo con condescendencia sino impaciente con quienes habían puesto a Perth donde no hacía pie, sensación que sin duda él mismo experimentaba a diario, aunque fuera disminuyendo, al menos en apariencia. No obstante, pensándolo fríamente, seguro que comprendía que aquel hilo lo atravesaba todo: clase, modales, palabras elegidas, incluso sueños.
Joseph tomó aire y se dispuso a interrumpirlo, pero no lo hizo. Debía escuchar. Lo que más necesitaba oír y sopesar eran exactamente esa clase de declaraciones sin reservas. Se obligó a relajarse apoyándose contra la jamba de la puerta.
—¡Basta que alguien mencione una discusión y ya piensa que se trata de una pelea! —prosiguió Foubister, mirando a Joseph con los ojos muy abiertos, contando con su comprensión—. ¡Eso es lo que se hace en una universidad! Explorar ideas. Si no las pones en tela de juicio e intentas desmenuzarlas, nunca sabes realmente si crees en ellas o no.
Joseph asintió con la cabeza.
—¡No discutimos para demostrar un argumento! —continuó Foubister—. ¡Discutimos para demostrar que existimos! No pensar, no intentar razonar, ¡es lo mismo que estar muerto! ¡Las diferencias de opinión no equivalen al odio, sino todo lo contrario! Uno no se molesta en perder el tiempo discutiendo con alguien a quien no respeta. Y el respeto viene a ser lo mismo que el aprecio, ¿no es cierto?
—Casi —repuso Joseph, rememorando sus días de universidad.
Oyeron ruido de pasos que bajaban—la escalera y un estudiante se disculpó al pasar junto a ellos con prisas, cargando con un montón de libros. Echó un vistazo a Joseph y Foubister. Su mirada fue de interrogación y sospecha. Su expresión dejó claro que creía entender algo. Se volvió y echó a correr por el patio hacia el pasadizo abovedado.
—¡Lo ve! —señaló Foubister, con una nota de pánico en la voz—. ¡Piensa que copié y que usted está echándomelo en cara!
—Es inevitable que la gente saque conclusiones. Si lo niegas, sólo conseguirás empeorar las cosas —le advirtió Joseph—. Ya se dará cuenta de que está equivocado.
—¿Ah, sí? ¿Cuándo? ¿Y si nunca descubren quién mató a Sebastian? ¡Por el momento no les está yendo muy bien!
—Has dicho que Perth no comprendía que la gente discutiera —dijo Joseph con ecuanimidad—. ¿A quién se refería en concreto?
—A Morel y Rattray —contestó Foubister—. Y a Elwyn y Rattray, porque Rattray piensa que no habrá guerra y Elwyn está convencido de que la habrá. ¡A veces se diría que lo desea! Se entusiasma con actos heroicos como la Carga de la Brigada Ligera o lo de Kitchener en Jartum. — Su voz revelaba no sólo miedo sino indignación—. Sebastian opinaba que la habría y que sería una catástrofe, y, según parece, Perth es de la misma opinión. ¡Tiene cara de director de funeraria! ¡Lo único que teme Elwyn es que todo pase sin tener ocasión de aportar su granito de arena! ¡Pero sólo fue una discusión!
Miró fijamente a Joseph. Sus ojos suplicaban que se mostrara de acuerdo.
—¡No vas por ahí matando a quienes discrepan de ti! ¡Puede incluso que me suicidara si nadie lo hiciese! —Una sonrisa iluminó el semblante de Foubister para desvanecerse de inmediato—. Sería signo inequívoco de que estaba diciendo estupideces tan grandes que a nadie le importarían lo bastante para molestarse en contradecirme. O eso, o que estaba en el infierno. —Permaneció inmóvil, la camisa de algodón colgaba lánguidamente sobre su cuerpo—. ¡Imagíneselo, profesor Reavley! ¡El aislamiento absoluto, ninguna otra mente más que la tuya devolviéndote el eco exacto de lo que dices! La inconsciencia sería mejor. ¡Así al menos no sabrías que estás muerto!
Joseph percibió una nota de histeria en su voz.
—Foubister —dijo con delicadeza—, todo el mundo está asustado. Ha sucedido algo terrible pero tenemos que hacerle frente y averiguar la verdad. Esta situación no se resolverá hasta que lo hagamos.
Foubister se calmó un poco.
—¡Tendría que haber visto algunas de las cosas que se le han ocurrido a la gente! —Se estremeció pese al sofocante calor que hacía en la entrada. Tenía la cara transida de amargura—. Nadie mira a los demás como antes. Es una especie de veneno. Uno de nosotros cogió un arma, fue a la habitación de Sebastian y, por algún motivo espantoso, le disparó en la cabeza. Hay que estar loco para hacer algo tan horrible. —Se encogió un poco de hombros y Joseph advirtió que estaba mucho más delgado que un mes atrás—. Tenemos nuestros defectos, y en las dos últimas semanas lo he visto como nunca antes. —La palidez del rostro de Foubister hacía patente su inmensa desdicha. El muchacho se abrazó a sí mismo como si a pesar del deslumbrante sol veraniego estuviera muerto de frío—. Miro a compañeros con los que he trabajado, con quienes he pasado tardes enteras en la taberna conversando sobre toda clase de cosas, ideas profundas y verdaderas tonterías, con quienes he reído, he hecho disparates como subir al tejado a poner un espantapájaros. ¿Se acuerda de eso? Y lo que me viene a la mente es: «¿Fuiste tú?» —Se restregó los ojos y pestañeó varias veces—. Y luego me avergüenzo. Me siento como un traidor por haberlo pensado siquiera. Deseo pedir disculpas, pero no se me ocurre qué decir.
Joseph no lo interrumpió.
—Y todavía peor —prosiguió Foubister, hablando cada vez más deprisa—. La gente me mira, todos incluso Morel, y veo los mismos pensamientos en sus ojos, y el mismo arrepentimiento después, y tampoco saben qué decir. Es como una enfermedad, y nos está contagiando a todos. ¿Qué ocurrirá cuando esto haya pasado y se sepa quién fue? ¿Alguna vez seremos capaces de volver a ser como antes? ¡No me olvidaré de quienes pensaron que pude ser yo! ¿Cómo voy a sentir lo mismo por ellos? Y ¿cómo van a perdonarme por haberme preguntado...? ¡Y me refiero a muchas personas!
—Nada volverá a ser lo mismo —reconoció Joseph—, pero no tendremos más remedio que aguantarnos. Los amigos cambian, y eso no siempre es, malo. Todos cometemos errores. Piensa lo mucho que te gustaría ver los tuyos enterrados y olvidados y luego haz lo mismo por los demás y por ti mismo. —Tenía miedo de que pareciera una perogrullada, pues no se atrevía a decir lo que en realidad pensaba: ¿qué pasaría si nunca descubrían al asesino de Sebastian? ¿Y si la sospecha y la duda prolongaban su menoscabo para siempre, eternizando la desconfianza y el deterioro?
—¿Eso cree? —preguntó Foubister muy serio—. Tengo mis dudas. Estamos todos demasiado asustados para ser idealistas.
—¿Te caía bien Sebastian? —preguntó Joseph impulsivamente, justo cuando Foubister se había vuelto para marcharse. No sabía por qué lo preguntaba, y al instante deseó no haberlo hecho.
Foubister lo miró perplejo, tratando de descifrar su mirada.
—No estoy seguro —respondió con dolorosa sinceridad—. Hace un tiempo tenía claro que sí. Ni siquiera me lo hubiese planteado. Todo el mundo lo apreciaba, o al menos eso parecía. Era divertido, inteligente y más amable que nadie cuando quería. Además... —Se encogió levemente de hombros—. Cuando alguien comienza a caerte bien, se convierte en un hábito, y tú no cambias aunque los demás lo hagan.
—¿Pero? —lo instó Joseph.
—Cuando estabas con él veías algo bueno y creías que también tú podrías hacer algo importante —dijo Foubister un tanto atribulado—. Pero luego, a veces, simplemente se olvidaba de ti, o seguía adelante y hacía algo mucho mejor, dejándote aplastado.
Joseph procuró hacer caso omiso de sus propios sentimientos. Sebastian le había necesitado pero un buen día, cuando ya no fuese así, ¿habría tratado a Joseph con la misma brusca arrogancia? Nunca lo sabría. Dependía de lo que quisiera creer, y tenía que ser capaz de ejercer algún control sobre aquello.
—¿Alguien en concreto? —dijo en voz alta.
Foubister abrió los ojos como platos.
—Si lo que quiere decir es si sé quién lo mató, no, no lo sé. No coges un arma y disparas contra alguien porque te ha ofendido o te ha hecho sentir como un tonto, ¡ano ser que estés loco! Igual le das un puñetazo o... —Se mordió el labio inferior, sonrojándose un poco—. No, ni siquiera harías eso, pues entonces estarías mostrando a todo el mundo lo mucho que te duele. Te limitarías a exhibir la mejor de tus sonrisas mientras los demás pudieran verte, mientras lo que deseas es encontrar un sitio donde esconderte. Depende de cómo seas, o bien buscas algo espectacular que hacer para demostrar que eres tan bueno como él, o bien la emprendes con el primero que pillas. No lo sé, profesor Reavley, quizá se pueda llegar a matar. Ojalá lo supiera, pues así al menos dejaría de sospechar de todos mis compañeros.
—Lo comprendo —dijo Joseph.
—Sí, supongo que sí. En cualquier caso, gracias por decirlo.
Foubister esbozó una sonrisa, se volvió y se marchó, con los hombros aún tensos y el cuerpo envarado, aunque moviéndose con cierta elegancia.
Joseph ya no tenía dudas. Debía revisar las traducciones que lo atormentaban, buscar las ocasiones en que Foubister y Sebastian habían escrito una misma frase brillante e inesperada. Aborrecía la idea de que el primero hubiese copiado, pero cada vez lo consideraba más probable. ¿Eran sólo los rumores lo que hacía a Foubister tan consciente y temeroso de las sospechas, o era la culpa?
Tal vez nunca lo sabría, pero tenía la obligación de intentar averiguarlo. Podía releer trabajos, comparar, hacer cuanto estaba en su mano para calmar su inquietud. Conocía tan bien la manera de redactar de Foubister como la de Sebastian. Si aún conservaba alguna destreza, alguna sensibilidad por la cadencia del lenguaje, sabría si un muchacho había copiado al otro. De lo contrario, sería poco más que un mecánico.
Regresó al interior y subió la escalera despacio, deslizando los dedos por el roble oscuro de la barandilla. El primer piso era más fresco, espacioso y aireado por tener el techo más alto y la ventana abierta.
Su habitación estaba recién arreglada gracias a los cuidados de la mujer de la limpieza. Era una buena persona, pulcra y eficiente.
Sacó los trabajos que tenía en mente. Sabía exactamente por cuáles empezar, pues sólo había un caso donde una misma frase muy imaginativa le había llamado la atención. Pensándolo bien, debería haberle hecho sospechar en su momento.
Localizó el trabajo de Sebastian y lo leyó. Era una traducción del griego, llena de lirismo, metáforas e imágenes. La había convertido en algo hermoso, rápido y ligero, con una excelente mezcla de palabras cortas y largas, sencillas y complejas, combinadas en un todo perfecto. Y ahí estaba la frase que recordaba: «Los árboles de miembros torcidos, aglomerados al borde del monte, soportaban la carga del cielo en sus hombros.»
Dejó el texto encima del escritorio y buscó la traducción de Foubister del mismo original. Estaba en medio de la hoja: «Los árboles de miembros encorvados gateaban por el borde del monte, cargando con el cielo sobre los hombros.»
Los griegos los habían descrito sólo como deformes y recortados contra el cielo. La idea de soportar o cargar no aparecía, como tampoco la sugerencia de una intención humana. Se parecían demasiado para tratarse de mera coincidencia.
Joseph no se movió de la silla mientras lo embargaba un frío pesar. No podía preguntar a Sebastian cómo había permitido que imitaran su trabajo con tanto descaro, y seguramente de poco serviría enfrentarse a Foubister. Acababa de jurar que jamás había copiado.
Si Joseph le ponía aquellos papeles delante, ¿seguiría negándolo? ¿Juraría que era casualidad? Hizo una mueca sólo de pensarlo. Apreciaba a Foubister, y se imaginaba el disgusto que se llevarían sus padres si lo expulsaban de manera tan vergonzosa.
No obstante, si había matado a Sebastian., no cabía pasarlo por alto.
Advirtió con sorpresa que el que emplease esas palabras, aunque fuera para sí, significaba que se había planteado ignorar que hubiese copiado.
No le apetecía ir a almorzar. Sentía un nudo en el estómago. ¿Qué otra explicación quedaba? ¿Dónde podía buscarla? ¿A quién podía preguntar?
De inmediato pensó en Beecher. Al menos podía contar con su sinceridad y atención. Tal vez incluso respetaría el silencio de Joseph si éste así se lo pedía.
Alcanzó a Beecher cuando éste cruzaba el patio camino del refectorio.
Beecher lo miró entornando los ojos.
—Tienes muy mala cara —dijo con una media sonrisa—. ¿Prevés algo desagradable en la sopa?
Joseph adaptó su paso al suyo.
—Llevas bastante más tiempo que yo en la enseñanza —comenzó sin más ceremonia—. ¿Qué explicación darías a que a dos estudiantes se les haya ocurrido una misma traducción, sumamente original, de un mismo pasaje, si no es que uno de los dos ha copiado?
Beecher lo miró frunciendo el entrecejo.
—¿Estamos hablando de Sebastian Allard? —preguntó mientras se internaban en las sombras del pasadizo abovedado y entraban en el refectorio. Brillantes luces de colores, procedentes de los escudos de armas de las vidrieras, bailaban sobre las paredes. Se oía un murmullo de voces y expectación. La atmósfera tendría que haber resultado infinitamente reconfortante.
Beecher se sentó solo, tras saludar con una inclinación de la cabeza a varias personas, aunque nada en ese ademán dio a entender que buscara su compañía.
—Posiblemente una conversación —dijo por fin, justo cuando un camarero apareció a sus espaldas para ofrecerle sopa—. Una experiencia compartida que produjo un hilo de pensamiento similar. Incluso cabe la posibilidad de que hayan leído el mismo libro de consulta.
Rehusó la sopa, cogiendo en cambio un panecillo que comenzó a desmenuzar.
Joseph tampoco quiso sopa. Se inclinó un poco hacia delante por encima de la mesa y preguntó:
—¿Te has encontrado con un caso así alguna vez?
—¿Quieres decir si es probable? —inquirió Beecher—. ¿De quién estamos hablando?
Joseph titubeó.
—¿Por el amor de Dios! —exclamó Beecher, exasperado—. No te puedo dar mi opinión si no me refieres los hechos.
¿Estaba Joseph dispuesto a someterlo a prueba? ¿Acaso tenía otra opción?
—Sebastian y Foubister —dijo con abatimiento.
Beecher se mordió el labio superior.
—Estoy de acuerdo, es poco probable. Sólo que Sebastian no necesitaba copiar y no me imagino a Foubister haciéndolo. Es un buen tipo y no tiene un pelo de tonto. Lleva aquí el tiempo suficiente para saber a qué atenerse si algo así se descubriera. Si hubiese querido copiar, habría elegido a alguien menos idiosincrásico que Sebastian.
—¿Cómo lo averiguo?
—¿Pregúntale! No se me ocurre otro modo. —Beecher sonrió—. ¡Emplea la lógica, querido colega! Esa diosa inflexible a la que tanto admiras.
—La razón—lo corrigió Joseph—. Y no es inflexible, ¡sólo que le cuesta dar su brazo a torcer!
Fue en busca de Foubister, llevando el trabajo consigo.
—Esta frase es excelente—dijo, aborreciendo su doblez—. ¿Cómo se te ocurrió? Se aparta considerablemente del texto original. Foubister sonrió.
—Por la parte de las colinas de Gog Magog hay una hilera de árboles bastante parecida a ésa— contestó, señalando vagamente hacia el sur—. Un domingo fuimos de excursión y los vimos, perfilados contra el cielo despejado, y entonces llegó una tormenta de verano. Fue bastante espectacular.
—A eso llamo aprovechar una ocasión —observó Joseph—. Hazlo siempre que puedas, a menos que destruyas el espíritu del autor. Tal como lo hiciste aquí, pienso que mejora el original. Transmite el estilo del texto griego.
Foubister sonrió abiertamente. Su rostro moreno se iluminó otorgándole un repentino encanto.
—Gracias, señor.
—¿Quién más fue de excursión?
Foubister pensó un momento.
—Crawley, Hopper y Sebastian, creo.
Joseph se encontró devolviéndole la sonrisa, con una profunda sensación de alivio. —Tendría que habértelo dicho antes —dijo—. Es muy buena.
A media tarde Connie envió a Joseph una nota invitándolo a reunirse con ella y Mary Allard para tomar una limonada fría. Él reconoció el mensaje como una petición de ayuda y se armó de valor para responder a la llamada. Cerró el libro que estaba leyendo, atravesó el patio y se dirigió a Fellow's Garden, donde encontró a Mary Allard a solas. Ella se volvió al oír sus pasos en el sendero.
—Reverendo Reavley... —lo saludó, aunque ni su mirada ni su voz le dieran la bienvenida.
—Buenas tardes, señora Allard —respondió Joseph—. Ojalá le trajera novedades, pero lo cierto es que no sé qué decirle para consolarla.
—Porque no hay nada que me consuele —dijo Mary Allard, cuyo tono de voz apenas 'atenuó la aspereza de sus palabras—. A menos que sepa cómo impedir que sigan diciendo esas cosas sobre mi hijo. ¿Sabe cómo hacerlo, reverendo? ¡Usted lo conocía tan bien como yo!
—Yo no lo conocía tan bien como usted —le recordó Joseph—. Por ejemplo, no sabía nada sobre su compromiso de matrimonio. Nunca lo mencionó.
Mary Allard lo miró con expresión desafiante.
—Eso es un asunto personal. Se acordó hace algún tiempo, pero, evidentemente, antes tenía que completar sus estudios. No era algo inminente. ¡Lo que quería decir es que usted conocía mejor que nadie sus cualidades! Sabía que era limpio de mente y de corazón, que era honesto de un modo que la mayoría de la gente ni siquiera entiende. —La rabia y el dolor ardían en sus palabras—. Sabía que era más noble que los hombres corrientes, que sus sueños eran más elevados y poseían una belleza que ellos nunca verán. —Miró a Joseph de arriba abajo como si lo viera claramente por primera vez y le resultara incomprensible—. ¿No le duele ver el modo en que cuestionan su decencia? —Su desprecio era descarnado y rotundo.
En ese momento Elwyn salió del salón y se aproximó a ellos. Mary Allard no se volvió.
—Cuando amas a alguien, también tienes que hallar en tu fuero interno el coraje para ver con franqueza lo bueno y lo malo de esa persona —dijo Joseph. Advirtió que ella estaba a punto de estallar de furia—. Sebastian era una buena persona, señora Allard, y prometía mucho, pero no era perfecto. Su crecimiento espiritual distaba mucho de haberse completado, y, negándonos a ver sus flaquezas, las reforzamos en lugar de ayudarlo a superarlas. Yo también soy culpable, y ojalá no fuese demasiado tarde para enmendar mi error.
El rostro de Mary le negó el perdón.
—Reverendo Reavley...
Elwyn la tomó del brazo, buscando con la mirada los ojos de Joseph. Sabía que Mary estaba equivocada, pero ignoraba cómo hacer frente, y mucho menos vencer, las flaquezas de ésta. Suplicó a Joseph en silencio que no lo obligase a hacerlo.
—¡Suéltame, Elwyn! —dijo Mary con acritud, intentando zafarse. Elwyn no la soltó, sino que tiró de ella con mayor firmeza. —Madre, ¡no podemos evitar que la gente diga lo que dice! ¿Por qué no vienes adentro? Hace calor aquí, sobre todo con ropa negra. Mary giró en redondo.
—¿Insinúas que no debería llevar luto por tu hermano? ¿Supones que me importa un poco de incomodidad? —Le soltó de un tirón. Tan absorta estaba en su propio dolor que ni percibir podía el de su hijo Elwyn.
De pronto Joseph se enfadó con ella. El pesar de su madre era espantoso, de acuerdo, pero también egoísta. Se volvió hacia Elwyn.
—A veces el dolor nos resulta intolerable —dijo con delicadeza—, pero es muy generoso por tu parte que te preocupes más de tu madre que de ti mismo, y confieso que te admiro por ello.
Elwyn se sonrojó.
—Yo quería a Sebastian —dijo con voz ronca—. No nos parecíamos mucho, era más inteligente de lo que yo nunca seré, pero siempre me hizo sentir que respetaba las cosas que se me daban bien, como los deportes y la pintura. Decía que pintaba muy bien. Creo que muchas personas le tenían afecto.
—Me consta que así era —convino Joseph—. También sé que te admiraba y, más aún, que te quería.
Elwyn tuvo que volverse, pues le daba vergüenza exhibir sus emociones.
Joseph miró fijamente a Mary hasta que una oscura mancha de color asomó a sus mejillas. Lanzándole una mirada furiosa por haber descubierto sus flaquezas, se fue tras su hijo menor, a quien alcanzó cuando éste llegaba a la escalinata de la puerta del jardín.
Joseph la siguió al interior, pero Mary apenas se detuvo en el salón. Ofreció una breve disculpa a los presentes y salió presurosa detrás de su hijo por la puerta que daba al vestíbulo.
Joseph miró a Thyer, Connie y Harry Beecher, quienes se hallaban sumidos en un violento silencio.
—No se me ocurre nada útil que decir —confesó.
Thyer estaba un poco apartado, cerca de la puerta del jardín, y Connie y Beecher en el otro lado de la sala, más juntos, con sendos vasos de limonada en la mano.
—A todos nos ocurre lo mismo —dijo Connie—. No se sienta culpable, por favor.
—Sobre todo a su marido, pobre diablo, y no será porque no se esfuerza —agregó Thyer con una sonrisa que no alcanzaba a simular cierto grado de irritación—. Es extraño cómo ante las peores aflicciones ciertas personas tienden a distanciarse en vez de unirse más. —Lanzó una mirada a Connie y luego se volvió hacia Joseph—. Me gustaría recordarle que su marido también ha sufrido la misma pérdida que ella, pero Connie dice que sólo conseguiría empeorar las cosas.
—Todo las hace peores —puntualizó Connie—. Elwyn es quien más pena me da. El señor Allard es bastante mayor como para cuidar de sí mismo.
—No, no lo es —la contradijo Beecher en voz baja, sin un ápice de su característico humor—. Nadie es nunca lo bastante mayor para llorar una muerte a solas. Un poco de ternura le ayudaría a hacer frente a la realidad, y así empezaría a recobrarse lo suficiente para reanudar una vida más o menos normal.
Connie le dedicó una sonrisa y una mirada afectuosa.
—Me parece que Mary será incapaz de ver eso hasta dentro de mucho tiempo —dijo con tristeza—. Es una lástima. Lamentándose por lo que ha perdido, corre el riesgo de perder lo que todavía tiene. El rostro de Beecher se endureció.
Connie se dio cuenta, se ruborizó un poco y apartó la vista. Joseph oyó inspirar profundamente a Thyer, lo miró y se encontró con un rostro inexpresivo.
Connie rompió el silencio dirigiéndose a Joseph.
—Haremos cuanto podamos, aunque no creo que sirva de mucho. He procurado tranquilizar a Elwyn pero me consta que unas pocas palabras suyas de vez en cuando le harían mucho bien.
—Se encuentra en una posición intolerable —agregó Thyer—. Parece que a los dos les importe un bledo su hijo.
Connie dejó el vaso. Tenía el rostro encendido.
—A veces, lo que las personas son está tan entretejido en su carácter y su vida que ninguna fuerza exterior, por grande que sea, puede cambiarlas. Ya eran así mucho antes de que mataran a Sebastian. Es sólo que esto hace que resulte más fácil verlo, no que sea fruto de lo ocurrido.
Esa misma tarde Joseph encontró a Edgar Morel paseando por el sendero que discurría junto al río.
La conversación comenzó mal.
—¡Supongo que piensa que lo maté por lo de Abigail! —espetó desafiante en cuanto Joseph lo alcanzó.
Joseph sintió la urgencia de descubrir la verdad antes que hiciera más daño.
—Te equivocas —contestó.
Morel lo miraba con dureza, a la defensiva, como si estuviera al borde del llanto. El peso de la sospecha estaba haciendo profunda mella en él.
—Por descontado, si mataron a Sebastian, tuvo que ser porque sabía algo abyecto de alguien, ¿no es eso? —dijo con amargura—. ¡Tiene que ser por envidia de su brillantez, su encanto o cualquier otra cosa! ¡Es imposible pensar que engañara a alguien, que robase o cometiera una vileza por el estilo! —Su sarcasmo resultaba tan exagerado que no llegaba a herir—. ¡Era demasiado bueno para eso! —Inconscientemente imitaba la voz de Mary Allard—. Nada es nunca culpa suya. Escuchando a su madre pensarías que fue el mártir de una santa causa y el resto de nosotros un hatajo de herejes bailando sobre su tumba.
—Procura ser paciente con ella —instó Joseph, sonriendo sin querer—. No tiene recursos para aceptar su pérdida.
—Nadie los tiene —dijo Morel con súbita furia—. Mi madre murió el año pasado, más o menos cuando Abigail me dejó por Sebastian. ¡Y no me puse a decirle a todo el que se me cruzaba por delante que eran unos desalmados porque no les importara! ¡El mundo no se detiene por la muerte de nadie! ¡Y eso no es excusa para ponerse insoportable!
—¡Morel, contrólate! —exclamó Joseph con dureza, alargando la mano para calmarlo.
Morel interpretó mal el gesto, echó el brazo hacia atrás y soltó un puñetazo. Dio de refilón en la mejilla de Joseph, quien aun así perdió el equilibrio, tanto por la sorpresa como por la fuerza del golpe. Se tambaleó retrocediendo y le faltó poco para caer.
Morel se quedó horrorizado.
Joseph se enderezó, sintiéndose idiota de remate. Confió en que nadie los hubiese visto. No deseaba dar más importancia al asunto, pero no hacer nada al respecto pondría fin a su autoridad y al respeto que Morel le profesaba. Reaccionó de manera instintiva. Dio un paso adelante y, para absoluta estupefacción de Morel, le devolvió el golpe. No pegó con mucha fuerza, aunque sí con la suficiente para hacerlo trastabillar. Le sorprendió su propia destreza; de haberle dado un poco más fuerte lo habría derribado.
—No vuelvas a hacer eso —dijo con toda la serenidad que su corazón palpitante le permitió—. Y haz el favor de centrarte. Alguien disparó a Sebastian y tenemos que conservar la sangre fría para averiguar quién lo hizo, no corretear como un puñado de colegialas histéricas.
Morel inspiró entrecortadamente, frotándose la mandíbula.
—Sí, señor —dijo obedientemente—. ¡Sí, señor!
Joseph sabía que había manejado bien la situación, pero le apeteció dar un largo paseo y tomar algo a solas en alguna taberna tranquila, arropado por la calidez de la risa y la amistad pero sin tener que ser partícipe de ellas. Estaba hasta la coronilla de las emociones de los demás. Le bastaba y sobraba con su propia carga. Aún no había transcurrido un mes desde que mataran a sus padres y la herida de aquella pérdida seguía abierta.
Por añadidura, después de que el fallecimiento de Eleanor hiciera pedazos su mundo afectivo, restando energía y empuje a su fe, había reconstruido cuidadosamente una fortaleza valiéndose de la razón, el orden impersonal y la sensatez. El resultado le pareció bueno, a prueba de las arremetidas de la pena, la soledad y las dudas de toda clase. Le había costado un esfuerzo soberano crearla, pero su autenticidad era lo bastante bella para sostenerlo ante la adversidad.
Excepto que no estaba dando resultado. Todo cuanto sabía continuaba allí, seguía siendo cierto, pero carecía de alma. ¿Tal vez la esperanza fuese poco razonable? La confianza no se fundamenta en hechos. Al tratar con los hombres, lo prudente es no saltar donde no puedes ver. Al tratar con Dios, es el paso final sin el cual el viaje carece de propósito.
Apartó esos pensamientos de su mente y se centró en los problemas presentes, más prosaicos. Oscilaba entre el miedo a que su padre estuviese en lo cierto, pues en tal caso una espantosa conspiración estaba a punto de estallarles encima, y la insidiosa duda de que hubiese sido un iluso, perdiendo el contacto con la realidad. Esta idea lo atormentaba.
Además, le dolía la mejilla, que presentaba un rasguño. No tenía ganas de darle explicaciones a nadie, y mucho menos a Beecher. De un modo u otro la conversación derivaría hacia el tema de Sebastian y acabaría resultando desagradable.
Así pues, en lugar de ir al Pickerel, con sus mesas junto al río y sus parroquianos conocidos, anduvo a lo largo de los Backs en dirección contraria. Llegó casi hasta Lammas Land, encontró una pequeña taberna con vistas a los campos y al estanque de Mill Pond, entró y se sentó junto a la barra, revestida con paneles de roble oscurecidos por el tiempo. Encima de ésta, una hilera de jarras de peltre colgadas de un riel brillaba con el sol que entraba por la puerta abierta. El suelo era un entarimado de ásperos y anchos tablones que pocos años atrás habría estado cubierto de serrín.
A tan temprana hora sólo había un par de ancianos sentados en un rincón y una bonita camarera de tez clara con una abundante melena recogida en un descuidado lazo en la nuca. Su cabello era del color desvaído del trigo y cuando inclinó la cabeza mientras llenaba una jarra de cerveza para uno de los hombres, la luz formó una aureola de oro pálido a su alrededor.
Alcanzó la cerveza al hombre, que le dio las gracias con la soltura de la costumbre, y entonces se volvió hacia Joseph.
—Buenas tardes, señor —lo saludó alegremente. Su voz era gratamente suave pese al marcado acento de Cambridgeshire—. ¿Qué le sirvo?
Joseph no era muy aficionado a la cerveza.
—Sidra, por favor —contestó—. Media pinta.
Empezaría con media y quizá luego se tomara otra. El lugar era agradable y la sensación de soledad era exactamente lo que deseaba.
—Aquí tiene, señor. —Se la sirvió, observando el líquido dorado hasta que llegó justo al borde del vaso—. No le había visto antes por aquí, señor. Preparamos una comida bastante buena, si le apetece picar algo. Cosas sencillas, pero ahí están si tiene apetito.
Joseph no estaba particularmente hambriento, pero de pronto la idea de sentarse allí contemplando las aguas mansas del estanque y el sol poniéndose lentamente detrás de los árboles le pareció una perspectiva mucho mejor que regresar a cenar en el refectorio, donde tendría que conversar amablemente, sabiendo de sobra que todo el mundo andaría preguntándose qué demonios le había ocurrido en la caray haciendo conjeturas. A veces la discreción resultaba tan ruidosa que lo dejaba sordo a uno.
—Gracias —dijo—. Probablemente lo haré.
—¿Está en un colegio? —preguntó la camarera, tratando de entablar conversación mientras le entregaba una carta con los platos del día.
—En St. John's —respondió Joseph, echando un vistazo al menú—. ¿Qué hay de encurtido?
—Tomates verdes, señor. Son caseros, y aunque no esté bien que lo diga, son los mejores que he comido en mi vida, y casi todos los clientes están de acuerdo.
—Entonces eso es lo que tomaré, por favor.
—De acuerdo, señor. ¿Qué clase de queso prefiere? Tenemos queso de Ely, o un excelente medio y medio de la región. —Se refería a una combinación de queso blanco curado y queso amarillo cremoso—. ¿O le gusta más el francés? —agregó—. Puede que nos quede un poco de brie.
—El medio y medio parece bueno.
—Lo es. Muy fresco. Tucky Nunn lo ha traído esta mañana —dijo la camarera. Titubeó, como si quisiera añadir algo pero no estuviera segura de que fuese apropiado hacerlo.
Joseph aguardó.
—¿Ha dicho St. John's, señor? —Un leve rubor asomó a sus mejillas y la voz sonó un poco más aguda.
—Sí.
—Usted... —La chica tragó saliva—. ¿Conocía a Sebastian Allard?
—Sí, bastante bien. —¿Qué podía saber ella de Sebastian?—. ¿Usted también? —preguntó.
La camarera asintió con la cabeza, y^ unas lágrimas asomaron a sus ojos.
—Me parece que tomaré la cena fuera —dijo Joseph con una discreta sonrisa—. ¿Tendría la amabilidad de llevármela?
—Sí, señor, por supuesto —contestó ella, y acto seguido se volvió, ocultando el semblante.
Joseph salió al soleado exterior y encontró una mesa puesta para dos. Antes de que hubiesen transcurrido cinco minutos se presentó la camarera con una bandeja que depositó delante de él. El pan estaba cortado en rebanadas gruesas. La crujiente corteza aparecía cuarteada en los bordes por la presión del cuchillo. Un ramito de perejil decoraba los dados de mantequilla y el queso era fresco y aromático. Nunca había visto un encurtido de tomate como aquél, pero los trozos eran grandes y el jugo de un apetitoso color oscuro.
—Gracias —dijo, tomándose un momento para apreciar los manjares antes de levantar la vista hacia los ojos de la chica. Ésta seguía un tanto atribulada y dubitativa.
—¿Han...? ¿Saben ya lo que sucedió? —preguntó ella.
—No. —Joseph le indicó la otra silla con un ademán—. Seguro que los clientes que hay dentro se las arreglarán sin usted por unos minutos. Siéntese y hable conmigo, por favor. Yo apreciaba mucho a Sebastian, pero creo que no lo conocía tan bien como pensaba. ¿Venía por aquí con frecuencia?
La muchacha se ruborizó levemente y bajó los ojos por un instante antes de mirarlo con expresión franca.
—Sí, este verano.
No agregó que iba a verla a ella; resultaba innecesario. No precisaba ninguna explicación: cualquier muchacho lo hubiese hecho. Se preguntó con una frialdad que aún le dolía, pese a que poco a poco iba aceptando los hechos, si Sebastian la habría utilizado de un modo completamente egoísta, sin que ella supiera nada acerca de su compromiso con Regina Coopersmith. Por otra parte, era muy probable que aquella encantadora camarera no se hubiese hecho ilusiones de casarse con Sebastian Allard. ¿O tal vez sí? ¿Era concebible que desconociese por completo el mundo del que él procedía?
—Soy Joseph Reavley —se presentó—. Doy clase de lenguas bíblicas en St. John's.
Ella sonrió tímidamente.
—Ya me figuraba yo que no podía ser otro. Sebastian hablaba mucho de usted. Decía que usted hacía que las gentes de la antigüedad, con sus ideas y sus sueños, tuvieran vida propia, que existieran de verdad, no sólo como un montón de palabras impresas en papel. Decía que les daba importancia, que juntaba el pasado y el presente convirtiéndolos en una misma cosa, consiguiendo que el futuro fuese más importante. —Se sonrojó, un tanto avergonzada, pues sabía que ponía en su boca palabras que no eran suyas, aunque saltaba a la vista que las entendía y las creía—. Me dijo que usted le enseñó que la belleza, la belleza real, esas cosas que están dentro de uno, perdura. —Inspiró entrecortadamente, controlándose con dificultad—. Y que es muy importante lo que uno deja tras de sí. Que eso es tu agradecimiento por el pasado, tu amor por el presente y tu regalo para el futuro.
Joseph se sorprendió mucho más gratamente de lo que deseaba, porque aquello despertaba todos los antiguos sentimientos de amistad, confianza y esperanza en la integridad de Sebastian que mucho temía se le escapaban entre los dedos para convertirse en algo más mediocre y prosaico.
—Me llamo Flora Whickham —prosiguió ella, cayendo en la cuenta de que no se había presentado.
—Encantado, señorita Whickham —dijo Joseph.
—¿Cree que tuvo algo que ver con la guerra? —preguntó ella, y su rostro se ensombreció.
—¿La guerra? —inquirió él, perplejo.
El rostro de Flora reveló un temor que esta vez nada tenía que ver con la mera repetición de las palabras de un tercero.
—Le daba un miedo horrible que fuese a estallar una guerra en Europa—explicó Flora—. Decía que todos estaban con los nervios de punta. Por supuesto, siguen estándolo, sólo que ahora es peor con esas personas que mataron en Serbia. Pero Sebastian decía que de todos modos iba a estallar. Los rusos y los alemanes tienen ganas, y los franceses también. Oigo lo que la gente dice ahí dentro —ladeó un poco la cabeza hacia el interior de la taberna—, acerca de que los banqueros y los dueños de las fábricas no permitirán que suceda porque hay demasiado que perder. Y que tienen suficiente poder para impedirla. —Bajó la vista y enseguida volvió a mirarlo— . Pero Sebastian aseguraba que estallaría porque es la razón de ser de los gobiernos y los ejércitos, y que ellos son los que ostentan el verdadero poder. Tienen la cabeza llena de sueños de gloria y no saben cómo será en realidad. Decía que eran como una cordada de ciegos corriendo hacia un precipicio. Pensaba que habría millones de muertos...
Escrutó el rostro de Joseph, anhelando que le dijera que aquello no iba a ocurrir.
—Nadie desea la guerra —dijo Joseph con prudencia, pero con la seriedad que la pasión y la inteligencia de la muchacha merecían—. Una incursión aquí o allí tal vez, pero una guerra declarada, de ningún modo. Y nadie mataría a Sebastian por no desearla a su vez.
De inmediato se dio cuenta de la banalidad de sus palabras. ¿Por qué no podía hablar con el corazón?
—No lo comprende —sostuvo Flora, avergonzada por contradecirle pero no lo bastante para no insistir—. Él deseaba hacer algo al respecto; era pacifista. No me refiero sólo a que no quisiera combatir, sino a que iba a hacer algo para evitar que ocurriera. —Hizo una mueca—. Sé que a su hermano no le gustaba eso, y a su madre la habría sacado de quicio porque hubiese creído que era una cobardía. Para ella, o eres leal y luchas, o eres desleal y traicionas a tu gente. Y punto. Al menos eso es lo que Sebastian me dijo. —Bajó la vista a sus manos y prosiguió—: Pero Sebastian se habría distanciado de ellos. No tenía dudas al respecto. Sus ideas eran distintas, un siglo por delante de las de ellos. Deseaba que toda Europa fuese una y que sus pueblos no volvieran a luchar entre sí como en la guerra franco—prusiana o en todas las guerras que hemos librado con Francia. —Levantó la mirada y buscó los ojos de Joseph con expresión seria—. Para él, eso significaba más que nada en el mundo, señor Reavley. Estaba informado sobre la guerra de los Bóers y el modo horrible en que todo el mundo sufrió, incluidos mujeres y niños. Y no sólo las víctimas, sino el efecto que tenía en las personas cuando luchan así.
Su rostro se mostraba abatido bajo la tenue luz del atardecer. El sol rielaba en el estanque que parecía un antiguo espejo desazogado por las algas. Unas libélulas flotaban sin avanzar en el aire, sostenidas por alas invisibles. En la calma reinante, un perro que ladraba en la lejanía parecía a un tiro de piedra de distancia.
—Los hace cambiar por dentro —prosiguió Flora, sin apartar la vista de Joseph para comprobar hasta qué punto la comprendía—. ¿Se figura cómo se sentiría si fuese su hermano, o su marido, cualquier ser querido, quien matase como un carnicero a personas de toda clase, mujeres, niños, ancianos, gente como la de su propia familia? —Hablaba en voz baja y un poco ronca por el dolor que imaginaba—. ¿Se figura intentando sentirse otra vez una buena persona? ¿Conversando a la hora del desayuno, como si todo le hubiese pasado a otro? ¿O contando un cuento a sus hijos, poniendo flores en un jarrón, pensando qué preparar para la cena, cuando es la misma persona que condujo a cien mujeres y niños a un campo de concentración a sabiendas de que morirían de hambre? Sebastian habría hecho cualquier cosa con tal de evitar que eso volviera a ocurrir. Pero no pudo decírselo a nadie. A sus padres les parecería horrible, no comprenderían nada. Le verían como un cobarde.
—No... —repuso Joseph, despacio, consciente de que Flora llevaba razón. No le costó imaginar la reacción de Mary Allard ante semejante concepto. Se negaría rotundamente a creerlo. Ningún hijo suyo, y mucho menos su adorado Sebastian, sería capaz de abrazar algo tan ajeno a la clase de patriotismo del que ella había hecho gala toda la vida, con su dedicación al deber y el sacrificio, y la innata superioridad de su estilo de vida, de su código de honor—. ¿Su hermano estaba al corriente de esos sentimientos?
Flora negó con la cabeza.
—Me parece que no. Es un idealista, pero de otra clase. Para él la guerra consiste en grandes batallas, gloriosas victorias y esa clase de cosas. No piensa en cuando uno está tan cansado que apenas se tiene en pie y le duele todo el cuerpo, en que hay que matar a otras personas que son iguales que tú y tratar de destrozar toda su vida.
—La guerra de los Bóers no fue así —dijo Joseph sin pensar, y de inmediato se preguntó si no estaría siendo tan ingenuo como Elwyn, viendo sólo lo que le resultaba soportable ver... una vez más—. ¿Es eso lo que Sebastian realmente creía? —preguntó.
—Más que nada en el mundo —contestó ella.
Joseph se fijó en los ojos serenos y arrasados en lágrimas de Flora, en la boca firmemente cerrada con fuerza para dominarse, en los labios temblorosos, y comprendió que aquella mujer había conocido a Sebastian mejor que él e infinitamente mejor que Mary Allard o Regina Coopersmith, quien probablemente no lo conocía en absoluto.
—Gracias por hablarme con tanta franqueza —dijo Joseph sinceramente—. Tal vez guarde alguna relación con eso, aunque en realidad lo ignoro. Tendría tanto sentido como cualquier otra cosa.
Terminó su cena arropado por el sol poniente, completándola con otro vaso de sidra y un trozo de tarta de manzana con crema de leche, y volvió a charlar con Flora, recordando cosas alegres. Cuando ya anochecía regresó por la orilla del río hasta St. John's. Quizás había descubierto el lugar adonde Sebastian iba cuando nadie sabía donde se encontraba, lo cual no costaba nada comprender. Sonrió al pensar lo sencillo que era y se dijo que, de haber tenido una madre como la suya, con su opresiva veneración, él hubiese hecho lo mismo.
*   *   *


10
Matthew no refirió de inmediato a Shearing su intención de seguir investigando a Patrick Hannassey además de Neill. Había demasiadas incertidumbres como para justificar un caso que mereciera su plena dedicación y aún no sabía en quién confiaba. Si existía una conspiración para asesinar al rey, no concebía que Shearing estuviera envuelto en ella.
Y si se trataba de otra cosa, aunque cuanto más pensaba en el asunto, más le parecía que éste poseía todas las cualidades del horror y la traición, estaría desperdiciando su tiempo. De ser así, tendría que abandonar la investigación al instante y cambiar de rumbo para perseguir cualquier nueva amenaza en ciernes. No había tiempo que perder con explicaciones.
En el siglo anterior, en el momento más álgido de la violencia fenianista,* se había establecido un Departamento Especial dedicado en exclusiva a los problemas con Irlanda. Desde entonces había ampliado su campo de acción a cualquier amenaza para la seguridad y la estabilidad del país (anarquía, traición, agitación social), aunque la cuestión irlandesa seguía siendo su principal razón de ser. Por consiguiente, Matthew hizo algunas averiguaciones discretas entre sus colegas más próximos y el miércoles a la hora del almuerzo se encontró paseando por Hyde Park en compañía de un tal teniente Winters, quien se había mostrado dispuesto a brindarle su ayuda. No obstante, Matthew sabía de sobra que cada departamento de los servicios de inteligencia custodiaba celosamente la información de que disponía y que era más fácil arrancarle los dientes a un cocodrilo que sonsacarles un dato que prefirieran guardarse. Maldijo la necesidad de secretismo que le impedía decirles toda la verdad. Sin embargo, la advertencia de su padre resonó en sus oídos y no se atrevió a ignorarla. Una vez revelado el secreto, ya no cabría retirarlo.
—¿Hannassey? —dijo Winters haciendo una mueca—. Es un hombre extraordinariamente inteligente. No se le escapa nada y tiene una memoria de elefante. Y lo que es más importante, relaciona una cosa con otra y deduce una tercera.
Matthew escuchaba con atención.
—Todo un patriota irlandés —continuó Winters, contemplando la jovial escena que les ofrecía el parque: parejas paseando cogidas del brazo, mujeres ataviadas con conjuntos veraniegos, en su mayor parte de temática náutica. Un organillero tocaba baladas populares y tonadas de teatro de variedades, sonriendo cuando los transeúntes le arrojaban monedas. Un grupo de críos, los niños con trajes oscuros y las niñas con pichis rematados de encaje, lanzaban palos a dos perros.
»Se formó en los jesuitas —prosiguió Winters—, pero lo más interesante acerca de él es que ni su aspecto ni su forma de hablar son típicamente irlandeses. No tiene nada de acento, o, al menos, cuando se lo propone parece que sea inglés. También habla con soltura francés y alemán, y ha viajado Mucho por buena parte de Europa. Se conoce que tiene buenos contactos con el socialismo internacional, aunque no sabemos si simpatiza con ellos o si se limita a utilizarlos.
—¿También con otros grupos nacionalistas? —preguntó Matthew, sin saber en qué dirección avanzaba pero pensando ante todo en los serbios, puesto que recientemente habían recurrido al asesinato como arma.
—Probablemente —contestó Winters con expresión meditabunda—. El problema es que resulta muy difícil seguirle la pista debido a esa apariencia tan anodina. No me consta que se disfrace. —Echó una mirada a Matthew, ladeando la cabeza, y añadió con humor—: No, nada tan melodramático como pelucas o bigotes postizos. Basta con que cambie de ropa, de peinado y de forma de caminar para convertirse en una persona diferente. Luego nadie le recuerda ni sabe cómo describirlo.

* Relativa a la organización revolucionaria irlandesa fundada en Nueva York en 1858, que trabajó por el establecimiento de la república independiente de Irlanda, origen del movimiento nacionalista del Sinn Fein, iniciado en 1905.
Un muchacho que llevaba uniforme de la Guardia Real pasó junto a ellos silbando alegremente y con una sonrisa de despreocupación en el rostro.
—De modo que tiene sentido de la proporción, nada de teatro —observó Matthew, refiriéndose a Hannassey—. Muy listo.
—Va a por todas —afirmó Winters—. Nunca pierde de vista la meta fundamental, y carece de vanidad.
—¿Y cuál es esa meta fundamental?
—La independencia de Irlanda por encima de todo. Los católicos y los protestantes juntos, lo quieran o no.
—¿Es obsesivo?
Winters reflexionó por un instante.
—No tanto como para perder el equilibrio —dijo al fin—. ¿Por qué lo pregunta?
—Me han llegado rumores de una conspiración —dijo Matthew con el mismo tono desenfadado—. Me preguntaba si Hannassey estaría implicado.
Winters se puso un poco tieso.
—Si se trata de una conspiración irlandesa, será mejor que me lo cuente —dijo Winters, manteniendo su paso firme y desenvuelto mientras adelantaban a un caballero de avanzada edad que se había detenido para encender un puro, ahuecando las manos para proteger la llama de una cerilla. La brisa era muy leve, poco más que un susurro, pero bastaba para apagar una cerilla.
El organillero pasó a una canción de amor y algunos jóvenes empezaron a cantar con él.
—No me consta que lo sea —respondió Matthew, muy tentado de referir cuanto sabía. Sentía la acuciante necesidad de tener un aliado. La soledad de la confusión y la responsabilidad pesaba sobre él de un modo asfixiante—. Pueden ser muchas cosas —añadió.
Winters conservaba la misma expresión sombría y miraba al frente evitando la mirada de Matthew.
—¿Cuánto sabe realmente acerca de lo que está diciendo, señor Reavley?
Aquél era el momento decisivo. Matthew jugó el todo por el todo.
—Sólo que alguien descubrió un documento donde se bosquejaba una conspiración muy grave y que lo mataron antes de que pudiera enseñármelo —contestó—. El documento ha desaparecido. Estoy intentando evitar un desastre sin saber de qué se trata. Pero habida cuenta del motín en el Curragh, el fracaso para alcanzar un acuerdo anglo—irlandés y la reciente declaración del rey apoyando a los unionistas, opino que un complot contra Su Majestad encaja demasiado bien como para pasarlo por alto.
Winters caminó en silencio no menos de cincuenta metros, lo que los llevó a rodear un extremo del estanque del Serpentine. El sol apretaba. El aire, casi inmóvil, traía hasta ellos retazos de risas y música desde la lejanía.
—No lo veo tan claro —dijo Winters por fin—. No ayudaría a la causa irlandesa. Es demasiado violento.
—¡Demasiado violento! —exclamó Matthew atónito—. ¿Desde cuándo ha sido eso un obstáculo para los nacionalistas irlandeses? ¿Ha olvidado los asesinatos de Phoenix Park? ¡Por no mencionar otra veintena de actos terroristas! La mitad de los dinamiteros de Londres han sido seguidores del fenianismo.
Tuvo que morderse la lengua para no decirle que estaba diciendo tonterías.
Winters se mostró imperturbable.
—Los irlandeses católicos desean el autogobierno y la independencia de Gran Bretaña —dijo pacientemente, como si se tratara de algo que se veía obligado a explicar infinidad de veces a hombres que se negaban a comprender—. Quieren fundar su propia nación con su Parlamento, su Ministerio de Relaciones Exteriores, su economía y todo lo demás.
—Eso es imposible sin violencia —señaló Matthew—. En 1912, más de doscientos mil ciudadanos del Ulster, e incluso más ciudadanas, firmaron la Solemne Liga y Pacto para emplear todos los medios necesarios contra la actual conspiración para establecer un Parlamento Autónomo en Irlanda. ¡Si alguien piensa que va a suprimir el Ulster sin violencia es que nunca ha estado a menos de cien kilómetros de Irlanda!
—Es justo lo que le quería decir —apuntó Winters con gravedad—. Para conservar alguna esperanza de éxito, los nacionalistas irlandeses tendrán que ganarse la cooperación de tantos países como puedan. Si asesinan al rey, serán vistos como meros criminales y perderán el apoyo de las naciones..., apoyo que saben que necesitan.
Se cruzaron con una pareja de ancianos que paseaban cogidos del brazo, a quienes saludaron cortésmente descubriéndose la cabeza.
—Hannassey es cualquier cosa menos idiota —continuó Winters cuando ya no podían oírlo—. Si no era consciente de eso antes del atentado de Sarajevo, sin duda ahora lo es. Es posible que Europa no apruebe que Austria tenga sometida a Serbia, y cabe que eso genere un enredo tan violento y desequilibrado de temores y promesas diplomáticas que el asunto termine en guerra. Ahora bien, quienes tienen todas las de perder son los nacionalistas serbios, eso se lo aseguro. E insisto: Hannassey no tiene un pelo de tonto.
Matthew quiso replicar, pero mientras tomaba aire para hacerlo se percató de que era para defender a su padre más que porque realmente creyese lo contrario.
Si Hannassey era tan lúcido como Winters aseguraba, no elegiría el asesinato del rey como arma..., salvo si tenía garantías de poder atribuirlo a terceros.
—Los irlandeses no cargarían con la culpa si el magnicidio pareciera ser obra de... —se interrumpió.
Winters enarcó las cejas con expresión de curiosidad.
—¿Sí? ¿A quién tiene en mente? ¿A quién no se le podría seguir la pista o no los delataría, queriendo o sin querer?
No había nadie, y ambos eran conscientes de ello. Ni siquiera importaba que los irlandeses estuvieran o no detrás del complot, pues de todos modos las culpas recaerían en ellos. Sin duda aborrecerían la idea de un magnicidio y tendrían tantas ganas de — evitarlo como el propio Matthew. Se encontraba en un callejón sin salida.
—Lo lamento —dijo Winters, atribulado—. Me parece que está dando caza a un fantasma. Su informador peca de exceso de celo. —Sonrió, quizá para que sus palabras resultaran menos hirientes—. O es un aficionado, o intenta darse más importancia de la debida. Siempre hay rumores y trozos de papel en circulación. El truco consiste en separar los que tienen fundamento. Éste es trivial. —Hizo una mueca de resignación—. Me temo que tengo suficientes amenazas reales que investigar. Más vale que regrese al trabajo. Buenos días.
Avivó el paso sin más dilación y en un abrir y cerrar de ojos se perdió de vista entre los demás peatones.
Shearing lo convocó a su despacho al día siguiente, recibiéndolo con expresión grave.
—Siéntese —ordenó. Cansado e impaciente, ponía mucho cuidado en controlar la voz, aunque incluso así se percibía un dejo áspero—. ¿Qué es esa conspiración irlandesa de asesinato a la que le sigue la pista? —inquirió—. No..., no se moleste en contestar. Si no es lo bastante importante para haberme informado, no debería estar perdiendo el tiempo con eso. ¡Déjelo! ¿Entendido?
—Ya lo he dejado —dijo Matthew lacónicamente. Era la verdad, pero no del todo. Si no era irlandés, tendría otro origen, y seguiría investigando hasta descubrirlo. Nunca antes había mentido a Shearing y la sensación le resultó sumamente incómoda.
—Muy prudente de su parte —dijo Shearing—. Hay huelgas en Rusia. Más de ciento cincuenta mil hombres pararon sólo en San Petersburgo. Y, según parece, el lunes intentaron asesinar otra vez a Rasputín, el monje loco de la zarina. No tenemos tiempo para dar caza a fantasmas y duendes personales. —Miraba fijamente a Matthew—. Nunca lo he considerado una persona ávida de gloria, Reavley, pero si descubro que estoy equivocado, saldrá tan rápido de aquí que sus pies apenas tocarán el suelo.
Su expresión era de desafío y también de enfado. Matthew sintió una punzada de angustia al constatar que la actitud de Shearing contenía también una dosis de miedo, debido a que los acontecimientos estaban fuera de control.
—La situación en los Balcanes está empeorando casi a diario —continuó Shearing con severidad, fulminándolo con la mirada—. Corren rumores de que Austria está preparándose para invadir Serbia. Si lo hace, existe un peligro muy grave y real de que Rusia intervenga para proteger a Serbia. La lengua, la cultura y la historia los convierten en aliados naturales. —Tenía el rostro tenso, y las manos, morenas e impecables, apretadas sobre la mesa con tanta fuerza que los nudillos se veían blancos—. Si Rusia se moviliza será sólo cuestión de días que Alemania haga lo propio. El káiser se verá rodeado de naciones hostiles, todas ellas armadas hasta los dientes y más poderosas semana tras semana, y por más desequilibrado que esté, hasta cierto punto no le falta razón. Se enfrentará con Rusia en oriente y con Francia en occidente. Europa en guerra.
—Pero nosotros no —dijo Matthew, consciente de que sus palabras carecían de aplomo, pues su voz también sonó dubitativa y hasta cierto punto temerosa, ya que comenzaba a darse cuenta de la enormidad de lo que se avecinaba—. No suponemos una amenaza para nadie y no puede decirse que sea asunto nuestro.
—¡Sabe Dios! —replicó Shearing.
—¿No es precisamente un momento idóneo para que los nacionalistas ataquen? —Matthew no podía ni quería olvidar el documento y la indignación de su padre—. Si yo fuese su líder, desde luego aprovecharía la ocasión.
—Diría que eso también lo sabe sólo Dios —dijo Shearing en tono mordaz—. Pero vamos a dejar que el Departamento Especial se ocupe de eso. Irlanda es su problema. Usted concéntrese en Europa. Es una orden, Reavley. —Le tendió un montón de papeles que tenía encima del escritorio—. Por cierto, «C» quiere verlo en su despacho dentro de media hora —agregó sin mirarle.
Matthew se quedó helado. Sir Mansfield Smith—Cumming dirigía el Servicio Secreto de Inteligencia desde 1909. Había iniciado su carrera como alférez de navío en la Royal Navy, donde sirvió en las Indias Orientales hasta que lo apartaron del servicio activo a causa de sus constantes mareos. En 1898 se reincorporó y llevó a cabo con éxito varias misiones de espionaje para el Almirantazgo. La agencia que en ese momento dirigía servía a todos los cuerpos del ejército así como a los organismos políticos de más alto nivel.
—Sí, señor —dijo Matthew con voz ronca. Las ideas se agolpaban en su cabeza. Antes de que Shearing levantara la vista, giró en redondo y salió al pasillo. Estaba temblando.
Exactamente treinta minutos después lo hicieron pasar al despacho de Smith—Cumming, una estancia de aspecto espartano que no tuvo tiempo de mirar. Se puso en posición de firmes y aguardó.
Smith—Cumming lo miró con expresión adusta.
—Capitán Reavley, señor —dijo Matthew—. Ha mandado llamarme, señor.
—En efecto —convino «C».
Matthew aguardaba con el corazón en un puño. Sabía que su futuro profesional dependía de lo que dijera u omitiese en aquella entrevista.
—Siéntese —ordenó «C»—. No se marchará hasta que me cuente todo lo que sabe acerca de esa conspiración que está investigando.
Matthew se alegró de sentarse. Acercó la silla más próxima al escritorio de «C» y se dejó caer en ella.
—Obviamente, no está en posesión de ninguna prueba documental —siguió «C»—. Como tampoco la tienen, al parecer, los hombres que lo han estado siguiendo a usted, y a mí de vez en cuando.
Matthew permanecía inmóvil en el asiento.
—¿No lo sabía? —inquirió «C».
—Sabía que me seguían, señor —dijo Matthew después de tragar saliva—, pero ignoraba que también le hubiesen seguido a usted.
«C» enarcó las cejas, suavizando un poco la severidad del rostro.
—¿Sabe quién es?
—No, señor. —Estuvo a punto de pedir disculpas, pero se abstuvo de hacerlo.
—Se trata de un agente alemán —explicó «C»—. Se llama Brandt. Por desgracia, eso es prácticamente lo único que sabemos sobre él. ¿Dónde, cuándo y cómo se enteró usted de la existencia del documento?
Matthew ni siquiera consideró la posibilidad de mentir.
—Me lo dijo mi padre, señor, por teléfono, el 27 de junio a última hora de la tarde.
—¿Dónde se encontraba usted?
—En mi despacho, señor. —Matthew notó que se sonrojaba mientras lo decía. El coche abollado apareció claramente en su mente; el rostro de su padre, el chirrido de los neumáticos... Sintió vértigo. Era culpa suya.
«C» se mostró menos intransigente.
—¿Qué le contó?
A Matthew le costó trabajo expresarse con serenidad y no pudo evitar hacerlo con voz ronca.
—Que había descubierto un documento en el que se bosquejaba una conspiración que arruinaría el honor de Inglaterra para siempre y que cambiaría el mundo irreparablemente para peor.
—¿Había oído algo al respecto con anterioridad?
—No, señor.
—¿Encontró difícil darle crédito?
—Sí, casi imposible.
Era la verdad. Le daba vergüenza, pero aún le costaba creerlo.
—¿Repitió usted lo que le dijo para cerciorarse de haberle entendido bien?
—No, señor. —A Matthew le ardían las mejillas—. Aunque sí repetí el hecho de que iba a traérmelo al día siguiente.
Admitirlo resultaba condenatorio. Sólo faltaba que mintiera al respecto para acabar de ser culpable del todo.
«C» asintió muy despacio con la cabeza. Sus ojos reflejaban compasión.
—Interesante —dijo en tono meditabundo—. En tal caso, quien quiera que lo oyera ya sabía que el documento había desaparecido y que obraba en poder de su padre. Eso nos dice mucho. ¿Qué más sabe?
—Alguien hizo que el coche de mi padre se saliera de la carretera. Como consecuencia de ello, mi padre y mi madre murieron en el accidente —contestó Matthew. Vio un brillo de lástima en los ojos de «C». Inspiró profundamente—, En cuanto la policía me avisó, fui a Cambridge a recoger a mi hermano mayor, Joseph...
—¿No estaba enterado? —lo interrumpió «C»—. Estaba más cerca y, según dice, es mayor que usted.
—Sí, señor. Estaba en un partido de críquet. Perdió a su esposa hace cosa de un año. Creo que no quisieron que se enterara por alguien del colegio. El director también participaba en el partido, así como gran parte de sus amigos.
—Entiendo. De modo que fue en coche hasta Cambridge y se lo contó. ¿Qué más?
—Identificamos los cuerpos de nuestros padres y revisé sus efectos personales, y luego los restos del coche, en busca del documento. No lo encontré. Después fuimos a casa y la registramos. Preguntamos al banco y a nuestro abogado. Cuando regresamos del funeral, alguien había registrado la casa.
—Sin éxito —apuntó «C»—. Al parecer siguen buscándolo. Cabe suponer que se trata de una segunda copia, lo cual nos da a entender que nos hallamos ante alguna clase de acuerdo. ¿Mencionó algún nombre su padre?
—No, señor. Fue muy breve.
«C» lo miró fijamente con ceño. Matthew percibió por vez primera la profundidad de su inquietud.
—Usted conocía bien a su padre, Reavley. ¿Qué le interesaba? ¿A quién conocía? ¿Dónde pudo hallar ese documento?
—He pensado mucho en ello, señor, y he hablado con varios de sus amigos íntimos, y lo único que puedo decir es que ninguno de ellos sabía nada. Cuando mencioné conspiraciones, todos dijeron que mi padre era un ingenuo y que había perdido contacto con la realidad.
Le sorprendió lo mucho que aún le dolía decirlo en voz alta.
«C» esbozó una sonrisa que también asomó a sus ojos.
—Me parece que no conocían muy bien a su padre. —Endureció su expresión—. Resista la tentación de demostrarles que se equivocan, Reavley, ¡cueste lo que cueste!
Matthew tragó saliva.
—Sí, señor.
—Así pues, ¿no tiene ninguna idea sobre qué es lo que está ocurriendo?
—No, señor. Se me ocurrió que quizá se tratara de un complot irlandés para asesinar al rey, pero...
—¡Sí! —«C» desechó la posibilidad con un breve ademán de su mano—. Ya lo sé. Carece de sentido. Hannassey no tiene un pelo de tonto. Es un asunto europeo, no irlandés. Al señor Brandt le trae sin cuidado la independencia de Irlanda, salvo en lo que pueda afectar a nuestros recursos militares. Aunque eso hay que tenerlo en cuenta. Si estalla una guerra civil en Irlanda, nuestros efectivos, ya de por sí escasos, se verán restringidos al máximo. —Se inclinó un poco hacia delante—. Descúbralo, Reavley. Averigüe quién está detrás de ese documento, de dónde procedía, a quién iba destinado. —Empujó una hoja de papel a través del escritorio—. Esto es una lista de los agentes alemanes que según nuestra información operan en Londres. El primero está en la Embajada Alemana, el segundo es un fabricante de alfombras, el tercero es un miembro menor de la familia real alemana que actualmente reside en la ciudad. Proceda con suma discreción. Debe ser consciente de que a partir de ahora su vida depende de ello. No confíe en nadie. —Miró a Matthew a los ojos con expresión glacial—. ¡En nadie! Ni en Shearing ni en su hermano, en nadie en absoluto. Cuando tenga una respuesta, venga a informarme.
—Sí, señor. —Matthew se puso de pie, cogió el papel, lo leyó y volvió a dejarlo encima del escritorio.
«C» lo guardó en un cajón.
—Lamento lo de su padre, capitán Reavley.
—Gracias, señor.
Matthew se puso firmes por un momento, se volvió y salió del despacho. Las ideas se agolpaban en su cabeza.
El Conciliador estaba de pie junto a la ventana en el salón superior de la casa de Marchmont Street. Observaba a un hombre más joven que caminaba con brío por la acera, mirando de vez en cuando hacia las casas de aquel lado. Leía los números. Había estado allí en dos ocasiones, pero en ambas lo habían llevado en coche y de noche.
El hombre de la calle se detuvo, levantó la vista y se mostró satisfecho por haber encontrado lo que buscaba.
El Conciliador se echó hacia atrás, sólo un paso. No deseaba que lo vieran aguardando. Había reconocido al hombre de abajo incluso antes de ver su abundante cabellera morena, la frente ancha y los ojos un tanto separados. Era un rostro enérgico y emotivo, el de un hombre que perseguía sus ideales sin importarle adónde le conducían éstos... por encima de los precipicios de la razón y hasta el abismo, de ser necesario. Reconoció su manera desenvuelta de caminar, con una mezcla de garbo y arrogancia. Era oriundo de Yorkshire, y como tal hacía gala del orgullo y la agresiva testarudez de los de su tierra.
Sonó el timbre y un instante después el mayordomo abrió la puerta. Tras un breve silencio, se oyeron pasos subiendo por la escalera: ágiles, ligeros, propios de un hombre acostumbrado al montañismo. Llamaron a la puerta.
—Adelante —dijo el Conciliador.
La puerta se abrió y Richard Mason entró. Medía casi un metro ochenta de estatura, unos centímetros menos que el Conciliador, pero era más robusto que éste y tenía la piel bronceada de quien suele viajar.
—¿Quería verme, señor? —dijo. Su voz era inusual, con una dicción perfecta, como si se hubiese formado para el teatro y el amor hacia las palabras, y una pronunciación sibilante tan sutil que hacía que uno le escuchara con atención para confirmar que era cierta.
—Sí —contestó el Conciliador. Ambos permanecieron de pie, como si sentarse constituyera un signo de excesivo relajo ante la situación que los había reunido—. Los acontecimientos se están precipitando.
—Soy consciente de ello —dijo Mason con un levísimo matiz de aspereza en la voz—. ¿Tiene el documento?
—No —respondió el Conciliador en tono de furia apenas contenida. Estaba pálido—. Mis hombres lo han buscado pero no sabemos adónde ha ido a parar. No estaba en el coche ni en los cadáveres, y hemos registrado la casa dos veces.
—¿Es posible que lo destruyera? —preguntó Mason con recelo.
—No. —La respuesta fue inmediata—. Era un... —El Conciliador se encogió levemente de hombros—. Era un hombre inocente en algunos aspectos, pero no era tonto. Sabía lo que significaba y que nadie le creería sin él. Tras sus pausados modales, poseía la tozudez de una mula. —Su rostro se endureció—. Nunca lo habría desfigurado deliberadamente, y mucho menos destruido.
Mason permaneció inmóvil; el corazón le latía con fuerza. Se había formado una idea sobre lo mucho que había en juego, pero la enormidad del asunto se extendía hacia un futuro inimaginable. Las escenas bélicas seguían rondándole en sus pesadillas, pero la sangre, el dolor y las pérdidas del pasado no serían más que un anticipo de lo que podía ocurrir en Europa y, finalmente, en el mundo. Merecía la pena correr cualquier riesgo, tuviera el precio que tuviese, incluso aquél.
—No podemos perder más tiempo buscando —prosiguió el Conciliador—. Los acontecimientos se precipitan. Sé de buena fuente que Austria está preparándose para invadir Serbia. Serbia opondrá resistencia, eso a todos nos consta, y entonces Rusia se movilizará. En cuanto Alemania marche sobre Francia, todo terminará en cuestión de días, semanas como mucho. Schlieffen ha establecido un plan de ataque de una exactitud absoluta, todos los movimientos están perfectamente calculados. El ejército alemán llegará a París antes de que el resto del mundo tenga tiempo de reaccionar.
—¿Queda aún alguna posibilidad de que permanezcamos al margen? —preguntó Mason. Era corresponsal extranjero. Conocía Austria y Alemania casi tan bien como el hombre que tenía delante. Pese a su origen, sus parientes aristocráticos hasta, en las ramas menores de la familia real en ambas orillas del mar del Norte y su brillantez con los idiomas, compartían la misma furia contra la matanza y la destrucción de la guerra. La nieta más elevada que un hombre podía alcanzar era evitar con todos los medios a su alcance que eso sucediera de nuevo.
El Conciliador se mordió el labio inferior, con el rostro crispado.
—Creo que sí —contestó, aunque con un dejo de vacilación—, pero nos encontramos con dificultades. Tengo encima a un hombre del SIS. Nada grave —añadió—. Se trata del hijo de Reavley, en realidad. No es importante, sólo un incordio. Dudo que sea preciso hacer algo al respecto. No quisiera atraer la atención. Por suerte, va bastante descaminado en sus pesquisas. Para cuando se dé cuenta, ya nos traerá sin cuidado.
—¿Otra copia del documento? —preguntó Mason. La idea era brillante, más osada que cualquier otra que hubiese imaginado. Su mera magnitud lo abrumaba.
Cuando el Conciliador se la había referido por vez primera, se había quedado sin habla. Iban paseando sin prisa a orillas del Támesis, las luces bailaban en el agua, las risas cruzaban el río, las embarcaciones de recreo remontaban la corriente despacio hacia Kew. Se detuvo sin saber qué decir.
Poco a poco el plan dejó de ser un sueño apenas mencionado para convertirse en un deseo y, finalmente, en una realidad. Aún se sentía en cierto modo como un hombre que ha creado un unicornio en la imaginación y que un buen día entra en su jardín y se lo encuentra pastando allí, blanco como la nieve, con las pezuñas hendidas y el cuerno de plata: un animal de carne y hueso.
—No hemos encontrado una segunda copia —contestó el Conciliador con gravedad—. Al menos por ahora. He hecho unas cuantas gestiones para desprestigiar a John Reavley. ¡Me he sentido detestable! —Torció el gesto con enojo otra vez—. Ojalá no hubiese sido necesario. — Miró con dureza a Mason al percibir la inquietud de éste—. ¡No me puse en evidencia! —espetó— . Necesitamos un poco de tiempo para que los posos se sedimenten. —Apretó los labios con expresión de tristeza y una mirada melancólica—. A veces el sacrificio pesa —añadió, bajando la voz—, pero si lo hubiese entendido, me parece que lo habría pagado de buen grado. No era un hombre arrogante, tampoco codicioso o estúpido, pero sí un tanto simplista. Creía lo que le daba la gana y de nada sirve discutir con un hombre así. Es una lástima. De lo contrario, hubiésemos podido servirnos de él.
Mason también notó sobre los hombros el peso de un doloroso remordimiento. No obstante, sólo un año atrás había presenciado la devastación de la guerra y la crueldad humana en los Balcanes, entre Turquía y Bulgaria, y el recuerdo aún le hacía tener espantosas pesadillas de las que despertaba temblando y bañado en sudor.
Antes de eso, siendo más joven, había viajado a Oriente, desde donde había informado como testigo presencial del hundimiento de toda la flota rusa por parte de los chinos en 1905. Miles de hombres habían acabado sepultados en ataúdes de acero bajo las impávidas aguas, dejando sólo una sensación de pérdida y aflicción en las familias de medio continente.
Más al principio de su carrera, al ser enviado al extranjero por vez primera, había seguido a los granjeros en el Veldt de África. Aquellos tenaces desposeídos se habrían camino por las interminables llanuras, furiosos, a veces crueles, resentidos, arrogantes en ocasiones, pero con una presencia de ánimo inquebrantable. Había visto morir a mujeres y niños.
Nada de aquello debía repetirse. Uno podía hablar de honor, de la reputación de Inglaterra entre las naciones o de la integridad de su propósito y presentar buenos argumentos. Para Mason se reducía a una cuestión de humanidad. Uno no debería permitir que le ocurriera algo así a otro ser humano.
—Todo estadista debe pensar en los individuos —dijo.
El Conciliador no respondió pero relajó un poco los hombros. Fue hasta el centro de la habitación y sacó un cigarrillo. Lo encendió sin invitar a Mason. Sabía que rehusaría.
—Tenemos otras cosas que considerar —continuó—. Sin el documento, la guerra tal vez sea inevitable. Debemos hacer cuanto esté en nuestra mano para garantizar que sea rápida y limpia. Existen varias posibilidades y tengo planes preparados, al menos en el frente nacional. Todavía podemos producir un efecto formidable.
—Me figuro que será breve —dijo Mason—. Sobre todo si el plan de Schlieffen da resultado. Pero habrá un baño de sangre. Miles serán masacrados. —Empleó aquella amarga palabra deliberadamente.
La sonrisa del Conciliador no fue nada convincente.
—En ese caso, aún es más importante que nos aseguremos que sea lo más corta posible. He estado reflexionando mucho durante estos últimos días, de hecho, desde que el documento fue sustraído. —Una súbita furia se apoderó de él, atenazándole el cuerpo y haciéndole perder el color de la cara hasta que los ojos le brillaron en la pálida piel—. ¡Maldito Reavley! —Se le quebró la voz al pronunciar el nombre—. ¡Así se pudra en el infierno! ¡Si se hubiese mantenido al margen podríamos haber evitado esto! ¡Vidas! ¡Se van a perder decenas de miles de vidas! ¿Para qué? — Extendió el brazo, con los dedos lo bastante separados para tocar más de una octava con facilidad—. ¡No tenía por qué ocurrir!
Tragó una bocanada de aire y procuró serenarse, respirando varias veces profundamente hasta que recobró el color.
—Lo siento —dijo con voz temblorosa, como si aún estuviera a punto de perder el control—, pero no soporto pensar en ello, en la ruina tan innecesaria de un estilo de vida que es la culminación de milenios de civilización. Porque le aseguro, Mason, que es absolutamente innecesaria. —Su voz fue casi un sollozo—. ¿Cuántas viudas habrá? ¿Cuántos huérfanos? ¿Cuántas madres aguardando a unos hijos que jamás regresarán, llorándolos hasta el fin de sus días, tal vez sin siquiera saber dónde están enterrados, hijos caídos en un remoto campo de batalla, en una guerra que no pidieron ni desearon?
—Lo sé de sobra —dijo Mason casi entre dientes—. ¿Por qué cree que estoy haciendo esto? Es como tomar un veneno..., pero la única alternativa es un lento descenso al infierno..., del que no regresaremos.
—Tiene razón —coincidió el Conciliador, volviéndose hacia la ventana, por la que la luz entraba a raudales—. ¡Me consta! Pero me saca de quicio que hayamos estado tan cerca para luego perder por culpa de un estúpido infortunio..., un filósofo alemán con muy buena letra y un político retirado demasiado curioso, que de todos modos era inútil para ello. Y ahora todos nuestros planes peligran. Aunque todavía es pronto para desesperar.
»Hemos de prepararnos para la guerra, si estalla. Y tengo varias ideas, con el trabajo de campo ya hecho, por si acaso. No debemos rendirnos nunca, Mason, nunca. No podemos permitírnoslo. Todo cuanto valoramos, el progreso de la ciencia y el arte, la estabilidad y el imperio de la ley, el comercio internacional y la libertad para viajar, depende de nuestro éxito. Reconozco que no había pensado que llegaríamos a esto. —Se frotó la frente con la mano—. ¡Maldita sea! Los alemanes son nuestros aliados naturales. ¡Procedemos de la misma sangre, la misma lengua, la misma herencia de naturaleza y carácter!
Se interrumpió un instante para recobrar la compostura.
—Pero quizá no sea más que un contratiempo —continuó—. Nosotros no tenemos el documento pero ellos tampoco. Si lo tuvieran, Matthew Reavley no seguiría buscándolo y haciendo preguntas. Aunque no debe preocuparse, no supone ningún peligro para nosotros. Lo tenemos bajo control y me encargaré de que siga siendo así. Sin el documento sólo da golpes de ciego. Es un fastidio, pero nada más. —Su rostro volvió a endurecerse—. ¡Hay que asegurarse a toda costa de que no lo encuentre! ¡Sería desastroso que cayera en malas manos!
—¿Es el único? —preguntó Mason.
—Bueno, hay otro hermano, Joseph, pero es un perfecto inútil —respondió el Conciliador con una sonrisa, más sereno—. Un estudioso idealista, retirado de la vida y de toda responsabilidad. Enseña en Cambridge: ¡lenguas bíblicas, nada menos! No reconocería la verdad aunque le saltara al cuello y lo mordiera. Es un soñador. Nada va a despertarlo porque no quiere que lo molesten. La realidad duele, Mason, y al reverendo Reavley no le gusta el dolor. Quiere salvar el mundo pronunciando un buen sermón, cuidadosamente pensado y bien razonado. No se da cuenta de que nadie lo escucha, al menos con el corazón o las entrañas, o está dispuesto a pagar el precio correspondiente. Todo depende de nosotros.
—Sí —convino Mason—. Lo sé.
—Por descontado. —El Conciliador se atusó el pelo con ambas manos—. Usted siga escribiendo. Posee un don. Quizá lo necesitemos. No abandone el periódico. Si no logramos evitar que suceda lo peor, haga que lo envíen a todos los lugares que pueda. A cada campo de batalla, a cada avance o retirada, a cada ciudad tomada o allí donde se negocie la paz. Conviértase en el corresponsal de guerra más destacado y leído de Europa..., del mundo. ¿Lo comprende? —Descuide —repuso Mason con un leve siseo—. Claro que lo comprendo.
El Conciliador asintió con la cabeza, luciendo una sonrisa forzada.
—Bien. Entonces será mejor que se marche, pero permanezca en contacto.
Mason se volvió y caminó despacio hasta la puerta, que cerró a sus espaldas. Sus pasos sonaron apagados en la escalera.

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